Zimmer Bradley Marion - Trilogia de Avalon 02 - La

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Marion Zimmer Marion Zimmer BradleyBradley

La La dama de Avalóndama de Avalón

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Trilogía de Avalón, IITrilogía de Avalón, II

Marion Zimmer Bradley Marion Zimmer Bradley La casa del La casa del bosquebosque

A Diana L. Paxson, sin cuya ayuda este libro no habría sido posible, y al Círculo de la Luna Oscura, las sacerdotisas de Avalón.

Personajes de la historiaPersonajes de la historia

* = figura histórica

() = muerto antes de que empiece la trama

PRIMERA PARTEPRIMERA PARTE

SACERDOTES Y SACERDOTISAS DE AVALÓN SACERDOTES Y SACERDOTISAS DE AVALÓN

Caillean, suma sacerdotisa, que pertenecía a la Casa del Bosque

Eilan, suma sacerdotisa de la Casa del Bosque y madre de Gawen

Gawen, hijo de Eilan y Gayo Macelio

Eiluned, Kea, Marged, Riannon, sacerdotisas consagradas

Beryan, Breaca, Dica, Lunet, Lysanda, sacerdotisas jóvenes ydoncellas en periodo de formación

Sianna, hija de la Reina de las Hadas

Bendeigid, antiguo archidruida, abuelo britano de Gawen

Brannos, druida ancestral y bardo

Cunomaglos, sumo sacerdote

Tuarim, Ambios, druidas jóvenes

MONJES CRISTIANOS DE INIS WITRINMONJES CRISTIANOS DE INIS WITRIN

* Padre José de Arimatea, jefe espiritual de la comunidad cristiana

Padre Paulus, su sucesor

Alanus, Bron, monjes

ROMANOS Y OTROSROMANOS Y OTROS

Ario, amigo de Gawen en el ejército

Marion Zimmer Bradley Marion Zimmer Bradley La casa del La casa del bosquebosque

Gayo Macelio Severo, abuelo romano de Gawen

(Gayo Macelio Severo Silúrico, padre de Gawen, que fue sacrificadocomo Rey del Año britano)

Lucio Rufino, centurión al mando de la Novena Legión

Quinto Macrinio Donato, comandante de la Novena Legión

Salvio Bufo, comandante de la cohorte a la que es asignado Gawen

Caminante de las Aguas, hombre de los pantanos que conduce labarca de Avalón

SEGUNDA PARTESEGUNDA PARTE

SACERDOTES Y SACERDOTISAS DE AVALÓNSACERDOTES Y SACERDOTISAS DE AVALÓN

Dierna, suma sacerdotisa y Dama de Avalón

(Becca, hermana pequeña de Dierna)

Teleri, princesa de los durotriges

Cigfolla, Crida, Erdufylla, Ildeg, sacerdotisas consagradas

Adwen, Lina, doncellas que reciben formación en Avalón

Ceridachos, archidruida

Conec, druida joven

Lewal, curandero

ROMANOS Y BRITANOSROMANOS Y BRITANOS

Aelio, capitán del Hércules

Alecto, hijo del duoviro de Venta, último en unirse a Carausio

Constancio Cloro, comandante romano, último César

Diocleciano Augusto, emperador

Eiddin Mynoc, príncipe de los durotriges

Gayo Martino, optio de Vindolanda

Cneo Claudio Polion, magistrado de Durnovaria

Vitruvia, mujer de Polion

Marco Aurelio Museo Carausio, almirante de la flota britana y últimoemperador de Britania

Maximiano Augusto, emperador

Menecrates, comandante del Orión, buque insignia de Carausio

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Quinto Julio Cerialis, duoviro de Venta Belgárum

Trebelio, dueño de una fundición de bronce

BÁRBAROSBÁRBAROS

Aedfrid, Theudibert, guerreros de la guardia menapia de Carausio

Hlodovic, jefe franco del clan salió

Wulfhere, jefe de los anglos

Radbod, jefe de los frisones

TERCERA PARTETERCERA PARTE

SACERDOTES Y SACERDOTISAS DE AVALÓNSACERDOTES Y SACERDOTISAS DE AVALÓN

Ana, suma sacerdotisa y Dama de Avalón

(Idris y Anara, primera y segunda hija)

Viviana, tercera hija

Igraine, cuarta hija

Morgause, quinta hija

Claudia, Elen, Julia, sacerdotisas consagradas

Aelia, Fianna, Mandua, Nella, Rowan, Silvia, novicias de la Casa delas Doncellas, últimas sacerdotisas

Taliesin, jefe bardo

Nectan, archidruida

Talenos, druida joven

BRITANOSBRITANOS

Ambrosio Aureliano, emperador de Britania

Bethoc, madre adoptiva de Viviana

Categirn, hijo mayor de Vortigern

Enio Claudiano, comandante de Vortimer

Fortunato, monje cristiano, seguidor de Pelayo

Obispo Germano de Auxerre, partidario de la ortodoxia cristiana

Heron, hombre de los pantanos

Neithen, padre adoptivo de Viviana

Uther, guerrero de Ambrosio

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*Vortigern, Gran Rey de Britania

*Vortimer, su segundo hijo

SAJONESSAJONES

Hengest, jefe de las hordas sajonas

Horsa, su hermano

PERSONAJES MITOLÓGICOS E HISTÓRICOSPERSONAJES MITOLÓGICOS E HISTÓRICOS

*(Agrícola, gobernador de Britania, 78-84 d. de C.)

Arianrhod, diosa britana asociada con la luna y el mar

*(Boadicea, reina de los icenos que dirigió la Gran Rebelión en el año61 d. de C.)

Briga / Brigantia, diosa de la bondad, la poesía y la herrería,Comadrona Sagrada y diosa del territorio de Britania.

(Calgaco, cabecilla britano que fue derrotado por Agrícola en el año81 d. de C.)

(Caractaco, cabecilla de la resistencia britana durante el primer siglo)

Cathubodva, Señora de los Cuervos, diosa de la guerra relacionadacon Morrigan

Ceridwen, diosa britana poseedora del caldero de la sabiduría

La Reina de las Hadas

El Astado, Cernunnos, señor de los animales y de la mitad oscura delaño

Lugos, dios de todos los talentos

Minerva, diosa romana de la sabiduría y la bondad, identificada conAtenea, Sulis y Briga

Nehallenia, diosa territorial de lo que hoy son los Países Bajos

(Pelayo, líder religioso britano del siglo IV)

Rigantona, Gran Reina, diosa de las aves

Sulis, diosa de los manantiales purificadores

LUGARES QUE APARECEN EN EL RELATOLUGARES QUE APARECEN EN EL RELATO

Aquae Sulis — Bath

Armórica — Bretaña

Britania — Gran Bretaña

Caesarodúnum — Tours, Francia

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Calleva — Silchester

Cántium — Kent

Clauséntum — Bitterne, a orillas del Ictis, cerca de Southampton

Colinas Mendip — colinas situadas al norte de Glastonbury

Corínium — Cirencester, Gloucester

Corstopítum — Corbridge, Northumbria

Demetia — Dyfed, Gales

Deva — Chester

Dubris — Dover

Durnovaria — Dorchester, Dorset

Durobrivae — Rochester

Durovérnum Cantiacórum — Canterbury

Eburácum — York

Galia — Francia

Gariannónum — Burgh Castle, Norfolk

Gesoriácum — Boulogne, Francia

Glévum — Gloucester

Ictis — río que desemboca en la bahía de Portsmouth

Inis Witrin — Glastonbury, Somerset

Lindinis — Ilchester, Somerset

Londínium — Londres

Luguválium — Carlisle

Mona — isla de Anglesey

Monte Graupio — montaña de Escocia, escenario de la batalla en queAgrícola derrotó a las últimas resistencias britanas contra Roma

Othona — Brad well, Essex

Portus Adurni — Portchester (Portsmouth)

Portus Lemana — Lymne, Kent

Rutupiae — Richborough, Kent

Sabrina Fluvia — río Severn y su estuario

Siluria — territorios de la tribu de los silures al sur de Gales

Segedúnum — Wallsend, Northumbria

Segóntium — Caernarvon, Gales

Sorviodúnum — Old Sarum, cerca de Salisbury

Stour — río que pasa por Dorchester y desemboca en Weymouth

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Támesis Fluvius — río Támesis

Tanatus ínsula / Isla de Tanatos — Isla de Thanet, Kent

Valle de Avalón — terrenos de Glastonbury

Vectis ínsula — Isla de Wight

Venta Belgárum — Winchester

Venta Icenórum — Caistor, Norfolk

Venta Silúrum — Caerwent, Gales

Vercovícium — fortaleza de Housesteads, Northumbria

Vernemeton (Bosque Sagrado) — La Casa del BosqueVindolanda — Chesterholm, cerca de Corbridge

Habla la Reina de las Hadas:Habla la Reina de las Hadas:

En el mundo de los humanos las mareas de poder están cambiando...Para mí, las estaciones de los hombres son meros instantes fugaces, pero devez en cuando algún débil destello atrae mi atención.

Los mortales creen que en el Reino de las Hadas nada cambia. Pero noes así. Hay lugares en los que los mundos están unidos como los pliegues deuna manta. Uno de esos lugares es el que los hombres llaman Avalón.

Cuando las madres de la humanidad llegaron por primera vez a estatierra, las gentes de mi pueblo, que jamás habían tenido cuerpo, tomaron formaa imagen y semejanza de los humanos. Las nuevas gentes construyeron suscasas sobre pilares de madera en la orilla del lago, cazaban en los pantanos ypaseábamos y jugábamos juntos, pues era el alba del mundo.

Pasó el tiempo, y los señores de la antigua sabiduría cruzaron el marhuyendo de la destrucción de la Atlántida, su isla sagrada, y transportandoenormes rocas para señalar las líneas de poder que surcaban la tierra.

Fueron ellos los que rodearon el manantial sagrado de piedras y quienesconstruyeron el camino que asciende al Tozal. En los contornos del paisajeencontraron los emblemas de su filosofía.

Eran grandes maestros de magia que pronunciaban conjuros para que losmortales pudieran acceder a los otros mundos. Pero no dejaban de sermortales y, a su debido momento, su raza desapareció, mientras que nosotrospermanecimos.

Después de ellos llegaron otros de pelo claro, niños risueños armadoscon espadas bruñidas. Pero nuestra raza no soporta el tacto del frío metal, y elReino de las Hadas empezó a separarse del mundo de los hombres. Aun así,los antiguos magos habían transmitido su conocimiento a los humanos, y sussabios, los druidas, sintieron la atracción de la isla sagrada. Cuando laslegiones romanas marcharon sobre la tierra, surcándola de calzadaspavimentadas de piedra y exterminando a los que se resistían, la isla seconvirtió en refugio de druidas.

Eso sucedió hace sólo un instante, según mi cómputo del tiempo. Yoacogí en mi lecho a un guerrero de cabellos dorados que estaba perdido en elReino de las Hadas. Pero él sufría y lo devolví a su mundo, aunque, antes departir, me dejó el regalo de nuestra hija. Es tan hermosa y dorada como él, ysiente curiosidad por su ascendencia humana.

En este instante del tiempo, las mareas están cambiando; en el mundo de

los mortales una sacerdotisa intenta regresar al Tozal. Ayer sentí su poder,cuando la conocí en la orilla del lago. ¿Cómo es que se ha vuelto vieja tan derepente? Esta vez trae con ella a un niño cuyo espíritu conozco de otro tiempo.

Muchas corrientes del destino fluyen de esta unión. Esta mujer, mi hija y el niñoestán relacionados por un antiguo designio. ¿Para bien o para mal? Presiento que llegará una época en que recaerá sobre mí la tarea de unirlos en cuerpo y alma en este lugar al que llaman Avalón.

PRIMERA PARTEPRIMERA PARTE

La Sabia La Sabia

96-118 d. de C.96-118 d. de C.

11

Se acercaba la puesta de sol y las tranquilas aguas del valle de Avalónestaban cubiertas de oro. Aquí y allá, matojos verdes y marrones asomaban lacabeza sobre las aguas inmóviles. Todo el paisaje se veía difuminado por lanube de vapor brillante que a finales de otoño velaba los pantanos cuando elcielo estaba claro. En el centro del valle se alzaba por encima de los demás unescarpado cerro coronado por un círculo de grandes piedras puestas en pie.

Caillean paseó la mirada por el agua. La túnica azul que la señalabacomo suma sacerdotisa le caía a lo largo del cuerpo en pliegues verticales.Sintió que la calma que contemplaba disolvía la fatiga de cinco días de marcha.Le parecían más. Sin duda, el viaje desde la pira de Vernemeton hasta elcorazón del País del Estío le había llevado toda una vida.

«Mi vida... —pensó Caillean—. No volveré a abandonar la Casa de lasSacerdotisas.»

Seis meses antes había llevado desde la Casa del Bosque a un pequeñogrupo de mujeres para fundar en la isla una comunidad de sacerdotisas. Yhacía seis semanas había vuelto a la Casa del Bosque, pero no había llegado atiempo para salvarla de la destrucción. Aunque, al menos, había rescatado alchico.

—¿Es ésa la isla de Avalón?

La voz de Gawen la devolvió al presente. El niño parpadeó, como si lodeslumbrara la luz, y ella sonrió.

—Sí —repuso—, ahora llamaré a la barca para que nos lleve hasta allí.

—Todavía no, por favor —le pidió.

El niño había crecido. Era alto, para sus diez años, y desgarbado. La luzdel sol iluminó los mechones de su pelo castaño, que el verano había aclarado.

—Me prometiste que antes de llegar al Tozal contestarías a mispreguntas. ¿Qué responderé cuando me pregunten qué hago aquí? ¡Ni siquieraestoy seguro de mi nombre!

En ese momento, sus enormes ojos grises se parecían tanto a los de sumadre que a Caillean le dio un vuelco el corazón. Era cierto. Le habíaprometido que se lo contaría, pero durante el viaje apenas había hablado connadie, agotada como estaba por el esfuerzo y la pena.

—Eres Gawen —le dijo con dulzura—. Con ese nombre conoció tu madre

a tu padre por primera vez, y es el que te puso.

—Pero ¡mi padre era romano! —Su voz temblaba, como si no supiera sisentirse orgulloso o avergonzado.

—Sí, es cierto, y teniendo en cuenta que no tenía ningún otro hijo y quelos romanos son muy puntillosos con los nombres, supongo que te llamas GayoMacelio Severo, como él, y como su padre antes que él. Entre los romanos esun nombre respetado. Nunca oí a nadie decir otra cosa de tu abuelo exceptoque era un hombre bueno y honorable. Pero tu abuela era una princesa silur, yGawen fue el nombre que dio a su hijo, ¡así que no debes avergonzarte dellevarlo!

Gawen la miró.

—Muy bien. Además, no creo que en esta isla de druidas hablen muchode mi padre. ¿Es verdad que... —Tragó saliva y volvió a intentarlo—. Antes deabandonar la Casa del Bosque, oí decir que... ¿es verdad que ella, la Señorade Vernemeton, era mi madre?

Caillean lo miró fijamente, recordando con cuánto dolor Eilan habíamantenido el secreto.

—Es verdad.

El muchacho asintió, suspiró profundamente, y parte de la tensión queacumulaba lo abandonó.

—Lo sospechaba. Yo a veces imaginaba que... Bueno, todos los niñosacogidos en Vernemeton alardeaban de que sus madres eran reinas y suspadres príncipes que un día irían a llevárselos. Yo también les contaba historiasa ellos..., pero lo cierto es que la Dama siempre fue muy cariñosa conmigo y,cuando soñaba de verdad, por la noche, mi madre era siempre ella...

—Ella te quería —repuso Caillean con voz aún más dulce.

—¿Entonces por qué nunca me reclamó? ¿Por qué mi padre, si tanhonorable y conocido era, no se casó con ella?

Caillean suspiró.

—El era romano. Además, las sacerdotisas de la Casa del Bosque nopodían casarse ni tener hijos ni siquiera con los hombres de las tribus. Aquíintentaremos cambiar eso; pero en Vernemeton... Si se hubiera sabido, lehabría supuesto la muerte.

—Y, de hecho, así fue... —susurró el muchacho, y de repente su miradareflejó más años de los que tenía—. Lo descubrieron y la mataron, ¿no? ¡Muriópor mi culpa!

—Oh, Gawen... —Estremecida por la pena, Caillean se acercó a él, peroel niño se apartó—. Hubo muchos motivos. Políticos y de otra índole. Cuandocrezcas lo entenderás. —Se mordió el labio para no decir nada más, pues eracierto que la revelación de la existencia del niño había sido la chispa que habíaencendido la llama y, en ese sentido, lo que decía el niño era verdad—. Eilan tequería. Cuando naciste, podría haberte dado en adopción, pero no soportaba laidea de separarse de ti. Desafió a su abuelo, el archidruida, para tenerte conella, y él aceptó con la condición de que nadie supiera jamás que eras su hijo.

—¡Eso no es justo!

—¡Justo!... —dijo Caillean—. ¡La vida muy pocas veces es justa! Hastenido suerte, Gawen. Da gracias a los dioses y no te quejes. —Al niño se lepuso la cara roja, pero no dijo nada. Caillean sintió que su ira se desvanecía dela misma manera en que había llegado—: Pero ahora eso no importa, porqueya está hecho y tú estás aquí.

—Pero tú no me quieres —susurró el niño—. Nadie me quiere.

Lo observó durante unos instantes.

—Creo que deberías saber que Macelio, tu abuelo romano, deseaba quete quedaras en Deva para criarte como si fueras su propio hijo.

—¿Y por qué no me dejaste con él?

Caillean lo miró sin sonreír.

—¿Quieres ser romano?

—¡Por supuesto que no! ¿Quién querría serlo? —exclamó, poniéndoserojo de ira. Caillean asintió. Los druidas que educaban a los niños en la Casadel Bosque le habían enseñado sin duda a odiar a Roma—. Pero ¡tendrías quehabérmelo dicho! ¡Tendrías que haberme dejado escoger!

—¡Lo hice! —espetó—. ¡Y tú elegiste venir aquí!

Dio la impresión de que el tono desafiante abandonaba al muchachocuando se dio la vuelta para mirar el agua.

—Es cierto. Pero, de todas formas, no entiendo por qué me quieres aquí...

—Ah, Gawen —dijo ella sin ira—. Incluso para una sacerdotisa es difícil aveces entender las fuerzas que la mueven. En parte es porque tú eres lo únicoque me queda de Eilan, a quien quería como a una hija... —Se le cerró lagarganta por el dolor que le causó pronunciar esas palabras. Tardó unosinstantes en poder hablar con calma otra vez, y cuando lo hizo, su voz sonó fríacomo la piedra—. Y en parte porque creo que tu destino está entre nosotros...

La mirada de Gawen descansaba aún sobre las aguas doradas. Duranteunos momentos sólo se oyó el suave chapoteo de las ondas contra los juncos.Al cabo de unos segundos, el niño se volvió y la miró.

—Muy bien. —Su voz se oía quebrada por el esfuerzo que hacía paramantener el control—. Entonces, ¿serás tú mi madre para así poder tener unafamilia propia?

Caillean lo miró, incapaz de hablar. «Debería decirle que no, o un día meromperá el corazón.»

—Soy sacerdotisa —dijo al final—, como lo era tu madre. Los votos quejuramos a los dioses nos obligan a veces a hacer cosas en contra de nuestrospropios deseos... —«Si no, yo me habría quedado en la Casa del Bosque paraproteger a Eilan», pensó—. ¿Lo entiendes, Gawen? ¿Entiendes que aunque tequiera me veré obligada a hacer cosas que te causarán dolor?

El niño movió la cabeza afirmativa y vigorosamente, pero sintió unapunzada de dolor en el corazón.

—Madre adoptiva, ¿qué será de mí en la isla de Avalón?

Caillean se quedó un momento pensativa.

—Ya eres demasiado mayor para estar con las sacerdotisas. Te alojaráscon los sacerdotes novicios y los bardos. Tu abuelo era un cantante magnífico;tal vez hayas heredado su talento... ¿Te gustaría ser bardo?

Gawen parpadeó como si la idea lo asustara.

—No sé, yo...

—No importa. En cualquier caso los sacerdotes necesitarán un tiempopara conocerte. Aún eres muy joven, no tenemos por qué decidir tu futuroahora.

«Y cuando llegue el momento, no serán Cunomaglos y sus druidasquienes decidan qué será de él —se dijo con fiereza—. No pude salvar a Eilan,pero velaré por su hijo hasta que él pueda decidir por sí mismo...»

—Bueno —dijo de repente—. Me espera mucho trabajo. Voy a llamar a labarca. Esta noche te prometo que lo único que tendrás que hacer será cenar ydormir. ¿Te parece bien?

—¡Qué remedio!... —susurró el niño, cuyos ojos parecían dudar tanto desí mismo como de ella.

El sol se había puesto. Por el oeste, el cielo se fundía en un rosaluminoso, pero las nieblas suspendidas sobre las aguas se habían enfriadohasta adquirir un tono plateado. Ya casi no se veía el Tozal. «Es como si lamagia lo hubiera separado del mundo», pensó Caillean. De pronto recordó elotro nombre de la isla, Inis Witrin, la isla de cristal. Su visión le resultabaextrañamente atractiva. Se alegraba de dejar atrás el mundo en el que Eilanhabía ardido con su amante romano. Sintió un estremecimiento y sacó unsilbato de hueso de la bolsa que llevaba colgada de la cintura. Su sonido,aunque suave, se propagó con claridad sobre las aguas.

Gawen se sobresaltó y miró a su alrededor. Caillean señaló con un dedohacia un punto. Las aguas estaban llenas de lechos de juncos y marjales ysurcadas por cientos de canales sinuosos. Una embarcación de proa cuadradaemergía de uno de ellos, apartando los juncos a su paso. Gawen sesorprendió, pues el hombre que la guiaba no parecía más alto que él. Sólocuando la barca estuvo cerca vio las arrugas en el rostro del hombre y losdestellos plateados en su pelo oscuro. Cuando el barquero vio a Caillean, lasaludó y levantó la pértiga para que la barca se acercara lentamente a la orilla.

—Este es Caminante de las Aguas —lo presentó Caillean—. Su gente yaestaba aquí cuando llegaron los romanos, antes incluso de que los britanospusieran sus pies en estas orillas. Ninguno de nosotros ha pasado aquí eltiempo suficiente para aprender su idioma, pero ellos conocen el nuestro y medijo que eso era lo que significaba su nombre. Viven de lo que les dan losmarjales, pero es poco y aceptan gustosos la comida y las medicinas quepodemos proporcionarles.

El muchacho seguía con el entrecejo fruncido cuando tomó asiento en lapopa de la barca. Sumergió una mano en el agua y se quedó observando lasondas que se formaban cuando el barquero maniobró con la pértiga en

dirección al Tozal. Caillean suspiró y lo dejó con sus pensamientos. Durante laúltima luna ambos habían sufrido una fuerte conmoción y una gran pérdida; y siera cierto que Gawen era menos consciente que ella del significado de lo quehabía sucedido en la Casa del Bosque, también lo era que contaba con menosrecursos para afrontarlo.

Caillean se abrigó con la túnica y se giró para contemplar el Tozal. «Nopuedo ayudarlo. Tendrá que soportar él solo su pena y su confusión... Igual queyo —pensó con amargura—, igual que yo...»

La niebla que se enroscaba alrededor de ellos comenzó a desvanecerse amedida que se acercaban al Tozal. El sonido hueco de un cuerno reverberódesde lo alto. El barquero dio un último empujón con la pértiga, hasta que seoyó el roce de la quilla contra el suelo. Saltó y arrastró la barca tierra adentro.Cuando estuvo bien firme, Caillean bajó.

Media docena de sacerdotisas jóvenes descendían por el camino.Llevaban el pelo recogido en trenzas que les caían por la espalda e ibanvestidas con túnicas de lino crudo anudadas con lazos verdes. Cuando llegarona donde se encontraba Caillean, formaron una fila delante de ella.

Marged, la mayor, se arrodilló reverencialmente.

—Bienvenida, Dama de Avalón —dijo, y se detuvo para mirar ladesgarbada figura de Gawen.

Durante un momento se quedó sin habla. Caillean casi podía oír lapregunta que colgaba de los labios de la joven.

—Este es Gawen. Vivirá aquí. ¿Hablarás con los druidas y le buscarás unlugar para que duerma esta noche?

—Con sumo placer, Dama —dijo en un susurro sin levantar la mirada deGawen, que se había ruborizado.

Caillean suspiró: si la sola visión de un niño (porque de momento eraincapaz de pensar en él como en un hombre) tenía ese efecto en sus pupilasjóvenes, sus intenciones de desterrar los prejuicios que las muchachas habíanllevado de la Casa del Bosque iba a costarle trabajo. Sin embargo, la presenciadel muchacho entre las jóvenes podría tener un efecto positivo.

Detrás de las doncellas surgió una figura. Por un momento pensó que setrataba de Eiluned o Riannon, las sacerdotisas de más edad, que iban a darlela bienvenida. Pero la recién llegada era demasiado pequeña. Vio un atisbo decabello oscuro y de repente la figura se adelantó hasta quedar claramentevisible.

Caillean parpadeó. «Una extraña», pensó, y volvió a parpadear, pues lamujer, que parecía encontrarse como en su casa, le resultaba familiar. Eracomo si la conociera desde el principio del mundo. Aunque no conseguíarecordar cuándo había puesto los ojos sobre ella, si es que lo había hecho, niquién podía ser.

La recién llegada no miraba a la suma sacerdotisa. Sus ojos, oscuros ylímpidos, estaban puestos sobre Gawen. Caillean adoptó una expresión desorpresa. Hacía un momento aquella extraña mujer le había parecido pequeña,y ahora, sin embargo, le parecía incluso más alta que ella misma, que era de

una estatura considerable. Su pelo, largo y oscuro, estaba recogido de lamisma manera que el de las sacerdotisas, con una simple trenza a la espalda.Iba vestida con una túnica de piel de ciervo y una pequeña guirnalda de bayasrojas le ceñía la frente.

Miró a Gawen y se inclinó en una reverencia.

—Hijo de cien reyes —le dijo—, sé bienvenido a Avalón...

Gawen la miró, asombrado.

Caillean se aclaró la garganta, luchando por que le salieran las palabras.

—¿Quién eres y qué quieres de mí? —preguntó con brusquedad.

—De ti nada, por ahora —repuso la mujer en el mismo tono—, y no tienespor qué saber mi nombre. He venido por Gawen. No obstante, te diré que hacetiempo que me conoces, Ave Negra, aunque tú no lo recuerdes.

Ave Negra, «Londubh» en lengua hibernia. Al oír el nombre que habíatenido de niña —en el cual no había pensado desde hacía más de cuarentaaños—, Caillean enmudeció al instante.

Una vez más sintió el dolor de los moratones y los calambres en losmuslos, y lo que era peor, el sentimiento de suciedad y vergüenza. El hombreque la había violado la amenazó con la muerte si contaba lo sucedido. Leparecía que sólo el mar podría devolverle la pureza. Se había abierto caminoentre los zarzales del acantilado —sin importarle las espinas que le arañaban lapiel— con la intención de lanzarse sobre las olas que espumeaban entre lasafiladas rocas.

Pero, de pronto, una sombra que había entre los brezos se convirtió enmujer. No era más alta que ella, pero sí muchísimo más fuerte. Con una ternuraque su propia madre jamás le había mostrado, la mujer la sujetó, murmurandosu nombre de niña. Debió de quedarse dormida, acunada entre sus brazos.Cuando se despertó, su cuerpo estaba limpio y sus peores heridas se habíanconvertido en un dolor lejano, y el recuerdo del horror, en una pesadilla.

—Señora... —susurró. Años más tarde, sus estudios con los druidas lepermitieron darle un nombre al ser que la había salvado.

Pero la atención del hada estaba ya puesta en Gawen.

—Mi señor, yo os guiaré hacia vuestro destino. Esperadme a la orilla delagua, y un día, pronto, regresaré a por vos. —Volvió a hacer una reverencia, notan profunda esta vez, y de repente, como si nunca hubiera estado allí,desapareció.

Caillean cerró los ojos. El instinto que la había impulsado a llevar consigoa Gawen era bueno. Si la Dama del pueblo de las hadas lo honraba de esamanera, significaba que tenía un objetivo en aquel lugar. Eilan habíacontemplado una vez al Merlín en una visión. ¿Qué era lo que éste le habíaprometido? El padre del niño, por muy romano que fuera, había muerto comoRey del Año para salvar a su gente... ¿Qué significado tenía aquello? Duranteun momento casi entendió el sacrificio de Eilan.

La respiración entrecortada de Gawen la devolvió al presente. Estabablanco como la nieve.

—¿Quién era? ¿Por qué se ha dirigido a mí?

Marged miraba a Caillean y al chico con las cejas levantadas,preguntándose si las demás habían visto lo mismo que ella.

—Es la Dama de la gente antigua, de aquellas que llamamos hadas —dijoCaillean—. Una vez me salvó la vida, hace muchos años. En estos tiempos lagente antigua no se deja ver a menudo entre los humanos, así que se hapresentado aquí por algún motivo, aunque desconozco cuál.

—Se inclinó ante mí... —El chico tragó saliva y después preguntó en unsusurro quedo—: ¿Tú permitirás que me lleve, madre adoptiva?

—¿Permitir? No osaría impedírselo. Tendrás que estar listo cuando vengaa por ti.

Él la miró con un brillo en los ojos que le recordó a Eilan.

—¿Entonces no tengo elección? ¡Pues no iré con ella hasta que respondaa mis preguntas!

—Señora, yo jamás me atrevería a cuestionar vuestras decisiones —dijoEiluned—, pero ¿qué os ha impulsado a traer a un niño de esa edad aquí?

Caillean bebió un sorbo de agua de su copa de carpe y la depositó sobrela mesa con un suspiro. Desde que habían llegado a Avalón, hacía seis lunas,Eiluned no paraba de cuestionar sus decisiones. Sólo tenía treinta años, peroparecía mayor; siempre estaba enfurruñada y le gustaba meterse en losasuntos de los demás. Sin embargo, era obediente y se había convertido enuna ayudante muy útil.

El resto de las mujeres miraron hacia otro lado y volvieron a sus comidas.La inmensa sala levantada a los pies del Tozal parecía muy amplia cuando losdruidas la construyeron al principio del verano, pero en cuanto corrió la voz deque había una nueva Casa de las Doncellas, empezaron a llegar muchachas yCaillean ya estaba planteándose la posibilidad de ampliarla antes de quellegara otro verano.

—Los druidas acogen bajo su tutela a muchachos aún más jóvenes queGawen —dijo sin alterarse. La luz de la hoguera se reflejaba en el suave rostrodel niño, lo cual, durante un momento, hizo que pareciera mayor.

—¡Pues que se lo lleven! Él no pertenece a este lugar...

Miró al muchacho, que solicitaba con la mirada el consentimiento deCaillean para servirse otra cucharada de mijo y judías. Dica y Lysanda, lasdoncellas más jóvenes, se rieron. Gawen se puso rojo y miró hacia otro lado.

—Por ahora, Cunomaglos y yo hemos decidido que se hospedará con elviejo Brannos, el bardo. ¿Te satisface eso? —preguntó con acidez.

—¡Una idea excelente! —exclamó Eiluned asintiendo con la cabeza—. Elviejo Brannos no se tiene en pie. Cualquier día de éstos nos enteraremos deque se ha caído al fuego o de que se ha ahogado en el lago...

Lo que decía la mujer era cierto, pero había sido la amabilidad del viejo,

no su debilidad, lo que había llevado a Marged a escogerlo.

—¿Quién es el niño? —preguntó Riannon. Sus tirabuzones rojizos sebalanceaban—. ¿Es uno de los adoptados en Vernemeton? ¿Y qué pasócuando volvisteis? Corren los rumores más increíbles... —Miraba a la sumasacerdotisa, expectante.

—Es un huérfano —respondió Caillean con un suspiro—. No sé quéhabréis oído, pero es cierto que la dama de Vernemeton ha muerto. Hubo unarebelión. La hermandad druídica del norte ha estallado por los aires, y varias delas sacerdotisas consagradas han muerto. Dieda estaba entre ellas. A decirverdad, no sé si la Casa del Bosque habrá sobrevivido; si no es así, seríamoslas únicas que quedaríamos para preservar la sabiduría y transmitirla.

¿Conocía Eilan su destino y sabía que sólo la nueva comunidad deAvalón sobreviviría?

Las sacerdotisas se quedaron inmóviles, con los ojos muy abiertos. Sihabían entendido que habían sido los romanos quienes habían matado a Eilany al resto, mejor. No sentía ningún aprecio por Bendeigid, que ahora eraarchidruida, pero, aunque muy posiblemente estuviera loco, seguía siendo unode los suyos.

—¿Dieda ha muerto? —La dulce voz de Kea se convirtió en un hilo y seaferró al brazo de Riannon—. Yo iba a ir este invierno con ella para seguir conlas clases. ¿Cómo les enseñaré ahora las canciones sagradas a las másjóvenes? ¡Qué pérdida tan grande! —Se quedó quieta mientras las lágrimasinundaban sus serios ojos grises.

Una gran pérdida, sin duda, pensó Caillean, sombría, no sólo por susconocimientos, sino por la gran sacerdotisa que habría sido si no hubieraelegido el odio en lugar del amor. Ésa era una lección también para ella, quedebería recordar cuando la amargura amenazara con abrumarla.

—Yo os enseñaré... —dijo con calma—. Jamás he estudiado los secretosde los bardos de Eriu, pero las canciones sagradas y los oficios santos de lassacerdotisas druídicas vinieron de Vernemeton y yo los conozco bien.

—¡Oh, no quería decir...! —Kea se detuvo bruscamente, sonrojándosemucho—. Sé que cantáis y que también tañéis el arpa. Tocad para nosotras,Caillean, ¡parece que haya pasado una eternidad desde que nos cantabaisalrededor de la hoguera!

—Toco el creuth, no el arpa... —dijo Caillean automáticamente. Despuéssuspiró—. Esta noche no. Estoy demasiado cansada. Eres tú quien deberíacantar para nosotras y mitigar nuestra pena.

Se obligó a sonreír y vio que Kea se animaba un poco. La jovensacerdotisa no tenía la habilidad divina de Dieda, pero su voz, aunque débil,era dulce y sincera, y adoraba las canciones antiguas.

Riannon le dio unas palmaditas en el hombro.

—Esta noche cantaremos a la Diosa, ella nos consolará. Al menos voshabéis vuelto entre nosotras —dijo volviéndose hacia Caillean—. Temíamosque no regresarais a tiempo para la luna llena.

—Pero bueno, ¡eso sí os lo he enseñado! —exclamó Caillean—. No me

necesitáis para llevar a cabo el ritual.

—Puede que no —replicó Riannon con una sonrisa—, pero sin vos nosería lo mismo.

Cuando abandonaron el salón, había oscurecido y hacía frío, pero elviento nocturno se había llevado la niebla. Detrás de la negra silueta del Tozalbrillaban las estrellas en el cielo. Caillean miró hacia el este y vio que el cielo seiluminaba con la luz de la luna, que estaba oculta detrás de la colina.

—Apresurémonos —les dijo a las sacerdotisas mientras se abrochaba elmanto—. Nuestra señora ya surca los cielos.

Y comenzó a ascender por el camino, seguida por las mujeres, de cuyasbocas salían pequeñas nubecillas blancas de vapor en la fría noche.

Cuando llegó al primer recodo del sendero, volvió la vista atrás. La puertadel salón aún estaba abierta y podía ver la oscura silueta de Gawen recortadafrente a la luz de la lámpara. Incluso su sombra, por cómo estaba de pie,inspiraba dolorosa soledad mientras contemplaba a las mujeres que lo dejabanatrás. Durante un momento Caillean quiso llamarlo para que se uniera a ellas,pero eso sin duda habría escandalizado a Eiluned. Bueno, al menos estaba allí,en la isla sagrada. Después la puerta se cerró y el muchacho desapareció.Caillean inspiró profundamente y siguió subiendo por la colina hasta la cima.

Se había ausentado durante una luna completa y no estaba en forma paraesos esfuerzos. Cuando llegó a la cumbre estaba jadeando y resistió el impulsode apoyarse en una de las piedras. Poco a poco, la cabeza dejó de darlevueltas y ocupó su lugar en el centro del altar de piedra. Una a una, lassacerdotisas entraron en el círculo, avanzando en la dirección del sol alrededordel altar. Los pequeños espejos de plata pulida que colgaban de sus cinturonesbrillaban mientras ellas ocupaban sus puestos. Kea dejó la vasija de plataencima de una piedra, y Beryan, que había hecho los votos durante lascelebraciones del solsticio de verano, la llenó con agua del pozo sagrado.

El lugar era sagrado y no podía ser visto por ojos no iniciados; por tanto,no había necesidad de formar un círculo. Sin embargo, cuando éste se cerró,dentro de él el aire pareció volverse más pesado y absolutamente calmo.Incluso el viento que la había hecho estremecerse había desaparecido.

—Saludamos a los cielos gloriosos que resplandecen de luz. —Cailleanalzó las manos y el resto la imitó—. Saludamos a la sagrada tierra, de la quenosotros brotamos. —Se inclinó y tocó la hierba escarchada—. Guardianes delos Cuatro Cuartos, os saludamos. —Las sacerdotisas giraron las cabezas entodas las direcciones, hasta que les pareció ver los poderes cuyos nombres yformas estaban ocultos en los corazones de los sabios que parpadeaban anteellas. Caillean se volvió una vez más hacia el oeste—. Honramos a nuestrosancestros, a las madres que ya se han ido. Velad por nuestros hijos, santasmadres.

«Eilan, vela por mí... Vela por tu hijo.»

Cerró los ojos y durante un momento le pareció sentir algo, como una

caricia en el pelo.

Caillean se volvió hacia el este, donde el brillo de la luna difuminaba lasestrellas. El aire que había a su alrededor se cargó de tensión cuando las otrasla imitaron, mientras esperaban que el primer rayo de luna apareciera porencima de la colina. Se produjo un destello y suspiró largamente cuando el altopino de la cumbre de la colina se recortó sobre el fondo iluminado. De repentela luna estaba allí, enorme y teñida de oro, y a medida que abandonaba latierra se volvía más blanca y más brillante, hasta que quedó flotando libre conuna pureza impoluta. Como si fueran una, las sacerdotisas alzaron sus manosen señal de adoración.

Con esfuerzo, Caillean calmó su voz y se dejó llevar por el ritmo familiardel ritual.

—Por el este nuestra Señora la Luna se alza —cantó.

—Joya de guía, joya de la noche —respondió el coro.

—Bendita sea cada una de las cosas sobre las que brillas... —A medidaque se alzaba la voz de Caillean, lo hacía también el coro que la acompañaba;su energía se veía amplificada por la de las otras sacerdotisas, y la de éstasaumentaba a medida que lo hacía la de quien las inspiraba.

—Joya de guía, joya de la noche...

—Buenos sean los acontecimientos que Tu luz revela...

Cada verso llegaba con más facilidad, y eso se reflejaba en la respuestaque le daban las otras mujeres. A medida que crecía la energía, Cailleanentraba en calor.

—Buena sea Tu luz en las cumbres...

Ahora, cada vez que terminaba un verso, sostenía la última nota durantela respuesta de las sacerdotisas, y éstas hacían lo mismo cuando hablaba ella,acompañándose mutuamente en dulce armonía.

—Buena sea Tu luz sobre los campos y bosques.

La luna ya estaba muy por encima de las copas de los árboles. Vio el vallede Avalón, que se extendía ante ella con sus siete islas sagradas, y la visiónpareció ampliarse hasta que distinguió toda Britania.

—Buena sea Tu luz sobre los caminos y los caminantes... —Caillean abriólos brazos en señal de bendición, y oyó los nítidos agudos de soprano de Keaque se elevaban de repente como segunda voz por encima del coro.

—Buena sea Tu luz sobre las olas del mar.

Su vista se lanzó vertiginosa sobre las aguas. Estaba perdiendo laconciencia de su cuerpo.

—Buena sea Tu luz entre las estrellas del cielo.

La radiación de la luz de luna la llenó, la música la elevó. Flotaba entre latierra y el cielo, lo veía todo, le rebosaba el alma en un éxtasis de bendición.

—Madre de Luz, buena luna de las estaciones. —Caillean sintió que supercepción disminuía hasta que lo único que vio fue la luna brillante—. ¡Ven a

nosotras, Señora! ¡Que seamos tu espejo!

—Joya de guía, joya de la noche...

Caillean mantuvo la última nota mientras cantaba el coro, y después, lasotras, al sentir que la energía se levantaba, sostuvieron sus propias voces. Lasensacional armonía vaciló un instante cuando las cantantes cogieron aire,pero se mantuvo.

Las sacerdotisas dirigían la energía sintiendo, sin necesidad de una señal,el momento de sacar los espejos. Luego, cantando, se acercaron hasta formarun semicírculo de cara a la luna. Caillean, aún de pie en el lado este del altar,se volvió hacia ellas. La música se había convertido en un zumbido suave.

—¡Señora, ven a nosotras! ¡Señora, sé con nosotras! ¡Señora, ven anosotras ahora!

Y bajó las manos. Trece espejos de plata se encendieron con un fuegoblanco cuando las sacerdotisas los enfocaron a la luz de la luna. Círculos deluna pálidos bailaban por la hierba cuando los dirigieron hacia el altar. Lasuperficie plateada de la vasija emitía destellos que revoloteaban entre lasformas estáticas de las sacerdotisas y del megalito. Cuando enfocaron losespejos, los rayos de luna reflejados se encontraron de repente en la superficiedel agua que contenía. Trece rayitos de luna temblorosos se unieron como sifueran mercurio y se convirtieron en uno.

—Señora, Tú que no tienes nombre y eres llamada por muchos —murmuró Caillean—. Tú que no tienes forma y sin embargo tienes tantas caras,cuando las lunas reflejadas en nuestros espejos se vuelvan una sola imagen,que así ocurra con Tu reflejo en nuestros corazones. ¡Señora, te llamamos!¡Ven con nosotras, ven aquí con nosotras!

Dejó escapar un largo suspiro. El zumbido se apagó en un silencioexpectante. Visión, atención, toda la existencia estaba centrada en el rayo deluz de la vasija. Sintió la familiar alteración de conciencia que llegaba cuandose adentraba en el trance, como si su carne estuviera disolviéndose y noquedara más que el sentido de la vista.

Y entonces incluso eso se difuminó, oscureciendo el reflejo de la luna enel agua de la vasija de plata. O quizá no fuera la imagen, sino la radiación quereflejaba lo que estaba cambiando, volviéndose más brillante, hasta que la lunay su imagen quedaron unidas por un haz de luz. Las partículas brillantes que semovían en el rayo de luna formaron una figura, suavemente luminosa, que lamiraba con ojos brillantes.

«—Señora —preguntó su corazón—, he perdido a mi amada. ¿Cómosobreviviré sola?»

«—No estás sola: tienes hijas y hermanas —respondió la voz, entrecáustica y divertida—, y un hijo... y me tienes a mí... »

Caillean era ligeramente consciente de que las piernas le habían cedido yde que se encontraba de rodillas. No le importaba. Su alma salió a buscar a ladiosa, que le devolvió la sonrisa, y al instante siguiente el amor que habíaofrecido le fue devuelto en tal medida que durante un segundo no fueconsciente de nada más.

La luna ya había pasado el cénit cuando Caillean volvió en sí. LaPresencia que la había bendecido se había ido y el aire era frío. A su alrededor,las mujeres empezaban a moverse. Forzó sus entumecidos músculos y sepuso en pie, temblando. Los fragmentos de la visión aún parpadeaban en surecuerdo. La Dama le había hablado y le había contado cosas que debíarecordar, pero poco a poco se hacían menos nítidas.

—Señora, porque nos has bendecido te damos las gracias —murmuró—.Permítenos llevar esa bendición al mundo.

Juntas murmuraron sus agradecimientos a los guardianes. Kea seadelantó para recoger la vasija de plata y verter el agua en la piedra. Después,en sentido contrario al movimiento del sol, rodearon el altar y salieron hacia elcamino. Sólo Caillean se quedó junto al altar de piedra.

—Caillean, ¿no venís? ¡Hace frío! —Eiluned, la última de la fila, se quedóesperándola.

—Aún no. Tengo que pensar en algunas cosas. Me quedaré aquí un rato.No te preocupes, me calienta el manto —añadió, aunque lo cierto era queestaba temblando—. Vete.

—Muy bien.

Eiluned se quedó dubitativa, pero el tono de Caillean era el de una orden.Un momento después, se volvió y desapareció por el borde de la colina.

Caillean se arrodilló junto al altar y lo abrazó como si pudiera aferrar a laDiosa que allí se le había aparecido.

—¡Señora, háblame! ¡Dime qué quieres que haga!

Pero nada le respondió. En la piedra había poder y sintió un ligero tintineoen los huesos, pero la Dama se había ido y la roca estaba fría. Después de unrato se apartó con un suspiro.

Cuando la luna llegó a un punto del cielo, las sombras de las piedrasatravesaron el círculo. Caillean, con la atención aún puesta en su interior, notólas piedras sin verlas. Sólo cuando se puso en pie se dio cuenta de que sumirada estaba fija en una de las más grandes.

La mayoría de las rocas que formaban el círculo en la cima del Tozal lellegaban a Caillean entre la cintura y el hombro. Pero ésa le sacaba unacabeza. Cuando cayó en la cuenta, se movió y una figura oscura emergió de lapiedra.

—¿Quién...? —empezó a decir la sacerdotisa, pero enseguida supo conla misma certeza que por la tarde de quién se trataba. Oyó una risita y el hadaapareció ante ella bajo la luz de la luna, vestida, como la vez anterior, conpieles de ciervo y una corona de bayas rojas. No parecía tener frío—. Señorade las Hadas, os saludo —dijo Caillean suavemente.

—Saludos, Mirlo —contestó el hada con otra risita—. Pero no: te hasconvertido en un cisne que nada en el lago rodeada de sus crías.

—¿Qué hacéis aquí?

—¿Y en qué otro sitio habría de estar, niña mía? El Otromundo toca aéste en muchos lugares, aunque ahora ya no quedan tantos como antes. Los

círculos de piedras son puertas en ciertas fechas, como lo son los límites de latierra: las cimas de las montañas, las cavernas, las orillas donde el mar se unecon la tierra... Pero hay lugares que siempre existirán en los dos mundos, y deésos, este Tozal es uno de los más poderosos.

—Sí, lo he sentido —dijo Caillean en voz baja—. También era así en laColina de las Doncellas, cerca de la Casa del Bosque.

El hada suspiró.

—Esa colina es un lugar sagrado, y ahora todavía lo es más, pero lasangre que fue derramada allí ha cerrado la puerta. —Caillean se mordió unlabio y volvió a ver cenizas muertas bajo un cielo lloroso. ¿Se extinguiría algúndía su pena por Eilan?—. Hiciste bien en marcharte —prosiguió el hada—. Ymuy bien en traer al niño.

—¿Qué quieres de él? —El miedo por Gawen endureció su tono.

—Prepararlo para su destino... ¿Qué quieres tú de él, sacerdotisa? ¿Losabes?

Caillean parpadeó, intentando recuperar el control de la conversación.

—¿Cuál es su destino? ¿Nos guiará contra los romanos y nos permitirárecuperar nuestras tradiciones?

—Ésa no será su única victoria —respondió la Dama—. ¿Por qué creesque Eilan se arriesgó tanto para traer el niño al mundo y mantenerlo a salvo?

—Era su madre... —empezó a decir Caillean, pero sus palabras seperdieron en la réplica del hada.

—Era suma sacerdotisa, y muy buena. Y era hija de la sangre que trajo lamayor sabiduría a estas orillas. A los ojos humanos, fracasó, y su amanteromano murió en desgracia. Mas tú sabes bien lo que pasó.

Caillean la miró. Las heridas se despertaron en sus recuerdos para infligirun dolor nuevo.

—Yo no nací en esta tierra ni provengo de estirpe noble —dijo, tensa—.¿Intentas decirme que no tengo derecho a estar aquí y criar al niño?

—Mirlo —repuso la otra mujer sacudiendo la cabeza—, escucha lo quedigo. Lo que era de Eilan por herencia ahora es tuyo por tu formación, tuesfuerzo y por el don que te ha dado la Señora de la Vida. Eilan misma teconfió esta tarea. Pero Gawen es el último heredero de la estirpe de los Sabios,y su padre era hijo del Dragón por parte de madre, y está ligado a la tierra porla sangre.

—¿Era eso lo que querías decir cuando lo llamaste Hijo de Cien Reyes?...Pero ¿de qué nos sirve eso ahora? Los romanos nos dominan.

—No puedo decirlo. Sólo me ha sido confiado que debe ser preparado. Túy la hermandad de druidas le mostraréis la mayor sabiduría de la humanidad. Yyo, si pagas mi precio, le mostraré los misterios de esta tierra que vosotrosllamáis Britania.

—Tu precio... —repitió Caillean tragando saliva.

—Es tiempo de tender puentes. Tengo una hija, Sianna, concebida de un hombre de tu especie. Tiene la misma edad que el niño. Quiero que la acojas en tu Casa de las Doncellas como adoptada. Transmítele tu sabiduría, dama deAvalón, y yo le enseñaré a Gawen la mía...

22

—¿Has venido entonces a unirte a nuestra orden? —le preguntó el viejo.

Gawen lo miró con sorpresa. Cuando la sacerdotisa Kea lo había llevadocon Brannos la noche anterior, al chico le pareció que el anciano bardo llevabavivo más tiempo que sus sesos y su música. Tenía el pelo blanco y las manostan marchitas por la edad que ya no podían tañer las cuerdas. Cuando lepresentaron a Gawen sólo se movió de la cama lo suficiente para señalar unmontón de pieles de cabra sobre las cuales el muchacho podía acostarse, ydespués volvió a dormirse.

El bardo no prometía mucho como mentor en aquel extraño lugar, pero laspieles de cabra eran calientes y no tenían chinches y Gawen estaba muycansado. Antes de que hubiera pensado en la mitad de las cosas que le habíansucedido durante la última luna, se lo llevó el sueño. A la mañana siguiente,Brannos era una persona totalmente distinta de la criatura confusa de la nocheanterior. Los ojos legañosos eran sorprendentemente amables, y Gawen sintióque se sonrojaba bajo aquella mirada gris.

—No estoy seguro —repuso con prudencia—. Mi madre adoptiva no meha dicho lo que tengo que hacer aquí. Me preguntó si quería ser bardo, perosólo he aprendido las sencillas canciones que los otros niños de la Casa delBosque cantaban. Me gusta cantar, pero supongo que ser bardo es bastantemás que eso...

A Gawen le gustaba cantar, pero el archidruida Ardanos, que era el bardomás excelso de su época, detestaba su sola presencia y jamás le habíapermitido intentarlo. Ahora que sabía que Ardanos era su abuelo —el mismoque había querido matar a Eilan cuando supo que estaba embarazada—,entendía por qué.

—Si hubiera sido llamado por ese camino —dijo con precaución—, ¿no losabría ya a estas alturas?

El viejo tosió y escupió al fuego.

—¿Qué te gustaría hacer?

—En la Casa del Bosque ayudaba con la cabras y a veces trabajaba en eljardín. Cuando tenía tiempo, jugaba a la pelota con los otros niños.

—Entonces, ¿prefieres el aire libre a encerrarte a estudiar?

Aquellos ojos amables volvieron a clavarse en él.

—Me gusta hacer cosas —contestó Gawen—, pero también me gustaaprender, si lo que aprendo es interesante. Me encantaban las historias dehéroes que contaban los druidas.

Se preguntaba qué tipo de historias aprenderían los niños romanos, perotenía suficiente sentido común para no indagar en ese preciso momento.

—Si te gustan las historias, empezaremos por ahí —dijo Brannossonriendo—. ¿Quieres quedarte?

Gawen miró hacia otro lado.

—Creo que en mi familia había bardos. A lo mejor la dama Caillean me haenviado aquí por ese motivo. Si no tengo talento para la música, ¿seguirásqueriéndome a tu lado?

—Son tus fuertes brazos y piernas lo que necesito, muchacho, no lamúsica. —El anciano suspiró y después arrugó sus pobladas cejas—. ¿Dicesque «crees» que había bardos en tu familia? ¿No sabes quiénes eran tuspadres?

El muchacho lo miró con cautela. Caillean no le había dicho quemantuviera en secreto sus orígenes, pero lo sabía desde hacía tan poco tiempoque no le parecía real.

—¿Querrás creerme si te digo que hasta esta luna no he sabido susnombres? Ahora están muertos y supongo que el conocimiento de miexistencia no puede causar daño a nadie... —Le sorprendió el resentimiento desus palabras—. Mi madre era la suma sacerdotisa de Vernemeton, la damaEilan. —Recordó su dulce voz y la fragancia que siempre desprendían susvelos y se tragó las lágrimas—. Pero mi padre era romano, así que, comopuedes ver, probablemente lo mejor habría sido no nacer.

El anciano druida ya no podía cantar, pero su oído estaba en perfectascondiciones. Escuchó el tono sombrío en la voz del niño y suspiró.

—En esta casa no importa quiénes hayan sido tus padres. Cunomaglos,el druida que dirige esta hermandad, de la misma manera que la dama Cailleangobierna la casa de las sacerdotisas, proviene de una familia de alfareros delos alrededores de Londínium. Nadie en este mundo sabe, si no es de oídas,quién fue su madre ni su padre. Ante los dioses, nada importa excepto lo quepuedas crear por ti mismo.

«Eso no es del todo cierto —pensó Gawen—. Caillean dijo que me vionacer; así que sabe quién era mi madre. Pero supongo que eso para él es lomismo que saberlo “de oídas”, así que tendré que confiar en su palabra.¿Puedo fiarme de ella? —se preguntó de repente—. ¿Puedo confiar en estehombre, o en alguno de los que hay aquí?»

Por extraño que le pareciese, la cara que recordó en ese momento era lade la Reina de las Hadas. Confiaba en ella, pensó, y era extraño, porque nisiquiera estaba seguro de que fuese real.

—Entre los druidas de nuestra orden —dijo el anciano—, el origen noimporta. Todos los hombres se vuelven parecidos en esta vida que no tienenada; tanto el hijo del archidruida como el de un vagabundo, todos los hombres

empiezan como un recién nacido desnudo y llorón; yo y tú, el hijo de unmendigo, el de un rey o el de cien reyes, todos los hombres empiezan igual, ytodos acaban de la misma manera, enrollados en una sábana.

Gawen se quedó mirándolo. La Dama de las Hadas había utilizadoaquella expresión, «hijo de cien reyes». Le hacía sentir frío y calor al mismotiempo. Le había prometido que iría a por él. Puede que le dijera entonces quésignificaba ese título. Sintió que se le aceleraba el corazón de repente y nosupo si era por la expectación o por el miedo.

Cuando la luna que le había dado la bienvenida a Avalón menguó,Caillean ya había recuperado su rutina como si nunca hubiera estado fuera.Por las mañanas, cuando los druidas subían al Tozal para saludar al sol, lassacerdotisas rezaban sus oraciones junto al fuego. Por la tarde, cuando laslejanas mareas hacían que subiera el nivel del agua en los pantanos, seencaraban al oeste para honrar al ocaso. Por la noche, el Tozal pertenecía alas sacerdotisas; la luna nueva, la luna llena y los cuartos; todos tenían suspropios rituales.

Era sorprendente, pensó mientras seguía a Eiluned hacia la cabaña queservía de almacén, lo rápido que podían nacer las tradiciones. La comunidadde sacerdotisas aún no llevaba un año en la isla sagrada, y Eiluned ya acatabalas sugerencias de Caillean como si fueran ley y las avalara una tradición demás de cien años.

—¿Os acordáis de que Caminante de las Aguas nos trajo un saco decebada la primera vez que llegó hasta aquí? Pues esta vez no ha traído nada.—Eiluned iba delante por el camino que conducía al almacén y seguíahablando—. Tendréis que convenir conmigo, Señora, en que esto no puedecontinuar así. No disponemos de sacerdotisas suficientes para atender a losque sí nos dan algo a cambio, y si seguís trayendo a todos los huérfanos queencontráis, ¡no sé cómo vamos a estirar nuestra despensa para alimentarlos atodos cuando llegue el invierno!

Por un momento Caillean se quedó sin habla; después se apresuró paraalcanzarla.

—No es cualquier huérfano. ¡Es el hijo de Eilan!

—¡Pues que se lo quede Bendeigid! Al fin y al cabo era su padre.

Caillean sacudió la cabeza acordándose de aquella última conversación.Bendeigid estaba loco. Si podía impedirlo, Bendeigid nunca sabría que Gawenseguía con vida.

Eiluned quitó la barra que mantenía la puerta del almacén cerrada.Cuando ésta se abrió, algo pequeño y gris salió corriendo y se metió en losarbustos. La sacerdotisa soltó un grito y se echó hacia atrás entre los brazos deCaillean.

—¡Que caiga una maldición sobre ese bicho! ¡Que caiga...

—¡Cállate! —le gritó Caillean sacudiéndola—. ¡Tú no eres quién paramaldecir a una criatura que tiene tanto derecho como nosotras a buscar

alimento! ¡Ni de negar nuestra ayuda a quien la necesita! Especialmente aCaminante de las Aguas, que nos lleva y nos trae cuando tenemos que cruzarlas aguas, ¡y sólo nos pide una bendición a cambio!

Eiluned se volvió mientras se le encendían las mejillas.

—¡Yo no hago más que cumplir con la tarea que me asignasteis! ¿Cómopodéis hablarme así?

Caillean la soltó y suspiró.

—No pretendía herir tus sentimientos ni sugerir que no lo has hecho bien.Todavía somos nuevas aquí, aún estamos aprendiendo cuáles son nuestrasnecesidades. Pero ¡sé que nuestra comunidad no tiene ningún sentido si sólopuede subsistir a costa de que nos volvamos duras y codiciosas como losromanos! Estamos aquí para servir a la Dama. ¿No podemos confiar en queella proveerá?

Eiluned sacudió la cabeza, aunque su rostro estaba recuperando su colornatural.

—¿Le resultará de mucha ayuda a la Dama que nos muramos dehambre? Mirad esto. —Levantó la losa que cubría el silo y señaló—. ¡El siloestá medio vacío y sólo falta una luna para que llegue el invierno!

«El silo está medio lleno», habría debido contestar, pero era precisamentepor ese celo por lo que Caillean la había nombrado encargada del almacén.

—Hay dos silos más, que todavía están llenos —dijo con calma—, perohaces bien en señalármelo.

—En los almacenes de Vernemeton había grano suficiente para pasarunos cuantos inviernos, y ahora son menos bocas que alimentar —intervinoentonces Eiluned—. ¿No podríamos traer de allí?

Caillean cerró los ojos y volvió a ver la pira de cenizas en la Colina de lasDoncellas. De hecho, Eilan y muchas de las demás no tendrían quealimentarse ni ese invierno ni ningún otro. Se dijo a sí misma que aquello nohabía sido más que una sugerencia práctica, que Eiluned no lo había dichopara causarle dolor.

—Lo preguntaré. —Se obligó a calmar la voz—. Pero si, como se decía, lacomunidad de la Casa del Bosque va a disolverse, no podremos depender másde ella. Y, en cualquier caso, lo mejor es que la gente de Deva nos olvide.Ardanos se mezcló con los romanos y casi nos trajo el desastre. Creo quedeberíamos comportamos de una manera discreta; por lo tanto, habrá queencontrar algún sistema para alimentamos aquí.

—Ése es vuestro trabajo, Señora. El mío, encargarme de los almacenesque tenemos —repuso Eiluned, y volvió a colocar la losa de piedra en su sitio.

«No, es el de la Dama —pensó Caillean mientras seguían contando sacosy barriles—. Por ella estamos aquí, y no debemos olvidarlo.»

Era cierto que ni ella ni la mayoría de las mujeres mayores habíanconocido otro hogar que el de las sacerdotisas. Pero poseían conocimientosque les garantizarían la bienvenida en cualquiera de los salones de los jefesbritanos. Sería duro irse, mas ninguna se moriría de hambre. Habían ido allí a

servir a la Diosa porque ella las había llamado, y si la Diosa queríasacerdotisas, pensó Caillean esbozando una sonrisa, ella tenía que encargarsede alimentarlas.

—... y yo no puedo hacerlo todo sola —dijo Eiluned. Caillean sesobresaltó al darse cuenta de que los comentarios de la otra habían seguidotodo el rato de ruido de fondo, y levantó las cejas en un gesto de sorpresa—.No esperaréis que le siga la pista a cada grano de cebada o a cada nabo, ¿no?¡Mandad a alguna de las jóvenes a que me ayude y se gane el jornal!

Caillean frunció el entrecejo; se le había ocurrido una idea. «Un regalo dela Diosa —pensó—, he aquí una respuesta.» Las muchachas que estudiabancon ellas aprendían deprisa y podían encontrar un lugar en cualquier casa.¿Por qué no tomar en tutela a las hijas de hombres poderosos y enseñarlesdurante una temporada antes de casarse? A los romanos no les importaba loque hicieran las mujeres, y tampoco tenían por qué saberlo.

—Tendrás ayudantes —le dijo a Eiluned—. Les enseñarás a llevar unacasa, y Kea las iniciará en la música; yo les contaré los antiguos relatos denuestra gente, y los druidas, las tradiciones. ¿Qué cuentos crees que ellas lescontarán luego a sus niños? ¿Y qué canciones les cantarán?

—Las nuestras, supongo...

—Exactamente, las nuestras —coincidió Caillean asintiendo con lacabeza—, y a los padres romanos, que ven a sus hijos sólo una vez al díadurante la cena, no les preocupará en absoluto. Para los romanos, lo que unamujer dice carece de importancia. Pero ¡los hijos de las mujeres educadas enAvalón pueden arrebatarles esta isla!

Eiluned se encogió de hombros y sonrió, entendiendo sólo a medias. Sinembargo, mientras Caillean la seguía en el resto de la inspección, también sumente empezó a trabajar rápido. Una de las niñas que tenían en ese momento,la pequeña Alia, no estaba destinada a la vida de sacerdotisa. Cuando volvieraa su casa, correría la voz entre las mujeres, y los druidas podríancomunicárselo a los hombres de las casas nobles que aún velaban por lastradiciones.

Ni los romanos con sus ejércitos, ni los cristianos con sus peroratas sobrela condenación eterna, podrían competir con las primeras palabras que un niñode pecho escucha de labios de su madre. Roma podría controlar el cuerpo delos hombres, pero sería Avalón, pensó cada vez con más entusiasmo, la islasagrada, a salvo entre los pantanos, la que moldearía su alma.

Gawen se despertó muy temprano y se quedó tumbado en la cama. Sumente estaba demasiado activa para volver a dormirse y el trozo de cielo queveía por la grieta del tejado de adobe de la cabaña empezaba a clarear con lasalida del sol. Brannos aún roncaba suavemente en la otra cama, pero fueraoyó unas toses y el rozar de tejidos. Se asomó a la ventana. Por encima de sucabeza el cielo aún estaba oscuro, pero hacia el este, un resplandor arreboladoindicaba el lugar por donde saldría el sol.

En la semana que llevaba en Avalón había empezado a asimilar lasrutinas. Los hombres se reunían en ese momento frente al salón de los druidas,los novicios vestidos de gris y los sacerdotes de blanco, para los servicios delalba. La procesión transcurría completamente en silencio; Gawen sabía que nopodían hablar hasta que el disco solar brillara en el cielo por encima de lascolinas. Haría buen día; no había vivido toda su vida en un templo druídico parano saber al menos eso del clima.

Se levantó y se vistió sin despertar al anciano y salió de la cabaña.Afortunadamente no lo habían alojado en la Casa de las Doncellas, donde locontrolarían como a una jovencita. La luz era tenue y el aroma fresco del alballenaba el húmedo ambiente. Aspiró hondo.

Como a una señal muda, la procesión del sol naciente avanzó conparsimonia por el sendero. Gawen esperó a la sombra de un tejado de pajahasta que pasaron los druidas y después caminó sin hacer ruido hasta la orilladel lago. El hada le había dicho que esperara allí. Desde que había llegado,bajaba todos los días junto al agua. Gawen dudaba de que ella volviera abuscarlo, pero ya había empezado a amar la belleza del lento amanecer en lospantanos.

El cielo empezaba a sonrojarse con la primera luz rosada del alba. Debajocrecía la zona iluminada que mostraba las construcciones apiñadas bajo lafalda del Tozal. Se veía el alto techo puntiagudo del salón de reuniones,construido en forma rectangular, a la manera romana. Los techos de paja delas casas redondas que se alzaban detrás del salón desprendían un brilloamortiguado. Las más grandes eran las de las sacerdotisas; las más pequeñas,las de las doncellas; y un poco aparte estaba la de la suma sacerdotisa. Detrásestaban los cobertizos de la cocina, la tintorería y el establo de las cabras. Enese instante el sol iluminaba también los techos, más castigados por el pasodel tiempo, de las casas de los druidas, al otro lado de la colina. Más alláestaba el manantial sagrado y, cruzando los pastos, el grupo de cabañascristianas, apiñadas alrededor de un espino que había crecido de la vara delpadre José.

Pero él aún no había estado allí. Las sacerdotisas, después de discutirsobre cuáles eran las tareas más adecuadas para un niño de diez años, leasignaron la de ayudar a pastorear las cabras que les proporcionaban la leche.«Si me hubiera ido con mi abuelo romano —pensó—, ahora no tendría quesacar las cabras a pastar.» Pero los animales no eran mala compañía. Al mirarel cielo, reparó en que las sacerdotisas pronto empezarían a moverse yesperarían verlo en el salón para desayunar. Después las cabras empezarían abalar, ansiosas por salir a pastar a la colina. El único momento que tenía paraél mismo era ése.

Volvió a escuchar en su interior las palabras de la Dama: «Hijo de CienReyes.» ¿Qué había querido decir? ¿Por qué él? Su mente daba vueltas y másvueltas sobre esos pensamientos. Habían pasado muchos días desde aquellaextraña bienvenida. ¿Cuándo iría a por él?

Se sentó durante largo rato en la orilla, mirando la gran extensión de aguagris que poco a poco adoptaba el tono plateado del pálido cielo de otoño. Elaire era fresco, pero él estaba acostumbrado al frío y además lo abrigaba la pielde oveja que Brannos le había dado para que la usara como manto. El

ambiente era tranquilo, mas no había un completo silencio; si permanecíaquieto podía oír el murmullo del viento entre los árboles y el susurro de las olascuando besaban la orilla.

Cerró los ojos y su respiración se detuvo. Sintió como si, por un momento,todos los pequeños sonidos del mundo se hubieran convertido en música: nopodía decir si procedía de fuera o si su espíritu estaba cantando, peroescuchaba la melodía cada vez más nítida. Sin abrir los ojos, sacó de subolsillo la flauta de sauce que Brannos le había dado y empezó a tocar.

Las primeras notas se parecieron tanto a un graznido que le entraronganas de tirar la flauta al agua, pero enseguida se hicieron más nítidas. Gawentomó aire, se concentró y volvió a intentarlo. Escuchó un hilo de sonido puro.Lentamente empezó a mover los dedos y poco a poco se fue formando unamelodía. Se relajó, su respiración se volvió profunda, controlada, y se sumergióen el sonido emergente.

Perdido en la música, no reparó al principio en que había aparecido laDama. Sólo lo hizo cuando el resplandor de luz que caía sobre el lago serecortó en una sombra, y ésta se convirtió en una forma que se movía demanera mágica sobre la superficie, hasta que vio la proa de la embarcación enla que se erguía la figura y el extremo delgado de la pértiga.

La barca era parecida a aquella en la que Caminante de las Aguas loshabía llevado a la isla, pero más estrecha. La Dama la empujaba conmovimientos largos y poderosos. Gawen la miró con atención. En su primerencuentro se había sentido demasiado confundido para fijarse bien en ella. Losantebrazos, que llevaba descubiertos a pesar del frío, eran delgados y bientorneados; el pelo negro lo llevaba recogido hacia atrás, de manera que ledejaba la frente despejada, y tenía una frente alta y lisa, delimitada por doscejas oscuras. Los ojos eran también oscuros y brillantes. Iba acompañada deuna niña robusta, con unos profundos hoyuelos alojados en unas mejillassonrosadas y tan suaves como la nata montada. Su cabello era fino, de colorcobrizo, el mismo que el de la dama Eilan, su madre. Lo llevaba, como todaslas sacerdotisas, recogido en una larga trenza. La niña le sonrió nada másverlo y se le arrugaron los mofletes.

—Ésta es mi hija Sianna —dijo la Dama mirándolo con los ojos brillantes ydespiertos de los pájaros—. ¿Qué nombre te dieron a ti, mi Señor?

—Mi madre me llamó Gawen —dijo—. ¿Por qué vos...?

Las palabras de la Dama se llevaron la pregunta de Gawen:

—¿Sabes remar con pértiga, Gawen?

—No, Señora. Nunca me han enseñado nada sobre el agua. Pero antesde que nos vayamos...

—Bien, así no tendrás que desaprender nada. Esto, al menos, te lo puedoenseñar. —Una vez más sus palabras se comieron las del niño—. Pero demomento me conformo con que subas a la barca procurando que no se muevaen exceso. Mira dónde pones los pies. En esta época del año el agua estádemasiado fría para darse un baño.

Le tendió una mano, dura como la piedra, y lo sujetó en cuanto estuvo a

bordo. Gawen se sentó y se agarró a la borda cuando la pértiga entró enacción. A decir verdad, lo desestabilizaba más la Dama que el balanceo.

Sianna se rió y la Dama la silenció con su oscura mirada.

—Si a ti no te hubieran enseñado, tampoco sabrías hacerlo. ¿Te parecebonito reírse de la ignorancia de los demás?

«¿Qué pasa con mi ignorancia?», se preguntó el niño, quien no repitió lapregunta en voz alta. A lo mejor lo haría después, cuando llegaran al lugar adonde lo llevaban.

—Es que de pronto me lo he imaginado dándose un bañoinesperadamente —murmuró Sianna—, y en un día como hoy...

Intentaba parecer compungida, pero volvió a reírse, y la Dama sonrió conindulgencia mientras avanzaba con la pértiga por la superficie del lago.

Gawen volvió a mirar a la niña. No sabía si Sianna había pretendidomofarse de él, pero le gustaba cómo inclinaba los ojos cuando se reía y decidióque no le importaba que se metiera con él. Ella era lo que más brillaba enaquella extensión de agua plateada y de cielo pálido; habría podido calentarselas manos en aquel pelo rojo. Sonrió con timidez. La sonrisa radiante que lerespondió se abrió paso a través de la coraza con la que intentaba defendersus sentimientos. Hasta mucho después no comprendió que, en aquel instante,su corazón se había abierto a Sianna para siempre.

Pero en ese momento lo único que sabía era que tenía calor, y se soltó lacorrea con la que se ceñía la piel de oveja. La pértiga avanzaba con suavidadpor el agua a medida que el sol ascendía en lo alto. Gawen se sentó en labarca y permaneció callado contemplando a Sianna. La Dama no parecía tenernecesidad de hablar y la niña siguió su ejemplo. Gawen, que no se atrevía aromper el silencio, se limitaba a escuchar el esporádico canto de algún pájaro yel suave chapotear del remo.

El agua estaba en calma. Sólo de vez en cuando se rizaba con el soplode la brisa. El otoño había sido lluvioso y el nivel había subido; Gawenobservaba las algas ondulantes que le sugerían prados anegados. Colinas ymontículos asomaban a la superficie, unidos en algunos sitios por juncales. Yaera más de mediodía cuando por fin la Dama acercó la barca a una playa deguijarros de una isla que, al menos para Gawen, no parecía distinta a lasdemás. La mujer bajó a tierra firme y les hizo un gesto a los niños para que lasiguieran.

—¿Sabes encender fuego? —le preguntó la Dama a Gawen.

—Lo siento, Dama. Tampoco me han enseñado a hacer eso. —Sintió quese sonrojaba—. Sé cómo mantener la hoguera ardiendo, pero los druidas dicenque el fuego es sagrado y sólo en las ocasiones especiales se me permitíapresenciar cómo lo encendían; e incluso entonces eran los sacerdotes los quelo avivaban.

—Típico de los hombres, convertir en misterio lo que cualquier granjerapuede hacer —dijo Sianna burlándose. Pero la Dama sacudió la cabeza.

—El fuego es un misterio. Como cualquier otro poder, puede ser unpeligro, un sirviente o un dios. Todo depende de cómo se use.

—¿Y qué tipo de fuego vamos a hacer? —preguntó Gaweninmediatamente.

—El del caminante, que nos servirá para cocinar. Sianna, acompáñalo yenséñale a buscar yesca.

Sianna lo cogió de la mano y se la apretó con sus cálidos deditos.

—Por aquí, ven. Vamos a buscar hierba seca y hojas muertas; cualquiercosa que prenda rápido y arda fácilmente; ramitas, como éstas...

Le soltó la mano y cogió un puñado. Juntos recogieron hojas secas yramas y las apilaron en una cavidad carbonizada que había en el suelohúmedo. Cerca, en otro montón, dejaron las ramas más grandes. Ése eraclaramente un lugar en el que ellas ya habían estado antes.

Cuando le pareció que la pila era lo suficientemente grande, la Dama lemostró cómo encender fuego con una piedra y un trozo de metal que llevabaen una bolsa de piel atada a la cintura. A Gawen le parecía raro que lo obligaraa realizar trabajos de criado después de haberlo tratado como a un rey. Peromirando el fuego se acordó de lo que le había dicho y, por un instante,entendió. Incluso un fuego para cocinar era una cosa sagrada, y puede que, enaquellos días en que los romanos dominaban el mundo, hasta un rey sagradotuviera que servir de maneras secretas y menudas.

Poco después, una alegre hoguera empezó a escupir lenguas de fuegoque la Dama alimentó con ramas cada vez más grandes. Cuando ya ardía bien,se acercó a la barca y sacó de una bolsa una liebre sin cabeza. Con unpequeño cuchillo de piedra la despellejó y destripó, la ensartó en una varaverde y la puso sobre el fuego, que empezaba a estabilizarse y a hacer brasas.Al poco, la grasa de la liebre empezó a chisporrotear sobre el fuego y elestómago de Gawen rugió al percibir el olor. Entonces se dio cuenta de que sehabía saltado el desayuno.

Cuando la carne estuvo hecha, la Dama la cortó con el cuchillo y le dio lamitad a cada niño; ella no tomó nada. Gawen la devoró con ansiedad. Cuandoterminaron, la Dama les enseñó dónde enterrar los huesos y la piel.

—Señora —le dijo Gawen mientras se limpiaba las manos en la túnica—,gracias por la comida. Pero aún no sé qué queréis de mí. Ahora que hemoscomido, ¿me responderéis?

Ella lo miró durante un rato.

—Crees que sabes quién eres, pero no lo sabes en absoluto. Como ya tehe dicho, soy tu guía. Te ayudaré a encontrar tu destino. —Se subió a la barcae hizo una señal para que la imitaran.

«¿Y qué hay de los cien reyes?», quiso preguntar, pero no se atrevió.

Esa vez el hada condujo la barca hacia el lago abierto, donde las aguasque procedían del río abrían un canal entre los pantanos; tuvo que inclinarsemucho para tocar el fondo con la pértiga. La isla hacia la que se dirigían eragrande y estaba separada de los terrenos más elevados que había al oeste porun estrecho canal.

—Camina en silencio —le dijo cuando alcanzaron la orilla. Los condujopor un camino entre los árboles.

Desde el principio del invierno el suelo estaba cubierto de hojas y no erafácil andar entre los árboles, y menos en silencio, pues las hojas secas crujíanbajo los pies desprevenidos. Gawen estaba demasiado concentrado en susmovimientos como para preguntarse adonde se dirigían. El hada avanzaba sinhacer ruido y Sianna se movía casi con la misma discreción, lo cual hacía quese sintiera como un buey pesado y torpe.

De pronto la Dama alzó un brazo para que se detuviera y él lo agradeció.Con cuidado, apartó una rama de castaño y quedó a la vista un pequeño pradodonde pastaban ciervos rojos.

—Estudia a los ciervos, Gawen, debes aprender sus costumbres —le dijoen voz baja—. En verano no los encontrarás aquí. En esa época se pasan todoel día tumbados para protegerse del calor y salen sólo al atardecer paraalimentarse. Pero ahora saben que tienen que comer todo lo que puedan antesde que llegue el invierno. Una de las primeras obligaciones de un cazador esconocer las costumbres de los animales que persigue.

Gawen se atrevió a preguntar en voz baja:

—¿Voy a ser cazador, señora?

Ella no contestó inmediatamente.

—No importa lo que vayas a hacer —dijo en el mismo tono—. Lo queimporta es lo que eres. Eso es lo que tienes que aprender.

La manita de Sianna tiró de él para que se agachara en un hoyo en lahierba.

—Observaremos a los ciervos desde aquí —susurró—. Así lo veremostodo.

Gawen estaba en silencio a su lado, tan cerca de ella que de pronto fueconsciente de una manera muy intensa de que Sianna era una chica, y ademásde su misma edad. Pocas veces había visto, y mucho menos tocado, a unamuchacha como ella; Eilan y Caillean, con quienes había tenido contacto todasu vida, no le parecían exactamente mujeres. De repente se acordó de cosasque había oído desde siempre sin entenderlas. Casi abrumado por todo esesaber repentino, notó que se sonrojaba y escondió la cara en la hierba fresca.Podía oler el aroma húmedo del pelo de Sianna y el fuerte olor de su faldacurtida.

Al cabo de un rato, Sianna le tocó en el costado y susurró:

—¡Mira!

Con paso delicado, apareció entre la hierba una hembra de gamo. Laspezuñas del animal parecían demasiado pequeñas para aguantar su peso.Detrás de ella iba un cervatillo cuyas manchas de cría comenzaban adesaparecer bajo el pelaje de invierno. El animalito seguía los pasos de sumadre, pero en comparación con la elegancia de los de ésta, los suyos eranuno torpe y otro lleno de gracia. «Como yo...», pensó Gawen, y sonrió.

El niño observó cómo los ciervos se desplazaban en parejas y sedetenían a olisquear el viento. Entonces, tal vez porque les había asustadoalgún ruido que Gawen no había oído, la hembra levantó la cabeza y echó acorrer. El cervatillo al principio se quedó rígido en el claro, inmóvil durante unos

segundos, pero de repente salió corriendo detrás de su madre.

Gawen tomó aire. Hasta ese momento no se había percatado de queestaba conteniendo la respiración.

«Eilan, mi madre —pensó, y no era la primera vez que lo pensaba—, eracomo esa hembra. Estaba tan ocupada en su cargo de suma sacerdotisa queno se daba ni cuenta de que yo estaba allí, y menos de quién o qué era.»

Sin embargo, a esas alturas ya estaba acostumbrado a ese dolor. Másreal que el recuerdo era la conciencia de que Sianna se le había acercado.Todavía podía sentir la huella de sus deditos mojados agarrados a los suyos.Empezó a moverse, pero ella estaba señalándole el límite del bosque. Sequedó quieto, sin respirar, y de repente, al borde del claro, vio una sombra. Oyóel grito ahogado de Sianna cuando, lentamente, un macho magnífico, con unasastas enormes, empezó a pasearse por el espacio abierto. Tenía la cabezaerguida y la movía con una enorme y sutil dignidad.

Gawen observó al ciervo sin moverse. Éste sacudió la cabeza y se detuvoun momento casi como si pudiera ver a Gawen entre el follaje.

A su lado, el niño oyó que Sianna susurraba:

—¡El Macho Rey! ¡Ha venido a saludarte! ¡A veces pasa más de un messin que lo veamos!

Sin poder evitarlo, Gawen se puso en pie. Durante un largo momento sumirada se cruzó con la del ciervo. Entonces el animal sacudió las orejas, dio unsalto y echó a correr. Gawen se mordió un labio, convencido de que había sidoél quien lo había asustado, pero un instante después una flecha negracompletó su parábola y se clavó en el lugar que hacía un instante habíaocupado el ciervo. Le siguió otra, pero el macho ya estaba oculto entre losárboles y no se veían más que ramas temblorosas.

Gawen dirigió la mirada hacia el punto del que provenían las flechas.Desde detrás de los árboles salieron dos hombres, que se protegían de losrayos del sol con la mano.

—¡Deteneos! —Las palabras salieron de los labios de la Dama, pero lavoz parecía proceder de todas partes. Los cazadores se detuvieron de golpe ymiraron a su alrededor—. ¡Esa presa no es vuestra!

—¿Quién prohíbe...? —empezó el más alto de los dos, pero el otro hizo elsigno contra el mal y murmuró que se callara.

—El bosque lo prohíbe, y la Diosa, que da vida a todo. Podéis cazar otrosciervos, pero no éste. ¿Cómo osáis amenazar al Macho Rey? Marchad ybuscad otro rastro.

Los dos hombres se echaron a temblar. Sin atreverse a reclamar lasflechas siquiera, se dieron la vuelta y se fueron haciendo crujir la maleza por laque habían aparecido.

La Dama salió entonces de la sombra de un inmenso roble y les hizo a losniños una señal.

—Tenemos que volver —dijo—. Ya casi va a oscurecer. Me alegro de quehayamos visto al Macho Rey. Es lo que quería que vieras, Gawen, la razón por

la que te he traído hasta aquí. —Gawen empezó a hablar, pero luego se lopensó mejor, de modo que la reina le preguntó—: ¿Qué sucede? Tú siemprepuedes decirme lo que piensas. Tal vez lo que yo diga o haga no sea de tuagrado, pero tú siempre puedes preguntar; si es algo que no puedo hacer oconsentir, yo te explicaré el porqué.

—¿Por qué habéis impedido que esos dos hombres cazaran al ciervo? ¿Ypor qué os han obedecido?

—Son gentes de esta tierra, y no son tan insensatas como paradesobedecerme. Ningún cazador de la antigua estirpe tocaría al ciervoconscientemente. Al Macho Rey sólo puede matarlo el Rey...

—Pero no tenemos rey —susurró Gawen, consciente de que se acercabaa una respuesta y no muy seguro de si quería conocerla.

—No, de momento —coincidió ella—. Vamos —añadió, y tomó el caminopor el que habían llegado hasta allí.

Gawen dijo con pena:

—Ojalá no tuviera que regresar. En el Tozal no soy sino una cargaindeseada.

Para sorpresa de Gawen, la Dama no lo tranquilizó inmediatamenteacerca de las buenas intenciones de sus tutores. Estaba acostumbrado a quelos adultos confirmaran lo que otros adultos decían.

Pero luego la Dama dudó y dijo lentamente:

—A mí también me gustaría que no tuvieses que volver, pues no quieroque estés triste. Sin embargo, todos debemos hacer, antes o después, cosasque no nos gustan o para las que no estamos preparados. Y aunque yoconsidero un privilegio educar a alguien de tu linaje, y siempre he deseadotener un niño a quien poder criar junto con mi hija, es necesario quepermanezcas en el templo el tiempo necesario hasta que completes tuformación druídica. Ese es un aprendizaje que también es necesario para mihija.

Gawen reflexionó un momento y después habló:

—Pero yo no quiero ser druida.

—Yo no he dicho eso, sólo he dicho que debes recibir esa formación paracumplir con tu destino.

—¿Cuál es mi destino? —soltó de improviso.

—No puedo decírtelo.

—¿No podéis o no queréis? —gritó, y vio que Sianna se ponía blanca.Gawen no quería pelearse con su madre delante de ella, pero tenía quesaberlo.

Durante un buen rato, el hada sólo lo miró.

—Cuando ves las nubes rojas y furiosas, sabes que es probable que hayatormenta, ¿verdad? Pero no sabes cuándo caerá la lluvia o si será copiosa. Asísucede también con el tiempo de los mundos interiores. Yo conozco sus ciclosy mareas. Entiendo sus señales y puedo ver su poder. Veo poder en ti, niño: las

mareas astrales se concentran a tu alrededor como el agua rodea a un árbolsumergido. Aunque sé que no es ningún consuelo para ti, estás aquí con un fin.Pero no sé cuál es exactamente, y si lo supiera, no me estaría permitidocontártelo; pues cuando la gente intenta cumplir o evitar una profecía, esprecisamente cuando hace lo que no debería hacer.

Gawen la escuchó sin demasiada esperanza, pero una vez terminó dehablar, le preguntó:

—Entonces, ¿volveré a veros, Señora?

—Seguro que lo harás. ¿Acaso no va a vivir mi hija entre las doncellas deAvalón? Cuando vaya a visitarla a ella, también te veré a ti. ¿La cuidarás entrelos druidas como ella te ha cuidado a ti en el bosque?

Gawen la miró, sorprendido. Sianna no daba el perfil de sacerdotisa, enabsoluto, cuyo modelo, para él, era Eilan y tal vez Caillean.

¿Así que también Sianna iba a ser sacerdotisa? ¿También ella tenía un destino?

33

A medida que se aproximaba el solsticio de invierno, el clima se volvióhúmedo y frío y los cielos se tomaron oscuros. Hasta las cabras perdieroninterés por salir a pastar. Gawen pasaba cada vez más tiempo junto a lascabañas donde comenzaban los pastos que se extendían al pie del Tozal. Alprincipio, cuando oía los cantos que provenían de la gran estructura redondaque los cristianos llamaban su santuario, los escuchaba desde lejos, peroaquella música lo fascinaba y día a día fue acercándose más.

Se decía a sí mismo que iba allí sólo porque llovía, o porque el viento erafrío y prefería vigilar las cabras a cubierto. Habría sido distinto si hubiera tenidoun compañero de su edad, pero la Reina de las Hadas aún no había cumplidola promesa de llevar a Sianna a vivir a Avalón, y se sentía muy solo. Cuando seacercaba algún monje, se escondía, pero la lenta y penetrante música loemocionaba tanto como la de los bardos druídicos, si bien de manera distinta.

Un día, poco antes del solsticio, el refugio que le ofrecía la pared leresultó especialmente reconfortante, pues aquella noche había tenidopesadillas en las que su madre, envuelta en llamas, pedía a su hijo que lasalvara. Gawen sintió que se le rompía el corazón mientras la miraba, pero enel sueño no sabía que se dirigía a él, así que no hizo nada. Cuando sedespertó, se acordó de que él era su hijo y se echó a llorar, porque erademasiado tarde para salvarla o para decirle al menos que la habría querido dehaber tenido ocasión.

Se dejó caer contra el muro de adobe y se arrebujó en la piel de oveja.Aquel día la música le resultaba especialmente bella y alegre, aunque noentendía la letra. Disipó la angustia de la noche mientras el sol matutinoderretía la escarcha. Fijó la mirada en el juego de luces irisado que producíanlos cristales de hielo y poco a poco le fueron pesando los párpados hasta quefinalmente se quedó dormido.

No fue un ruido, sino la ausencia de él, lo que le devolvió la conciencia. Elcanto había terminado y la puerta estaba abriéndose. Por ella salieron en filadoce hombres viejos, o eso le parecieron, vestidos con hábitos grises. Con elcorazón en un puño, Gawen se acurrucó en sus pieles y se quedó quieto comoun ratón cuando vuela la lechuza. En último lugar salió un anciano de cuerpomenudo, encorvado por la edad y con el pelo completamente blanco. Sedetuvo, paseó su aguda mirada a su alrededor y la posó con rapidez en lafigura temblorosa de Gawen. Se acercó unos pasos a él y dijo:

—No te conozco. ¿Acaso eres uno de los jóvenes druidas?

El monje que precedía al anciano, un hombre alto, de pelo ralo y conmanchas en la piel, se dio la vuelta y los miró con expresión ceñuda. Pero elanciano le hizo un gesto con la mano, y el otro, con mala cara, se dirigió con elresto de sus hermanos hacia su cabaña.

Gawen se puso en pie, algo más tranquilo por la amabilidad del viejo.

—No, señor. Soy huérfano. Mi madre adoptiva me trajo aquí porque notengo más familia; pero mi madre era sacerdotisa, así que supongo queacabaré siendo druida.

El anciano lo inspeccionó con curiosidad.

—¿Ah, sí? Pensaba que las sacerdotisas druídicas hacían voto decastidad, como nuestras doncellas, y que no se casaban ni tenían hijos.

—Y así es —dijo Gawen recordando algunos comentarios que había oídoen boca de Eiluned cuando pensaba que no la escuchaba—. Hay quien diceque yo nunca tendría que haber nacido, o que mi madre y yo tendríamos quehaber muerto.

El anciano lo miró con cariño.

—El Señor, cuando moraba entre nosotros, tuvo compasión incluso de lamujer a la que sorprendieron cometiendo adulterio. También dijo que de losniños sería el reino de los cielos, y no recuerdo que preguntara nunca por elnacimiento, legítimo o no, de ninguno de ellos.

Gawen arrugó la frente. ¿También valía algo su alma a los ojos de aquelviejo sacerdote?, se atrevió a preguntar tras pensarlo un poco.

—Ante el auténtico Dios todos los hombres son iguales, pequeñohermano. Tanto tú como el resto.

—¿El auténtico dios? —repitió Gawen—. ¿Vuestro dios, sea quien sea,considera que mi alma es suya aunque yo no lo adore?

—La primera verdad de tu fe, así como de la mía, es que todos los dioses,sea cual sea su nombre, no son sino uno —dijo el sacerdote con suavidad—.Sólo hay una Fuente; y Él rige igual a los nazarenos y a los druidas. —Sonrió yse dirigió con dificultad hasta un banco que habían colocado al lado del espino—. ¡Ya hemos hablado del alma inmortal y todavía no sabemos nuestrosnombres! Los hermanos que dirigen el coro son Bron, que estuvo casado conmi hermana, y Alanus. El hermano Paulus es el último que llegó a nuestracompañía. Yo soy José, y los miembros de mi congregación me llaman«padre». Si tu padre terrenal no pone ningún inconveniente, me gustaría queme llamaras del mismo modo.

Gawen lo miró.

—Nunca vi a mi padre terrenal, y ahora está muerto, ¡así que no haymanera de saber qué diría! Y en cuanto a mi madre, la conocí, pero no sabía —tragó saliva recordando el sueño— que era tal.

El sacerdote lo observó un momento y luego suspiró.

—Te has denominado huérfano, pero no es así. Tienes un Padre y

también una Madre.

—En el otro mundo... —empezó a decir Gawen, pero el padre José lointerrumpió.

—Alrededor de ti en todo momento. Dios es tu Padre y tu Madre. Perotambién tienes una madre en este mundo, pues eres el hijo adoptivo de lajoven sacerdotisa Caillean, ¿no?

—¿Caillean joven? —Gawen contuvo la risa.

—Para mí, que soy viejo de verdad, Caillean no es más que una niña —lerespondió el padre José con calma.

El muchacho preguntó, suspicaz:

—Entonces ¿ella le ha hablado de mí?

Ya sabía que Eiluned y las otras cuchicheaban sobre él. La idea de que selo hubieran contado a los cristianos no le agradaba en absoluto.

Pero el anciano se limitó a sonreírle.

—Tu madre adoptiva y yo hablamos de vez en cuando. En el nombre delSeñor, que dijo que todos los niños son hijos de Dios, yo seré como un padrepara ti.

Gawen sacudió la cabeza recordando los chismes que había oído sobrelos cristianos.

—No me querréis. Además, tengo una segunda madre adoptiva, la Damade la gente antigua, de las que se llaman hadas. ¿La conocéis?

El anciano sacudió la cabeza.

—Lamento decir que no tengo ese privilegio, pero estoy convencido deque es una persona honorable.

Gawen se tranquilizó un poco, pero aún no se sentía preparado paraconfiar en aquel hombre.

—He oído decir que los cristianos aseguran que todas las mujeres sonmalas...

—Pero yo no —dijo el padre José—, pues incluso el Señor, cuandomoraba entre nosotros, tenía muchas amigas: María de Betania, que se habríaconvertido en su esposa de haber vivido lo suficiente; y otra María, de la ciudadde Magdala, de quien Él dijo que estaba perdonada porque poseía muchoamor. Así que es evidente que las mujeres no son malas. Tu propia madreadoptiva, Caillean, es una mujer muy valiosa. Yo no digo que las mujeres seanmalas, sino que a veces se equivocan, exactamente igual que muchoshombres. Y si algunas hacen daño, no significa que lo hagan todas.

—Entonces, ¿la Dama de la gente antigua no es mala y su hija tampoco?—El anciano no parecía ser ninguna amenaza, pero Gawen tenía que estarseguro.

—No conozco a la Dama, así que no lo sé. Se cuentan muchas historiasacerca de la gente antigua. Algunos dicen que son ángeles menores que notomaron partido ni por Dios ni por el Maligno cuando éste se rebeló, y por eso

fueron condenados a vivir aquí eternamente. Otros dicen que Eva,avergonzada por parir a tantos hijos, escondió a algunos y Dios no les infundióalma.

»Mis maestros me enseñaron que las hadas son espíritus que hablan portodos aquellos seres de la naturaleza que carecen de voz propia. Pero seguroque Dios las creó también a ellas. Y del mismo modo que los hombres que vanal País de las Hadas nunca mueren, los de la estirpe ancestral que se paseanentre los hombres se vuelven mortales; y si hacen el bien, el Todopoderoso lesconcede un alma. En cuanto a su hija, sólo es una niña. Y si es medio mortal,seguro que ya tiene alma. ¿Pueden los niños ser malos? El Señor dijo que deellos sería el reino de los cielos.

El padre José miró a Gawen y sonrió.

—Nos has escuchado cantar a menudo, ¿verdad? ¿Te gustaríaescuchamos desde dentro? —Gawen lo miró con desconfianza. Su corazón loarrastraba hacia el anciano, mas estaba harto de adultos que le dijeran quiénera y qué debía hacer—. No tienes por qué —añadió el padre José—, perodesde dentro suena mejor... —Había hablado con voz seria, pero el muchachovio el brillo de sus ojos y se echó a reír—. Después del festival del solsticio deinvierno, cuando tengamos más tiempo libre, puedes incluso aprender a cantar,si lo deseas.

Gawen se quedó mudo de repente.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que es lo que más deseo sobre todaslas cosas? Pero ¿me dejará Caillean?

El padre José se limitó a sonreír.

—Deja que yo me ocupe de Caillean.

El gran salón de reuniones despedía una aromática fragancia a ramas depino. Los druidas las habían cortado de los árboles que crecían a lo largo de lalínea de poder imaginaria que unía la cima de la colina siguiente con Avalón.Esa línea atravesaba el Tozal por el noreste y se extendía hasta el punto máslejano, donde Britania sobresalía por entre los mares occidentales. Otras líneasde poder convergían en el Tozal por el norte y el noroeste, y estaban señaladaspor piedras puestas de pie, estanques o colinas, la mayoría de éstas coronadaspor pinos. Caillean no las había explorado en persona, pero las había vistodurante sus viajes espirituales. Le parecía que ese día todas ellas latían deenergía.

Según los cálculos de los druidas, esa noche era la más larga del año. Aldía siguiente, el sol comenzaría a regresar desde el cielo austral, y aunque lopeor del invierno estaba por llegar, ya se podía empezar a esperar que volvierael verano. «Lo que hacemos aquí, en este nodo de poder —pensó Cailleanmientras daba instrucciones a Lysanda para que atara el extremo de unaguirnalda a un poste—, enviará reverberaciones de energía por toda la tierra.»

Eso era aplicable a todas sus acciones, no sólo al ritual de esa noche.Cada vez sentía con más fuerza que ese refugio entre los pantanos era el

centro secreto de Britania. Los romanos podrían gobernar desde Londínium ydirigir las cosas del mundo desde el otro plano. Pero las sacerdotisas deAvalón, sólo por el hecho estar allí, podían encontrarse con su alma.

Desde el otro lado del salón se oyó un grito. Dica, con la cara roja, sevolvió hacia Gawen y comenzó a atizarle con una rama de pino. Eiluned, con elentrecejo fruncido como una nube de tormenta, corrió hacia ellos, pero Cailleanse le adelantó.

—¡Yo no te he tocado! —exclamó el niño mientras se escondía detrás deCaillean. Con el rabillo del ojo, la sacerdotisa vio que Lysanda se escabullía y laagarró.

—El primer deber de una sacerdotisa es decir siempre la verdad —le dijoCaillean con dureza—. Si decimos la verdad, ésta prevalecerá. —La muchachadirigió la mirada a Gawen y se puso aún más roja.

—Es que Dica se ha movido... —murmuró Lysanda—. Yo quería darle aél.

Caillean se abstuvo de preguntarle por qué. A esa edad, los niños y lasniñas eran como los perros y los gatos, dos criaturas distintas, tan prontohostiles como fascinadas por sus diferencias.

—No estáis aquí para jugar, ya lo sabéis —dijo suavemente—. ¿Pensáisque estamos colgando las ramas sólo para que huela bien? Son sagradas, unsímbolo de que la vida continúa, cuando el resto de las ramas están desnudas.

—¿Como el acebo? —preguntó Dica, cuya indignación había sidoreemplazada por la curiosidad.

—Y el muérdago, nacido del rayo, que vive sin tocar la tierra. Mañana losdruidas lo cortarán con sus hoces de oro para usarlo en las pociones mágicas.—Caillean se detuvo y miró a su alrededor—. Casi hemos acabado. Ahora, id acalentaros, que pronto llegará el crepúsculo y apagaremos las hogueras.

Dica, que era pequeña y delgada y siempre tenía frío, se dirigiórápidamente hacia el fuego que ardía, a la manera romana, en un brasero dehierro forjado en el centro de la habitación. Lysanda fue tras ella.

—Si se meten contigo demasiado, me lo dices —le dijo Caillean a Gawen—. Son jóvenes y tú eres el único muchacho de su edad que hay aquí. Disfrutamientras puedas de su compañía, porque cuando se conviertan en mujeres nopodrán corretear con tanta libertad. Bueno, olvídalo... —añadió al verloconfundido—. ¿Por qué no le preguntas a Riannon si se le ha estropeadoalguno de los pasteles que está haciendo para el festival? Los que hemoshecho los votos debemos ayunar, pero los jóvenes no tenéis por qué pasarhambre.

Gawen era demasiado pequeño aún para que tal proposición no iluminarasu rostro con una sonrisa, y cuando el muchacho salió corriendo, Cailleansonrió a su vez.

Sin luz, el salón de las sacerdotisas se veía enorme, una prolongación

cavernosa de la fría oscuridad en la que los humanos que se habían reunidoallí podían perderse. Gawen se acurrucó cerca de Caillean, que estaba sentadaen medio de ellos en su gran silla. A través de la túnica podía sentir el calor desu cuerpo, y eso lo reconfortaba.

—Y así fue como se construyó la Danza de los Gigantes —concluyó Keasu cuento—, y ni todos los poderes del mal pudieron evitarlo.

Se habían reunido en el salón con la puesta de sol. Las sacerdotisashabían estado contando historias del viento y del árbol, de la tierra y del sol, delos espíritus de los muertos, de las hazañas de los vivos y de los seresextraños que no son ni lo uno ni lo otro, sino que acechan en la inmensidadentre ambos mundos. La historia de Kea versaba sobre la construcción delgran círculo de piedras en la llanura central, barrida por los vientos, que seencontraba al este del País del Estío. Gawen había oído hablar de él, peronunca había estado allí. Le parecía que el mundo estaba lleno de maravillasque no había visto, y que nunca vería si Caillean lo mantenía allí encerrado.

Sin embargo, en ese momento se alegraba de estar donde estaba.

El sonido del viento entre la paja del tejado acompañaba la voz de Kea, ya veces le parecía distinguir algunas palabras. Las sacerdotisas decían que aesa hora de la noche se paseaban poderes que no sentían ningún aprecio porlos humanos, y al escuchar el susurro del viento, las creyó.

—¿Y los ogros no hicieron nada? —preguntó Lysanda.

—No exactamente —dijo Kea conteniendo una sonrisa—. El más grandede ellos, cuyo nombre no pienso pronunciar en voz alta en una noche comoésta, juró que enterraría el círculo de piedras en el lugar donde adoramos a lamadre, el que queda al noroeste. Una de las líneas de poder que recorren latierra nos conecta, y esta noche la gente que vive allí encenderá una hogueraen la piedra central.

—¿Y cumplió su promesa? —inquirió por fin Gawen.

—Dice la leyenda que cogió un gran montón de tierra para tirarla sobre elcírculo, pero la Dama se lo impidió y por tanto él se marchó. Si no me creéis,podéis ir a visitar la colina y comprobarlo. Está justo al oeste del círculo depiedras. Enviaremos allí a un sacerdote y a una sacerdotisa para que aprendanlos ritos del equinoccio de primavera.

Un fuerte golpe de viento hizo que las paredes temblaran. Gawen apoyóuna mano en el suelo, convencido de que la tierra era sacudida por los pasosde un ser antiguo y enorme. «¿Y las hadas? —se preguntó—. ¿Qué haríanSianna y la reina?» ¿Cabalgarían sobre el viento o celebrarían su propiafestividad en algún lugar escondido bajo el suelo? Desde el día del lagopensaba en ellas a menudo.

—¿Estamos seguros aquí?

Gawen se alegró de que fuera Dica la que preguntaba.

—La isla de Avalón es un territorio sagrado —respondió Caillean—.Mientras sirvamos a los dioses, ningún mal entrará aquí. —Se produjo un largosilencio. Gawen oía el ulular del viento en el tejado.

—¿Cuánto tiempo falta... —susurró Dica— para que vuelva la luz?

—El tiempo que te costaría subir a la cima del Tozal y bajar —contestóRiannon, quien, como todas las sacerdotisas, tenía una asombrosa habilidadpara calcular el tiempo.

—Entonces... los druidas que traerán el fuego ahora se encuentran arriba—dijo Gawen, recordando lo que le había contado Brannos.

—Esperan a la medianoche, afrontando el frío y los peligros de laoscuridad —repuso Caillean—. Ahora permaneced en silencio, hijos míos, yorad a la Dama para que se encienda una llama en vuestra oscuridad, porque,aunque no lo creáis, vuestra oscuridad es más negra y peligrosa que estanoche que envuelve el mundo.

No dijo más. Durante un buen rato nadie se movió. Gawen apoyó lacabeza en la rodilla de Caillean. No se oía más ruido que el de la leverespiración; incluso el viento había amainado, como si el mundo enteroestuviera esperando con las almas humanas allí reunidas. Algo le tocó y dio unrespingo, pero enseguida vio que era la mano de Caillean, que le acariciaba lacabeza. El niño se tranquilizó y sintió con asombro que algo dentro de él quehabía estado congelado como la escarcha invernal empezaba a derretirse. Amedida que proseguían las suaves y regulares caricias, apoyó la cara en elmuslo de la mujer y se alegró de que estuviera oscuro para que no vieran suslágrimas.

No fue un ruido, sino otra cosa, quizá el aire mismo, lo que lo alertó.Todavía estaba oscuro, pero las sombras que lo rodeaban parecían menospesadas. Alguien se movió y oyó los pasos de alguien que salía por la puerta.

—¡Escuchad! —La puerta se abrió de par en par, dejando ver unrectángulo de azul cuajado de estrellas; como si fueran éstas las que cantaban,llegó, débil, el rumor de una canción.

La luz surge de la oscuridad;la visión, de la ceguera.¡Sombras, salid volando!En esta hora sagrada,la palabra mágica es pronunciaday la noche se rompe...

Gawen se esforzaba por entender la letra. Alguien emitió un murmulloahogado y él miró hacia arriba. En la cima del Tozal vio una luz, una llamapequeña y titilante a la que siguió otra, y después una tercera. Las doncellassusurraron, señalando en dirección a las luces, pero Gawen ya estaba atento ala siguiente estrofa.

El año seguirá su ciclo.¡La tierra fría será liberaday encontrado lo perdido!En esta hora sagrada,la palabra mágica es pronunciada

y el hielo se rompe...

Una hilera de lucecitas descendía en zigzag por la ladera del Tozal. Lasvoces se amortiguaban cuando las luces estaban al otro lado de la colina, y sevolvían a oír más fuertes cuando los puntos luminosos reaparecían. De lamisma manera que otras veces se había embelesado con la música de loscristianos, Gawen tembló al escuchar esas melodías. Pero donde la liturgia delos monjes era una afirmación mayestática del orden, las melodías de losdruidas se unían y separaban, se elevaban y amortiguaban a un tiempo con lalibertad y la armonía del canto de los pájaros.

Cuando las pérdidas sean fructíferasy el dolor se vuelva alegría,la pena no lacerará el mundo.En esta hora sagrada, la palabra mágica es pronunciaday la muerte se rompe...

Ya estaban lo bastante cerca para que las antorchas mostraran a loshombres que las llevaban, una fila de druidas vestidos de blanco enroscada enla colina. Gawen se balanceaba inquieto, deseoso de formar parte de aquellamúsica.

Las sagradas mareas proveen.Del invierno surge la primavera.Que nuestros cantos lo celebren.En esta hora sagrada,la palabra mágica es pronunciaday el miedo se rompe...

Los cantores, guiados por Cunomaglos y su blanca barba, se acercaron alsalón. Las mujeres se apartaron para dejarlos entrar. Brannos, con susancianas facciones iluminadas por el éxtasis de la música, se cruzó con lamirada ardiente de Gawen y sonrió.

«Seré bardo —pensó el niño—. ¡Seré bardo! Le pediré a Brannos que meenseñe.»

Los que entraban lo empujaron hasta el final del salón. Después de tantotiempo a oscuras, las luces lo cegaban. Doce antorchas relucientes iluminabanotros tantos rostros gozosos, pero cuando la vista de Gawen se afianzó, fijó suatención en una persona. Su cabello flotaba en un halo alrededor de su rostro,claro como el día, y sus ojos fulguraban. Muy despacio, un nombre fuetomando forma en su mente —«Sianna»—, pero la imagen que veía no eraexactamente la de la niña humana con la que había paseado y le habíacontado tantas cosas un día de otoño. Esa noche parecía por completo una hijade las hadas.

Alguien le ofreció un pastel de semillas y Gawen empezó a comer sin

quitarle los ojos de encima a aquella criatura. Poco a poco, con el alimento, lossentidos humanos volvieron a él. En ese momento podía ver las pecas quepoblaban sus mejillas y las manchas en el vuelo de la falda. Pero quizá debidoa las horas que había pasado en la oscuridad, aquella primera imagen habíatenido la fuerza de una iluminación.

«¡Recuérdalo! —se dijo a sí mismo—. Pase lo que pase, ¡ésta es suauténtica naturaleza! ¡Recuérdalo!»

Tarde o temprano, todos los inviernos terminaba formulándose la mismapregunta: ¿No era posible que un día la luz no llegara, que el fuego noprendiera y la oscuridad devorara el mundo? Esa noche, como siempre, suprimera reacción cuando apareció la primera llama en la cima había sido dealivio. Ese año era, probablemente, la que tenía más motivos para estaragradecida.

Después de tantas tragedias, la promesa de renovación eraespecialmente bienvenida.

Habían encendido el brasero en el centro del salón, y entre eso y el calorde las antorchas, la temperatura empezó a subir rápidamente. Caillean se abrióel manto y miró a su alrededor. Estaba rodeada de sonrisas. Hasta Eiluned sepermitía por una vez mostrarse contenta.

El padre José había aceptado la invitación para asistir a la ceremonia,después de terminar sus servicios de medianoche, acompañado de uno de susmonjes, no el malcarado hermano Paulus, sino uno más joven llamado Alanus.

«¿En qué otros cuerpos, en qué otras vidas y tierras hemos esperadojuntos la llegada de la luz?», se preguntó Caillean. Cada vez que veía al padreJosé, le acudía a la mente ese pensamiento. Sentía un extraño consuelo alpensar que, a pesar de la confusión y la pena de sus vidas presentes, algoeterno permanecería.

Se abrió paso entre la multitud para darle la bienvenida.

—En el nombre de la luz os devuelvo vuestra bendición. Que la paz seacon nosotros —respondió él—. Desearía hablar con vos, Señora, sobre laeducación de Gawen.

Caillean se volvió para buscarlo con la vista. El niño, con la carasonrojada y los ojos como estrellas, miraba desde el otro lado de la hoguera.Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Eilan tenía el mismo aspectocuando la sacaron del estanque después de su iniciación. Luego la sacerdotisasiguió la mirada de Gawen y entonces vio a una niña de cabellos claros y rostrotan feliz y lleno de vida que parecía surgido de las llamas. Como una sombra,detrás de ella, estaba la Reina de las Hadas.

Caillean miró al torpe muchacho y después a la luminosa niña y sintió,como sólo podían sentirlo los que habían sido educados como ella, que secompletaba un ciclo. Después de la conversación que había mantenido con laDama de las Hadas, Caillean había pensado mucho en la niña que habíaprometido acoger y en su futuro en Avalón. Si ya era difícil enseñar a las

muchachas que provenían de las tierras de los hombres, ¿cómo iba aapañárselas con una niña criada con las hadas? Pero Sianna no se presentó y,con el paso de los días, esa preocupación quedó enterrada por las exigenciasde la vida cotidiana.

—Padre, ahora hablaremos del niño, pero hay alguien a quien debosaludar —le dijo con prisa. La mirada del hombre siguió la de la sacerdotisa ylos ojos se le abrieron como platos.

—Ya veo, y lo comprendo. El chico me habló de ellas, pero no acabé decreérmelo. ¡Desde luego, el mundo sigue siendo un lugar lleno de maravillas!—repuso.

Cuando Caillean se acercó, el hada salió de las sombras para saludarla.Tenía el don de captar toda la atención cuando lo deseaba, y la conversaciónse detuvo cuando aquellos que no habían reparado en su presencia la vieronde repente allí en medio.

—He venido, Dama de Avalón, para reclamar el favor que meprometisteis. —La voz apagada de la Dama atravesó el salón—. Ésta es mihija. Os pido que la eduquéis para ser sacerdotisa en este lugar.

—Le doy la bienvenida —respondió Caillean—, pero en cuanto a laeducación, tendrá que ser ella, y nadie más que ella, quien tome esa decisión.

El hada murmuró algo y Sianna dio unos pasos al frente hasta quedarsedelante de Caillean. Tenía la cabeza gacha y la luz del fuego sacaba destellosde su cabello.

—Sé que estás aquí con el consentimiento de los tuyos. Pero ¿has venidopor tu propia voluntad, sin amenazas ni coacción de ningún tipo? —le preguntóla sacerdotisa.

—Sí, señora —contestó la niña con voz baja pero clara, consciente deque la miraba todo el mundo.

—¿Prometes que vivirás en paz con las mujeres de este templo y lastratarás como a una madre o a una hermana de tu propia sangre?

Por un momento Sianna miró hacia arriba. Tenía la profunda mirada de sumadre.

—Con la ayuda de la Diosa, así lo haré.

—Durante el periodo de formación, las doncellas que educamospertenecen a la Dama y no deben entregarse a ningún hombre, excepto si laDiosa así lo requiere. ¿Acatarás esa norma?

—Lo haré. —Sianna sonrió con timidez y miró al suelo.

—Entonces te doy la bienvenida entre nuestras doncellas. Cuandocrezcas, podrás, si la Diosa te llama, tomar los votos como sacerdotisa; por elmomento éstas son las únicas obligaciones que te atan. —Luego abrazó a laniña y por un instante se quedó embriagada por el dulce aroma de su pelo.

Después se separó de ella y, una por una. Todas las demás se acercarona saludar a su nueva hermana; y las dudas y los rostros ceñudos, incluido el deEiluned, desaparecieron en cuanto tocaron a la doncella. Caillean miró a sumadre y vio una sonrisa en sus ojos oscuros.

«La ha protegido con un hechizo para que la aceptemos —pensó Caillean—. Pero eso se tiene que acabar. Sianna debe ganarse su lugar aquí; de otraforma, no le haremos ningún bien.»

Aunque, por otra parte, la niña ya debería enfrentarse a suficientesproblemas: acatar la disciplina del templo y aprender a vivir en el extrañomundo humano. Seguro que un pequeño hechizo para que empezara con buenpie no tenía nada de malo.

—Esta es Dica y ésta Lysanda —le presentó a Sianna a las dos últimasde la fila—. Las tres compartiréis la cabaña que está junto a las dependenciasde la cocina. Tu cama te espera; ellas te enseñarán dónde poner tus cosas. —Luego inspeccionó la túnica de Sianna, de lana natural, bordada con hojas yflores, y sonrió—. Venga, ve y come algo. Por la mañana te buscaremos unatúnica como la de las otras doncellas.

Hizo un gesto como para despedirlas y Lysanda, siempre la más atrevida,cogió la mano de Sianna. Las niñas se fueron y al momento Caillean oyó elmurmullo de la voz de Dica y una risa como respuesta de Sianna.

«Tratadla bien y será una bendición para vos. En este día habéis ganadomi gratitud...»

Caillean se dio cuenta de que esas palabras no habían sido pronunciadasen voz alta. Se volvió y comprobó que la Reina de las Hadas habíadesaparecido. De repente la sala se llenó de voces y risas cuando las quellevaban todo el día ayunando se lanzaron a por los manjares de las mesas. Alos romanos les habría parecido comida de lo más normal, pero a loshabitantes del templo, acostumbrados a cereales, verdura y quesos sencillos,los pasteles de frutas y miel, los guisos de liebre y el venado asado lesresultaban irresistibles.

—¿Así que ésa es la hija de la Dama de la gente antigua, de la que me hahablado Gawen? —preguntó el padre José acercándose a Caillean.

—Así es.

—¿Os complace su llegada?

—Si no fuera así, no habría permitido que tomara los votos.

—No es de vuestro rebaño...

—Ni del vuestro, padre —repuso Caillean—, no os equivoquéis. —Cogióuna manzana de un cesto y le dio un mordisco.

El padre José asintió con la cabeza.

—Me ha impresionado ver a su madre. Pertenece a las gentes queestaban aquí antes de los britanos; hay quienes aseguran que antes quecualquier ser humano... Desde luego, ya estaban cuando las Gentes Sabiasvinieron del Territorio Hundido a estas orillas.

—No sé muy bien quién o qué es la Dama de la Gente de los Bosques —repuso Caillean—. Pero una vez me ayudó cuando más lo necesitaba. Los desu raza poseen una sabiduría que nosotros hemos perdido. Me gustaría traer alas Gentes Antiguas y su conocimiento entre nosotros. Y ella ha prometidoenseñar a mi hijo adoptivo, Gawen.

—Es de Gawen de quien quería hablaros —dijo el padre José—. Eshuérfano, ¿no?

—Sí.

—En ese caso, en el nombre del Maestro, que dijo «Dejad que los niñosse acerquen a mí», permitid que vuestro hijo adoptivo sea mío también. Me hapedido que le enseñemos nuestra música. Si la niña también desea aprender,será también mi hija y la hermana de Gawen en Cristo.

—¿No os preocupa que hayan hecho votos a los dioses antiguos? —preguntó Caillean.

Uno de los druidas había sacado el arpa y empezaba a tocar. Gawenestaba a su lado, observando los destellos de la luz en las cuerdas.

—Yo no pongo objeción alguna al hecho de que haya tomado los votosentre los vuestros —dijo el padre José tras suspirar—, pero al hermano Paulusquizá no le guste mucho. Acaba de llegar y cree que, incluso aquí, en el fin delmundo, hemos de convertir a todo aquel que encontremos en nuestro camino.

—Lo he oído hablar —dijo Caillean con un tono ligeramente grave—.Piensa que si permitís que quede un solo pagano habréis fracasado en vuestramisión. ¿Debo entonces prohibir a Gawen que tenga relación con vosotros? Noquiero que sea nazareno.

—Eso es lo que Paulus cree —prosiguió el padre José—. En ningúnmomento he dicho que yo comparta su opinión. Un hombre que renuncia a suprimera fe es probable que se convierta en apóstata también de la segunda, ycreo que eso también vale para las mujeres. —Sonrió con dulzura—. Tengo ungran respeto por aquellos que profesan vuestra fe. —Caillean suspiró y serelajó; sabía que podía confiar a cualquiera de sus jóvenes pupilos al padreJosé—. Por otra parte, acabo de oír cómo le habéis pedido a la doncella queescogiera libremente... La fe que profese el muchacho será, entonces, la de supropia elección.

Por un instante Caillean lo miró, y después sacudió la cabeza y sonrió.

—Tenéis toda la razón. En ocasiones olvidamos que en las eleccionesconfluyen a veces varios deseos. No sólo cuenta mi voluntad, ni siquiera lasuya, sino también la de los dioses... —Entonces le tendió la mano al anciano—. Ahora tengo que ir a ver si Sianna se ha instalado. Muchas gracias porvuestra amabilidad para con Gawen; él es muy importante para nosotras.

—Ofrecerle mi amabilidad es un privilegio para mí —le aseguró el padreJosé—. También yo debo irme, pues nos levantamos al alba para adorar aNuestro Señor, y después tendré que justificar mi decisión ante el hermanoPaulus, que me tiene por demasiado tolerante con los paganos. Pero miMaestro me enseñó que la Verdad de Dios es más importante que las palabrasde los hombres, y que en sus cimientos todas las fes son una.

Caillean miró a José y la imagen tembló como si la viera a través delfuego. Después, durante un momento, lo vio más alto, un hombre en la flor dela vida con una espesa barba negra. Vestía un hábito blanco, pero el símboloque llevaba colgando del cuello no era una cruz. Y también ella era más jovene iba envuelta en velos negros.

—Y ésta es la primera de las grandes verdades. —Las palabrasprocedían de las profundidades de sus recuerdos—. Que todos los dioses sonUno, y que ninguna religión es tan grande como la Verdad...

—Que la Verdad permanezca —respondió sencillamente el padre José, y los dos Iniciados en los Misterios sonrieron.

44

Durante el invierno del segundo año de Gawen en Avalón, el fuego asolóla colina. Nadie supo con certeza qué lo había iniciado. Eiluned juró que, lanoche anterior, una de las doncellas se había olvidado de cubrir las brasas enel hogar del Gran Salón. Pero no había manera de estar seguros. Nadie dormíaallí, y cuando la luz despertó a las sacerdotisas, el edificio estaba en llamas. Unfuerte viento las avivaba, esparció las pavesas por el aire y se prendió fuego enel tejado de paja de la Casa de las Doncellas, y desde allí se extendió a lascabañas de los druidas.

A Gawen lo despertó la tos de Brannos. Al principio pensó que el ancianopasaba peor noche de lo acostumbrado, pero el muchacho enseguida aspiró elhumo y empezó a toser, y saltó de la cama y se dirigió a la puerta.

Figuras oscuras gritaban y corrían de aquí para allá recortadas sobre elresplandor de la luz. Una vaharada de aire caliente le levantó el pelo de lafrente cuando cambió el viento. Las chispas crepitaban en la hierbaescarchada.

—¡Brannos! —chilló dándose la vuelta—. ¡Levántate! ¡Fuego! —Gawenno tenía nada que fuera a extrañar excepto el manto de piel de oveja. Con unamano se lo echó sobre la cabeza y con la otra puso al anciano en pie—. Venga,ponte las botas.

Metió los pies de Brannos dentro y le colocó el camisón alrededor de losfrágiles hombros. El viejo bardo se puso en pie, tambaleándose, pero de prontose resistió a los esfuerzos del muchacho por arrastrarlo hasta la puerta.

—Mi arpa...

Al final, el muchacho comprendió lo que decía.

—Pero si no la tocas nunca... —empezó Gawen, pero entonces le entróun acceso de tos. El fuego debía de haber alcanzado el techo, porque lahabitación se estaba llenando de humo—. Vete —logró decir—, ¡yo la cogeré!

En ese momento una cara apareció en el umbral y alguien cogió aBrannos y lo sacó, gritando. Sin embargo, Gawen ya se había dado la vuelta.De repente, encima de su cabeza surgió un río de llamas que se alimentaba dela corriente que entraba por la puerta. El muchacho se dirigió a la esquinadonde estaba el instrumento, debajo de un montón de pieles, retrocedió cuandouna explosión de chispas se desperdigó por el suelo, y volvió hacia delante

sacudiéndose los fragmentos de paja ardiente como si fueran moscas.

El arpa era casi tan grande como él, y pesada, pero hizo acopio de todassus fuerzas y pudo arrastrarla hacia fuera a través del estallido de calor queproducían las llamas.

—¡Estúpido! —le gritó Eiluned con la cara tiznada y el pelo revuelto—.¿No has pensado en lo que sufriría Caillean si hubieras muerto achicharrado?

Gawen se quedó con la boca abierta, paralizado por la furia de suspalabras. Entonces vio el terror en sus ojos y comprendió que lo había acusadopara ocultar su propio temor. ¿Cuántas de las cosas que la gente hacía y que aél le molestaban tanto, se preguntó, eran sólo defensas, como las púas queexhibe el puercoespín cuando tiene miedo?

«Pensaré en ella como en un puercoespín —se dijo—; cuando memoleste, recordaré que en realidad es un animalito tímido y pequeño.»

Un grupo de druidas intentaba sofocar las llamas de algunos edificios conagua del pozo sagrado, pero los cubos eran escasos y a esas horas casi todala comunidad estaba ya en pie contemplando el espectáculo. La inmensa salaestaba rodeada por el fuego, y del tejado de la Casa de las Doncellas salíandisparadas llamas que lamían el cielo. El salón de los druidas también estabaardiendo, así como algunas de las construcciones más pequeñas. A pesar deque los corrales y los establos se encontraban bastante lejos de las llamas,habían soltado a los animales, que estaban excitados.

Las mujeres lloraban o contemplaban las llamas, aturdidas.

—¿Qué haremos? —susurraban—. ¿Adónde iremos?

Brannos, sollozando, abrazaba al arpa con sus brazos descamados.

Gawen se preguntó por qué había arriesgado su vida por salvarla y,después, pensando en el tamaño del instrumento, cómo lo había hecho.

Y como si fuera una respuesta, se acordó de las palabras: «Siempreencontrarás la fuerza para hacer lo que tengas que hacer...»

Brannos levantó la mirada. Sus ojos brillaban a la luz de las llamas.

—Ven —dijo con voz ronca. Ignorando a Eiluned, el muchacho se levantóy se acercó a él. El viejo bardo le cogió una mano y se la puso sobre del arpa—. Es tuya..., tú la has salvado. Ahora es tuya...

Gawen tragó saliva. La luz de las llamas despedía oro sobre lasincrustaciones de las clavijas, sobre la madera pulida y las cuerdas de bronce.Las voces que había a su alrededor se difuminaron en un leve murmullo, comoel sonido del fuego. Con cuidado, alargó una mano y extrajo una única nota delas brillantes cuerdas.

No había pretendido tañer la cuerda muy fuerte, pero la nota parecióquedar suspendida en el aire. Los que estaban más cerca se dieron la vuelta, ylos otros, al verlos volverse, lo miraron también. Gawen les devolvió la mirada,uno a uno, y comprobó que el dulce sonido los había distraído de su pánico yde su decepción. Entre las figuras oscuras distinguió la de Caillean, envuelta enun manto. Su rostro, a la luz del fuego, estaba surcado y marcado por laangustia. Se la veía vieja. Una vez le había hablado de la pira en la que sus

padres habían ardido. ¿Pensaba en eso en ese momento? Los ojos leescocían; sentía pena de sí mismo porque no sabía lo que había perdido, y porella, porque ella había conocido a su madre tan bien.

Ahora ambos estaban perdiéndolo todo por segunda vez.

La nota del arpa se disolvió en el aire y Caillean se cruzó con la miradaafligida de Gawen. Por un instante frunció el entrecejo, como preguntándosequé hacía el muchacho allí. Después su expresión cambió. Más tarde, en surecuerdo, la única palabra con la que Gawen podía describir lo que había vistoen sus ojos era «maravilla». Mientras la miraba, ella se irguió, asumiendonuevamente la majestuosidad de la Dama de Avalón.

—Señora —dijo Eiluned hablando por todos—, ¿qué será de nosotros?¿Deberemos volver a la Casa del Bosque?

Caillean miró a su alrededor. Los druidas también la miraron, inclusoCunomaglos, que había llegado al Tozal para llevar una vida de contemplaciónpacífica y que a medida que la comunidad crecía se disgustaba más.

—Como de costumbre, sois libres para decidir. ¿Qué deseáis hacer? —Lavoz de la suma sacerdotisa era fría.

El rostro de Eiluned se arrugó y, por primera vez, Gawen también sintiópiedad por ella.

—¡Dínoslo! —sollozó.

—Sólo puedo deciros lo que voy a hacer yo —repuso Caillean en un tonomás dulce. Volvió a mirar las llamas—. Di mi palabra de convertir esta colinasagrada en un centro de la antigua sabiduría. El fuego sólo puede quemar loque es visible al ojo humano, lo que está hecho por manos humanas. El Avalóndel corazón sigue estando aquí... —Volvió a mirar a Gawen—. Del mismo modoque el espíritu se alza triunfante del cuerpo que arde en la pira, la auténticaAvalón no puede ser contenida por el mundo humano. —Se detuvo, tansorprendida por sus propias palabras como el resto—. Obrad como os guíenvuestros corazones. Yo me quedaré y serviré a la Diosa en esta isla sagrada.

Gawen dirigió la mirada a los otros, vio que las espaldas se erguían ydescubrió un nuevo brillo en los ojos de los demás. La mirada de Cailleanvolvió hacia el muchacho y éste se puso en pie, como si ella lo hubieradesafiado.

—Yo me quedo —dijo él.

—Y yo también —dijo una voz a su lado.

Gawen dio un respingo y vio que era Sianna, que tenía el don de sumadre para moverse sigilosamente. Ahora se oían más voces que secomprometían a reconstruirlo todo. El muchacho alargó la mano y estrechó lade Sianna.

El invierno no era la mejor estación para construir. Gawen se echó elaliento en los rígidos dedos para calentarlos, alcanzó desde el tejado de lanueva Casa de las Doncellas la cuerda que Sianna le tendía para fijar la paja y

comenzó a enrollarla en la estructura. La muchacha temblaba. Sus mejillas,normalmente sonrosadas, estaban moradas por el frío. En el reino de lashadas, le había contado ella, el clima oscilaba entre el agradable frescor delotoño y la calidez de la primavera. Debería estar preguntándose por qué habíaaccedido a vivir en tierras mortales.

Pero no se había quejado, y él tampoco pensaba hacerlo, ni siquiera paralamentarse de que, debido a su liviano peso, fuera el más indicado para subirseal tejado, expuesto a las heladas ráfagas del viento.

Uno de los druidas le alcanzó otra bala de paja y Gawen aflojó el nudo, laextendió, la aplastó con firmeza en su sitio y cogió una de las cuerdas queSianna le tendía para atarla. Al menos el nuevo edificio no sería tan grandecomo el anterior.

Algunas sacerdotisas estaban alojadas con Caminante de las Aguas y lossuyos, mientras que otras habían regresado con sus familias. Los druidas y losnovicios vivían en la iglesia del padre José, pero otros se habían marchado.Incluso Cunomaglos, el jefe de los druidas, se había ido en busca de un retirosolitario en las colinas. Una casa para los hombres y otra para las mujeres losresguardaría hasta el verano. Afortunadamente, los silos de almacenaje y losestablos habían quedado intactos.

Supuso que eso significaba que Caillean era la responsable de todo. Almenos nadie había llegado de Vernemeton para decir lo contrario. Si la sumasacerdotisa estaba disgustada por los que se habían ido, no lo habíaexpresado. Gawen creía que ella juzgaba las pérdidas como una cribanecesaria que dejaría sólo a los más fuertes. Lo mismo sucedía, según habíaoído, en el mundo que había más allá del valle de Avalón, donde Trajano habíaresultado vencedor de las guerras civiles y ponía en orden su imperio.

El viento arreciaba. Gawen se estremeció y cruzó los brazos,escondiendo las manos en las axilas.

—Baja —dijo Sianna— y deja que lo haga yo un rato. Yo peso menos quetú.

Gawen sacudió la cabeza.

—Yo soy más fuerte —repuso. Ella lo miró y le cambió el color cuando elcalor de su ira venció al frío.

—Deja que lo haga —dijo una nueva voz. Gawen parpadeó y se diocuenta de que Caillean estaba allí.

—¡No puede! —exclamó—. ¡Aquí arriba hace mucho frío!

—Ha decidido vivir entre nosotros y quiero que sea tratada como lasdemás —añadió la sacerdotisa con gravedad.

Sianna miró a uno y a otro con los ojos encendidos, como si no pudieradecidir si enfadarse por las duras palabras de Caillean o por la actitudprotectora de Gawen. Entonces le cogió un tobillo a Gawen y tiró de él. Éstegritó al sentir que resbalaba por el tejado que ya estaba cubierto y no habíanada a lo que se pudiera agarrar. Aterrizó en un montón de paja a los pies deCaillean.

Sianna dio un salto y trepó al tejado, veloz como una ardilla. Él la miró

enfadado, pero se rindió ante la risa de la muchacha. Sacudiendo la cabeza, sepuso en pie y le lanzó la cuerda. Caillean se fue, todavía con el entrecejofruncido.

Esa noche, mientras escuchaba a Brannos y al padre José discutir sobreteorías musicales, Gawen se dio cuenta de que nunca había sido tan feliz.Calentito por fin y con la panza llena, se acurrucó entre las mantas. Noentendía lo que hablaban, pero las frases que cantaban alternativamente y eldulce sonido del arpa alimentaron su alma.

Pasó el invierno, y después el verano. Los edificios que se habíanincendiado fueron reemplazados por otros aún mejores, y las sacerdotisascomenzaron a plantearse construir con piedra. Los torpes intentos de Gawencon el arpa pronto se convirtieron en logros que auguraban una auténticahabilidad para el instrumento. Además, siguió cantando con el padre José y loscristianos. Su voz de soprano se alzaba sobre el zumbido grave de los monjes.

A medida que pasaban las estaciones, se dio cuenta de que laincertidumbre que solía sentir cuando estaba junto a Caillean habíadesaparecido. Había dejado de esperar que ella fuera una madre para él, y enverdad, a medida que crecía, dejó de desearlo. No estaba seguro de lo que ellapensaba de él, pero cuando la comunidad de Avalón se convirtió en un lugarseguro, cada vez llegaba más gente para unirse a ella, y Caillean estabademasiado ocupada enseñando a los nuevos como para prestarle muchaatención.

Cuando se hacían mayores, los jóvenes y las doncellas que habían sidoconfiados a los druidas del Tozal pasaban el tiempo separados. Pero a vecesse reunían, durante los festivales y cuando debían aprender cosas queincumbían a ambos sexos. Y así pasaron seis años.

—Estoy segura de que todos podéis nombrar las siete islas de Avalón,pero ¿sabéis decirme por qué todas son territorio sagrado?

Alertado por el tono de Caillean, Gawen parpadeó y se irguió. El veranoestaba entrado y la tierra se encontraba envuelta en una paz somnolienta. Enesa época, las gentes de Avalón vivían la mayor parte del tiempo al aire libre, yla Dama había reunido a sus estudiantes debajo de un roble cercano al agua.Gawen se preguntó por qué. Eso era algo que hacían de pequeños. ¿Por quéla suma sacerdotisa volvía a las andadas?

Tras un momento de silencio por la sorpresa, Dica levantó una mano. Laque había sido una niña enjuta y de lengua afilada se había convertido en unajoven esbelta de rostro inteligente y cabellera pelirroja. Su lengua seguía igualde punzante, pero había madurado como persona.

—La primera es Inis Witrin, la Isla de Cristal, donde se alza el Tozalsagrado —contestó con recato.

—¿Y por qué se llama así? —inquirió Caillean.

—Porque... dicen que cuando la ves desde el Otromundo brilla como laluz a través del cristal romano.

¿Era eso cierto? Gawen llevaba allí el tiempo suficiente como para contaren su haber algunos viajes interiores, que no pasaban de ser merasensoñaciones, pero todavía no le había sido permitido viajar fuera de su cuerpoy mirar el mundo real con la visión del espíritu.

—Muy bien —dijo Caillean—. ¿Y la siguiente?

Su mirada se fijó en una de las muchachas nuevas, una morena deDumnonia que se llamaba Breaca.

—La segunda es la Isla de Briga, grande en espíritu aunque de pocotamaño. En ella es en donde la Diosa se aparece como Madre transportando alsol recién nacido. —La niña se había puesto colorada, pero su respuesta seoyó con claridad.

Gawen se aclaró la garganta.

—La tercera es la Isla del Dios Astado. Se encuentra cerca del granpueblo de las gentes de los pantanos. Para ellos las aves acuáticas sonsagradas, y nadie puede matarlas cerca de su santuario. En justa gratitud,ningún pájaro mancha su tejado.

El había estado varias veces allí con la Dama de las Hadas y lo habíacomprobado. Al pensarlo, volvió la vista hacia Sianna, que estaba, comosiempre que Caillean les enseñaba, sentada al final. La mirada de Caillean sesuavizó un poco cuando él respondió, pero al ver hacia dónde miraba elmuchacho, arrugó el entrecejo.

—¿Y la cuarta? —espetó.

Tuarim, un muchacho moreno, bajo y fornido que había sido aceptadoentre los druidas hacía un año y que parecía ver en Gawen a su modelo,respondió.

—La cuarta es la Isla de las Marcas, que defiende el valle de Avalón delos poderes del mal.

—La quinta es la Isla del Lago, donde vive otro pueblo de las gentes delos pantanos. —El que hablaba era Ambios, un joven de diecisiete inviernosque estaba a punto de iniciarse entre los druidas. La mayor parte del tiempo semantenía apartado de los más jóvenes, pero había decidido que había llegadoel momento de demostrar su superioridad. Prosiguió—. En esa isla existe unmanantial sagrado que nace debajo de un enorme roble; cada año colgamosofrendas en sus ramas.

Gawen volvió a mirar a Sianna preguntándose por qué no habíarespondido ella, ya que sabía todo eso casi desde que podía hablar. Peroquizá, pensó cuando reparó en que tenía los ojos bajos y las manos cruzadas,era precisamente ése el motivo por el que guardaba silencio. No habría sidojusto. Una brisa ligera sacudió las ramas del roble y la luz del sol titiló entre lashojas iluminando la brillante cabellera de Sianna.

«Nunca he visto brillar la luz en esta isla —pensó de repente—, peroahora la veo brillar en ti...»

En ese momento, la belleza de Sianna no producía ningún efecto especialen él. De hecho, a duras penas la relacionaba con la niña humana a la quehabía fastidiado y con la que había jugado hasta que se convirtió en mujer,momento en que se le prohibió estar a solas con hombres. Su belleza era unhecho, suficiente en sí mismo, como la gracia de una garza que levanta elvuelo al atardecer desde el lago. Apenas escuchó la respuesta de Dica a lasiguiente pregunta.

—La sexta isla es el hogar del dios de las colinas que los romanos llamanPan, el cual produce la locura o el éxtasis, como el fruto de las viñas que allíhay plantadas.

—La séptima es una colina muy alta —volvió a intervenir Ambios—, laAtalaya, la puerta a Avalón. Allí vive el pueblo de Caminante de las Aguas;desde siempre, su gente ha conducido a los sacerdotes del Tozal en susbarcas.

—Has respondido bien —dijo Caillean—. Pero tú, que estás a punto detomar los votos entre ellos, debes saber que los druidas no fueron los primerossacerdotes en buscar la sabiduría del Tozal.

Miró a Ambios con gravedad y después a Gawen, que le devolvió unamirada límpida. Faltaban dos años para que se le considerara preparado parala iniciación, y casi le molestaba que dieran por sentado que ése era el caminoque elegiría. Seguía progresando con el arpa, lo suficiente para entrar, si así lodeseaba, al servicio de una de las familias principescas britanas que habíanjurado fidelidad a Roma pero que aún valoraban las antiguas tradiciones. Opodría ir a ver a su abuelo —el otro— y reclamar su herencia romana. Nuncahabía visto una ciudad romana. Eran sitios sucios y ruidosos, le habían dicho.Había rumores de que, después de años de paz, las tribus del norte estabanvolviéndose a alzar. Pero en días como ése, cuando la paz somnolienta deAvalón era tan intensa que parecía sofocante, incluso la perspectiva de unaguerra lo atraía.

—La Isla de Cristal, la Isla de Brigantia, la Isla de las Alas, la Isla de lasMarcas, la Isla del Roble, la Isla de Pan y la Atalaya. Otras gentes las hanllamado con otros nombres, pero ésta es su esencia, como nos enseñaron lossabios que vinieron de las Tierras Hundidas. ¿Y por qué esas islas, y no otras,son consideradas sagradas cuando, como podéis ver, no son ni las más altas nilas que más impresionan a la vista?

Los jóvenes la miraron en silencio. Nunca se les había ocurrido esapregunta.

Cuando Caillean abrió la boca para hablar, la voz de Sianna llegó desdedetrás del árbol.

—Yo lo sé...

Caillean levantó las cejas y Sianna se acercó hasta el borde del lago. Noparecía consciente de estar pisando el terreno de los antiguos misterios. Ypuede que para ella no fueran misterios en absoluto.

—En realidad es fácil si se sabe ver. —Cogió una piedra triangular y lapuso de pie sobre el blando suelo—. Aquí está Inis Witrin, y aquí... —Cogió unapiedra redonda más pequeña y la colocó al lado de la primera— la Isla de la

Diosa. La Isla de las Alas y la Isla del Roble se encuentran aquí. —Colocó unapiedra pequeña y otra más grande un poco apartadas de las dos primerashasta formar una especie de rectángulo inclinado—; y aquí tenemos la Isla dePan y la Isla de las Marcas. —Puso un guijarro y una piedra puntiaguda a laizquierda y encima de la Isla de las Alas—; y ésta es la Puerta —añadió,cogiendo otra piedra algo más grande y poniéndola aún más a la izquierda.

Olvidando a Caillean, los jóvenes y las doncellas se dispusieron a sualrededor. Gawen pensó que así era como debía de verse la tierra desde elcielo, pero ¿qué significaba aquello?

—¿No lo veis? —Sianna frunció el entrecejo—. Recordad las noches enque la anciana Rhys os hacía mirar las estrellas.

«Las chicas a un lado de la colina y los chicos al otro», recordó Gawencon una sonrisa.

—¡Es la Osa! —exclamó Dica de repente—. ¡Las colinas forman el mismodibujo que las estrellas de la Osa Mayor!

Los otros asintieron cuando vieron claro el dibujo. Después se volvieronhacia Caillean.

—Pero ¿qué significado tiene esto? —preguntó Ambios.

—Así que, después de todo, deseáis saber... —dijo la suma sacerdotisasarcásticamente.

Sianna se puso roja como un tomate intuyendo una reprimenda. Gawensintió un brote de ira.

—La cola de la Osa Mayor señala la Estrella Polar, que es el astro másbrillante que existe en el cielo boreal. La estrella que es nuestro Tozal está enel centro de los cielos. Eso es lo que los antiguos sabios vieron cuandoobservaron el firmamento, y fundaron santuarios en la tierra para que noolvidáramos honrar el Poder que la protege.

Gawen sentía los ojos de Caillean clavados en él, pero el muchachosiguió mirando por encima del pantano. De repente sintió frío.

Cuando la suma sacerdotisa los despidió, se quedó rezagado y esperó ala sombra de los sauces para hablar con Sianna.

—¡Nunca más te atrevas a sustituirme como profesora! —le dijoásperamente Caillean a Sianna mientras ésta la miraba con expresión dedesconcierto.

—Pero nos habéis preguntado...

—¡Utilizaba las preguntas para ayudarlos a reflexionar sobre los misteriosde los cielos, esto no es un juegos de niños!

—Vos habéis preguntado y yo he respondido —murmuró Sianna mirandoal suelo—. ¿Para qué me educáis si no valoráis lo que yo puedo aportar?

—Cuando llegaste ya sabías más de las antiguas tradiciones que lamayoría de los que hacen los votos. Podrías ser mucho más que ellos. —Caillean se detuvo, como si hubiera dicho más de lo que debía—. ¡Yo deboenseñarte lo que no sabes! —añadió, y después dio media vuelta y se fue.

Cuando la sacerdotisa se fue, Gawen salió de su escondite y le pasó unbrazo por el hombro a la joven, que lloraba desconsoladamente. Sentía ira ypena, pero no podía evitar percibir la suavidad de su cuerpo y el dulce aromade su pelo.

—¡¿Por qué?! —exclamó Sianna cuando fue capaz de hablar de nuevo—.¿Por qué no le caigo bien? Y si no me quiere aquí, ¿por qué no deja que mevaya?

—Yo sí te quiero aquí —murmuró Gawen con fiereza—. No hagas caso aCaillean, tiene muchas preocupaciones y a veces es más dura de lo quepretende. Intenta evitarla.

—Ya lo intento, pero es un lugar pequeño y no siempre puedo apartarmede su camino. —Sianna suspiró y le dio unas palmaditas en la mano a suamigo—. De todas formas, gracias. Sin tu amistad me iría de aquí corriendo¡sin importarme lo que dijera mi madre!

—En un año o dos harás los votos —dijo él alegremente—. Y entoncesdeberá respetarte como a una adulta.

—Y tú pasarás el primer escalafón de tu aprendizaje druídico...

Sostuvo un momento la mano de Gawen en la suya, y éste sintió que letransmitía calor. De repente, el muchacho recordó la otra iniciación, la quellegaba con la edad adulta, y supo, por cómo le habían subido los colores aSianna, que también ella estaba pensando en lo mismo. La muchacha le soltóla mano.

Esa noche, mientras recordaba los acontecimientos del día, Gawen viocon claridad que entre ellos había más que amistad y que, sin expresarla, sehabían hecho una promesa.

Pasó otro año y otro invierno, tan húmedo que todo el valle de Avalón seconvirtió en un mar cenagoso y las aguas mojaban el suelo de los palafitos dela gente de los pantanos. Gawen, mientras bajaba a visitar al padre José,ahogó una maldición cuando resbaló en el barro y a punto estuvo de caerse.Desde que le había cambiado la voz ya no cantaba tan a menudo en lasceremonias, pero el padre José había viajado mucho en su juventud y conocíano sólo la tradición musical judía sino también las teorías de los filósofosgriegos, y ambos encontraban placer en compararlas con las tradicionesdruídicas.

Cuando Gawen entró en la pequeña iglesia, el padre José no seencontraba allí.

—Está rezando en su cabaña —dijo el hermano Paulus con una cara máslarga de lo habitual—. Dios le ha enviado una fiebre para mortificar la carne,pero con la oración y el ayuno será purificado.

—¿Puedo verlo? —preguntó Gawen con un nudo de preocupación en lagarganta.

—Él no necesita nada de alguien que no cree —dijo el monje—. Vuelve a

él como hijo de Cristo y serás bienvenido.

Gawen sacudió la cabeza. Si el propio padre José no había insistido enque se convirtiera en nazareno, era improbable que lo convenciera el hermanoPaulus.

—Supongo que no le transmitiréis la bendición de «alguien que no cree»—dijo con dureza—, pero espero que tengáis la suficiente compasión paradecirle que siento que esté enfermo y que le envío todo mi cariño.

Después de un invierno tan duro, todas las gentes de Avalón estabandelgadas, pero sólo la desnutrición más absoluta podría evitar que un chico dela edad de Gawen creciera, pensó Caillean mientras lo observaba en lasceremonias que marcaban la llegada de la primavera. Había cumplidodiecisiete años y era alto como la estirpe de su madre. Sin embargo, su pelo,después de un invierno sin sol, se había oscurecido hasta alcanzar el tonocastaño de los romanos. Le había crecido la mandíbula, de manera que ya notenía los dientes desproporcionados, y tanto la marcada nariz como la barbillarecordaban al águila.

El cuerpo era ya el de un hombre, y el de un hombre atractivo, aunque noparecía consciente de ello. Tocaba el arpa en las ceremonias con unos dedoslargos y diestros que se paseaban con seguridad entre las cuerdas. Pero teníauna mirada vigilante, como si temiera hacer algo mal.

«¿Será cosa de la edad —se preguntó la sacerdotisa— o porque yo lo hepresionado en exceso?»

Cuando terminó, lo llamó.

—Has crecido —le dijo, sintiendo una extrañeza inesperada al mirar susojos Empidos—. Y eres muy diestro con el arpa. ¿Seguirás estudiando músicacon el padre José?

Gawen sacudió la cabeza.

—Se puso enfermo poco después del invierno. He ido varias veces averlo, pero no me dejan entrar. Dicen que ya no abandona su lecho.

—¡A mí no me negarán la entrada! —exclamó Caillean—. Iré ahora mismoy tú me acompañarás. ¿Por qué no me has dicho que el padre José estabaenfermo? —le preguntó mientras bajaban por la colina.

—Estáis muy ocupada... Además, pensaba que lo sabríais.

Caillean suspiró.

—Perdóname..., no es justo que te transmita mis preocupaciones, ni quete culpe por decirme la verdad.... —prosiguió—. A veces mis quehaceres metienen atada, pero siempre intento encontrar un hueco para aquellos que menecesitan. Sé que hace mucho tiempo que no hablamos, y ya casi ha llegado elmomento de que hagas tus votos. ¡Qué rápido transcurre el tiempo!

Pasaron por la cabaña redonda que habían construido para lassacerdotisas encargadas de vigilar el Manantial de Sangre, atravesaron el

huerto y descendieron por la ladera. La capilla de techo de paja que loscristianos habían construido como las otras cabañas, aunque con un altillo enforma de cono, parecía una gallina rodeada de sus polluelos; éstos eran lasviviendas de los hermanos que la rodeaban. Un monje barría las hojas que elviento de la noche había depositado en el camino. Al verlos, se acercó paradarles la bienvenida.

—He traído fruta en conserva y unos dulces para el padre José —dijoCaillean señalando la cesta que llevaba—. ¿Me llevaréis ante él?

—No sé si al hermano Paulus le gustará... —empezó a decir el hombrecon el entrecejo fruncido, pero luego sacudió la cabeza—. Pero no importa. Talvez vuestros manjares tienten al padre José como ya no puede hacerlo nuestraaustera comida. Si podéis convencerlo de que coma, tendréis nuestra gratitud,pues desde la festividad del nacimiento de Cristo apenas ha ingerido losuficiente para mantener vivo a un pajarito.

Los condujo a una de las cabañas redondas, no mayor que el resto,aunque el camino que conducía hasta ella estaba flanqueado por pequeñaspiedras encaladas. Cuando llegaron a la puerta, el monje apartó la cortina.

—Padre, la Dama de Avalón ha venido a veros. ¿La recibiréis?

Caillean parpadeó, esforzándose por acostumbrar sus ojos a las sombrasdespués de la luminosidad del día primaveral. El padre José estaba tumbadosobre unos tablones en el suelo. Una lámpara de aceite titilaba detrás de él. Elmonje le colocó unos cojines detrás de la espalda y lo ayudó a incorporarse;luego acercó un taburete de tres patas para Caillean.

Realmente tenía el aspecto de un pajarito, pensó la sacerdotisa cuando lecogió la mano. Su minúsculo pecho apenas se movía cuando respiraba; lapoca vida que le quedaba residía en el brillo de los ojos.

—¡Viejo amigo! —dijo ella en voz baja—. ¿Cómo estáis?

Algo que podría ser una risa silbó en el aire.

—¡Seguro, Señora, que estáis suficientemente capacitada para verlo vosmisma! —El padre José leyó en sus ojos las palabras que ella no pronunciaríay sonrió—. ¿No les ha sido concedido también a los de vuestra orden elconocimiento de cuándo llega su hora? La mía vendrá pronto, y me alegro.Volveré a ver una vez más a mi Maestro... —Permaneció un momento ensilencio, mirando en su interior y sonriendo a lo que veía allí. Después suspiró ysus ojos se fijaron en Caillean—. Sin embargo, echaré de menos nuestrasconversaciones. A no ser que un viejo en su lecho de muerte puedaconvenceros de que aceptéis a Cristo y al final de los tiempos volvamos avemos.

—También yo echaré de menos hablar con vos —dijo Caillean tragándoselas lágrimas—. Y puede que en otra vida siga vuestro camino. Pero en ésta yahe jurado otros votos.

—Es cierto que ningún hombre conoce su camino hasta que llega alfinal... —susurró el padre José—. Cuando cambió mi vida no era mucho másjoven que vos... Me gustaría contaros la historia si estáis dispuesta aescucharla.

Caillean sonrió y tomó entre las suyas la mano abierta que le tendía elhombre. Estaba tan frágil que la luz parecía traspasarlo. Eiluned y Riannon laesperaban para elegir a las nuevas muchachas que iban a entrar en lacomunidad, pero podían esperar. Siempre se aprendía algo cuando loshombres hablaban de cómo habían encontrado la Luz, y al padre José lequedaba muy poco tiempo.

—Yo era un mercader de Arimatea, una ciudad del país de Judea, queestá situado en la parte oriental del Imperio. Mis barcos llegaban a todaspartes, incluso hasta Dumnonia, para comerciar con estaño, así que mi fortunaera grande. —Su voz iba cobrando fuerza a medida que hablaba—. Por aquelentonces yo no pensaba en otra cosa que no fueran las cuentas del díasiguiente, y si en mis sueños recordaba a veces la tierra que ahora yace bajolas aguas y anhelaba su sabiduría, lo olvidaba al llegar el alba. Invitaba a mimesa a todos aquellos que destacaban en algún arte, y cuando oí hablar delnuevo maestro de Galilea al que todos llamaban Yeshua, lo invité también a él.

—¿Sabíais ya entonces que era uno de los Hijos de la Luz? —le preguntóCaillean.

Los dioses hablaban siempre, en los árboles, en las colinas, y en elsilencio del corazón de los hombres, pero en cada época, decían, enviaban aun Iluminado para que hablara al mundo con palabras humanas. Aunque encada época, como también había oído decir, sólo unos pocos eran capaces deoírlo.

El padre José sacudió la cabeza.

—Escuché las palabras del Maestro y me complació lo que oí, aunqueaún no lo entendía del todo. Las antiguas enseñanzas permanecían ocultaspara mí. Sin embargo, vi que Él llevaba esperanza a la gente, y ofrecí dinerocuando sus seguidores lo necesitaron y permití que celebraran la fiesta Pascualen una de mis posesiones. Yo me encontraba lejos de Jerusalén cuando loapresaron, y cuando regresé ya lo habían clavado en la cruz. Fui a la colina dela crucifixión, pues sabía que Su madre se encontraba allí y quería ofrecerle miayuda.

Se detuvo, recordando, y sus ojos se empañaron de lágrimas brillantes.Fue Gawen quien, sintiendo el peso de la emoción sin entenderla, rompió elsilencio.

—¿Cómo era... su madre?

José miró al muchacho.

—Como vuestra diosa cuando llora durante la cosecha por la muerte deldios. Era joven y vieja, frágil y al mismo tiempo dura como una roca. Vi suslágrimas y empecé a recordar mis sueños. Entonces me alcé frente a la cruz ymiré a su Hijo.

»Para entonces, Su agonía había consumido la mayor parte de suapariencia humana. El conocimiento de Su auténtica naturaleza iba y venía: aveces lloraba de desesperación, y otras confortaba a los que le esperabanabajo. Pero cuando me miró a mí, quedé deslumbrado por Su Luz, y en esemomento recordé quién había sido yo, en el pasado, y los juramentos quehabía hecho. —El anciano respiró profundamente. Era evidente que estaba

cansado, pero nadie habría intentado detenerlo—. Dicen que la tierra seestremeció cuando Él murió. Yo no puedo decirlo porque ya estabaestremecido hasta lo más hondo de mi ser. Cuando le clavaron una lanza paraasegurarse de que estaba muerto, recogí unas gotas de Su Sangre en unfrasco que llevaba conmigo. Luego utilicé mi influencia con los romanos pararecuperar Su Cuerpo y lo enterramos en la tumba de mi familia.

—Pero no se quedó allí... —dijo Gawen. Caillean miró al muchacho ypensó en el mucho tiempo que había pasado estudiando música con losnazarenos. Así que debía de conocer bien sus leyendas...

—En realidad, Él nunca estuvo allí —dijo el padre José con una débilsonrisa—. Sólo la carne que había vestido... El Maestro volvió a recuperarlapara mostrar el poder del espíritu a aquellos que piensan que la vida del cuerpoes lo único que hay, pero yo no necesitaba verlo a Él. Lo conocía.

—¿Y por qué vinisteis aquí, a Britania? —le preguntó entonces Gawen.

La mirada de José se llenó de pena.

—Los seguidores del Maestro —continuó hablando, ahora máslentamente— empezaron a discutir sobre quién debía dirigirlos e interpretar suspalabras. No me escuchaban, y yo me negué a dejarme arrastrar por suspeleas... Entonces me acordé de esta verde tierra, más allá de las olas, dondetodavía quedaba gente que, a su manera, seguía la antigua sabiduría... Así quebusqué refugio aquí, y vuestros druidas me recibieron como a un compañeromás que busca la Verdad tras los misterios.

Tosió y sus ojos se cerraron cuando se esforzó por tomar aire. Cailleanhablaba con suavidad, conduciendo su energía a través de las manosentrelazadas.

—No habléis —dijo cuando el anciano monje volvió a abrir los labios ytosió de nuevo.

—Tengo... que... contároslo. —Se obligó a tomar aire de nuevo y poco apoco se calmó, aunque ya estaba claramente más débil—. El frasco con lasangre sagrada...

—¿No lo tienen a su cargo vuestros hermanos? —inquirió Caillean.

Él sacudió la cabeza.

—Su madre me dijo... que debía guardarlo... una mujer. Lo dejé en elnicho del pozo sagrado.

Los ojos de Caillean se abrieron como platos. El agua rica en hierro delpozo dejaba una mancha como de sangre, aunque estaba helada y era pura.Los sabios de los tiempos antiguos habían construido con sus artes un edificioa su alrededor, excavado en una sola roca. Eso lo podía ver cualquiera. Pero laexistencia de un nicho en el hueco del pozo, suficientemente alto para albergara un hombre, sólo la conocían los iniciados. Era un lugar perfecto para guardarla sangre del sacrificio, pensó entonces, pues era evidente que había sidoutilizado para ese fin en los tiempos antiguos.

—Lo entiendo —dijo lentamente—, y la guardaré bien...

—Ah... —El padre José se tranquilizó. Su promesa parecía haberlo

calmado—. Y tú... —Su mirada se volvió hacia Gawen—. ¿Te unirás a mishermanos para fundir la antigua sabiduría con la nueva? —El chico se irguió yabrió los ojos como un ciervo asustado. Por un momento miró a Caillean; nobuscando ayuda, como ella esperaba, sino con aprensión. La sacerdotisaparpadeó. ¿Querría el muchacho convertirse en nazareno?—. Pequeño... —dijo José comprendiendo—. No pretendo acuciarte. Cuando llegue el momento,decidirás tú mismo...

Cien respuestas llegaron a la mente de Caillean, quien, sin embargo, nodijo nada. No iba a discutir sobre religión con un hombre moribundo, aunque nocreía que la árida existencia de un monje fuera lo que los dioses deseabanpara aquel niño a quien la misma Dama de las Hadas había llamado «Hijo deCien Reyes».

El padre José había cerrado los ojos. Caillean sintió que se dormía y lesoltó la mano.

Cuando salieron de la cabaña, buscó al hermano que les había dejadoentrar; sin embargo, era el hermano Paulus quien los esperaba, y por la ira desus ojos supo que sólo el respeto por el moribundo le impedía hacerlerecriminaciones.

Su mirada se suavizó un poco cuando Gawen salió tras ella.

—El hermano Alanus ha escrito un nuevo himno. ¿Vendrás mañana aaprenderlo?

Gawen asintió y el monje se marchó indignado, arrastrando el desgastadoborde de su hábito sobre las piedras.

Durante los días siguientes a la visita al padre José, Gawen esperó contemor la noticia de su muerte, pero, sorprendentemente, nada sucedió. Elpadre José siguió aguantando, y la proximidad de la fiesta de Beltane distrajo aGawen de su preocupación. Él y otros dos jóvenes serían iniciados la vísperade la festividad, y tenía miedo.

No sabía cómo darle voz a sus sentimientos. Nadie le había preguntadonunca si quería ser druida; sencillamente habían asumido que, como habíacompletado la primera etapa de su formación, proseguiría con ella. Sólo elpadre José había sugerido que podría haber otras opciones; sin embargo, apesar de que Gawen admiraba la pureza y la devoción de los nazarenos yencontraba mucho bien en sus enseñanzas, sus vidas aún parecían másestrechas que las de los druidas del Tozal. Los druidas, al menos, no estabancompletamente aislados de las mujeres.

La comunidad de Avalón había heredado las tradiciones de la Casa delBosque, pero Caillean les había liberado de algunas reglas que habían sidoimpuestas en deferencia a los prejuicios romanos. En su mayoría, lossacerdotes y las sacerdotisas del Tozal vivían en castidad, pero esa regla serelajaba en Beltane y en la festividad del solsticio de verano, cuando el podersurgido de la unión entre hombre y mujer regaba de vida la tierra. Sin embargo,sólo los que habían hecho los votos podían participar en esos ritos.

Sianna había sido investida sacerdotisa el otoño anterior. Ése sería suprimer ritual de Beltane. En sus sueños, Gawen veía el cuerpo de ella brillandoen la luz de las hogueras sagradas y se despertaba gruñendo de frustración.

Hubo un tiempo, antes de que las demandas de la carne lo acuciaran, enque deseaba la sabiduría que le esperaba al final del camino de los druidas.Ahora, sin embargo, apenas podía recordar aquel anhelo puro. Los nazarenosdecían que yacer con una mujer era el peor de los pecados. ¿Lo castigarían losdioses por impío si era el deseo por Sianna lo que lo empujaba a hacer losvotos entre los druidas? Lo que lo guiaba no era sólo lujuria, se decía. Seguroque lo que sentía por ella era amor. Sin embargo, desde su iniciación no habíavuelto a estar a solas con ella. ¿Era la amistad que ella siempre le habíamostrado sólo un afecto fraternal o sentía lo mismo que él?

Con el corazón hecho un lío, miró los pantanos y el horizonte recortado decolinas como un pájaro observa a través de los barrotes de su jaula.

«Seguro que en tierras romanas es más fácil convertirse en un hombre»,pensó. ¿Qué habría sido de su vida si hubiera sido criado y educado por suabuelo Macelio en lugar de por Caillean? A veces la paz de Avalón era unacárcel, y le cansaba de tal forma ver las mismas caras un día tras otro que leentraban ganas de gritar. Por el contrario, un romano era ciudadano de todo elmundo.

Gawen pensó que si se hubiera ido con Macelio se habría convertido enun soldado, igual que su padre. Los soldados sólo tienen que recibir órdenes,no tomar decisiones como aquélla. A veces consideraba esa posibilidadsumamente atractiva. Aunque otras veces tenía la sensación de que todas laspersonas que conocía intentaban darle órdenes, siempre contradictorias, y loúnico que él quería era ser libre.

Una mañana salió en la procesión de la salida del sol y escuchó un sonidode lamentos que procedía de abajo. Empezó a descender por la colinasabiendo, incluso antes de ver a los monjes, desorientados como niñosperdidos, que había sucedido algo malo.

—¡Ay! —dijo el hermano Alanus, con las pálidas mejillas surcadas delágrimas—, nuestro padre José nos ha abandonado. Cuando el hermanoPaulus ha ido esta mañana a su cabaña lo ha encontrado rígido y frío. Nodebería llorar —prosiguió— porque sé que está con nuestro Maestro en elcielo. Pero es duro aceptar que se haya ido solo, a oscuras, sin el consuelo desus hijos a su alrededor, y aún más duro que no se haya despedido denosotros. Incluso cuando estaba enfermo, nos alegraba saber que estaba ahí.Era nuestro padre. ¡No sé qué haremos ahora!

Gawen asintió con la cabeza. Se le hizo un nudo en la garganta cuandorecordó aquella extraña tarde en que el anciano les había contado cómo habíallegado a Avalón. Él no había visto la Luz de la que hablaba el padre José, perohabía entrevisto su reflejo en los ojos del anciano, y no creía que hubieramuerto solo.

—También era un padre para mí. Debo volver para contárselo a todos —dijo Gawen.

Pero en quien pensaba mientras corría colina arriba era en Caillean.

Por la tarde, la Dama de Avalón descendió del Tozal para expresar suscondolencias. Como en otras ocasiones, Gawen formaba parte de su séquito.La confusión de la mañana había terminado. Desde el interior de la iglesiaredonda llegaba el sonido de los cánticos. La procesión druídica se detuvo enla puerta y Gawen entró.

El cuerpo del anciano yacía en un féretro rodeado de lámparas a los piesdel altar. Oscuras nubes de incienso envolvían las figuras de los monjes,aunque por un momento a Gawen le pareció ver el destello de unas formasbrillantes por encima de ellos, como si los ángeles de los que tanto le habíahablado el padre José estuvieran observando la escena. Entonces, como sihubiera sentido la presencia de la mirada pagana, una de las sombras selevantó y se le acercó. Era el padre Paulus.

Gawen se apartó cuando el nazareno salió por la puerta. Los ojos delmonje estaban enrojecidos por el llanto, pero la pena no había dulcificado suexpresión. Miró fijamente y con desaprobación a Caillean.

—¿Qué hacéis aquí?

—Hemos venido a compartir vuestro dolor —dijo la suma sacerdotisa condulzura—, y a honrar la muerte de un hombre bueno, pues, en verdad, José eraun padre para todos nosotros.

—Si eso es así, tal vez cabría pensar que no era tan bueno como parecía,o al menos no tan buen cristiano; si no, vosotros estaríais de celebración —dijoPaulus fríamente—. Pero ahora soy yo la cabeza de esta comunidad y haréque mis hermanos perseveren en una fe más pura. Y mi primera norma seráponer fin a este ir y venir entre nuestra hermandad y vuestra maldita gente.Vete, mujer, pues ni tus condolencias ni tu presencia son bienvenidas.

Gawen dio instintivamente un paso adelante, como para colocarse entreambos. Algunos druidas murmuraban palabras llenas de ira, pero Cailleanparecía divertida y sorprendida al mismo tiempo.

—¿Que no somos bienvenidos? ¿Acaso no fuimos nosotros quienes osdimos permiso para construir una iglesia aquí?

—Así es —respondió el padre Paulus con amargura—, pero la tierra erade Dios, no vuestra. De modo que no reconocemos ninguna deuda conadoradores de demonios y de falsos dioses.

Caillean sacudió la cabeza con pena.

—¿Traicionáis al padre José incluso antes de que sea enterrado? El decíaque la auténtica religión prohibía deshonrar el nombre de su dios, cualquieraque fuese, pues todos los nombres proclaman al Único.

El padre Paulus se santiguó.

—¡Sacrilegio! ¡Nunca escuché de él tal herejía! ¡Márchate o llamaré a mishermanos para que te echen!

Tenía la cara encendida de rojo y echaba espumarajos por la boca. ACaillean, por su parte, se le había quedado el rostro de piedra. Después de un

momento hizo un gesto para indicar a los druidas que se fueran. CuandoGawen se dio la vuelta para seguirlos, Paulus le cogió de la manga.

—Hijo mío, ¡no vayas con ellos! El padre José te amaba, ¡no abandonestu alma a la idolatría ni tu cuerpo a la vergüenza! ¡Ahí arriba, en ese círculo depiedras, invocarán a la Gran Ramera que ellos llaman Diosa! ¡Eres nazarenoen todo menos en el nombre! Te has arrodillado ante nuestro altar y elevado tuvoz en cantos sagrados de alabanza. ¡Quédate, Gawen, quédate!

Por un instante el asombro paralizó a Gawen, pero enseguida fuereemplazado por la ira. Se soltó con un movimiento brusco y miró primero aPaulus y después a Caillean, que le había tendido la mano como paraarrastrarlo hacia ella.

—¡No! —consiguió decir—. ¡No os pelearéis por mí como si fuera unhueso entre dos perros!

—Ven... —le rogó Caillean, pero Gawen sacudió la cabeza.

No podía unirse al padre Paulus, pues las palabras del sacerdote habíanmancillado también el camino druídico. Su corazón languidecía por Sianna,pero ¿cómo se atrevería a tocarla ahora? Toda su confusión y su anhelo seconvirtieron de repente en una certeza. No podía permanecer en aquel lugar.

Paso a paso, empezó a retroceder.

—¡Ambos deseáis poseerme, pero mi alma es mía! ¡Luchad por Avalón si queréis, pero no por mí! Yo me voy... —la decisión le llegó con las palabras— ¡a buscar a mi familia romana!

55

Gawen se movía entre los pantanos con agilidad, como le habíaenseñado la Dama de las Hadas. De hecho, sólo ella habría podido detenerlo y,de hecho, durante el primer día de viaje temió que Caillean la enviara en subusca. Pero bien fuera porque la Dama se hubiera negado o porque su madreadoptiva no había pensado en pedirle ayuda, el caso es que no vio nadaexcepto las ruidosas aves acuáticas, una familia de nutrias y los silenciososciervos rojos.

Durante siete años no había abandonado el valle de Avalón, pero lehabían enseñado las fronteras entre los territorios tribales de Britania y loscampamentos y las ciudades romanas, así como un mapa de la red de líneasde energía que surcaban la tierra.

Sabía lo suficiente para encontrar el camino hacia el norte, y su habilidaden la talla de madera le proporcionó comida a lo largo del camino. Tras dossemanas de viaje llegó a las puertas de Deva.

Lo primero que pensó fue que nunca había visto tanta gente juntahaciendo tantas cosas al mismo tiempo. Enormes carros tirados por bueyes ycargados con arenisca roja traqueteaban por el camino que conducía alcampamento que habían levantado al otro lado de la ciudad. Partes del murode adobe se habían derrumbado y estaban siendo reconstruidas con piedras. Apesar de que no parecía que tuvieran prisa por terminar, pues la zona estabatotalmente pacificada, estaba claro que los romanos pretendían que siguieraestando segura.

Aquello hizo que se estremeciera. Los druidas se mofaban de laspreocupaciones romanas por el poder temporal, pero también aquello era unamanifestación del espíritu, y la fortaleza de piedra roja era su santuario. Nohabía vuelta atrás. Gawen, intentando recordar el latín que siempre habíapensado que no le serviría para nada, atravesó el arco de entrada detrás deuna fila de burros cargados con sacos llenos de enseres de cocina y entró en elmundo romano.

—Te pareces mucho a tu padre..., y sin embargo me cuesta reconocerte...

Macelio Severo miró al joven y después apartó la vista. El anciano habíaestado haciendo eso desde que Gawen había llegado, como si no supiera sisentirse contento o consternado de tener por fin a su nieto. «Yo me sentí igualcuando descubrí quiénes eran mis padres», pensó Gawen.

—No espero que me reconozcáis —dijo en voz alta—. Poseo ciertashabilidades y creo que sabré ganarme la vida.

Macelio se irguió y Gawen vio por primera vez al oficial romano que habíasido. Su enorme constitución estaba encorvada por la edad y su pelo no eransino cuatro mechones blancos; sin embargo, debía de haber sido un hombrefuerte. Aunque la pena le había dejado surcos en el rostro, parecía conservarsus facultades mentales intactas, de lo que Gawen se alegró.

—¿Temes avergonzarme? —Macelio sacudió la cabeza—. Ya soydemasiado viejo para avergonzarme por nada, y tus hermanastras estáncasadas o prometidas, así que tampoco las afectará en su futuro. Aun así, laadopción sería la manera más sencilla de darte mi nombre, si eso es lo quedeseas. Pero primero tienes que contarme por qué has venido a mí después detantos años.

Gawen descubrió que estaba siendo escrutado por la mirada de águilaque sin duda había hecho temblar a más de un recluta, y se concentró en susmanos cruzadas.

—La Dama Caillean dijo que habíais preguntado por mí. Ella no osmintió... —añadió con rapidez—, cuando lo hicisteis ella aún no sabía dóndeme encontraba yo.

—¿Y dónde estabas?

La pregunta fue pronunciada con suavidad, y Gawen sintió el hálito delpeligro. Pero aquello había sucedido hacía mucho tiempo. ¿Qué daño podíahacerle al viejo saberlo?

—Una de las jóvenes que cuidaban de los niños en la Casa del Bosqueme escondió cuando mi otro abuelo, el archidruida, se llevó a mis padresprisioneros. Y después, cuando terminó todo, Caillean me llevó con ella aAvalón.

—Ya no hay druidas en la Casa del Bosque... —dijo Macelio, comoausente—. Bendeigid, tu «otro abuelo», murió el año pasado, según dicen, aúnbalbuceando paparruchas sobre reyes sagrados. No sabía que quedarandruidas en el sur de Britania... ¿Dónde está Avalón?

La pregunta llegó de una manera tan repentina que Gawen respondióantes de poder preguntarse por qué quería saberlo su abuelo.

—Es un lugar muy pequeño —dijo tartamudeando—, una casa con unascuantas mujeres y algunos ancianos, y una comunidad de nazarenos al pie dela colina.

—Ahora entiendo por qué un joven como tú quería irse de allí. —Maceliopareció recobrar la actividad y Gawen empezó a relajarse—. ¿Sabes leer?

—Sé leer y escribir en latín tan bien como hablarlo, lo que no es grancosa —respondió Gawen. No era momento de alardear de que los druidas lehabían enseñado a memorizar enormes cantidades de leyendas—. Sé también

tocar el arpa, pero la verdad es que —añadió recordando lo que le habíaenseñado la Dama de las Hadas— cazar y tallar la madera son probablementemis habilidades más útiles.

—No lo dudo. Eso es muy interesante, pero los Macelios han pertenecidosiempre al ejército —dijo el anciano con un retraimiento repentino—. ¿Quieresser soldado? —Viendo la esperanza en los ojos del hombre, Gawen intentósonreír. «Hasta hace sólo media luna, yo iba a ser druida», pensó el joven.Convertirse en soldado supondría un rechazo total a esa parte de su herencia.Macelio prosiguió—: Te buscaré un puesto. Es una vida interesante, y unhombre inteligente puede ascender de soldado raso a cierta posición deautoridad. Evidentemente, la promoción no es algo que se pueda conseguir asícomo así en un país tan tranquilo como Britania, pero puede que cuandotengas algo de experiencia te envíen a alguna zona fronteriza. Mientras tanto,intentaremos que parezcas algo más romano.

Gawen asintió con la cabeza y su abuelo sonrió.

El mes siguiente lo pasó con Macelio, acompañándolo en sus paseos porla ciudad y leyendo en voz alta con él los discursos de Cicerón y la versión deTácito de las guerras de Agrícola. Los magistrados dieron fe de su adopción yrecibió las primeras lecciones de cómo llevar la toga, una vestimenta cuyoplegado convertía el hábito de los druidas en el colmo de la simplicidad.

Durante las horas en que estaba despierto, el mundo romano lo absorbía,pero en sus sueños volvía su espíritu hacia Avalón. Veía a Caillean, queenseñaba a las doncellas. Había nuevas arrugas en su frente y de vez encuando miraba hacia el norte. Quería decirle que estaba bien, pero cuando sedespertaba sabía que no podía enviar un mensaje sin comprometer Avalón.

La víspera de Beltane tuvo un sueño inquietante en el que se le aparecióel Tozal iluminado por las fogatas. Sin embargo, no veía a Sianna por ningúnsitio. Su espíritu abarcó más espacio, oscilando como un imán en busca del deella. No fue en el Tozal, sino en el banco de piedra que había junto al pozosagrado donde la encontró.

—Sin ti no siento deseos de danzar alrededor de las hogueras. ¿Por quéme has abandonado? ¿No me amas? —preguntó la imagen onírica llena depena.

—Te amo —respondió él—, pero en Beltane todos sirven al Señor y a laDama.

—No la doncella que guarda el pozo —respondió con cierto orgulloamargo—. El padre Paulus dirige ahora a los nazarenos y no consiente lacomunicación con Avalón. Pero ellos no tienen mujeres sagradas, y ni siquieraél puede negar la voluntad del padre José en este asunto, así que el pozosagrado es guardado por una doncella de Avalón. Mientras mantenga esteencargo, puedo seguir virgen y esperarte... —En ese momento le sonrió—. Siluego no recuerdas nada de este sueño, que tu corazón al menos recuerde miamor...»

Cuando Gawen se despertó, tenía las mejillas mojadas por el llanto.Añoraba a Sianna, pero nada había cambiado. Se había apartado del caminode los druidas y sólo podría volver a ella como sacerdote.

Aproximadamente en las mismas fechas que la festividad del solsticio deverano, los romanos celebraban los festivales de Júpiter. Macelio, comomagistrado, costeaba parte de los gastos. Se sentaba junto a otros notables enuna plataforma que dominaba el terreno de juego, y Gawen estaba a su lado.

—Un día construirán un estadio —dijo lleno de orgullo—, y los padres dela ciudad contemplarán los juegos desde una tribuna, como el emperador enRoma.

Gawen asintió. Su latín había mejorado rápidamente y ya construía bienlas frases, aunque lo hablaba con acento britano. No obstante, tenía quepensárselo bien antes de decir nada, y por más que había estudiado a Tácito ya Cicerón, era aún incapaz de participar en las conversaciones ligeras de losotros jóvenes que acompañaban a sus padres aquel día.

La mayor parte de ellos eran mucho más jóvenes. Gawen sabía que losque no lo conocían se preguntaban por qué, a su edad, aún no estaba en elejército, y los que sí lo conocían les contaban a los demás que era un bastardoque Macelio había adoptado inesperadamente. Cuando pensaban que no losoía, se reían, pero los oídos de cazador de Gawen captaban el sonido.

El joven pensó con tristeza que, aun en el caso de que no lodespreciaran, tampoco podría hacer amigos entre ellos. No entendía la mayoríade las bromas, y las que sí comprendía no le hacían mucha gracia. Habíaelegido Roma, pero no podía repudiar a los britanos de quienes procedía.

Contempló la lucha de gladiadores en la arena y lamentó sus inútilesmuertes, aunque admiró su habilidad con las armas. «No pertenezco a estelugar... —pensó con tristeza—, del mismo modo que ya no pertenezco aAvalón. Eiluned tenía razón, ¡jamás tendría que haber nacido!»

Sin embargo, su formación druídica le dio el autocontrol suficiente para nomostrar su desolación, y cuando él y Macelio volvieron a casa, el anciano,contento por el éxito de la celebración, no sospechó nada. De hecho, mientrasrepasaba los acontecimientos del día, estaba radiante.

—¡Muchacho, así deberían celebrarse todos los festivales! Pasará muchotiempo antes de que Junio Varo, o cualquiera de esos charlatanes, sea capazde igualar este día. —Revolvió entre la pila de mensajes que tema en su mesade trabajo, se detuvo en uno de ellos y lo desenrolló—. Me alegro de que estésaquí, chico, y de que hayas podido ver...

Gawen, que acababa de deshacerse de la rígida toga con un suspiro dealivio, lo miró al notar la oscilación en el tono de voz.

—¿Qué es eso? —le preguntó.

—Buenas noticias... Espero que tú pienses lo mismo: tienes un puesto enel ejército. El mensaje ha debido de llegar mientras estábamos en los juegos.Debes presentarte en la Novena Legión, la Hispánica, en Eburácum. —¡Unalegión! Gawen no sabía si tenía que sentirse ansioso o asustado. Aunque almenos eso lo alejaría de los arrogantes cachorros que lo despreciaban, y talvez el ejército lo mantuviera demasiado ocupado para añorar Avalón—. Bueno,

muchacho, esto es lo que te hacía falta, todos los Macelios son soldados, pero¡bien saben los dioses que voy a echarte de menos!

La expresión de Macelio mostraba sus sentimientos encontrados a laperfección y el anciano abrió los brazos.

Cuando Gawen lo abrazó, un pensamiento atravesó su mente: él tambiéniba a echarlo de menos.

La palabra «ejército» derivaba del término que se utilizaba para nombrarel entrenamiento, exercitio, y como Gawen descubrió en sus primeros días deservicio, ése era, al parecer, el motivo por el que todo el mundo se alistaba. Losreclutas eran jóvenes seleccionados por sus cualidades físicas e intelectuales,pero una marcha de veinte millas romanas en cinco horas con el equipo acuestas no era algo a lo que se acostumbrara uno en dos días. Cuando nomarchaban, peleaban con la espada o el pilum, hacían instrucción o levantabanfortificaciones temporales.

Gawen era vagamente consciente de que el terreno alrededor deEburácum era más agreste que el de las colinas que conocía, pero aparte deese dato, que le proporcionaban más sus pies y muslos doloridos que sus ojos,lo que lo rodeaba estaba emborronado. Los reclutas veían poco a las tropasregulares, excepto a algún que otro veterano bronceado, que se reía al ver atoda la fila sudando. Era duro, pero no más que su adaptación a la vida romanaen Deva. Para su sorpresa, era su formación druídica lo que le proporcionabael autocontrol necesario para soportar la disciplina del ejército, mientras que losmuchachos de buenas familias romanas se derrumbaban y eran enviados acasa.

A medida que iba progresando su educación militar, los reclutas recibíanalgún día de permiso, que aprovechaban para descansar, reparar el equipo ovisitar la ciudad que crecía alrededor de los muros del campamento. Escucharla musical lengua britana después de tantas semanas en un campamento latinole impresionó y le recordó de paso que aún se llamaba Gawen y que «GayoMacelio Severo» era su nombre sólo de adopción. Por supuesto, losvendedores y los muleros que charlaban libremente delante de él no podían niimaginar que aquel muchacho alto, de facciones romanas y con túnica delegionario, entendía todo lo que decían.

En el mercado de Eburácum florecía el comercio de rumores. Losgranjeros de los alrededores se apiñaban en la ciudad para vender susproductos y los comerciantes anunciaban a voz en grito productos de todaspartes del imperio, pero los jóvenes brigantes, que en otras épocas iban paracontemplar embelesados a los soldados, brillaban por su ausencia. Se oíanrumores divergentes, especulaciones sobre una alianza con las tribus del norte.

Gawen se sintió incómodo pero no dijo nada, pues los comentarios que seoían dentro del campamento eran aún más perturbadores que los de fuera.Quinto Macrinio Donato, el legatus legionis, debía su cargo al mecenazgo delgobernador, su primo, y al tribuno senatorial que era su segundo. Se decía deél que era un cachorrito frívolo que jamás tendría que haber abandonado

Roma. En condiciones normales eso no habría importado lo más mínimo, pero,aunque Lucio Rufino, el centurión a cargo de los reclutas, era un tipo decente,corría la voz de que entre los oficiales que comandaban las cohortes secontaban más hombres crueles y malvados de lo que era habitual. Gawensospechaba que era precisamente por su decencia por lo que Rufino habíasido destinado al poco envidiable cargo de convertir a un montón de patanesdel campo en la columna vertebral del Imperio.

—Sólo falta una semana —dijo Ario pasándole el cazo de agua a Gawen.

Al final del verano incluso el norte de Britania era cálido, y después deuna mañana de marcha, el agua de la poza donde se habían detenido sabíamejor que el vino. La poza consistía en unas cuantas piedras en semicírculoque recogían un hilillo de agua que caía desde un agujero en la roca. Porencima de ellos la carretera se enroscaba por un brezal que parecía púrpuracontra la hierba seca. Debajo, la tierra era una maraña de campos y pastosvelados por la bruma de agosto.

—Estoy ansioso por hacer mis juramentos —añadió Ario—. La armaduraregular me parecerá una túnica después de esto. ¡Estoy cansado de escucharlas rechiflas de los regulares cuando pasamos a su lado!

Gawen se limpió la boca y le devolvió el cazo. Ario era de Londínium,peludo y rápido, y un ser social sin cura posible. A Gawen, no muy ducho enhacer amigos, le parecía una bendición de los dioses.

—¿Crees que nos asignarán a la misma cohorte?

A medida que se acercaban al final de su adiestramiento, Gawenempezaba a preguntarse sobre lo que llegaría después. Si las historias quecontaban los hombres mayores en las tabernas no tenían como único objetivoasustarlo, el ejército regular podía ser peor que el servicio militar. Pero no eraeso lo que lo mantenía expectante.

Había pasado media vida preparándose para hacer los votos druídicos ydespués había huido. ¿Cómo un único verano podía comprometerlo en unjuramento que, aunque menos sagrado, sería igual de vinculante?

—Le he ofrecido un gallo rojo a Marte si me destinan a la quinta, conHanno —respondió Ario—. Por lo que dicen, es un viejo zorro que siempre selas apaña para que sus hombres consigan lo mejor.

—También he oído yo eso —dijo Gawen, y bebió otro sorbo. Él, que habíarenegado de sus propios dioses, no se atrevía a rezar a los dioses de Roma.

Llegó la siguiente fila a beber. Gawen les pasó el cazo y regresó a lasuya. Mientras los hombres volvían a formar, miró hacia el norte, donde lacalzada blanca serpenteaba entre las colinas. El campamento que veía en ladistancia tenía un aspecto insignificante, era como un juguete en medio de unagran extensión de colinas. Pero la carretera, con la profunda zanja del vallumdetrás, marcaba el limes, el confín del Imperio. Algunos del cuerpo deingenieros decían que aquello no era suficiente, que la única manera demantener el sur de Britania seguro era construir una muralla. Pero hasta

entonces había funcionado. Era una idea, como el Imperio mismo, pensóGawen de repente, una línea mágica que las tribus salvajes tenían prohibidocruzar.

—Ningún lado es muy diferente del otro —dijo Ario poniendo voz a suspensamientos—. ¿Qué hay allí?

—Aún tenemos algunos postes de observación allí arriba, y haypoblaciones nativas —dijo uno de los hombres.

—Pues eso debe de ser... —respondió Ario.

—¿Qué quieres decir?

—¿Ves ese humo? Los nativos están quemando los matojos de loscampos.

—Será mejor que nos aseguremos. El comandante querrá enviar unapatrulla —dijo Gawen.

Pero el centurión estaba dando la orden de formar. Sin duda Rufinohabría visto el humo también y sabría qué hacer al respecto. Gawen se cargóel equipo al hombro y ocupó su lugar en la fila.

Aquella noche el campamento era un hervidero de murmuraciones.Habían avistado humo también en otras partes de la frontera y había quienafirmaba que se había producido un intercambio de flechas entre las tribus. Sinembargo, el alto mando de los legionarios se había limitado a enviar unacohorte para reforzar los campamentos auxiliares a lo largo del limes. Sobretodo servían para entretener a los oficiales de Deva que habían ido de caza. Alfin y al cabo, no eran más que rumores de escaramuzas en la frontera; por lotanto, no había ninguna necesidad de poner a todo el mundo en alerta por unoscuantos granjeros que quemaban granjas.

Gawen recordó el relato de Tácito sobre la rebelión de Boadicea. Pero nohabía sucedido nada que alzara a las tribus, aparte del siempre presente ruidode las sandalias claveteadas en la calzada romana.

Dos noches más tarde, cuando la partida de caza ya se había marchado,el fuego surgió de repente en las colinas que había encima de la ciudad. A loshombres del campamento se les ordenó que se armaran, pero el segundooficial en jefe de los legionarios había salido con el comandante, y el prefectode campo no tenía autoridad para ordenar a las tropas que marcharan. Trasuna noche sin dormir, se dijo a las tropas que podían descansar, y sólo los queestaban de guardia se quedaron a ver las columnas de humo que se elevabanen el cielo matutino.

A los reclutas de la cohorte de Gawen les costó conciliar el sueño, y a losveteranos no se les permitió dormir demasiado. Algunos de los exploradoresque el prefecto había enviado habían regresado y las noticias eran malas. La«idea» de la barrera al final no había bastado. Los guerreros novantes yselgoves habían atravesado la frontera, y sus primos, los brigantes, se lesestaban uniendo. A mediodía, el sol tenía un color sangriento en el cieloahumado.

Quinto Macrinio Donato llegó a caballo aquella noche, cubierto de polvo ycon el rostro rojo a causa la excitación, aunque también podía haber sido por elenfado de haberse perdido la cacería. «El hombre es sólo una presa másnoble», pensó Gawen, que estaba de guardia cuando llegó el comandante.Pero, teniendo en cuenta el número de nativos que decían que había fuera, eraposible que los cazadores fueran pronto cazados.

—Ahora veremos un poco de acción —dijeron los hombres—. Esos tipospintados de azul nunca sabrán lo que les sucedió. ¡La legión va adesperdigarlos como a conejos asustados!

Pero pasó otro día y seguía sin ocurrir nada. El comandante esperaba lallegada de más espías, decían algunos rumores. Otros, que aguardabaórdenes de Londínium, pero eso era difícil de creer. Si la Novena no estaba allípara vigilar la frontera, ¿qué hacía en Eburácum?

Al tercer día de la violación de la frontera sonaron por fin las trompetas dela legión. Aunque aún no habían prestado su juramento al ejército, la cohortede reclutas fue repartida entre los veteranos. Gawen, por su habilidad con lamadera, y Ario, por alguna razón que sólo conocían los dioses del ejército,fueron destinados como exploradores a la cohorte de Salvio Bufo. De haberpodido negarse, ninguno lo habría hecho. Bufo no era ni el mejor ni el peor delos centuriones, pero había servido muchos años en Germania, y cualquieraque fuese la protección que se derivara de esa experiencia, ellos la tendrían.

Cuando llegaron los reclutas, hubo algunas quejas por parte de losregulares, pero para alivio de Gawen, la seca orden de Bufo de «reservadvuestra ira para el enemigo» los hizo callar. Por la tarde ya estaban en caminoy Gawen bendijo entonces las largas marchas de entrenamiento que lo habíanendurecido para poder soportar el peso del equipo y los pasos regulares por lacalzada romana.

Esa noche levantaron un campamento fortificado en el límite del páramo.Después de tres meses en los barracones, Gawen descubrió que dormir al airelibre le resultaba extrañamente perturbador. El campamento estaba rodeadopor una empalizada y una zanja, y él compartía una tienda de cuero con otroshombres, pero podía escuchar los sonidos de la noche por encima de susronquidos y las vaharadas que se colaban por debajo de la tienda llevaban elaroma del erial.

Quizá por ese motivo soñó con Avalón.

En su sueño, los druidas, sacerdotes y sacerdotisas juntos, estabanreunidos en el círculo de piedras encima del Tozal. Las antorchas estabansujetas en unos soportes fuera del círculo y sombras negras revoloteabansobre las rocas. En el altar ardía una pequeña hoguera. Caillean lanzabahierbas a las llamas. El humo ascendía en forma de nubes y luego giraba endirección norte. Los druidas levantaban los brazos en señal de saludo. Veíaque sus labios se movían, pero no distinguía las palabras.

El humo de la hoguera se hizo cada vez más oscuro, lo que hacíadestacar los reflejos rojizos de las llamas de las antorchas. Gawen se quedóestupefacto al comprobar que tomaba la forma de una mujer armada conespada y lanza. La cara y el cuerpo cambiaban de arpía a diosacontinuamente, y el humo que se elevaba era su cabello. Poco a poco, la figura

creció; los sacerdotes levantaron las manos con un último grito y una corrientede aire se llevó la forma hacia el norte, seguida de una hueste de sombrasaladas cuando se apagaron las antorchas. En el último momento de lailuminación, Gawen vio la cara de Caillean. Tenía los brazos extendidos yparecía que lo llamaba.

El joven se despertó temblando. Una luz pálida entraba por la rendija dela tela que cubría la puerta. Se levantó, se abrió paso entre las piernas de suscompañeros y salió afuera. Los pantanos estaban inundados por una densaniebla, pero la luz del amanecer empezaba a llenar el cielo. Todo estaba muytranquilo. Un centinela se volvió, con una ceja levantada en señal de pregunta,y señaló hacia la trinchera de las letrinas. La hierba húmeda empapaba los piesdesnudos de Gawen mientras caminaba por el recinto.

Cuando regresaba, un graznido rompió el silencio. En un segundo laniebla quedó cubierta de alas negras. Cuervos, más de los que había visto entoda su vida, llegaban del sur para rodear la colina. Dieron tres vueltasalrededor del campamento romano y después se dirigieron hacia el oeste, peroincluso después de que desaparecieran podía oírlos gritar.

El centinela tenía las manos abiertas, en la señal para protegerse del mal,y Gawen no sintió ninguna necesidad de disculparse por temblar. Conocía elpoder de la Diosa Cuervo, a quien los sacerdotes de Avalón rezaban de vez encuando, y no era necesaria la sabiduría de los druidas para interpretar laprofecía. Ese día lucharían contra los guerreros de las tribus.

Un fuerte crujido de ramas a su espalda lo devolvió a la realidad. Con elcorazón en un puño, se giró y vio a Ario, quien, con la cara encendida, sedisculpó por señas. Gawen asintió, y sin decir palabra intentó mostrarle cómoatravesar la maraña de enebro sin hacer ruido. Hasta ese momento no habíareparado en lo mucho que había aprendido de la Dama de las Hadas. Elsentido común le dijo que unos minutos de instrucción poco podrían hacer conun muchachote de ciudad como su amigo, y que si los brigantes llegaban enmanada, los exploradores romanos los oirían mucho antes de verlos. Sinembargo, seguía pegando saltos cada vez que Ario hacía ruido.

Hasta entonces habían visto algunas huellas de cascos que llegabanhasta las ruinas humeantes de una granja. Aquél había sido sin duda un lugarpróspero; entre las cenizas hallaron fragmentos de vajilla de arcilla rojasamiana y cuentas sueltas. También había unos cuantos cadáveres, uno deellos decapitado. Al doblar una esquina, se estremecieron al encontrarse con lavidriosa mirada de una cabeza que estaba clavada a una puerta con una daga.Era evidente que el granjero había prosperado bajo el régimen romano y,consecuentemente, había sido tratado como un enemigo.

Ario tenía un aspecto verdoso. Estaba tan perturbado por la habilidad deGawen para interpretar la escena como por su torpeza. Pero los briganteshabían seguido adelante y eso era lo que debían hacer ellos. El enemigo sehabía alzado por primera vez cerca de Luguválium y estaba avanzando haciaEburácum siguiendo las limes. Si se dirigían hacia el sur, los exploradores quehabían sido enviados en la otra dirección darían la alarma.

Las órdenes de Bufo habían sido claras. Si Gawen y Ario no habían vistoal enemigo antes de media mañana, debían interpretar que los brigantes sedirigían hacia el este, siguiendo la ruta natural hacia Eburácum. Lo quenecesitaban en ese momento era un lugar elevado desde el cual pudieranverlos llegar y así poder avisar a los romanos que tomaban posiciones paradefender la ciudad. Gawen observó el terreno con mirada experta y se dirigióhacia la cima de la colina, a la cual algún antiguo tormento de la tierra habíadespojado de su manto. Los riscos sobresalían por el precipicio como huesosdesnudos.

Cuando alcanzaron los pinos de la cima, se secaron el sudor de la frente,pues el calor empezaba a apretar, y se dispusieron a buscar leña para hacerseñales de humo. Detrás de ellos, el valle de hierba constituía el paso naturalpara cualquiera que buscara los ricos territorios cercanos a la costa. Estabamuy tranquilo. Demasiado tranquilo, pensó Gawen al mirar el valle. Se le pusola piel de gallina. Tanto si los rebeldes continuaban con el asalto como sivolvían a sus casas, deberían pasar por allí. Puede que también tuvieranexploradores, pensó de pronto, y se escondió detrás de un árbol. A lo mejor enese mismo momento estaban riéndose mientras planeaban cómo apresar aesos romanos que se habían salido tan insensatamente de la seguridad de susmurallas.

Al otro lado, la tierra descendía velada por una bruma blanquecina. AGawen le recordaron las tierras que rodeaban a Avalón, que a veces tambiénquedaban ocultas por las nieblas, como si la isla estuviera separada delmundo. Las fronteras también podían ser así. Durante medio año había vividode lleno en el mundo de su padre; sin embargo, en aquel lugar, que nopertenecía ni a Britania ni a Roma, estaba cobrando conciencia de maneradesagradable de su lealtad cruzada, y se dijo si habría algún lugar que pudierallamar suyo.

—Me pregunto si el nuevo emperador intentará sofocar la rebelión. —Erala voz de Ario, que le llegaba por detrás—. Ese hispano, Adriano...

—Ningún emperador ha visitado Britania desde Claudio —respondióGawen observando aún los campos. ¿Aquello era una nube de polvo o unafogata que se extinguía? Se levantó, entrecerró los ojos y volvió a sentarse—.Los brigantes tendrían que montar una buena para merecer su atención...

—Eso es verdad. Los britanos no son capaces de coordinar nada; inclusocuando tuvieron un cabecilla, en la batalla del Monte Graupio, perdieron. Esefue el último alzamiento de las tribus.

—Eso mismo pensaba mi padre —comentó Gawen recordando el orgullocon el que su abuelo había hablado de la carrera militar de su hijo—. El estuvoallí.

—¡Nunca me lo habías contado! —exclamó Ario dándose la vuelta haciaél.

Gawen se encogió de hombros. Le costaba pensar en Gayo como supadre, aunque sólo tenía que recordar el retrato que Macelio guardaba en suestudio para saber que era cierto. En el Monte Graupio su padre había luchadocon valor. Gawen se preguntaba cómo actuaría él cuando llegara el momento.

—A menos que hayan encontrado un nuevo cabecilla del calibre deCalgaco, no creo que sean muy peligrosos —dijo en voz alta.

Ario suspiró.

—Seguro que todo habrá terminado en cuanto la Novena alcance a losbrigantes. Si a Adriano le llegan noticias, el enfrentamiento no pasará de unaescaramuza en la frontera. La batalla no tendrá ni nombre.

«Seguro», pensó Gawen. En los últimos tres meses se había familiarizadocon la disciplina y la fuerza del ejército romano. Además del valor individual, loshombres de las tribus necesitarían un milagro para resistir. Durante unmomento recordó el sueño de la Dama de los Cuervos, pero debían de habersido imaginaciones nocturnas. A la luz del día, la realidad eran los pasos dehierro de las legiones.

—Y después todos de vuelta a los campamentos —prosiguió Ario—. Y alos ejercicios... ¡Qué aburrimiento!

—«Crearon un desierto y lo llamaron paz» —citó Gawen despacio—. Eslo que dijo Tácito sobre la pacificación del norte tras la batalla del MonteGraupio. Después de aquello, podemos alegramos de estar aburridos.

—Estás inquieto por la espera —repuso Ario, sonriendo de repente—. Yotambién lo estoy.

Eso debía de ser. Sus dudas eran los pensamientos que cualquierhombre tiene antes de la batalla, eso era todo. Gawen consiguió reír, muycontento por un instante de que Ario estuviera con él, y continuóinspeccionando las colinas del norte.

Fue Ario el primero en avistar al enemigo. Llegó corriendo del matorral enel que se había escondido para aliviarse, moviendo los brazos con agitación.Gawen retrocedió hacia el pequeño pinar y vio una nube de polvo al oeste,donde el sol estaba poniéndose por las colinas, que resultó ser una masaandante de hombres y caballos.

El avance de los brigantes era lento a causa de los carros tirados porbueyes que cargaban con el botín. «Un fallo», pensó Gawen.

Una de las mayores ventajas de las tribus era la movilidad. Sin embargo,eran muchos más de los que esperaba, miles de ellos. Miró hacia el sur, dondela legión debería estar esperándolos, mientras calculaba el tiempo y ladistancia.

—Observaremos hasta que pase el grueso de las filas enemigas yentonces encenderemos el fuego.

—¿Y después qué? —preguntó Ario—. Si nos separamos de nuestrasfilas, nos perderemos lo mejor.

—Si esperamos, la batalla vendrá a nosotros.

Gawen no sabía si alegrarse o temer ese momento. Lo peligroso, pensó,sería el tiempo que transcurriría desde que encendieran el fuego hasta la

aparición del ejército romano, si es que habían llegado a su posición y visto laseñal.

El enemigo ya casi estaba debajo de ellos. Identificó a los brigantes porsu aspecto, aunque en la caravana reconoció asimismo a algunos de loshombres de las tribus más salvajes del norte. Ario los vio también y, arrugandola frente con severidad, sacó la yesca y el pedernal. Le costó varios intentosconseguir una chispa, pero pronto salió un hilillo de humo enroscado a layesca, el cual creció cuando le añadieron maleza, hasta que pronto se convirtióen una vigorosa llama. La cantidad adecuada de hierba verde volvió gris elhumo blanco; la columna osciló y después se consolidó, manchando el cielo.

¿La verían los romanos? Gawen se puso tenso mientras observaba. Unaluz destelló de repente en la ladera de una lejana colina. Reconoció los brillosplateados de las puntas de las lanzas y una llamarada de oro.

«El Águila...»

Sin decir palabra, señaló el estandarte romano y Ario asintió. Una sombraemborronada crecía debajo de ella, se hacía más profunda, se derramaba porla ladera, inexorable como la marea. Suavizado por la distancia, estalló elsonido de las trompetas, y la masa en movimiento se dividió en tres columnas,la central más lenta a medida que los flancos avanzaban por el terreno elevadoa cada lado.

Los brigantes también los habían visto. Durante un momento dudaron,pero después se oyeron los sonidos discordantes de sus cuernos de vaca. Unaola de movimiento sacudió la multitud de hombres cuando colocaron losescudos y apuntaron las lanzas. Gawen y Ario bajaron por el otro lado y,cuando el griterío se intensificó, se detuvieron a mirar a través de unosenebros.

La formación romana avanzaba con la regularidad despiadada de una desus máquinas de guerra, bloques de hombres que se movían en línea recta apaso uniforme, filas que se curvaban para proteger el centro. La carga célticalatía con la energía salvaje de un incendio natural, aullando contra el enemigo.

Los britanos podían intuir el plan romano, pero nadie, ni siquiera suspropios cabecillas, sabían lo que iban a hacer los guerreros celtas. Cuandoparecía que toda la fuerza de los brigantes iba a ser rodeada y aplastada porlos romanos, varias bandas de las tribus más salvajes se separaron sin aviso.

—¡Están huyendo! —exclamó Ario, pero Gawen no dijo nada.

No parecían presas del pánico, sino de la furia, y enseguida quedó claroque estaban virando para cargar contra el flanco romano, no para huir. Derepente, el terreno elevado que había permitido a los romanos llegar más alládel centro del enemigo, se convirtió en una desventaja, porque los jinetesceltas estaban aún más arriba que ellos. Gritando, lanzaron a sus ponis decascos firmes a toda velocidad colina abajo.

En ese terreno ninguna infantería habría podido ofrecer resistencia. Loslegionarios se esparcían y tropezaban entre sí o con los caballos cuandointentaban escapar. La confusión se extendió entre las filas. Desde arriba veíanla ordenada formación en desbandada, los flancos retrocedían hacia el centromientras que la fila central se enfrentaba a los guerreros brigantes que iban a

pie.

Los dos exploradores contemplaron el hervidero humano con expresiónde horror. Gawen recordó cuando le dio a una ardilla con una piedra y aquéllacayó en una colmena de abejas. En cuestión de segundos, el pobre animaldesapareció bajo hordas de atacantes. Por increíble que pareciera, era lo queestaba viendo en esos precisos momentos. Se estremecía a cada golpe. ¿Eramás horrible estar en el centro de la batalla, se preguntó, o allí, donde podíamorir un millar de veces?

Pero los romanos, mejor armados contra los aguijones de esos enemigos,no habían sido completamente arrollados. Muchos murieron donde estaban,pero los que pudieron hacerlo salieron corriendo. El comandante y su escoltase habían situado en una pequeña elevación. Las capas brillantes empezaron amoverse cuando la primera oleada de soldados en retirada los alcanzó.¿Podría Donato reunirlos?

Gawen nunca supo si el comandante lo intentó siquiera. Vio las capasrojas en retirada y, poco después, cómo eran engullidas por los britanos eimágenes fugaces de espadas ensangrentadas. El Águila de la Legión aguantópor encima del fragor durante unos pocos y desesperados instantes más, yluego cayó.

—Júpiter Fides —susurró Ario, con la cara del color del queso. PeroGawen, al ver la bandada de cuervos que sobrevolaba los campos, supo que ladeidad que dirigía la batalla no era ningún dios romano sino la Gran Reina, laDama de los Cuervos, Cathubodva.

—Vamos —murmuró—, ya no podemos ayudarlos.

Ario bajaba tambaleándose por el otro lado de la colina. Gawen, quetampoco se sentía demasiado firme, no podía permitirse sentir lástima por él.Tenía los sentidos alerta, pendientes de cualquier peligro, y cuando oyó, porencima del tumulto de la batalla, el repicar de metal contra la piedra, seescondió con Ario entre los helechos que había junto a un riachuelo y le indicócon un susurro que no hiciera ruido.

Se quedaron quietos como conejos cuando oyeron el ruido más cerca.Gawen pensó en la cabeza que habían visto en la granja. Los hombres de lastribus a veces usaban las cabezas como trofeos. Durante un momento tuvo lahorrible visión de su cabeza y la de Ario sonriendo desde una estaca en lapuerta de la cabaña de algún guerrero del norte. Le entraron náuseas y tragópor miedo a que lo oyeran si vomitaba.

Entonces vio entre los helechos piernas desnudas llenas de arañazos yoyó el canto de los hombres. Reían y cantaban celebrando la victoria. Gawenintentó entender las palabras.

Un movimiento convulsivo a su lado lo sobresaltó e hizo que mirara haciaarriba. Por encima de sus cabezas, los hombres de las tribus zarandeaban elÁguila de la Legión. Sintió que Ario se levantaba e intentó detenerlo, pero suamigo ya estaba de pie y había sacado el gladius. El destello del sol en elacero detuvo los cantos. Gawen se agachó, con la espada en la mano, cuandolos brigantes se echaron a reír. Se dio cuenta, alarmado, de que eran casi dosdocenas.

—¡Entregadme el Águila! —dijo Ario con la voz quebrada.

—¡Entrégame tu espada! —repuso el más alto—. Y puede que te dejemosvivir.

—Como esclavo de las mujeres —terció otro, un hombretón pelirrojo.

—¡Sí, se lo dejaremos a ellas para que se diviertan!

—Les van a encantar esos ricitos. A lo mejor es una muchacha de verdadque ha seguido a su hombre a la guerra.

De sus compañeros llegó una avalancha de comentarios lujuriosos enlengua britana a propósito de lo que las mujeres harían con él. Durante uninstante, Gawen, atrapado entre el miedo por su amigo y el que sentía por símismo, no pudo moverse. Después vio que se ponía en pie.

—Está loco —replicó Gawen en su lengua mientras cogía a Ario por latúnica para detenerlo—. Los dioses lo protegen.

—Todos estamos locos. —El jefe brigante lo miró con cautela, intentandoconciliar el acento britano con el uniforme romano—. Y los dioses nos han dadola victoria.

«Eso es cierto —pensó Gawen—, y yo, el más loco de todos.»

Pero no podía quedarse quieto presenciando cómo mataban a su amigo.Ese recuerdo lo habría vuelto loco de verdad.

—Los dioses de nuestra gente han sido bondadosos —respondió Gawentartamudeando— y no desean ver cómo deshonras a los dioses de tu enemigovencido. Este es uno de sus sacerdotes. Dale el Águila y déjalo marchar.

—¿Y quién eres tú para damos órdenes? —le preguntó el jefe mientras sele oscurecía el rostro.

—Yo soy hijo de Avalón —respondió Gawen—. ¡Y he visto a Cathubodvacabalgando el viento!

Los hombres de las tribus prorrumpieron en murmullos y, durante unmomento, Gawen tuvo esperanzas de salir de aquella situación. Pero acontinuación el pelirrojo escupió y levantó su lanza.

—¡Entonces eres un traidor y un loco al mismo tiempo!

Al verlo moverse, Ario se soltó de Gawen. Éste tardó un segundo más dela cuenta en retenerlo mientras su amigo cargaba, pero pudo ver, con unaclaridad atroz, el arco que la lanza del brigante dibujó en el cielo.

Una armadura la habría detenido, pero los exploradores sólo llevaban unagruesa túnica de camuflaje. Ario se tambaleó cuando la hoja le perforó elpecho, con los ojos abiertos por la sorpresa. Cuando su compañero estabacayendo, Gawen ya sabía que la herida era fatal. Ése fue el últimopensamiento coherente que tuvo durante algún tiempo. La cara de Cathubodvase alzó ante él y, gritando, se lanzó a la carga.

Sintió el impacto de su hoja contra la carne. Sin pensar, paró un golpe yse agachó bajo el brazo del hombre. De tan cerca como estaban, los celtas nopodían manejar sus largas espadas. Gawen clavaba la espada corta haciaarriba, mordiendo la carne, rasgando hasta el hueso. Las interminables horas

que había pasado con la espada durante la instrucción dirigían sus golpes,pero eran maldiciones druídicas lo que gritaba, y para sus enemigos eran másmortales que la espada.

Gawen sintió que el combate decaía y, enseguida, que ya no lo atacabanadie. Parpadeó, con la boca abierta, como un caballo desbocado.

Vio que los guerreros brigantes desaparecían por la colina. Había ochocuerpos esparcidos por el suelo. Cuando el espíritu que lo había poseído loabandonó, se tambaleó un poco y luego volvió la vista hacia Ario. Su amigoyacía inmóvil, con la mirada vacía y fija en el cielo. Pero cerca, donde la habíadejado uno de los brigantes, estaba el Águila de la Novena.

Gawen pensó que debía enterrar a su amigo. Debería levantarle untúmulo, como a un héroe, con sus enemigos alrededor y el Águila de la Legiónencima. Pero sabía que carecía de fuerzas, y tampoco habría ningunadiferencia. Ario seguiría muerto, como todos los demás. Para él, el Águila ya noera más que un motivo por el que matar.

«No pertenezco a este lugar», pensó, aturdido, y se le cayó la espada dela mano. Con dedos torpes desanudó las cintas de su túnica de cuero. Estabamejor sin el pesado uniforme, pero todavía apestaba a sangre. En el silencio, elsonido del agua del arroyo lo llamó. Fue hacia él y hundió la cara en el aguahelada de un pozo, se lavó los brazos y las piernas y volvió a beber. Para suasombro, muy poca sangre era suya. El agua hizo que se sintiera mejor, perolas manchas de sangre, la sangre de su propia gente, seguía en su alma.

«No he prestado juramento al emperador —pensó—. ¡No tengo por quéquedarme en el ejército para ser un carnicero!» ¿Lo mantendrían si volvía aEburácum? No lo sabía, y seguro que la vergüenza mataría a su abuelo. Erapreferible que el anciano lo creyera muerto a que pensara que el horror de labatalla lo había hecho huir. Lo que lo asustaba era convertirse en un asesino yver a hombres muertos en el suelo, no que lo mataran a él.

Al final se levantó. Entre los cuerpos, las alas doradas del Águila brillaronsiniestras a la luz del sol del atardecer.

—¡Por lo menos tú ya no destruirás a más hombres! —murmuró. Luego lacogió, la tiró al arroyo y las aguas del pozo se cerraron sobre su brillo comohabía hecho con el brillo de tantos tesoros que el pueblo de su madre habíaofrecido a los dioses.

Al otro lado del risco los hombres aún estarían luchado y muriendo, pero dondeél estaba no se oía nada. Gawen pensó en qué hacer. No podía volver con las legiones, y sus rasgos romanos lo convertirían en maldito entre las tribus. Sólo había un lugar en el que no les importaba si era romano o britano, únicamente importaba lo que había en su alma. De repente, con una intensidad dolorosa, deseó volver a casa, a Avalón.

66

El valle de Avalón estaba envuelto en la paz de la cosecha. La luz doradase filtraba a través de las hojas del manzano, brillaba en el humo aromático quesalía de la olla y prestaba una leve iluminación a los velos de las sacerdotisas yal pelo brillante de la muchacha que estaba sentada entre ellas. En la vasija deplata que tenía delante, el agua tembló con el roce de la respiración, despuésse quedó en calma. Caillean puso las manos sobre los hombros de Sianna;cuando la joven se adentró en el trance, notó que la tensión los abandonaba yasintió. Había esperado mucho tiempo ese día.

—Deja que se vaya, eso es —murmuró—. Inspira..., espira..., mira lasuperficie del agua.

Caillean sintió el parpadeo de su propia visión al aspirar la magia de lashierbas y miró rápidamente hacia otro lado para anclar su conciencia confirmeza en el presente.

Sianna suspiró y se inclinó hacia delante. Caillean la sostuvo. Estabaconvencida de que la muchacha reunía cualidades para la Visión, pero hastaque se convirtiera en sacerdotisa no era correcto utilizarla para ese fin.Después de que Gawen partiera, la muchacha se había quedado tan delgadaque Caillean le había prohibido practicar cualquier tipo de magia. Sólo en elúltimo mes había empezado a animarse. Para Caillean había sido un alivio. Lahija de la Reina de las Hadas era la más dotada de todas las muchachas quese habían educado allí y eso era, sin duda, debido a su herencia. La sumasacerdotisa había sido con ella más dura que con las otras, y no se habíaderrumbado. Ésa era, si tenía que haber alguna, la doncella capaz de aprendertoda la magia antigua y de utilizarla cuando ella ya no estuviera.

—El agua es un espejo —dijo Caillean suavemente— en el que podrásver cosas muy lejanas en la distancia y en el tiempo. Busca ahora la cima delTozal y dime lo que ves...

Sianna comenzó a respirar más profundamente. Caillean la siguió,relajando un poco el control sobre sí misma para compartir la visión sin perderel contacto con el mundo exterior.

—Veo... el anillo de piedras brillando al sol... El valle está debajo... Veo

dibujos..., caminos resplandecientes entre las islas, el brillante camino queviene desde Dumnonia y continúa hacia los mares del este...

Con los párpados semicerrados, Caillean observó el dibujo en lasuperficie de la colina, el bosque y los campos, y detrás de él, las brillanteslíneas de poder. Como esperaba, Sianna podía ver el mundo interior tan biencomo el exterior.

—Bien, muy bien... —empezó a decir, pero la joven continuó hablando.

—Sigo el camino brillante; hacia el norte lleva a Alba. Hay humo; lasfronteras están empapadas en sangre. Ha habido una batalla y los cuervos seceban con los cadáveres...

—Los romanos... —dejó escapar Caillean.

Cuando les llegó la noticia de la rebelión, los druidas accedieron aenviarles su poder, y las sacerdotisas, encendidas por el entusiasmo, estabanansiosas por unirse a ellos. Caillean recordó la oleada de júbilo que se produjoante la perspectiva de expulsar por fin a los odiados romanos, y después laduda: ¿era lícito utilizar de esa manera el poder de Avalón?

—Veo romanos y britanos, sus cuerpos enzarzados en la batalla. —Lavoz de Sianna se agitó.

—¿Quién ha ganado la batalla? —preguntó Caillean.

Habían enviado su poder; y habían oído que había tenido lugar unabatalla. Después nada. Si los romanos sabían lo que había ocurrido no habíanpermitido que las noticias llegaran muy lejos.

—Los cuervos se ceban con amigos y enemigos. Hay hogares en ruinas,bandas de fugitivos merodean por la tierra.

La suma sacerdotisa se irguió frunciendo el entrecejo. Si los rebeldeshabían sido vencidos con facilidad, Roma juzgaría esos disturbios como unsimple altercado. En cambio, si los hombres de las tribus destruían la fuerzaromana al completo, el Imperio tal vez abandonara Britania. Pero semejantedesastre los enfurecería.

—¿Gawen, dónde estás? —susurró Sianna, agitándose.

Caillean se puso rígida. Ella tenía algunos contactos en Deva y sabía queel muchacho había ido a buscar a su abuelo y que había sido enviado a laNovena Legión, en Eburácum. Desde entonces temía que Gawen hubieraparticipado en la batalla. Pero ¿cómo podía saberlo la muchacha? No habíapretendido que Sianna lo buscara, mas conocía la fuerza que los unía y nopudo evitar aprovecharse de la oportunidad para averiguar lo que también elladeseaba saber desesperadamente.

—Deja que tu visión se expanda —dijo con suavidad—. Que tu corazón telleve adonde debes ir.

Sianna se quedó aún más quieta, con los ojos fijos en el remolino de luz.

—Está huyendo... —dijo por fin—, intenta encontrar el camino de vuelta acasa. Pero el territorio está lleno de enemigos. ¡Señora, utilizad vuestra magiapara protegerlo!

—No puedo —repuso Caillean—. Mi fuerza sólo puede cuidar de estevalle. Tenemos que rezar a los dioses.

—Si no podéis ayudarlo, entonces sólo hay una que lo pueda hacer, unaque tiene casi tanto poder como la Diosa. —Sianna se irguió con unestremecimiento, y la superficie del agua quedó en blanco abruptamente—.¡Madre! —gritó—. ¡Vuestro hijo está en peligro! ¡Madre, lo amo! ¡Devolved aGawen a casa!

Gawen se puso tenso y afinó el oído cuando un susurro se coló por elbrezal. Se oía cada vez más cerca. Sintió una brisa fría en la mejilla y volvió atranquilizarse. Sólo era el viento, que estaba levantándose como ocurríasiempre al atardecer. Sólo el viento, esa vez. En los tres días que habíanpasado desde la batalla, le parecía que no había hecho otra cosa que correr yesconderse. Las bandas de brigantes y las unidades desorganizadas delegionarios suponían para él el mismo peligro, y cualquier pastor podíatraicionarlo. Sobrevivía tendiendo pequeñas trampas y robando a los granjeros,pero el clima estaba volviéndose frío.

En el norte era uno de los muchos que habían abandonado la batalla.Pero en el sur era evidentemente un fugitivo. Técnicamente no era un desertor,pero los romanos, escaldados por la derrota, buscarían chivos expiatorios.

Se estremeció y se abrigó con la capa. ¿Adónde podía ir? ¿Había algúnsitio, incluido Avalón, donde un hombre de linajes contrapuestos se sintiera encasa? Contempló la última luz que se extinguía en el horizonte y sintió que laesperanza se le moría en el alma.

Esa noche soñó con Avalón. También allí era de noche. Las doncellasbailaban en el Tozal y se movían entre las piedras. Había más de las querecordaba; buscó la melena brillante de Sianna. Entre sombras y luz de luna,las figuras tejían su dibujo sobre el suelo, y a medida que se movían, la hierbadel Tozal parecía brillar en respuesta, como si su danza despertara un poderque dormía dentro de la colina.

«¡Sianna!», gritó, sabiendo que ella no podía oírlo. Aun así, cuando elnombre abandonó sus labios, una de las figuras se detuvo, se volvió y extendiólos brazos. Era la joven; reconoció la ágil elegancia de su cuerpo, la inclinaciónde la cabeza, el brillo de su pelo. Y detrás de ella, como una sombra, vio lafigura de su madre, la Reina de las Hadas. La sombra creció hasta convertirseen una puerta que daba paso a la oscuridad. Se encogió, temiendo que fuera aengullirlo, y un sentido más profundo que el oído percibió sus palabras: «Elcamino hacia todo lo que amas pasa por mí...»

Gawen se despertó al alba, frío y rígido, pero, curiosamente, algo másesperanzado. Aplacó el hambre con una liebre joven que había caído en unade sus trampas. Era mediodía cuando se aventuró a bajar al valle para beberde un arroyuelo y se le volvió a torcer la suerte. Tendría que haberse ido encuanto sació la sed, pero la tarde era cálida y estaba muy cansado. Se apoyóen un sauce y cerró los ojos.

De repente lo despertó un sonido que no era el viento entre los árboles ni

el borboteo del arroyuelo. Oyó voces de hombres y el sonido de sandaliasclaveteadas; de hecho, ya podía verlos entre la pantalla de hojas. ¡Soldadosromanos!, y no los rezagados que había ido encontrándose por el camino: esoera un destacamento regular bajo el mando de un centurión.

Reconocerían su túnica de legionario, pensó, al tiempo que buscabainstintivamente un lugar en el que esconderse. Detrás de él había una colinacubierta de árboles. Agachado, se dirigió hacia allí, apartando las ramas delsauce. Estaba ya al pie de la colina cuando lo vieron.

—¡Alto!

Durante un segundo la autoridad de la voz lo detuvo, pero enseguidaechó a correr de nuevo y un pilum pasó rozándole y acabó dando en unapiedra. Gawen lo recogió del suelo e instintivamente lo devolvió. Oyó unamaldición y prosiguió, dándose cuenta demasiado tarde de que, si antes notenían intención de seguirlo, ahora sí la tendrían.

Ya empezaba a pensar que podría huir cuando la ladera terminóabruptamente en un acantilado. Se quedó tambaleándose en un saliente, entrelas rocas afiladas del fondo del precipicio y las armas de sus perseguidores.Mejor morir luchando, pensó desesperadamente, que volver encadenado comodesertor.

Gawen ya podía ver las caras, rojas por el esfuerzo, pero con unadeterminación terrible. Sacó su espada, arrepintiéndose de haber devuelto lalanza. Entonces alguien lo llamó por su nombre.

Se puso rígido. A los legionarios, aunque hubieran sabido quién era, noles quedaba aliento para llamarlo. Debía de ser el torrente de sangre en losoídos que lo engañaba, o el viento entre las piedras.

«¡Gawen, ven a mí! —Era la voz de una mujer. Involuntariamente, diomedia vuelta y una sombra cubrió las profundidades del desfiladero haciéndoloaún más profundo—. Recuerda, el camino seguro es a través de mí...»

«La desesperación me ha vuelto loco», pensó, pero en ese momento leparecía ver unos ojos oscuros y luminosos en un rostro anguloso enmarcadopor una melena negra. De pronto, el miedo lo abandonó, y cuando el primerode los legionarios llegó al saliente donde estaba, Gawen le sonrió y saltó alvacío.

A los romanos les pareció que había caído en la oscuridad. Entonces selevantó un viento helado, como el hálito del invierno en sus almas, y ni siquierael más valiente quiso buscar el cuerpo del hombre que perseguían. Si era unenemigo, ya estaba muerto, y si era un amigo, estaba loco. Descendieron porla colina, sin ganas de comentar lo que habían visto, y cuando alcanzaron alresto de la tropa, el incidente ya se había escondido en la parte del alma en laque se guardan las pesadillas. El centurión ni siquiera pensó en incluirlo en elinforme.

Sin duda, tenían otros asuntos más urgentes de los que preocuparse. Losrestos de la desmembrada Novena Legión estaban volviendo lentamente a

Eburácum, donde la Sexta, que había sido enviada desde Deva, los recibía conun desdén apenas disimulado. El nuevo emperador Adriano estaba furioso. Secomentaba que pensaba ir él mismo en persona a Britania para hacerse cargode la situación. Los supervivientes de la Novena iban a ser transferidos a otrasunidades de cualquier parte del Imperio. No era de extrañar que respondieran acualquier pregunta con un silencio sombrío.

Sólo el centurión Rufino, que se había preocupado por los reclutas queestaban a su mando, tuvo unas palabras para los caballeros que habíanllegado desde Deva. Sí, desde luego que se acordaba del joven Macelio. Elmuchacho había sido enviado como explorador y podría no haber participadoen la gran batalla. Pero nadie lo había visto desde entonces.

Después, la Sexta marchó hacia el norte para empezar la larga y arduatarea de volver a pacificar esa zona, y el anciano Macelio regresó a Devapreguntándose por el destino del muchacho a quien había aprendido a quereren tan sólo unos meses.

Aquel año el invierno había sido frío y húmedo. Las tormentas tronabanen el norte, y las fuertes lluvias convirtieron el valle de Avalón en un mar grisque hizo de sus colinas auténticas islas en las que las gentes se resguardabany oraban por la llegada de la primavera.

En la mañana del equinoccio, Caillean se despertó temblando. Estabaenvuelta en mantas de lana y el colchón de paja en el que dormía estabacubierto con pieles de oveja, pero el frío húmedo del invierno se había metidoen todas partes, incluidos sus huesos. Desde que su sangre lunar había dejadode fluir, se sentía saludable y vigorosa, pero aquella mañana, recordando cómole habían dolido las articulaciones durante todo el invierno, se sintió vieja. Elcorazón se le desbocó por el pánico. ¡No se podía permitir envejecer! Avalónestaba prosperando, incluso tras una estación como aquélla, pero había muypocas sacerdotisas con las que podía contar. ¡Avalón no sobreviviría si elladesaparecía!

Respiró profundamente para tranquilizar su corazón y relajar losmúsculos. «¿Eres sacerdotisa? ¿Qué ha pasado con tu fe? —Caillean sonrió aldarse cuenta de que estaba reprendiéndose como lo habría hecho con una delas doncellas—. ¿Ya no confías en la capacidad de la Diosa para cuidar de Símisma?»

Ese pensamiento la calmó, pero su experiencia le decía que la Diosa solíaestar más dispuesta a ayudar a los que se ayudaban a sí mismos. Seguíasiendo su misión preparar a una sucesora. Sin Gawen, la sangre sagrada por laque Eilan había dado la vida se había perdido; pero precisamente por esoAvalón cobraba más sentido, para preservar su obra y sus enseñanzas, pararesistir.

«Sianna... —pensó entonces—. Es ella quien debe sucederme.»

La muchacha ya había hecho los votos, pero en la fiesta de Beltane habíacaído enferma y no había ido a las hogueras. Después se había convertido enguardiana del pozo, pero eso podía hacerlo cualquiera de las jóvenes. A

algunas de las sacerdotisas que habían conocido la castidad obligatoria de laCasa del Bosque les había resultado difícil entender el valor que tenía quesacerdotes y sacerdotisas yacieran juntos. Quienes celebraban el ritual nohacían el amor por su propio placer, al menos no del todo, sino comorepresentantes de las poderosas fuerzas masculinas y femeninas que loshombres llaman dioses. La futura suma sacerdotisa de Avalón debía hacer esaofrenda.

«Este año no aceptaré excusas. Debe culminar su consagración yentregarse al dios.»

Alguien llamó a la puerta y ella se incorporó, estremeciéndose por el frío.

—¡Señora! —Era la voz de Lunet, que estaba casi sin aliento por laemoción—. Caminante de las Aguas está acercándose al embarcadero.Alguien viene con él. ¡Parece Gawen! ¡Señora, debéis venir!

Pero Caillean ya se había puesto en movimiento, se había calzado lasbotas de piel de oveja y estaba poniéndose su cálida capa. Cuando abrió lapuerta, la deslumbró el brillo del día, y el aire, tan frío sólo un momento antes,era en ese momento tan estimulante como el vino.

Se encontraron en el camino. Abajo, Caminante de las Aguas ya sealejaba en su barca de la orilla. Lunet y el resto de las sacerdotisas, despiertaspor los gritos de su compañera, se quedaron atrás, mirando a Gawen como sihubiera regresado de entre los muertos.

Caillean lo examinó y comprendió su incertidumbre. Gawen habíacambiado. Era más alto y más delgado, pero su enorme estructura estabarevestida de duro músculo, y la cara huesuda que le devolvió la mirada era sinduda la de un hombre. Sin embargo, el asombro le inundaba los ojos.

Caillean sacudió la cabeza y les indicó a las sacerdotisas con un gestoque se marcharan.

—No seáis tontas, esto no es Samhain, cuando vuelven los muertos; noes ningún fantasma, sino un hombre vivo. Si no se os ocurre nada mejor, hacedel favor de traerle algo caliente para beber y ropa seca. ¡Vamos, vamos!

Gawen se detuvo a mirar a su alrededor y Caillean lo llamó con dulzura.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él, mirándola por fin—. Hay mucha agua,pero yo no he visto lluvia. ¿Y cómo es que las ramas están llenas de brotes sihace muy poco estaban perdiendo las hojas?

—Es el equinoccio —dijo ella sin entenderlo.

Asintió.

—Sí, la batalla fue hace una luna, y después estuve vagando unoscuantos días...

—Gawen... —lo interrumpió—, la gran batalla del norte tuvo lugar durantela última cosecha, ¡hace medio año!

El joven se tambaleó, y por un instante Caillean pensó que iba a caerse.

—¿Más de seis lunas? Pero ¡si sólo han pasado seis días desde que merescató la Dama de las Hadas!

Caillean lo cogió del brazo, empezando a comprender lo que habíapasado.

—El tiempo es diferente en el Otromundo. Sabíamos que te encontrabasen peligro, pero nada más. Veo que debemos darle las gracias a la Dama delas Hadas por haberte salvado. No te quejes, te has perdido un invierno que hasido de los duros. Pero ¡ahora ya estás en casa, y debemos decidir qué vamosa hacer contigo!

Gawen todavía estaba temblando, pero suspiró y consiguió sonreír.

—En casa... Después de la batalla comprendí que mi lugar no estaba entierras romanas ni britanas, sólo aquí, en esta isla que no se encuentrarealmente en el mundo de los hombres.

—No te obligaré a nada —dijo Caillean con cuidado, evitando mostrar suemoción. ¡Menudo jefe de druidas sería!—. Pero si no has jurado otros votos, laposibilidad de dedicarte a lo que te ibas a entregar antes de que nos dejarassigue abierta para ti.

—En una semana más habría jurado fidelidad al emperador, pero llegaronlos brigantes y nos enviaron a la batalla sin haber jurado —respondió Gawen—.El hermano Paulus va a ponerse azul. —Entonces sonrió de repente—. Me lohe encontrado cuando subía por la colina y me ha suplicado que me una a sushermanos. Yo me he negado y él se ha puesto a gritar. ¿Qué les ha pasado alos nazarenos desde que murió el padre José? ¡Paulus parece más loco aúnque antes!

—Ahora es el padre Paulus. Lo han elegido como su líder espiritual, yparece decidido a convertirlos a todos en fanáticos. Es una pena, después dehaber vivido en paz con ellos durante tantos años, pero no quiere tener nadaque ver con una comunidad dirigida por una mujer. Hace muchas lunas queninguno de nosotros habla con ellos. Pero a él no le importa. Eres tú el que hade decidir qué hará ahora.

Gawen asintió.

—Al parecer he pasado seis lunas pensando en el Otromundo, aunque eltiempo a mí me ha parecido muy corto. Estoy preparado... —se detuvo paramirar a su alrededor, primero las estropeadas cabañas y después el Tozalcoronado de piedras— para enfrentarme al destino que los dioses me deparen.

Caillean parpadeó. Por un momento lo había visto brillar como un rey,envuelto en oro, ¿o era fuego?

—Tu destino puede que sea más grande de lo que crees... —dijo con unavoz que no era la suya.

Y al instante la visión pasó. Lo miró para ver su reacción, pero él tenía losojos puestos detrás de ella, y de su rostro había desaparecido el cansancio. ACaillean no le hacía falta darse la vuelta para saber que Sianna estaba allí.

La luna creciente estaba poniéndose en el horizonte. A través de laentrada de la cabaña en la que lo habían alojado, Gawen podía ver la frágil hoz

rozar el límite de la colina. Pobre luna pequeña, que corría hasta su cama; enbreves instantes lo dejaría en la oscuridad. Cambió de posición, incómodo unavez más. Era la noche anterior a la víspera de Beltane. Llevaba allí desde quese había puesto el sol, cuando la luna ya estaba alta. Era un momento demeditación para él, le habían dicho, para preparar su alma. Se sentía tanincómodo como en las largas horas en que él y Ario esperaron a que empezarala batalla entre romanos y brigantes.

Nada, excepto su propia voluntad, lo retenía allí. Habría sido fácilescaparse en la oscuridad. Las gentes de Avalón no lo rechazarían sicambiaba de opinión; una y otra vez le habían preguntado si buscaba lainiciación por su propia voluntad. Pero si se negaba y se quedaba, siemprevería decepción en la mirada de Caillean, y en cuanto a Sianna, para reclamarsu amor debería pasar por mucho más aún de lo que lo aguardaba en esemomento.

Volvió a mirar afuera. La luna había desaparecido. Una mirada a laposición de las estrellas le bastó para saber que se acercaba la medianoche.«Pronto vendrán y yo estaré esperándolos. ¿Por qué?» ¿Era sólo su deseo porSianna lo que lo retenía, o un impulso del alma más profundo?

Gawen ya había intentado huir y sabía que no podía evadirse de sunaturaleza dividida. Ahora le parecía que elegir algo a lo que servir yentregarse a ello por completo era la única manera de mantener la unidad.

Oyó algo fuera; miró y vio que las estrellas habían cambiado de posición.Los druidas, vestidos con hábitos blancos, fantasmales a la luz de las estrellas,estaban reuniéndose.

—Gawen, hijo de Eilan, te llamo ahora, en la hora de la medianoche.¿Sigue siendo tu deseo ser admitido en los misterios sagrados?

La voz era la de Brannos, y a Gawen le reconfortó el corazón. El ancianoparecía tan viejo como las colinas y tenía los dedos tan retorcidos por laartrosis que ya no podía tocar el arpa; sin embargo, cuando se le necesitaba,aún podía hacer uso de su poder de sacerdote en los rituales.

—Así es. —Su propia voz le sonó ronca.

—Entonces, ven, y que empiecen las pruebas.

Lo condujeron, aún en la noche, al pozo sagrado. Había algo diferente enel sonido del agua. Al mirar abajo, Gawen reparó en que la corriente había sidodesviada y vio unos escalones que conducían al hueco del pozo y al nicho quehabía a un lado.

—Para renacer en espíritu, antes debes ser purificado —dijo Brannos—.Baja al pozo.

Temblando, Gawen se despojó del hábito y bajó con dificultad. Tuarim,que había hecho sus votos el año anterior, lo siguió. Se sobresaltó cuando eljoven se arrodilló y le ajustó unos grilletes de hierro a los tobillos. Ya le habíanavisado, y sabía que podía librarse en cualquier momento si le fallaba el valor;sin embargo, el frío peso del metal sobre su carne lo llenó de un miedoinesperado. Aun así, no dijo nada cuando oyó que la corriente de agua volvía allenar el pozo.

El agua subió con rapidez. Estaba terriblemente fría y durante ciertotiempo no pudo pensar en otra cosa. Pero todos los sacerdotes, a los quehabía recordado con sorna cuando hacía el servicio militar, habían pasado poreso, y él no iba a escaparse. Intentó distraerse preguntándose si la reliquiasagrada de la que había hablado el padre José seguiría allí o si Caillean lahabría guardado en un lugar seguro. Si lo intentaba, pensaba que podría sentiralgo, un eco de alegría bajo el dolor, pero el nivel del agua aumentaba.

Cuando el agua le había alcanzado el pecho, Gawen apenas sentía laparte inferior del cuerpo. Se preguntó si sus músculos lo obedecerían paraescapar si lo intentaba. ¿Había sido sólo un truco para conducirlo a la muertesin protestar? «¡Acuérdate —se dijo a sí mismo—. ¡Acuérdate de lo que teenseñó Caillean! ¡Invoca el fuego interior!»

El agua fría le abrazaba el cuello; los dientes le temblaban.Desesperadamente, buscó el recuerdo de una llama: una chispa en laoscuridad de la mente que prendió en el momento en que tomaba aire y queexplotó por todas sus venas. ¡Luz! Se negó a ver nada más que esa radiación.Entonces, durante un momento, le pareció ver un revuelo de sombras partidopor un rayo que dividía la luz de la oscuridad y que en una reacción en cadenaenvió orden y sentido al mundo.

La conciencia de su cuerpo retomó, pero a un nuevo nivel. Gawendescubrió que podía ver, pues con la radiación que emitía iluminaba laoscuridad que lo rodeaba. Ya no tenía frío; de un instante a otro, pensó, sucalor interior convertiría el agua en calor. Cuando ésta le tocó los labios él serió.

En ese momento el nivel de agua empezó a bajar. Al pozo no le costómucho vaciarse, pues habían bloqueado la entrada y las salidas de aguaestaban abiertas. Gawen apenas se daba cuenta de nada. ¡Sólo veía luz! Esenuevo conocimiento era lo único en que podía pensar.

Habían encendido una enorme hoguera debajo del pozo; si hubierafallado, tal vez eso lo habría calentado. Le dijeron que debería atravesarla paracontinuar, y Gawen volvió a reírse. Era fuego, ¿por qué habría de temer lallama? Desnudo como estaba, caminó sobre los carbones, y aunque el calorsecó el agua de su cuerpo, no se le quemó ni un dedo.

Brannos lo esperaba al otro lado.

—Has pasado por el agua y por el fuego, dos de los elementos que, comonos enseñaron los antiguos sabios, conforman el mundo. Quedan la tierra y elaire. Para completar tus pruebas tendrás que subir hasta la cumbre del Tozal...si puedes...

Mientras el viejo hablaba, los otros habían llevado botes de arcilla en losque ardían hierbas y los habían colocado a su alrededor. El humo subía, lehacía toser y dejaba un dulce aroma; reconoció el olor agridulce de las hierbasque utilizaban para las visiones, aunque nunca lo había percibido tanconcentrado. Respiró involuntariamente, tosió y se obligó a respirar otra vez,tambaleándose por la oleada de vértigo que le sobrevino.

«Acéptalo, súbete a él», recordó de las viejas lecciones. El humo podíaser una gran ayuda para separar la mente del cuerpo, pero sin autocontrol el

espíritu podía perderse en pesadillas.

Sin embargo, él, que había llegado al humo lleno de fuego sagrado, nonecesitaba ninguna ayuda para trascender la conciencia ordinaria. A cadabocanada de aire sentía que el humo lo empujaba más allá de su yo; miró a losdruidas y los vio envueltos en un halo de luz.

—Sube la colina sagrada y recibe la bendición de los dioses... —dijo lavoz de Brannos, que resonaba en los dos mundos.

Gawen parpadeó en la falda de la ladera que tenía delante. Tendría queser fácil, incluso cuando su espíritu estuviera volando. En siete años habíasubido al Tozal tantas veces que sus pies ya debían conocer el camino. Dio unpaso y sintió que se hundía en la tierra. Otro paso: era como atravesar aguasprofundas. Miró delante de él; lo que había pensado que era la luz de unahoguera entre la niebla se le antojaba en ese momento un brillo que procedíade la tierra misma. La colina tenía la transparencia luminosa del cristal romano,y la piedra que marcaba el inicio del camino se había convertido en unacolumna de fuego.

Era como la luz que había visto saliendo de su propio cuerpo, como lasauras de los druidas. «¡No soy sólo yo! —supo entonces—. ¡Todo está hechode luz!»

Pero lo que le reveló esa iluminación no tenía el mismo aspecto a la luzdel día. Ahora estaba claro que el laberíntico camino que conocía tan bien noiba bordeando la ladera, sino que se dirigía hacia dentro del Tozal. Tuvo unmomento de miedo, pues ¿qué pasaría si la visión lo abandonaba y sequedaba atrapado bajo la tierra? Pero esa nueva idea le resultó tan interesanteque no pudo resistirse al deseo de conocer lo que había debajo de la colinasagrada.

Gawen respiró profundamente, y esa vez el humo, en lugar dedesorientarlo, afinó su visión. El camino estaba claro. Empezó a andar por élcon decisión.

Desde el punto más occidental del Tozal el pasaje se internaba hacia elcentro de la colina. Descubrió que estaba desplazándose a lo largo de unalarga curva por algún medio transparente que resistía como el agua y producíaun cosquilleo como el del fuego, pero que no era ni una cosa ni la otra. Sintió—lo notó en el tramo final de la curva, cuando empezaba la segunda vuelta—como si la materia de su cuerpo se hubiera vuelto menos sólida; fluía, más queavanzaba, a través de la tierra, y sólo asido a su cuerpo de luz podía conservarsu identidad.

Estaba acercándose al punto de entrada, pero ahora, más que subir enespiral, el camino daba la vuelta sobre sí mismo. Volvió a recorrer lacircunferencia de la colina. La curva era más larga y notó que se alejaba delcentro. Algo lo arrastró hacia fuera, tan cerca de la superficie que podía ver elmundo exterior como a través de una bruma de cristal. Volvió a dar unascuantas vueltas más en un sentido y en el contrario, y por fin el camino pareciódirigirse de nuevo hacia el interior.

En ese momento estaba en un lugar muy profundo. La energía salía delcorazón de la colina con tanta fuerza que casi no podía soportarla. Se esforzó

por continuar, y sintió que su ser extático se desintegraba cuando tocó lasbarreras. «El camino está cerrado —le dijo una voz desde muy dentro—, aúnno has completado tu transformación.»

Gawen se retiró y se dio cuenta de que lo único que podía hacer era salir,pero el dolor de separarse del centro era más de lo que podía soportar. Elsiguiente giro en el laberinto era más pequeño que los demás, y después de unbrusco recodo en el camino se tambaleó cuando la corriente de energía quefluía a través del Tozal lo cogió y lo arrastró hacia el corazón de la colina.

Desde algún lugar más allá de los círculos del mundo, llegó una voz:

—El Pendragón camina por el Sendero del Dragón...

Era como el centelleo del sol en las ramas de un árbol enfundadas en unacapa de hielo, como un tronar de trompetas; un brillo de notas de todas lasarpas del mundo; era una bendición y era belleza. Él era la Cabeza del Dragóny flotaba en el punto incandescente que ocupaba el centro del mundo.

Tras una eternidad, más allá del tiempo, le pareció que alguien lo llamabapor su nombre terrestre.

—Gawen... —La llamada era débil en la distancia, la voz de una mujerque creía conocer—. ¡Gawen, hijo de Eilan, vuelve a nosotros! ¡Regresa de lacueva de cristal!

¿Por qué debería hacerlo, se preguntó, si allí terminaban todos losdeseos?

«¿Podría?», reflexionó, inmerso en el resplandor de belleza que no teníani principio ni fin.

Pero la voz insistía; a veces se separaba en tres voces, para despuésvolver a unirse en un único llanto. No podía ignorarla. Le llegaban imágenes deuna belleza menos perfecta pero más real. Recordó el sabor de la manzana,sus músculos, cuando corría, y la sencilla y humana dulzura de la mano de unamuchacha.

Y con ese recuerdo llegó su rostro. «Sianna... Tengo que volver a ella»,pensó cuando llegaba a la radiación. Pero no podía irse si no veía adonde.

«Es una prueba de Aire —le llegó otro recuerdo—. Debes pronunciar laPalabra de Poder.»

Pero no le habían dicho cuál era esa palabra.

Breves fragmentos de leyendas antiguas pasaron por su mente, historiasque le había contado Brannos, pedazos de relatos de los bardos. «Losnombres eran mágicos —recordó—, pero antes de que nombres a nadie debesprimero nombrarte a ti mismo.»

—Soy el hijo de Eilan, hija de Bendeigid... —susurró, y luego añadió concierta reticencia—: Soy el hijo de Gayo Macelio Severo. —Había una sensaciónpremonitoria en la presencia que lo rodeaba—. Soy un bardo, un guerrero y undruida que conoce la magia. Soy hijo de una isla sagrada. —¿Qué más podíadecir?—. Soy britano y soy romano y... —Le llegó otro recuerdo—: Soy hijo deCien Reyes...

Eso pareció surtir efecto, porque la radiación parpadeó y por un momento

vio el camino. Pero seguía sin poder moverse. Emitió un quejido mientrassondeaba su mente en busca de otro nombre. ¿Quién era? ¿Quién era él allí?

—Soy Gawen —dijo, y al recordar la fuerza que lo había empujado haciael interior, añadió—, el Pendragón...

Nada más pronunciar esa palabra, sintió que una fuerza más allá de sucomprensión lo lanzaba a través de un túnel de luz hacia la cima del Tozal y lodepositaba en la suave hierba del círculo de piedras.

Durante unos instantes, Gawen se quedó jadeando. Le zumbaban losoídos; gradualmente fue cobrando conciencia de que, en algún lugar en ladistancia, los pájaros empezaban a dar la bienvenida al nuevo día con susprimeros cantos. La hierba estaba húmeda. Tenía dedos... Estrujó la hierba,sintiendo su fuerza, y aspiró el rico aroma de la tierra húmeda. Reparó,sintiendo una punzada de dolor por la pérdida, en que volvía a ser sólo unhumano.

Parecía que a su alrededor había mucha gente. Se irguió, frotándose losojos, y se dio cuenta de que no todo había vuelto a la normalidad, porque, apesar de que el sol aún no se había levantado, todas las personas que veíaestaban envueltas en luz. Las que más brillaban eran las tres que teníadelante, tres mujeres, vestidas con el velo y los ornamentos de la diosa en elpecho y la frente.

—Gawen, hijo de Eilan, te he llamado a este círculo sagrado...

Hablaban las tres al unísono y notó que se le erizaba el vello del cuello yde los brazos. Consiguió ponerse en pie, y se avergonzó durante un instante deestar desnudo. Pero ante ellas, o ante Ella, habría estado desnudo aunquellevara ropa.

—Señora —dijo con voz ronca—, aquí me tienes.

—Has pasado las pruebas que los druidas te han puesto y has soportadola terrible experiencia. ¿Estás preparado para hacer tus votos?

Gawen consiguió emitir un gemido de asentimiento y una de las figuras sele adelantó. Entonces parecía más alta que las otras, y más delgada, aunquehacía un momento las tres eran iguales. Por encima del velo blanco llevabauna corona de espino en forma de estrella.

—Soy la Doncella, siempre virgen, la santa Novia... —Su voz era dulce,suave.

Gawen intentó adivinar sus rasgos bajo el velo. Estaba seguro de que eraSianna, a la que amaba, pero su cara y su figura cambiaban constantemente. Aveces, el amor que sentía hacia ella era paternal, otras, el cariño fiero de unhermano, y otras, el del amante que anhelaba ser. Sólo una cosa tenía clara:ya había amado a la muchacha muchas veces y de muchas formas.

—Soy todos los principios —prosiguió—. Soy la renovación del alma. Soyla Verdad, que no puede ser mancillada ni comprometida. ¿Juras queintentarás siempre que todo lo bueno nazca? Gawen, ¿lo juras?

El tomó una profunda bocanada del dulce aire de la mañana y contestó:

—Lo juro.

La figura se le acercó y se levantó el velo. Cuando Gawen se agachó parabesarla en los labios, vio que era Sianna, Sianna y algo más, cuyo tacto eracomo el fuego. Después se apartó de él. Temblando, Gawen se irguió cuandola figura del medio se le acercó. Una corona de espigas ceñía su velo carmesí.¿A quién, se preguntó, habrían escogido para representar ese papel en elritual? A veces parecía pequeña, a veces enorme, una figura descomunal cuyotrono era el mundo entero.

—Yo soy la Madre, siempre fértil, Señora de la Tierra. Soy el crecimiento yla fuerza, el alimento de todo lo que vive. Me transformo, pero nunca muero.¿Servirás a la causa de la Vida, Gawen? ¿Lo juras?

¡Claro que reconocía la voz! Gawen miró a través del velo y se estremecióal ver el destello de sus ojos oscuros. Reconoció, con un sentido que no era lavista, a la Dama de las Hadas, que lo había rescatado.

—Sois la Puerta hacia todo lo que deseo —dijo Gawen en voz baja—. Noos entiendo, pero os serviré.

Ella se rió.

—¿Entiende la semilla el poder que la hace emerger de la oscuridad a laluz del día, o el niño la fuerza que lo empuja de la seguridad del útero haciafuera? Lo único que te pido es la voluntad de hacerlo...

Ella abrió los brazos y él se precipitó hacia ellos. Siempre había habidoentre ambos una distancia insalvable. Ahora, sin embargo, la dulzura del pechoen el que estaba apoyado le daba la bienvenida de un modo que lo hizo llorar.Se sintió como un niño pequeño al que su madre acuna entre sus brazos y lecanta una nana antigua. Lo abrazaba su auténtica madre. Un recuerdo quehabía reprimido desde la infancia le llevaba de nuevo la blanca piel y el pelobrillante, y por primera vez en su vida consciente supo que ella lo quería...

Después volvió a estar de pie frente a la Diosa, y Su tercera forma semovió dolorosamente hasta donde estaba él. La corona que llevaba sobre lacabeza era de huesos.

—Yo soy la Vieja —dijo con dureza—. La Antigua, la Señora de laSabiduría. Lo he visto todo, lo he soportado todo, lo he dado todo. Soy laMuerte, Gawen, sin la que nada puede volver a transformarse. ¿Me prestarásjuramento?

«Conozco a la Muerte», pensó Gawen recordando las miradas vacías yacusadoras de los hombres que había matado. La muerte tumba a los hombrescomo un segador las espigas. «¿Qué bien puede provenir de eso?», sepreguntó, pero se acordó de las gavillas de grano en los campos.

—Si ha de ser así —prosiguió lentamente—, también serviré a la muerte.

—Abrázame... —dijo la vieja cuando él se quedó mirando.

Nada en la figura encorvada lo atraía, mas lo había jurado, y se obligó amover hacia ella unos pies que sentía de plomo y a aguantar la contemplaciónde los velos negros y de los brazos huesudos que se cerraban a su alrededor.

Luego no sintió nada, sólo flotaba en una oscuridad en la que empezó aver estrellas. Se sentía en el vacío. Delante de él distinguió entonces a unamujer con unos ojos de una belleza fascinante. Era Caillean, y alguien más,

alguien a quien en épocas pasadas había servido y había amado. La saludócon una profunda reverencia.

Y luego, una vez más, volvió a ser él mismo. Miró a las tres sacerdotisas,la negra, la blanca y la roja, y empezó a temblar. Por el este, el cielo habíaempezado a brillar con el primer rubor de la mañana.

—Has jurado y tus votos han sido aceptados. —Hablaban de nuevo alunísono—. Sólo queda una cosa por hacer, invocar al espíritu del Merlín, que teconvertirá en sacerdote y en druida, servidor de los Misterios.

Gawen se arrodilló e inclinó la cabeza cuando empezaron a cantar. Alprincipio era una música sin palabras, una nota detrás de otra, hasta que sintióque su carne vibraba con el sonido. Después llegaron las palabras, pero no enuna lengua que él conociera. Aunque la necesidad, la súplica, era clara.

«Sabio —rezó él—, ven a nosotros si así es tu voluntad, ven a mí. ¡Puesnecesitamos de tu sabiduría!»

La respiración ahogada de alguien del círculo hizo que se irguiera y elresplandor de una luz lo obligó a parpadear. Al principio pensó que el sol habíasalido y que el Maestro de la Sabiduría no había llegado. Pero no era el sol.

Una columna resplandecía en el centro del círculo. Gawen reunió supropia luz para protegerse, y con la visión alterada vio al espíritu que habíaninvocado, muy anciano y al mismo tiempo en la flor de la vida, apoyado en unbáculo, con la barba blanca de la sabiduría esparcida por el pecho y un aro enla frente con una piedra brillante.

—Maestro, ha jurado —gritó Brannos—. ¿Lo aceptaréis?

El Merlín miró al círculo de personas.

—Lo aceptaré, pero aún no ha llegado la hora de que vuelva entrevosotros. —Volvió a mirar a Gawen y sonrió—. Has jurado y ya eres sacerdote,pero aún no eres mago. En la cueva de cristal te atribuiste un Nombre. Dime,hijo mío, ¿qué Palabras te liberaron?

Gawen lo miró. Siempre le habían dicho que lo que sucedía en esosmomentos debía de mantenerse en secreto entre un hombre y sus dioses. Sinembargo, cuando recordó lo que había dicho, comprendió por qué esosnombres, a diferencia de los demás, debían proclamarse.

—Soy el Pendragón —susurró—, Hijo de Cien Reyes...

Un murmullo de asombro recorrió el círculo. El cielo parecía más claro. Elhorizonte estaba cruzado por bandas doradas y el fuego solar iluminaba lascolinas. Pero no era eso lo que estaban mirando. Gawen sintió en la frente elpeso brillante de una diadema de oro y vio su cuerpo envuelto en atuendosreales, bordados con pedrería como ningún artista vivo habría podido realizar.

—¡Pendragón! ¡Pendragón! —gritaron los druidas otorgándole el título delRey Sagrado, el que gobierna no la espada, sino el espíritu, la línea vivienteentre el pueblo y la tierra sobre la que moraban.

Gawen levantó los brazos en señal de aceptación y de saludo, el sol se levantófrente a él y el mundo se llenó de gloria.

77

Con el calor de la tarde, a Gawen le picaban los dragones que le habíantatuado en los antebrazos. Los miró con la misma fascinación que seguíaposeyéndolo desde que había aparecido el Merlín. Las sinuosas líneas deserpiente se enroscaban alrededor de sus firmes músculos. Un anciano de laspequeñas gentes de los pantanos le había perforado la piel con espinas y se lahabía teñido con glasto. Cuando el hombre empezó, Gawen todavía no habíasalido del trance, y al comenzar a sentir dolor alejó de nuevo su conciencia. Alprincipio le había escocido, pero ahora sólo un picor ocasional se lo recordaba.

Le habían aconsejado que descansara, pero yacer en una cama de pielesde oveja, bañado y vestido con una túnica de lino bordado, le parecía poco másreal que la dura prueba por la que había pasado. Gawen no podía negar lo quele había ocurrido, pero aún no había empezado a entenderlo. Los druidas lollamaban Pendragón y lo saludaban como a un rey-sacerdote, como a aquellosque gobernaron en otros tiempos en las tierras bajo el mar. Pero a él le parecíaque el valle de Avalón era un reino muy pequeño. ¿Estaba él, como el Cristoque el padre José llamaba rey, destinado a un reino que no era del mundo?

A lo mejor, cuando terminara esa noche, pensó mientras bebía vinomezclado con agua de la copa que le habían servido, él y Sianna gobernaríancomo rey y reina en el País de las Hadas. Al pensarlo le dio un vuelco elcorazón. No la había visto desde el alba. Pero esa noche ella bailaría alrededorde la hoguera de Beltane. Y él, como rey, pasearía entre los danzantes con lapotestad de escoger a la mujer que deseara. Ya sabía a quién quería. A pesardel tiempo que había pasado en el ejército, desde que había visto a Sianna porprimera vez nunca había tropezado con una mujer que hubiera podido elegirpara conocer el amor.

Descubrió que estaba preparándose incluso cuando pensaba en ello. Silas cosas hubieran ido según lo previsto, ya haría un año que se habrían unido,pero él la había abandonado. ¿Lo habría esperado? Había soñado que sí, perotambién sabía de las presiones sobre las sacerdotisas para que participaran enlos ritos y no se había atrevido a preguntarlo. No le importaba. En espíritu, lepertenecía. Desde el otro lado de las aguas llegaba un leve retumbar detambores. Gawen sintió que el corazón le latía al mismo ritmo y sonrió cuandose le cerraron los ojos de nuevo. Pronto, sería pronto.

Al año siguiente, pensó Caillean mientras inspeccionaba a los bailarines,deberían trasladar el lugar de celebración al prado que se encontraba al pie delTozal. En el espacio que había tras el círculo de piedras apenas quedaba lugarpara los druidas y las jóvenes sacerdotisas, y la gente de los pantanos seguíallegando para verlos desde las sombras con ojos absortos. Era increíble lorápido que había corrido la voz; seguro que el cazador que le había tatuado losdragones a Gawen se había encargado de ello.

Las sacerdotisas, desde luego, estaban también al tanto de lo sucedidodesde por la mañana, cuando los druidas volvieron de la colina con los ojosextasiados. Caillean sentía algo más que el estado de ánimo típico antes deuna fiesta, una intensidad desconocida. Ciertamente, las sacerdotisas sehabían esmerado con sus peinados y ornamentos. Esa noche el Rey caminaríaentre ellas. ¿A quién escogería?

A Caillean no le hacía falta una vasija de plata para averiguar larespuesta. Incluso aunque no la hubiera amado desde que eran niños, desdeque la había visto esa mañana como la Novia Doncella, tendría el corazónhenchido por su gracia y belleza. Los sacerdotes y las sacerdotisas de Avalónno se casaban a la manera de los humanos, sino que, cuando se acoplaban enel Gran Ritual, eran meros vehículos mediante los cuales el Señor y la Señorase unían. Lo que iba a tener lugar allí aquella noche era la boda real, y la uniónde Gawen con Sianna bendeciría la tierra.

Sabía que Gawen había nacido con algún destino grande, pero ¿quiénhabría imaginado ése? Caillean sonrió ante su propio entusiasmo. En realidad,ella estaba tan sorprendida como cualquiera de las jóvenes sacerdotisas, ysoñaba con Gawen y Sianna como el rey y la reina sagrados que gobernaríanel corazón de Britania desde Avalón, con ella a su lado.

Habían comprado dos bueyes para el festival y estaban asándolos en unespetón al pie de la colina. Luego trinchaban la carne y la subían en cestos.Las gentes de los pantanos habían llevado venado, aves acuáticas y pescadoseco. La cerveza de brezo y el aguamiel, que llevaban respectivamente enodres de piel y jarras de arcilla, contribuían a su manera a la alegría del evento.En el espacio que había entre los participantes, que estaban formados enmedia luna, y el círculo de piedras, brillaba la hoguera de Beltane.

Si miraba al sur podía ver el resplandor de la hoguera que habíanencendido en la colina del Dragón. Sabía que desde aquel lugar se vería otra, yotra a lo largo del camino que llegaba hasta el Fin de la Tierra, del mismo modoque estaría iluminada la línea de fuerza que unía por el noreste el enormecírculo de piedras con la colina sagrada.

«¡Esta noche —se dijo con satisfacción— toda Britania está conectadacon luz para que hasta los nacidos sin espíritu la vean!»

Una doncella de la gente de los pantanos que llevaba el pelo recogido conuna guirnalda de madreselva se arrodilló ante las sacerdotisas con una graciaqueda y les ofreció un cesto de bayas secas conservadas en miel. Caillean seapartó el velo azul de la frente, cogió algunas y sonrió. La muchacha, al ver lamedia luna de plata que brillaba por encima de la que Caillean llevaba tatuadaen la frente, hizo un gesto reverencial y miró rápidamente hacia otro lado.

Cuando se marchó, la suma sacerdotisa siguió con el rostro descubierto.Ésa era una noche de fiesta en la que las puertas entre los mundos se abrían yel espíritu volaba libre. No había ninguna necesidad de misterio. El velo no eramás que un símbolo: Caillean sabía cómo crear una ilusión de sombra sobresus rasgos cuando hacía falta. Las doncellas que educaba estabanconvencidas de que ella, como la Reina de las Hadas, podía surgir de la nada.

Al sonido del tambor, que latía como un corazón por debajo de los de lafiesta, se le añadió el de un arpa. Uno de los druidas jóvenes había llevado supequeña arpa al Tozal. Estaba sentado con las piernas cruzadas junto altamborilero, que era pequeño y oscuro. Tenía su rubia cabeza inclinada haciadelante, concentrado en coger el ritmo. Al momento, se les unió el agridulcesonido de la flauta de cuerno de vaca, que saltaba entre los sonidos del arpacomo un becerrillo en un campo de flores.

La muchacha de la guirnalda de madreselva comenzó a contonearse alson de la música, moviendo los brazos y las caderas bajo su vestido de piel deciervo. Al principio inseguras, y más relajadas después, se le unieron Dica yLysanda. El tambor aceleró, y pronto comenzaron a brillarles las frentes y aadherírseles la tela azul de las túnicas. «Qué bellas son», pensó Cailleanmientras las miraba. Incluso ella sintió que la música la arrastraba, a pesar deque hacía muchos años que no bailaba en un festival.

Fue un cambio en la manera de bailar lo que la alertó, una ondulación enel movimiento, como un cambio de la corriente cuando un hombre entra en unrío. Las bailarinas se desplazaron girando hacia un lado, y Caillean vio aGawen. Llevaba el faldón blanco del rey sujeto con un cinturón de oro. Unmedallón real antiguo descansaba sobre su pecho y una corona de hojas deroble ceñía su cabeza.

Aparte de eso, sólo las serpientes azules grabadas en sus antebrazos loadornaban. No necesitaba nada más. Los meses de entrenamiento romano nosólo habían esculpido su torso y habían convertido en piedra los músculos delas pantorrillas y los muslos, sino que le habían pulido los últimos rasgos de lajuventud; unos huesos adultos definían ya su rostro, que poseía un perfectoequilibrio. El muchacho al que ella había amado y por el que había padecido sehabía ido. Lo que tenía ante sus ojos era un hombre.

Y al ver el brillo que lo envolvía pensó que también era un rey. ¿Lodeseaba? Caillean sabía que todavía tenía el poder de envolverse en unencanto que haría palidecer incluso la radiante juventud de Sianna. Pero si,como sospechaba, el lazo que existía entre ellos estaba forjado desde hacíaeras, Gawen escogería a su auténtica compañera aunque pareciera una bruja.En cualquier caso, Sianna era joven y podría darle un niño a Gawen, cosa queCaillean, por mucha magia y sabiduría que reuniera, jamás podría hacer.

«No es el amor de mi alma —pensó con un punto de pena—. El alma delhombre que podía ser mi compañero no está encarnada ya en un cuerpo.»

Su atracción hacia Gawen era sólo la respuesta natural al poderosomagnetismo del macho en el Rey y al poder de las hogueras de Beltane. Esanoche Gawen era amado por todos, hombres, mujeres, viejos y jóvenes.

¿Era así como Eilan había visto al padre del muchacho junto a los fuegosde Beltane? Gawen era más alto que Gayo, y aunque el orgulloso arco de su

nariz era romano, le parecía que conservaba algo de Eilan en sus ojos. Pero enese momento Gawen no se parecía a ninguno de sus padres, sino a alguienque ella había conocido, en otras vidas, hacía mucho tiempo.

—El Rey del Año —corría la voz mientras paseaba entre las bailarinas, yCaillean reprimió una punzada de premonición.

El padre del joven también había ostentado ese título antes de morir. PeroGawen llevaba las serpientes sagradas. No era sólo el Rey del Año, que eshonrado durante un ciclo de estaciones y después se le sacrifica si esnecesario, sino el Pendragón, que sirve a la tierra mientras vive.

Las doncellas se arremolinaron a su alrededor y lo sacaron a bailar.Caillean lo vio reír mientras cogía a una muchacha de las manos y giraba conella, dejándola sin aliento y riendo, mientras se acercaba a otra, la abrazaba yla enviaba girando a los brazos de otro joven. Bailaron hasta que todos,excepto Gawen, que parecía querer seguir así toda la noche, se quedaron sinaliento. Entonces consintió en que lo llevaran a un asiento, cubierto con suavespieles de ciervo, igual que el de Caillean, pero situado al otro lado de lahoguera.

Le llevaron comida y bebida. Los tambores cesaron y sólo se oyeron lossuaves trinos de la flauta de hueso que dulcificaban las conversaciones y lasrisas. Caillean bebió vino mezclado con agua y paseó la mirada por la reunióncon una sonrisa benigna.

El nuevo repiqueteo de un tambor hizo que volviera la vista.

El tamborilero, un hombre de los pantanos, debía de saber lo que ocurría.Caillean arrugó la frente, preguntándose qué pretenderían Caminante de lasAguas y los ancianos que lo acompañaban. Nada hostil, sin duda —aparte delas pequeñas navajas que llevaban colgadas del cinturón dentro de las vainas,no iban armados—, pero era algo más serio, más solemne, que el abandonodel festival. Iban escoltados por tres jóvenes que miraban a Gawen con los ojosbrillantes. ¿Qué transportaban? Se levantó y se dirigió hacia ellos con suavidadrodeando el fuego para ver mejor.

—Sois un rey. —En la entonación gutural de Caminante de las Aguashabía una afirmación, no una pregunta. Su mirada se dirigió a los dragones delbrazo de Gawen—. Como los antiguos reyes que vinieron del mar. Nosotrosnos acordamos de las viejas historias.

Los demás ancianos asintieron.

—Así es —dijo Gawen, y Caillean supo que estaba viendo anterioresvidas que su iniciación le había permitido recordar—. He regresado una vezmás.

—En ese caso, te entregamos esto —dijo el anciano—. La forjaronnuestros primeros herreros de una estrella caída hace muchísimo tiempo.Cuando se rompe, uno de vuestros hechiceros vuelve a arreglarla. En épocascomo ésta, señor, la usáis para protegemos, y cuando morís, nosotros laescondemos.

Le tendió el bulto que habían llevado, una forma alargada envuelta enunas pieles pintadas como de camuflaje.

Gawen la aceptó y se produjo un silencio. Caillean oía los latidos de supropio corazón, pausada y pesadamente. Dentro de las pieles, como surecuerdo le decía, tenía que haber una espada.

Era una espada oscura y larga, del tamaño de las que llevaban lossoldados de caballería romana, y tenía forma de hoja, como las de bronce queusaban los druidas en los rituales. Pero ningún bronce tenía ese brillo deespejo. «Metal de estrellas...» Había oído hablar de esas espadas, pero nuncahabía visto ninguna. ¿Quién habría dicho que las gentes de los pantanosguardaban un tesoro como aquél? No podían olvidar que, aunque humilde, sutribu era muy antigua.

—Recuerdo... —dijo Gawen con suavidad.

El mango se le ajustaba en la mano como si se la hubieran hecho amedida. Levantó la espada, y los destellos que reflejaba de la hoguera bailaronen los rostros de los allí reunidos.

—Pues tomadla para defendemos —dijo Caminante de las Aguas—.¡Juradlo!

Gawen blandió la espada como si no sintiera su peso. El muchacho quehabía sido hasta entonces la habría dejado caer. Con un simple movimiento demuñeca hizo que el arma silbara en el aire. Qué extraño, pensó Caillean,habían sido los romanos quienes lo habían entrenado para que protegiera a losque ellos oprimían.

—He jurado servir a la Dama —dijo suavemente Gawen—. Ahora juraréserviros a vosotros y a la Tierra. —Giró la espada y apoyó la hoja en la palmade su mano. No tuvo que hacer mucha presión, pues estaba afilada como unaserpiente y enseguida un chorro de sangre oscura empezó a gotear en el suelo—. Durante esta vida, y con este cuerpo, así como con mi espíritu, renuevo eljuramento que ya hice antaño...

Caillean se estremeció. ¿Qué recuerdos había recuperado cuando estuvoen la colina? Con el tiempo irían desvaneciéndose. Podía ser muy duro vivirsiempre recordando las vidas pasadas.

—En la vida y en la muerte, señor, os serviremos.

Caminante de las Aguas tocó la sangre del suelo con los dedos y semarcó la frente con ella. Los jóvenes hicieron lo mismo y después formarondetrás de Gawen, dos a cada lado, como guardia de honor. Los jóvenesdruidas que contemplaban la escena parecían divertidos y extrañados al ver latransformación que había sufrido quien hasta el año anterior había sido uno deellos.

Caillean miró hacia arriba. Las estrellas giraban hacia la posición demedianoche y el fuego empezaba a calmarse. Las mareas astrales estabancambiando; el momento para realizar la más poderosa de las magias seacercaba.

—¿Dónde está Sianna? —preguntó Gawen con suavidad. Caillean sehabía dado cuenta de que incluso antes de que le llevaran la espada ya habíaestado buscándola entre la gente.

—Ve al círculo. Llama a tu novia y ella vendrá.

De repente los ojos de Gawen empezaron a brillar con una luz que noprocedía del fuego. Sin decir una palabra más, se dirigió al centro del círculo.Su escolta lo acompañó hasta los dos pilares que flanqueaban la entrada ytomaron posiciones frente a él. Durante un momento Gawen se quedó quietodelante del altar; después levantó la espada y la colocó ante la piedra como sise tratase de una ofrenda. Con las manos vacías se volvió para mirar el caminoque había recorrido.

—¡Sianna! ¡Sianna! ¡Sianna! —gritó, y el anhelo de sus palabras atravesótodos los mundos.

El Tozal quedó en silencio, a la espera.

Entonces, desde una distancia muy lejana, oyeron un sonido como decampanillas de plata. Con él llegaba un tambor, un ritmo alegre y bailable quealegraba el corazón. Caillean miró colina abajo y vio las luces que procedían deallí. Pronto vio caras: el resto de las gentes de los pantanos y otros seres queno acababan de ser humanos y a quienes esa noche se les permitía traspasarlas puertas abiertas entre los dos mundos y caminar entre los hombres.

Un resplandor blanco se movía entre ellos, un velo enorme como de gasaque hacía de dosel por encima de la persona a la que escoltaban. La música seoía cada vez más fuerte y las voces se elevaban en una canción nupcial.Cuando la procesión llegó a la cumbre, los asistentes a la celebración seapartaron.

Un rey en su coronación, un novio en su boda, un sacerdote en suiniciación, todos en su momento de gloria divina. Y Gawen, que contemplabacómo le llevaban a la novia, era los tres.

Por muy bello que fuera el Dios, la Diosa lo sobrepasaba con creces.Cuando alzaron el dosel y la doncella cruzó los pilares para reunirse con él,tocada con una corona de espino, Caillean reconoció que ni con toda su magiahabría sido capaz de igualarla. Porque, mientras Gawen dormía, Sianna habíavuelto al reino de su madre, y eran las joyas del Otromundo las que adornabana la hija de la Reina de las Hadas.

El cuerpo de Gawen se sacudía al ritmo de su corazón. Se alegraba dehaber dejado la espada: de la manera que temblaba, seguramente se habríacortado. Los portadores de las antorchas que escoltaban a Sianna se habíancolocado alrededor del círculo. Sianna se le acercó. La luz de ambos parecióintensificarse y el mundo que había fuera del círculo desapareció.

En ese momento no habría podido decir si era bella. Ésa era una palabrahumana, y a pesar de su educación de bardo, ninguna palabra que él conocierapodía expresar lo que sentía en ese instante. Deseaba agacharse y besar elsuelo que ella pisaba, y al mismo tiempo algo igualmente divino en él se alzabapara recibirla.

—Has pronunciado mi nombre, amado, y aquí estoy...

La voz de Sianna era dulce, y en sus ojos vio un brillo que le recordaba ala muchacha humana con quien había cazado nidos de pájaros hacía tanto

tiempo. Eso hacía que le resultara más fácil soportar el poder divino que latíaen su interior.

—Nuestra unión —dijo Gawen con dificultad— servirá a la tierra y alpueblo. Pero yo te pregunto, Sianna, ¿yacer conmigo te servirá a ti?

—¿Y qué harás si digo que no?

Había una expresión de burla amable en su sonrisa.

—Tomaré a otra, no importa a quién, e intentaré cumplir con mi tarea.Pero sólo mi cuerpo actuará, no mi corazón ni mi alma. Eres sacerdotisa.Quiero que sepas que entiendo que tú...

La miró, deseando que comprendiera lo que no podía decir en voz alta.

—Pues no —le respondió—, y tú tampoco.

Sianna se acercó a él, le puso las manos sobre los hombros e inclinó lacabeza para recibir su beso. Gawen, con las manos aún en los costados, seinclinó para tomar lo que ella le ofrecía. Y cuando sus labios tocaron los deSianna, sintió que el Dios entraba por completo en su interior.

Era como el fuego que lo había llenado la noche anterior, pero más suave,más dorado. Él se conocía a sí mismo, era Gawen, pero era consciente de quetambién era Otro, que sabía, al contrario que él, cómo deshacer el complicadonudo de la cintura de una doncella y los lazos del vestido. En pocos instantes latuvo frente a él; las dulces curvas de su cuerpo eran más bellas que las joyasque lucía.

Sianna se soltó el cinturón de oro y tiró de los lazos. Gawen le acarició lospechos con suavidad, maravillado, y entonces, apretándose como si pudieranfundirse en un solo ser, se besaron una vez más.

—¿Dónde nos tumbaremos, mi amor? —le susurró cuando pudo volver arespirar.

Sianna retrocedió y se dejó caer sobre la piedra. Gawen, de pie frente aella, sintió que la enorme corriente del Tozal penetraba por las plantas de suspies y ascendía por su columna hasta que la energía lo hizo temblar. Concuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera quebrarlo, se inclinósobre ella, se sumergió entre los muslos abiertos y encajó su cuerpo en el desu amada.

En el momento de la unión sintió la barrera de su doncellez y supo que nole había mentido, aunque eso ya no tenía importancia. Volvía a casa con unadulzura que el hombre que había en él no había imaginado y con la certeza deque el dios que también había en él la reconocía con alegría. Durante uninstante se quedaron inmóviles. Era innegable que un gran poder los unía.

Cuando Sianna lo abrazó, Gawen comenzó a moverse con el ritmo de ladanza más antigua de todas, y supo que él no era sino el canal de energía quefluía de su interior y que lo impulsaba a entregar toda su fuerza a la mujer quelo acogía entre sus brazos. Sintió que le tocaba a ella arder debajo de él y laapretó contra sí como si a través del cuerpo humano pudiera alcanzar algo másallá de la humanidad.

En el momento final, cuando pensaba que se encontraba más allá del

pensamiento consciente, la oyó susurrar:

—Soy el altar...

él respondió:

—... y yo el sacrificio.

Y en la respuesta encontraron por fin alivio la pasión del hombre y elpoder del dios.

La fuente de energía, magnificada por la unión del Dios y la Diosa,regresó al Tozal. Demasiado inmensa para darle cabida, se desbordaba delcanal principal y hacía latir las líneas de fuerza menores. Caillean lo sintió y dioun paso atrás. Otros, que también habían sentido de alguna manera losucedido, se pusieron de puntillas con los ojos resplandecientes. Los tambores,que habían mantenido un ritmo constante desde que Sianna y Gawen sehabían reunido en el centro del círculo, explotaron en un trueno de júbilo;primero una voz y después otra, iniciaron el grito de alegría, al que se unió lacolina al completo.

—El Dios se ha unido a la Diosa —proclamó Caillean—. ¡El Señor a laTierra!

Los tamborileros, tras el primer estallido, se tranquilizaron y adoptaron unalegre ritmo de danza. La gente se puso en pie entre risas. Todos, hasta losdruidas más ancianos, habían sentido que se liberaba la tensión. Con ella sefue la fatiga y, al parecer, la inhibición. Los que antes habían observado ladanza desde los márgenes del círculo empezaron a moverse. Una joven de lagente de los pantanos sacó al viejo Brannos al espacio frente al fuego y elanciano se movió y dio vueltas con una agilidad que Caillean nunca habríacreído posible.

Aunque el fuego estaba más bajo, hacía más calor que antes y pronto losbailarines empezaron a sudar. Para sorpresa de Caillean, fue una de sussacerdotisas, Lysanda, la primera que se quitó la túnica, y los otros siguieron suejemplo. Una pareja de jóvenes de los pantanos, liberados del estorbo de laropa, se dieron las manos y saltaron el fuego para tener buena suerte.

Mientras los contemplaba, Caillean pensó que hacía muchos años que noveía tanta alegría en la fiesta de Beltane. Y a lo mejor no la había visto nunca,pues los rituales de Vernemeton se habían visto inhibidos por miedo a ladesaprobación romana, y en Avalón aún estaban aprendiendo las costumbresde la tierra. Pero eso se había solucionado con la unión entre el hijo de unasaga druídica y una hija de las hadas. Todos podían, pensó mientras observabaa los danzarines, obtener satisfacción con las celebraciones de esa noche.

Sin embargo, ninguna noche, por alegre que sea, dura para siempre. Dedos en dos, hombres y mujeres fueron desapareciendo para celebrar suspropios ritos en la falda de la colina. Otros se envolvieron en mantos y sepusieron a dormir junto al fuego con la cerveza de enebro a mano. Lasantorchas de los que habían guardado el círculo se habían consumido hacíatiempo y las piedras proyectaban una barrera de sombra que aseguraba la

privacidad de los que retozaban debajo.

Un poco antes del alba, los más jóvenes cortaron el árbol de Beltane yrecogieron hojas para decorar los edificios que estaban al pie del Tozal. Ladanza que honraba el árbol durante el día, aunque igual de divertida, era másdecorosa que las celebraciones nocturnas junto a la hoguera y daba laoportunidad a los niños y a las doncellas no iniciadas de participar en lascelebraciones de la fiesta.

Caillean, que había bailado y bebido menos que el resto y que ademásestaba acostumbrada a mantenerse en vela, contempló el final de la nochesentada en su sillón junto al fuego. Pero también ella cayó en un sueñoprofundo cuando el amanecer borró las sombras de la noche.

Era un día precioso. A través de la pantalla de ramas verdes que hacía lasveces de biombo, Gawen miró desde la cima del Tozal el conjunto de agua,árboles y campos que disfrutaba de la mañana de Beltane. Estaba convencidode que habría pensado lo mismo aunque no se hubiera sentido tan feliz. Eracierto que le dolían partes del cuerpo de las que ni se acordaba de suexistencia y que se le habían levantado las costras de los tatuajes, pero eso noeran más que dolores superficiales que ni siquiera notaba cuando pensaba enla maravillosa sensación de bienestar que le recorría las venas.

—Date la vuelta —dijo Ambios—, que te rascaré la espalda.

Le echó agua por encima. Desde el otro lado del biombo, donde estabanbañando a Sianna, llegaba el dulce sonido de la risa de las muchachas.

—Gracias —replicó Gawen.

A los nuevos iniciados se les mimaba, pero en la solicitud de Ambioshabía una deferencia que lo sorprendía. ¿Sería siempre así? Estaba muy biensentirse un rey en el éxtasis del ritual, pero no sabía cómo lo llevaría si seconvertía en costumbre.

Un pinchazo en los brazos provocó que los dragones reclamaran suatención. Por lo menos algunas cosas habían cambiado definitivamente. Esostatuajes no se le irían. Y Sianna sería suya para siempre.

Terminó de bañarse y se puso la túnica sin mangas que le habían llevado.Era de lino teñido de verde vivo y estaba bordada en oro. Nunca habríaimaginado que los druidas guardaran algo tan espléndido. Se abrochó elcinturón y se ciñó la espada. Aunque la hoja no mostraba ninguna señal de suantigüedad, la vaina de cuero estaba polvorienta y había empezado aagrietarse. Tendría que preguntar, pensó mientras salía del biombo de hojas, sipodían hacerle una nueva.

La espada se le fue completamente de la cabeza en cuanto vio a Sianna.Iba vestida, como él, de color verde primavera, y una corona de marjoletofresco le ceñía la frente. Bajo el sol, su cabello brillaba como oro rojo.

—Señora... —dijo, y le besó la mano que ella le tendía.

«¿Eres tan feliz como yo?», le preguntó con el roce de los labios.

—Mi amor...

«Más feliz», le respondieron sus ojos. De repente Gawen deseó quevolviera la noche para poder estar a solas de nuevo con ella. En ese momentoSianna sólo era una mujer, pero, para Gawen, ni la Diosa que se habíaentregado a él la noche anterior era más bella.

—Gawen, mi señor —tartamudeó Lysanda—. Os hemos traído comida.

—Será mejor que comamos algo —dijo Sianna—. La fiesta que estánpreparando abajo no estará lista hasta después del mediodía, cuando hayaterminado la danza alrededor del árbol.

—Yo ya he comido —dijo Gawen apretándole la mano—, aunque volveréa tener hambre pronto...

Sianna se puso roja, se rió y después lo condujo hasta la mesa dondeestaban sirviendo fiambres, pan y cerveza.

Estaban a punto de sentarse cuando oyeron fuertes voces desde abajo.

—¿Ya quieren que vayamos? —empezó a decir Sianna; sin embargo, enlos chillidos había una urgencia que no parecía propia de una fiesta.

—¡Corred! —Las palabras llegaban con claridad—. ¡Ya vienen, debéishuir!

—¡Es Tuarim! —exclamó Lysanda mirando colina abajo—. ¿Qué estarápasando?

El entrenamiento que Gawen pensaba que había dejado atrás hizo que sepusiera en pie y se llevara la mano al cinturón.

Sianna empezó a hablar, pero cuando lo miró a los ojos, se mordió loslabios y se irguió a su lado.

—Dime —exigió Gawen acercándose al joven druida que llegótambaleante hasta la cima de la colina.

—El padre Paulus y sus monjes —acertó a articular Tuarim— vienen concuerdas y martillos. ¡Dicen que van a derribar las piedras sagradas del Tozal!

—Son viejos —replicó Gawen para tranquilizarlos—. Nos interpondremosentre ellos y el círculo. No podrán movemos, y mucho menos las piedras,aunque se hayan vuelto locos.

Le costaba creer que los amables monjes con los que había cantadopudieran haberse convertido en unos fanáticos, incluso después de un año deescuchar las furibundas peroratas del padre Paulus.

—Es que no... —Tuarim tragó saliva—. Han venido con soldados. Gawen,tenemos que esconderte. ¡El padre Paulus ha llamado a los romanos de Deva!

Gawen tomó aire. El corazón estaba a punto de desbocársele, peroesperaba que no se le notara. Sabía cómo trataban los romanos a losdesertores. Durante un momento pensó en la posibilidad de huir. Sin embargo,eso ya lo había hecho una vez, y si aún le quemaba en el estómago lavergüenza de haber abandonado una guerra que no era la suya y a un ejércitoque no había jurado, ¿cómo podría vivir si abandonaba a las gentes que lohabían coronado como Pendragón del Tozal Sagrado?

—¡Bueno! —exclamó, obligándose a sonreír—. Los romanos sonhombres razonables y tienen órdenes de proteger todas las religiones. Lesexplicaré cuál es la situación e impedirán que los nazarenos toquen las piedras.

La expresión de Tuarim se suavizó después de escuchar las palabras deGawen. Confiaba en que tuviera razón. En cualquier caso, ya era demasiadotarde para cambiar de opinión, pues el padre Paulus en persona, con la cararoja como un tomate por el esfuerzo y la ira, había alcanzado la cima.

—¡Gawen! ¡Hijo mío, hijo mío! ¿Qué te han hecho? —El sacerdote dio unpaso hacia delante retorciéndose las manos. Tres de sus hermanos iban detrásde él—. ¿Te han obligado a postrarte antes sus ídolos? ¿Te ha seducido estaramera para hacerte caer en la vergüenza y el pecado?

A Gawen se le transformó la diversión inicial en ira y se interpuso entreSianna y el viejo.

—No me han obligado a hacer nada, ni lo harán. ¡Esta mujer es mi novia,así que mantened vuestra inmunda lengua entre los dientes cuando os refiráisa ella!

El resto de los nazarenos había llegado a la cima del Tozal, y era ciertoque llevaban mazos y cuerdas de cuero. Gawen le indicó a Tuarim que sellevara a Sianna de allí.

—¡Es un demonio, una trampa de la Gran Seductora, que a través de ladébil Eva traicionó a toda la humanidad para que cayera en el pecado! —repuso el padre Paulus—. Pero aún no es demasiado tarde, muchacho. Inclusoel bendito Agustín se arrepintió, después de haber pasado toda su juventud enpecado. Si te arrepientes y haces penitencia, ese único fallo no te será tenidoen cuenta. Aléjate de ella, Gawen. —Le tendió su mano—. ¡Y ven conmigo!

Gawen lo miró, atónito.

—El padre José era un hombre santo, un espíritu bendito que predicabael evangelio del amor. A él lo habría escuchado, porque él jamás habríahablado con esas palabras. ¡Tú, viejo, te has vuelto completamente loco! —Miró a los demás y algo en su expresión hizo que retrocedieran—. ¡Ahora metoca a mí dar órdenes! —dijo, y sintió que lo envolvía la presencia astral de unmanto real—. Vinisteis aquí suplicando que os acogiéramos en nuestrosantuario y que os permitiésemos construir vuestra iglesia junto a nuestracolina sagrada. Pero este Tozal pertenece a los antiguos dioses que protegenesta tierra. No tenéis ningún derecho a estar aquí; vuestros pies profanan estesuelo sagrado. ¡Así que os digo: marchaos si no queréis que los enormespoderes que llamáis demonios os fulminen donde estáis!

Levantó la mano, y aunque estaba vacía, los monjes retrocedieron comosi hubiera blandido una espada. Gawen sonrió con ojos crueles. En un segundoecharían a correr. Entonces oyó el sonido de las sandalias claveteadas contralas piedras. Habían llegado los romanos.

Eran diez. Iban al mando de un decurión sudoroso y llevaban en la manola lanza que llamaban pilum. Casi sin aliento, inspeccionaron con el mismocinismo a los furiosos nazarenos y a los indignados druidas.

El decurión, observando los bordados de Gawen, se dirigió a él tras

considerar que eran una señal de rango.

—Estoy buscando a Gayo Macelio Severo. Estos monjes nos haninformado de que podríais estar reteniéndolo.

Alguien detrás de Gawen abrió la boca, pero se calló. El joven rey sacudióla cabeza, confiando en que el romano no hubiera pasado suficiente tiempo enBritania para reparar en que sus rasgos llevaban clarísimamente el sello deRoma.

—Estamos celebrando un ritual de nuestra religión —dijo tranquilamente—. No obligamos a nadie.

—¿Y quién eres tú para decir eso? —repuso el decurión frunciendo elentrecejo.

—Mi nombre es Gawen, hijo de Eilan...

—¡Imbécil! —gritó el padre Paulus—. ¡El que está hablando contigo es elpropio Gayo!

Los ojos del romano se abrieron como platos.

—Señor —empezó a decir—, vuestro abuelo nos envía hasta aquí...

—¡Prendedlo! —volvió a interrumpirlos Paulus—. ¡Ha desertado devuestro ejército!

La fila de soldados se sacudió con un movimiento convulsivo y, ante lasorprendida mirada de los druidas, el padre Paulus empujó a uno de sushermanos hacia el círculo de piedras.

—¿Eres el joven Macelio? —le preguntó el decurión, mirándolo inseguro.

Gawen respiró de nuevo. Si su abuelo quería hablar con él, tal vez saldríade ésa.

—Es mi nombre romano, pero...

—¿Estabas en el ejército? —le espetó el decurión.

Gawen se volvió al escuchar el ruido del martillo contra la piedra. Dos delos monjes habían colocado cuerdas alrededor de uno de los pilares de piedray tiraban de ellas.

—¡Ponte firme, soldado, y contesta!

Durante tres largos meses Gawen se había visto obligado a responder aese tono. Antes de que pudiera pensarlo, su cuerpo había adoptado unapostura rígida que sólo en el servicio militar de los legionarios se podía adquirir.Intentó relajarse, pero el daño ya estaba hecho.

—¡Nunca juré al ejército! —gritó.

—Otros juzgarán eso —dijo el decurión—. Ahora tienes queacompañamos.

Desde el círculo llegó un crujido y el ruido de una piedra que caía cuandoel mazo dio en un punto débil. Una de las mujeres gritó y Gawen se volvió paraver caer el pilar de piedra y romperse en dos pedazos.

—¡Señor, detenedlos! —gritó—. ¡Está prohibido profanar un templo, este

suelo es sagrado!

—¡Son druidas, soldado! —escupió el nazareno—. ¿Pensabais quePaulino y Agrícola habían acabado con todos? Roma no tolera a aquellos queusan la magia en su contra. Los druidas y sus ritos están prohibidos... ¡Vuestratarea es acabar con ellos!

Entonces se dirigió al segundo pilar, que empezaba a inclinarse demanera alarmante, y empezó a excavar. Los monjes de los martillos,emocionados con su éxito, empezaron a ensañarse con otra piedra.

Gawen miró a Paulus. Una marea de furia barrió sus recuerdos del mundoromano y el peligro que lo acechaba, e ignorando las órdenes del decurión,entró en el círculo.

—¡Paulus, este lugar pertenece a mis dioses, no a los tuyos! ¡Apártate deesa piedra!

La voz no era suya; vibraba en las piedras. Los monjes palidecieron y seapartaron, pero Paulus se echó a reír.

—¡Demonios, yo os niego! Satanas, retro me! —exclamó, y tiró de lapiedra.

Las manos de Gawen se cerraron sobre los huesudos hombros del monjey lo echó a rodar por el suelo. Cuando el joven rey se irguió, oyó elinconfundible roce que producía el gladius al salir de la vaina; entonces Gawense volvió rápidamente y se llevó la mano a la empuñadura de su espada.

Los legionarios estaban preparados, pero Gawen se obligó a relajar losdedos. Su cabeza era un torbellino. «¡No derramaré sangre en este terrenosagrado! No me han consagrado como jefe guerrero, sino como rey sagrado.»

—¡Gayo Macelio Severo, te arresto en nombre del emperador! ¡Depón lasarmas!

La voz del decurión retumbó en el aire y Gawen señaló con su espada alos monjes.

—Sólo si también los arrestáis a ellos.

—Vuestra religión está prohibida y tú eres un renegado —repuso el oficial—. Tira esa espada o mis hombres te atravesarán donde estás.

«Es culpa mía —pensó Gawen medio atontado—. ¡Si no hubiera ido enbusca de Roma, jamás habrían sabido que Avalón está aquí!»

«Pero ahora lo saben —le respondió una parte rebelde de su alma—.¿Por qué perder la vida por unas cuantas piedras?»

Gawen miró las rocas. ¿Dónde estaba la magia que había salido de todasy cada una de las piedras cuando apareció el Merlín? Sólo eran rocas, yparecían extrañamente desnudas a plena luz del día..., y él había sido uninsensato por creerse un rey. Pero, aunque todo lo demás fuera una ilusión,Sianna le había entregado su amor en aquel altar y no permitiría que loensuciaran las manos paganas del padre Paulus. Más allá de la fila desoldados vio a Sianna e intentó sonreír, y enseguida, por miedo a que ladesesperación le robara las fuerzas, desvió la mirada a otro lado.

—¡Nunca juré al emperador; sin embargo, sí he jurado proteger estacolina sagrada! —dijo tranquilamente, y la antigua espada que los hombres delos pantanos le habían entregado aquella misma noche llegó a su mano condulzura.

El decurión hizo una señal. La perversa punta de un pilum emitió undestello cuando captó un rayo de sol. Entonces, de repente, se oyó el sonidode una piedra que chocaba contra un casco de hierro, y el pilum, que elsoldado había lanzado demasiado pronto, se desvió de su trayectoria.

Los druidas no iban armados, pero en la cima del Tozal había muchaspiedras. Una salva de proyectiles bombardeó a los legionarios. Ellosrespondieron. Gawen vio a Tuarim, que caía perforado por un pilum. Lassacerdotisas, gracias a los dioses, estaban llevándose a Sianna.

Tres soldados se encararon a él, con los escudos en alto y las espadas enmano. Gawen esquivó el primer envite con la espléndida técnica que Rufino lehabía enseñado y arremetió con un golpe que cortó las cintas que unían laspartes trasera y delantera del peto e hirió a un soldado. Éste dio un grito ycayó, y Gawen se dio la vuelta para enfrentarse al segundo hombre, al queperforó el pectoral de la armadura con el magnífico acero de su arma. Habríaencontrado cómica la expresión de sorpresa de su rostro de haber tenidotiempo para apreciarla, pues a continuación se le echó encima el tercero. Selanzó contra él, y mientras la hoja enemiga le rasgaba la espalda, la suya sehincaba en el corazón del romano.

El cuerpo se llevaba la espada con él al caer, pero Gawen consiguióliberarla. Cuatro de los druidas más jóvenes yacían en el suelo. Algunoshombres de los pantanos habían subido para ayudar, pero sus dardos y flechaspoco podían hacer contra la armadura romana.

—Corred —les indicó mediante señas. ¿Por qué aquellos idiotas no huíancuando aún estaban a tiempo? El resto de los druidas intentaba llegar a sulado, gritando su nombre.

La carga de Gawen cogió a los romanos por sorpresa. Uno cayó al primergolpe; el segundo se protegió con el escudo a tiempo y contraatacó,produciéndole un corte en la parte superior del brazo, pero él no sintió el dolor.Un golpe por la espalda hizo que trastabillara, pero se recuperó al instante y alvolverse le segó la mano al romano. Quedaban cinco y el decurión, que habíanempezado a mostrarse más cautelosos. Por lo que parecía, podía con todos.Con una sonrisa salvaje en el rostro, se deshizo del siguiente que se le acercócon estocadas rápidas que hicieron saltar pedazos del escudo.

Los dragones azules de los brazos de Gawen eran ya carmesíes yaunque seguía sin sentir nada, la mayoría de la sangre era suya. Parpadeócuando se le ensombreció la vista, y esquivó, un poco más lentamente, otrogolpe. No era la pérdida de sangre lo que le impedía ver con claridad, pensó,arriesgándose a mirar hacia arriba, donde una niebla oscura se extendía conrapidez por lo que hasta hacía unos instantes había sido un cielo claro.

«Caillean y Sianna —se dijo con fiereza—. Ellas los derrotarán. Yo sólodebo aguantar.»

Pero aún le quedaban cinco enemigos. Su espada emitió un destello

cuando la blandió en el aire. El legionario que tenía enfrente retrocedió yGawen lanzó una carcajada. Entonces, como un rayo de los dioses, algo logolpeó entre los omoplatos. Gawen se inclinó y cayó de rodillas, preguntándosequé lo arrastraba hacia el suelo, por qué de repente le costaba tanto respirar.

Entonces miró hacia abajo y vio la terrible punta del pilum que sobresalíade su pecho. Sacudió la cabeza, aún sin poder creerlo. Todo se volvía oscurode pronto, pero no lo suficientemente rápido para no sentir las espadasromanas que se clavaban en su espalda, piernas y hombros.

Ya no veía nada. La espada de las estrellas resbaló de su insensiblemano.

—Sianna... —susurró, y cayó sobre el sagrado suelo de Avalón, suspirando como lo había hecho la noche anterior, cuando había derramado su vida entre los brazos de ella.

88

—¿Está muerto?

Con mucho cuidado, Caillean giró la mano de Gawen. Sus sentidosinteriores, que buscaban la fuerza de la vida, sólo encontraban un leve latido.Tenía que encontrarle el pulso para estar segura.

—No, vive —dijo con la voz rota—, sólo los dioses saben por qué.

¡Cuánta sangre había! La tierra sagrada del Tozal estaba empapada.¿Cuántos años de lluvia, se preguntó, serían necesarios para lavarla toda?

—Lo mantiene vivo el poder del rey —dijo Riannon.

—Ni el coraje de un rey puede superar heridas como éstas —recusoAmbios.

Él también estaba herido, pero no tan gravemente. Algunos de suscompañeros habían muerto. Y los romanos también. Lo descubrieron cuando laoscuridad hechicera descendió y sólo aquellos con visión del espíritu fueroncapaces de distinguir amigos de enemigos.

—Tendría que haber estado aquí —susurró Caillean.

—Vos nos salvasteis. Vos invocasteis la sombra... —dijo Riannon.

—Demasiado tarde... —replicó, y perdió el resuello. La oscuridad ya sehabía ido. Si no podía ver era porque tenía los ojos anegados en lágrimas—.Demasiado tarde para salvarlo...

Cuando llegaron los romanos, ella se encontraba descansando paraprepararse para las celebraciones de la tarde. No tenía por qué sentirseculpable, le decían. ¿Cómo habría podido saberlo?

Pero ninguna excusa podía cambiar el hecho de que Eilan había muertodiez años antes porque Caillean no había llegado a tiempo a Vernemeton. Yahora, el hijo de Eilan, a quien había aprendido a amar, yacía moribundoporque ella no había estado donde él más la necesitaba.

—¿Podemos moverlo? —preguntó Riannon.

—Vamos a intentarlo —respondió Marged, que era lo más parecido a uncurandero que tenían—. Pero no muy lejos. Sería mejor que construyéramosun refugio sobre él. Si cortamos la lanza podríamos apoyarlo sobre la espalda.Así sería más fácil.

—¿No puedes sacársela? —inquirió Ambios con voz débil.

—Si se la sacamos, morirá al instante.

«Súbitamente y sin que se entere de lo que le está pasando —pensóCaillean—, en lugar de más tarde y con más dolor.»

Sabía que los hombres heridos en los pulmones morían. Sería máscaritativo extraerle el pilum. Pero, por poco tiempo que fuera, Gawen habíasido el Pendragón, y las muertes de los reyes, lo mismo que las de las sumassacerdotisas, no eran como las de los otros hombres.

«Sianna debería despedirse de él», se dijo a sí misma, pero en sucorazón sabía que era la necesidad que sentía ella de una última palabra de suhijo adoptivo lo que la movía.

—Levantad el enramado que le habéis preparado esta mañana y traedloaquí. Cortaremos el asta del pilum y lo atenderemos como mejor podamos.

Lentamente, Caillean caminó alrededor del círculo. Mientras Gawenpeleaba con los romanos, los monjes cristianos habían continuado con su laborde destrucción. Habían derribado los dos pilares y tres de las piedras menores,y había una enorme grieta en el altar. Por la fuerza de la costumbre, lasacerdotisa se movía en la dirección del sol, pero el poder que tendría quehaber despertado a su paso, fluyendo con suavidad de piedra a piedra, sederramaba lentamente sin fuerza ni dirección. Como Gawen, el Tozal habíasido herido, y su fuerza manaba como la sangre por las piedras rotas.

Caillean aminoró el paso, como si su corazón ya no tuviera fuerza parabombear la sangre de sus venas. Sentía el latido inconstante. «A lo mejortambién yo voy a morir.» En ese momento, la idea no le desagradó.

Ya fuera del círculo, Gawen descansaba, limpio y vendado, en su camaimprovisada. Sianna estaba a su lado. Habían detenido la hemorragia de lasheridas, pero aún tenía la punta de la lanza hundida en el pecho y su espírituseguía en la frontera entre el sueño y la muerte. Caillean se prohibió darse lavuelta para ver si había cambiado algo. Si despertaba, alguien la avisaría; no learrebataría a Sianna el consuelo de permanecer a su lado a solas.

Los últimos rayos del día cubrían la tierra con un velo de oro, haciendobrillar las nieblas que empezaban a acumularse alrededor de las colinas bajas.Caillean no veía movimiento alguno en los juncales ni en el agua. Nada semovía en los prados de las colinas de las islas. Dondequiera que mirara, elcampo estaba tranquilo. «Es una ilusión —se dijo a sí misma—. ¡La tierradebería escupir fuego y tormentas en un día como éste!»

La oleada de odio que la sacudió cuando su mirada pasó por las cabañasde adobe que estaban junto a la iglesia del padre José la cogió por sorpresa.Paulus había matado el sueño del anciano de que las dos comunidadesconvivieran, siguiendo cada una su camino para lograr el fin que ella y Josécompartían, Pero tampoco allí vio a nadie. Las gentes de los pantanos loshabían visto huir en la oscuridad, entre rezos desesperados por verse libres delos demonios que ellos mismos habían invocado.

Detrás de la iglesia, la calzada de Aquae Sulis se dirigía hacia el norte.Ahora se veía blanca y vacía, pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que el

viejo Macelio empezara a preocuparse por sus soldados y enviara otrodestacamento para investigar qué había pasado?

Gawen había matado a cinco, y cuando llegó la oscuridad, las afiladasnavajas de los hombres de los pantanos se habían encargado del resto.Después se habían deshecho de los cuerpos en los pantanos para que nocontaminaran el Tozal. Pero no había duda de que los monjes les contarían alos romanos que los soldados habían estado allí, y el ejército les haría pagarun alto precio por ello.

«Vendrán y acabarán lo que empezaron en la masacre de la Isla deMona, cuando yo era una niña. La orden de los druidas y el servicio a nuestraDiosa será borrado al fin», pensó Caillean con gravedad. En ese momento leresultaba difícil preocuparse por ello. Se quedó donde estaba, mirando elhorizonte mientras el sol se ponía y la luz retrocedía ocultando el mundo.

Ya había oscurecido completamente cuando alguien le tocó el brazo y lehizo recuperar la conciencia. Ya no tenía esperanza, pero abstraerse le habíaconcedido un poco de paz.

—¿Qué pasa? ¿Gawen está...?

Riannon sacudió la cabeza.

—Aún duerme. Somos los demás los que os necesitamos. Señora, todoslos druidas y las sacerdotisas iniciadas están aquí. Están asustados; algunosquieren marcharse antes de que vuelvan los romanos, otros quieren quedarsea pelear. Hablad con ellos, ¡decidnos qué hacer!

—¿Que os diga qué hacer? —Caillean sacudió la cabeza—. ¿Creéis quemi magia es tan grande que sólo tengo que murmurar un hechizo y yaestaremos todos salvados? Si no pude salvar a Gawen, ¿qué os hace pensarque podré salvar al resto?

Entonces vio en la tenue luz el dolor reflejado en la cara de Riannon y semordió la lengua para no seguir diciendo más.

—¡Sois la Dama de Avalón! No podéis abandonarlo todo sólo porquehabéis perdido la esperanza. Sentimos la misma desesperación que vos, perosiempre nos habéis enseñando que no debemos permitir que nuestrossentimientos determinen nuestros actos, sino buscar la calma y permitir que elespíritu eterno de nuestro interior decida...

Caillean suspiró. Sentía como si su propio espíritu hubiera muerto cuandoPaulus tiró las piedras sagradas, pero las acciones de la mujer que había sidoaún la ataban. «Es cierto —pensó—, las cadenas más sólidas son aquellasque nos forjamos nosotros.»

—Muy bien —dijo al fin—. Esta decisión afectará completamente anuestras vidas, por lo que no puedo tomarla por vosotros; pero iré ydecidiremos qué hacer.

Uno a uno, los miembros de la comunidad druídica se acercaron cojeandohasta formar casi un círculo completo. Ambios llevó la silla de Caillean y ésta

se dejó caer en ella reparando con dolor en el tiempo que había pasado de pie.Había aprendido a ignorar las exigencias del cuerpo, pero en ese momentosentía todos y cada uno de sus sesenta años.

Habían colocado varias lámparas de aceite en el suelo. Bajo la luzintermitente, Caillean vio el reflejo de su propia angustia.

—No podemos quedamos aquí. No sé mucho de los romanos —dijoAmbios—, pero todos habéis oído cómo castigan a los que atacan a lossoldados. Si es en la guerra, venden a los prisioneros como esclavos, pero silos que se rebelan contra ellos son civiles, terminan crucificados...

—A los britanos no nos está permitido llevar armas, no digamos yausarlas contra ellos... —dijo otro.

—¿Y eso os sorprende? —repuso Riannon con un orgullo amargo—.¡Mirad el daño que hizo Gawen con la suya! —Todos se volvieron para mirar unmomento las figuras inmóviles que había bajo el refugio de hojas.

—En cualquier caso, con nosotros no tendrán piedad alguna —intervinoEiluned—. He oído lo que les hicieron a las mujeres de Mona. La Casa delBosque fue fundada para proteger a las que quedaron. Nunca deberíamoshaberla abandonado.

—Vernemeton está en ruinas —dijo Caillean con voz cansada—. Si semantuvo durante tanto tiempo fue porque el antiguo archidruida Ardanos eraamigo personal de varios romanos destacados. Hemos vivido en paz desdeentonces porque las autoridades no sabían que estábamos aquí.

—Si nos quedamos seremos exterminados, o peor. Pero ¿adóndeiremos? —preguntó Marged—. Ni siquiera podemos escondemos en lasmontañas de Demetia. ¿Deberíamos pedirles a las gentes de los pantanos quenos construyan barcas para navegar hasta las islas que hay más allá del maroccidental?

—¡Ay, el pobre Gawen alcanzará esas islas antes que nosotros! —exclamó Riannon.

—Podemos huir hacia el norte —dijo Ambios—. Los caledonios no seinclinan ante Roma.

—Ya lo hicieron en tiempos de Agrícola —repuso Brannos—. ¿Quiénpuede asegurar que no llegará otro ambicioso emperador que vuelva ahacerlo? Además, las gentes del norte tienen sus propios sacerdotes. Puedeque no seamos bienvenidos.

—En ese caso, la Orden de los Druidas de Britania ha terminado sus días—dijo Riannon con dureza—. Tenemos que devolver a sus familias a los niñoscuya educación nos ha sido confiada. Después, deberemos separamos ybuscamos la vida como mejor podamos.

Brannos sacudió la cabeza.

—Yo ya estoy viejo para esos trotes. No me moveré de aquí. Y que losromanos se diviertan, si pueden, con lo que saquen de mis huesos.

—Yo también me quedo —dijo Caillean—. La Dama Eilan me envió aquípara que sirviera a la Diosa en esta colina sagrada y no voy a romper mi

juramento.

—¡Madre Caillean! No podemos irnos... —empezó a decir Lysanda, perootro sonido la interrumpió. Sianna se había levantado y estaba llamándolos.

—¡Gawen se ha despertado! ¡Venid! —gritó.

Curioso, pensó Caillean, cómo, aunque seguía igual de cansada, habíadejado de importarle. Fue la primera en llegar adonde estaba Gawen, searrodilló a su lado y pasó las manos por encima de su cuerpo para captar lafuerza de la vida en él. Lo encontró más estable de lo que esperaba, y recordóque estaba en la flor de su juventud y en una forma física excelente. Su cuerpono renunciaría con facilidad al alma que contenía.

—Le he contado lo que pasó cuando perdió la consciencia —dijo Siannaen voz baja cuando llegaron los demás—. ¿Qué habéis decidido hacer?

—No hay refugio para la orden —respondió Ambios. Miró el rostro blancode Gawen y apartó la vista enseguida—. Tenemos que separamos y confiar enque los romanos no nos consideren tan importantes como para perseguimos.

—¡A Gawen no se le puede mover y yo no pienso dejarlo aquí! —exclamóSianna.

Caillean notó el movimiento convulsivo del herido y puso la mano sobre lade él.

—¡Tranquilo!... ¡Tienes que conservar las fuerzas!

—¿Para qué? —articuló con los labios. Por increíble que pareciese,estaba bromeando. Después miró a Sianna—. No debe correr peligro... por miculpa...

—No abandonaste las piedras sagradas —dijo Caillean.

El joven inspiró y se le escapó un gesto de dolor.

—Entonces había algo... que defender. Ahora ya... he terminado.

—¿Y qué me aguarda a mí en un mundo en el que no estés tú? —gritóSianna volviendo a inclinarse sobre él.

Su cabello claro ocultaba el cuerpo herido de Gawen y toda ella sesacudía al ritmo del llanto. La cara del joven se crispó cuando se dio cuenta deque no tenía fuerzas ni para alzar el brazo sano y consolarla.

Caillean, con los ojos doloridos por las lágrimas, levantó la mano yacarició a Sianna. De repente sintió un picor en la carne. Miró hacia arriba y vioun resplandor; dentro de él estaba la esbelta figura de la Reina de las Hadas.

—Si las sacerdotisas ya no pueden protegerte, hija mía, debes volver alReino de las Hadas, y también el hombre. No morirá si queda a mi cargo en elOtromundo.

Sianna se incorporó; la esperanza y el desconsuelo libraban una durabatalla en sus ojos.

—¿Se curará?

La mirada oscura del hada se volvió hacia Gawen, con infinita compasióny pena.

—No lo sé. A lo mejor dentro de un tiempo, mucho tiempo, según elcómputo humano.

—Ah, Señora —susurró Gawen—, habéis sido muy buena conmigo, perono sabéis lo que me estáis pidiendo. Me ofrecéis la inmortalidad de la genteantigua, pero ¿qué me deparará? Sufrimiento sin fin desde mi cuerpo roto, ysufrimiento para mi espíritu cuando piense en las gentes de Avalón y en laspiedras profanadas. Sianna, amor mío, nuestro amor es grande, pero nosobreviviría a eso. ¿Me lo pedirías? —Tosió, y en el vendaje que envolvía supecho la mancha de sangre se volvió más intensa.

Entre sollozos, ella negó con la cabeza.

—Podría quitarte incluso esos recuerdos —dijo entonces su madre.

Gawen extendió el brazo por el que se enroscaba el dragón real; laslíneas oscuras contrastaban con la piel sin sangre.

—¿Podríais quitarme esto? —preguntó—. Entonces estaría muerto,porque ya no sería yo. No aceptaré salvarme si conmigo no se salvan losdruidas y las piedras sagradas.

«¿Poseería su padre esta sabiduría? —se preguntó Caillean—. Si fue así,Eilan vio más claro que yo, y la juzgué mal durante todos aquellos años.»

Era irónico que lo comprendiera en ese momento.

La Reina los observó con una pena enorme.

—Antes de que las gentes altas llegaran del mar, yo ya observaba yestudiaba a los humanos. Pero sigo sin entenderos. Os envié a mi hija paraque aprendiera vuestra sabiduría, y con ella ha adquirido también vuestrasdebilidades. Pero veo que tenéis determinación, y por eso os diré cómo podéissalvaros los druidas y las sacerdotisas de Avalón. Será difícil, y peligroso, y nisiquiera puedo garantizaros que funcione, pues sólo se ha intentado una o dosveces.

—¿Qué debemos hacer, Madre?

Caillean se apoyó en los talones y entrecerró los ojos, pues le parecíaque iba a contarles algo de lo que ella ya había oído hablar.

—Hay una manera de separar el Avalón en que vivís del resto de lahumanidad. Los romanos verán sólo la isla de Inis Witrin, donde los nazarenostienen su iglesia. Pero para vosotros habrá un segundo Avalón, lo bastanteapartado para que el tiempo siga en él un camino diferente. No estarátotalmente en el Reino de las Hadas ni en el mundo humano. Una espesaniebla lo ocultará a la vista de los mortales y sólo la podrán atravesar aquellosque sepan conjurar ese poder. —Su sombría mirada se trasladó a Caillean—.¿Lo entendéis, Dama de Avalón? ¿Os atreveréis con este artificio por aquellosa los que amáis?

—Me atrevo —repuso con voz ronca—, aunque me consuma. Me atrevoa eso y a mucho más para proteger aquello que he jurado proteger.

—Sin embargo, sólo puede hacerse cuando las mareas de poder esténactivas. Si esperáis hasta el solsticio de verano, vuestros enemigos puedenvenir entretanto, y no creo que Gawen aguante.

—Las mareas de Beltane empiezan a retroceder ahora, y el rito quecelebramos anoche levantó mucha energía —dijo Caillean rápidamente—. Loharemos ahora.

Ya era muy tarde cuando estuvieron preparados para empezar. Nopodrían transportar el valle de Avalón al completo; pensar en que afectara a lassiete islas sagradas era una tarea que no se podía ni imaginar. Caillean envió asu gente por parejas, sacerdote y sacerdotisa, a marcar los puntos con fuegosencendidos con las brasas de Beltane. El resto se reunió en el Tozal.

En el momento en que las estrellas se detuvieron durante la medianoche,Brannos se dirigió a la cima del Tozal, se puso el cuerno en los labios y sopló.Sus dedos estaban demasiado torcidos para el arpa, pero sus pulmonesestaban sanos. Con suavidad al principio, el sonido del cuerno se esparció porel oscuro cielo, aumentando de volumen como si recogiera fuerza de la nochemisma, llenando la oscuridad con una música tan profunda que Caillean pensóque las estrellas respondían con un eco. Sintió en su carne el estremecimientoque precede al trance, y supo que lo que estaba escuchando no era del todofísico, porque, ¿qué sonido producido por un artilugio humano podía llenar elmundo? ¿Y por qué sentidos de la carne se podía percibir? Lo que su espírituescuchaba era la manifestación de la férrea voluntad del anciano druida.

Miró el círculo de piedras que se cerraba a su alrededor. Lo habíanreparado como habían podido, apuntalando las piedras caídas y uniendo lospedazos; pero esa noche el auténtico círculo era de carne y almas humanas.Las gentes de Avalón se habían situado a su alrededor, un círculo dentro y elotro fuera, como extensiones vivientes de los puntos de poder que eran laspiedras. La danza para la que no habían tenido tiempo por la tarde empezaríaentonces. Caillean le indicó a Riannon que comenzara la música.

La joven tocó una melodía majestuosa y vivaz, que ya era antigua cuandolos druidas llegaron a la isla. Las dos filas de bailarines empezaron a moverseen el sentido del sol alrededor del círculo, separándose para atravesar laspiedras, entrecruzándose y separándose de nuevo a la siguiente, de maneraque las rocas quedaran envueltas en meandros de luz. A medida que lamelodía aceleraba, los danzarines tejían una y otra vez la energía entre laspiedras.

Caillean sintió que el flujo de energía aumentaba. La luz que desprendíansus cuerpos era una manifestación del poder que estaba creándose en elperímetro de la cima del Tozal. Oscilaba un poco cuando entraba en contactocon las piedras rotas, como el agua cuando encuentra un obstáculo en el lechodel río. Pero al agua no le importaba, y seguía el camino que ofrecía menorresistencia. La determinación de los bailarines liaría que el flujo de fuerza lasatravesara.

Cuando la danza incrementó el ritmo, parte de la energía salió disparadade la circunferencia hacia el exterior. Pero la fuerza que se movía hacia elinterior quedó contenida, sujeta sólo por su propio momento. La sumasacerdotisa envió un zarcillo de espíritu hacia abajo, que se ancló en la tierradel Tozal. Aunque lo había hecho miles de veces, siempre se sorprendíacuando la energía empezaba a fluir de veras.

El aire dentro del círculo se tomó espeso. Caillean parpadeó, y piedras y

bailarines quedaron velados por una bruma dorada. Alzó las manos para reunirla luz. En una dimensión separada de la humana por un suspiro, esperaba laReina de las Hadas. Si los druidas eran capaces de concitar suficiente energía,y si Caillean era lo bastante fuerte para dirigirla, el hada podría colocar Avalónentre ambos mundos.

La energía se levantó en olas aturdidoras. La distorsión de las piedrasrotas aumentaba a medida que iba creciendo. A Caillean le costaba mantenerel equilibrio. Recordó una noche en que volvió al Tozal a través de la tormenta;la barca daba bandazos y Caminante de las Aguas apenas podía dominarla.En la orilla, manos amigas tendidas hacia ellos se esforzaban por coger lamaroma que una y otra vez les tiraba Caillean, la cual, en uno de los intentos,casi se cayó por la borda. Finalmente los salvó un momentáneo receso delviento.

En ese instante ocurría lo mismo. Se tambaleó, sacudida por la energíaque salía: podía reunir el poder, pero no dirigirlo.

«¡Déjalo!»

Caillean no supo si la voz llegaba desde dentro o desde fuera, pero encualquier caso no podía continuar mucho más tiempo. Cuando la voluntad quela sostenía flaqueó, la energía salió hacia fuera y ella cayó a tierra.

—Lo siento... No he sido suficientemente fuerte... —se oyó balbucear.Parpadeó, sin saber si estaba consciente o en un sueño. Poco a poco, elmundo se fue deteniendo. Estaba sentada de espaldas al altar de piedra; caraspálidas se enfocaban y desenfocaban a su alrededor—. Lo siento —repitió conmás fuerza—. No quería asustaros, ayudadme a levantarme.

Al menos, pensó cuando miró a su alrededor, había sido capaz de recibirel contragolpe de la energía en lugar de permitir que devastara el círculo. Losotros parecían conmocionados, pero todos estaban en pie. Ella se sentía comosi le hubiera pasado por encima una manada de caballos en estampida, pero eldoloroso latir de su corazón empezaba a tranquilizarse.

Un movimiento fuera del círculo llamó su atención. ¿Qué estabanhaciendo? Cuatro de los jóvenes habían colocado a Gawen en una litera y loacercaban al círculo de piedras.

—Es su voluntad, Dama —dijo Ambios en un tono que añadía: «Aunquemoribundo, es el Rey.»

Acercaron unos bancos y lo depositaron sobre ellos. Los tensos músculosde las mejillas de Gawen se relajaron cuando la camilla dejó de bambolearse.Después de un momento abrió los ojos. Caillean lo miró.

—¿Porqué...?

—Para ofrecerte la ayuda que pueda cuando vuelvas a intentarlo... —respondió Gawen.

—¿Cuando vuelva a intentarlo? —Caillean sacudió la cabeza—. Ya hehecho todo lo que sabía...

—Debemos intentarlo de otra manera —intervino Sianna—. ¿Acaso nonos has enseñado el poder que tiene una tríada en casos como éste? Trespuntos aportan más equilibrio que uno solo.

—¿Quieres decir... tú, Gawen y yo? Sólo el hecho de permanecer en elcírculo sería peligroso para él... ¡Canalizar la energía lo mataría!

—Voy a morir de todos modos; si no es a causa de mis heridas serácuando lleguen los romanos —dijo Gawen con calma—. He oído decir que enla muerte de un rey reside una magia muy poderosa. Yo creo que, muriendo,tendré más poder del que tenía hace una semana en perfecto estado de salud.Ahora sé quién soy y quién he sido. La poca vida que me queda es un preciomuy pequeño por una victoria de esa magnitud.

—¿Piensa Sianna lo mismo? —preguntó Caillean con amargura.

—Éste es el hombre al que amo. —La voz de Sianna temblaba sólodébilmente—. ¿Cómo puedo negarle algo? Para mí siempre ha sido un rey.

—Volveremos a encontrarnos —replicó Gawen mirándola, y después ledijo a Caillean—: ¿No nos has enseñado tú que esta vida no lo es todo?

Caillean lo miró a los ojos y sintió que se le partía el corazón. En esemomento no sólo veía a Gawen claramente, sino también a Sianna, y sabíaque el espíritu que brillaba a través de los ojos de la muchacha era algo que enocasiones había amado y en ocasiones, combatido.

—Así sea —dijo pesadamente—. Nos arriesgaremos juntos, pues creoque los tres estamos unidos por la misma cadena. Se irguió y miró a los otros—. Si también estáis decididos a intentarlo, instalaos en vuestros puestos ycogeos de la mano alrededor de las piedras. Pero esta vez no bailaremos. Laspiedras rotas no pueden retener la energía. Debéis enviarla hacia el sol através de vuestras manos unidas mientras cantamos...

Una vez más, el Tozal quedó en silencio. Con un hondo suspiro, Cailleanenraizó su ser en la tierra y emitió la primera y vibrante nota del acordesagrado. Ésta empezó con suavidad y se fue intensificando a medida que lasvoces se le unían, hasta que la sacerdotisa comenzó a ver las vibracionescomo una bruma. Cuando la nota se estabilizó, Caillean dejó de cantar. Siannay Gawen también estaban callados, pero ella sentía que usaban el sonido paraconcentrar y canalizar la energía.

Eso la animaba, o tal vez fuera sólo que empezaba a caer en un estadoprofundo en el que podía ver las cosas de manera más imparcial. Se concentróy empezó con la segunda nota del acorde.

A medida que aumentaba la complejidad de la armonía, la luminiscenciabrumosa se tomaba más brillante. Si la energía suscitada por el baile parecíavigorosa, ésa tenía un aspecto más estable. Los druidas con más experienciase habían situado en las piedras dañadas y su fuerza equilibraba la del resto.

Caillean volvió a hacer acopio de fuerzas y liberó la tercera nota en eldenso ambiente.

Seguro que estaba funcionando, pensó cuando las agudas voces de lasmás jóvenes completaron el acorde, porque podía discernir en el brillo unreflejo irisado que giraba poco a poco en la dirección del sol. No había que

controlar esa energía, sino cabalgarla. En ese instante sólo necesitaba unadirección.

—Canto a las piedras sagradas de Avalón —entonó en una cuarta notarespaldada por el acorde.

—Canto al círculo de luz y sonido —le respondió Sianna.

—Canto al espíritu que tras el dolor renace... —siguió Gawen con una vozsorprendentemente potente.

—Bendita la loma que nos acoge...

—Verde es la hierba que crece en sus laderas...

—Suaves las flores que arrastra el viento...

Las distintas voces prosiguieron el conjuro. En la luz irisada Caillean vioimágenes de Avalón: el brillo rosado del lago en la puesta de sol, velado por laniebla, el fulgor de la luz plateada por la tarde, retazos de llamas entre loslechos de juncos a la puesta del sol... Invocaron la belleza del Tozal enprimavera —engalanado con las flores de los manzanos—, en el verdeenérgico del verano y en las nieblas grises y silenciosas del otoño. La canciónhablaba de las verdes islas, de robles que llegaban hasta el cielo y de ladulzura de las bayas escondidas entre los brezos.

No había el entusiasmo del primer intento, sólo una certeza cada vezmayor de que estaban siendo elevados por la música. El poder contenido en elcírculo se fue intensificando y se extendió poco a poco por el perímetro delterritorio que los druidas reclamaban. Pero el eje de la enorme rueda de poderque iba girando era la tríada ubicada en el altar de piedra. Caillean eraconsciente del amor de Sianna y el valor de Gawen, y de sí misma, que iba delo masculino a lo femenino y a una sabiduría que los reunía y no era ningunode los dos, pasándose el centro de poder de uno a otro mientras cantaban.

De pronto le pareció oír otra voz, dulce en la distancia, una voz delOtromundo. Era una canción sobre Avalón, pero las bellezas de las quehablaba eran trascendentes y eternas, y pertenecían al Avalón del corazón queexiste entre los mundos.

Ningún mortal habría resistido esa llamada. El espíritu de Cailleanrevoloteaba como un pajarillo en busca del cielo. Un temblor sacudió la tierra,de modo que se inclinó hacia delante y se agarró al altar de piedra. El suelobajo sus pies ya no era estable, pero la unión con los dos jóvenes era una líneade vida a la que se aferró cuando las ondas de la vibración la elevaron más ymás por encima de la realidad ordinaria.

Ya no veía la piedra ni el círculo, sólo a sus dos compañeros, que flotabanen una bruma de luz. Sabía que ya no estaban en su cuerpo, pues Gawen seencontraba de pie y tan radiante y entero como la noche anterior, con Sianna asu lado. Caillean se acercó y unieron las manos; inmediatamente sintió unasúbita llamarada de energía y una gran paz.

—Ya se ha realizado... —dijo la voz por encima de ellos. Miraron haciaarriba y vieron a la Reina de las Hadas tal y como era en el Otromundo.Brillaba con un esplendor del que el disfraz que vestía entre los humanos sóloreflejaba un destello—. Lo habéis hecho bien. Ahora sólo queda la tarea de

convocar a las nubes para que escondan la Isla de Avalón del mundo.Vosotros, hijos míos, deberíais regresar a vuestros cuerpos. Basta con que sequede la Dama de Avalón, que está más acostumbrada a alejarse de sucuerpo, para que sea testigo y aprenda el hechizo con el que atravesar lasnieblas para salir del mundo.

Caillean se separó de la pareja. Sianna sonrió y comenzó a darse lavuelta, pero Gawen sacudió la cabeza.

—La línea que me unía a esa forma se ha roto.

Sianna abrió los ojos como platos.

—¿Estás muerto?

Sorprendentemente, Gawen sonrió.

—¿Te parezco muerto? Sólo he abandonado mi cuerpo. Ahora soy libre.

«Y yo te he perdido... —pensó Caillean—. Oh, mi niño, ¡mi hijo!»

Levantó un brazo para alcanzarlo, pero luego lo dejó caer. Ya estaba enun lugar más allá de ella.

—¡Entonces me quedaré aquí contigo! —Sianna lo agarró con fuerza.

—Este lugar no es más que un umbral —dijo su madre—; prontodesaparecerá. Gawen debe seguir, y tú debes volver al mundo humano.

—¡Avalón ya está seguro! —exclamó—. ¿Para qué tengo que volverahora?

—Si no te importa la vida que aún te queda por vivir, hazlo al menos porla del niño que llevas dentro...

Sianna se quedó perpleja y Caillean sintió que su corazón saltaba agitadopor una esperanza que no sabía que había perdido. El brillo de Gawen crecía,como si a cada momento que pasaba las convenciones de la carne tuvieranmenos importancia.

—Vive, mi amor, vive y cría a nuestro hijo para que algo de mí quede enel mundo.

—Vive, Sianna —gritó Caillean—, porque eres joven y fuerte, y porquevoy a necesitarte como no puedes imaginar para los tiempos que se avecinan.

Gawen la tomó en sus brazos, tan brillantes ahora que la luz brillabatambién a través de Sianna.

—El tiempo no se nos hará largo, y cuando llegue tu hora, ¡volveremos acaminar juntos!

—¿Me lo prometes?

Gawen lanzó una carcajada.

—Aquí sólo se puede decir la verdad... —Y después de esas palabras, unintensa luz cegó a las dos mujeres.

Caillean cerró los ojos pero lo escuchó decir «te quiero», y aunque esaspalabras deberían haber estado dirigidas a Sianna, su alma las escuchó y supoque también eran para ella.

Cuando la suma sacerdotisa abrió los ojos, se encontraba de pie en laamplia y enfangada orilla de las marismas donde las aguas del Sabrina erandevueltas por la marea. A su lado estaba la Reina de las Hadas, de nuevoataviada con su atuendo de los bosques, aunque aún le quedaba algo delencanto del Otromundo. La noche había terminado y el cielo comenzaba aclarear. Por encima de sus cabezas, las gaviotas descendían en picado,gritando, y el aire húmedo albergaba el olor punzante del mar lejano.

—¿Ya está? —susurró Caillean.

—Mira detrás de ti —fue la respuesta. La sacerdotisa se dio la vuelta. Porun momento pensó que no había cambiado nada, pero enseguida vio que elcírculo de piedras del Tozal estaba intacto, como si nunca hubiera sidoprofanado, y que en la ladera bajo el manantial sagrado, donde antes estabanlas cabañas del padre José y sus monjes, no había nada más que un verderesplandeciente—. Las nieblas os protegerán... Invócalas...

Caillean miró una vez más hacia el oeste. Una débil niebla surgió desdelas aguas, más espesa cuanto más lejana.

—¿Con qué conjuro he de invocarlas?

La Dama sacó de su bolsa algo envuelto en una tela amarilla. Era unatablilla de oro con extraños caracteres. Al verla, un recuerdo lejano se despertóen Caillean y supo que había sido grabada por los hombres que habían llegadode las poderosas tierras anegadas por el mar. Cuando la tocó, aunque nuncahabía escuchado ese idioma con sus oídos mortales, supo qué palabras debíapronunciar.

En la distancia, las densas nieblas empezaron a fluir. A medida que lasllamaba, llegaban inflándose, envolviendo los árboles, los juncales y el aguahasta los barrizales de la orilla, envolviéndola a ella también en un abrazohelado que mitigó el último de sus dolores.

Hizo un gesto y ordenó a la niebla que lo rodeara todo. «Cíñenos,rodéanos, llévanos a tu interior, adonde ningún fanático pueda maldecirnos ydonde sólo los dioses nos encuentren. ¡Circunda Avalón para que esté segurapara siempre, durante toda la eternidad!»

De repente empezó a sentir frío. La niebla caía pesadamente sobre elagua hasta los límites de su campo visual y sintió que el familiar paisaje por elque había viajado una vez desde Deva ya no estaba al otro lado; en su lugarvio algo extraño que sólo era parcialmente visible a los ojos mortales.

¿Cuánto llevaba allí, horas o minutos? Se sentía entumecida y le dabancalambres, como si hubiera cargado con Avalón a sus espaldas durante todo elcamino.

—Ya está hecho —resonó la voz de la Reina. Se la veía más pequeña,como si también ella hubiera quedado agotada tras el trabajo de la noche—. Tuisla descansa entre el mundo de los hombres y el de las hadas. Si alguienbusca Avalón, sólo encontrará la isla sagrada de los nazarenos, a no ser quehaya sido educado en la antigua magia. Puedes enseñar el conjuro a algunas

de las gentes de los pantanos, a las que sean dignas de ello; de otro modo,sólo tus iniciados podrán atravesar el lago.

Caillean asintió. Notaba el aire húmedo, fresco y nuevo. De allí en adelante morarían en una tierra limpia, que no debía nada ni a príncipes ni a emperadores, guiada sólo por los dioses...

Habla Caillean:Habla Caillean:

Desde el momento en que la niebla de las hadas nos envolvió, el tiempode Avalón empezó a discurrir de manera distinta al del mundo exterior. DeBeltane a Samhain, y de Samhain a Beltane, han pasado los años, y desdeaquel día ningún pie profano ha pisado el Tozal. Cuando miro atrás, parece quefue hace muy poco. Sin embargo, la niña que se entregó a Gawen ya es unamujer hecha y derecha que también se ha consagrado a la Diosa, y es la Damade Avalón en todo menos en el nombre.

A medida que envejezco, descubro que mis pensamientos se vuelvenhacia el interior. Las doncellas me tratan con afecto y hacen como que no sedan cuenta de que las llamo por el nombre de sus madres. No sufro, pero escierto que el pasado es a veces más vivido para mí que el presente. Dicen quela suma sacerdotisa posee el don de saber cuándo llega su hora, y presientoque no voy a permanecer en este cuerpo mucho tiempo.

De tiempo en tiempo, llegan muchachas nuevas para que las eduquemos.Las traen los hombres de los pantanos que conocen el conjuro o bien lasrecogen nuestras sacerdotisas cuando salen al mundo exterior. Algunaspermanecen aquí uno o dos años, y otras se quedan y toman los votos comosacerdotisas. Aun así, los cambios son pocos, comparados con losacontecimientos que tienen lugar más allá de nuestro valle. Tres años despuésde la muerte de Gawen, el emperador Adriano en persona vino a Britania yordenó construir una enorme muralla que separara las tierras del norte. Pero¿mantendrá a las tribus salvajes encerradas para siempre en sus páramos ymontañas?

No creo. Las murallas son tan fuertes como los hombres que lasprotegen.

Evidentemente, lo mismo sucede con Avalón.

Por el día pienso en el pasado, pero anoche soñé que dirigía los ritos dela luna llena en el Tozal. Miré en la vasija de plata y vi imágenes del futuroreflejadas en ella. Vi a un emperador al que llamarán Antonino marchar más alnorte de la muralla de Adriano para construir otra en Alba. Pero los romanos nopodrán defenderla y pocos años más tarde desmontarán sus campamentos yretrocederán. Veo el futuro en la vasija, veo tiempos de paz a los que sucedenépocas de guerra. Una nueva confederación de tribus del norte asaltará la

muralla, y otro emperador, Severo, vendrá a Britania para aplastarlos y volveráa Eburácum a morir.

En mis visiones han pasado más de doscientos años, y durante todo esetiempo las nieblas guardarán Avalón. Al sur de Britania, los britanos y losromanos se convertirán en un solo pueblo. Se alzará un nuevo emperador, alque llamarán Diocleciano, y quien empezará a curar el Imperio de las heridasde sus muchas guerras civiles.

Mezcladas entre los conflictos romanos, veo a mis sacerdotisas,generación tras generación, adorando a la Diosa en el Tozal Sagrado osaliendo de la isla para convertirse en esposas de príncipes y transmitir algo dela antigua sabiduría al mundo. A veces me parece ver a alguna que tiene lamirada de Gawen, o la belleza de Eilan, o a alguna niña morenita que separece a la Reina de las Hadas.

Pero yo no renaceré en Avalón. Según las enseñanzas druídicas, hayalgunos cuya santidad es tal que cuando la muerte los libera del cuerpotraspasan para siempre los círculos del mundo. Yo no creo poseer un alma tanbrillante. Puede que, si la Diosa es misericordiosa, permita a mi espíritu vigilara mis niños hasta que se me necesite de nuevo encarnada.

Y cuando lo haga, puede que también vuelvan Gawen y Sianna. ¿Nos conoceremos? No sé. Puede que no, pero creo que siempre llevaremos en las nuevas vidas el recuerdo de nuestro antiguo amor. Quizá la próxima vez sea Sianna la maestra y yo la alumna. Pero Gawen siempre será el Rey Sagrado.

SEGUNDA PARTESEGUNDA PARTE

La Suma SacerdotisaLa Suma Sacerdotisa

285-293 d. de C.285-293 d. de C.

11

Desde el mediodía había estado cayendo una llovizna constante queempapaba las capas de los viajeros y cubría las colinas con un sutil velo demisticismo. Los cuatro libertos encargados de escoltar a la Dama de Avalónhasta Durnovaria cabalgaban encorvados, con las gruesas porras de roble quellevaban en los lados chorreando agua. Incluso la joven sacerdotisa y los dosdruidas que la asistían se habían calado las capuchas de las capas hasta losojos.

Dierna exhaló un suspiro. Deseaba poder hacer lo mismo, pero su abuelale había dicho cientos de veces que la suma sacerdotisa de Avalón debíapredicar con el ejemplo, y ella misma había cabalgado erguida hasta el día desu muerte. Aunque hubiera querido, Dierna no habría podido ignorar esaexigencia. Había veces, pensó, en las que descender de un linaje de sietegeneraciones, en su mayor parte sacerdotisas, desde la Dama Sianna,constituía un honor del que era preferible prescindir. Sin embargo, no tendríaque aguantar el mal tiempo mucho más. El terreno mejoraba y había más genteen la calzada. Llegarían a Durnovaria antes del anochecer. Esperaba que ladoncella a la que iban a recoger mereciera la pena.

Conec, el más joven de los druidas, señaló con un dedo y ella vio laelegante curva del acueducto entre los árboles.

—Sí, es algo increíble —comentó asintiendo con la cabeza—, sobre todoporque no existe ningún motivo por el que los habitantes de Durnovaria nopuedan abastecerse de los pozos de la ciudad. Los emperadores romanos sehomenajeaban a sí mismos erigiendo estructuras faraónicas para sus ciudades.Supongo que los príncipes durotriges pretenden imitarlos.

—El príncipe Eiddin Mynoc está más interesado en mejorar las defensas—dijo Lewal, el druida mayor, un hombre de pelo rojizo, bajo y fornido, que erael curandero y que los acompañaba para comprar unas hierbas que no crecíanen Avalón.

—No es de extrañar —replicó uno de los libertos—. Los piratas del Canalcada vez nos atacan más a menudo.

—Debería intervenir la fuerza naval —dijo otro—. Si no, ¿para quépagamos impuestos a Roma todos los años?

La joven Erdufylla arrimó su caballo al de Dierna, como si temiera que unabanda de piratas oculta tras el siguiente grupo de árboles fuera a asaltarlos.

Cuando llegaron a la cima de una colina, Dierna divisó la ciudad, queestaba ubicada en un promontorio de tierra caliza encima del río. El foso y lamuralla eran tal como los recordaba, sólo que ahora estaban, en parte,rodeados por un muro de mampostería nuevo. Las aguas discurrían marronesy silenciosas bajo el acantilado, bordeado por barro ennegrecido. Debía dehaber marea baja, pensó, escrutando a través de la llovizna en el gris del cieloque emergía del mar. Las gaviotas los saludaron con graznidos, revolotearonsobre sus cabezas y desaparecieron. Los sacerdotes se enderezaron, e inclusolos caballos, presintiendo que se acercaba el final del viaje, empezaron agalopar con brío.

Dierna suspiró, y sólo entonces descubrió su ansiedad. Esa noche, porfin, estarían a salvo tras las nuevas murallas de Eiddin Mynoc. Ahora ya podíapermitirse elucubrar sobre esa muchacha que constituía la razón del viaje bajola lluvia.

—Teleri, ¿estás escuchándome? La suma sacerdotisa cenará connosotros esta noche. —La voz de Eiddin Mynoc retumbó como un truenolejano.

Teleri, sumida en los pensamientos de un futuro inminente en el que lassacerdotisas se la llevarían a Avalón, parpadeó y volvió a la realidad. Elpresente era el estudio de su padre en Durnovaria, donde no paraba deretorcerse la falda, como un niña pequeña.

—Sí, padre —contestó en el latín exquisito que el príncipe había hechoaprender a todos sus hijos.

—La Dama Dierna ha venido sólo para verte a ti, hija. ¿Sigues decidida amarcharte con ella? No quiero presionarte, pero, una vez tomada la decisión,no habrá vuelta atrás.

—Sí, padre —dijo Teleri de nuevo y, viendo que su padre esperaba unarespuesta más elaborada, añadió—: Sí, quiero ir.

No cabía duda de que estaba atemorizada, plantada delante de él,cohibida como uno de los esclavos de la cocina. El príncipe era un padreindulgente. La mayoría de las jóvenes de su edad ya habían sido casadas sintener en consideración sus deseos. Sin embargo, las sacerdotisas no secasaban. Si lo deseaban, podían tener amantes durante los ritos sagrados ydar a luz hijos, pero no podían someterse a ningún hombre. Las sacerdotisasde Avalón tenían poderes mágicos. No era el temor lo que enmudecía a Teleri,sino la fuerza de una dicha salvaje que la arrebataba con el solo pensamientode la colina sagrada.

Lo deseaba con todas sus fuerzas, habría cantado, gritado, dado vueltaspor el estudio de su padre como una posesa si en algún momento le hubieracontado lo que sentía. Sin embargo, bajó la mirada, como era de esperar enuna doncella modesta, y respondió con murmullos monosilábicos alinterrogatorio exasperado de su padre.

«¡Llegarán esta noche!», pensó cuando el príncipe al fin permitió que

volviera a sus aposentos. La casa, de estructura romana, tenía un patio en elque las flores de las macetas brillaban bajo la lluvia. Mientras se apoyaba enuno de los pilares de la galería pensó que toda su vida había consistido en lomismo: protección, educación y retraimiento.

Miró la escalera que subía al tejado. Su padre la había hecho poner enaquel lugar para seguir desde allí la construcción de la nueva muralla. Teleri seremangó las faldas y subió; abrió la trampilla y giró la cara contra el viento. Lalluvia le golpeaba las mejillas, y en poco tiempo se le empapó el pelo y el aguaque le resbalaba por el cuello le mojó el vestido. Pero no le importaba. Losmuros de su padre relucían tenues bajo la lluvia, pero por encima de ellos veíala niebla gris que cubría las colinas.

—Pronto descubriré qué se esconde allí detrás —susurró—. ¡Y entoncesseré libre!

La casa en la que el príncipe de los durotriges se alojaba cuando iba a laciudad tribal era de diseño romano: había sido decorada por artesanos quehabían reinterpretado su propia mitología al estilo romano y amueblada sintener en cuenta en absoluto la homogeneidad ni la estética. Gruesas alfombrasde lana del lugar cubrían las gélidas baldosas y sobre el diván había uncobertor de piel de zorro. Dierna lo miró con deseo, pero sabía que si se dejabacaer en él, le resultaría muy difícil volver a levantarse.

Al menos los esclavos del príncipe les habían llevado agua caliente paralavarse y pudo por fin deshacerse de los calzones y de la túnica que habíausado durante el viaje y ponerse el vestido azul de mangas anchas que laidentificaba como sacerdotisa de Avalón. No llevaba ningún ornamento; sinembargo, las prendas que vestía eran de una delicada lana teñida de un azulcálido cuya composición era un secreto de la isla mágica.

Cogió el espejo de bronce y se colocó un mechón de pelo rebelde bajo lacorona de trenzas que sujetaba su abundante cabellera. Luego se pasó laestola por encima de la cabeza y se la enrolló alrededor del pecho para que losextremos sueltos quedasen colgando por detrás. Tanto su atuendo como supeinado eran austeros, pero la suave lana se amoldaba a las curvas generosasde sus pechos y caderas; y su pelo, más rizado que nunca por la humedad,resplandecía como el fuego sobre el fondo azul intenso.

Miró a Erdufylla, que todavía intentaba colocarse la estola, y sonrió.

—Será mejor que vayamos. Al príncipe no le gustará que lo hagamosesperar para la cena...

La joven sacerdotisa la miró.

—Sí, ya lo sé, pero... las otras mujeres llevarán túnicas bordadas ycollares de oro, y yo me veo demasiado normal con esta ropa.

—Te entiendo... Cuando acompañé a mi abuela por primera vez en susviajes fuera de Avalón me sentía igual. Ella me dijo que no debía tenerlesenvidia, pues sus galas tan sólo significan que tienen maridos que lasconsienten. Tú te has ganado la ropa que llevas. Cuando estés en medio de

ellas, lúcela con orgullo, y entonces serán ellas las que se sientan demasiadoarregladas y te envidiarán a ti.

Erdufylla no era una joven hermosa. Tenía los ojos pequeños y el pelo decolor ratón; pero a medida que Dierna hablaba, la jovencita se irguió, y cuandola suma sacerdotisa se acercó a la puerta, la siguió, deslizándose con el porte yla gracia propios de Avalón.

La casa estaba compuesta por cuatro alas que salían de cada uno de loslados del patio. El príncipe y sus invitados se habían reunido en una gran salasituada en el ala más apartada de la calzada. En una de las paredes estabanrepresentadas escenas de la boda del Joven Dios con la Doncella de las Floressobre un fondo naranja intenso. Un mosaico que imitaba el tejido de puntocubría el suelo. Las demás paredes estaban cubiertas de estanterías y lanzas,y una piel de zorro reposaba sobre la silla en la que aguardaba, sentado, elpríncipe Eiddin Mynoc.

Era un hombre de mediana edad, con la barba y el cabello canos. Suenorme físico había ido aumentando, y sólo de vez en cuando el fulgor de susojos revelaba la agudeza que había heredado de su madre, hija de Avalón.Ninguna de sus hijas había demostrado poseer ningún talento que valiera lapena explotar, pero, según el mensaje de Eiddin Mynoc, la más joven de ellas,aunque hermosa, tenía tantos pájaros en la cabeza que bien podría servir aAvalón.

Dierna inspeccionó la habitación y respondió a la bienvenida del príncipecon un grácil movimiento de cabeza exactamente igual al suyo. Era otra de lascosas que su abuela le había inculcado. En su mundo, la Dama de Avalón erala homologa del emperador. Los invitados —varias matronas vestidas al estiloromano, un hombre corpulento con una toga de los equites y tres jovencitosfornidos, que supuso eran los hijos de Eiddin Mynoc— la observaban con unamezcla de respeto y curiosidad. Y la muchacha a la que había ido a conocer,¿estaría todavía acicalándose o era demasiado vergonzosa para asistir a lareunión?

Una de las mujeres esquivó su mirada. Llevaba al cuello una cadena finade la que colgaba un pez plateado, por lo que la sacerdotisa pensó que seríacristiana. Dierna había oído que había muchísimos en la zona oriental delImperio, pero aunque había una comunidad de monjes que vivía en la isla deInis Witrin, la parte de Avalón que todavía formaba parte del mundo, en el restode la provincia el número era más bien reducido. Eran tan dados a las peleas ylas discusiones que no sería de extrañar que se destruyeran unos a otros enbreve sin necesidad de que el emperador tuviera que intervenir.

—Señor, vuestras murallas crecen a gran velocidad —dijo el hombre de latoga—. Rodean ya media ciudad.

—Cuando volváis estarán terminadas —dijo Eiddin Mynoc con orgullo—.Dejemos que esos buitres busquen su carroña en otra parte, no conseguiránnada en las tierras de los durotriges.

—Son un gran regalo para vuestro pueblo —dijo el hombre de la toga sinhacerle demasiado caso.

Dierna cayó en la cuenta de que ya había coincidido con él en otra

ocasión. Se trataba de Cneo Claudio Polion, uno de los magistrados con máspoder del lugar.

—Es el único regalo que los romanos nos permiten ofrecer —murmuróuno de los hijos—. No nos dejan armar a nuestro pueblo y se llevan las tropasque deberían protegemos al otro lado del Canal para librar sus propias guerras.

Su hermano agitó la cabeza con vigor.

—No es justo que nos exijan impuestos y no nos den nada a cambio.¡Antes de que vinieran los romanos, al menos podíamos defendernos solos!

—¡Si el emperador Maximiano no nos ayuda, necesitaremos unemperador propio! —dijo el tercer chico.

No había levantado la voz, pero Polion le lanzó una mirada dedesaprobación.

—¿Y a quién elegirías, gallito? ¿A ti mismo?

—No —intervino el padre rápidamente—, no estamos hablando detraición. Es tan sólo la sangre de sus ancestros, que han defendido a losdurotriges desde que Julio César llegó de la Galia, lo que hierve en sus venas.Es cierto que cuando el Imperio tiene problemas, Britania parece ser la últimaprovincia de la que se preocupan, pero aun así estamos mejor dentro de susfronteras que discutiendo entre nosotros...

—La flota naval está obligada a protegemos. ¿Qué hacen Maximiano yConstancio con el dinero que les mandamos? Juraron que nos librarían de lospiratas —murmuró un hombre mayor moviendo la cabeza—. ¿Acaso nocuentan con almirantes que dirijan los barcos contra ese tipo de maleantes?

Dierna, que seguía la conversación con interés, se giró al notar quealguien le tiraba de la manga. Era la mujer que lucía las ropas más ostentosas,Vitruvia, la esposa de Polion.

—Señora, me han comentado que sois una gran conocedora de hierbas ymedicinas...

Su voz se convirtió en un susurro cuando empezó a describir laspalpitaciones que sufría y que la tenían en vilo. Dierna supo ver, tras loscosméticos y las joyas, la verdadera y única ansiedad de aquella mujer y seobligó a escucharla.

—¿Habéis sufrido algún cambio en vuestro período? —preguntó. Loshombres, que seguían discutiendo de política, no se percataron de que sehabían apartado.

—¡Todavía soy fértil! —exclamó Vitruvia mientras se le encendían lasmaquilladas mejillas.

—Por ahora —dijo Dierna con delicadeza—; pero estáis pasando de losdominios de la Madre a los de la Sabia. Esta transformación llevará algunosaños. Mientras tanto deberéis tomar un preparado de artemisa. Bebed unasgotas cuando el corazón os dé problemas y veréis cómo os alivia.

Un agradable aroma a carne asada que provenía de la otra sala le hizoreparar en el tiempo que había pasado desde el desayuno. Pensaba que la hijadel príncipe les acompañaría en la cena, pero quizá Eiddin Mynoc era un padre

anticuado, de los que consideraba que las mujeres solteras debían permanecerrecluidas. Un esclavo entró para anunciar que la cena estaba lista.

Cuando salieron al pasillo, Dierna tuvo una sensación, un golpe de airequizá, como si hubieran abierto una puerta. Se dio la vuelta. En el extremo delpasillo, se movía algo pálido entre las sombras. Una figura femenina salíarápida y liviana, como si la transportara el viento. La suma sacerdotisa se habíadetenido con tal brusquedad que Erdufylla se tropezó con ella.

—¿Qué sucede?

Dierna no podía responder. Una parte de su cerebro había identificado lanueva presencia como una mujer recién salida de la pubertad, alta y delgadacomo un sauce llorón, con la piel blanca, el pelo oscuro y un aire a EiddinMynoc en la estructura ósea de los pómulos y la frente. Sin embargo, era otrasensación la que la había hecho enmudecer. Creía haber reconocido a alguien.

El corazón de Dierna latía con fuerza, como el de la pobre Vitruvia.Parpadeó. Por un momento vio a la frágil muchacha de pelo fino y piel blancavestida de sacerdotisa; y luego, de nuevo pequeña, con reflejos cobrizos en losrizos oscuros y brazaletes dorados que se enredaban en sus brazos comoserpientes.

«¿Quién es? —se preguntó a sí misma, y continuó—: O mejor, ¿quiénera? ¿Y quién era yo, que ahora celebro su regreso con júbilo angustioso? —Entonces, por un momento, oyó un nombre—: Adsartha...»

La muchacha estaba ahora frente a ella y se le dilataron las pupilas al versus vestiduras azules. Con gran naturalidad hizo una reverencia, cogió uno delos extremos de la estola de Dierna y lo besó. La suma sacerdotisa siguió elmovimiento con la mirada, sin poder moverse.

—Aquí está, mi hija descarriada. —Se oyó la voz de Eiddin Mynoc desdedetrás—. Teleri, querida, ¡levántate! ¿Qué pensará la Dama de ti?

«Se llama Teleri...»

Los otros nombres y caras se desvanecieron ante la viva presencia de lajoven, y Dierna pudo respirar de nuevo.

—Hija mía, me honras —dijo con gentileza—, pero no es el momento ni ellugar para que te arrodilles ante mí.

—¿Habrá otro entonces? —dijo Teleri cogiendo la mano de Diernamientras se incorporaba. En aquel instante, la angustia que reflejaba su rostrodio paso a una encantadora sonrisa.

—¿Es lo que deseas? —preguntó Dierna mientras todavía le sujetaba lamano. Una fuerza profunda hizo que las palabras brotaran de sus labios—.Volveremos a hablarlo en presencia de las sacerdotisas, pero te lo preguntoahora. ¿Deseas formar parte de la hermandad que vive en Avalón por propiavoluntad y no por la presión o coacción de tu padre o cualquier otra persona?

Sabía que Erdufylla la observaba con asombro, pero desde que la habíannombrado suma sacerdotisa no había habido nada de lo que hubiera estadotan convencida.

—Lo juro por la luna, las estrellas y la verde tierra —repuso Teleri con

entusiasmo.

—Si así es, como adelanto del recibimiento que te darán mis hermanascuando regresemos, te doy la bienvenida. —Dierna cogió la cara de Teleri conlas dos manos y la besó en la frente.

Aquella noche, Teleri no pudo conciliar el sueño. Cuando terminó la cena,Eiddin Mynoc, alegando que las sacerdotisas estaban fatigadas por el duroviaje, les deseó buenas noches y mandó a su hija a la cama. Teleri entendíaque su padre tenía razón y que ella misma debería haberse dado cuenta deello. Se dijo a sí misma que ya tendría tiempo de hablar con ellas en el viaje aAvalón, tendría el resto de su vida para charlar con las sacerdotisas. Sinembargo, su corazón sintió la mayor de las frustraciones al tener que retirarse.

Teleri pensaba que la Dama de Avalón la impresionaría de tal modo quese quedaría sin habla. Todo el mundo había oído las historias del Tozal queestaba escondido, como el País de las Hadas, tras las nieblas que sólo losiniciados podían atravesar. Algunos pensaban que se trataba de una leyenda,ya que siempre que las sacerdotisas salían al exterior solían hacerlodisfrazadas. Pero las antiguas familias reales sabían la verdad, porque lamayoría de sus hijas habían pasado una o dos temporadas en la isla sagrada y,de vez en cuando, cuando la salud de la tierra lo requería, una de lassacerdotisas era enviada a participar en el Gran Matrimonio con un jefe durantelos fuegos de Beltane. Lo que no se había imaginado es que fuera a respondera la suma sacerdotisa como si fuera una persona a la que conocía y estimabadesde hacía mucho tiempo.

«¡Creerá que soy tonta! —pensó Teleri para sus adentros, dando otravuelta en la cama—. Supongo que todas la adoran.»

En todas las historias, la Dama de Avalón aparecía como una figuramaravillosa, y era cierto. La Dama Dierna era como un faro que brillaba en laoscuridad de la noche. Al lado de esa irradiación, Teleri se sentía como unespectro. Quizá, pensó entonces, fuera en realidad el espíritu de alguien quehabía conocido a Dierna en otra vida.

Empezó a reírse de sus propios pensamientos. Lo próximo sería creerseque había sido Boadicea o la emperatriz de Roma. «Lo más probable —pensópara sí misma— es que fuera la sirvienta de Dierna.» Y todavía con una sonrisaen el rostro, cayó rendida.

Teleri habría partido sin ningún problema a la mañana siguiente, pero,como su padre señaló, denotaba falta de hospitalidad echar a las gentes deAvalón sin darles tiempo para que se recuperaran del viaje y adquirieran losproductos que necesitaban del mercado de Durnovaria. Ese instante desorprendente intimidad que se había producido entre ellas no volvió a repetirse,pero a la joven le sorprendió lo fácil que le resultaba estar en compañía deaquella mujer mayor que ella.

A medida que pasaba el tiempo, Teleri fue notando que la diferencia deedad no era tan importante como había imaginado. Ella tenía dieciocho años yla suma sacerdotisa sólo diez más. La responsabilidad y la experiencia

marcaban la diferencia entre ambas. Erdufylla le había contado que Dierna aúnllevaba en el vientre a su primera hija cuando se convirtió en suma sacerdotisa,a la edad de veintitrés, y que se habían llevado a la niña lejos, para que laacogiera una familia, antes de que cumpliera los tres. Pensar en los hijos deDierna la hacía sentirse como si ella misma fuera todavía una niña. Y como unaniña pequeña durmió aquella noche, impaciente por partir a la madrugadasiguiente.

Salieron de Durnovaria en el frío y húmedo amanecer, dejando atrás unaciudad todavía arropada por el manto del sueño. La suma sacerdotisa habíapreferido partir temprano, pues la primera parte del viaje sería muy larga. Elliberto que les abrió las puertas todavía bostezaba y se frotaba los ojos. Telerise preguntaba si sabría siquiera a quiénes se las estaba abriendo. Envueltasen capas oscuras, las sacerdotisas se escabulleron como sombras, e inclusolos hombres que las escoltaban parecieron absorber algo de ese anonimato.

Sin embargo, ella estaba bien despierta. Siempre había sido de las que sedespiertan con el alba, y los nervios habían hecho que se levantara antesincluso de que la llamaran. Ni siquiera el cielo amenazador podría amilanarla.Tiró de las riendas para que la yegua se detuviera y poder escuchar cómo lasprimeras aves daban la bienvenida al nuevo día.

Estaban a punto de descender la ladera del río cuando oyó el canto de unpájaro que no supo reconocer. Era otoño, época en que muchas aves queemigraban hacia el sur sobrevolaban el lugar. Teleri miró a su alrededorpreguntándose si aquel canto provendría de una especie que no había vistoantes. Había oído decir que los aledaños del pantano de Avalón servían derefugio para las aves acuáticas. No cabía la menor duda de que vería muchasnuevas. El canto se oyó otra vez y aguzó el oído. Teleri tuvo un malpresentimiento y se quitó la capucha para ver mejor.

Algo se movió entre los sauces. Obligó a su yegua a retroceder y sedirigió al liberto que tenía más cerca, el cual se incorporó para coger el garrotey mirar hacia donde ella apuntaba. En aquel momento alguien silbó, los saucesse estremecieron y en un minuto la calzada estuvo llena de hombres armados.

—¡Cuidado! —gritó el más joven de los dos druidas, que iba el primero.

Una lanza lo atravesó, y Teleri vio cómo le cambiaba el gesto y cómo elcaballo caracoleó y relinchó al caer el hombre al suelo. Su propia yeguaempezó a retroceder cuando intentó acercarse. Pero en ese momento se diocuenta de que Dierna estaba desprotegida y volvió a su lado.

La calzada estaba llena de hombres. Las puntas de sus lanzas brillabancon las primeras luces y vio el resplandor de la hoja de una espada. Loslibertos intentaron defenderse con los garrotes, pero no eran armas con las queenfrentarse a filos. Uno a uno fueron cayendo de los caballos, el eco de susgritos resonaba en el aire. La montura de Teleri corcoveó al olor de la sangre.Un rostro contraído la miró y sintió una mano encallecida que la asía por eltobillo. Golpeó al hombre con la fusta y éste cayó.

Dierna soltó las riendas y con las manos comenzó a dibujar signosextraños en el aire. Teleri notó que le vibraban los oídos cuando la sumasacerdotisa empezó a cantar: la confusión a su alrededor se ralentizó. Desdeatrás le llegó el grito de una voz profunda. Se dio la vuelta y vio una lanza

enorme que volaba directa hacia Dierna. Espoleó a su yegua, pero estabademasiado lejos. Fue Erdufylla, que no se había separado de la sumasacerdotisa, la que instintivamente interpuso su cuerpo entre el de la mujer y lalanza.

Teleri vio cómo la punta afilada atravesaba el pecho de la joven y la oyógritar mientras caía de espaldas en brazos de Dierna. Cuando los caballos,aterrorizados, se encabritaron, las dos mujeres cayeron al suelo. Teleri volvió agolpear con su fusta; un hombre blasfemó y, cogiendo las riendas, detuvo a layegua. Teleri intentó retroceder, pero le arrancaron las riendas de las manos.Buscó a tientas el puñal que llevaba en el cinturón bajo la capa para asestarleuna puñalada al primer hombre que había intentado cogerla, pero en esemomento alguien la agarró por detrás y la tiró de la montura.

Gritaba con fuerza, intentando huir, mas un golpe la dejó medioinconsciente. Cuando recuperó el conocimiento, estaba tumbada en el bosquey atada de pies y manos. A través de los árboles vio a los caballos desaparecerpor el camino. Los jinetes que los montaban llevaban la cabeza cubierta concapas. Se preguntaba si los guardianes de la puerta se percatarían del cambio.Sin embargo, los dos hombres que habían sido designados para vigilar a losprisioneros no tenían ninguna necesidad de ocultar su cabello rubio.

«Piratas —pensó—. Sajones o quizá frisones renegados de la GaliaBélgica.»

Las conversaciones que consideraba tan aburridas en las cenas de supadre cobraron de repente un gran significado. Volvió la cara intentando nollorar de rabia.

Dierna yacía a su lado. Por un momento sospechó que la sumasacerdotisa estaba muerta, pero luego observó que, como ella, la mujertambién estaba atada. Si estuviera muerta no se habrían molestado en atarla.Sin embargo, estaba demasiado quieta. Su suave y blanca piel se veía pálida yTeleri vio que tenía un cardenal horrible en la frente. El pulso todavía le latía enel cuello, pero su pecho bajaba y subía cada vez con más lentitud.

Más allá del de la sacerdotisa, yacían otros cuerpos desperdigados. Eljoven druida estaba entre ellos y los libertos, y también reconoció, con granpesar en el alma, el de Erdufylla. Se dijo a sí misma que no debíasorprenderse, nadie habría podido sobrevivir a semejante herida. Aparte de ellamisma y Dierna, de los suyos sólo había sobrevivido el curandero, Lewal.

Teleri susurró su nombre. Por un instante pensó que no la había oído,pero entonces él volvió la cabeza.

—¿La han lastimado? —le preguntó, señalando con la cabeza a lasacerdotisa.

—Me parece que uno de los caballos le ha dado una coz al caer, pero nome han dejado examinarla —dijo moviendo la cabeza.

—¿Sobrevivirá? —susurró Teleri aún más bajo.

Lewal cerró los ojos un momento.

—Si los dioses son bondadosos, sí. Cuando se trata de golpes en lacabeza, sólo queda esperar. Aunque no estuviera atado tampoco podría hacer

mucho más por ella que abrigarla y mantenerla caliente.

Teleri se estremeció. No llovía, pero el cielo estaba gris.

—Rueda hacia aquí y yo haré lo mismo —dijo ella en voz baja—. Quizánuestro calor corporal ayude.

—Debería haberlo pensado... —Sus ojos brillaban con una luz tenue. Consumo cuidado y deteniéndose cuando alguno de sus captores miraba,empezaron a deslizarse hacia Dierna.

El tiempo transcurría muy lentamente; de hecho, no habían pasado ni doshoras cuando oyeron regresar a los cabecillas. Teleri recordó que ésa era laforma de actuar de esos salvajes: asaltar rápidamente y huir con el mayornúmero de bienes posibles antes de que sus víctimas se recompusieran.

Un guerrero se detuvo a los pies de Teleri y toqueteó la suave lana de suvestido. Cuando empezó a tocarle los pechos, ella le escupió. El hombre seechó a reír y la dejó en paz diciendo algo que no pudo entender.

—Les he dicho que eres rica y que pueden lograr una gran recompensapor ti. Aprendí un poco de su idioma para conseguir algunas hierbas —le dijo eldruida a Teleri.

Uno de los piratas se inclinó sobre Dierna, sorprendido por el contrasteentre aquellas manos tan blancas y las bastas ropas que llevaba para el viaje.Después de un momento, se encogió de hombros y desenfundó la daga.

—¡No! —gritó Teleri—. ¡Es una sacerdos opulenta! ¡Una sacerdotisa!¡Muy rica!

Puede que alguno de aquellos hombres entendiera el latín. Miródesesperada a Lewal.

—Gytha! Rica! —repitió él como si fuera su eco.

El sajón la miró incrédulo, pero apartó el cuchillo, levantó el cuerpo sinfuerzas de Dierna y se lo cargó al hombro. Los hombres que retenían a Teleri ya Lewal los apartaron a empujones y al cabo de un rato subieron a los tres alomos de unos caballos robados y los ataron.

Cuando por fin realizaron un alto en el camino, Teleri estaba entrando enel mismo estado de inconsciencia que la sacerdotisa.

Los barcos de los raptores estaban amarrados en una ensenada aislada yhabían levantado un campamento provisional en la costa. Guardaban losproductos perecederos en unas tiendas rudimentarias; el resto estaba apiladocerca del fuego. A los cautivos los dejaron al lado de unos montones de granoy, aparentemente, los hombres fueron olvidándose de ellos a medida que ibanencendiendo hogueras y compartiendo los víveres que habían robado, y enespecial el vino.

—Si tenemos suerte se olvidarán de nosotros —dijo Lewal cuando Teleriempezó a preguntarse si les darían algo de comer—, al menos hasta mañana,cuando hayan dormido la mona.

Se las apañó para tocarle la frente a Dierna con el dorso de la mano.Había murmurado algo cuando la bajaron del caballo, pero, aunque parecía apunto de recuperar el sentido, la sacerdotisa aún no había abierto los ojos.

Cayó la noche. El campamento tomó un aspecto más ordenado cuandolos hombres se sentaron alrededor de las hogueras. Entre los blancos sajonesy frisones destacaba la presencia de pieles más oscuras y fragmentos en latínvulgar mezclado con los sonidos guturales de las lenguas germánicas.Desertores del ejército y esclavos fugitivos que se habían unido a la causa delos bárbaros. El único requisito para formar parte del grupo parecía ser labrutalidad y poseer un brazo fuerte con el que blandir una espada o manejar unremo. A Teleri se le hizo la boca agua con el olor a cerdo asado; apartó lacabeza e intentó recordar cómo se rezaba.

Se había sumido en un sueño agitado cuando el crujir de una pisadacercana la devolvió bruscamente a la realidad. Estaba dándose la vuelta, perouna patada en las costillas la obligó a ponerse recta y lanzó una mirada deodio. El pirata que la había golpeado se rió. No estaba más limpio que losdemás, pero el oro que relucía sobre sus vestiduras de piel daba a entenderque era más importante que el resto. Cogió a Teleri por los hombros y la pusoen pie. Ésta intentó resistirse, pero el hombre la apretó con fuerza contra supecho y le inmovilizó las manos atadas. Con la otra mano la cogió por el pelo.Le enseñó los dientes en lo que pretendía ser una sonrisa y después unió suboca a la de ella.

Cuando se incorporó, algunos de los hombres empezaron a jalearlomientras otros fruncían el entrecejo. Teleri tomó aire, sin acabarse de creer loque aquel tipo le había hecho. Después le metió la mano por debajo de lacamisa, en busca de sus pechos, y quedó bastante claro lo que pretendía.

— ¡Por favor! —Teleri no podía escapar, pero volvió la cabeza—. ¡Si mehace daño no obtendréis recompensa! ¡Por favor, haced que me deje en paz!

Algunos de ellos habían entendido su latín. Dos o tres se levantaron y unose acercó al captor. No entendió lo que le dijo, pero sin duda lo habíadesafiado, porque el cabecilla paró y sacó la espada. Nadie se movió. Teleriobservó cómo paseaba una mirada hostil por todos y cada uno de ellos, cómo,poco a poco, iba desapareciendo de sus rostros la intención de detenerlo,cómo, uno a uno, todos fueron apartando la mirada, hasta que oyó en la risadel bárbaro su propia suerte sellada.

Teleri pataleó y se retorció cuando la levantó del suelo, pero sóloconsiguió que la agarrara con más fuerza. Mientras el hombre la llevaba almontón de paja, oyó reír a los demás.

Dierna había estado sumida durante largo tiempo en un mundo de sueñoslleno de sombras y niebla. Se preguntaba si serían los pantanos de Avalón,pues los límites entre el Tozal sagrado y el mundo exterior siempre estabancargados de nubes. Con ese pensamiento la escena empezó a cobrar forma.Estaba de pie en uno de los islotes donde, encima de un montículo, unoscuantos sauces lloraban sobre los juncos. Había plumas en el suelo enfangado.Movió la cabeza con la certeza de que el nido de patos debía de estar cerca.En ese momento tenía los pies descalzos y la falda del vestido empapada.Pero había algo que debía recordar. Miró con ansiedad a su alrededor.

—¡Dierna..., espérame!

El grito le llegaba desde atrás. Se dio la vuelta rápidamente y en eseinstante recordó que le había prohibido a su hermana pequeña que la siguieracuando se fue a recoger huevos de ave, pero la niña la había desobedecido.

—¡Becca! ¡Ya voy, no te muevas!

A los once años, Dierna conocía los pantanos lo suficientemente bienpara apañárselas sola. Iba en busca de huevos frescos para una de lassacerdotisas que estaba enferma. Becca sólo tenía seis años, demasiadopequeña para saltar de una mata de hierba a otra, y Dierna no quería que laniña la retrasara. Pero desde la muerte de su madre el año anterior, se habíaconvertido en su sombra. ¿Cómo había podido llegar tan lejos?

Dierna avanzó con dificultad entre las aguas oscuras, observando losalrededores. Un pato cantó en la distancia, pero nada se movió.

—Becca, ¿dónde estás? Chapotea y me guiaré por el sonido del agua —gritó.

Cuando pusiera a su hermana a salvo, se dijo a sí misma, le pondría eltrasero como un tomate por haberla desobedecido. ¡No era justo! ¿No podíatener unas cuantas horas para ella sola, sin tener que estar todo el tiempopendiente de la niña?

Desde el otro extremo del siguiente montículo le pareció oír un chapoteo yse paró a escuchar, hasta que volvió a oírlo. Intentó ir más rápido, pero dio unpaso en falso y lanzó un gemido al ver que uno de sus pies se hundía sinremedio en el fango. Agitó los brazos con violencia y alcanzó una rama desauce que colgaba; se asió a ella, afirmó el pie libre en suelo firme y, con unsuave movimiento hacia delante y hacia atrás, logró liberar el pie hundido.

Estaba empapada hasta la cintura. Aterrada, volvió a llamar a suhermana. De nuevo oyó un ligero chapoteo detrás de los árboles.

—¡Dierna! ¡Dierna! No puedo moverme —gritó la niña—. ¡Ayúdame!

Dierna, que ya estaba bastante asustada, sintió que el terror le helaba lasvenas. Se agarró a los juncos sin importarle si se cortaba las manos y se dioimpulso. Se encaramó por las raíces de los árboles y, gritando, se abalanzósobre la hierba cortante del otro lado. La niebla era espesa y la visibilidad nula.Sin embargo, prosiguió la marcha guiada por el sonido de los sollozos deBecca.

El camino estaba cortado por un sauce caído. Dierna se abrió paso entrelas ramas; los pies le resbalaban por la corteza podrida.

—¡Becca! —gritó—. ¿Dónde estás? ¡Contéstame!

—¡Ayúdame! —Se oyó de nuevo.

La luz de la hoguera se reflejaba en los párpados cerrados de Diernamientras deliraba. Había estado en los pantanos, ¿por qué había fuego? Esono importaba, su hermana la llamaba y ella debía ir a buscarla. Tomó aire. ¡No

podía moverse! ¿Estaba también ella atrapada en el fango? Se movióconvulsivamente, intentando con dificultad recordar su propio cuerpo y notóuna sensación de retomo algo dolorosa.

Alguien se reía... Dierna se quedó inmóvil. Entonces su hermana gritó.

Dierna se incorporó. La cabeza le daba vueltas y, cuando intentócalmarse, se encontró con que tenía las manos atadas y volvió a caer. Con losojos entreabiertos vio el fuego, rostros malvados y el cuerpo níveo de una jovenque luchaba contra un hombre vestido con pieles. Tenía los calzones bajados ylos músculos de sus nalgas rosadas se tensaban cuando intentaba clavar a lamuchacha contra el suelo.

La sacerdotisa abrió mucho los ojos. No sabía dónde se encontraba, peroentendió lo que estaba sucediendo; una vez más su hermana pedía auxilio.Con un gruñido de rabia forcejeó con las cuerdas que le ceñían las muñecas yse incorporó.

Los asaltantes no la vieron moverse. Estaban pendientes del espectáculoy apostaban a ver cuánto duraría. Dierna inspiró profundamente, no paratranquilizarse, sino con el fin de mantener el control y canalizar toda su ira.

—¡Briga! —exclamó, y tomó aire—. Gran Madre, dame el poder mágicopara salvar a esta criatura.

¿Qué podía utilizar? No tenía armas a su alcance, aunque no hubierapodido enfrentarse contra todos, pero había fuego. Volvió a tomar aire yproyectó su alma sobre las llamas que ardían. El calor le abrasaba el alma,pero con el agua helada en su recuerdo, se agradecía. Abrazó el tormento, seconvirtió en parte de él y se levantó en medio del fuego.

Para los que observaban, parecía que un viento invisible había avivadolas llamas y éstas empezaban a enroscarse hacia arriba hasta adoptar la formade una figura femenina de fuego. Durante un momento, flotó, las chispas lebrotaban del cabello; luego empezó a moverse. Todos los asaltantes estabanya en pie. Algunos chasquearon los dedos para avisar al resto y comenzaron aalejarse. Uno de los hombres lanzó su daga, pero ésta atravesó la feroz figuray se clavó en el suelo.

El único que no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo era el quetrataba de violar a Teleri. Tenía a la muchacha cogida por las piernas yforcejeaba para quitarle los calzones.

—¿Deseas el fuego del amor? ¡Pues arde con mi abrazo! —gritó la Diosa.

Y entonces lanzó lenguas de fuego hacia delante. El hombre se apartó dela muchacha con un aullido de terror. Volvió a gritar al ver lo que le habíaquemando y se tiró hacia un lado. El fuego lo rodeaba, andaba a trompicones eintentaba huir tropezándose con sus propios pantalones bajados. Pero cuandose alejó de su víctima, recibió otra llamarada que lo acorraló como él habíahecho con la joven. En un momento, sus ropas ardieron y su cabello se prendióen llamas. Luego empezó a gritar, aterrado, pero sus gritos fueron tenidos enmenor consideración que los de la muchacha, porque sus hombres seapresuraron entre los árboles para saltar sobre los caballos y huir a todavelocidad.

Al fuego le daba lo mismo. Si el hombre se movía, seguiría ardiendo; sólocuando dejó de hacerlo, la llama se convirtió en una lluvia de chispas ydesapareció.

—Dierna...

La sacerdotisa regresó a su cuerpo con la respiración entrecortada. Notócómo la circulación le quemaba las muñecas ya liberadas y se mordió un labioen un gesto de dolor. Lewal estaba cortándole las cuerdas de los tobillos y seestremeció al sentir el hormigueo en las extremidades.

—Dierna, ¡miradme!

Otra cara se interpuso en su mirada, pálida y enmarcada por unacabellera oscura y alborotada.

—Becca, estás viva... —susurró ella.

Luego parpadeó al darse cuenta de que era una mujer ya adulta, quellevaba el vestido desgarrado por los hombros; sus ojos oscuros aúnconservaban el recuerdo del terror y sus mejillas estaban humedecidas por laslágrimas.

—Soy Teleri. Señora, ¿no me conocéis?

Dierna dirigió su mirada hacia el fuego y el cuerpo chamuscado que habíamás allá. Luego volvió a mirar el rostro de Teleri.

—Ahora lo recuerdo. Pensaba que eras mi hermana...

Se estremeció al recordar la forma pálida bajo las ondas en la superficiede las aguas oscuras. Dierna había saltado al agua y había manoteado hastaalcanzar el vestido de su hermana y luego el brazo. Se le aceleró la respiraciónal recordar cómo estiraba, se hundía, sacaba a flote la cabeza de su hermana eintentaba alcanzar un tronco que flotaba junto a ellas. Con todos sus esfuerzoshabía conseguido encallarlo en una orilla y agarrada a él podría intentar tirar denuevo.

—Se había quedado atrapada en arenas movedizas. La oí gritar, perocuando llegué se la habían tragado y yo no era lo bastante fuerte para sacarla.

Dierna cerró los ojos. Aunque sabía que no serviría de nada, se quedódonde estaba, cogiendo con una mano a Becca y con la otra el tronco, hastaque la partida de búsqueda las encontró en los pantanos cuando salieron conantorchas.

—¡Mi señora, no lloréis! —Teleri se inclinó sobre ella—. ¡Habéis llegado atiempo de salvarme a mí!

—Sí, ahora serás mi hermana.

Dierna la miró y esbozó una sonrisa. Luego abrió los brazos y Teleri serefugió en ellos. Por algún extraño motivo se sintió a gusto. «A ésta lamantendré a salvo —pensó Dierna—. ¡No volveré a perderla!»

—Señora, ¿podéis montar? Debemos salir de aquí antes de que esas

bestias regresen —dijo Lewal—. Buscad algo de comida y bebida. Yo ensillarétres caballos y soltaré a los otros.

—¡Bestias! —repitió Dierna mientras Teleri la ayudaba a ponerse en pie—.Ningún animal es tan cruel con los de su propia especie. Esta maldad es propiadel ser humano. —Le dolía la cabeza, pero tenía experiencia en el dominio delos dolores corporales—. Con que me ayudéis a subir al caballo me basta. —Yañadió—: Pero ¿y qué hay de ti, pequeña? ¿Te ha hecho mucho daño?

Teleri miró aquel retorcido pedazo de carne chamuscado que un momentoantes había sido un hombre y tragó saliva.

—Tengo algún morado —susurró—. Pero sigo siendo doncella.

«En cuerpo —pensó Dierna—. Pero ese demonio te ha violado el alma.»

Apoyándose en el hombro de Teleri, se incorporó y alargó la mano.

—Éste ya no volverá a violar a ninguna mujer, pero es tan sólo uno demuchos. ¡Ojalá el fuego de la Dama los consuma a todos! Los maldigo por elfuego y por el agua, por los vientos de la tierra sagrada en la que moramos.Que el mar se vuelva contra ellos y que ningún puerto les dé cobijo. ¡Quien ahierro mata a hierro muere, que así sea!

Dierna sentía el fluir de la energía mientras pronunciaba la maldición. Conla certeza que proporcionaba de vez en cuando la magia, sabía que suspalabras se oirían en el Otromundo y que, aunque nunca sabría qué les habíaocurrido a sus captores, su condena estaba asegurada. Con la ayuda de laDiosa, algún día hallaría al héroe que los castigara y le estrecharía la mano. Setambaleó y Teleri la sujetó.

—Vamos, mi señora —dijo Lewal—. Os ayudaré a montar y partiremos.

—Volvamos a casa, a Avalón... —repuso Dierna asintiendo con la cabeza.

22

Teleri cogió otro puñado de lana de la cesta y lo añadió al copo ensartadoen la rueca que sujetaba con la mano izquierda. Con la derecha levantó el hiloque salía de ella hasta tensarlo; luego tiró de él e hizo que el huso oscilantevolviera a girar y sus dedos empezaron de nuevo a guiar la hebra. El sol deprincipios de primavera le calentaba los hombros y la espalda. Aquel rincón delmanzanar era el más recogido, el mejor lugar para sentarse en invierno, perotodavía mejor en esa época del año, cuando los primeros brotes florecíanalentados por el sol.

—El tuyo es muy regular... —dijo la joven Lina con un suspiro al compararel hilo lleno de bultos que se enredaba en su huso con la fina hebra de Teleri.

—Bueno, es que yo tengo mucha práctica —repuso ésta sonriendo—,aunque nunca pensé que fuera a servirme de algo aquí. Pero supongo que,mientras los príncipes y las sacerdotisas sigan necesitando ropa, tendrá quehaber alguien que devane la lana para tejer. Las mujeres de la corte de mipadre no sabían hablar de otra cosa que no fuera de hombres o niños. Almenos, lo que aquí se habla mientras hilamos tiene sentido.

Entonces miró a la anciana Cigfolla, que les había estado contando porqué la Casa de las Sacerdotisas se había establecido en Avalón.

Lina la miró con recelo.

—Pero algunas de las sacerdotisas tienen hijos. Dierna, sin ir más lejos,ha tenido tres. Son preciosos... Yo sueño con tener un niño entre mis brazos.

—Yo no —respondió Teleri—. Eso era lo único que podían hacer lasmujeres entre las que me crié. Quizá sea normal anhelar lo que no tienes.

—Al menos somos nosotras las que decidimos —dijo una de las otraschicas—. Cuando nuestras sacerdotisas vivían, hace tiempo, en la Casa delBosque, estaba prohibido que se acostaran con hombres. ¡Me alegro de quelas costumbres hayan cambiado! —añadió con entusiasmo, y todas rieron—.Las sacerdotisas de Avalón pueden tener hijos, pero no tienen por qué hacerlo.¡Nuestros bebés vienen al mundo por voluntad nuestra y de la Diosa, no paracomplacer a ningún hombre!

«Entonces no tendré hijos», pensó Teleri mientras cogía otro manojo delana.

Gracias a la bondad de la Diosa y a la magia de Dierna, todavía se

conservaba virgen, y estaba orgullosa de ello. En cualquier caso, había hechovoto de castidad hasta que completara su formación y tomase los votos. Pasóde ser la más pequeña de la casa de su padre a la mayor en la Casa de lasDoncellas de Avalón. Incluso las hijas de la realeza que enviaban para quepulieran sus modales antes del matrimonio eran menores. Se preguntaba si lasotras doncellas se reirían de su ignorancia; ¡había malgastado mucho tiempo yquedaba mucho por aprender! Sin embargo, después de su viaje con Dierna,algo del carisma de la suma sacerdotisa parecía brillar en ella, y todas latrataban como a una hermana mayor. En cualquier caso, no permaneceríamucho más entre las doncellas. Ya habían pasado casi dos años. Otro más, yllegaría el momento de hacer los votos y pasar a ser la más joven de lassacerdotisas.

Lo único que la apenaba era haber conocido tan poco a Dierna. En cuantollegaron a Avalón, ésta se vio absorbida por sus responsabilidades. Teleri serepetía a sí misma que debía estar agradecida de haber disfrutado de lacompañía de la Dama. Las otras muchachas la envidiaban por haber realizadoaquel viaje juntas; pero lo que no sabían, ni siquiera ahora, después de tantaslunas, era que todavía se despertaba sollozando por las pesadillas en las quela atacaba el jefe sajón.

El huso se volvía cada vez más pesado por la cantidad de lana que habíaen él. Teleri lo dejó caer hasta que la punta quedó apoyada en una piedra planasobre la que podía seguir girando.

Estiró el hilo y calculó que en breve, cuando acabara de devanar la pocalana que le quedaba, tendría que hacer una madeja. La anciana Cigfolla, que apesar de su artritis iba más rápido que ninguna, hilaba una finísima hebra delino. La lana procedía de sus propias ovejas, pero el lino llegaba de fuera: loconseguían mediante trueque o como ofrenda a Avalón. Puede que parte deese lino, pensó Teleri, procediera de las propias reservas de su padre, comouno más de los muchos regalos que había enviado desde que ella habíallegado a Avalón.

—Hilamos lana para las prendas de abrigo y lino para las de vestir —dijoCigfolla—. Pero ¿qué se supone que tenemos que hacer con un hilo comoéste?

El huso giraba, y el hilo, que de tan fino parecía invisible, se alargaba denuevo.

—¿Tejer con él velos para las sacerdotisas porque se supone que es elmejor? —preguntó Lina.

—En efecto, pero no porque sea el mejor, sino porque el tejido que seconsigue es el más fino. Y eso no significa que vosotras podáis descuidarvuestra labor —dijo la mujer con severidad—. Un manzano no es más sagradoque un roble, ni tampoco lo es más la avena que la cebada. Cada uno tiene susvirtudes. Algunas de vosotras seréis sacerdotisas y otras regresaréis al hogarpara contraer matrimonio. A los ojos de la Diosa, todas las opciones son igualde respetables. Tenéis que esforzaros al máximo, sea cual sea la tarea que Ellaos encomiende. Aunque sólo hiléis cáñamo para tejer sacos, debéis hacerlo lomejor posible. ¿Lo entendéis? —Una docena de pares de ojos se clavaron ensu mirada vidriosa y se estremecieron—. ¿Creéis que hiláis porque queremos

manteneros ocupadas? —dijo Cigfolla sacudiendo la cabeza—. Podríamoscomerciar con ropa como hacemos con otras cosas. Sin embargo, la ropa quese confecciona en Avalón posee un don especial. Hilar es una magia poderosa,¿no lo sabíais? Cuando hablamos de cosas sagradas mientras hilamos,hacemos algo más que convertir la lana o el lino en hilo. Observad vuestraslabores, mirad cómo se entretejen las fibras. Cada una por separado no sonmás que hebras en el viento; sin embargo, juntas se hacen fuertes. Y todavía loserán más si cantáis mientras hiláis, si susurráis un hechizo en cada una deellas.

—Sabia anciana, ¿qué hechizo le cantaréis al velo que envolverá a laDama de Avalón? —preguntó Teleri.

—Este hilo está impregnado de todo lo que hemos hablado —le contestóCigfolla—. Ciclos y estaciones giran y giran a medida que el huso completa susvueltas. Cuando lo tejamos, añadiremos más elementos: el pasado y elpresente, el mundo más allá de las nieblas de esta tierra sagrada, urdimbre ytrama que entretejerán un nuevo destino.

—¿Y en el teñido? —inquirió Lina.

—El amor de la Diosa impregna y da color a todo lo que hacemos... —Cigfolla sonrió.

—Que ella nos guarde en esta sagrada isla —susurró Lina.

—Claro que sí —dijo la anciana—. Durante la mayor parte de mi vida,Britania ha permanecido en paz dentro de un Imperio unido. Y hemosprosperado.

—Los mercados están llenos, pero la gente no tiene dinero para comprar—objetó Teleri—. Quizá vosotras no lo hayáis visto porque vivís aquí recluidas,pero yo he pasado demasiados años escuchando las audiencias en el salón demi padre para no darme cuenta de lo que está pasando. Los productos queimportamos desde las otras provincias del Imperio aumentan cada vez más deprecio y nuestro pueblo necesita más dinero para poder seguir comprándolos,así que a su vez nuestra gente tiene que subir los precios.

—Mi padre dice que toda la culpa es de Póstumo, que intentó escindir laparte occidental del Imperio —dijo Adwen, que haría los votos a la vez queTeleri.

—Pero Póstumo fue derrotado —objetó Lina.

—Quizá sí, pero la reunificación del Imperio no parece que haya sido degran ayuda. ¡Los precios siguen subiendo y se llevan a nuestros jóvenes acombatir a los confines del mundo y no les permiten defender nuestras costas!—dijo Teleri, encendida.

—Es cierto —coreó el resto—. Y los piratas son cada vez más osados.

Cigfolla añadió otro puñado de lino y volvió a hacer girar el huso.

—El mundo da vueltas como este huso... Lo único que sabemos concerteza es que el mal y el bien se persiguen el uno al otro. Sin cambios nosurgiría nada nuevo. Las viejas pautas se repiten siempre de manera distinta:el rostro de la Dama cambia, pero su poder persiste; el rey que da su vida porla tierra renace para ofrecer el sacrificio de nuevo. Yo misma, a veces, tengo

miedo, pero ya he visto pasar muchos inviernos para no saber que la primaverasiempre vuelve...

Alzó la cara al sol y Teleri vio cómo la luz inundaba su mirada. Sentarse ahilar con el resto de las mujeres no era la vida de libertad que ella habíaimaginado cuando le rogó a su padre que la dejara ir a Avalón. «¿Anhelarésiempre una felicidad que está más allá de mis posibilidades? —se preguntó enese momento—. ¿O aprenderé con el tiempo a vivir a gusto dentro de lasnieblas que nos rodean?»

A medida que se adentraban en la primavera, el tiempo se hacía máscálido. La hierba crecía fresca y verde en los pantanos, que se iban secando.En el mundo más allá de Avalón, las calzadas también se secaron, y losmercaderes y viajantes comenzaron a desplazarse, cargados de mercancías ynoticias —cada vez más de estas últimas—, pues la mejoría en el climaseñalaba el inicio de la temporada marítima; y junto con los navíos mercantes,zarparon también los piratas que acechaban los mares.

Aunque Dierna no salía de Avalón, las noticias llegaban igualmente a susoídos, a través de mujeres que se habían formado en la isla sagrada, demuchachas a las que habían ayudado en alguna ocasión o de druidasnómadas que pasaban por allí, sin contar con la red de informadores quepululaban por toda Britania. El sistema de comunicación no era tan veloz comoel del gobernador romano, pero sus fuentes eran más variadas y lasconclusiones a las que llegaba, muy diferentes.

Cuando la luna estaba a punto de llegar a su plenitud, justo antes delsolsticio de verano, la suma sacerdotisa se retiró a la isla de Briga para meditar.Permaneció allí tres días sin tomar otra cosa que agua del pozo sagrado. Teníaque analizar y entender toda la información que había recopilado y quizáentonces la Diosa le mostrara lo que debía hacer.

El primer día era siempre el más duro. Se pasaba las horas pensando enel trabajo y en la gente que había dejado atrás. La anciana Cigfolla estabaperfectamente capacitada para organizar y distribuir las tareas en Avalón, yademás estaba Ildeg, que era un poco mayor que ella, para mantener el ordeny la disciplina entre las muchachas de la Casa de las Doncellas. Dierna yahabía confiado en ellas otras veces que se había ausentado de Avalón.

Las sacerdotisas entendían su manera de proceder, pero ¿y sus hijas?¿Cómo hacerlas comprender que no podían verla, sabiendo que se hallabacerca? No podía borrar aquellos rostros de su mente: la primogénita, delgada ymorena —lo que llamaban una niña hada—, y las gemelas pelirrojas. Se moríapor tenerlas en sus brazos. Se dijo a sí misma que sus hijas, igual que ella,habían nacido para servir a Avalón, y ya eran lo bastante mayores para saberque todo tenía un precio. La primogénita, hija de un druida y concebida en losritos, ya no estaba junto a ella; había sido acogida por una familia de la sangrede Avalón que había construido su hogar sobre las minas del viejo santuariodruídico de Mona. Las gemelas, hijas de un jefe que le había pedido que loayudara a salvar sus tierras yermas, no tardarían en seguir el mismo camino.Le dolía en el alma, pero al menos sabía que se tenían la una a la otra.

Dierna sacudió la cabeza. Esos pensamientos no eran más que unadistracción de la mente para eludir sus responsabilidades. Pero no era buenonegarlos, debía sacar todas sus preocupaciones a la luz y dejar que siguieransu curso. Volvió a fijar la mirada en el titileo de la lámpara de aceite.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, la pequeña mujer de lospantanos que la atendía había dejado un canasto con unas cuantas de laspoderosas setas que su gente encontraba en las ciénagas. Dierna sonrió, ydespués de limpiarlas a conciencia, las cortó en láminas y las metió en el cazocon el resto de las hierbas que había llevado. Se inclinó sobre el recipiente yempezó a remover y a cantar.

La preparación era ya un hechizo en sí mismo; incluso antes de ingerir ellíquido, el vapor acre que emanaba de la superficie oscura le alteraba lapercepción. Filtró el contenido del cazo en una copa de plata y se la llevó fuera.

La cabaña en la que había guardado vigilia estaba rodeada de espinos.La luna había recorrido ya un cuarto de su trayectoria por el cielo del este ypresentaba una forma ovalada que brillaba pálida como una concha; lospájaros, que regresaban a sus nidos, planeaban y caían en picado sobre elcielo dorado. Dierna alzó la copa a modo de saludo.

—A vos, Señora de la vida y la muerte, os ofrezco esta copa, pero yomisma soy la ofrenda. Si es necesaria mi muerte, estoy a vuestra merced; perosi no es así, concededme una bendición, una visión de lo que es y lo que debeser y la sabiduría para entenderlo...

Esa incertidumbre existía siempre, pues la diferencia entre una dosisefectiva y una letal era muy pequeña. Dependía del estado de las setas, de laconstitución de quien la bebía y, como le habían enseñado, de la voluntad delos dioses. Se acercó la copa a los labios y, sin vacilar, vació el contenido conun estremecimiento por el mal sabor. Luego depositó la copa en el suelo, seenvolvió en el manto de lana cruda y se tumbó sobre el largo altar de piedragris.

Inspiró con fuerza y expulsó el aire lentamente, contando los segundos yrelajando sus miembros hasta que se fundió con la gélida piedra. El cielo sobresu cabeza pasaba del violeta luminoso del atardecer al gris apagado. Entoncesmiró hacia arriba y vio, entre parpadeos, el brillo de la primera estrella.

Un minuto después, le pareció que una estela luminosa atravesaba elfirmamento. Se le entrecortó la respiración y se obligó a controlarla. Laexperiencia le había enseñado a dominar ese instinto de querer huir, de querervolar. Una vez vio a una joven sacerdotisa volverse loca porque no había tenidola suficiente fuerza de voluntad para entregarse al torbellino de sensacionesque recorría su cuerpo cuando el espíritu de las setas se apoderaba y tomabael control del alma.

El brillo de las estrellas latía con un halo irisado. Por un momento lepareció que los cielos se volvían del revés y sintió vértigo. Inspiró de nuevo ydirigió su conciencia hacia el punto de luz interior en el centro de su cerebro. Eluniverso giraba en una espiral de mil colores, pero el yo que observaba latíacon fuerza a un ritmo constante. Figuras monstruosas surgían de las sombras,pero se deshacía de ellas como había hecho antes con sus pensamientos.

En ese momento, el torbellino empezó a desvanecerse, su visión secentró hasta que de nuevo fue consciente de sí misma, tumbada sobre la rocay mirando el firmamento estrellado. Observó los cielos con una concentraciónque nadie en un estado normal habría sido capaz de mantener durante tantotiempo.

La luz de la luna iluminó el cielo de oriente, pero Dierna observaba lainmensidad estrellada en la que uno podía perderse para siempre. Sinembargo, no estaba allí por placer. Con un suspiro interior, empezó a trazar lasgrandes constelaciones que gobernaban los cielos. La vista de un mortal veríatan sólo estrellas esparcidas en el cielo en un aparente desorden, pero elespíritu en trance de Dierna distinguía la forma espectral que daba a lasconstelaciones sus nombres.

Muy en lo alto estaba la Osa Mayor. Durante la noche, giraría hacia eloeste y volvería de nuevo al horizonte. La Osa era la analogía celeste de lasislas del valle de Avalón. Observando el resto de las estrellas con las quecompartía el firmamento, Dierna sabría qué energías regularían el futuroinminente.

Dirigió la mirada a la constelación llamada el Águila. ¿Sería el águilaromana? Era brillante, pero no tanto como el Dragón, que se enroscaba en elcentro del cielo. Cerca, Virgo resplandecía en toda su majestuosidad. Diernavolvió la cabeza en busca del brillo más constante de los planetas y vio, en elextremo septentrional del horizonte, el resplandor líquido de la dama del amor yel fulgor rojizo del planeta del dios de la guerra, que estaba a su lado.

Otra estela de color atravesó el cielo. Durante un momento se le paró larespiración. Las hierbas estaban transportándola a un nivel donde la imagen yel significado eran lo mismo. Las dos luces brillaban en el cielo y, de pronto, vioque el dios perseguía a la radiante diosa, que fingía huir.

«La clave está en el amor —pensó—, el amor es la magia que ligará alguerrero a nuestra causa... —Recorrió con la mirada el horizonte hacia el sur yvio el planeta del dios celeste—. Pero la soberanía se halla en el sur...»

Parpadeó. La visión se llenó repentinamente con imágenes de columnasde mármol, pórticos dorados, procesiones y más gente junta de la que nuncahabía visto. ¿Era Roma? La visión se amplió y vio las águilas doradas queguiaban a las legiones hacia un templo blanco, donde una figura pequeña,envuelta en púrpura, aguardaba para darles la bienvenida.

Era magnífico, aunque extraño. ¿Era posible que personas como aquéllasse preocupasen por lo que pasara en Britania, que estaba en el confín delImperio?

«¡Dejad que el águila se haga cargo de sí misma! Debemos invocar alDragón para que vele por su pueblo, como hizo antaño...»

Mientras ese pensamiento pasaba por su mente, el dragón de estrellas seconvirtió en una serpiente de arco iris que se desenroscaba por el cielo hacia elnorte.

Aquel esplendor opalescente fue arrebatador y Dierna se vio arrastrada, apesar de su autocontrol, a un huracán de visiones que no podía dominar. Loscolores se convirtieron en nubes que se movían a través de un mar agitado por

la tormenta. El viento aullaba y el ruido era tan insoportable como las visiones.Las corrientes de fuerza que guiaban su espíritu cuando viajaba por la tierra sehabían perdido en la confusión de las energías. Necesitó de toda su fuerzapara dominar el terror de las profundidades, obligarse a poner fin a esa luchacontra la tormenta y buscar el ritmo oculto en la armonía disonante.

En la superficie del mar zozobraban los barcos, más vulnerables a la furiade los elementos que ella, pues estaban construidos con planchas de madera ycuerdas de cáñamo y capitaneados por criaturas de carne y hueso. Su espírituse dejó llevar por una corriente de viento hacia el más grande, donde vio ahombres que se afanaban con los remos. Perdidos y maltrechos como estaban,no sabían dónde encontrar una orilla amiga que les diera cobijo. Tan sólo unode los hombres de la tripulación estaba de pie sin inmutarse, con las piernasfirmes, balanceándose mientras la cubierta daba bandazos. Era de estaturamedia, fornido, tenía la cabeza redondeada y el pelo aplastado por la lluvia. Sinembargo, al igual que los otros, mantenía la vista clavada en la negrura al otrolado de las olas.

Dierna elevó su espíritu y prolongó los sentidos de su alma a través de latormenta. Vio cómo las olas rompían entre las rocas dentadas a los pies deunos acantilados prominentes. Pero un poco más allá, encontró aguas calmas.A través de la cortina de lluvia divisó la curva clara de una playa y el resplandorde unas luces en la costa.

Movida al principio sólo por la compasión, buscó al comandante. Amedida que se acercaba, notó la presencia de una fuerza y un espírituinquebrantables. ¿Acaso era el jefe que estaba buscando?

Aprovechó la energía bruta de la tormenta y tomó la forma de una figuraespectral que hasta los mortales podían ver. Envuelta en un resplandor blanco,caminó sobre el mar. Uno de los marineros gritó y al momento todos miraronhacia allí. Dierna hizo que uno de los brazos espectrales señalara la orilla...

—Allí, ¿no lo veis? Por allí... —le gritó el vigía desde su puesto en proa—.Una mujer de blanco que camina sobre las olas.

El viento sacudió las aguas con un golpe poderoso, barriendo las olas ylas frágiles embarcaciones que se encontraba a su paso. El escuadrón deDubris se había dispersado. Marco Aurelio Museo Carausio, el almirante, seagarró al codaste del Hércules y se frotó los ojos para fijar bien la vista.

—Mantened la velocidad —dijo la voz de Aelio, el capitán del barco—.¡Tened cuidado con las rocas, no con la espuma!

Una ola tan alta como una casa se levantó a estribor; la luna, que salió unmomento entre las nubes, iluminó la posición del barco. La cubierta se inclinóbruscamente y los remos se agitaron como las patas de un escarabajo bocaarriba; a babor se oyó un crujido de madera que no presagiaba nada bueno,porque algunos de los remos, al chocar contra la superficie del agua, se habíanroto.

—¡Por Neptuno! —exclamó el capitán del barco estremeciéndose cuando

éste recuperó la posición—. Otra ráfaga como ésta y nos vamos a pique.

Carausio asintió. No pensaban encontrarse con una tormenta semejanteen esa época del año. Habían partido de Gesoriácum al alba con la intenciónde cruzar el Canal por su tramo más estrecho y llegar a Dubris al anochecer.Pero no habían contado con este vendaval salido del mismísimo Hades. Seencontraban mucho más al oeste de lo que deberían y sólo los dioses podríanllevarlos a buen puerto. Los dioses o el espíritu que el timonel había divisado.Oteó el horizonte. ¿Era una figura vestida de blanco o el simple reflejo de laluna sobre las olas?

—Señor. —Una sombra oscura apareció sobre la pasarela y Carausioreconoció al espalder, que llevaba en la mano el martillo con el que marcaba elritmo de la boga—. Tenemos seis remos menos y dos hombres con los brazosrotos.

Entonces aumentaron los murmullos entre los marineros y el pánico seapoderó de ellos mientras el agua iba cubriendo los bancos.

—¡Los dioses nos han abandonado!

—¡No, nos han enviado una señal!

—¡Silencio! —La voz de Carausio retumbó por encima del murmullo;luego miró al capitán. Quien estaba al mando del escuadrón era él, pero elHércules era cosa de Aelio—. Capitán —dijo en voz baja—, los remos no nossirven de nada tal como está la mar, pero necesitaremos un empuje equilibradocuando amaine.

Aelio parpadeó y asintió.

—Dile al cómitre que mande a algunos hombres de los bancos de estriborpara igualar las fuerzas.

Carausio miró de nuevo hacia el mar, y por un instante vio lo que el oficialde proa había visto: la figura femenina vestida de blanco. Tenía un aspectoangustiado, pero no parecía preocupada por ella misma, ya que sus piesapenas rozaban la superficie. Con una mirada de súplica, la mujer señaló haciael oeste, y de pronto una ola rompió contra la imagen y desapareció.

El almirante parpadeó. Si no se trataba de una ilusión óptica producidapor la luz de la luna, había visto un espíritu, pero no maligno, eso seguro. En lavida, como en los juegos de azar, llega un momento en el que un hombre debeapostarlo todo a una tirada.

—Dile al timonel que vire rumbo a babor hasta ponemos en la direccióndel viento.

—Encallaremos en los bancos de arena si lo hacemos —objetó el capitán.

—Puede ser, pero creo que estamos demasiado al oeste. Y si así fuera,mejor encallar que volcar, como sucedería si nos azotara otra ráfaga como lade antes.

Carausio se había criado en los bajíos cenagosos de la desembocaduradel Rhenus. Los bancos de arena de la Galia Bélgica parecían apacibles allado de este mar enfurecido.

La embarcación todavía se sacudía bajo sus pies, pero el cambio de

rumbo permitía ahora predecir sus movimientos. Las olas, agitadas por elviento, lo empujaban hacia delante. Cada vez que la proa se hundía, sepreguntaba si se irían a pique; sin embargo, cuando parecía que todo estabaperdido, otra ola los mantenía a flote. El agua caía por el mascarón de proa ypor el espolón de bronce erosionado como por una cascada.

—Vira un poco más —le dijo al timonel.

Puede que sólo los dioses supiesen dónde estaban, pero el brillo de la luzde la luna les había ayudado a orientarse, y, si la aparición no les habíaengañado, encontrarían la salvación en algún lugar de la costa britana.

El cabeceo era cada vez menos intenso a medida que avanzaban porentre los bancos de arena, aunque, de vez en cuando, una ola inesperada lesgolpeaba de lado. La mitad de la tripulación achicaba agua. El barconecesitaría la fuerza del que le daba nombre para sobrevivir hasta el amanecer.

Sin embargo, y para su propia sorpresa, Carausio ya no estaba asustado.Cuando era un niño, una anciana muy sabia de su pueblo, en el delta delRhenus, le había augurado un futuro de grandeza. Llegar a almirante deescuadrón era todo un éxito para un muchacho de los menapios, una de lastribus germánicas más pequeñas. Pero si esa visión los salvaba, lasconsecuencias serían impredecibles. Hombres de extracción más baja que lasuya habían sido elevados a la púrpura imperial, aunque nunca desde lamarina.

El almirante miró hacia las olas.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis de mí? —lloró su alma.

Pero la dama blanca había desaparecido. Ahora sólo veía la cresta de lasolas que, por fin, disminuían al amainar la tormenta.

Dierna recobró el sentido poco antes del amanecer. La luna se habíapuesto y las densas nubes que se acercaban por el sureste emborronaban lasestrellas. ¡La tormenta! Entonces no había sido un sueño. La tormenta era deverdad y se conjuraba para retar a la tierra. Un viento húmedo agitó su cabello,y sus músculos, entumecidos por la inactividad, se resintieron. Dierna seestremeció, pues se sentía muy sola. Pero antes de hablar con nadie tenía queextraer de las profundidades de su visión las imágenes que la ayudarían atomar las decisiones en los próximos meses. Recordaba a la perfección losmovimientos de las estrellas. Sin embargo, de la visión final sólo guardabapequeños fragmentos; había un barco que luchaba contra un mar bravío y unhombre...

Se dio la vuelta para ponerse de cara a la tormenta y alzó los brazos.

—Diosa, mantenlo a salvo, quienquiera que sea —susurró a modo deinvocación.

Los primeros rayos de sol asomaban tras las nubes inundando el Canal y

su luz se reflejaba en los charcos marrones de la orilla y en las olas grises delmar. Un joven pescador de Clauséntum, que estaba cogiendo las tablas que latormenta había arrastrado, se irguió y miró al otro lado del bulto oscuro que erala isla de Vectis, hacia el mar.

—¡Una embarcación!

Los demás, al oír el grito, se acercaron a él, señalando en la distanciahacia donde se hallaba el velamen desplegado y manchado de sal que sehacía cada vez más grande. Incluso en tierra firme se había notado la fuerzadel viento de la noche anterior. ¿Cómo podría haber sobrevivido un barco en elmar?

—Es un liburniano —dijo uno al ver dos hombres en cada remo.

—¡Con un almirante a bordo! —exclamó otro cuando izaron la bandera enel mástil.

—Por las tetas de Anfitrita, ¡es el Hércules! —gritó un comerciante, unhombre grandote que siempre estaba recordando a todo el mundo que habíapasado veinte años en la marina—. fui su timonel las últimas dos temporadasfuera de Dubris antes de retirarme. ¡Seguro que Carausio en persona está abordo!

—¿El mismo que derrotó a los piratas hace un mes?

—¡El mismo que se preocupa por nuestros bolsillos igual que lo hace porlos suyos! Sacrificaré un cordero al dios que lo haya salvado. ¡Su pérdida noshubiera perjudicado mucho!

Poco a poco, el barco liburniano viró y empezó a torcer por la curva delIctis hacia los muelles de Clauséntum.

Comerciantes y pescadores se acercaron a la orilla, y, alertadas por elgriterío, les siguieron las gentes del pueblo.

El Hércules estuvo anclado en la orilla cerca de una semana, mientras loscarpinteros pululaban a su alrededor restañándole las heridas. Clauséntum eraun puerto muy ajetreado, y aunque las reparaciones no satisfarían del todo lasnecesidades de la flota, los artesanos sabían lo que hacían. Carausioaprovechó la ocasión para consultar con los magistrados y los comerciantesqué pautas seguían los ataques de los piratas. Sin embargo, era obvio que,cuando no se le necesitaba en ninguna otra parte, se pasaba el tiempocaminando por la orilla y nadie se atrevía a preguntarle qué era lo que lepreocupaba.

Justo antes del solsticio de verano, Carausio y el Hércules, ya reparado,partieron hacia Gesoriácum.

Esa vez el mar estaba calmo como una balsa de aceite.

En Avalón, los rituales del solsticio se remontaban a la antigüedad; dehecho, ya eran costumbres ancestrales cuando los druidas llegaron por primeravez a esas tierras. En las faldas del Tozal, el ganado mugía al oler el fuego quelos druidas habían encendido para bendecirlos. Teleri se alegraba de que le

hubieran asignado la tarea de cantar con las otras doncellas alrededor de lallama sagrada que ardía en la cima de la colina.

Se arregló la falda blanca mientras admiraba la gracia con que Diernaechaba incienso al fuego. La suma sacerdotisa parecía tener tanta seguridaden todo lo que hacía... Quizá la palabra más adecuada fuera «autoridad».Debía de ser fruto de la experiencia de toda una vida. Ella se había iniciadotarde en los Misterios. Le parecía imposible que algún día llegara a moversecomo si todas sus acciones formaran parte de un encantamiento.

Abajo hacían pasar al ganado entre las hogueras mientras la gentesuplicaba la bendición de los dioses. Arriba se oía el murmullo de una letaníasobre la luz y la oscuridad. La luna llena era engullida por la noche, pararenacer a los pocos días como un sutil gajo de luz. El ciclo del sol era máslargo, pero ella sabía que ese momento, el más largo del día, era el principio desu declive. Y que, con todo, en medio de la oscuridad del invierno, el solvolvería a brillar.

¿Qué más, se preguntó entonces, seguiría a ese ciclo? El ImperioRomano se extendía por medio mundo. Había sido amenazado en variasocasiones, pero las Águilas siempre volvían con energías renovadas. ¿Habríallegado el momento de máximo apogeo del Imperio y comenzaría pronto sudecadencia? ¿Sabría la gente reconocer ese momento cuando llegara?

Dierna se retiró del fuego dedicando una reverencia a Ceridachos, elmayor de los druidas y archidruida de Britania, para empezar con el ritual. Erael mediodía del día más largo, cuando la luz era más intensa, y lo correcto eraque los sacerdotes fueran los que celebraran la ceremonia. Cuando cayera lanoche, sería el momento de las sacerdotisas. El anciano hizo un gesto y lasmangas anchas de su túnica se agitaron.

—¿Qué existía en el principio? Intentad imaginarlo: ¿una vacuidad?, ¿lanada?, ¿una matriz enorme preñada del mundo? No, no es algo que se puedaimaginar. Era la Fuerza, el Vacío. Era y no era. Una Unidad eterna, inmutable...

Hizo una pausa y Teleri cerró los ojos, flotando en la idea de talinmensidad. El druida habló de nuevo, pero esa vez su voz tenía el timbre delconjuro.

—Pero llegó el momento que marcó la diferencia, una vibración perturbóla calma...

Un grito ahogado en un suspiroy se libera con fuerza lo dentro contenido...Divina oscuridad y luz celestial,tiempo y espacio que no conocen final.Dios y Diosa, la pareja sagrada...¡Invocadla, hermanos, hermanas!

—¡Lo llamamos Lugos! —aclamaron los druidas—. ¡El Señor de la Luz!

Tras ellos, los más jóvenes empezaron a canturrear.

—¡La llamamos Rigantona! ¡Gran Reina! —respondieron las sacerdotisas

desde la otra parte del círculo. Teleri elevó la voz en una nota tres tonos másalta que la de los druidas.

Se sucedieron más nombres. Para Teleri eran como estallidos luminososque encandilaban los sentidos. Notó el poder que crecía alrededor de lossacerdotes que estaban al otro lado del altar y, también, la energía de lasrespuestas que envolvía a las sacerdotisas.

Dierna dio un paso al frente y alzó las manos. Al escucharla, Teleri sintiócómo las palabras resonaban en su garganta y supo que la suma sacerdotisahablaba por todas ellas.

Soy el mar del espacio y la noche primigenia,de la oscuridad y la luz, la esencia,soy el flujo sin forma, el eterno descanso,la matriz de donde surge todo lo creado.Soy la Madre Cósmica, el Gran Abismo,de la vida y la muerte, el limbo.

Ceridachos dio un paso adelante y se puso frente a ella, al otro lado delaltar. Teleri parpadeó; en la cara del anciano veía en ese momento el rostro deun joven y de un guerrero, de un padre y de un curandero, que irradiaba poder.Cuando contestó a la sacerdotisa, Teleri oyó un gran número de voces queresonaban a la vez.

Soy el camino y el viento del tiempo,soy la rama de la vida, soy el día eterno;soy la palabra mágica, la primera chispa,que en su trayectoria ilumina y prende la vida.¡Soy el Padre Cósmico, el báculo que brilla,fuente de poder, de Dios, la semilla!

La mano de Dierna quedó suspendida en el aire sobre las astillas quehabía en el altar de piedra.

—De mi útero...

—Por mi voluntad... —dijo el druida alzando su mano sin que llegaran atocarse. Teleri parpadeó al ver un destello en el aire, entre las dos palmas.

—¡Que aparezca la Luz de la Vida! —dijeron los sacerdotes y lassacerdotisas al unísono, y el intrincado ramaje empezó a arder.

—¡De la misma manera que arde el Fuego Sagrado! —gritó el druida—.Es el triunfo de la Luz, en este momento aclamamos su poder. Por la unión denuestras fuerzas mantendremos la llama ardiendo durante las horas másoscuras y la victoria será nuestra.

—Que este fuego sea el faro, la luz que se divise por toda la tierra —dijoDierna—. ¡Invoquemos al Defensor que mantendrá Britania a salvo y en paz! —añadió, sacando una antorcha de la hoguera.

—¡Que así sea! —respondió el sacerdote, quien también extrajo una ramay la levantó.

Uno a uno, los sacerdotes y las sacerdotisas fueron cogiendo ramas y lasdos filas se colocaron alrededor de la hoguera central hasta formar un círculode pequeñas llamas. Era como si el sol que brillaba glorioso en lo alto hubieraenviado sus rayos para iluminar a los que estaban abajo.

Teleri se protegió los ojos al mirar hacia arriba, al cielo radiante. Luego selos frotó porque había visto una manchita negra sobre el fondo azul. Algunostambién lo habían visto, dijeron, pero luego todos callaron al darse cuenta deque era un águila que batía sus alas a un ritmo constante hacia el sur, hacia elmar. Se acercó cada vez más, hasta que pudieron verla con claridad, como siel ave hubiera salido de las llamas.

En ese instante estaba sobre sus cabezas. El águila cayó en picado, diotres vueltas sobre el altar y volvió a subir en espiral hacia el cielo para fundirsecon la luz.

Cegada, Teleri cerró los ojos, pero en la retina tenía grabada la imagendel ave volando en el resplandor del sol. Si el águila volaba en libertad, ¿porqué ella pensaba que no había hecho más que escapar de la trampa del fuegopara caer en las garras del sol? Debía de ser su propia imaginación la que lehabía llevado semejante pensamiento, se dijo a sí misma mientras descendíadel Tozal con las demás doncellas, ya que si la libertad del águila salvaje de lasalturas era una ilusión, ¿quién podía alcanzar la plena libertad?

Durante un momento, el recuerdo de una vida anterior le insinuó la paradoja deque la libertad sólo podía existir como parte de un orden de las cosas más complejo, pero la mente que respondía al nombre de Teleri no lo comprendía, y,como el águila, la iluminación desapareció.

33

—Me alegro de veros, casi os dábamos por muerto tras la tormenta.

Maximiano Augusto levantó la mirada de las tablillas enceradas y sonrió.

Carausio se puso firme y saludó extendiendo el brazo hacia delante. Noesperaba encontrarse al emperador de Occidente en Gesoriácum. Maximiano—bajito, fornido, entrecano y con una incipiente barriga— estaba a cargo delImperio Occidental. Casi veinte años de servicio habían condicionado aCarausio a responder como si el mismísimo Diocleciano estuviera en lahabitación.

—Los dioses me asistieron —dijo—. Uno de mis barcos se perdió, pero elotro consiguió arribar al puerto de Dubris. Mi embarcación fue desviada por elviento y tuve suerte de poder llegar a Clauséntum antes de encallar en lasrocas o de perderme mar adentro.

—Los dioses aman a los hombres que luchan, incluso cuando parece quetodo está perdido. Tenéis suerte, Carausio, y ése es un don aún más extrañoque la habilidad. Nos hubiera apenado mucho vuestra pérdida.

Maximiano le indicó con un gesto que se sentara y señaló al otro hombre,el más joven de los tres. Bastaba una mirada para identificarlo como miembrodel ejército regular: aquella postura erguida, como si llevara una corazainvisible bajo la túnica, resultaba inconfundible. Era media cabeza más alto queCarausio, y el pelo rubio le empezaba a ralear.

—Supongo que conocéis a Constancio Cloro —prosiguió el emperador.

—Sólo de oídas —dijo Carausio.

Constancio se había hecho famoso sirviendo en Britania. Había ganadovarias batallas importantes en la frontera germánica y corría el rumor de quetenía una nativa como concubina. Carausio no paraba de mirar al joven, quesonreía con un gesto franco y despreocupado, como el de un niño. Peroenseguida volvió a tomar el control. «Es un idealista que ha aprendido a ocultarsu alma», pensó Carausio. Ese tipo de hombres sólo podían ser amigos útiles oenemigos peligrosos.

¿Y qué aspecto tenía él?... El pelo descolorido por los años en el mar, la

tez quemada por el sol. Debía de haber muy poca diferencia entre él ycualquier lobo de mar, sólo que en sus ojos todavía brillaba algo de la visiónque había tenido durante la tormenta.

—Os alegrará saber que el cargamento de los piratas que capturasteis elmes pasado nos ha aportado una ganancia considerable —dijo Maximiano—.Vos siempre habéis insistido en la necesidad de levantar un nuevocampamento base en la costa sur... Unas cuantas victorias más como ésta ytendremos suficientes fondos para construirlo.

Su mirada tenía algo de expectante. Carausio frunció el entrecejo,consciente de que sus palabras ocultaban algo. Los dioses sabían que habíaluchado por eso duramente, pero no albergaba ninguna esperanza de que lefuera concedido.

—¿Quién estará al mando? —preguntó con prudencia.

—¿A quién recomendaríais vos? —le preguntó el emperador—. Laelección está en vuestras manos, Carausio. Os daré la flota britana y lasfortalezas de la costa sajona.

Debió de mostrar sorpresa, porque Constancio esbozó una sonrisa. ACarausio, de repente, se le nubló la vista con la visión de la mujer de blancoque caminaba sobre las olas.

—Ahora deberemos coordinar las órdenes a ambos lados del Canal —repuso Maximiano con brío—. ¿Qué fuerzas querréis y cómo pensáisdistribuirlas? No puedo prometeros todo lo que me pidáis, pero haré loposible...

Carausio inspiró profundamente, intentando concentrarse en el hombreque tenía delante.

—En primer lugar, necesitamos un nuevo campamento. Hay un puertomuy bueno que se podría fortificar en la costa de Clauséntum. Está ubicado enla Isla de Vectis y puede ser abastecido desde Venta Belgárum.

A medida que hablaba, la visión de la mujer se fue esfumando y fuereemplazada por imágenes de cuando caminaba por la cubierta del liburnianodurante las largas travesías por el Canal.

Teleri no quería dejar Avalón. Cuando Dierna la escogió poco antes delsolsticio como parte de su escolta para el viaje, protestó. Pero cuando llegarona Venta Belgárum, ya no podía disimular el interés que sentía. La antiguacapital de los belgas descansaba en un apacible valle de vegas verdes yárboles nobles. Después de haber atravesado los pantanos que bordeaban elTozal, le pareció que la tierra que pisaba era rica, sólida y tranquila. Se percibíaun sentimiento de seguridad, de permanencia, de una calidad distinta a losecos que notaba en Avalón, como si las cosas hubieran cambiado de unamanera extraña. A pesar del ajetreado día de mercado en la ciudad,consideraba que Venta era un lugar apacible.

El magistrado más destacado del lugar, el duoviro Quinto Julio Cerialis,descendiente de una antigua casa real, les había ofrecido alojamiento a las

sacerdotisas. Sin embargo, sus orígenes no resultaban evidentes a primeravista: era corpulento y engreído, más romano que César. Prefería hablar enlatín, y Teleri, que había sido educada tanto en latín como en la lengua de losbritanos, tuvo que hacer de intérprete en más de una ocasión para las dossacerdotisas más jóvenes que las acompañaban, Adwen y Crida. InclusoDierna, a veces, le pedía ayuda, ya que, aunque la suma sacerdotisa entendíabien el idioma de los romanos, no dominaba lo suficiente las sutilezas en lasexpresiones formales.

Aun así, podrían habérselas apañado sin ella. De vez en cuando, Teleri sepreguntaba por qué, antes de hacer los votos, la habían alejado de la paz deAvalón.

El día era limpio y claro. Ese año sería bueno para las cosechas de granoy heno, a pesar de las primeras tormentas. Era obvio, como se habíaencargado de señalar Cerialis, que los dioses y las diosas estaban siendobenévolos. Sin embargo, las montañas que cobijaban Venta impedían el pasodel viento, y a medida que se adentraban en la estación cálida, Teleri suspirabapor las corrientes de brisa fresca de Durnovaria. Se alegró mucho cuandoDierna anunció que bajarían a la costa para los rituales que bendecirían lasnuevas fortalezas navales.

De todas formas, se trataba de algo más que de una simple excursión almar. Cuando algunas de las mujeres le preguntaron por qué quería bendeciruna fortaleza romana, Dierna les recordó la aparición del águila en el ritual delsolsticio.

—En una ocasión fuimos enemigos, pero ahora nuestra seguridad está ensus manos —les había dicho, y Teleri, al recordar a los sajones, se puso de sulado.

—¡Ah, llega una ligera brisa! —exclamó Cerialis—. ¡Esto refrescarávuestras sonrosadas mejillas, queridas!

Teleri suspiró. A pesar del amplio sombrero que llevaba, la cara deCerialis ardía de calor. Quizá el viento le refrescara a él también.

Al doblar un recodo del camino, vio el brillo azul del agua entre losárboles. La calzada, que era nueva, se metía desde la costa un poco hacia elsur de Clauséntum, donde se habían hospedado la noche anterior. Un buenguía habría realizado el trayecto desde Venta en un día, pero en opinión deCerialis estaba claro que las muchachas necesitaban descansar.

—¿Creéis que esta nueva fortaleza desanimará a los sajones? —preguntó Dierna. La litera se balanceó; se asió con fuerza y lo miró.

—¡Seguro que sí! —afirmó él con un brusco movimiento de cabeza—.Toda muralla, todo barco es para esa escoria marina un mensaje de queBritania resistirá.

Se puso en pie sobre la silla de montar y por un momento Dierna pensóque iba a saludar.

—No estoy de acuerdo —dijo su hijo Alecto mientras se acercaba con su

yegua—. Son los soldados y los marineros los que marcarán la diferencia,padre. Sin hombres, los barcos no son más que maderas putrefactas, y lasmurallas, simples piedras erosionadas.

El hijo tendría su misma edad, o quizá algo menos, pensó Teleri, aunque,así como su padre era regordete y apacible, él era de facciones geométricas yduras, tenía la cara estrecha y unos intensos ojos negros. La mirada delmuchacho hacía pensar que había estado muy enfermo durante la infancia.Quizá fuera el motivo por el que no se había alistado en el ejército.

—Sí, por supuesto, eso es cierto. —Cerialis miró al joven con expresiónturbada.

Teleri reprimió una sonrisa. El duoviro era un buen hombre de negocios,pero corrían rumores de que su hijo, aunque no estuviera dotado de un buenfísico, era un genio para las cifras. Gracias a su brillantez, la familia habíaamasado una fortuna que les había permitido donar fondos para las obraspúblicas y los espectáculos que se esperaba que un magistrado patrocinara, yCerialis era consciente de ello. Alecto era un cuco en el nido de una palomagorda, o puede que algo más noble, un gavilán, pensó la joven al observar sumarcado perfil. En cualquier caso, era obvio que el padre no entendía a su hijoen absoluto.

—Bueno, al menos este nuevo almirante ha convencido al emperadorpara que refuerce nuestras defensas —dijo Teleri con desparpajo—. Esosignifica que es un hombre que merece nuestra confianza.

—Seguro. Si los jefes no están a la altura, hasta el mejor de los hombrespuede fracasar —sentenció Cerialis.

A Teleri le pareció apreciar un matiz de desprecio en la mirada de Alecto,pero tan sutilmente oculto que no podría asegurar si lo había visto de verdad.

—O las mujeres —dijo cortante.

Dudaba de que el ejército romano, con toda su tradición y disciplina,sometiera a sus hombres a unas pruebas tan duras como las que superabanlas sacerdotisas de Avalón. Teleri miró hacia delante, a la litera donde ibaDierna con la pequeña Adwen. Reprimió su envidia, no valía la pena. Quizá a lavuelta la suma sacerdotisa le pidiera que fuera con ella.

La litera oscilaba mientras bajaban hacia la orilla. Teleri se levantó cuandosalieron de la frondosidad y miró a su alrededor. En efecto, el nuevo almirantetenía buen ojo para escoger el terreno. La zona que había sido despejada paraerigir la fortaleza estaba situada en el extremo nororiental de una bahíabastante grande que se comunicaba con el mar por un canal estrecho y estabaprotegida tanto de las tormentas como de los piratas, aunque era difícilimaginarse ni una cosa ni la otra en un día de verano tan hermoso.

Sería una fortaleza sólida. Las zanjas que se habían excavado para loscimientos de las murallas formaban un cuadrado de varios acres de extensión,que serían apuntaladas por bastiones en forma de U. Cerialis les informó deque ésa sería la fortaleza más grande de toda la costa, más incluso que la deRutupiae. A medida que se acercaban, inspeccionaba a los trabajadores conorgullo de propietario. Teleri pensaba que era el ejército el que se encargaba desu construcción, pero observó que algunos de los hombres que trabajaban

vestían de manera diferente.

—Sois muy perspicaz, muy perspicaz —dijo Cerialis siguiendo su mirada—. Son esclavos de mis propias fincas. Me pareció que una fortaleza paradefender Venta sería mejor tributo a mi magistratura que cualquier anfiteatropara la ciudad.

La mueca en la boca de Alecto no era precisamente una sonrisa. ¿Es queno estaba de acuerdo? No, pensó Teleri, al recordar lo que había dicho antes.Lo más seguro es que hubiera sido él quien le había dado la idea a su padre.

—Es un buen plan, y estoy seguro de que el nuevo comandanteagradecerá la ayuda —dijo ella con amabilidad, y percibió cómo las mejillas deljoven se sonrojaban de manera delatadora.

Sin embargo, el joven permanecía con los ojos clavados en los obreros.Varios hombres caminaban arriba y abajo supervisando los trabajos deexcavación. Teleri se preguntaba dónde estaría el almirante. De repente vio aDierna, sentada y protegiéndose los ojos con las manos. Alecto frenó en seco yTeleri, que percibía en él la tensión de un buen perro cazador, miró hacia elmismo lugar. Uno de los oficiales —muy elegante, con una túnica roja y uncinturón con placas de bronce dorado— se acercaba a él seguido de unhombre robusto. Llevaba una túnica de marinero sin mangas y su rostro estabatan ajado por el sol y la sal marina que no resultaba fácil adivinar cuál era elcolor original de su tez.

Alecto descendió del caballo para darles la bienvenida, pero fue alsegundo hombre al que saludó. Teleri tenía los ojos como platos. ¿Era él?Tenía el pelo endurecido por el sudor y la piel de la frente enrojecida por el sol.¿Era el héroe del que les habían contado tantas historias? Se acercó con elandar característico de los que han pasado media vida en el mar, y, a medidaque se aproximaba, observó cómo lo recorría todo con la mirada: el agua, lasmaderas, pasando por los nuevos visitantes, con una sonrisa en los labios. Lerecordaba, curiosamente, al modo que tenía Dierna de mirar a las sacerdotisascongregadas antes de empezar una ceremonia.

También Dierna observaba a Carausio con una mirada extraña, como deaprobación. Cuando el romano se acercó para darle un apretón de manos aAlecto, volvió la mirada hacia las literas, y al ver a la suma sacerdotisa, Teleridetectó que se le abrían mucho los ojos. Sin embargo, enseguida ese instantese perdió en la confusión de las presentaciones. Cuando más tarde la jovenpensó acerca de lo sucedido, le dio la sensación de que él la había reconocido.Pero puede que fuera una simple ilusión, porque la propia Dierna le había dichoque no conocía a Carausio.

El sol se ponía tras la lengua de tierra que protegía el puerto. Carausio seerguía frente a los cimientos de la fortaleza junto a los oficiales y observabacómo las sacerdotisas se preparaban para el ritual. Los legionarios formarondelante de lo que algún día sería la puerta de entrada, y los obreros de la zonase quedaron esparcidos por detrás de ellos.

Una luna antes de empezar la excavación, un sacerdote había bajado del

templo de Júpiter Fides en Venta Belgárum y había sacrificado un bueymientras un augur leía los auspicios. Habían resultado alentadores, pero, paraser sinceros, él no recordaba ninguna ocasión en la que, una vez trazados losplanos y conseguidos los fondos necesarios, el augur no se las apañara paraencontrar algo positivo en las entrañas de la bestia que acababa de sacrificar.

«Durante mil años y dos veces mil, estos cimientos permanecerán en piepara honrar el nombre de Roma en esta tierra...»

«Una profecía excelente, sin duda», pensó Carausio. Y eso que elsacerdote, un hombre dinámico y rechoncho que tenía el mejor cocinero deVenta, no había estado muy inspirado. Al mirar a las sacerdotisas vestidas deazul, Carausio entendió por qué la ceremonia romana no había sido suficiente ypor qué, cuando había oído que la Dama de Avalón estaba por allí, le habíapedido que acudiera. La fortaleza de Adurni era romana, pero la tierra quepretendía proteger era Britania.

Había presenciado, sudando la toga bajo el inclemente sol del mediodía,todo el ritual romano. Esa noche, sin embargo, llevaba una toga de lino teñidade color rojo, bordada en la orilla con motivos britanos, y un manto de lana finasujeto por un broche dorado. Su atuendo era bastante parecido al de losnativos de su pueblo, situado en los terrenos pantanosos de Germania, y lellevaba a la mente recuerdos de un pasado al que había renunciado cuandojuró servir a Roma. El pueblo de su padre hacía ofrendas a Nehallenia. Sepreguntaba a qué diosa adorarían en aquel lugar.

En el oeste aún se veía un resplandor. El almirante se dio la vuelta justo atiempo para ver el sol, que en ese momento semejaba una pieza de metalfundido sobre el perfil de la colina. Cuando desapareció, aún se le quedógrabado un rato en los ojos. Una de las mujeres había prendido las antorchas.Las alzó y por un momento vio a una diosa con las manos llenas de luz.Entonces parpadeó y vio a la más joven de las sacerdotisas, la que era, segúndecían, la hija de un rey de la zona. A primera vista le había parecido fría ydistante, pero ahora que el brillo de la hoguera se reflejaba en el pelo negro yen la tez pálida, le resultaba muy hermosa.

La suma sacerdotisa, cuyos rasgos se antojaban un misterio tras el velo,estaba detrás de ella, seguida por otras dos: una llevaba una rama de serbal, yla otra, una varita de manzano de la que colgaban unas campanillas plateadas.

—Ahora, en esta hora situada entre el día y la noche, caminaremos entrelos mundos —dijo la voz de la Dama Dierna tras el velo—. Las murallas queconstruiréis aquí serán de piedra, fuertes, para repeler las armas de loshombres. Y nosotras, caminando sobre ellas, levantaremos una nueva barrera,un escudo del alma que vencerá a los espíritus de vuestros enemigos. ¡Sedtestigos de ello, vosotros que servís a Roma y a Britania!

—Yo seré testigo —dijo Carausio.

—Y yo —dijo Alecto con voz más apagada.

—Y yo —dijo Cerialis, solemne.

Dierna aceptó su compromiso con una ligera inclinación de cabeza. «Delmismo modo que lo haría una emperatriz», pensó Carausio. Supuso que, en sumundo, la suma sacerdotisa de Avalón equivaldría a una emperatriz. ¿Sería

ella la mujer de la visión? Y si así era, ¿lo había reconocido ella también? Sucomportamiento hacia él le había resultado extraño; no podría decir si le habíagustado o si simplemente lo tenía en consideración por el puesto que ocupaba.

Las sacerdotisas comenzaron a desfilar y giraron a la derecha. Se oyó eltintineo de las campanillas todavía más apagado.

—¿Cuánto tiempo más debemos quedamos? —preguntó Cerialis al cabode un rato. Las sacerdotisas habían llegado al extremo izquierdo y se habíandetenido para hacer unas ofrendas a los espíritus de la tierra—. No entiendopor qué quería que fuéramos testigos. No hay nada que ver.

—¿Nada? —susurró Alecto con la voz trémula—. ¿No lo sientes? Con sucanto están levantando una muralla de energía. ¿No ves la estela luminosa quedesprenden cuando caminan?

Cerialis tosió y le dirigió una mirada avergonzada al almirante, comodiciendo: «Es tan sólo un crío lleno de fantasías.»

Pero Carausio había visto a la Dama de Avalón caminar sobre las aguas.En ese instante no veía nada, pero estaba seguro de que Alecto sabía de quéhablaba.

Esperaron a que las sacerdotisas hicieran el recorrido solar hasta el otroextremo del rectángulo y volvieran hacia ellos. En el norte, el crepúsculo pasóde dorado a rosa y de rosa a un púrpura imperial, como si el manto delemperador cubriera todo el cielo. La procesión llegó al extremo derecho y luegose dirigió hacia el lugar donde estaría situada la puerta.

—¡Venid, vos que defendéis este lugar de los enemigos! —gritó la Dama.Durante un momento Carausio no se dio cuenta, pero enseguida reparó en quelo señalaba a él y se dirigió hacia la sacerdotisa. Cuando estuvo delante deella, se detuvo. Su rostro estaba oculto, pero aun así sentía la intensidad de sumirada—. ¿Qué ofreceréis, señor del mar, para mantener a salvo a las gentesde este lugar?

Su voz era serena, pero la pregunta estaba tan cargada de significadoque lo confundió.

—He dado mi palabra de defender el Imperio —empezó a decir, pero ellamovió la cabeza.

—No se trata de una cuestión de voluntad, sino de corazón —dijoamablemente—. ¿Derramaríais la sangre de vuestro corazón, si fueranecesario, para defender esta tierra?

«Esta tierra...», pensó. Supuso que en los años que llevaba destinado enla flota del Canal, Britania se había ganado su afecto, al igual que cualquiersoldado le toma cariño al lugar que ha ocupado durante un largo periodo. Perono era eso lo que le estaba preguntando.

—Nací en una tierra al otro lado del mar y al nacer fui bendecido por susdioses... —dijo con tranquilidad.

—Pero habéis cruzado el mar y la Diosa a la que sirvo os concedió denuevo el regalo de la vida —replicó Dierna—. ¿No lo recordáis?

Miró con detenimiento sus rasgos, que se entreveían a través del velo,

como antes los había visto tras la tormenta.

—¡Fuisteis vos!

Ella asintió con un movimiento de cabeza solemne.

—Ahora os pido que me recompenséis por haberos salvado la vida.Vuestra sangre os atará a esta tierra. Estirad los brazos.

Su voz sonaba rotunda, y él, que con sólo una palabra podía hacer que laflota britana al completo saliera a la mar, obedeció sin rechistar.

La luz de las antorchas se reflejaba en la pequeña hoz que llevaba en lamano. Antes de que él pudiera preguntar, Dierna le hizo un corte en el interiordel brazo. El se mordió el labio de dolor y vio cómo la sangre oscura brotaba dela carne y caía sobre el suelo.

—Alimentad esta tierra como ella os ha alimentado a vos —susurró laDama—. Sangre a la sangre, alma al alma. Del mismo modo que estáisobligado a guardarla, está ella obligada a proveeros, unidos por el destino y elservicio... —Dierna levantó la mirada de repente, y le tembló la voz al hablar—.¿No lo recordáis? Vuestro cuerpo se crió entre la tribu de los menapios, quemora al otro lado del mar, pero vuestra alma es mucho más antigua. «¡Ya hashecho esto antes!»

Carausio se estremeció y miró las manchas oscuras que la sangre habíadejado en la tierra. Estaba seguro de haber visto eso antes... Inspiróprofundamente, y de repente se percató de que el aroma de las maderas quellevaba el viento fresco se mezclaba con el del mar. Una visión repentina lerecordó una colina alta coronada por unas piedras. Los enemigos lo rodeaban,soldados romanos. La sangre que brotaba de sus heridas caía por el suelomientras blandía su espada reluciente...

En ese momento, una de las antorchas crepitó y en cuestión de segundossu conciencia regresó al presente. Pero ya sabía que lo que él sentía porBritania era algo más que el afecto del deber. No sólo la defendería porambición, sino por amor.

Dierna se dirigió hacia la sacerdotisa más joven, a la que llamaban Teleri,y ésta entregó las antorchas a las demás. Se limpió las manos con un trozo detela que tenía en el cinturón y con un gesto grave e intenso vendó la herida deCarausio con una cinta de lino.

La suma sacerdotisa dibujó un sello de poder sobre el lugar donde lasangre había caído.

—¡Para los que vengan en son de paz, este lugar estará siempre abierto—salmodió—, pero siempre defendido contra los que vengan con sed deguerra!

Se dio la vuelta hacia el este alzando los brazos y, como si respondiera, laluna se levantó sobre la bahía como un escudo plateado.

Al día siguiente, Cerialis invitó a los oficiales romanos a un festín en lacosta. Dierna estaba de pie tras un roble, observando cómo los sirvientes

disponían las mesas y los bancos, cuando llegaron los invitados romanos.Carausio se había vestido para honrar al anfitrión con una túnica militar blancaatravesada por una banda roja y unas sandalias de cuero teñido de rojo yadornadas con unas placas doradas en relieve y herretes. Ahora se leidentificaba a primera vista como un comandante romano. Aunque la nocheanterior, cuando habían bendecido los cimientos de la fortaleza, parecía unrey...

Dierna se preguntaba qué habría significado la ceremonia para él.Carausio no esperaba aquello, y sin embargo había sabido responder. Diernano había pretendido ligarlo a la tierra en ningún momento, pero cuando llegarona la puerta, la imagen del hombre en el barco y la del hombre que mirabadesde la colina se habían fundido en una y ella supo que no sería la piedra ni laargamasa lo que les defendería, sino la sangre de los que habían juradodefenderlos. Y en ese momento la tierra y los dioses lo conocían, pero ¿loentendía él?

Se necesitaba algo más, algo que le hiciera desear cumplir con laobligación que había jurado. Por la noche había soñado con reyes sagrados ybodas reales. Entonces se acordó de las antorchas sobre el oscuro fondo de lanoche y tuvo una idea... «Puede que a Teleri no le guste —pensó—, peroservirá.»

No se paró a pensar lo que ella misma sentiría al ver a la muchacha comola prometida de Carausio.

Uno de los esclavos de Cerialis le ofreció una cesta de bayas paraaplacar el hambre antes del banquete. Ella aceptó una con un ligeromovimiento de cabeza y le tocó el brazo al muchacho.

—Si todavía falta un rato, daré un paseo por la playa. Busca alcomandante romano y pregúntale si puede escoltarme.

Mientras observaba cómo el joven se dirigía hacia los romanos, sintió quetampoco eso lo había planeado ella. Estaba segura de que no era un impulsosuyo. Desde su visión, justo antes del solsticio, seguía los designios divinos; siabría su alma para escucharlos, estaba obligada a creer que obraba según lavoluntad de los dioses y no según la suya.

Las maneras del almirante eran correctas. Mantenía una distanciaprudente con ella mientras caminaban lentamente hacia la orilla, sin llegar atocarse pero lo bastante cerca para cogerla en caso de que resbalase en laspiedras pulidas. Sin embargo, su mirada era cautelosa, como si estuvierahablando con un enemigo.

—Seguramente os preguntáis en qué lío os habéis metido. No confiáis enmí —dijo ella con serenidad—. Siempre pasa lo mismo. Cuando la emocióndesaparece, asalta la duda. A la mañana siguiente a mi iniciación quería huir deAvalón. No temáis, no hemos hecho nada que ponga vuestro honor en tela dejuicio.

El levantó una ceja, y por un momento las arrugas de su rostro sesuavizaron. Ella se dio cuenta y lo expresó con una extraña mueca de emoción.«Me gustaría verlo reír», pensó.

—Eso depende de lo que haya jurado...

—Defender Britania, hasta la muerte si es preciso... —dijo Dierna, y élsacudió la cabeza.

—Yo ya tenía ese deber. Se trata de algo más. ¿Habéis ejercido vuestramagia para forzarme?

Siguieron caminando mientras Dierna meditaba la respuesta. Era unabuena señal que hubiera notado la energía que el ritual había generado, pero almismo tiempo significaba que debía medir sus palabras cuando hablara con él.

—No soy ninguna bruja, sino la sacerdotisa de la Gran Diosa, e iría encontra de mi juramento intentar dominar vuestra voluntad. Aunque creo que yaestabais ligado a esta tierra... por los mismos dioses... antes de que nosconociéramos con estos cuerpos.

—Cuando os vi en la tormenta... —dijo Carausio.

Su rostro cambió, pero siguió sin reír, era algo más profundo, casi pavor.Y Dierna volvió a sentir ese extraño dolor, esta vez más intenso, como si leapuñalaran el corazón. Durante el ritual había visto reflejado en su rostro el deun muchacho más joven, con rasgos y pelo romano. Ella sabía que en otra vidaél había sido un rey sagrado. «Pero ¿quién había sido ella en esa otra vida,hacía tanto tiempo?»

—... ¿cómo es posible que una mujer de carne y hueso camine sobre lasaguas?

—Estaba en trance, fue mi espíritu lo que visteis, que puede viajar graciasa las enseñanzas de los Misterios de Avalón.

—¿Sabiduría de los druidas? —preguntó con suspicacia.

—Sabiduría que preservan los druidas, pero que les transmitieron susancestros que llegaron de las Tierras Hundidas del otro lado del mar. Misagrada hermandad conserva los restos de aquella sabiduría. Todavía quedaenergía en Avalón —añadió—, una energía que os podría resultar de granayuda para defender esta tierra. Con nuestra colaboración podríais conocer deinmediato las intenciones de los asaltantes y salir a su encuentro cuandoregresasen de vuelta a sus tierras.

—¿Y cómo obtendremos esa ayuda? Mis obligaciones me mantendránalejado de la costa. ¡No podéis estar adoptando todo el tiempo una aparienciaespectral para avisarme!

—En mi mundo yo tengo las mismas obligaciones que vos en el vuestro.Pero si una de las mías os acompañara, podría ayudaros a comunicarosconmigo cuando la ocasión lo requiriera. Os estoy proponiendo una alianza, ypara sellarla os ofrezco a una de mis sacerdotisas.

Carausio sacudió la cabeza.

—El ejército no me permite llevar a ninguna mujer en una misión...

—Será vuestra esposa —lo interrumpió Dierna—. Me han dicho que noestáis casado.

Parpadeó, y ella detectó que su piel dorada por el sol se ruborizaba.

—Soy un oficial en servicio... —dijo con impotencia—. ¿En quién habéis

pensado?

Dierna suspiró para sus adentros, aliviada.

—No estáis acostumbrado a que os manden —le dijo con una sonrisa—,y pensáis que soy muy déspota, lo sé. Pero estoy pensando en vuestrobienestar y en el servicio a estas tierras. Teleri es la doncella que os ofrecería,la hija de Eiddin Mynoc. Es de cuna lo suficientemente alta para que la alianzamerezca la pena, y es hermosa.

—¿La que llevaba las antorchas en el ritual de anoche? Sí que es muybella, pero no habré intercambiado con ella más de dos palabras.

Dierna sacudió la cabeza.

—No la obligaré a comprometerse en contra de su voluntad. Cuandotenga su consentimiento, hablaré con su padre y todo el mundo pensará que elcompromiso ha seguido el desarrollo normal entre vos y el príncipe.

«Puede que a Teleri le disguste abandonar Avalón —pensó la sacerdotisa—, pero seguro que apreciará la posibilidad de convertirse en la esposa de unhombre tan poderoso.»

Dierna examinó las espaldas anchas y fuertes del hombre, sus manossabias e inquietas, y por un momento deseó haber podido pasar con él lanoche en los fuegos de Beltane.

Sin embargo, Teleri era más joven y más bonita. Dierna seguiríaencargándose de sus asuntos en Avalón, y Carausio sería feliz en brazos de lamuchacha.

El cielo empezaba a nublarse. Teleri se limpió la frente con el velo einspiró una bocanada de aquel aire bochornoso. El balanceo de la litera que lasllevaba de regreso a Venta Belgárum la mareaba ligeramente, y el tiempo noayudaba. Sólo la lluvia podía llevarse la tensión del ambiente.

Al menos, el camino de vuelta lo hacía con Dierna. Miró a la otra mujer,que estaba sentada en perfecto equilibrio con los ojos cerrados, como simeditara. Cuando salieron de Portus Adurni, se alegró porque volvían a Avalón.Sin embargo, cuanto más tiempo permanecía Dierna en silencio, más tensa seponía Teleri.

A medio camino de Clauséntum, pasaron junto a un grupo de soldadosque estaban nivelando y adoquinando la calzada. A partir de entonces, elestado del terreno era mucho mejor y viajaron más a gusto. La sumasacerdotisa se despertó por fin, como si el cambio de movimiento la hubieradespejado.

Teleri empezó a hablar, pero Dierna se le adelantó.

—Has permanecido a nuestro lado en Avalón casi dos años. Dentro depoco podrás hacer los votos. ¿Has sido feliz entre nosotras?

Teleri la miró fijamente.

—¿Feliz? —consiguió decir—. Avalón es el hogar de mi corazón. Nunca

había sido tan feliz, hasta que llegasteis vos. —A decir verdad, algunas vecesla irritaba tanta disciplina, pero, en cualquier caso, era mejor que estarenjaulada en la casa de su padre. Dierna asintió con la cabeza, pero tenía unamirada sombría—. He estudiado todo lo que he podido —dijo Teleri—. ¿Acasolas sacerdotisas no están contentas conmigo?

La mirada de la otra mujer se suavizó.

—Claro que lo están. Lo has hecho muy bien. —Hizo una pequeña pausay continuó—: Cuando bendijimos la fortaleza, ¿qué viste?

Teleri estaba perdida. Entonces se esforzó por recordar la luz de lasantorchas y las estrellas.

—Creo que emanamos una energía. Todo mi cuerpo se estremeció...

Miró a Dierna con incertidumbre.

—¿Y qué me dices del comandante romano Carausio? ¿Qué opinas deél?

—Parece fuerte..., competente... y, supongo, bondadoso —dijo despacio—. Me sorprendió que tomarais su sangre para la bendición.

—También a él. —Dierna sonrió un instante—. Antes del solsticio, cuandome ausenté para tener las visiones, lo vi. —Teleri notó que los ojos se le abríanmucho mientras la sacerdotisa narraba la historia—. Es el Águila que nossalvará, el Defensor Elegido —dijo Dierna finalmente—. Le he ofrecido unaalianza con Avalón. —Teleri frunció el entrecejo. Carausio no le parecía de esetipo de héroes, y además era mayor. Pero Dierna continuó hablando—. LaDiosa nos ha brindado la oportunidad y a ese hombre, que, aunque no es denuestra sangre, es un alma ancestral. Mas él no es consciente. Necesita unacompañera que se lo recuerde y que sea su contacto con Avalón.

Teleri notó que todo su malestar se centraba en sus tripas. Dierna seincorporó y le tomó la mano.

—Ya ha sucedido con anterioridad que una doncella criada en Avalónhaya sido ofrecida a un rey o a un guerrero para hacer de mediadora entre él ylos Misterios. Cuando yo no era más que una niña, Eilan, una sacerdotisa delos demetos que en la lengua romana se llamó Helena, fue ofrecida aConstancio Cloro. Pero a él se lo llevaron de Britania y ahora volvemos a tenerla necesidad de recuperar esos lazos.

—¿Por qué me contáis esto a mí? —susurró Teleri tragando saliva.

—Porque tú eres la más hermosa y más dotada de las doncellas quetodavía no han jurado, y eres de alta cuna, cosa que los romanos aprecian.Eres tú la que debe convertirse en la prometida de Carausio.

Teleri se dio la vuelta. La sola idea de tener que acostarse con un hombrele recordaba a aquel sajón que la había agarrado con manos fuertes. En aquelmomento le dio una arcada y sacó la cabeza por un lado de la litera. Oyó queDierna les pedía a los esclavos que detuvieran la marcha. Poco a poco suestómago vacío se calmó y todo a su alrededor fue tomando forma de nuevo.

—Baja —dijo la sacerdotisa con un tono de voz amable—. Hay unriachuelo donde puedes lavarte y beber. Te sentará bien. —Teleri permitió a los

esclavos que la ayudaran a descender de la litera y se ruborizó de vergüenza alver cómo se centraban en ella los rostros de todas las sacerdotisas, y el deAlecto, que dirigía la expedición—. Enseguida te sentirás mejor —le dijoDierna.

Teleri se limpió la boca y se sentó. El agua la había hecho revivir y eracierto que se encontraba mejor en tierra firme. Observó las nubes, el rojo de lasamapolas entre la hierba y el brillo del riachuelo, que tenía una claridad inusual.Una ráfaga de viento le agitó el pelo que tenía pegado a la frente.

—No puedo hacer lo que me pedís —dijo—, no puedo. Elegí Avalónporque quería servir a la diosa. Y vos misma sabéis mejor que nadie por quéno puedo entregarme a ningún hombre. —Dierna no era consciente de lo quele había pedido, de que para ella eso sería el cautiverio. ¡Una esposa era unaesclava, y además ni siquiera conocía a aquel hombre!

Dierna suspiró.

—Cuando me eligieron como suma sacerdotisa, intenté huir. Estabaembarazada de mi primera hija y sabía que si ése era mi destino, nuncallegaría a ser madre de verdad, ya que mi prioridad siempre sería el bien deAvalón. Me pasé toda una noche en los pantanos, llorando, mientras lasnieblas me envolvían. Al cabo de un tiempo vi con claridad que otras personaspodían cuidar de mis hijas, pero nadie, en cambio, podía cargar con lasobligaciones de la Dama de Avalón. Me lamentaba tan sólo por la felicidad queno sería capaz de disfrutar. Pero sobre todo me daba miedo la culpa quepesaría sobre mi conciencia, más grande incluso que la que sentiría por nopoder darle a mi hija todo el amor que necesitaba, la culpa de no haber sabidoaceptar mi deber. Creo que la muerte habría sido más amable que lo que sentíen aquel momento.

»Pero, justo antes del amanecer, cuando ya no me quedaban lágrimas,me envolvió una sensación cálida, como el abrazo de una madre. En esemomento supe que mi hija recibiría todo el amor que le hacía falta, porque laDiosa la protegería, y que no debía tener miedo de fallarles a aquellos quedependían de mí porque Ella me asistiría.

»Por ese motivo puedo pedirte que lo hagas, Teleri, aunque sé lo duro quete resultará. Cuando hacemos los votos en Avalón prometemos servir a laDama según su voluntad, no conforme a la nuestra. ¿No crees que preferiríatenerte a mi lado para siempre, viéndote crecer cada vez más hermosa, comoun joven manzano? —Dierna volvió a acariciarla, y esa vez Teleri no se apartó—. No se pueden negar unos augurios tan claros como éstos. Britania necesitaa ese hombre, pero está tan sumido en su vida que no recuerda la sabiduría desu alma. ¡Tú tienes que ser su Diosa, querida mía, y despertarlo!

La voz de Dierna se apagó.

—¡La Dama es cruel por utilizamos de este modo! —exclamó Teleri. Peroen lo más profundo de su corazón gritaba: «¿No me quieres lo suficiente paratenerme a tu lado toda la vida? ¿No ves lo mucho que anhelo quedarme?»

—Hace lo que debe, por el bien de todos... —susurró la sacerdotisa—, ypara servirla nosotras debemos obrar del mismo modo.

Teleri se le acercó y esa vez fue ella quien acarició el pelo de la otra

mujer. Dierna la estrechó entre sus brazos.

Al cabo de un momento, se notó las mejillas húmedas y no supo si era la Damamisma quien lloraba desde los cielos o si se trataba de sus propias lágrimas.

44

El grano había sido apilado en gavillas y el heno atado en fardos. La pazde la cosecha se extendía por la tierra. Los campos que había más allá delvalle de Avalón eran un tablero de cuadros dorados.

«Es un buen augurio», se dijo Dierna a medida que las nieblas se cerníansobre los campos. La primavera o el principio del verano eran una buena épocapara los matrimonios, pero a Carausio seguro que le iría mejor tomar a suesposa cuando el principio del invierno diera por finalizada la temporada deasaltos; además, así tendría tiempo de conocerla antes de partir de nuevo aluchar. Dierna estaba cansada porque durante las últimas dos lunas habíaestado sumamente ocupada preparando a Teleri para el enlace.

No cabía duda de que ése era el motivo por el que Teleri estaba tanpálida. Cuando subieron al carruaje que Eiddin Mynoc había enviado para quelas llevara a Durnovaria, Dierna le dio a la joven unas palmaditas de ánimo enla espalda. La muchacha había trabajado muy duro para completar suformación y aprender a ver las visiones en el agua.

Obviamente, era más fácil en el estanque sagrado, pero en una vasija deplata tampoco sería difícil si la vidente aspiraba el suficiente humo sagrado y elagua estaba bendecida con el conjuro apropiado. La virtud no estaba en elagua, sino en quien la miraba. Ella era lo suficientemente diestra en el arte delas visiones para que un charco embarrado y unas cuantas inspiraciones lerevelaran lo que andaba buscando sin necesidad de ningún tipo de hierba. Aveces tenía visiones espontáneas, y ésas, fruto de la necesidad, resultaban serlas más importantes de todas.

Pero Teleri creía en la santidad de los objetos, y entre los bártulos queacarreaba llevaba un cofre que guardaba una antigua vasija de plata conespirales laberínticas que guiaban la mirada, y tarros de agua del estanquesagrado.

Dierna observaba a la joven, que escudriñaba por los agujeros de lascortinas de cuero con una mirada tan punzante que parecía atravesar lasnieblas que cubrían el Tozal. Pero lo único que veía era la iglesia cristiana y lascabañas desperdigadas donde vivían los monjes.

En lo alto de la colina, más allá del pozo sagrado, estaban las casas de lahermandad sagrada. Sobre ellas asomaba la cima redondeada del Tozal,desnuda desde los tiempos de la primera suma sacerdotisa porque los monjeshabían derribado las piedras. A veces, al verlo desde el mundo exterior,

resultaba difícil creer que los que tenían el poder de atravesar las nieblasencontraran, en vez de ese paisaje, el Gran Salón de Avalón, la Casa de lasDoncellas, el sendero de las procesiones y el círculo de piedras.

Para los ojos de su mente, eran más reales que lo que tenía delante.Habían cambiado muchas cosas desde que la Dama Caillean utilizara la magiapara separar Avalón del mundo. Fue en tiempos de Sianna cuando empezarona construir con piedra. Cuando la hija de Sianna tomó el poder, se levantaronlos muros del Gran Salón, tan grande como una basílica romana, pero estabancubiertos con paja en vez de con tejas. Fue la nieta de Sianna la que consagrólos primeros pilares al sendero de las procesiones. La propia abuela de Diernaconstruyó la nueva Casa de las Doncellas.

«¿Qué construiré yo?», se preguntó Dierna entonces. Sacudió la cabeza;la respuesta a su pregunta se ocultaba tras ese viaje. Sus antepasados habíanconstruido con piedra; sin embargo, ella, la primera que se había interesadopor el mundo exterior después de muchos años, estaba construyendo edificiosinvisibles en los corazones de los hombres. Y de uno en concreto. Pero si ellaechaba bien los cimientos, ese hombre levantaría un muro de barcos yhombres, más eficaz que cualquier barrera de piedra para mantener alejados alos sajones.

Dierna se apoyó en el respaldo acolchado y corrió las cortinas cuando elcarruaje empezó a avanzar. Teleri ya había cerrado los ojos, pero tenía lasmanos demasiado tensas para que estuviera durmiendo. La sacerdotisa fruncióel entrecejo al darse cuenta de lo delgadas que la joven tenía las muñecas.Después del primer arrebato, Teleri no había vuelto a poner ninguna objeción almatrimonio. De hecho, había cumplido con todas sus obligaciones con lamisma obediencia que cualquier hija de Avalón. Dierna asumió que Teleri lohabía aceptado; sin embargo, en ese momento se preguntaba si no la habríapresionado en exceso.

—Teleri —dijo en voz baja, y los párpados de la muchacha se movieron—.El arte de ver en el agua funciona en ambas direcciones. Mirarás todas lasnoches en la vasija para ver lo que sucede en Britania, imágenes que teenviaré y que, con el tiempo, aprenderás a captar tú sola. Y tú también podrásenviarme mensajes. Cuando estés en trance, si te has preparado a concienciay tienes fuerza de voluntad suficiente, podrás hacerlo. Si sucede algo, sinecesitas ayuda, llámame e iré a tu encuentro.

—He estado en Avalón más de dos años —contestó ella sin tan siquieraabrir los ojos—. Yo esperaba la consagración, no el matrimonio. Era un sueñopara mí. Y ahora me echáis, me devolvéis al mundo. Me decís que es un buenhombre. Mi destino no es muy diferente del de otras doncellas de linaje noble.Lo mejor sería romper limpiamente...

—Como bien has dicho, has pasado dos años entre las sacerdotisas —dijo Dierna tras un suspiro—. Avalón te ha marcado, Teleri, aunque no lleves lamedia luna entre las cejas. Tu vida nunca volverá a ser la que era, ya no eres lamisma. Aunque todo te vaya bien, me tranquilizaría tener noticias de ti. —Esperó, pero no obtuvo respuesta—. Estás enfadada conmigo, quizá conrazón. Pero nunca olvides que la Diosa está ahí para ayudarte si decides novolver a contar conmigo.

Al oír esas palabras, Teleri se incorporó y la miró.

—¡Vos sois la Dama de Avalón! —dijo lentamente—. Sois la Diosa paramí. —Y se dio la vuelta.

«Señora, ¿qué he hecho? —pensó Dierna mientras miraba los ojos de lajoven, puros e implacables como los bajorrelieves romanos. Pero ya estabahecho, o casi; y la necesidad que obligaba a esa traición, si había que llamarlaasí, no había desaparecido. Cerró los ojos—. Señora, vos conocéis todos loscorazones. Esta niña no puede entender que lo que nos habéis pedido es tanduro para mí como para ella. Ofrecedle el consuelo que yo no podré darle,Señora, y el amor...»

Carausio se recogió el extremo suelto de la toga y trató de recordar lo quePolion le había dicho. Aquel hombre era un gran terrateniente de los territoriosde los durotriges, con intereses comerciales en Roma, un hombre influyente ycon contactos. Pero, al fin y al cabo, casi todos los invitados al enlace de la hijadel príncipe Eiddin Mynoc eran de alcurnia y poderosos. Vestidos con togas yfaldas bordadas, parecía una reunión aristocrática en cualquier parte delImperio. Sólo las sacerdotisas vestidas de azul, de pie junto a la puerta,recordaban que Britania tenía sus propios dioses y Misterios.

—¡Una alianza excelente! —repitió Polion—. Por supuesto, nos alegró oírque Maximiano os había propuesto para llevar el mando; sin embargo, estaunión con una de las familias britanas más importantes sugiere un interés algomás personal por este país.

De pronto, la atención de los presentes se volvió hacia él. La sacerdotisahabía ofrecido ese matrimonio como un vehículo para mejorar lascomunicaciones entre ambos pueblos. ¿Adquiría la boda con la hija de unpríncipe britano una dimensión política que no era la que él esperaba?Cleopatra le había otorgado todo Egipto a Antonio; sin embargo, lo único que élquería de Teleri era un lazo de unión con Avalón. Encontraría la manera dehacerles entender al príncipe Eiddin Mynoc y a otros que no pretendía nadamás.

Polion cogió una pasta de la bandeja que le ofreció uno de los esclavos ycontinuó hablando.

—He estado en Roma. Después de tres centurias aún piensan queestamos en los confines de la tierra. Cuando la situación empeore, reforzaránsus defensas y se olvidarán de nosotros hasta que hayan solucionado susproblemas. ¿No hemos presenciado ya cómo se llevaron las tropas de nuestrasfronteras para combatir al lado del emperador?

—He jurado fidelidad al emperador... —empezó a decir Carausio, peroPolion todavía no había terminado.

—Existen muchas maneras de servir. Y quizá vos no os empeñaréis tantoen perseguir vuestras ambiciones en Roma si hay alguien que os espera aquí,¿eh? Desde luego, la novia es lo suficientemente bella para cautivar la atenciónde cualquier hombre. —La sonrisa de Polion hizo que al almirante se le

pusieran los pelos de punta—. Recuerdo cuando no era más que una chiquilladesgarbada; ¡es cierto que ha mejorado notablemente!

Carausio miró hacia el otro lado de la habitación, donde estaba Teleri consu padre, detrás de una guirnalda de espigas de trigo y flores secas. Lecostaba imaginarla como una torpe adolescente. Perfumada, enjoyada y con unvelo de seda carmesí importada de las tierras del este del Imperio, estabaincluso más guapa que cuando la había visto en la fortaleza. Aunque fueravestida como la hija de un rey, lo único que hacían los adornos era acentuar subelleza, y no tanto por ellos mismos, sino por la gracia de quien los llevaba.

Como si hubiera presentido que la observaban, Teleri se dio la vuelta ypor un momento Carausio vio los rasgos puros de su rostro a través del velorosado. Parecía la estatua de una diosa. Él desvió la mirada rápidamente. Eraun nombre de apetitos normales, y a medida que había ido subiendo de rango,las mujeres no le habían faltado. Pero nunca, ni siquiera cuando se codeabacon cortesanas en Roma, se había acostado con una mujer de linaje real, ymenos tan hermosa. «Adorarla será fácil», pensó. Pero no estaba seguro decómo resultaría él como marido.

—¿Nervioso? —Aelio, que había llevado el Hércules a Clauséntum paraque lo repararan y había vuelto a tiempo para el enlace, le dio un apretón en elhombro—. ¡No os culpéis! ¡Dicen que todos los novios sienten lo mismo! No ospreocupéis, todas las mujeres son iguales cuando se apagan las antorchas.Recordad cómo atravesasteis el delta del Rhenus y todo irá bien. ¡Id despacio yechando la sonda! —exclamó, y se carcajeó en su cara.

Un toque en el brazo le dio a Carausio la excusa perfecta para darse lavuelta. Entonces halló la mirada oscura y ardiente de un joven que ya habíavisto, pero del que no recordaba el nombre.

—Señor, lo he pensado mucho últimamente... —dijo el muchacho—. Esmuy bueno todo lo que estáis haciendo por Britania. —Tartamudeabaligeramente, como si lo que decía no correspondiera con lo que pensaba.Alecto, eso era. El joven que había ido con su padre al comienzo de las obrasde la fortaleza en Portus Adurni y que había escoltado a las sacerdotisas hastacasa. Carausio asintió mientras él continuaba hablando—. De pequeño tuveproblemas de salud, por eso no he servido en el ejército. Pero conseguir lo quepretendéis os costará dinero. Más, creo yo, del que el emperador pueda daros.Sé lo que es el dinero, señor. ¡Si me permitierais entrar a vuestro servicio,trabajaría con todo mi corazón!

Carausio frunció el entrecejo, mientras examinaba al joven con ojoexperto. Alecto nunca sería un buen guerrero, pero parecía gozar de buenasalud y no alardeaba. El almirante comenzaba a darse cuenta de que lo que seesperaba de él con respecto a la protección de los ciudadanos de Britaniasobrepasaba los límites de las competencias que el emperador Maximiano lehabía otorgado. Y protección sería lo único que les daría, se dijo a sí mismomientras recordaba las historias de varios oficiales del ejército que se habíanautoproclamado emperadores.

—¿Qué opina tu padre?

Los ojos de Alecto despedían luz.

—El está deseándolo, creo que estará orgulloso.

—Muy bien. Puedes trabajar con nosotros, extraoficialmente, esteinvierno. Si demuestras tu valía, veremos si podemos hacerte oficial cuandoempiece la campaña en primavera.

—¡Señor!

Alecto le dedicó un saludo casi militar con un entusiasmo que lo hizoparecer, de repente, mucho más joven. Tenía una manera torpe de moversepara expresar sus emociones.

Carausio sintió compasión por él.

—¡Y lo primero que harás por mí es averiguar cuándo empezará la boda!

Alecto se irguió y se retiró con lo que obviamente pretendía ser un pasomilitar. Carausio se preguntaba si había hecho bien en admitirlo. El jovenbritano era una mezcla curiosa de juventud inexperta y madurez al mismotiempo, inseguro y torpe en la sociedad; pero, sin lugar a dudas, un hombre denegocios listo y agresivo. El ejército necesitaba hombres versátiles. Si Alectocumplía los requisitos físicos y toleraba la disciplina militar, podría ser muy útil.

Por un momento, el almirante continuó con la frente arrugada y la mentepuesta en las obligaciones de su cargo. Habían programado la boda para elfinal de la temporada marítima, pero el buen tiempo parecía no quererabandonarlos. Era favorable para los que iban a asistir a la boda, pero algúnque otro sajón atrevido aprovecharía la oportunidad para hacer un último asaltoantes de que empezaran las tormentas, y él no estaría esperándolos en una delas fortalezas del Canal, y para cuando tuviera noticia del ataque, los lobos demar ya se habrían marchado.

Sin embargo, fue algo más sutil que una llamada lo que lo devolvió alpresente. Cuando alzó la mirada, Dierna estaba delante de él.

Carausio inspiró profundamente y señaló con un gesto a la multitudcongregada en la sala.

—Lo habéis hecho muy bien y todos estamos obrando según vuestravoluntad. ¿Estáis contenta?

—¿Lo estáis vos? —le preguntó ella mirándolo a los ojos de refilón.

—No suelo dar por ganada una batalla hasta que no ha finalizado el día.

—¿Estáis asustado? —inquirió Dierna levantando una ceja.

—He oído historias muy extrañas sobre Avalón. Dicen que los romanosacabaron con los druidas, pero no con las sacerdotisas, que sois unahechicera, como las que habitan en la Isla de Sena, en Armórica, heredera depoderes ancestrales. —Había mantenido la mirada a hombres que queríanmatarlo, pero le costó esfuerzo mantenérsela a aquella mujer.

—Sólo somos mujeres mortales —dijo la sacerdotisa con amabilidad—,aunque sigamos un entrenamiento arduo y sea cierto que conservamosalgunos Misterios que los romanos han perdido.

—Yo soy ciudadano de Roma, pero no romano. —Se recompuso la toga—. Cuando era niño, las mujeres sabias de los menapios todavía vivían en los

terrenos pantanosos de Gemianía, donde el Rhenus desemboca, en el mar delnorte. Tenían su propia sabiduría, pero en vos siento una disciplina mayor queme recuerda a unos sacerdotes que conocí cuando estuve en Egipto.

—Quizá... —Lo miró con interés—. Dicen que los que huyeron de lasTierras Hundidas encontraron cobijo en diversos puertos, y los Misterios deEgipto son parecidos a los nuestros. ¿Os acordáis?

Carausio parpadeó, inquieto por algo que había en el tono de su voz. EnPortus Adurni le había hecho la misma pregunta.

—¿Que si me acuerdo? —dijo, y la sacerdotisa sonrió.

—No importa —repuso Dierna—. En cualquier caso, hoy deberíais estarpensando en vuestra prometida...

Ambos se dieron la vuelta para mirar a Teleri.

—Es preciosa. Pero no me imaginaba que nos casaríamos en unaceremonia romana tan convencional.

—Su padre ha querido asegurarse de que la unión sea reconocida —contestó Dierna—. Hace unos años, una de nuestras mujeres fue ofrecida a unoficial romano, Constancio, mediante uno de nuestros ritos, y es consideradasu concubina.

—¿Y cuál es el rito de Avalón? —dijo con el mismo temple en la voz queella.

—Hombre y Mujer yacen juntos como sacerdote y sacerdotisa del Dios yla Diosa. El tiene el poder del Astado y aporta vida a los campos y a losrebaños; y ella le recibe como la Gran Diosa, la Madre, la Esposa.

Algo en el timbre de aquella voz agitó el interior de Carausio. Durante unsegundo, le pareció que estaba a punto de recordar algo que había caído en elolvido tiempo atrás, pero de vital importancia. Entonces oyó el balido de laoveja que estaban sacrificando fuera y sus pensamientos se esfumaron.

—Yo no habría renunciado a tal rito —dijo en voz baja—; sin embargo,ahora tengo que atenerme a los de Roma. Concedednos vuestra bendición,Dama de Avalón, y lo haremos lo mejor que podamos.

El augur, que estaba de pie junto a la puerta, les pidió que se acercaran.Carausio se irguió y sintió el familiar cosquilleo en los antebrazos que leentraba cuando se acababa la espera y empezaba la batalla. No había muchadiferencia, se dijo a sí mismo mientras avanzaba y los invitados tomabanasiento. Era una celebración, pero navegaba por mares desconocidos.

Fuera del dormitorio aún continuaba la fiesta. El príncipe, feliz de habercasado a su hija con un hombre tan notable en vez de haberla perdido enAvalón, había comprado una enorme cantidad de vino galo, del que losinvitados hacían aprecio. Pero un comandante no bebía estando de servicio.

Y él lo estaba. La mujer que lo esperaba en el lecho nupcial era preciosa.Parecía tener un buen carácter y, como había sido formada en Avalón,

imaginaba que sería sabia. Sin embargo, continuaba siendo una desconocidapara él.

No se le había pasado por la cabeza que eso pudiera ser un problema. Sehabía acostado con cortesanas y mujeres del campamento sin necesidad deser presentados. Pero ahora se daba cuenta de que esperaba más de sumatrimonio. Teleri estaba tumbada y cubierta con la sábana hasta la barbilla.Tenía los ojos abiertos como una liebre asustada. Carausio sonrió con laintención de tranquilizarla y se quitó la túnica. Según las leyes romanas, ya erasu mujer; sin embargo, tanto la tradición britana como la de su propio pueblodecía que el matrimonio no estaba consumado hasta que se acababa elbanquete y la novia era desflorada.

—¿Quieres que apague la lámpara? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza en silencio. Carausio sintió pesar: ¿qué sentidotenía estar casado con una mujer hermosa si no podía admirar su cuerpo? Detodas formas, demasiada belleza quizá lo amedrentara, y, al fin y al cabo, todaseran iguales en la oscuridad. Levantó la colcha y, al meterse en la cama junto aella, el lecho crujió. Teleri seguía en silencio. Estiró el brazo, con un suspiro,para acariciar su pelo. Tenía la piel muy suave. Sin pensarlo, sus dedos tocaronsus mejillas y recorrieron su cuello hasta llegar a la redondez firme de suspechos. Teleri tomó aire y se quedó quieta, temblando con sus caricias.

¿Debería cortejarla con palabras de amor? Su mutismo lo enervaba y nose le ocurría nada que decir. Sin embargo, aunque su mente no funcionara, sucuerpo estaba respondiendo con entusiasmo al tacto de aquellas carnes firmesque sus dedos exploraban. Carausio trató de aminorar el ritmo, de esperarhasta que ella estuviera preparada, pero Teleri no se movía, aceptaba conpasividad que él le abriera las piernas. Al final ya no pudo contenerse más. Lasujetó por los hombros profiriendo un gruñido y se hundió en su cuerpo. Ellaempezó a lloriquear de repente y a luchar contra él, pero ya era demasiadotarde.

Acabó rápido. Después Teleri se dio la vuelta y se acurrucó dándole laespalda. Carausio estuvo un largo rato escuchando su respiración paracomprobar si lloraba. Pero no se oía nada. Poco a poco empezó a relajarse. Sedijo a sí mismo que no había sido un principio tan horroroso y que todo iríamejor cuando se fueran acostumbrando el uno al otro. Pedir amor quizá fueraesperar demasiado, pero con el roce seguro que nacía entre ellos una relaciónde respeto y cariño, que era más de lo que podían esperar muchas parejas.

Carausio no estaba acostumbrado a compartir la cama y le costó conciliarel sueño. Se puso a pensar en la disposición de las tropas y su abastecimientoy deseaba poder encender una lámpara para trabajar en ello. Pero no sabía siTeleri dormía, y no quería despertarla. Después de un rato, se sumió en unsueño agitado en el que se hallaba sobre una cubierta destrozada luchandocontra enemigos sin rostro.

Cuando por primera vez oyó que llamaban a la puerta, pensó que setrataba de un ariete que golpeaba contra un lado del barco. Oyó voces y poco apoco fue entendiendo la conversación.

—Señora, son las tres. ¡No podemos hacer nada hasta el amanecer, porJuno, es la noche de bodas del almirante! ¡No podéis molestarlo ahora!

—Si se enfada, yo me hago responsable —contestó una voz de mujer—.¿Os hacéis vos responsable de haberle negado información de su interés?

—¿Información? —preguntó el guardia—. No ha venido ningúnmensajero...

—No necesito mensajeros humanos. —El tono de voz de la mujer cambió,y Carausio, ya levantado y con la ropa en la mano, sintió un escalofrío quenada tenía que ver con la temperatura de la noche—. ¿Dudáis de mi palabra?

El pobre guardia, confundido entre las órdenes recibidas y el poder de lasacerdotisa, se libró de tener que contestar porque en ese momento Carausioabrió la puerta.

—¿Qué sucede?

El rostro tenso de Dierna se relajó y mostró una sonrisa. Llevaba unmanto sobre el camisón y la melena le caía en cascada por los hombros. Alinstante, su expresión volvió a ser sombría.

—Los sajones han regresado.

—¿Cómo lo sabéis? —dijo, y ella se rió.

—Habéis cumplido con vuestra parte del trato. ¿Acaso pensabais que noharía yo lo mismo? Sé lo mucho que os inquietaba dejar la costa sin vigilancia,así que he mirado en la vasija sagrada. Ya os lo he dicho, esto es lo que le heestado enseñando a Teleri durante todo el otoño.

Carausio inspiró profundamente y se despertó del todo al comprender loque implicaban aquellas palabras.

—¿Y qué habéis visto?

—Una ciudad en llamas, creo que se trata de Clauséntum, y dos navíosque se acercan a la costa. Se tomarán su tiempo para el saqueo porquepiensan que nadie irá a combatirlos. Si os dais prisa, podéis aprovechar lamarea y esperarlos más allá de la Isla de Vectis cuando regresen a sushogares.

Carausio asintió. El guardia estaba boquiabierto, pero se cuadró cuandoel almirante empezó a dar órdenes. Carausio contuvo una sonrisa; todas lasdemás consideraciones desaparecieron barridas por la marea de expectaciónque lo arrastraba a la batalla. Eso era algo que sí sabía cómo hacer.

Pasaron el invierno en Dubris, la fortaleza romana en la costa sureste, enlas tierras tribales de Cántium. Teleri imaginaba que iba a detestar aquel lugar,porque no era Avalón. Sin embargo, aunque la villa romana asentada sobreacantilados de caliza donde Carausio se había instalado era una jaula paraella, al menos era acogedora y grande; y los hombres rubios de la tribu de loscantios, aunque no compartían la jovialidad de los habitantes de las tierras deloeste, eran amables y hacían que se sintiera como en casa. Su marido seausentaba a menudo para supervisar las obras de la fortaleza de Portus Adurnio las mejoras que se iban introduciendo en Dubris.

Parte del botín que Carausio había arrebatado a los piratas en su nochede bodas fue devuelta a sus dueños. Luego pidió permiso a Roma para venderlos objetos que sus propietarios no habían reclamado y destinar lo recaudado ala protección de la costa sajona.

Incluso cuando estaba en casa, Carausio se pasaba la mayor parte deltiempo con los oficiales, discutiendo estrategias sobre los mapas. Al principio,Teleri estaba encantada de no verlo. Tenía miedo de que el contacto con unhombre le recordara el intento de violación que había sufrido; sin embargo, ladisciplina de Avalón le había sido muy útil.

Cuando Carausio se acostaba con ella, tan sólo tenía que separar el almadel cuerpo y no sentir nada, ni miedo ni dolor. Pensaba que su marido se daríacuenta, mas, después de un tiempo, empezó a sospechar que la evitaba apropósito.

En lugar del solsticio de invierno, los romanos celebraban las Saturnalia.El almirante concedió vacaciones a sus hombres y regresó a la villa para undescanso bien merecido. En la víspera del solsticio se celebró un granbanquete. Eran momentos de felicidad y los hombres bebían sin parar. InclusoTeleri bebió una copita de más de aquel vino galo dulzón. Esa noche, enAvalón estarían celebrando los ritos sagrados para ayudar en el alumbramientodel sol renacido, llevado de nuevo al mundo. Tan sólo los había presenciadouna vez y todavía lloraba al recordar lo bellos que habían sido.

Así que cuando se levantó de la mesa, se sorprendió al comprobar que leflojeaban las piernas.

—¡No puedo andar! —exclamó indignada. Los hombres se echaron a reíry de repente ella lo encontró también muy divertido. Sin embargo, incluso larisa era un movimiento excesivo para su precario equilibrio. Carausio, perplejo,la cogió en brazos cuando se tambaleó. No entendía cómo había llegado a eseestado—. Soy tu mujer —afirmó solemne con la cabeza—, no pasa nadaporque me lleves en brazos...

El mundo daba vueltas a su alrededor de manera vertiginosa mientras laarrastraba por el pasillo. Ella lo sujetaba con fuerza. No lo soltó ni cuando latumbó en la cama.

—¿Le digo a la sirvienta que venga a desnudarte? —preguntó él tratandode soltarse de ella.

—Desnúdame tú, esposo mío —murmuró Teleri. Lo miró a la cara ysonrió. No era lujuria, sino soledad lo que sentía, y lo sabía. Pero si se quedabacon ella, no pensaría en Avalón.

—Has bebido demasiado vino, lo sabes —dijo él, pero los músculos desus brazos ya no eran las duras rocas a las que se aferraban los dedos deTeleri.

—¡Tú también! —dijo ella entre risitas.

—Es cierto —contestó Carausio con el tono de voz de quien acaba dehacer un descubrimiento inesperado.

Ella le retiró la toga y su esposo cayó en la cama junto a ella; después,con algo de torpeza, la besó. «Es un consuelo —se dijo Teleri mientras se

quitaba la ropa— estar cerca de otra persona.» Esa vez había pensadorecibirlo como correspondía, pero a medida que se desarrollaron losacontecimientos, se vio a sí misma cada vez más ausente de lo que ocurría.Cuando él por fin se puso encima, Teleri se refugió en las imágenes queacudían a su mente; y entre ellas, sin pretenderlo, encontró el rostro de Alecto.

A la mañana siguiente, Teleri se levantó con dolor de cabeza y conlagunas en la memoria. Estaba sola en la cama, y la toga de Carausio seguíadonde había caído la noche anterior. No había sido un sueño. «Al menos —pensó mientras la sirvienta la vestía— ya no le tengo miedo.» Pero cuando seencontraron en el desayuno, él no sabía cómo comportarse y se le notaba algoavergonzado. O quizá sólo le doliera la cabeza.

Si es cierto que no empeoró su relación, el encuentro de aquella nochetampoco sirvió para mejorarla.

Mientras se sucedían los días oscuros, Carausio llevaba a sus oficiales ala villa cada vez con más frecuencia. Teleri disfrutaba a menudo de lacompañía de Alecto, y le ofrecía un hombro en el que lamentarse cuando lasobligaciones de la vida militar lo llevaban al límite de sus fuerzas.

—¡La forma en que nos administran es ineficaz! —exclamó mientrascaminaban por los acantilados—. Los impuestos que se recaudan en Britaniason enviados a Roma y, si al emperador le parece bien, una pequeña partevuelve de nuevo. ¡Ningún comerciante puede prosperar de esa manera! ¿Nosería más lógico calcular cuánto se necesita para la defensa de Britania y cogerya esa cantidad de los impuestos antes de mandarlos?

Teleri asintió. Era cierto que había mucha razón en sus palabras.Acostumbrada al gobierno civil, que se mantenía con las contribucionesprivadas que los magnates entregaban a los magistrados locales, nunca sehabía parado a pensar sobre los problemas que suponía defender la provinciaal completo.

—¿No podríamos pedirles donaciones a la gente que Carausio protege?—preguntó la joven.

—Tendremos que hacerlo, a menos que Maximiano envíe más dinero. —Alecto se dio la vuelta con los brazos en jarras y miró hacia el mar. A Teleri lepareció que la vida militar le había sentado bien. Su mirada intensa no habíacambiado, pero las horas de entrenamiento le habían bronceado la tez. Teníabuena planta y una buena masa muscular cubría aquella frágil estructura—. Heprestado algo de dinero con intereses, que nos será devuelto al principio de latemporada de mar y nos aportará ganancias. Pero el dinero se consigue condinero. Pedirles contribuciones a los magistrados es una gran idea —le dedicóuna sonrisa que le cambió la expresión—, pero necesitaremos algo más quebuenas razones para sacar el oro a nuestra propia gente. Son generososcuando los resultados sirven para impresionar al vecino. Su mente esdemasiado limitada para ver beneficios en la defensa de las tierras de otratribu. ¡Tenéis que venir conmigo y fascinarlos para que sean generosos! Seguroque no pueden resistirse a vuestra sonrisa...

Teleri no pudo evitar sonrojarse al pensar que, pese a lo mucho queAlecto se quejaba, el ejército le había hecho un gran favor a su persona, tantosocial como físicamente. Un año antes jamás habría osado piropearla de esa

manera.

El tiempo había mejorado, aunque seguían cayendo tormentas. Carausiollevó las tropas a la fortaleza y a Teleri con él. La alianza con el príncipe EiddinMynoc y el aura de Avalón eran de una utilidad considerable, aunque no elmotivo principal por el que había contraído matrimonio con Teleri. Era hora decomprobar si el otro motivo secreto por el que la tenía junto a él surtía efecto.La joven se retiraba pronto cuando Carausio iba a pasar la tarde con sushombres. Lo que no sabían era que ella se levantaba antes del amanecer parasentarse y mirar el agua en la vasija de plata, esperando noticias de Avalón.

Al principio le costaba concentrarse, pero acabó siendo el mejor momentodel día para ella. En esas horas tranquilas, cuando la fortaleza dormía, casipodía imaginarse de vuelta en Avalón, en la Casa de las Doncellas. Teleri seentretenía pensando en las cosas que allí había aprendido y se sorprendió alcomprobar lo mucho que era capaz de recordar y cómo habían madurado enella todos los conocimientos que le habían inculcado.

Una noche a finales del mes de Marte, se encontró a sí misma pensandoen Dierna con sensación de arrepentimiento, en vez de con la rabia quenublaba su mente tan a menudo. Y como si ese cambio de actitud hubiera sidoel alzamiento de la piedra que contiene el agua en una presa, los rasgos deDierna se volcaron en la superficie de la vasija que estaba mirando.

Por el tamaño de los ojos de la otra mujer, Teleri sabía que la sumasacerdotisa también la veía a ella, y sintió una punzada al darse cuenta de queen su mirada había alivio y amor. Los labios de Dierna se movieron. Teleri nooyó nada, pero sintió que le formulaba una pregunta y esbozó una sonrisatranquilizadora. Luego hizo un gesto como preguntando a su vez qué tal ibanlas cosas por Avalón. Vio que Dierna cerraba los ojos y fruncía el gesto. Luegosu imagen se enturbió. Por un momento Teleri tuvo ante ella una imagen deAvalón en paz bajo las estrellas. Vio la Casa de las Doncellas y las viviendasde las sacerdotisas, el cobertizo de la tenería y de las cocinas y la casa dondese secaban y procesaban las hierbas. Estaba el manzanal, el bosque de robles,el brillo del pozo sagrado y, si miraba hacia arriba, la silueta en punta del Tozal.

Teleri cerró los ojos para intentar visionar la fortaleza de Dubris y el puertodonde los barcos de guerra amarrados subían y bajaban con la marea. Sumente se centró en Carausio, de hombros anchos y firmes, y con más canas ensu cabello que hacía un año. Sin poder evitarlo, la imagen de Alecto apareció asus espaldas, con una mirada que brillaba por la emoción. Pero al poco tiempole fallaron las fuerzas, pues no estaba acostumbrada a las visiones, y alparpadear sólo quedó el tenue brillo del agua y la claridad del día colándosepor la ventana.

Carausio dejó de mirar el mapa de costas y se incorporó con un gesto dedolor. ¿Cuánto tiempo llevaba encorvado sobre la mesa? El mapa era de cueroy se podía enrollar y transportar o colgar en un tablero. Las piezas de madera

que representaban los barcos y los suministros estaban colocadas junto a losdibujos de fortalezas o ciudades; de ese modo eran fáciles de contar y decambiar de sitio. Si fuera así de fácil mover hombres y barcos... Pero loscaprichos del tiempo y el corazón humano podían desbaratar todos los planeslógicos.

La fortaleza permanecía tranquila hasta el amanecer, mientras todo elmundo dormía, excepto los centinelas de las murallas. Tampoco él ni Alectodormían. El muchacho movió tres piezas de madera desde Dubris a Rutupiae ymiró al comandante.

—Creo que tendremos suficiente. —Hizo una cuenta en la pizarra—. Nonos pondremos como toneles, pero nadie pasará hambre. —Intentó reprimir unbostezo.

—Ni nadie debería pasar sueño —dijo Carausio mientras lo observabacon una sonrisa en los labios—. Incluidos tú y yo. Ve a la cama, Alecto, y queduermas bien.

—No estoy cansado, de verdad. Las otras fortalezas...

—Pueden esperar hasta mañana. Ya has hecho más que suficiente.

—¿Entonces, estáis contento conmigo? —inquirió Alecto. Carausiofrunció el entrecejo, sorprendido por la pregunta—. El otoño pasado meaceptasteis de manera extraoficial —prosiguió Alecto—. Vuestros mandos meconocen, pero gozaría de más autoridad cuando voy a visitar lugares si vistierade uniforme. Naturalmente, sólo si me he ganado el puesto... —añadió con unarepentina falta de seguridad en sí mismo.

—¡Alecto! —Carausio lo cogió por los hombros y el joven se irguió. Losojos le brillaban como si estuviera conteniendo las lágrimas. Por un momento,le recordó a Teleri, ambos eran de constitución frágil y morenos como las tribusque habitaban en las tierras del oeste. Quizá descendieran de la misma estirpe—. Hijo mío, ¿lo dudas? Te aseguro que ahora no entiendo cómo me lasarreglaba antes sin ti. Pero si lo que quieres es un uniforme, lo tendrás.

Alecto sonrió comedidamente y con una reverencia le besó la mano alalmirante. Carausio lo soltó, algo sorprendido por la intensidad del momento,pero también emocionado.

—Ve a dormir —le dijo con amabilidad—. No tienes por qué agotarte parademostrarme lealtad.

Mientras Alecto se iba, Carausio se quedó de pie mirándolo, todavía conuna sonrisa en la boca. «Si Teleri me da un hijo, puede que sea como él»,pensó de repente. Estaba a su lado por otros motivos, pero también era suesposa. ¿Por qué no esperar que le diera un hijo, nacido de esa tierra, quesiguiera con su labor?

Echó a andar por el pasillo en dirección a su cuarto con más energía de lanormal. Teleri le había dejado claro que no quería sus abrazos, pero la mayoríade las mujeres deseaban hijos y quizá, si era ése su caso, llegaría a sentir algopor el padre del niño.

Sin embargo, cuando llegó a sus aposentos, la cama estaba vacía.

Por un momento, Carausio se quedó de pie, atónito por el profundo dolor

de pensar que lo había traicionado. Pero enseguida reaccionó. Aunque Telerifuera el tipo de mujer que se embarca en una aventura amorosa, erademasiado inteligente para hacerlo por la noche, cuando todo el mundo dormíay los centinelas recorrían los pasillos. En silencio, atravesó la habitación y abrióla puerta del cuarto contiguo.

Una lámpara ardía sobre la mesa. La luz se reflejaba en el borde de lavasija de plata y en el vestido blanco de Teleri. Al entrar, la llama titiló, pero ellani se inmutó. Casi sin atreverse a respirar, Carausio se arrodilló a su lado.

Miraba fijamente a la superficie oscura del agua y sus labios se movían.

—Dierna... —susurró, y luego se incorporó como si estuviera escuchando.

—Señora —dijo Carausio con una voz no mucho más fuerte que la suya—, buscad en vuestra visión por las costas de Britania. ¿Qué veis?

No estaba muy seguro de a cuál de las dos estaba hablando y, cuandoTeleri volvió a erguirse, no podría haber dicho quién contestó.

—Aguas tenebrosas... Veo un río, riberas bajas, copas de árboles oscurascontra las estrellas. —Se le cortó la respiración y empezó a mecerse—. Unacorriente fuerte... Las olas brillan... Los remos salen relucientes del agua...

—¿Son barcos de guerra? ¿Cuántos? —espetó Carausio. Ella seestremeció, pero contestó enseguida.

—Seis, navegan río arriba...

—¿Dónde? —Esa vez controló el tono de voz, mas no la intensidad—.¿Qué río? ¿En qué ciudad?

—Veo un puente... y murallas de piedra roja. —La respuesta llegó concalma—. Dierna dice... ¡que es Durobrivae! ¡Id! ¡Tenéis que partir cuanto antes!

Carausio se sorprendió al oír las últimas palabras, que, aunque las habíapronunciado Teleri, parecían salidas de la boca de Dierna. Ella se tambaleó y élla recogió en sus brazos.

El pulso le latía con fuerza, y la llevó a la cama. Aunque estaba ansiosopor marcharse, la arropó. Teleri no se despertó; su respiración tenía el ritmonormal de una persona que duerme. Sus rasgos reflejaban la serenidad remotade una vestal o la de un niño, y en ese momento se preguntó cómo habíapodido mirarla alguna vez con deseo.

—Gracias, mi Señora.

Carausio se inclinó y la besó en la frente. Luego salió a toda prisa de lahabitación, y cuando dio las primeras órdenes que lo llevarían de nuevo al mar,ya la había olvidado.

Desde el punto de vista militar, durante aquella temporada se sucedieronlos éxitos, aunque las visiones de Dierna no siempre eran ciertas y Teleri no entodos los casos sabía interpretarlas. Había veces en las que Carausio seechaba a la mar y no encontraba la manera de avisarlo. Sin embargo, como lasuma sacerdotisa había prometido, la alianza con Avalón le había

proporcionado al almirante un arma que le permitía, si no destruir al enemigo,al menos equilibrar las fuerzas. Si bien los romanos no siempre llegaban atiempo para evitar que los piratas devastaran los asentamientos, lo normal eraque por lo menos llegaran para vengarlos.

A finales de verano, cuando los almiares se amontonaban en los prados yla cebada iba cayendo a golpes de guadaña, Carausio convocó un consejo dejefes britanos de todos los territorios de la costa sajona para discutir el futuro dela defensa de la provincia. Con la ayuda de Teleri, había conseguido más de loque Maximiano esperaba de él. Sin embargo, no era suficiente. Para que lastierras estuvieran completamente a salvo, tenía que persuadir a los habitantesdel interior de que lo ayudaran. Se reunieron en la basílica de Venta Belgárum,el único lugar en la región que era lo suficientemente grande para albergarlos atodos.

Carausio se puso en pie e instintivamente se arregló los pliegues de latoga para que tuvieran la graciosa caída que se veía en las estatuas romanas.En los últimos dos años había tenido que ponerse la toga tantas veces que yano le molestaba. Cuando se echó sobre el hombro el extremo libre y levantó lamano para pedir orden en la asamblea, se le ocurrió que los movimientosmajestuosos que se requerían para mantener la prenda en su sitio ilustraban ala perfección el ideal romano de la dignitas.

—Amigos míos, no tengo el don de la oratoria que enseñan en Roma. Soyun soldado. Si no cargara con las obligaciones del Dux Tractus Armoricani etNervicani, que incluye ambas costas del canal, no estaría aquí. Por ello, ospido que me disculpéis si hablo con la rudeza del soldado. —Carausio miró alos hombres que estaban sentados en los bancos frente a él. También ibanataviados con togas. Por su manera de vestir, bien podría decirse que estabadirigiéndose al Senado de Roma, pero aquí y allá veía hombres de piel blancay pelo rojizo, de pura sangre celta, y caras cuya intensidad de rasgos evocabaa otras razas más antiguas si cabe—. Os he reunido —continuó— para hablarde la defensa de las tierras en las que habéis nacido y que se han convertidoen mi propio hogar.

—En eso consiste el trabajo del ejército —respondió un hombre desde losúltimos bancos—. Y lo habéis estado haciendo muy bien. ¿Qué tiene todo estoque ver conmigo?

—Un trabajo que no hacen tan bien como deberían. —Otro se dio lavuelta para mirar al último interlocutor y luego, de nuevo, se volvió haciaCarausio con la frente arrugada—. No hace ni dos meses que esa escoriaatacó Vigniacis y saquearon mis talleres ¿Dónde estabais entonces?

Carausio frunció el entrecejo y Alecto le apuntó:

—Se llama Trebelio y posee una fundición de bronce. Nos proporciona lamayor parte de los accesorios para los barcos.

—Creo recordar que estaba persiguiendo a un asaltante que habíahundido uno de nuestros barcos de carga —contestó el almirante, relajado—.De hecho, lo que producís nos ha servido de gran ayuda, y pido a los dioses

que volváis a vuestro trabajo lo antes posible. No pensaréis que yo iba a poneren peligro una industria que tanto necesito —añadió, y se produjo un murmullode aprobación.

—La flota está haciendo todo lo que puede por vos, Trebelio. ¡Novayamos a quejarnos ahora! —dijo Polion, que había ayudado a organizar laasamblea.

—Lo hacemos lo mejor que podemos —repitió Carausio—. Sin embargo,a veces, como nuestro amigo ha señalado hace un momento, no basta. Notenemos suficientes navíos y no podemos estar en todas las partes a la vez. Sipudiéramos mejorar nuestras fortalezas y construir otras nuevas, sidispusiéramos de barcos que las defendieran, no tendríais que derramarlágrimas sobre las casas devastadas ni las murallas quemadas.

—Todo eso está muy bien —repuso un hombre de Clauséntum—. Pero¿qué queréis que hagamos nosotros?

Carausio buscó inspiración en el fresco de la pared, que representaba aun Júpiter que guardaba un gran parecido con Diocleciano y que le ofrecía unacorona a un Hércules con el rostro de Maximiano.

—Que cumpláis con vuestro deber como padres de la ciudad yrepresentantes de vuestra gente. Vosotros costeáis los gastos de las obraspúblicas y los edificios civiles. Sólo os pido que desviéis algo de eso para ladefensa. ¡Ayudadme a construir más fortalezas y a alimentar a mis hombres!

—Habéis herido su orgullo —murmuró Alecto cuando la sala estalló encólera.

—Construir nuestras ciudades es distinto... —dijo finalmente Polion,irguiéndose para hablar por todos—. Hemos sido educados para ello y nuestrosmedios, aunque escasos, son suficientes para esa tarea. Sin embargo, ladefensa es responsabilidad del emperador. ¿Para qué, si no, gravamos anuestra gente con tantos impuestos? ¿Qué hacen con el dinero que enviamosa Roma? Si corremos nosotros con los gastos de nuestra defensa, elemperador despilfarrará ese dinero en Siria o lo malgastará en otra campañacontra los godos.

—Dejad que los impuestos que se recaudan en Britania vayan a nuestrosgobiernos y con gusto pagaremos por nuestra defensa —dijo el príncipe EiddinMynoc—, pero no es justo que nos lo quitéis todo y que no recibamos nada acambio.

Las paredes temblaron cuando la mayoría empezó a gritar para demostrarque estaban de acuerdo. Carausio intentó decirles que él sólo podía realizarinformes y recomendaciones y que no estaba en sus manos que el emperadorle escuchara, pero no se le oía.

—El emperador tiene que ayudamos —gritaba la multitud—. Si eleváisuna petición a Diocleciano para que nos ayude, podéis contar con nosotros.Pero debe ayudamos. ¡El que pretenda el título de Emperador de Britania debeganárselo!

—¿Qué haréis? —preguntó Alecto, y Carausio esbozó una mueca dedolor al ver la ansiedad que reflejaban sus ojos.

Cerialis había dispuesto los divanes para comer en el jardín. Elcrepúsculo de finales de verano extendía una neblina dorada como un velosobre los árboles. A través de ellos llegaba el murmullo de las aguas del río alpasar entre los juncos. Romper esa paz de ensueño para hablar de guerraparecía un sacrilegio.

—Pediremos audiencia con Diocleciano. —Carausio hablaba en voz baja,como si tuviera miedo de que lo oyeran, aunque sólo Alecto y Aelio estabancerca—. Por supuesto que debemos hacerlo, pero sé cuánto han menguadosus recursos y no tengo grandes esperanzas en que Roma pueda ayudamos.

Apuró la copa, confiando en que el vino le quitara el dolor de cabeza, y lasostuvo en la mano para que el esclavo que pululaba a su alrededor se lallenara de nuevo.

—¡No entiendo cómo los britanos pueden ser tan cortos de miras! No leshace ningún bien pedirle dinero al emperador. Él debe velar por todo el Imperio,y, desde su trono, puede que vea otros lugares que sufren más necesidad queBritania.

—Ahí reside el problema —repuso Cerialis sensatamente—. Ya esbastante difícil para mis paisanos mirar más allá de sus propias murallas, nodigamos de nuestras orillas. Desde su punto de vista, ellos ya han pagado porsu protección y no deberían volver a hacerlo...

Carausio cerró los ojos. Sentía que le iba a estallar la cabeza. Era como sialguien intentara partírsela en dos. Por un lado, sus veinte años de uniformeclamaban contra estos provincianos que no entendían que todas las partes delImperio dependían de la fuerza de su unión. Pero, por otro, el yo que habíanacido cuando la sacerdotisa derramó su sangre en el suelo le gritaba quenada, ni siquiera su juramento al emperador, era tan importante como laseguridad de Britania.

—He hecho todo lo que he podido para recaudar dinero, pero con losmedios que poseo no puedo obtener más. —La voz de Alecto parecía procederde un lugar lejano.

—Con los medios que poseo... —repitió mecánicamente el almirante mientras le surgía alguna idea de su confusión interior. Si el emperador y los príncipes britanos no podían hacer nada, entonces tendría que buscar una tercera vía. Apoyó los codos sobre la mesa y los miró con seriedad—. ¡Los dioses saben que he intentado respetar las normas! Pero si para cumplir con mi obligación debo infringirlas, entonces no tendré más remedio que hacerlo. Cuando apresamos un barco, incluso las leyes del emperador me permiten una parte del botín. A partir de ahora, también Britania recibirá su parte. Alecto, confío en ti para que redactes los informes de manera que... difuminen la situación real de las cosas.

55

El silbido del vigía se oyó alto y claro sobre los pantanos. Llegó a los piesdel Tozal y un grito vibrante transportó el mensaje hasta arriba.

«Alguien viene. ¡Invoca a las nieblas y envía la barca que lo traerá aAvalón!»

Dierna se cubrió la cabeza y los hombros con el velo. Su corazón latíacon una excitación fuera de lo normal y se detuvo un momento. Inspiróprofundamente, salió de la sombra de la casa a la claridad del día de verano ylanzó una mirada interrogante a las sacerdotisas que la esperaban.

Crida, al ver esa mirada, sacudió la cabeza.

—¿Teméis que no aprobemos vuestro proceder? ¿Por qué estáis tanpreocupada? Es sólo un romano.

—No del todo —contestó la suma sacerdotisa—. Procede de una tribucuyas gentes no difieren mucho de las nuestras, aunque está embutido, comomuchos de nuestros jóvenes, en un molde romano. Y también es un hombremarcado por los dioses...

Crida se cubrió el rostro con el velo. Dierna asintió y echó a caminar por elsinuoso sendero que conducía hasta la orilla. Ceridachos salió a su encuentro,ataviado con la parafernalia propia del Archidruida y acompañado de Lewal.

Se preguntaba qué le parecería al almirante el Tozal. A lo largo de losaños, habían ido sustituyendo las primitivas construcciones de cañas y adobepor otras de piedra, pero seguían apiñadas contra la colina. Sólo el camino delas procesiones, con sus esbeltos pilares, resultaba tan majestuoso como lasobras de Roma, aunque con un estilo diferente. Y las piedras que coronaban elTozal eran ya antiguas cuando Roma no era más que un montón de cabañassobre las siete colinas.

La gran barca de Avalón descansaba en la orilla, bajo los manzanos. Se

había construido en tiempos de su madre. Era lo bastante grande paratransportar caballos y hombres, y funcionaba a remos, no con pértiga, como laspequeñas embarcaciones en las que los habitantes de los pantanosatravesaban los juncales. Dierna subió y se situó en la proa, y cuando dio laorden, los remeros empujaron la barca y ésta empezó a deslizarsesilenciosamente por el lago. Ante ellos caía una neblina brillante que sereflejaba en el agua y que cubría con un velo dorado la visión lejana de lascolinas. Cuando llegaron al centro del lago, Dierna se incorporó, manteniendoel equilibrio con la facilidad que le otorgaban los años de práctica, aunque lasaguas aquel día estaban calmas.

Inspiró, levantó las manos y movió los dedos como si estuviera haciendogirar un hilo invisible. Alzaron los remos y la barca se quedó quieta, flotando enel umbral entre los dos mundos. El hechizo para invocar las nieblas se tejía enla mente, pero se manifestaba en el mundo exterior y unía ambos con dichosmovimientos. Su respiración se hizo más intensa; sentía cómo los músculos desu garganta empezaban a vibrar, aunque no emitiera todavía ningún sonido.Dierna cerró los ojos y aunó todas sus fuerzas en el poderoso acto de voluntadque se requería para invocar a la Diosa.

Notó el tambaleo del cambio entre los niveles de conciencia y resistió latentación de mirar porque sabía que el instante entre los tiempos era el máspeligroso. Durante todos los años que habían transcurrido desde que la DamaCaillean levantara la barrera de niebla que las protegía, muchas de lassacerdotisas habían aprendido ese encantamiento. Pero todos los siglos habíahabido una o dos que, al intentar regresar a Avalón durante la prueba que lasconsagraba como sacerdotisas, no lo habían conseguido y se habían quedadoperdidas entre los dos mundos.

De repente, un frío húmedo la rodeó. Dierna abrió los ojos y vio aguasgrises, árboles borrosos y, a medida que se disipaban las nieblas, la capa rojade un hombre que esperaba en la orilla. Teleri no estaba con él. Cuando secomunicaban a través de la vasija de las visiones, le había dado la impresiónde que la joven la había perdonado. Hasta ese momento, Dierna confiaba enque hubiera ido.

Por un instante sus pensamientos se desviaron hacia el suroeste. «Teleri,todavía te quiero. ¿No lo entiendes? Fue la necesidad, no yo, la que te exilió deAvalón.»

Teleri, que en ese momento se encontraba paseando por los jardines dela villa de Dubris, estaba tan mareada como si hubiera estado mirando en elcuenco. Se tambaleó hasta llegar a un banco de piedra y se sentó. Con lospárpados cerrados vio el lago de Avalón. La añoranza casi acabó con ella.

«Carausio está llegando —se dijo a sí misma—. Se sentará al lado deDierna y quizá ella le permita subir al Tozal.»

¿Había hecho mal al declinar la invitación de la suma sacerdotisa? Susdeseos de regresar a Avalón no habían disminuido en absoluto. Si habíatomado la decisión de no volver no era porque ya no le importara, sino porque

le importaba demasiado.

«¡Deseo que disfruten el uno del otro! —Apretó con los dedos los plieguesdel vestido—. En cuanto a mí, si alguna vez vuelvo a Avalón, ya sea viva omuerta, será para quedarme...»

—¡Contemplad el valle de Avalón! —dijo Dierna cuando la barca atravesólas nieblas y se deslizó sobre las aguas que bañaban el Tozal.

Carausio se irguió y parpadeó, como quien despierta de un sueño. Loshombres que lo escoltaban, entre protestas, se habían quedado atrásaguardando con los caballos. Pero la sacerdotisa, acostumbrada a leer en losrasgos de las personas, había visto un sentimiento de alivio reflejado en susojos y supo que también ellos habían oído historias sobre la isla. Muy rara vezse había permitido a un príncipe britano que caminara sobre la tierra sagrada.En caso de necesidad, las sacerdotisas eran las que salían para bendecir latierra.

Dierna no había invitado a Carausio porque fuera un hombre poderoso delejército en el mundo romano, sino porque había tenido un sueño. El hecho deque él hubiera aceptado la invitación, en esas fechas en que tenía tantasobligaciones, presagiaba algo bueno, pensó. Desde que, a finales del veranoanterior, Carausio había decidido subvencionar sus campañas con los botinesapresados, las cosas le habían ido bien. La flota había tenido una buenatemporada y había conseguido suculentas ganancias que estaban acelerandoel proceso de mejora de los barcos y la protección de la costa. Quizá elenemigo estuviera demasiado cansado para realizar incursiones.

Detrás de los manzanos estaban las sacerdotisas, vestidas de azul, y, trasellas, una fila de druidas. Cuando la barca estaba cerca, empezaron a cantar.

—¿Qué dicen? —preguntó Carausio, porque cantaban en un antiguodialecto britano.

—Dan la bienvenida al Defensor, al Hijo de Cien Reyes...

Entonces él miró hacia atrás.

—Es demasiado honor para mí, si es que esos títulos van dirigidos a mipersona. Mi padre llevaba una barca no muy diferente de ésta por los canalesdel delta donde el Rhenus desemboca en el mar del norte.

—El espíritu posee una realeza que va más allá de la sangre. Perohablaremos de eso en otro momento —le contestó.

La barca llegó a la orilla y Carausio descendió a tierra. Crida se acercópara ofrecerle una taza de barro cocido que contenía agua cristalina del pozosagrado. Dierna se alegró secretamente de que su rostro quedara oculto tras elvelo.

El invitado fue puesto en manos de Lewal para que le ofreciera algo decomer y le enseñara las viviendas agrupadas a los pies del Tozal. Mientrastanto, ella acompañaría a las sacerdotisas a sus puestos de trabajo. Hastadespués de la cena no volvieron a verse.

—Los druidas ejercen su sacerdocio en el Tozal por las mañanas —dijoDierna mientras guiaba a Carausio hacia el Camino de las Procesiones—. Sinembargo, la noche pertenece a las sacerdotisas.

—Los romanos dicen que Hécate gobierna las horas de la oscuridad yque las brujas son sus hijas, las cuales utilizan esas sombras para realizaracciones que no osan acometer a la luz del día —le contestó él.

—¿Creéis que somos hechiceras? —Las piedras que flanqueaban elcamino se erguían ante ellos. Ella se detuvo y, al mirarlo, detectó cierta rigidezen la postura de su cabeza y en los hombros que no había advertido antes—.Bueno, puede que, a veces, cuando es por el bien de la tierra, eso sea así. Sinembargo, os prometo que no os haré ningún daño ni coaccionaré vuestravoluntad con ningún tipo de magia.

Carausio la siguió entre los pilares y de repente se detuvo y parpadeó.

—No creo que eso sea necesario. Aquí hay magia suficiente parahechizar a cualquier hombre.

Dierna sostuvo su mirada turbada.

—¡Así que la sentís!... Sois un hombre valiente, Carausio. Si mantenéis lacalma, el Tozal no os hará ningún daño. Pero os diré que, si mis visiones sonciertas, ya habéis caminado por aquí antes.

La miró, sorprendido, y subieron el resto del camino en silencio. La luna, asolo un día de su plenitud, estaba suspendida sobre las colinas y se dirigíahacia el este. Subieron la colina entre luces y sombras. Cuando alcanzaron lacima, la luna ya estaba en la mitad de su trayectoria; las sombras proyectadaspor las piedras del círculo eran alargadas y oscuras; sin embargo, el altarcentral estaba iluminado, al igual que el agua de la vasija plateada, que parecíairradiar su propia luz.

—Señora, ¿por qué me habéis traído hasta aquí?

Sus palabras sonaron duras, pero le tembló la voz al pronunciarlas, y ellasupo que intentaba controlar su conciencia.

—Permaneced tranquilo, Carausio —dijo ella en voz baja mientras sedirigía al otro lado del altar—. Cuando estáis en la cubierta del barco, ¿noescucháis el viento y llegáis a entender el estado de ánimo del mar? Callad,pues, ahora, y dejad que las piedras os hablen. Habéis visto a Teleri mirar através de la vasija plateada, así que sabéis que no os puede hacer ningúndaño. Ahora es vuestro turno.

—¡Teleri recibió de vos la formación de sacerdotisa! —exclamó—. Yo soysoldado, no sacerdote. No sé nada de los asuntos espirituales, todo el honorque he alcanzado es fruto de la inteligencia y la fuerza física.

—¡Sabéis más de lo que recordáis! —replicó Dierna—. No admitáis laderrota sin probar antes. Mirad en la vasija, mi señor —su voz se suavizó—, ydecidme qué veis...

Se quedaron de pie, mirándose el uno al otro, mientras la luna ascendía.A él le parecía que el tiempo pasaba lento, pero, para Dierna, acostumbrada aese tipo de vigilias, fue como tomarse un respiro para olvidarse de laspreocupaciones del mundo. A medida que el silencio crecía, le resultaba más

evidente que en otro tiempo y en otro lugar se había hallado frente a aquelhombre ante un altar.

En ese momento lo vio tambalearse hacia delante. Carausio se agarró ala piedra y se inclinó sobre la vasija de plata. La cabeza se le iba, era como siel agua lo atrajera hacia ella. Dierna puso sus manos sobre las de él paracalmarlo y equilibrar la energía que latía a través de él con la suya propia. Ellacontempló el agua con la mirada borrosa de la visión y, a medida que lasimágenes iban tomando forma, supo que ambos estaban viendo lo mismo.

La luz de la luna se reflejaba en el agua. Ante sus ojos apareció una islabañada por mares de plata. Dierna nunca la había visto sin estar en trance,pero reconoció los anillos de tierra y agua que se alternaban, los ricos camposjunto al mar y los barcos en el puerto interior. Y, en el centro, una isla dentro deotra, escalonadas en terrazas y coronadas por templos que brillaban a la tenueluz de la luna. Era tan grande como todo el valle de Avalón, pero su silueta,aunque mucho mayor, era la misma que la del Tozal sagrado. Era la tierraantigua, madre de los misterios. Dierna supo que estaba contemplando la islade la que los maestros de los druidas habían huido y que ahora estabasumergida bajo el mar.

La visión se expandió. Ahora miraba la isla desde una terraza con unabalaustrada de mármol. Había un hombre a su lado que tenía unos dragonestatuados alrededor de sus fuertes antebrazos y estaba agarrado a la barandilla.La diadema real del sol, amortiguada por la luz de la luna, brillaba en su frente.Tenía el pelo oscuro y sus rasgos eran aguileños, pero ella conocía el espírituque encerraban sus ojos.

—¡El Corazón de la Llama! —dijo él dándose la vuelta con los ojos muyabiertos.

De manera súbita, Dierna sintió la necesidad de contestarle. Él se acercóa ella, y de repente la visión desapareció arrastrada por una inmensa ola quecayó sobre ellos.

El corazón le latía desacompasadamente. Dierna echó mano de ladisciplina de toda una vida para mantener la compostura. Cuando recuperó lavista, Carausio estaba en el suelo. La vasija de plata se había volcado y toda elagua derramada se escurría en un hilillo brillante entre las piedras. Se apresuróa ir junto a él.

—Respirad profundamente —le susurró, y le cogió de los hombros hastaque dejó de estremecerse—. Decid, ¿qué habéis visto?

—Una isla... bajo la luz de la luna... —Se sentó, se frotó los antebrazos yla miró—. Vos estabais allí, creo... —Sacudió la cabeza—. Y luego he vistootras escenas. ¡Yo estaba allí! —Miró a su alrededor—. ¡Había una pelea!...¡Alguien trataba de destruir las piedras! —La miró con la frente amigada—. Yaestá. No puedo recordar nada más...

Dierna suspiró con el deseo de poder estrecharlo entre sus brazos comohabía hecho hacía tanto tiempo. Pero no estaba en sus manos decirle cuál erael lazo que los unía. De hecho, ni ella misma estaba segura del significado delas visiones, sólo lo estaba de la emoción que le habían hecho sentir. Ella lohabía amado en otra vida, quizá en más de una, y, al retroceder en el tiempo

hasta el momento en que lo conoció por primera vez, entendió que no habíadejado de quererlo desde entonces. Era una sacerdotisa, entrenada paracontrolar el corazón y la voluntad, y no había sentido más que respeto y lapasión propia del ritual hacia los padres de sus hijas. ¿Cómo había podidoestar tan ciega?

—Hace mucho tiempo —dijo ella con calma— fuisteis un rey del mar enuna tierra que ahora ha desaparecido. El baluarte de Britania siempre ha sidoel mar. Y aquí, una parte pequeña de esa tradición sigue viva. Y las piedras...—Tragó saliva—. Hace mucho tiempo, un hombre llamado Gawen murió aquídefendiéndolas. Él también era un rey sagrado. No sé si sois él o si sois unguerrero que sólo ha visto retazos de aquella lucha. Pero estoy convencida deque habéis vuelto a nacer para ser de nuevo el protector de Britania.

—He jurado lealtad al emperador... —dijo Carausio con voz trémula—.¿Por qué decís eso? Yo no soy rey.

Dierna se estremeció.

—El título no importa, sino la entrega, y ya la demostrasteis al donarvuestra sangre para consagrar la fortaleza. Vuestra alma pertenece a larealeza, al señor del mar, consagrado a los Misterios. Y creo que llegará el díaen el que deberéis elegir si queréis seguir vuestro destino o no.

Él se arrodilló, y ella sintió que un muro los separaba. Aquel hombreposeía una gran fuerza que no había sido canalizada, pero que podría serlo.Dierna había hecho lo que la Diosa le había pedido. Fuera cual fuera suelección, debería aceptarla. Lo siguió en silencio mientras bajaban la colina.

Por la mañana les llegó a través de los pantanos un mensaje urgente paraCarausio.

Dierna había ordenado que trajeran al mensajero con los ojos vendados ala isla y que esperara hasta que el almirante sacara el pergamino de su maletade cuero.

—¿Son los piratas? —le preguntó al ver que cambiaba la expresión de surostro.

Él sacudió la cabeza. Su cara reflejaba una mezcla de exasperación yrabia.

—¡No son los sajones, sino los ladrones de Roma! —Volvió a mirar elpergamino y tradujo como pudo mientras leía—. Me han acusado de haberpactado con los enemigos de Roma y de estar engañando al emperador...¡Dicen que he esperado a atacar a los piratas cuando ya se iban paraquedarme con el botín! Estúpidos... ¿Creen que puedo estar en todas partes oque puedo leer la mente de los bárbaros? —Dobló el pergamino con un gruñidoy se rió con tristeza—. Obviamente lo creen, ya que me acusan de hacerpactos secretos con los asaltantes, de decirles dónde deben atacar y derepartir con ellos las ganancias. —Sacudió de nuevo la cabeza—. ¡Si algunavez decido revelarme contra Roma, no lo haré en secreto!

—Pero ¡vos habéis invertido ese dinero en Britania!

—Así es, pero ¿me creerán? Me han citado en Roma para ser juzgadopor el emperador. Aunque me absuelvan, seguramente me desterrarán a los

confines del imperio y no me dejarán regresar a Britania jamás.

—¡No vayáis! —exclamó Dierna.

Carausio negó con la cabeza.

—Juré lealtad al emperador...

—Jurasteis defender esta tierras, y antes de eso jurasteis defender losMisterios. ¿Existe otro hombre en todo en el ejército de Diocleciano que puedahacer lo mismo?

—Si me niego, me convertiré en un rebelde. Significaría el principio deuna guerra civil —respondió, y la miró con expresión adusta.

—¿Quién puede impedíroslo? Maximiano está ocupado con los francosen el Rhenus, y Diocleciano con los godos en el Danubio. No pueden permitirsemalgastar sus energías con un almirante díscolo que, cualesquiera que seansus métodos, está protegiendo el Imperio. Sin embargo, no sería la primera vezque estallara una guerra. —Aguantó su mirada gélida—. Diocleciano era hijo deesclavos, y fue una sacerdotisa druida de la Galia quien predijo su futura gloria.Yo no tengo menos autoridad que ella.

Carausio abrió los ojos.

—Pero ¡yo no quiero ser emperador!

Dierna sonrió ampliamente.

—Volved con vuestra flota, Carausio, y ved si contáis con su apoyo.Rezaré a los dioses para que os protejan. ¡Si esto desemboca en una guerra,os daréis cuenta de que no tendréis más remedio que aceptar los frutos de lavictoria!

Teleri le daba instrucciones a la sirvienta sobre qué vestidos debíapreparar para el regreso a la villa desde el fuerte de Dubris, cuando unlegionario se presentó en la puerta de sus aposentos.

—Señora, tenéis un mensaje. ¿Podéis venir?

—¿Le ha sucedido algo al almirante?

El corazón le dio un vuelco, y por un momento dudó si era la esperanza oel miedo lo que lo había provocado. El año anterior, Carausio había desafiado alos emperadores y había armado su flota, y desde entonces los ataques de lossajones habían disminuido considerablemente. Esa temporada tenía intenciónde hacer mucho más.

Carausio había partido hacía tres días para continuar la guerra contra lossajones. Si podía quemarles los asentamientos, quizá se les quitaran las ganasde volver a arremeter contra Britania. Pero, en el fragor de la batalla, incluso unalmirante de su calibre podía perecer. Se sintió desleal. Su marido había sidoamable con ella y defendía a su pueblo. Le horrorizaba comprobar cuánto lemolestaba tener que permanecer a su lado.

—No, no lo creo —dijo el legionario—. El mensaje no es de Carausio, sino

para él. Lo que sucede es que el mensajero apenas sabe latín, sólo habla undialecto del britano que ninguno de nosotros entiende.

—Muy bien. —Con estas últimas palabras, Teleri se despidió de lasirvienta y siguió al soldado hasta la casa del guardián.

El mensajero, un tipo ajado por los años, vestido con una túnicadescolorida de pescador y que miraba las piedras de los muros como si fuerana derrumbarse sobre él, estaba esperando. Cuando ella lo saludó con acentode Durnovaria, se le iluminó el rostro.

—Es de Armórica —dijo Teleri cuando el hombre empezó a hablar—. Susgentes comerciaban a menudo con las nuestras, y nuestras lenguas sonbastantes parecidas.

La joven se inclinó hacia delante con el entrecejo fruncido mientras elmensajero seguía hablando. Cuando Alecto entró en la habitación todavía nohabía terminado.

—¿Va a venir Maximiano a por nosotros? —preguntó Alecto en latíncuando hubo terminado.

—Eso es lo que dice —respondió Teleri—. Pero ¿por qué motivo quiereatacamos? Yo creía que Diocleciano había aceptado finalmente que Carausiono era culpable de las acusaciones que se le imputaban y que le habíaperdonado por no cumplir su orden de regresar.

—Eso fue el año pasado —dijo Alecto con tristeza—, cuando losemperadores batallaban en el Rhenus. Sin embargo, esta primavera llegó anuestros oídos que Maximiano había firmado la paz con los francos en la GaliaBélgica. ¿De verdad creíais que Roma iba a perdonamos para siempre? No mesorprendería que uno de los emperadores haya aprovechado esta tregua paraconstruir barcos en Armórica. —Hizo una mueca con los labios—. Después detodo, también nosotros hemos estado aumentando nuestra flota. ¡Ojalátuviéramos más tiempo para prepararnos!

—Pero ¡Carausio no quiere luchar contra Maximiano! ¡Él ha jurado lealtada los emperadores! —exclamó Teleri.

—La lealtad que juró con sangre en Portus Adumis le ata con más fuerza.Vos estuvisteis allí, le oísteis prometerse a sí mismo que defendería esta tierra.

«El ejército le sienta bien», pensó Teleri al verlo tan erguido. Puede queCarausio fuera un magnífico guerrero, pero había sido ese joven genio de lasfinanzas quien le había proporcionado los medios necesarios para continuar laguerra. La falta de confianza en sí mismo que siempre había tenido Alecto sehabía convertido ahora en orgullo.

—¡Quieres que se rebele... y que se autoproclame Emperador de Britania!—dijo ella en voz baja.

—Sí, eso es lo que quiero. Los cristianos dicen que un hombre no puedeservir a dos amos, y ha llegado el momento de que Carausio elija. —Alecto sedirigió con paso firme hacia la puerta abierta y se quedó de pie mirando al mar—. Las transacciones comerciales son cada vez mejores, pero sólo loscomerciantes se benefician de ello. Yo sé de dónde viene el dinero y adondeva. Ahora todo el mundo está prosperando. En los templos se reza por

Carausio, ¿lo sabíais?, como si fuera el emperador... Dejemos que sea, pues,el señor que necesitamos. ¡Maximiano lo obligará a decidirse! —Alecto sacó lastablillas de cera de la bolsa que tenía al lado y se dirigió al pescador—:Preguntadle al hombre cuántos barcos ha visto y cuántos hombres llevaban.Preguntadle cuándo partieron —dijo con brusquedad—. Si no puedo quedarmeal lado de mi comandante con una espada en la mano, le daré algo que tal vezle resulte más útil: ¡la información que necesita para planear la batalla y unaflota alerta y preparada que lo siga! Rápido, ¡puede que el barco que lleve estemensaje pueda aprovechar la marea!

¡Romanos contra romanos! El solo pensamiento hacía que Teleri seestremeciera.

«¡Diosa, proteged a Carausio —rezó, avergonzada por el fervor que habíavisto en los ojos de Alecto— y perdonad mis dudas! Esta noche volveré a miraren el agua de la vasija. Quizá Dierna también tenga nuevas para mí.»

El pescador miró a ambos intentando entender lo que sucedía. Teleri tomóaire y empezó a formularle preguntas.

Carausio se encontraba de pie en la cubierta del Orión, balanceándose alritmo de las olas que mecían el trirreme. El barco tenía las velas recogidas. Laorden de remeros inferior era suficiente para controlar la embarcación mientraslos demás descansaban. Los otros barcos de la flota estaban dispuestos entres columnas, excepto un liburniano ligero que había salido para intentaravistar al enemigo. La tierra se veía como un borrón verde desde la proa, yhacia el oeste un grupo de colinas no muy elevadas emergía tras losacantilados rocosos. Las aguas de la orilla estaban tranquilas, aunque un ligerooleaje cambiante revelaba la presencia de corrientes ocultas en la zona.

El Orión, el barco más grande de los que estaban bajo el mando deCarausio, había sido armado durante el invierno. Su tamaño era igual al de losantiguos trirremes y estaba construido con una madera que parecía blanca bajolos rayos del sol. En la proa, el mascarón, que consistía en un cazador talladoen madera, se abría paso hacia un enemigo invisible. La imagen era romana,pero había sido Dierna la que había sugerido el nombre del buque,argumentando que aquella constelación poseía una energía que los llevaría ala victoria. Sin embargo, la hornacina que había en popa albergaba a una diosaromana, una mujer armada con lanza y escudo y cubierta con un casco. Losromanos la llamaban Minerva, pero la suma sacerdotisa había intervenidotambién en ese asunto, y le había dicho a Carausio que se dirigiera a ella comoBriga, que era la diosa venerada en la Isla de las Doncellas, en Avalón.

—Señora, me dirijo a vos de todo corazón —murmuró Carausio—. Noquiero enfrentarme a Maximiano. Enviadme una señal para que vea mi destino,y si finalmente luchamos, socorrednos, os lo pido por los hombres valientesque me han seguido. Dadnos la victoria.

Lanzó otro puñado de cebada sobre el altar y realizó una libación convino. Menecrates, el hombre al que había elegido como capitán del Orión, cogióun poco de incienso y lo arrojó al fuego. El olor de la brisa marina se mezclaba

con el dulzor del incienso que ardía en la hornacina.

Aunque rezara, una parte de la mente del almirante estaba calculando,planeando, preparando la batalla. El mensaje de Alecto lo había pillado porsorpresa cuando regresaba del delta del Rhenus y, cuando llegó a Dubris, losescuadrones de Rutupiae y Adurni ya lo esperaban para unirse a él. TambiénTeleri tenía algo importante que decirle: la flota de Maximiano avanzaba haciaellos por el Canal. Teleri había distinguido en su visión tres escuadrones dediez barcos cada uno, todos cargados de hombres. Carausio tenía un inmensopoder, pero sus fuerzas se veían obligadas a desperdigarse por toda laprovincia, mientras que Maximiano podía reunir todas sus defensas en lafortaleza que eligiera.

Teleri le había escrito que la suma sacerdotisa había prometido invocar alos vientos para retrasar el avance de las tropas de Maximiano, pero que sólopodría retrasar el fatídico encuentro unas horas. Sería suficiente, pensóCarausio, ya que ese mismo viento era el que los había arrastrado canal abajoa tal velocidad que ya habían llegado a Portus Adurni.

El número de fuerzas era desigual, pues Maximiano podía echar mano delos esclavos y pescadores, además de los oficiales que había reclutado de laspatrullas del Mediterráneo y el Rhenus. El emperador deseaba atraer alenemigo a la costa y forzar el abordaje.

La falta de recursos humanos de las embarcaciones de la flota britanaquedaba compensada por su maniobrabilidad. Carausio se dijo a sí mismo queno se podía confiar demasiado. Los sajones, contra los que estabaacostumbrado a luchar, eran buenos marineros, aunque como guerrerosbuscaban más la gloria individual que la victoria conjunta. Sus hombres nuncahabían luchado contra barcos romanos. Tenían a su favor que el enemigo noconocía el Canal y eso era una ventaja.

Al darse cuenta de que los hombres lo observaban, Carausio finalizó suoración y cerró las portezuelas de la hornacina. Menecrates cogió el incensarioy tiró el carbón por la borda. Carausio miró a su alrededor y sonrió. Disponía deun excelente barco, desde el espolón de bronce que cortaba el agua hasta laspesadas velas de lino. Y también contaba con una buena tripulación: oficialesde marina con dos años de experiencia en la lucha contra los piratas, dosdocenas de legionarios que habían servido largo tiempo con él y ciento sesentay dos remeros libres comprometidos con la defensa de Britania. Los dioses lohabían premiado con un día claro de primavera, con alguna nube que otra y unligero viento que apenas levantaba las olas de un mar tan azul como ellapislázuli. Un buen día para morir o regocijarse con la victoria.

Echaba de menos a Alecto, cuya agudeza y sarcástico sentido del humorle amenizaban las horas de inactividad. Sin embargo, aunque el joven se habíaganado a pulso un puesto junto al almirante, no tenía estómago para el mar.

Las gaviotas sobrevolaban el mástil graznando y luego se lanzaban enpicado tierra adentro. Eran como piratas con plumas y más avariciosas quecualquier sajón. «Sed pacientes —pensó el almirante—, dentro de pocotendréis carroña con la que alimentaros.»

Desde proa, el vigilante gritó y Carausio oteó el horizonte, protegiéndoselos ojos del sol con la mano.

—¡El liburniano! —gritó el hombre de nuevo—. Se acerca a todavelocidad.

—¿Qué bandera lleva? —dijo el almirante mientras bajaba las escalerasde la pasarela de dos en dos, entre los bancos de remeros.

—¡Enemigo a la vista!

Ahora Carausio podía ver el mástil oscilante y la espuma blanca que seformaba cuando los remos se hundían en las olas. Poco a poco la embarcaciónfue haciéndose más grande, hasta que se convirtió en un molinete de remosque se acercaba como un patito que vuelve junto a su madre. Se le cerró elestómago. El momento se acercaba.

—¿Qué fuerza? —gritó el almirante cogiéndose a la barandilla.

—Tres escuadrones que avanzan canal arriba en formación de crucero avela.

Carausio sintió que la excitación se apoderaba de él.

—Deben de estar preparándose para amarrar en Portus Adurni.Esperarán allí hasta la noche para atacamos por sorpresa. Muchachos,seremos nosotros quienes los sorprenderemos a ellos. —Se dirigió a sutripulación—. ¡Levantad los escudos!

El escudo dorado que alzó reflejó el sol y brilló como si fuera una estrella.Era un riesgo, pero, aunque los enemigos vieran el resplandor, les costaríainterpretarlo, si no conseguían ver ninguna vela. Detrás de Carausio, losremeros enrollaban el toldo de lona que los había estado cubriendo. Todos seaseguraron de tener las espadas a mano, y las dos órdenes de remerossuperiores tomaron posiciones.

De repente se hizo el silencio y pudo oírse el ruido de las olas al chocarcontra el barco. Una sombra atravesó la cubierta. Carausio miró hacia arriba yvio la silueta afilada de un águila que se recortaba contra el cielo. El ave selanzó sobre el barco y dejó caer unas cuantas plumas blancas y negras. Losobrevoló una, dos y hasta tres veces; luego emitió un graznido y partió haciael oeste, como guiando a los britanos hacia el enemigo.

—¡Es un augurio!

La exclamación de Menecrates llegó sin apenas fuerza a Carausio, aquien de pronto le zumbaban los oídos. Los dioses le habían respondido; todassus dudas se disiparon.

—¡El mismo Señor de los Cielos nos los sirve en bandeja! ¡Adelante! ¡Eláguila nos ha mostrado el camino!

La cubierta se estremeció bajo sus pies cuando ciento ocho remos sealzaron y se hundieron en el mar. El Orión avanzaba, de manera torpe alprincipio, hasta que los remeros encontraron el ritmo. La embarcación empezóentonces a deslizarse sobre las olas como la seda. Tras él iba una fila detrirremes más grandes cuyos mástiles alineados dificultaban determinarcuántos eran. A ambos lados, le seguían las embarcaciones más ligeras. Lealegró ver la perfecta formación de las naves, algo que sólo los buenosmarineros sabían hacer.

Carausio parpadeó y se protegió los ojos con las manos. Un reflejo blancovolvió a brillar en el horizonte, y sonrió.

—¡Venid aquí, bonitos, venga! ¿No veis qué pocos somos? ¡Convenceosde que somos presa fácil y atacad!

Fue como si lo hubieran oído. Pronto tuvo a la vista la flota de Maximianoal completo, las formas amenazantes de las velas que se arrugaban alenrollarlas apresuradamente y el blanco de la espuma que chocaba con elbarco al cambiar a los remos. Continuaron avanzando en cuña, pero noaminoraron la marcha. Carausio se dirigió al trompeta.

Menecrates dio una orden. El timonel del Orión se aferró a la rueda, ycuando el gran barco empezó a virar a estribor con suavidad, la cubiertatembló. La fila de mástiles que iba tras él se torció a medida que los barcos dela columna trazaban el giro.

Los remeros del Orión continuaron a un ritmo constante, seguidos por losdemás, y el más pequeño, el más veloz de las dos columnas exteriores, ibacortando el mar de un lado a otro de la formación.

—¡Orión —murmuró—, ahí van tus perros! ¡Que los dioses los premiencon una buena cacería!

El comandante romano querría entablar batalla y abordar de la maneratradicional, pues tenía más naves. El objetivo de la flota britana debía serdestruir el mayor número posible de barcos antes de encontrarse cara a caracon el enemigo.

Estaban cerca. El sirviente personal de Carausio le llevó el casco y elescudo. Unos marineros apilaban jabalinas en cubierta, mientras otroscolocaban piedras en las lanzaderas. Ya se divisaba el brillo de la corazaenemiga en la cubierta del trirreme que se les acercaba de cara. Echó unúltimo vistazo a su alrededor. Como almirante, él planeaba la estrategia global,pero eran los capitanes de los barcos los que tomaban las decisionesoportunas en la cambiante situación de la batalla. Ahora que la suerte estabaechada, pensó Carausio con sorprendente alivio, él ya no era más importanteque cualquier otro marinero.

El Orión se tambaleó cuando Menecrates dio la orden de cambiar elrumbo para dirigirlo hacia el barco más pequeño, que habían elegido comoprimer objetivo. Al ver el peligro, el enemigo viró rápidamente, pero la velocidadde los trirremes britanos hizo que la colisión fuera inevitable. Los remos aestribor emergieron del agua bruscamente cuando las dos embarcacioneschocaron y la proa recién afilada del Orión atravesó la fila de remos batientesdel enemigo y abrió un boquete en un lado. No había quedado destruido deltodo, pero de momento estaba fuera de juego. De pronto una jabalina se clavóen cubierta y los remeros del Orión se afanaron para sacar su barco de allí yevitar el abordaje.

Los gritos y las trompetas que se oían a ambos lados avisaban aCarausio de que los escuadrones que lo seguían estaban empezando a rodearal enemigo por detrás; incluso las embarcaciones más ligeras podían causargrandes desperfectos si atacaban por popa.

El siguiente objetivo, que tenía su atención puesta en el Hércules, reparó

demasiado tarde en la nueva amenaza que se cernía sobre él por detrás.Carausio se deslizó hasta la pasarela y se asió con fuerza a una tornapunta enel instante en que el Orión arremetía contra él. Las cuadernas crujieron y seoyó el silbido de las jabalinas. Pero los hombres de Menecrates no paraban deremar hacia atrás para liberar al Orión, antes de que su víctima se recuperara ylos abordara. Una jabalina alcanzó a uno de los marineros en el hombro, perosus compañeros no dejaron en ningún momento las armas. Sabían que el mar,tarde o temprano, lo vengaría.

Por los alaridos y el choque del metal, Carausio supo que dostripulaciones se habían enzarzado en la lucha y que la batalla acababa de darcomienzo. Sin embargo, el Orión aprovechó el oleaje para seguir avanzando.Los mástiles se mecían como las copas de los árboles en un día de tormenta.Cada vez estaban más cerca de los acantilados rocosos de la costa.

Una lluvia constante de piedras sobrevoló sus cabezas y derribó al vigía.Uno de los marineros, sin dejar de proferir insultos, lo cogió; la sangre le salía aborbotones de una brecha en la sien. El barco del que procedían los proyectilesviraba hacia ellos, pero no lo bastante rápido. Menecrates dio una orden y elOrión apuntó hacia su flanco desprotegido.

Al colisionar, varios remos salieron despedidos por los aires, hechosañicos. Un trozo de madera se clavó en el cuello de un remero como si fuerauna flecha y el hombre pereció en el acto. La proa del Orión se hundió cuandotodo el peso del enemigo se le echó encima. Los garfios llegaban silbando porel aire, pero los marineros se las apañaban para librarse de ellos. Por unmomento Carausio temió que los barcos se hubieran enganchado, pero unavez más el Orión logró liberarse. La costa estaba cada vez más cerca.Carausio miró hacia el sol y pensó que seguramente la marea estaba bajando.Cogió al trompeta por un brazo y le gritó al oído.

Al cabo de unos instantes, la señal de retirada hizo que el clamor de labatalla se apagara. Cuando vieron que el Orión se alejaba, los romanosprorrumpieron en gritos de alegría. Pero no conocían la costa y sus mareas...Al principio, intentaron seguirlos, pero sus trirremes, más pesados y peortripulados, avanzaban con lentitud. Los romanos imprecaban a sus hábilesoponentes, que se habían reagrupado a la espera de que arreciara la marea yarrastrara a sus enemigos inexorablemente hacia la hostil costa britana. Loscapitanes romanos se dieron cuenta del peligro: el enemigo al que seenfrentaban ahora era el mar. Unos pocos, sin tiempo ya para escapar,pusieron proa hacia la costa para buscar una cala donde anclar. Los otros,cuyos remos golpeaban el mar picado, viraron despacio hacia mar abierto.

Carausio hacía cálculos mentales de tiempo y espacio mientras el Oriónmarcaba el ritmo del enemigo que lo seguía y se preparaba para cortarle elpaso si intentaba adelantarlos. Más allá del acantilado, la costa se cerraba enuna pequeña bahía oscura. Al verla, el almirante se dirigió de nuevo altrompeta.

El aullido del cuerno se abrió paso entre el estruendo de las olas, y elOrión se preparó para atacar de nuevo.

Carausio apuntó la proa hacia el más grande de los barcos enemigos quelos habían seguido, y la cubierta se inclinó hacia el mar cuando el barco

empezó el viraje. Los remeros trabajaban a destajo, como sólo lo hacíancuando estaban a punto de dar alcance al enemigo.

Carausio pudo distinguir algunos rostros. Vio a un centurión con el quehabía servido en el Rhenus cuando no eran más que un par de muchachos y losaludó con la espada. La embarcación enemiga trató de virar al ver el peligro.El almirante vio la ninfa marina del mascarón de proa. Pero todo esfuerzo erainútil, porque remaban contra corriente, mientras que el Orión tenía la fuerzadel mar a su favor. El choque fue tan brutal que levantó a los barcos y algunoshombres cayeron por la borda.

Carausio estaba de rodillas viendo a hombres armados caer a sualrededor. El impacto había hecho que los hombres de ambos navíos cayerancatapultados sobre el barco enemigo, así que no hubo necesidad de lanzargarfios de hierro para sujetar el barco durante el abordaje; ni la fuerza de losremos era suficiente para poder huir. Los remeros abandonaron sus puestos ycogieron las armas. Le lanzaron una espada al almirante, y éste se agachó ysacó su escudo para defenderse. En ese instante sólo podía pensar en el modode salir con vida de allí.

Los hombres contra los que luchaban eran veteranos curtidos en milbatallas. Se recuperaron rápidamente de la colisión, se reagruparon y seabrieron camino hábilmente por la cubierta del Orión. Carausio empezó a darestocadas con todas sus fuerzas, protegido por su escudo. Se golpeó con eltimón y rodó por el suelo, pero en ese momento un marinero y un remerocayeron sobre el oponente del almirante, que se precipitó por la borda.

Con un grito de agradecimiento, Carausio se incorporó. Había cuerpos enel agua y colgando sobre los remos. Por doquier había hombres que blandíanespadas o arrojaban lanzas. La lucha se desarrollaba también en el otro barcoy no estaba claro quién llevaba la mejor parte. Suspiró de alivio cuando vio quese acercaban al acantilado.

La sombra que proyectaba acechaba ya a los barcos, pero sólo algunoshombres se dieron cuenta, pues la mayoría estaban demasiado ocupados en lalucha. Aunque demasiado tarde. El barco romano chocó contra las rocas. Eloleaje lo zarandeó de nuevo y lo arrojó una vez más contra la costa,produciéndose un gran estrépito cuando las cuadernas se partieron. El Orión,que se desplazó hacia atrás gracias al impacto, pudo escapar.

El barco romano había encallado, pero su tripulación continuaba la luchaen el Orión. Carausio apretó los dientes y reunió la fuerza necesaria paraluchar contra los legionarios que no paraban de aparecer en la cubierta.

La última batalla había sido dura, pero ésta era diez veces más cruentaque cualquiera de las que había mantenido con los piratas sajones. Le dolíanlos brazos, uno por el peso de la espada, y el otro, el del escudo, a causa delos golpes. Tenía una docena de heridas que le sangraban y pronto la pérdidade sangre lo debilitaría. Habían conseguido librarse del barco romano, peroahora estaban a merced de la marea y no quedaba ningún hombre libre parahacerse cargo del timón.

De pronto vio que un oficial romano se dirigía hacia él, saltando sobre loscadáveres que inundaban la cubierta. Carausio se preparó para defenderse.Quizá debería haberse limitado a planear la estrategia y quedarse en tierra

firme; sin duda, era lo que Maximiano había hecho. «Los jóvenes nuncapiensan que pueden morir —se dijo cuando con un golpe de espada le arrancóel casco—. Y los viejos tampoco», concluyó al tiempo que levantaba un brazopara protegerse de la siguiente estocada.

Se resbaló en un charco de sangre que había en el suelo y cayó,exhausto, de rodillas. Al mirar hacia arriba, se dio cuenta de que la pelea lohabía llevado junto a la hornacina de la Diosa.

Tomó aire y lo expulsó lentamente. «Señora, mi vida es vuestra», gritó sualma con desesperación.

Una sombra se alzó por encima de él. Carausio intentó resguardarse bajoel escudo, pero sabía que no tenía escapatoria. En ese momento, la cubiertatembló y el golpe que iba dirigido hacia él se desvió. Aprovechando que elromano tenía el cuello desprotegido, le asestó un golpe mortal: cuando cayó, lasangre brotó en un chorro carmesí. Carausio se levantó con dificultad,apoyándose en su espada. No quedaba nadie con vida a su alrededor. Pisócon fuerza y vio que el movimiento había cesado. La misma tierra de Britaniahabía salido al rescate: el Orión había encallado.

La lucha en la cubierta había llegado a su fin. Los supervivientes se ibanlevantando poco a poco y, a pesar de la sangre, Carausio los reconoció comosus propios hombres. Había otros barcos flotando cerca de la orilla, la mayorparte britanos.

«¡Estoy vivo! —Miró a su alrededor, sobrecogido—. Hemos ganado...»,pensó y le pareció ver que la estatua de la hornacina esbozaba una sonrisa.

Aquella noche, los navíos britanos anclaron en las aguas sombrías de labahía con todo el botín a remolque, y los pequeños se acercaron a la playa.Los hombres levantaron campamentos en los prados cercanos y compartieronlas provisiones. Cuando se corrió la voz por los alrededores, llegaron carroscargados de comida y bebida para celebrarlo.

Improvisaron un trono para el comandante con tablas y capas que habíanarrebatado a los enemigos. Carausio pensó que debería estar dando órdenes yelaborando nuevos planes, pero la pérdida de sangre y el vino que alguienhabía encontrado en el barco enemigo lo habían debilitado. Estaba feliz. Erauna tarde preciosa y aquellos hombres, sus hombres, eran los mejores y másvalientes que ningún comandante había tenido jamás. Carausio brillaba comoel sol poniente sobre todo ellos, y sus hombres le devolvían el calor con unclamor de alabanzas cada vez más ruidoso a medida que corría el vino.

—¡Ya nunca más volverán a miramos con desdén, como a zoquetesprovincianos! —gritó un remero.

—¡Los navíos britanos son los mejores, y su tripulación, también!

—¡No deberíamos acatar las reglas de un idiota romano! —murmuró unode los marineros.

—¡Estas aguas pertenecen a Britania, y las defenderemos!

—¡Carausio las defenderá! —Todos los presentes corearon su nombre.

—¡Carausio emperador! —gritó Menecrates blandiendo su espada.

—Imperator, imperator! —Uno a uno, toda la flota se unió al clamor.

Carausio estaba abrumado por la emoción. El águila de Júpiter le había guiado durante la batalla y la Dama de Britania le había salvado la vida. No cabía duda; cuando los hombres lo alzaron en sus escudos para proclamarlo emperador, levantó los brazos, aceptando su cariño y su tierra.

66

A veces, cuando el aire se volvía denso sobre las colinas y la niebla sedeslizaba por las llanuras junto a la Muralla, Teleri se imaginaba que estaba denuevo en Avalón. Siempre se sorprendía de que ese pensamiento le dolieratanto. «Esto no es el País del Estío —se decía mientras avanzaba por lacalzada con su poni—, sino los confines de la tierra de los brigantes, y ya nosoy sacerdotisa de Avalón, sino emperatriz de Britania.»

El jinete que iba delante de ella detuvo su montura y miró hacia atrás concuriosidad, como si la hubiera oído suspirar. Teleri sacó una sonrisa de dondepudo. Durante los dos últimos años, desde que Carausio había sido aclamadoemperador, Alecto se había convertido en un buen amigo para ella. Su estadofísico no le permitía realizar largos desplazamientos ni navegar, pero era unamaravilla sentado a un escritorio; y un emperador necesitaba, más aún que uncomandante, a ese tipo de hombres a su alrededor.

A veces se asombraba de que Carausio hubiera aguantado tanto en elpoder. Cuando aceptó la aclamación del ejército y se proclamó emperador, ellaimaginaba que Roma atacaría a fuego y espada antes de que terminara el año.Pero resultó que un señor de Britania podía rebelarse con mayor impunidadque un general de cualquier otra provincia, y más si gobernaba los mares ytenía a Avalón de su parte. Aun así, le parecía que incluso Carausio se habíasorprendido cuando Maximiano, tras perder la batalla en el mar, le habíaenviado una carta formal, de emperador a emperador, en la que le felicitaba porsu nuevo cargo.

Sin duda, los romanos tendrían sus razones. Por una parte, la paz queMaximiano había firmado con los francos no había durado, todavía intentabamantener a los clanes en las fronteras de la Galia y al mismo tiempo pacificar alos alamanes en el Rhenus. Y por la otra, Diocleciano estaba luchando contralos sármatas y los godos en el Danubio. También se oían rumores de refriegasen Siria. A Roma ya no le quedaban hombres. Los emperadores debían dehaber pensado que, siempre y cuando Britania no constituyera una amenazacontra el Imperio, podían permitir que administraran sus propios recursos... ysus propias defensas. El mismo Carausio se daba cuenta de que le costabamás trabajo gobernar Britania que defender la costa sajona.

Teleri miró ansiosa la línea gris de mampostería que recorría las colinas.Al otro lado de dicha línea, los pictos vivían en libertad, y su sangre era tan

celta como la de los brigantes que vivían a ese lado de la muralla. Pero lastribus salvajes de Alba habían sembrado un terror tan grande en el corazón desus hermanos romanizados como el que los britanos del sur sentían por lossajones, y era mucho más antiguo.

Cuando la niebla se hizo más espesa, Teleri se puso la capucha de lapesada capa que llevaba y el mundo quedó limitado a ese trozo de calzadaenmarcado dentro de la tela gris. La humedad, al caer, oscurecía la arena delcamino y cubría de rocío el brezo. Si continuaba así, tendrían que encender lasantorchas a pesar de que aún faltaba mucho para la noche. El guía alzó lamano y ella detuvo su poni y escuchó. Era difícil distinguir los sonidos conaquel tiempo, pero algo se acercaba...

La escolta la rodeó, con las lanzas a punto. Estaban alerta, pero era unalocura intentar escapar cuando ni siquiera veían el camino. Teleri distinguió unsonido rítmico de pasos y un tintineo demasiado regular para que se tratara dejinetes pictos. Alecto retrocedió con su caballo para bloquear la calzada delantede ella. Teleri oyó el roce del acero cuando desenfundó la espada. Sepreguntaba si sería un buen espadachín. Sabía que había estado practicandocon uno de los centuriones, pero sólo llevaba dos años. De todas maneras, ladeterminación que había mostrado al situarse entre ella y el peligro lacomplació.

Todo se quedó paralizado durante un momento. Luego vieron unassombras que se dibujaban en la penumbra y un destacamento de legionariosapareció tras la niebla y se detuvo delante de ella.

—Gayo Martino, optio de la guarnición de Vindolanda. He sido enviadopara escoltar a la emperatriz —saludó.

—La señora ya tiene escolta —contestó Alecto.

—Hemos sido enviados como refuerzos hasta Corstopítum —dijo el optioen tono adusto—. Anoche los pictos entraron en Vercovícium. El emperador hasalido tras ellos y nos ha enviado para asegurarse de que llegáis a salvo —añadió con un tono que dejaba entrever que le molestaba estar de guardiamientras sus compañeros se encontraban ociosos.

Carausio prefería que se quedara a buen recaudo en Eburácum, y ahoraTeleri entendía por qué. Siempre había visto la Muralla como una barrera taninquebrantable como las mismas nieblas que envolvían Avalón, pero aquellacinta de piedras se antojaba muy frágil ante la vastedad de las llanuras. Erauna obra humana, y lo que un grupo de hombres construye, otro puededestruirlo.

Cuando llegaron a Corstopítum la noche había caído y la niebla habíapasado a ser una lluvia fina y penetrante. La ciudad estaba estratégicamentesituada en la orilla norte del río, donde la calzada militar atravesaba el viejocamino hacia Alba. Durante los primeros años se habían establecido allí ungran número de artesanos que producían material militar y de funcionarios quese encargaban de los graneros imperiales. Mientras subía por la calle principalhacia la posada, con la humedad calándole en los huesos, Teleri pensó queaquel lugar le parecía triste. La mayor parte de los edificios estabanabandonados y el resto necesitaba con urgencia una reparación.

Año tras año, todos los emperadores que habían llegado a inspeccionar laMuralla se habían alojado en Corstopítum, y la posada oficial era espaciosa yacogedora. Aunque no tenía mosaicos, los suelos de madera estaban cubiertoscon alfombras gruesas de rayas al estilo de las tribus locales y había ciertoencanto tosco en la escena de caza que algún soldado artista había pintado enla pared. La ropa seca y un brasero ardiente fueron ganando la batalla al frío, ycuando Teleri volvió a reunirse con Alecto en el gran comedor, se sentíarecuperada y dispuesta a escuchar amigablemente sus preocupaciones.

—El emperador es un hombre fuerte y nuestros dioses lo protegen —dijoella cuando por tercera vez Alecto se preguntó si Carausio habría encontradocobijo—. Esta lluvia no es problema para un hombre que está acostumbrado amantener el equilibrio en una cubierta que se mueve continuamente bajo unatormenta infernal.

Alecto se estremeció y sonrió. Las arrugas de preocupación que le hacíanmás viejo desaparecieron.

—¡Sabe cuidarse solo! —repitió ella—. ¡Estoy muy contenta de que estésaquí conmigo!

—Y formamos un buen equipo —afirmó él con sobriedad, pero su rostrotodavía conservaba ese aspecto juvenil que tanto le gustaba a Teleri—. Élposee la fuerza y el poder para arrastrar hombres. Yo soy el cerebro quecalcula y se anticipa a lo que la acción del hombre prevé. Y vos, mi Señora,sois la Reina Sagrada. ¡Vuestro amor es el que hace que todo valga la pena!

¿Amor? Teleri levantó una ceja, pero permaneció callada, pues no queríaperturbar su confianza. Ella amaba a Dierna y a Avalón y ellos la habíansacado de allí. Carausio iba más a su habitación ahora que era emperador ynecesitaba un heredero, pero no se había quedado embarazada. Quizá un hijolos habría unido más; sin embargo, había aprendido a respetar a su marido, asentir afecto por él, aunque el lazo de unión más fuerte seguía siendo el deldeber.

¿Amaba Britania? ¿Qué significaba eso? Le gustaban las tierras de losdurotriges, donde había nacido, pero no veía nada en esos páramos del norteque le inspirara amor. Quizá si le hubieran permitido estudiar los Misterios conDierna, habría aprendido a amar también lo abstracto. De hecho había sido esacapacidad de Dierna para las abstracciones lo que había enviado al exilio aTeleri. Ésta ya no deseaba ser emperatriz de Britania, ni tan siquiera de Roma.Ambos títulos le resultaban igual de irreales. Ya no soñaba con ser libre. Derepente se preguntó si alguna vez volvería a importarle algo.

Las siguientes noticias de Carausio las recibieron una hora antes de quellegara él, tumbado sobre una litera, con una puñalada profunda en el musloque le había asestado un jinete picto.

—A bordo sé defenderme, incluso cuando hay oleaje y la cubierta no parade tambalearse a mis pies —les contó, estremeciéndose, mientras el cirujanodel ejército le limpiaba la herida—. Pero ¡luchar montado a caballo es algocompletamente distinto! Aun así, les dimos su merecido. Sólo quedaron media

docena, que dejamos para que comunicaran a sus jefes que el emperador deBritania protegerá sus tierras mejor de lo que lo hizo Roma.

—No obstante, no podéis estar en todas partes, mi señor, ni aunquemontarais tan bien como un sármata. El poder de la Muralla está en loshombres, pero necesitan tener algo que defender. El último emperador querealizó fortificaciones fue Severo, y de eso hace ya dos generaciones. Toda laregión necesita mejorar sus defensas y no tenemos suficientes fondos paratraer piedras y madera.

—Cierto —dijo Carausio—, pero la población aquí es menor y muchos delos edificios están abandonados. Las piedras que obtengamos de lasdemoliciones nos servirán para reforzar el resto. Serán más pequeñas, peromás resistentes... —se mordió el labio mientras el cirujano le vendaba la herida—, como Britania —acabó. Gotas de sudor perlaban su frente.

Alecto sacudió la cabeza con impaciencia.

—¿Está bien? —le preguntó al cirujano mientras éste guardaba losinstrumentos—. ¿Le causará la herida algún problema a largo plazo?

El cirujano, un egipcio que todavía iba envuelto en pañuelos y bufandas apesar de llevar décadas lejos del sol de su tierra, se encogió de hombros ysonrió.

—Es fuerte. He visto a hombres con peores heridas recuperarse y lucharal día siguiente.

—Yo me haré cargo de la enfermería —dijo Teleri—. Cuando unaemperatriz ordena, incluso el emperador debe obedecer.

El cirujano asintió.

—Si reposa y deja que se cure bien, no habrá problemas; eso sí, lequedará cicatriz.

—Otra más... —dijo Carausio molesto.

—¡Es lo que os merecéis por arriesgar la vida en una empresa quecualquier comandante de caballería con cinco años de servicio habría llevado acabo igual de bien! —comentó Alecto con severidad.

—Si tuviéramos oficiales de sobra... —contestó el emperador—. Ése es elproblema. Ahora que no enviamos los impuestos a Roma, Britania es máspróspera, pero eso la convierte en un bocado más apetecible para los lobos,tanto los de mar como los de tierra. A los hombres de las tribus del sur se lesha tenido prohibido el uso de armas durante tantas generaciones que ya nosirven como milicia y la mayoría no abandonarán sus hogares para servir en elejército. Me han dicho que pasó lo mismo durante los primeros años delImperio Romano.

—¿Y cómo resolvieron el problema? —preguntó Teleri.

—Reclutaron soldados de las tierras bárbaras conquistadas, cuyos hijosno habían olvidado que habían nacido para luchar.

—Albergo serias dudas al respecto. No creo que Diocleciano permita queos hagáis con sus reservas de reclutas —dijo Alecto.

—Cierto, pero tendré que sacar hombres de donde sea... —Carausio secalló y no protestó cuando el cirujano pidió a los presentes que lo dejaran asolas para que descansara.

Teleri pensó que, una vez desapareciera el dolor, sería un paciente muydifícil. Parecía indefenso, allí tumbado, y de repente le invadió un sentimientode compasión por su dolor.

Durante el invierno, mientras se le curaba la herida, Carausio se devanólos sesos pensando en la manera de equilibrar los recursos económicos yhumanos. Su mandato había prosperado satisfactoriamente gracias a Alecto,pero todo aquel dinero en las arcas no hacía más que criar polvo. Tenía quegastarlo comprando hombres. Las tribus salvajes del norte eran viejosenemigos, inaceptables para los habitantes de la Britania romana, inclusoaunque los contratara un emperador. Debía buscar en otra parte.

Cada vez con más frecuencia, Carausio soñaba con los brezalesarenosos y los pantanos bordeados de juncos de su tierra al otro lado delCanal, un suelo fértil que había sido arrancado al mar. Los hombres que lotrabajaban eran fuertes y buenos guerreros, y no tenían tierra suficiente paralos hijos más jóvenes. Seguro que si los llamaba, alguien contestaría.

Y en cuanto a los sajones, su costa, que se extiende al este de las tierrasde los jutos, frente al mar del Norte, era un lugar tan duro como las tierras delos menapios. Cuando salían a piratear no buscaban sólo gloria, sino botinescon los que comprar comida para alimentar las bocas hambrientas de lossuyos. Si se acercaba a ellos, quizá pudiera ganárselos mediante un pacto, y sicompraba la seguridad de sus tierras con tributos, no sería el primer emperadorque utilizara los impuestos recaudados para sobornar a los enemigos.

Lo haría cuando regresara a Londínium. Era la única solución que veía.

En los idus del mes de mayo aparecieron tres embarcaciones por la costasureste de Britania. Durante los últimos años, incluso el pastor más humildehabía aprendido a reconocer las velas confeccionadas con retales de cuero delos barcos sajones. En los pueblos sonaron las alarmas y todo quedó ensilencio.

Los vigías de Rutupiae, recordando sus órdenes, observaron, bajo unsilencio sepulcral, cómo los barcos entraban en el estuario del Stour y seguíanremando río arriba. Al final del día llegaron a Durovérnum Cantiacórum, unaciudad tribal de los cantíos, cuyas murallas recién construidas reflejaban la luzrosada del sol poniente.

Desde el pórtico de la basílica, Carausio vio a los jefes germánicosmarchar por la calle principal con sus soldados. Iban escoltados por legionarioscon antorchas, intranquilos por la posibilidad de tener que defender a susenemigos ancestrales del odio de los habitantes de la ciudad. Si los sajonesnotaron la tensión, no dieron muestra de ello. Al contrario, las sonrisas que

cruzaban de vez en cuando mientras miraban a su alrededor parecían indicarque consideraban el peligro divertido.

La invitación de Carausio había sido redactada en términos sencillos ycomprensibles, y en caso de que tuviera problemas para comunicarseverbalmente con ellos, los guerreros menapios que había llevado como escoltadesde Germania Inferior lo asistirían. Para reforzar su mensaje, mandó que leconfeccionaran ropa al estilo germánico: pantalones largos de lana fina teñidade dorado con las perneras atadas a los tobillos y una túnica de lino azuladornada con brocados griegos y pulseras de oro. Del cinturón, adornado conmedallones de oro brillantes, colgaba una espada de la caballería romana, pararecordarles que era un guerrero. Y por encima llevaba un manto púrpuraimperial sujeto con un broche de oro pesado, para que no olvidaran quetambién era emperador.

Sus ropas decían que se hallaban frente a un jefe de rango y poder. No setrataba de un romano astuto que vendería su honor por unos lingotes de oro,sino de un rey con el que un guerrero libre podría sellar un pacto. Sin embargo,al ver avanzar a sus invitados hacia él, Carausio no pensaba en la simbologíade su atuendo, sino en lo cómodo que era en comparación con el romano.

En la basílica habían dispuesto una gran mesa para el banquete.Carausio la presidía, y los jefes germanos se sentaron a su lado. Sus hombresocupaban los bancos al otro extremo de la mesa y los esclavos los abastecíande vino galo. Los britanos estaban acostumbrados a pensar que todos lospiratas eran sajones, pero, de hecho, eran de diferentes tribus. El hombre altoque estaba sentado a la derecha del emperador se llamaba Hlodovic, un francode agua salada que le causaba multitud de problemas a Maximiano. Junto a élse encontraba uno de los últimos herulios que quedaba en el norte, un hombrefornido de barba cana que había unido sus fuerzas a las del líder anglio,Wulfhere, el cual estaba sentado a continuación. Por último, había un frisio desemblante adusto llamado Radbod.

—Tu vino es bueno —dijo Wulfhere, apurando la copa y esperando a quese la rellenaran.

—Bebamos por vosotros —respondió Carausio alzando la suya.

Había tomado la precaución de reducir la capacidad de su copacubriéndola hasta la mitad con cera. En la marina había aprendido a empinar elcodo, pero el aguante de los guerreros germánicos era legendario y paraganarse su respeto era fundamental seguirles el paso.

—Beberemos tu vino gustosos, aunque en casa tenemos ánforas que sonigual de buenas —dejó caer Hlodovic.

—Pagado con sangre —dijo Carausio—. Es mejor recibir el vino como unpresente y derramar sangre en una batalla noble.

—¿Lo crees así? —le preguntó Hlodovic entre risas—. ¿No viene estevino de la Galia? ¿No han disminuido tus provisiones desde que ya no eresamigo de Maximiano?

—Últimamente, vuestros primos lo han mantenido ocupado en Bélgica —contestó Carausio riendo también—. No tiene ni los barcos ni los hombresnecesarios para bloquear el comercio con Britania.

—El vino está bien —reconoció Radbod—, pero el oro es mejor.

—Tengo oro... para mis amigos. Y plata de las minas de las colinasMendip —añadió Carausio, y los esclavos empezaron a servir en la mesacestas de pan y bandejas con huevos y queso, ostras y trozos de carne devenado y ternera.

—¿Y qué regalos esperas que tus «amigos» te den a cambio? —preguntóHlodovic haciéndose con un trozo de pierna.

Se sentaron a la mesa al estilo bárbaro, pero los jefes, que apreciabanesas cosas tanto como cualquier romano, comían en vajilla de plata y bebíanen copas de cristal.

—Permitid que vuestros hombres busquen la gloria en otras orillas. Larecompensa será incluso mayor si defendéis nuestra orilla de posibles ataques.

—Tú, señor, eres un guerrero noble. No deberíamos privarte a ti de eseprivilegio —comentó Wulfhere entre risas mientras apuraba el trago.

—Es cierto que me encantaría luchar en el mar. Sin embargo, ahora quesoy el Gran Rey, me veo obligado a pasar mucho tiempo en guerra con lospueblos del norte.

—¿Y quieres que los lobos vigilen a las ovejas en tu ausencia? —dijoWulfhere sacudiendo la cabeza, divertido.

—Si los lobos son animales honorables, confiaría más en ellos que en losperros —replicó Carausio. Ya habían devorado la primera carne que habíanservido, y a continuación los guerreros daban cuenta del jabalí asado cubiertode miel y acompañado con manzanas.

Wulfhere dejó de comer y lo miró.

—Tú no eres romano, por más que te llamen emperador...

Carausio sonrió.

—Nací en las zonas pantanosas de los menapios. Pero ahora mi lugarestá en Britania.

—Nosotros, los lobos, estamos hambrientos y tenemos lobatos quealimentar —dijo Radbod—. ¿Cuánto nos darás?

La conversación tomó un cariz algo más serio cuando los platos de carnefueron sustituidos por frutas escarchadas, pan y bollos dulces. Entre unos yotros, el ánfora de vino se terminó. Carausio, que tomó las mismas copas queel resto de comensales, tan sólo esperaba recordar a la mañana siguiente todolo que había dicho.

—Tenemos ante nosotros una gran oferta —dijo Hlodovic por fin—. Sólohay una cosa más que querría preguntarte.

—¿De qué se trata? —preguntó Carausio mientras notaba cómo le corríael alcohol por las venas, ¿o era acaso la sensación de victoria?

—Quiero que nos cuentes cómo venciste a la flota de Maximiano.

Carausio se levantó despacio y se agarró a la mesa hasta que el mundodejó de dar vueltas. Luego, con mucho cuidado, emprendió el largo caminohasta la puerta. ¡Lo había conseguido! Había jurado por Júpiter Fides pagartributo y los jefes bárbaros le habían jurado fidelidad por Saxnot, por Ing y porOdín, el de la lanza. Estaban todos sentados a la mesa, con las cabezasapoyadas en los brazos, mientras sus hombres roncaban en los lechos quehabían habilitado para ellos en el suelo de la sala. Pero él, Carausio, habíaganado en la negociación, y también en la bebida, pues era el único del salóncapaz de tenerse en pie. Quería irse a la cama..., a la de Teleri. Se dirigiría aella en primer lugar para ofrecerle la victoria. Aedfrid, el más joven de losmenapios, esperaba en la puerta. Carausio se apoyó en el hombro delmuchacho, riéndose de sí mismo por lo mucho que le costaba hablar. No sinesfuerzo, le indicó que lo condujera hasta la casa de al lado, que pertenecía almagistrado más importante de la ciudad, donde estaba alojada la partidaimperial.

—¿Necesitáis ayuda, señor? —preguntó Aedfrid cuando se acercaban ala habitación—. ¿Queréis que llame a vuestro sirviente personal? O...

—No —Carausio se tambaleó de manera graciosa—, soy marinero ¿no losabes? En la marina se reirían de un tipo que... no aguanta el vino. Yo mismome desnudaré. —Dio un traspiés y se sujetó contra la pared—. Quizá mi mujerme ayude... —dijo riéndose.

El guerrero abrió la puerta de la habitación de la emperatriz manteniendola antorcha para que Carausio pudiera ver por dónde andaba.

—¡Teleri! —chilló— ¡Lo he conseguido! ¡He ganado! —La antorchaproyectaba sombras deformes de él mientras se tambaleaba hacia la cama—.¡Los lobos de mar han pactado una alianza! —Había estado hablando en lalengua germana toda la noche y no se dio cuenta de que seguía haciéndolo.

Tiró de las sábanas, y en la penumbra vio el pálido rostro de Teleri y susojos muy abiertos. Entonces ella gritó.

Carausio retrocedió y notó que se desplomaba. Cuando el vino cumplió sufunción definitivamente, lo último que recordaba era el terror en los ojos deTeleri.

Por la mañana el emperador se levantó con un fuerte dolor de cabeza y laboca seca como el esparto. Hizo una mueca con la esperanza de que los jefesgermanos se sintieran peor que él. ¿Cómo era posible que se encontrara tanmal? ¿Estaría haciéndose viejo? Entonces abrió los ojos y vio que estaba en lacama de Teleri. Solo.

Se quejó en voz alta y la puerta se abrió. Su sirviente personal le quitó laropa germánica manchada de vino, lo lavó y lo vistió con una túnica limpia.

Carausio vio a Teleri en el comedor pequeño, donde por lo generaldesayunaban. Ella lo miró cuando entró por la puerta, y él, al ver en sus ojos elmismo terror que había visto la noche anterior, se paró en seco.

—Discúlpame —dijo fríamente—, no quería molestarte. —Teleri no dijo

nada; ni siquiera levantó la mirada del plato—. Sólo quería contarte el éxito demi gestión. Hemos firmado un trato. Los jefes germánicos enviarán guerreros.

—Sajones... —susurró Teleri entre dientes apretando los puños bajo lamesa.

—Frisios, francos y herulios —la corrigió sin dejar de pensar qué lepasaba a su esposa.

—¡Para mí todos son lobos sajones! Creía que ya no me afectaría, hapasado mucho tiempo ya...

La mujer sacudió la cabeza y Carausio notó que estaba llorando.

—¡Teleri! —exclamó acercándose a ella.

—¡No me toques! —gritó mientras se levantaba con tanta prisa que tiró elbanco—. ¡Eres uno de ellos! ¡Pensaba que eras romano, pero cuando te miro,veo su cara!

—¿La cara de quién, Teleri, de quién? —preguntó Carausio. Le temblabala voz, debido al esfuerzo que estaba haciendo para no gritar.

—La del sajón... —contestó ella en una voz tan baja que Carausio tuvoque aguzar el oído—, la del hombre que intentó violarme cuando teníadieciocho años.

Llegó el verano, y con él el norte de la provincia se sumió en una paz quesus gentes jamás habían imaginado. Los sajones, con el sabor del juramentotodavía fresco en los labios y los bolsillos llenos de oro britano, se volcaron depleno en las costas. Pero los irlandeses no habían jurado nada, y empezaron asaquear las tierras de los silures y los demetos, por lo que el emperador y sucorte se dirigieron al oeste para defenderlos.

Teleri le había pedido permiso para quedarse con su padre, pero elemperador, que sabía lo mucho que las tribus occidentales valoraban a lasreinas, consideró que, llevándose consigo a su mujer, demostraría la confianzaque tenía en sí mismo para defenderlos. Teleri creía que aún albergabaesperanzas de volver a meterse en su cama. Había intentado controlar sussentimientos, pero desde el banquete de Cantiacórum no podía soportar que latocara. Cuando lo miraba, aún veía al enemigo, incluso cuando no llevaba suvestimenta menapia ni estaba rodeado de guardaespaldas bárbaros.

Como emperatriz, Teleri tenía sus propios sirvientes. Viajaba en una literade caballos rodeada de su gente, y si por la noche no quería compartir la camacon su marido, decía que estaba cansada del viaje y que necesitaba dormirsola. Cuando llegaran a Venta Silúrum, se suponía que tendrían que dormirjuntos y sería más difícil inventarse excusas. Así que cuando arribaron a ladesembocadura del Sabrina, pidió permiso para dirigirse hacia el sur, a AquaeSulis, a tomar las aguas. Carausio accedió, pensando que un tiemposeparados ayudaría a cerrar las heridas.

La noche anterior a la despedida la pasaron en Corínium, la antiguacapital de los dobunos, que estaba situada en el cruce de la Calzada de la

Zanja con la calzada principal que se dirigía hacia el oeste. Era una ciudadpequeña pero próspera, famosa por la maestría de los artesanos quefabricaban los mosaicos, la mayor industria del lugar. Mientras se acomodabaen uno de los divanes, Teleri pensó que aquella mansio resultaba demasiadoopulenta. Era obvio que sólo Roma podía producir algo tan lujoso. Pero lo queresultó verdaderamente desconcertante fue ver a Dierna entrar en la sala.

Como de costumbre, la figura de la suma sacerdotisa, tras la aparienciasencilla que le otorgaba el vestido azul, se sobreponía a todo lo que había a sualrededor. Teleri recordó que ahora era emperatriz, y que, por lo tanto, estabajerárquicamente por encima de cualquier sacerdotisa. Así que se sentó y lepreguntó a Dierna qué hacía allí.

—Mi deber. He venido para hablar con tu marido y contigo.

La sacerdotisa tomó asiento en uno de los bancos. Teleri observó que seretorcía las manos.

—¿Sabe Carausio que estás aquí? —Teleri se revolvió en el asiento y searregló los pliegues de su palio carmesí para que cayera con más gracia.

No había necesidad de responder: la puerta se abrió y entró Carausio,seguido de Alecto. Tras ellos vio las figuras de los grandes guardaespaldasbárbaros y, sin poder evitarlo, se puso en tensión. El portazo ahogó su suspiro.

El emperador se paró en seco, observó y saludó a Dierna.

—Señora, vuestra presencia nos honra.

—Es cierto —contestó—, os honro; sin embargo, vos no nos honráis enabsoluto con esas ropas bárbaras.

Teleri cogió aire. ¡Desde luego, iba al grano! Carausio echó un vistazo asus pantalones germánicos y se ruborizó; cuando levantó la vista, su mirada noera nada complaciente.

—Nací bárbaro —dijo en voz baja—. Ésta es la ropa que yo vestía dejoven, y me resulta cómoda. Además, es la ropa que llevan mis aliados.

—Entonces, ¿renunciáis a los dioses de Britania, que os han subido a lomás alto? —dijo Dierna con los ojos encendidos—. Un cerdo no tiene por quéavergonzarse por hozar en el fango, pero un hombre debería ser más sensato.Habéis estado en la cima del Tozal y habéis oído el canto de las estrellasestivales. Llevabais los dragones tatuados en los brazos antes de que laAtlántida se hundiera bajo las olas. ¿Pensáis renegar de la sabiduríaacumulada durante tantas vidas y volver al fango del que las razas nacientesintentan salir? ¡Ya no sois uno de ellos, ahora pertenecéis a Britania!

—Sí, es cierto. Pero ¿qué es Britania? El árbol que da cobijo a lospueblos alza sus ramas hacia el cielo —contestó Carausio pausadamente—,pero debe tener las raíces en la tierra, o morirá. Britania es algo más queAvalón. Durante mis viajes por esta isla he conocido a hombres de todos losrincones del Imperio cuyos hijos apreciaban estas tierras como si pertenecierana ellas. Protegeré a todo el mundo, a todos aquellos que tengo a mi cuidado.No debéis culparme por ello... —Miró a Teleri y luego apartó la vista.

—¡Los príncipes de Britania os respaldan, los hombres de la antiguasangre celta son los que os nombraron emperador! —exclamó Alecto—.

¿Ofreceréis sus regalos a los esclavos?

Carausio se irguió y su rostro se enrojeció de nuevo.

—¿También tú me atacas? Yo creía que podía confiar en tu lealtad.

—Entonces, tal vez deberíais reconsiderar la vuestra —repuso Alecto,implacable—. ¡Si estáis decidido a renunciar a vuestras raíces, no os ofendáissi os recuerdo que mis padres eran reyes belgas!

Carausio le clavó la mirada. Luego miró a Dierna y a Teleri, que apartó lavista. Finalmente el hombre suspiró.

—Haced lo que debáis. Pero estáis equivocadas. Recuerdoperfectamente quién me hizo emperador. Quienes primero me aclamaronfueron los soldados y los hombres de la flota, no los príncipes britanos, que yano llevan armas. Britania fue celta en un principio, pero ya no lo es. EnMoridunum hay hombres de muchas razas diferentes que derraman su sangrepor defenderos. Mi sitio está junto a ellos. Dejo para vosotros las discusionesfilosóficas.

La Emperatriz de Britania se dirigió hacia Aquae Sulis para tomar lasaguas y realizar ofrendas a la Diosa; pero lo que buscaba en aquellas aguasacres la mujer que habitaba en ella era una cura para su alma turbada. Sepreguntaba si la encontraría. Dierna había decidido ir con ella y ni siquiera unaemperatriz podía decir que no a la Dama de Avalón. Cuando atravesaron elpuente de piedra que cruzaba el Avon, Teleri miró las colinas frondosas que selevantaban sobre la ciudad y un sentimiento de paz la invadió.

El emperador Adriano había mandado construir los alrededores deltemplo al estilo helénico. En aquellos tiempos, pensó Teleri mientras seacercaba al santuario, debía de haber sido magnífico. Pero con los años laspiedras se habían erosionado y los frescos habían ido desapareciendo. Leparecía que aquel lugar se había convertido en una extensión de la Diosa,agradable y acogedor como un vestido que ya se ha amoldado al cuerpo delque lo lleva.

Se paró ante el altar del patio, enfrente del riachuelo, y tiró un poco deincienso al fuego. Notaba la presencia de Dierna a su lado y la energía queocultaba tras el velo que la cubría, como la luz detrás de la sombra. Lassacerdotisas de Sulis habían recibido a la Dama de Avalón como a una colega;sin embargo no tendría ninguna autoridad durante el ritual, y eso le produjo aTeleri cierta satisfacción.

Atravesaron el patio y subieron por las escaleras del templo, rodeado deninfas y vigilado por una gorgona que las observaba desde el frontón. En elinterior, colgaban unas lámparas que iluminaban con suavidad los rasgosdorados del rostro de la imagen, a tamaño real, de Minerva Sulis que brillabanbajo el casco de bronce. A pesar de su atuendo militar, la expresión del rostroreflejaba tranquilidad.

«Señora —pensó Teleri levantando la vista—, ¿podéis transmitirme lasabiduría? ¿Podéis darme la paz?»

Sin que pudiera evitarlo, recordó imágenes de las sacerdotisas cantandoalrededor del Tozal sagrado, bajo el brillo plateado de la luna. En aquella épocahabía sentido la presencia de la Diosa, que la llenaba de luz. Sin embargo,ahora tan sólo sentía reminiscencias de su poder y no podía discernir siresidían en el templo o en su propia alma.

En el segundo día de visita tomó las aguas. Había sido prohibida laentrada a todos los visitantes para que la emperatriz y sus damas disfrutarande un espacio íntimo. A través de la columnata que rodeaba el gran baño seveía el patio y el altar donde había orado el día anterior. La luz se reflejaba enel agua e iluminaba el techo de madera; la cortina de vapor procedente delbaño de agua caliente contiguo dotaba a las sombras de un aire misterioso. Elagua estaba tibia y no costaba mucho acostumbrarse al olor a azufre. Teleri serecostó e intentó relajarse, pero no podía olvidar la infelicidad que reflejaban losojos de su marido cuando ella se fue, y el dolor, con la misma intensidad perocausado por diferente motivo, en los de Alecto. Le partía el alma ver a ambosenfrentados.

En ese instante la sacerdotisa de Sulis les indicó que pasaran al baño deagua caliente, cuyas aguas, como en los otros, procedían del manantialsagrado y se calentaban con un hipocausto. A Teleri se le escapó un gemido alentrar en contacto con el agua caliente, pero Dierna se deslizó con el mismoímpetu con el que habría entrado en el lago de Avalón. Teleri se mordió el labioy se obligó a seguirla. Por unos momentos no pudo concentrarse en otra cosaque en las reacciones que su cuerpo experimentaba. El corazón le latía confuerza y gotas de sudor le corrían por la frente.

Cuando pensaba que estaba a punto de desmayarse, la guía la ayudó asalir y la llevó hasta el frigidarium, cuyas aguas no parecían en absoluto frías.Después se le permitió volver al gran baño; un hormigueo producido por lasangre al bombear le recorrió el cuerpo. Los bruscos cambios de temperaturala habían estimulado y agotado a la vez. Esta vez no le costó muchoabandonarse a un estado de ensueño.

—Esto es el útero de la Diosa —dijo Dierna en voz baja—. Los romanosla llaman Minerva, y los que había antes, Sulis. Para mí, se llama Briga, damade estas tierras. Flotar en estas aguas me devuelve a mis orígenes y merenueva. Te agradezco que me hayas permitido acompañarte.

Teleri se volvió hacia ella con las cejas arqueadas. Se dijo a sí misma queun comentario tan cortés merecía una respuesta.

—Eres bienvenida. A mí no me sugieren meditaciones tan elevadas, peroaquí encuentro paz.

—También hay paz en Avalón. Ahora me arrepiento de haberte apartadode allí. Tenía motivos para hacerlo; sin embargo, era un destino aciago paraalguien que no estaba dispuesto a aceptarlo. Debería haber encontrado otromodo. —Dierna flotaba en las aguas verdes. Su cabello, largo y ondulado, lecaía a los lados. Sólo sus lozanos pechos, con los pezones oscuros por haberamamantado, salían a la superficie.

Teleri se quedó estupefacta. Había sacrificado tres años de su vida yahora su mentora le insinuaba que tal vez no habría sido necesario.

—Me diste a entender que el futuro de Britania dependía de micolaboración. ¿De qué otra manera podría haberse hecho?

—Fue un error comprometerte en un matrimonio romano.

—Dierna se puso en pie, con el pelo chorreante—. En aquel momento noentendí que Carausio estaba destinado a ser rey y que tendría que haberseunido a una reina sagrada, según la tradición.

—Bueno, ahora ya es tarde y no tiene arreglo... —empezó a decir Teleri,pero la suma sacerdotisa la interrumpió con un movimiento de cabeza.

—No del todo. Es de suma importancia vincular al emperador con losMisterios ahora que está tentado de seguir otros caminos. Tienes que llevarlo aAvalón, Teleri, y celebrar el Gran Rito con él allí.

Teleri se levantó tan rápido que el agua resbaló por ella formando unagran ola.

—¡No iré! —dijo entre dientes—. ¡Lo juro por la Diosa de este manantialsagrado! Me echaste de Avalón y no volveré corriendo sólo porque hayascambiado de opinión. ¡Haz la magia que quieras con Carausio, pero quetiemble la tierra y se desplome el cielo si alguna vez vuelvo arrastrándome a tulado!

Se dirigió hacia la puerta del baño, donde las esclavas las esperaban contoallas. Sintió que la mirada de Dierna se clavaba en ella, pero no se dio lavuelta.

Cuando Teleri se levantó a la mañana siguiente, le dijeron que la Dama deAvalón se había ido. Por un momento sintió una punzada de pérdida, peroluego recordó lo que había sucedido entre ellas y se alegró. Antes de lacomida, el sonido de las trompetas anunció la llegada de otra visita. Era Alecto.Se alegró tanto de verlo que ni siquiera le preguntó por qué no estaba junto alemperador. Las frondosas colinas que rodeaban Aquae Sulis se habíanconvertido en una cárcel para ella. De repente sintió nostalgia: echaba demenos las colinas desnudas sobre Durnovaria y el mar.

—Llévame a casa de mi padre, Alecto —le suplicó—. Llévame a casa.

Se le encendieron las mejillas y él le besó la mano.

77

Aquel invierno, un general se autoproclamó emperador en Egipto,siguiendo el ejemplo de Carausio. Como respuesta, los señores de Romaotorgaron a dos de sus generales el título y la autoridad del César: Galerio,para que ayudara a Diocleciano en el este, y Constancio Cloro en el oeste.Parecía que la decisión había sido la correcta, no sólo para recordarles a losegipcios sus obligaciones, sino también porque, con la ayuda de Constancio,Maximiano había sido capaz de contener a los francos y a los alamanes en elRhenus. Y, una vez restaurada la paz en el resto del Imperio, los emperadoresde Roma tuvieron al fin más tiempo libre para tratar temas menospreocupantes, como Britania.

Con la llegada del nuevo año, cuando los mares se calmaron, unliburniano que ondeaba el gallardete de Constancio rodeó la isla de Tanatos yenfiló por el estuario del Támesis hasta Londínium. Llevaba a bordo unospergaminos con un mensaje muy sencillo. Diocleciano y Maximiano Augusto lepedían a Carausio que renunciara a la usurpación de la provincia de Britania yvolviera a jurarles lealtad. Se le había citado en Roma para el juicio. Si senegaba, debería atenerse a las consecuencias. Toda la fuerza del Imperio loperseguiría.

El emperador de Britania se sentó en la oficina del palacio del gobernadoren Londínium, con la mirada perdida en el mensaje de Diocleciano. Ya nonecesitaba volver a leerlo, se lo sabía de memoria. Dentro de palacio reinaba elsilencio, pero fuera el clamor del pueblo, suave como la lluvia al principio,estalló en una tormenta.

—La gente está esperando —dijo Alecto, que estaba sentado cerca de laventana—. Tienen derecho a que los escuchéis. Debéis decirles cuáles sonvuestras intenciones.

—Ya los oigo —dijo Carausio—. Escucha, el ruido que hacen se parece alrugido del mar. Y yo entiendo al océano. Los hombres de Londínium sonmucho más veleidosos y peligrosos. Si no acato la orden, ¿seguiránapoyándome? Me aclamaron cuando acepté la púrpura. Les he traídoprosperidad. Pero me temo que recibirán con igual entusiasmo al conquistadorque me suceda si yo caigo.

—Quizá —dijo Alecto—, pero no os los ganaréis con indecisión. Quierencreer que sabéis lo que hacéis, que sus casas y sus vidas están a salvo.Decidles que defenderéis Londínium y quedarán satisfechos.

—Quiero más que eso, quiero que sea cierto. —Carausio se levantó y se

paseó sobre el mosaico del suelo—. Y no creo que consiga mis propósitosacampando en medio de la calzada de Dubris con mi ejército hasta queConstancio venga.

—¿Qué más podéis hacer? Londínium es el corazón de Britania, dedonde brota la savia; por eso establecisteis aquí la casa de la moneda. Debéisprotegerla.

—Debo proteger todo el territorio —dijo Carausio mirándolo fijamente—, yel potencial naval es la clave para defenderlo. La solución no está en reforzar lacosta sajona. Debo acercar la batalla al enemigo. No debemos permitir que niuno solo de sus legionarios pise estas costas.

—¿Iréis a la Galia? —preguntó Alecto—. Nuestra gente pensará queestáis abandonándolos.

—En la Galia se encuentra la fortaleza marítima de Gesoriácum. SiConstancio la toma, perderemos cualquier posibilidad de defensa, y con ella elastillero y la red de abastecimiento que nos une con el Imperio.

—¿Y si perdéis?

—También sus pérdidas serán enormes... —dijo Carausio poniéndose enpie y apretando los puños.

—Cuando luchasteis contra los sajones, vuestra flota estaba en sumáximo apogeo —observó Alecto—, pero ahora la mitad de los marinerosestán en las guarniciones del norte, en la Muralla. ¿Recurriréis a los aliadosbárbaros?

—Si debo hacerlo...

—¡No debéis! —Alecto también se había levantado—. Ya les habéis dadodemasiadas atribuciones. Si ganáis con su ayuda, exigirán más. ¡Estoy tancomprometido en la defensa de Britania como vos, pero preferiría estargobernado por Roma que por los lobos sajones!

—¡Ahora mismo estás bajo el mandato de un menapio! —Carausio se diocuenta de que estaba subiendo el tono de voz e intentó calmarse—. Losgobernadores de Britania lo han sido de la Galia, Dalmacia e Hispania; laslegiones que os defienden llevan nombres extranjeros.

—Quizá nacieran bárbaros, pero se han civilizado. Reconocen esta tierracomo celta. A los sajones sólo les preocupa llenarse la panza. Nunca echaránraíces en tierras britanas.

Carausio suspiró al recordar cómo la sacerdotisa había derramado susangre para alimentar la tierra.

—Me iré al sur, donde todavía recuerdan cómo salvé sus hogares.Reclutaré a hombres y navegaré hasta Gesoriácum. Tú entiendes mejor que yoa las gentes de Londínium, Alecto. Quédate y ocupa mi puesto durante miausencia.

Las mejillas demacradas del joven se sonrojaron de repente. Carausio sepreguntaba por qué. A esas alturas, Alecto debía saber lo mucho que elemperador confiaba en él. Pero no podían perder más tiempo pensando en lossentimientos ajenos. Abrió la puerta y llamó a su ayudante, que ya estaba

anotando las instrucciones que se tenían que dar para la partida.

En el Tozal, la labor de teñir las madejas de lino y lana que se hilabandurante el largo invierno se realizaba a principios de verano. Era tradición quela suma sacerdotisa participara también en esas tareas. El motivo que se solíaaducir era que así daba ejemplo a las doncellas; sin embargo, Dierna creía queesa costumbre había perdurado porque cuando una se convertía en sumasacerdotisa, preparar el tinte y poner a remojo la madeja eran de las pocasdistracciones que la hacían olvidarse de sus responsabilidades. Por otra parte,no era una tarea sencilla: la proporción exacta de los tintes y el tiempo justo deinmersión para conseguir el tono de azul deseado requerían experiencia y buenojo.

Ildeg era la maestra del tinte y a Dierna le alegraba estar a sus órdenes.

Varias madejas colgaban de las ramas del sauce que tenían detrás, cuyacorteza todavía presentaba manchas de tinte del verano anterior. A lo largo dela orilla del riachuelo había calderos humeantes. Ildeg iba de uno a otro paraasegurarse de que todo estaba en orden. La pequeña Lina, que ayudaba aDierna, llevó dos madejas, las dejó en la esterilla y echó otro tronco de leña a lahoguera. Era muy importante mantener el líquido a alta temperatura, pero sindejar que rompiera a hervir.

Dierna cogió una de las madejas y la metió despacio en la olla. El tinte erade un añil tan intenso que, bajo aquella luz, parecía las olas del mar abierto.Sólo una vez había estado mar adentro, cuando Carausio la llevó al Canal en elbuque insignia. Éste se había reído de su ignorancia y le había dicho que debíaentender las aguas que protegían su adorada isla. Miró dentro del caldero,volvió a ver el mar, y con el cucharón dibujó las corrientes que fluían y laespuma blanca de las olas.

Carausio debía de estar en ese momento en el mar, pensó, librando supropia batalla.

Le habían llegado rumores de que se dirigía a Gesoriácum con todos losbarcos que tenía a su mando. Pero no se había llevado a Teleri, y aunque éstatuviera alguna visión de los acontecimientos, no tendría manera de comunicarlosin otra sacerdotisa capaz de recibir el mensaje.

—Saca ya la lana, querida, o quedará muy oscura.

La voz de Ildeg devolvió a Dierna al presente. Cogió la humeante madejay la colgó de la rama del sauce mientras Lina iba a por más.

Antes de sumergir la siguiente, Dierna tomó aire, pues los vapores acresque emanaban del caldero podían provocar mareos; luego, con cuidado,hundió la madeja en el azul oscuro del mar... Una hoja cayó sobre el líquido yempezó a dar vueltas lentamente sobre la superficie. La sacerdotisa intentócogerla, pero se le cayó el cucharón y se le escapó un grito ahogado. Ya no erauna hoja, era un barco rodeado de una docena más de ellos, que aparecían ydesaparecían en los vapores que salían a bocanadas. Se aferró a los bordesdel caldero, sin notar el calor que abrasaba sus manos, y se inclinó para ver.

La perspectiva de su visión era la de un ave marina que sobrevolara losnavíos en la batalla. Reconoció el Orión y alguno de los otros. Aunque nuncalos hubiera visto, los habría identificado por la velocidad y la agilidad de susmovimientos. Los otros barcos, más grandes, pesados y torpes, debían de serromanos. Tras ellos divisaba una extensa barrera de arena; la batalla se estabalibrando dentro de una bahía, donde la superioridad de los barcos britanos erade poca ayuda. ¿Cómo se había dejado Carausio atrapar de aquella manera?La batalla contra la flota armoricana de Maximiano había sido todo un alarde deestrategia, pero, ahora, viendo cómo los romanos atrapaban y asaltaban a susvíctimas, estaba claro que esa batalla la ganaría la fuerza bruta, no lainteligencia.

«Huid —gritó su corazón—. ¡No ganaréis, tenéis que escapar!»

Dierna se echó hacia delante y por un momento pudo ver a Carausio conuna espada ensangrentada en las manos. Él miró hacia arriba. ¿La habíavisto? ¿La había oído? En aquel instante una corriente roja nubló la vista de lasacerdotisa. ¡El agua estaba convirtiéndose en sangre! Debió de gritar, porqueenseguida oyó voces que la llamaban desde algún lugar lejano y sintió elcontacto de unas manos que tiraban de ella.

—Es rojo —murmuró—, hay sangre en el agua...

—¡No, Señora —repuso Lina—, el tinte del agua es azul! ¡Oh, mi Señora,miraos las manos!

Dierna hizo una mueca al sentir la primera punzada de dolor. Lassacerdotisas la rodearon, y en el tumulto que se formó para vendarle lasheridas nadie se atrevió a preguntarle qué había visto.

A la mañana siguiente, Dierna le pidió a Adwen que preparara suequipaje; a Lewal y al más joven de los druidas, que la escoltaran; y a loshombres de los pantanos, que los llevaran al mundo exterior a través de lasnieblas. La expresión de su rostro descartaba cualquier posibilidad depreguntarle y ella no sacó en ningún momento el tema de la visión, si en efectohabía sido una visión verdadera. Quizá se tratara tan sólo de una proyecciónde sus propios miedos. Si Carausio había sido derrotado, él mismo, o bien lanoticia de su muerte, llegaría en primer lugar a Portus Adurni, y allí era adondedebía dirigirse. Si seguía con vida, tal vez necesitara su ayuda. Quería saberlo.

El viaje duró una calamitosa semana. Cuando llegaron a Venta Belgárum,las manos de Dierna habían mejorado, pero las ansiedades iban sucediéndose.Las malas noticias volaban y en toda la parte oriental se conocía la batalla quehabía tenido lugar en Gesoriácum. Dierna no pudo conciliar el sueño en toda lanoche, pues el ataque de ansiedad era tal que ni siquiera podía buscarlo en loscaminos del espíritu; ni siquiera sabía si había muerto.

A lo largo de la mañana siguieron llegando noticias: el buque insigniahabía llegado a puerto con el emperador a bordo, pero, por desgracia, pocoseran los barcos que lo seguían. La flota que había infundido el miedo en loscorazones de los sajones se había perdido, junto con la mayoría de loshombres que los tripulaban, y Constancio Cloro estaba reuniendo todas susfuerzas para invadir Britania. Llegaban rumores por todas partes. Los que sehabían hecho ricos bajo el régimen rebelde temían ahora perderlo todo. Otrosse encogían de hombros, indiferentes ante la perspectiva de un cambio de

amos, o especulaban sobre las recompensas que obtendrían aquellos queayudaran a los invasores.

Pero una cosa estaba clara: si Constancio ganaba, no tendría piedad conCarausio. El poni de Dierna sacudió la cabeza y salió al trote cuando ella loespoleó.

A pesar de la brisa marina, el aire de Portus Adurni estaba cargado.Dierna pensó que si hubiera habido problemas, ella ya se habría enterado. Enla fortaleza todavía no se respiraba la derrota, pero el miedo flotaba en el aire,como quedó patente cuando el oficial al mando no puso inconveniente algunocuando Dierna solicitó una audiencia con el emperador. Ella era una civil, queno tenía nada que ver con el ejército en una zona en la que pronto estallaría laguerra, pero no había duda de que las fuerzas que Carausio conservabaestaban lo bastante desesperadas para aceptar la ayuda que una bruja nativapudiera ofrecerles.

Carausio estaba inclinado sobre un mapa de Britania que ocupaba toda lamesa y movía trozos de madera de aquí para allá mientras calculabamovimientos y posiciones. Tenía un corte profundo en la mejilla y unapantorrilla vendada. Dierna se quedó junto a la puerta durante unos instantes,tan aliviada al verlo que no tenía fuerzas ni para moverse. Entonces, aunqueella no había dicho nada, él levantó la mirada.

—¿Teleri? —susurró.

Dierna dio un paso hacia delante y la luz iluminó de lleno su figura.Carausio parpadeó. La ilusión que por un momento había alegrado su rostro sehabía convertido en otra cosa, en miedo tal vez.

«¿De qué me extraño? —se preguntó a sí misma, deseando que sucorazón latiera más despacio—. Yo quería que la amase. No debería habervenido...» Pero él ya estaba acercándose.

—Señora —dijo con aspereza—, ¿habéis venido con buenos o con malosaugurios?

Su mirada era de tranquilidad, el tipo de tranquilidad que reflejan los ojosde quien se enfrenta a una condena. ¿Era eso lo que ella significaba para él?Se mordió el labio y se dio cuenta de que eso era todo lo que ella se habíapermitido ser.

—Ni lo uno ni lo otro. He venido a ayudaros, si puedo.

El frunció el entrecejo mientras pensaba.

—Habéis llegado muy rápido para venir desde Avalón... ¿O es que os haenviado Teleri? —Al ver que ella negaba con la cabeza, un velo de tristezanubló la mirada de Carausio.

—¿No está aquí con vos?

—Está en Durnovaria, con su padre —respondió Carausio, y luego sehizo el silencio.

Ahora le tocaba arrugar la frente a Dierna. En Aquae Sulis había quedadoclaro que Teleri era infeliz, pero la situación parecía estar peor de lo que seimaginaba. «Ella me culpa a mí. —En ese momento se dio cuenta—. Por esono quiere hablar conmigo.»

Mas ya no había nada que pudiera hacer para remediarlo. Se puso a sulado a mirar el mapa, intentando disimular su malestar.

—¿Dónde creéis que desembarcará Constancio y con qué fuerzas contáispara combatirlo?

—Su primer objetivo será Londínium —contestó Carausio sintiendo quehablar de ello le daba seguridad.

Era una forma de prepararse para la acción; no estaba dispuesto aaceptar su destino sin más, como los curas cristianos inculcaban a sus fieles.

—Yo creo que atacará directamente —continuó—, pero será difícil quedesembarque si la ciudad está bien protegida. Puede que entonces intentedesembarcar en Tanatos y atravesar Cántium, pues sabe que el sureste estáde mi parte. Si yo estuviera en su lugar, intentaría un ataque sobre dos flancosy que otra de las tropas desembarcara en otro lugar, en algún sitio entre PortusAdurni y Clauséntum. En esa zona se encuentra la filial de la casa de lamoneda de Alecto, y es de suponer que querrán tomarla cuanto antes.

Mientras hablaba y movía las fichas de colores por el mapa, Dierna vio,como si estuviera mirando dentro del pozo sagrado, soldados que marchabanpor los campos. Sacudió la cabeza para deshacerse de aquella fantasía yconcentrarse de nuevo en el mapa.

—¿Habéis reclutado más fuerzas?

—Alecto controla Londínium —replicó—. He reducido al máximo lasguarniciones de la Muralla y he enviado refuerzos a las del sur. Pondré máshombres aquí y también en Venta. Debemos aumentar la protección de lasciudades. Excepto las fuerzas navales, no disponemos de ninguna defensa enel sur. Desde tiempos de Claudio, todas las batallas se han librado en la costa yen la frontera norte, y, por lo tanto, no eran necesarias. Podéis ayudarme, siqueréis: id a Durnovaria y preguntadle al príncipe Eiddin Mynoc si enviará a sushombres a la guerra.

—Pero Teleri...

—Teleri me ha dejado —dijo Carausio rotundamente, lo cual le permitió aDierna confirmar sus temores—. No pido compasión. Vos sabéis mejor quenadie que nuestro matrimonio era sólo el símbolo de una alianza. Ella jamásme ha querido y yo no he dispuesto de tiempo para ganarme su corazón. Ojaláhubiera podido hacerla feliz, pero no la retendré contra su voluntad. Necesitoesa alianza, pero no puedo pedirle que interceda por mí.

La inexpresividad de su rostro producía miedo. Dierna se mordió un labioy no dijo nada, consciente de que un gesto de simpatía hacia él podríaresultarle insultante. Había urdido el enlace por el bien de todos, pero lo únicoque había conseguido era herir a la joven a la que quería como a una hermanay al hombre al que... ¿respetaba? ¿Era respeto lo que sentía por él? Se dijo así misma que sus sentimientos no importaban. Había mucho que hacer.

—Por supuesto que iré —dijo Dierna despacio mientras se preguntaba siTeleri querría hablar con ella—. Pero me quedaría más tranquila —añadió— sipusierais a alguien más al mando de Londínium.

No tenía muy claro qué era lo que la perturbaba, ¿sería algo que Alectohabía dicho en Corínium?

—¿Un oficial con más experiencia, queréis decir? —preguntó Carausio—.Alecto tiene conocimientos suficientes para solventar los asuntos militares quele confíe el comandante de la guarnición. Los civiles son los que tienen queapoyar nuestra causa, y Alecto se lleva de maravilla con todos los mercaderesde Londínium. Él es el único que puede convencerlos. Confío más en él porqueno es un oficial del ejército. Un oficial que hubiera estado de servicio durantemucho tiempo, al enfrentarse con las legiones del César, recordaría que habíajurado fidelidad a Diocleciano. Pero estoy convencido de que Alecto nuncadejaría que Britania volviera a estar bajo el yugo romano.

—Tenéis razón... —dijo Dierna, pensativa—. Pero ¿os es tan fiel a voscomo lo es a esta tierra?

Carausio se puso rígido y la miró; ella adoptó la misma postura al notar derepente cierta tensión entre ambos.

—¿Por qué debería importaros eso? —preguntó él cansinamente. Diernapermaneció quieta, sin poder articular palabra—. Vos no queríais un emperadorpara Britania, queríais un rey sagrado —continuó—. Utilizasteis la magia parahacerme venir a la isla y celebrasteis una boda real; me persuadisteis de querenunciara a mi juramento de fidelidad y a mi propia tierra. Sin embargo, Alectopertenece a este lugar..., él nunca os traicionaría vistiéndose como un bárbaro.

También él recordaba lo mucho que habían discutido en Corínium. Latristeza que reflejaban sus ojos partió el corazón de Dierna, pero al poco vioque no sólo era dolor, sino también un sentimiento de orgullo.

—Puede que naciera con sangre bárbara, mi Señora, pero no soy unestúpido. ¿Creéis de verdad que no sabía que estabais utilizándome comoherramienta para defender Britania? Pero las herramientas se rompen, ycuando eso sucede, se tiran y se coge otra. ¿Podéis mirarme a la cara ydecirme que abandonaréis vuestros intentos de independizar Britania de Romasi entro en batalla?

Dierna notó que los ojos se le inundaban de lágrimas, pero no podíaretirar la mirada. Su paciencia se merecía una respuesta.

—No... —susurró al fin—. La Diosa es quien maneja la herramienta, yomisma estoy también en sus manos...

—Entonces, ¿por qué lloráis? —Se acercó a ella—. ¡Dierna! Si ambosestamos igualmente ligados, ¿podríais, por una vez, no intentar manipular a lagente, con el pretexto de que es vuestro deber, y decirme la verdad?

«La verdad... —pensó desesperada—. ¿La conozco, o no sé ver más alláde mis obligaciones?»

—Lloro... porque os amo —confesó al fin.

Carausio se quedó de piedra. Dierna vio cómo su cuerpo se relajaba ybajaba la cabeza.

—Me amáis... —repitió él como si nunca hubiera oído aquellas palabras.

«¿Y por qué debería amarme él?», se preguntó ella.

—No pasa nada —le cortó Dierna inmediatamente—.Vos me habéispreguntado y yo os he respondido.

—Sois la suma sacerdotisa de Avalón, tan sagrada como cualquiera delas vestales de Roma. —La miró, y ella se estremeció al sentir de repente todaaquella emoción. No tenía ningún derecho a esperar que él la correspondiera,pero no creía que pudiera soportar que la odiara—. Decir que lo que sentís nosignifica nada es humillante tanto para vos como para mí.

Carausio no apartaba la mirada de ella, como si sus rasgos fueran letrasde un alfabeto secreto que intentaba descifrar.

—No hablo como Suma Sacerdotisa, sino como mujer... —susurró. Susojos de nuevo se llenaron de lágrimas.

—¿Y desde cuándo se le permite a esa mujer tener sentimientos? —preguntó él con una pizca de humor.

La vista se le había nublado y veía los rasgos de Carausio desfigurados.Ya le había ocurrido antes, cuando tuvieron juntos la visión en la vasija de plataen el Tozal. Con total convicción, pensó que ella había amado antes a aquelhombre.

Carausio se irguió. Poco a poco, el aura de poder que siempre le hacíaparecer el más grande volvió a él. Pero lo que ella veía no era el poder de unemperador, sino el del Rey. Él había sabido ver lo que ella quería para Britania,pensó Dierna. Sin embargo, el Rey Sagrado que buscaba no era Alecto, sinoél. Carausio se dirigió a la puerta y le dijo algo al guardia que había fuera.Después la cerró y se volvió hacia ella.

—Dierna... —dijo su nombre de nuevo.

El corazón de ella comenzó a latir con fuerza, pero parecía que lacapacidad de movimiento voluntario la había abandonado. Carausio la cogiópor los hombros y la inclinó para besarla como un hombre sediento se aboca aun estanque de agua. Dierna suspiró, con los ojos cerrados, y él, al notar cómose abandonaba a la pasión, la estrechó contra su pecho. De repente, ellaempezó a temblar, aterida por el dolor de sentir lo que sentía, porque lanecesidad de él también era suya. Y en ese momento no le importó si era Rey,emperador o sólo un hombre.

Después de besarla durante un rato, Carausio la soltó y empezó a palparpara desabrocharle el vestido. Dierna no podía protestar: sus manos lobuscaban a él con la misma ansia. Una pequeña parte de su mente quetodavía no había sucumbido a la pasión observó, divertida, que se sentía tantorpe como si fuera virgen. De hecho, nunca había conocido hombre fuera delos rituales de los druidas, nunca había tenido un amante sólo por placer. Sepreguntaba cómo consumarían su unión, pues allí no había cama alguna.

Carausio volvió a besarla y ella se aferró a él con fuerza. Sus huesos sederretían, flotaba a su encuentro como el río fluye hacia el mar. Entonces él lalevantó y la tumbó sobre el mapa de Britania que cubría la mesa. Dierna se riódisimuladamente, pues le pareció ver cierto simbolismo en aquella escena, y

entendió que la Diosa había bendecido aquel enlace apresurado, puesto que,después de todo, sin ningún tipo de preparación ni ceremonia, la sumasacerdotisa y el emperador estaban celebrando el Gran Ritual.

Las murallas que Eiddin Mynoc había construido alrededor de su ciudaderan altas y fuertes. Teleri podía pasarse un día entero caminando sin tenerque ver el mar. Desde que había llegado de Aquae Sulis, no había parado dedar paseos, para desesperación de las dos sirvientas que le había asignado supadre. Y desde la visita de Dierna, la cosa había empeorado.

Teleri se preguntaba qué sería lo que la suma sacerdotisa querría decirle.Se había negado a verla, porque imaginaba que intentaría convencerla de quevolviera con su marido, o a Avalón. Sin embargo, había pasado mucho tiempohablando con el príncipe, así que quizá no estaba realmente interesada en ella.En cualquier caso, ya se había ido y los hermanos de Teleri y sus amigospracticaban alegremente con sus caballos de raza y aprendían a aplicar lashabilidades del cazador al campo de batalla. También ellos se irían pronto, y noquedaría nada que le recordara a Carausio ni a su guerra.

Una gaviota bajó en picado y se cruzó en su camino. Ella lanzó un grito ydio un salto, haciendo con los dedos la señal para alejar el mal.

—Oh, mi señora, no debéis hacer caso a esas supersticiones —dijo sudoncella Julia, que se había convertido al cristianismo recientemente—. Lospájaros no son malos, sólo los hombres lo son.

—A menos que no sean pájaros naturales, sino una ilusión del Maligno —dijo Beth, su otra asistente, lanzando una carcajada cuando Julia se santiguó.

Teleri se dio la vuelta. El parloteo de las sirvientas se le antojaba tanabsurdo como el piar de un pájaro.

—Iremos al mercado a comprar bandejas y cuencos.

—Pero, señora, si fuimos hace dos días... —empezó a decir Julia.

—Se espera un nuevo envío de vajilla de Castor —repuso Teleri, y echó aandar a tal ritmo que a la muchacha no le quedó aire para seguir quejándose.

Cuando volvieron a casa —las doncellas cargadas con dos cacharrosmarrones oscuros decorados con escenas de caza en bajorrelieves—, el sol seponía por el oeste. La compra la había distraído un rato, pero ya había dejadode interesarle, y cuando las muchachas le preguntaron qué hacían con ellos, seencogió de hombros y les dijo que se los llevaran a la gobernanta o los tiraran ala basura, que a ella no le importaban.

Teleri se dirigió a sus aposentos y se dejó caer en el diván, peroinmediatamente se volvió a levantar. Aunque estaba cansada, temía dormirporque a menudo tenía sueños intranquilos. Acababa de volver a sentarsecuando uno de los esclavos de la casa llamó a su puerta.

—Señora, vuestro padre dice que vayáis. ¡El señor Alecto está aquí!

Teleri se puso de pie tan de repente que le entró un desvanecimiento ytuvo que agarrarse al diván. ¿Había llegado Alecto en representación del

emperador, o había otro motivo? Cohibida de repente, se quitó la túnica quehabía llevado al mercado y la puso aparte.

—Diles a mis sirvientas que me traigan agua para lavarme, y que Julia meprepare la túnica de seda rosa y el velo a juego.

Cuando Teleri se reunió con su padre y el invitado en el comedor, suexterior mantenía la compostura, pero su interior se desbordaba. Retomaron laconversación sobre la invasión que se avecinaba.

—Entonces, ¿los romanos volverán pronto? —preguntó el príncipe.

—No creo que Constancio tenga suficientes embarcaciones para todoslos hombres que quiere traer, y también deberá construir navíos de guerra. Haderrotado a Carausio en Gesoriácum, pero los nuestros les hicieron tambiénmucho daño.

Alecto bebió de su copa y miró a Teleri con el rabillo del ojo. Cuando la vioentrar, se había puesto colorado y se había limitado a saludarla formalmente. Eljoven tenía buen aspecto, se había bronceado de tanto cabalgar bajo el sol yparecía mayor; habían desaparecido los rasgos dulces del muchacho.

—¿Y los que quedan aquí podrán hacer también... una buenaescabechina, como tú dices? —intervino el príncipe.

—Si nos mantenemos unidos, sí —dijo Alecto—. Por todas partes veo quenuestra gente, los hombres de antigua sangre celta, están despertando.Escapar del yugo romano ya es mucho, pero algunos dicen que deberíamos irmás lejos y escoger un rey que no sea extranjero.

La mirada de Teleri se centró en su padre, que seguía pelando sumanzana.

—¿Y cómo escogerán al Gran Rey? —preguntó el príncipe—. Si nuestragente fuera capaz de mantenerse unida, César nunca habría puesto el pie enestas tierras. Nuestra tragedia es que siempre hemos estado más dispuestos aluchar los unos contra los otros que contra los enemigos extranjeros.

—Pero ¿y si se pusieran de acuerdo? ¿Y si hubiera una señal quemarcara al hombre que nuestros dioses han escogido? —preguntó Alecto concautela.

—Hay múltiples profecías e interpretaciones. Cuando llega la hora, un jefedebe juzgar por lo que ven sus ojos...

Teleri los miraba, incrédula, preguntándose si era ella quien soñaba oeran los dos hombres. ¿Qué pasaba con Carausio? Pero la conversación ya sehabía desviado hacia temas más generales: el entrenamiento de los hombres ysu avituallamiento, y las rutas que debían cubrir unos y otros.

La noche era cálida. Cuando terminó la cena, Alecto le preguntó a Teleri sile apetecía pasear con él por el atrio. Durante un rato caminaron en silencio,hasta que él se detuvo de repente.

—¿Por qué habéis abandonado a Carausio, Teleri? ¿Acaso era cruel convos? ¿Os hizo daño?

Ella sacudió la cabeza con aire cansino, como si esperara esa pregunta.

—¿Hacerme daño? No, nunca le he importado lo suficiente para eso.Carausio no me hizo nada, pero cuando lo miraba, veía a un sajón en él.

—¿Nunca lo habéis amado?

Ella se volvió hacia él.

—Nunca. Sin embargo, tú sí, Alecto, ¡era tu héroe!

—¡Pensaba que salvaría a Britania! —exclamó—. Pero no era más queun cambio de amos. Y yo siempre estaba en la sombra. Y tú eras suya...

—¿Hablabas en serio con mi padre o sólo estabas poniéndolo a prueba?

Alecto dejó escapar un largo suspiro.

—Teleri, yo podría gobernar esta tierra. Se gobierna con dinero, y yo locontrolo. Provengo de príncipes belgas, y de los silures por parte de mi madre.Eso no es suficiente, lo sé. Pero si tú me amaras... todos me seguirían siconsintieras en ser mi reina.

Ella se retorció la falda entre los dedos.

—¿Y tú me amas o sólo quieres casarte conmigo, como él, paraconseguir poder? —le preguntó Teleri levantando la mirada y reparando en queAlecto temblaba.

—Teleri —susurró—, ¿no sabes lo que siento por ti? Sueño contigo...Cuando nos conocimos tú eras sacerdotisa de Avalón, y después, de repente,la esposa de Carausio. Te entregaría mi corazón en una bandeja si lo quisieras,pero prefiero ofrecerte Britania. Dame tu amor y no serás emperatriz, pero síGran Reina.

—¿Y qué pasará con mi marido?

Su mirada, luminosa y abierta un momento antes, se endureció.

—Hablaré con él para llegar a un acuerdo...

Aunque el emperador la repudiara, Teleri no imaginaba a Carausioentregando el poder voluntariamente. Pero Alecto estaba arrodillado ante ella yle costaba preocuparse por eso. Él le tomó la mano y se la besó, después ledio la vuelta y apretó los labios contra la palma.

«Qué caricia tan delicada», pensó. Alecto no la detendría si se levantabay se iba. Pero cuando Teleri lo miró y lo vio allí de rodillas, sintió una piedadprotectora y comprendió por primera vez que también ella tenía poder.Carausio la necesitaba para sellar su unión con los britanos y con Avalón. Yese hombre necesitaba su amor.

Con dulzura, le pasó una mano por el pelo y cuando él levanto la vista, loacogió entre sus brazos.

El mensajero que el príncipe Eiddin Mynoc había enviado al emperadordecía que los hombres del príncipe dejarían Durnovaria en los idus de junio. Lerecomendaba que enviara un oficial para que se hiciera cargo de ellos enSorviodúnum, donde la calzada principal que provenía del suroeste se cruzaba

con las que provenían de Aquae Sulis y Glévum.

Unos días antes del solsticio de verano, Carausio, exasperado tras unasemana de reuniones con los senadores locales en Venta, decidió recogerlos élmismo. Aún seguía llevando los calzones germanos para cabalgar, pero susconsejeros lo habían convencido para que su guardia personal vistiera al estiloromano. Ahora tenían el mismo aspecto que cualquiera de los reclutasenviados a servir a la otra parte del Imperio, pensó al mirar la fila quecabalgaba tras él.

Cuando llegaron a Sorviodúnum, los durotriges aún no habían llegado,pero el tiempo era bueno y despejado, y no era un día para que un hombre sesentara dentro de casa cuando podía estar tomando el aire. Lo que quería,pensó Carausio mientras conducía a sus hombres por la calzada deDurnovaria, era estar en el puente de una nave. Hacía muy buen día paranavegar. Pero en lugar de eso, se balanceaba con el movimiento de su caballoy se imaginaba que las ondulaciones de la tierra eran las olas del mar.

Ya casi era mediodía cuando uno de los menapios gritó y Carausio vio alo lejos una gran nube de polvo. Los últimos años le habían enseñado acalcular la caballería y estimaba que se acercaban dos veintenas de jinetes,como mínimo, forzando a sus caballos más de lo que la prudencia aconsejaba,probablemente más por aparentar que por necesidad. Espoleó a su caballo ylos menapios lo siguieron al trote para encontrarse con los durotriges.

Reconoció al hermano mayor de Teleri y le dirigió una sonrisa. Era máscorpulento que ella, pero tenía el mismo pelo oscuro. Los hombres presentabanbuen aspecto, pensó mientras los observaba: su indumentaria, muy decorada yllena de ornamentos y borlas, era más adecuada para un desfile que para elcampo de batalla, pero parecían enérgicos y determinados. Y, por supuesto,cabalgaban a la perfección.

Sólo un hombre montaba sin la desenvoltura de los demás. Carausio secubrió los ojos con una mano y parpadeó al reconocer a Alecto, cosa que lellevó un momento, pues nunca había visto al joven con nada que no fueran lasvestimentas romanas, y en ese momento iba vestido con una túnica azafrán yun manto carmesí, como el príncipe belga que era.

Al parecer, no era el único que sentía el influjo de las raíces ahora queluchaban contra Roma, pensó Carausio. Sonrió cuando los durotriges sedetuvieron con una polvareda frente a él y los saludó.

—Alecto, muchacho, ¿qué haces aquí? Pensaba que estabas enLondínium.

—Éste es mi país y mi gente —repuso Alecto—, aquí es donde deboestar.

A Carausio le picó la incertidumbre, pero siguió sonriendo.

—Bueno, desde luego has traído a los durotriges en plena forma. —Miró alos jinetes y su incomodidad aumentó, pues no sonreían.

El hermano de Teleri hizo avanzar un poco su montura.

—¿Acaso creías que vosotros, los romanos, o mejor dicho, los germanos,sois los únicos que sabéis pelear? Los guerreros britanos hicieron temblar las

mismas murallas de Roma cuando tu gente aún estaba saliendo del lodo.

Theudibert, uno de los menapios de Carausio, lanzó un gruñido, pero éstele indicó que no hiciera nada.

—Si no creyera en vuestro valor —dijo con calma—, no le habría pedido avuestro padre que os enviara. Britania necesita de todos sus hijos, de aquelloscuyos antepasados combatieron contra César y de los hijos de las legiones quellegaron desde Sarmacia e Hispania y de todos los rincones del Imperio paraechar raíces en esta tierra. Ahora todos somos britanos.

—Tú no —dijo uno de los durotriges—. Tú naciste al otro lado del mar.

—He entregado mi sangre a Britania —repuso Carausio—. La mismaDama de Avalón aceptó mi ofrenda.

En ese momento, pensar en Dierna le alegraba el corazón. En PortusAdurni le había dado más que su sangre; aquella noche vertió en ella susemilla, su propia vida, y aquello lo había renovado.

—La Señora de los britanos la rechaza —dijo Alecto. Los guerreros sehicieron a un lado para dejarlo pasar—. La hija de Eiddin Mynoc ya no es tuesposa. La alianza ha terminado y ya no tienes nuestra lealtad.

Carausio se puso tenso por la ira. ¿Se había vuelto loco aquelmuchacho?

—Los hombres de las tribus son valientes —empezó a decir en un últimointento de conciliación—, pero desde hace trescientos años no llevan armasmás que para cazar. Sin la ayuda de las legiones britanas, seréis carnaza paraConstancio.

—Las legiones —espetó Alecto con desdén— seguirán a quien les pague.¿No es ésa la historia de tu Imperio? Y yo controlo el dinero. Sea por amor opor dinero, toda Britania luchará contra el invasor. Pero debe ser comandadapor un hombre de la antigua sangre.

En la sien de Carausio latía una vena.

—Por ti...

Alecto asintió con la cabeza.

—Sería distinto si Teleri te hubiera dado un hijo, pero ella ha rechazado tusemilla. Me ha otorgado a mí la soberanía.

Carausio lo miró sin verlo. Sabía que no había conseguido ganarse elamor de Teleri, pero no pensaba que ella lo odiaba. Eso le dolía, pues él seguíapensando en ella con afecto, aunque era Dierna quien le había enseñado loque significaba el amor. La parte de su mente que aún era capaz de razonar ledecía que Alecto pretendía herirlo. Y si Dierna no se hubiera entregado a él deuna manera tan plena, lo habría conseguido. Pero el recuerdo de su amor eracomo agua que lo vivificaba, y ninguna provocación de Alecto podía hacer quetemblara su hombría. La dadora de la soberanía era ella, no Teleri.

Pero estaba claro que los durotriges creían a Alecto, y él no podíatraicionar a Dierna contándoles el don del que le había hecho entrega.

—Estos hombres no están ligados a mí —articuló lentamente—, pero tú,

Alecto, me juraste fidelidad. ¿Cómo pueden confiar en ti si eres capaz detraicionarme a mí?

Alecto se encogió de hombros.

—Juré por los dioses romanos, los mismos a los que tú juraste servir aDiocleciano. Un juramento roto merece otro: «ojo por ojo», como dicen loscristianos.

Carausio acercó su caballo al del joven, obligándolo a que lo mirara.

—Alecto, lo que había entre nosotros era más que un juramento —le dijocon calma—. Creía que tenía tu cariño.

El joven sacudió la cabeza.

—Amo más a Teleri.

«A Teleri —pensó Carausio—. No a Britania.»

—Quédatela, tienes mi bendición —dijo sombríamente—. Espero que teproporcione más consuelo del que me dio a mí. Pero en lo que a Britania serefiere, creo que las legiones tendrán el suficiente sentido común para noobedecer a un muchacho sin formación militar, aunque le sobre el dinero amanos llenas. Y puede que algunas tribus no estén ansiosas por obedecer a unbelga, descendiente de aquellos que los conquistaron antes de que llegaran losromanos. Te invito a intentarlo, Alecto, pero no creo que la gente de esta tierrate siga, y yo no abandonaré a los que juraron tener fe en mí...

Con un ademán despectivo, hizo girar su montura. No había dado ni dospasos cuando uno de los menapios lanzó un grito de aviso. Carausio sólo tuvotiempo de ladearse un poco, lo suficiente para que la lanza que le habíaarrojado el hermano de Teleri le acertara en el costado y no en la espalda.

Por un momento sólo sintió el impacto. Después, el peso de la lanza lovenció. Cuando cayó al suelo, Carausio sintió que un chorro cálido le resbalabapor las costillas, y por último, la primera y dolorosa puñalada del dolor. Oyógritos y choque de espadas. Un caballo relinchó. Parpadeó, intentando enfocarla mirada, y vio caer a uno de sus guardias.

«Aún no estoy muerto —se dijo a sí mismo— ¡y los hombres estánmuriendo por mí!»

Inspiró profundamente, recobró claridad y sacó la espada. Subió comopudo a su caballo y lo espoleó hacia el de Alecto, pero había demasiadoshombres en medio. Una espada destelló en su camino; la esquivó, hendió lasuya y vio caer a su enemigo. Eso había sido suerte, reflexionó, pero suespíritu luchador le insuflaba ánimo, y a cada momento se sentía más fuerte.Sus menapios, al verlo luchar, se animaron y atacaron con furia semejante.

Pronto perdieron la conciencia del tiempo. De repente no quedabanenemigos delante de él. Escuchó cascos de caballos y vio que los durotriges sereplegaban en tomo a Alecto y huían con los brazos levantados, como sipelearan entre ellos.

—¡Mi señor! —gritó uno de sus hombres—. ¡Estáis sangrando!

Carausio consiguió envainar la espada y se llevó la mano al costado.

—No es grave —exhaló—, átame un trozo de tela para detener lahemorragia. Son más que nosotros, pero les hemos dado su merecido. Si nosretiramos ahora, no nos seguirán.

—¿Volvemos a Sorviodúnum? —preguntó Aedfrid.

El emperador sacudió la cabeza. La traición de Alecto lo habíadesestabilizado, y hasta que se repusiera no se atrevía a confiar en la lealtadde nadie. Carausio se volvió para mirarse el costado. La sangre manaba de laherida y era difícil de ver, pero sentía que tenía mal aspecto. Aunque alprincipio no le había prestado atención, era probable que requiriera las técnicasmás avanzadas de los cirujanos de Londínium. Se irguió en la silla y miró haciael oeste, donde las colinas se difuminaban en una neblina azul.

—Véndame el costado —le dijo a Theudibert.

—Señor, la herida es muy profunda. Creo que deberíamos buscar ayuda.

—Por allí... —dijo Carausio, señalando con el dedo—. La única cura que hay para esto está en el País del Estío. Nos daremos la vuelta como si regresáramos a la ciudad y giraremos en cuanto estemos lejos de su vista. Perderán tiempo buscándonos por el camino. Ahora vamos, deprisa, que no os detenga mi estado. Si no puedo montar, atadme a la silla; y si dejo de hablar, seguid preguntando vosotros por el camino a Avalón.

88

Dierna lanzó un grito ahogado cuando sintió como una puñalada en uncostado. El hilo se le escapó de entre los dedos y el huso rodó por la hierba.

—¡Señora! ¿Qué sucede? —gritó Lina, la doncella que la asistía ese mes—. ¿Os ha picado una abeja o es que os habéis pinchado?

Sus palabras se perdieron en un murmullo de preocupación cuandollegaron las demás mujeres corriendo.

La sacerdotisa se puso una mano en el costado y tomó aire, luchando porcontrolar el dolor. No era su corazón; sentía la quemazón más abajo, latiendodebajo de la caja torácica, como si se le hubiera roto algo allí. El dolor no erasólo interno. Sentía la zona como en carne viva, pero cuando le desabrocharonla túnica no había herida.

Ningún conjuro ni mal de ojo podía romper las defensas emocionales deDierna sin su consentimiento. Y sólo había una persona viva a la que sehubiera abierto tanto que pudiera llegar a sentir su agonía. Comprendió que, alhacer el amor con Carausio, le había entregado algo más que su cuerpo:también le había dado parte de su alma. Ella había enviado su espíritu por elcamino por donde había llegado el dolor y sintió el anhelo de Carausio por ella.

—Le han disparado los elfos —dijo la vieja Cigfolla tranquilamente—.Levantadla con cuidado, hijas mías. Tenemos que llevarla a la cama.

Dierna recuperó de nuevo el control de la voz.

—No es... mi... dolor. Debo descansar, pero tú..., Adwen..., ve almanantial sagrado. Alguien... viene... ¡Intenta que la Visión te lo muestre!

Durante toda esa tarde Dierna se quedó en la fresca oscuridad de sumorada, recurriendo a todas las artes que conocía para mantenerse en unestado de trance que la alejara del dolor. Poco a poco, el dolor físico se fuevolviendo más soportable, pero aumentó la ansiedad. Carausio la estababuscando, pero ¿la encontraría a tiempo?

El plan era bueno, pensó Carausio, tomando las riendas y cogiendoaliento a grandes bocanadas, pero había sobreestimado su propia resistencia.A pesar de la venda, a cada paso que daba, sentía un dolor terrible en elcostado. Cuando llegó el momento de decidir entre detenerse o perder laconciencia, consideró que le llevaría menos tiempo lo primero. Pero cada vezparaban más a menudo, y en la anterior etapa, la retaguardia los habíaalcanzado para informarle de que los durotriges les seguían el rastro.

—Detengámonos en este lugar, señor, y hagamos una camilla —dijoTheudibert. Carausio sacudió la cabeza. El follaje era demasiado espeso paramoverse con facilidad, pero no suficientemente alto para ocultarlos a la vista—.Después, unos cuantos de nosotros continuaremos por el valle, donde la tierraestá blanda, para dejar nuestras huellas mientras vos os escabullís por elbrezal. Con suerte nos seguirán a nosotros.

El emperador asintió. De ese modo, por lo menos algunos de los hombresse salvarían. Sabía que era la única manera de conseguir que algunos de elloslo abandonaran. Alecto podía ser falso, pero esos hombres habían hecho eljuramento del comitatus, y nunca sobrevivirían a su jefe voluntariamente.

—Que Nehalennia os bendiga y os guarde —dijo, invocando a su propiadiosa para que los protegiera mientras se marchaban como un trueno.

—Venid —dijo Theudibert—, vámonos ahora, mientras su ruido cubre elnuestro.

Theudibert llevaba las riendas de Carausio, pues éste ya tenía suficientecon aguantarse en la silla; ahogó un grito cuando el movimiento empezó aenviarle dolor en oleadas aturdidoras.

Esta escena se repitió varias veces durante los dos días que siguieron.Los menapios eran duros y estaban acostumbrados a la marcha difícil, pero losdurotriges conocían el territorio. Aunque los subterfugios podían funcionardurante un tiempo, al final sus enemigos acabarían encontrándolos. Carausiosólo confiaba en que si llegaba a Avalón, lo protegiera el respeto de losbritanos por la isla sagrada.

En la tarde del tercer día, llegaron a los prados del País del Estío.Carausio estaba demasiado débil para montar él solo a caballo, y Theudibert lollevaba atado a su espalda. Los menapios conocían aquellos prados, pero a loscaballos no les gustaba. Enviaron a dos hombres delante y el resto dio la vueltaal lago, en busca de las gentes de los pantanos que los llevarían a Avalón.

No se les ocurrió pensar que los britanos, familiarizados con el país, yadebían de saber hacia dónde se dirigían y que podían haber atajado por lacordillera de las Polden. Carausio, que podría haberlo previsto, no estaba encondiciones para pensar. No se despertó hasta que una parada repentina y unjuramento de Theudibert hicieron que se pusiera recto.

Estaba anocheciendo. Al otro lado del agua vio los palafitos de la gentede los pantanos. Frente a ellos, un espolón de tierra firme bajaba desde lacordillera, y allí los esperaban las siluetas a contraluz de una fila de jinetes.

—Voy a ocultaros en los pantanos —dijo Theudibert mientras deshacía elnudo que los unía y ataba el extremo suelto alrededor de la cintura de su señor.

—No... —Carausio no quería seguir huyendo—. Prefiero morircombatiendo. Envía a Aedfrid al poblado. Que les pida que llamen a la Damade Avalón.

Momentos antes era incapaz de moverse, pero entonces, con el enemigodelante, Carausio sacó fuerzas para bajar del caballo y desenvainar la espada.

—Bien —dijo Theudibert cuando los jinetes empezaron a dirigirse haciaellos—. También yo estoy cansado de huir.

Sonrió y Carausio le devolvió una mueca como respuesta.

Al final, todo era terriblemente simple. Ya había sentido otras veces lapicazón anterior a la batalla, cuando todos los planes y preparativos se volvíanirrelevantes y había que enfrentarse cara a cara al adversario. Pero las otrasveces había empezado sin heridas. Esta vez sólo esperaba poder asestar unpar de mandobles antes de que lo tumbaran.

El ruido de los cascos retumbaba en sus oídos. Uno de los caballostropezó y se fue al suelo, pero el resto se les echaba encima a velocidad devértigo. Carausio se hizo a un lado y asestó un tajo al primer jinete que se leacercó. La lanza de Theudibert emitió un destello, y otro britano cayó. Unnuevo jinete se acercó a Carausio; éste, en su intento de esquivarlo, metió lospies dentro de un barrizal, pero el caballo que lo seguía, al ver el terrenocenagoso, se detuvo de repente y el jinete tuvo que agarrarse con todas susfuerzas a las riendas para no caer, momento que Carausio aprovechó parahundirle la espada en el costado.

Lo que ocurrió después sucedió como una serie de imágenes inconexas.Carausio, de pie, espalda contra espalda con Theudibert. Sintió un impacto,después otro y supo que le habían dado, pero ya estaba más allá del dolor.Parpadeó, mirando a su alrededor, y se preguntó si era la oscuridad o lapérdida de sangre lo que le impedía ver con claridad. Llegaron más jinetes;detrás de él, Theudibert lanzó una exclamación y Carausio se tambaleó cuandoperdió contacto con su cuerpo. Un último acceso de furia hizo que diera unavuelta en redondo blandiendo la espada. El britano que había matado aTheudibert recibió un tajo en el cuello mientras intentaba liberar su lanza.

Carausio se esforzaba por mantener la espada en la mano. Pero ya noquedaba nadie contra quien luchar. Una docena de cadáveres yacía a sus pies,muertos o profiriendo quejidos. Al otro lado del cerro oía el fragor de la batalla,aunque no podía verla. Después, también ese sonido se desvaneció. «Misvalientes menapios están dándome un respiro —pensó—. No debodesperdiciarlo.»

A su derecha, los sauces se apiñaban junto al agua. Si se escondía entrelas ramas, nadie lo encontraría. Estaba aturdido por la pérdida de sangre, peroen alguna parte encontró la fuerza para refugiarse entre los árboles.

Durante tres días y tres noches Dierna se había mantenido en vela: sualma anhelaba la del hombre al que amaba. Al final del segundo día, elcontacto se volvió intermitente, como si él saliera y entrara de su conciencia. Al

tercer día volvió la agonía, y con ella, una ansiedad que apenas podía soportar.Poco después de la medianoche cayó en un sueño intranquilo, lleno depesadillas en las que ella huía, perseguida por demonios sin rostro a través deun mar de sangre.

Dierna se despertó cuando la pálida luz del día más largo del veranoentraba por debajo de la puerta. Entonces cayó en la cuenta de que lo que lahabía despertado era el ruido de alguien que llamaba.

—Pasad... —susurró. Se recostó y se sintió, por primera vez en tres días,libre de dolor. ¿Había muerto Carausio? Creía que no, pues aún le pesaba elalma.

Lina estaba de pie en la puerta, recortada la silueta frente al sol del alba.

—Señora, uno de los habitantes de los pantanos ha venido a vemos. Diceque se ha librado una batalla en el límite del lago. Uno de los guerrerosconsiguió llegar a la aldea, y entre balbuceos pidió que fueran a buscar a suseñor y lo llevaran ante la Dama de Avalón...

Dierna se puso en pie y la sorprendió no sentirse estable; se puso elmanto. Lina llevaba la cesta con las provisiones de hierbas. La sacerdotisa seapoyó en el hombro de la muchacha para caminar, pero cuando llegaron a labarca, el aire fresco ya había empezado a revivirla.

Atravesaron las nieblas y llegaron a la aldea de las gentes de lospantanos, con sus palafitos entre los juncos. Aquellas personitas oscuras yaestaban en pie y faenando; entre ellas había un muchacho alto y rubio quecaminaba arriba y abajo por la orilla, mirando distraídamente.

—Domina —la saludó en su rudimentario latín de campamento—. Noshan atacado los durotriges. Alecto los comandaba. En la lucha, el SeñorCarausio fue herido. Nos pidió que lo trajéramos. Y, por los dioses sagrados,eso fue lo que intentamos hacer.

—¿Dónde está? —lo atajó Dierna.

El muchacho sacudió la cabeza con preocupación.

—Me envió al poblado a buscar ayuda, pero la gente había visto la peleay estaba asustada. Lo entiendo. —Miró a las diminutas gentes de los pantanos—. A mí me parecen niños, aunque sé que son hombres. Entonces volví allugar de la batalla y sólo encontré muertos. Pero el cuerpo de mi señor noestaba entre ellos. Las gentes pequeñas no se mueven durante la noche pormiedo a los demonios. ¡Llevamos buscándolo desde el amanecer, pero no lohemos encontrado!

El emperador de Britania yacía con la mitad del cuerpo sumergido en ellago, mientras contemplaba cómo su sangre enturbiaba el agua de carmesí a laluz del nuevo día. No sabía que el alba pudiera ser tan bella. La noche habíaestado llena de horrores. Durante horas había avanzado entre las raíces de losárboles, arrastrándose por el barro, que intentaba hundirlo en su cenagosoabrazo. Por la noche había tenido fiebre, pero ahora sentía frío, tanto que nonotaba las extremidades inferiores. No era así como había imaginado acabar

sus días.

La silueta blanca de un cisne salió de entre la niebla que cubría el agua ypasó nadando, grácil, como salido de un sueño. Allí tumbado, en un lugardesde el cual no podía ver las colinas, podía imaginar que estaba en lospantanos de su país, donde el padre de los ríos se bifurcaba en innumerablescanales en busca del mar. En su patria, recordó, los hombres que eranofrendados a los dioses padecían una triple muerte. Frunció los labios conamargura al reparar en que él ya había sufrido dos terceras partes: teníaheridas de lanza en una docena de sitios y estaba medio ahogado.

«Es un gracia que se me concede —pensó—. Vuelvo a ser yo mismo parano morir entre delirios. Lo menos que puedo hacer es terminar el trabajo...»

Con una sabiduría que provenía de otra vida recordó que la Diosa nuncamuere, pero que el Dios entrega su vida a la tierra. Supo que ya había hechoeso antes. Estaba convencido de que la Diosa encontraría alguna utilidad enese sacrificio.

La cuerda que lo había unido a Theudibert aún estaba atada a sualrededor. Deshizo los nudos con dedos torpes, se la puso alrededor del cuelloy anudó el otro extremo a la raíz de un árbol. Se mantendría de pie todo eltiempo que pudiera, pues la mañana era preciosa, aunque no creía que pudieraaguantar mucho.

En alguna parte, más allá de aquellas nieblas, estaba la emperatriz de sucorazón.

¿Sabría cuánto la había amado?, se preguntaba. «Esto es para ti —pensó— y para la Diosa a la que sirves. Nací al otro lado del mar, pero mi muertepertenece a Britania.» A lo mejor no importaba. Dierna le había dicho una vezque tras sus máscaras todos los dioses eran uno. Sólo lamentaba no habervuelto a ver el mar.

El sol se alzó en el cielo. Su resplandor bailaba sobre la superficie delagua. Aquel lago de lentejuelas era muy parecido al brillo del sol en el océano,pensó vagamente... y después llegaron las olas, y sus oídos percibieron elsonido del viento al sacudir las jarcias, y sintió el bamboleo de la nave que loadentraba en el mar. Se le ocurrió entonces que si los dioses eran uno, tambiénlas aguas eran una, todas ellas la matriz de la Diosa, el más antiguo de losmares.

Ante él, una isla emergía del océano, rodeada de acantilados de tierraroja y sembrada de campos verdes. En la cima de la colina que se alzaba en elcentro, el techo dorado de un templo desafiaba al sol.

Reconocía el lugar, y con él se reconoció a sí mismo: llevaba el distintivode un sacerdote en la frente y en los antebrazos los dragones reales. Dio unpaso hacia delante, levantando los brazos en señal de saludo, sin preocuparsepor el cuerpo que había dejado atrás, sin vida, atrapado entre sus límites.

Desde el otro lado del agua oyó la voz de la mujer que, vida tras vida,había sido su amada y su Reina: estaba llamándolo.

Dierna caminaba por la orilla del lago llamando a su amante. Ahora queCarausio estaba tan cerca, tenía la certeza de que la fuerza que los unía lallevaría hasta él. Sabía que los demás iban tras ella, pero permaneció con losojos cerrados, siguiendo la estela de su espíritu entre los mundos. El éxito,cuando llegó, lo hizo en la forma de una conciencia a ambos niveles de que laotra parte de su alma estaba cerca.

Dierna abrió los ojos y vio la forma de un hombre enmarañada entre lasraíces de los árboles, medio sumergida y tan embarrada y llena de algas queparecía formar parte de la tierra.

Aedfrid se adelantó y se detuvo de golpe al ver la cuerda alrededor delcuello de Carausio. Se inclinó en una reverencia antes de acercarse y sacó elcuerpo de su señor a tierra con manos temblorosas.

A las gentes de los pantanos les castañeteaban los dientes del horror.Aedfrid miró a Dierna y le dijo:

—No ha sido una muerte deshonrosa. ¿Lo entendéis?

Con un nudo en la garganta, asintió. «¿No podías haber esperado unpoco más? —gritaba su corazón—. ¿No podías haberte quedado hastadespedirte de mí?»

—Me lo llevaré y será enterrado como un héroe —dijo el guerrero, peroDierna negó con la cabeza.

—Carausio fue escogido por nuestra Diosa como Rey. En esta vida o encualquier otra, está ligado a esta tierra. Y a través de él —añadió como si laspalabras le fueran dictadas—, tu gente también está ligada a Britania, ypertenecerá a ella algún día. Envuélvelo en mi manto y déjalo en la barca:tendrá su tumba en Avalón.

La Dama de Avalón pasó todo aquel día, el más largo del año, sentada enel bosquecillo de encima del manantial velando el cadáver de su emperador.Cuando cambió el viento, oyó fragmentos de los cantos de los druidas queestaban en el Tozal. Ildeg hacía las veces de suma sacerdotisa. Dierna habíasido educada para contener las emociones, pero a veces la autodisciplina nopodía ahogar el llanto del corazón. Un adepto tenía la obligación de sabercuándo debía hacerse a un lado para que la magia fuera efectiva.

«Seguramente, si estuviera hoy en el círculo lo destruiría —pensó Diernamientras contemplaba los rasgos inmóviles de Carausio—. Sigo siendo fértil,pero ahora mismo me siento vieja como La Dama de la Muerte...»

Habían lavado a Carausio en el agua del manantial sagrado y vendadosus terribles heridas. En ese momento estaban preparándole una tumba junto ala de Gawen, hijo de Eilan, quien, según la leyenda, también había sido medioromano. Lo enterraría como rey de Britania, pero era un lecho frío ése para unhombre con el que había yacido en alegría.

«Si tuviera valor, me enterraría en la tumba con él y celebraría el GranRito como se hacía en los tiempos antiguos, cuando la Reina seguía a su señoral Otromundo...»

Pero no era su esposa, y esa pena le pesaba casi más que su pérdida, ymaldijo el orgullo que había acallado la voz de su corazón. Pues todo habíasido cosa suya, ahora lo veía claramente: ella había tomado todas lasdecisiones que habían forzado a Carausio y a Teleri a una unión sin amor y quehabían conducido a Alecto a la traición. Si ella no hubiera intervenido, Carausiohabría seguido navegando por su amado mar y Teleri habría sido feliz comosacerdotisa de Avalón. Dierna se meció, abrazándose los pechos, y lloró portodos ellos.

Mucho más tarde, cuando los sonidos de la celebración ya se habíanapagado y el largo anochecer del solsticio se extendía como un velo sobre latierra, la pena acabó por agotarla y se irguió para mirar a su alrededor. Sesentía vacía, como si las lágrimas se hubieran llevado sus sentimientos. Peroquedaba uno. A pesar de su llanto, otras mujeres descansarían aquella nocheentre los brazos de sus maridos, con los niños tranquilamente dormidos,porque Carausio había defendido Britania.

Un sonido de tambores, lento como el latido de su corazón, retumbaba enel aire. Dierna se puso en pie cuando la procesión de druidas, todos vestidosde blanco, empezó a bajar del Tozal. Se apartó para que cogieran el féretro yse unió a ellos cuando reemprendieron la marcha. Llegaron hasta la orilla dellago, donde esperaba la barca negra que conduciría al señor del mar en suúltimo viaje.

Habían excavado la tumba en la Atalaya, la isla más lejana de las quehabían quedado entre las nieblas, la entrada a Avalón. Para quienes no podíanatravesar la niebla, no tenía más interés que el de una pobre aldea de gentesde los pantanos apiñada al pie de una colina. Pero, mucho tiempo atrás, enaquel lugar había sido enterrado un defensor de Avalón, y su espíritu protegíael Valle. Los druidas habían saludado a Carausio con ese mismo título la otravez que había estado allí. Era justo que su cuerpo descansara junto al delhombre para quien se había compuesto la misma canción.

Cuando llegaron a la Atalaya, ya había caído la noche. Las antorchasrodeaban la tumba; su luz proyectaba una calidez ilusoria en los rasgos delhombre que iba a ocuparla y brillaba en las túnicas blancas de los druidas y enlas azules de las sacerdotisas. Dierna iba vestida de negro, y aunque la luz delfuego reflejaba estrellas fugaces en los hilos de oro de su velo negro, ningunaluz podía penetrar su sombra, pues esa noche era la Dama de la Oscuridad.

—El sol nos ha dejado... —dijo la sacerdotisa en voz baja cuandoterminaron los cánticos—. En el día de hoy ha brillado en su máximo apogeo,pero ahora ha caído la noche. A partir de este momento, el poder de la luzdisminuirá, hasta que el frío del solsticio de invierno domine el mundo.

Mientras hablaba, hasta la luz de las antorchas parecía disminuir. Lasenseñanzas de los Misterios daban gran importancia a los movimientos cíclicosde la naturaleza; ahora los comprendía en la profundidad de su alma.

—El espíritu de este hombre nos ha dejado... —Su voz no podía ocultarsus sentimientos—. Como el sol, reinó en esplendor, y como el sol se hapuesto. ¿Adónde va el sol cuando nos deja? Se nos dice que va a las tierrasdel sur. Del mismo modo, este espíritu viaja ahora hacia la tierra del eternoverano. Lloramos su pérdida. Pero sabemos que en el corazón de la oscuridad

del invierno, la luz volverá a renacer. Así que devolvemos este cuerpo a latierra de la que fue hecho, esperando que su espíritu radiante se reencarne yvuelva a caminar en la hora en que Britania lo necesite.

Cuando depositaron el cuerpo en la tumba y empezaron a cubrirlo, Diernaoyó el sonido de un llanto, pero sus ojos estaban secos. Sus propias palabrasno le habían dado esperanza. Sin embargo, Carausio no se había rendidocuando su destino se volvió contra él, y ella tampoco lo haría.

—Carausio ha obtenido la victoria. Pero en el mundo del espíritu. En elmundo terrenal, su asesino aún vive y se vanagloria de su proeza. Alecto esquien ha hecho esto, Alecto, a quien él amaba, Alecto, ¡que pagará por sutraición! En este momento, cuando las mareas de poder se mueven en ladirección de la desintegración y el declive, lanzo mi maldición contra él.

Dierna inspiró hondo y levantó los brazos al cielo.

—Poderes de la noche, os invoco no por medio de la magia, sinoacogiéndome a las antiguas leyes de la Necesidad, para que caigáis sobre elasesino. Que ningún día sea claro para él, ningún fuego cálido, ningún amorverdadero, ¡hasta que pague por su crimen!

Se volvió y alzó los brazos en dirección al lago.

—¡Poderes del Mar, matriz de todos nosotros, poderoso océano en cuyascorrientes todos somos transportados, que todas las rutas que siga se tomenequivocadas! ¡Levántate para tragarte al asesino, oh mar, y ahógalo en tumarea oscura!

Se arrodilló junto a la tumba y enterró sus dedos entre la tierra suelta.

—¡Poderes de la Tierra, a quienes ahora os entregamos su cuerpo, que elhombre que lo mató no encuentre la paz en toda tu superficie! Que dude decada paso que dé, de cada hombre que lo acompañe, de cada mujer que ame,hasta que el abismo se abra bajo sus pies y caiga.

Dierna se levantó y sonrió sombríamente a los sorprendidos rostros que lamiraban.

—Yo soy la Dama, y lanzo contra Alecto, hijo de Cerialis, la maldición deAvalón. ¡Así he hablado y así será!

La rueda del año siguió girando y llegó la cosecha, pero, aunque el tiempoera apacible, una tormenta estival de rumores arrasó la tierra. El emperadorhabía desaparecido. Unos decían que estaba muerto, que Alecto lo habíaasesinado. Pero otros lo negaban, porque ¿dónde estaba el cuerpo? «Seesconde de sus enemigos», decían algunos. Otros murmuraban que habíahuido por mar para jurar sumisión a Roma. Era cierto que Alecto se habíaproclamado a sí mismo Gran Rey y que estaba enviando jinetes a todos losrincones de Britania convocando a los jefes y comandantes para que fueran aprestarle juramento a Londínium.

Los habitantes de Londínium celebraban el acontecimiento ruidosamente.Teleri se estremeció y cerró las cortinas del carruaje. Dentro, el aire estaba

cargado, pero no podía soportar la algarabía, o quizá fuera la presión de tantosojos, tantas mentes, pendientes de ella. Con Carausio no había sucedido lomismo. Cuando se había reunido con él en la ciudad, ya había sido aceptadocomo emperador. Sin embargo, ahora ella formaba parte de la ceremonia.Debería sentirse orgullosa y emocionada.

«¿Por qué me siento como una cautiva expuesta en el desfile de unconquistador romano?», se preguntó.

Cuando llegaron a la basílica, el ambiente era algo más tranquilo. Habíainstaladas mesas para el banquete. Los príncipes y magistrados que ya sehabían sentado la miraban como si estuvieran evaluándola. Teleri intentabamantener la cabeza alta, pero se refugió en el brazo de su padre.

—¿De qué tienes miedo? —le preguntó el príncipe—. Ya eres emperatriz.Si hubiera sabido, cuando eras una niñita desgarbada, que ibas a convertirteen la Señora de Britania, habría contratado a un tutor griego para ti.

Le lanzó una mirada rápida, vio que le brillaban los ojos e intentó sonreír.

El destello de colores que se veía al final de la larga nave resultaron serfiguras. Vio a Alecto, con el manto púrpura sobre una túnica carmesí,empequeñecido por la altura de los hombres que lo rodeaban. Cuando reparóen ella, los ojos le brillaban.

—Príncipe Eiddin Mynoc, sed bienvenido —dijo formalmente—. Habéistraído a vuestra hija. Os pido que me la entreguéis en matrimonio.

—Señor, para eso hemos venido...

Teleri miraba de uno a otro. ¿Es que nadie iba a preguntarle a ella?Aunque tal vez, se dijo a sí misma, había ya dado su consentimiento aquellanoche en Durnovaria, y el resto, el asesinato de Carausio y todo lo demás, noeran sino las consecuencias de su acción.

Dio un paso al frente y Alecto le cogió la mano.

El festín que siguió pareció no tener fin. Teleri picoteaba mientrasescuchaba a medias la conversación. Se hablaba del regalo que Alecto leshabía hecho a los soldados tras su proclamación. Era habitual entre losemperadores hacer un buen regalo, especialmente si el nuevo emperador eraun usurpador; sin embargo, el de Alecto había sido generoso por demás. Losmercaderes, en cambio, parecían esperar más favores. Sólo los jefes de lavieja sangre céltica le prestaban atención a ella, y supo entonces que su padretenía razón, que era en parte por ella por lo que habían ido.

Cuando los novios se retiraron a sus aposentos, Teleri tuvo que ayudar aAlecto, pues estaba ebrio. Nunca lo había visto sin el pleno control de susfacultades. El abrazo de su primer marido había sido algo que había tenido quesoportar. Mientras le ayudaba a quitarse la ropa, se preguntó si este segundoesposo sería capaz de comportarse como tal.

Teleri acostó a Alecto en la enorme cama y se tumbó a su lado. Ahora queestaban solos tenía que preguntarle unas cuantas cosas, y la menosimportante de ellas no era cómo había muerto Carausio. Cuando supo de suasesinato, aceptó su culpabilidad; desde el momento en que aceptó el amor deAlecto, sabía en cierto modo lo que eso implicaba. Lo que no había esperado

era el dolor.

Cuando se volvió hacia él, descubrió que estaba roncando. En las horasmás oscuras de la noche, Alecto se despertó gritando que Constancio seacercaba con un enorme ejército de hombres y lanzas ensangrentadas.Sollozando, se abrazó a Teleri, y ésta lo tranquilizó como si fuera un niño. Eramás feliz cuando servía a Carausio. Y ella, si no feliz, al menos conservaba suhonor. ¿Quién de los tres tenía la culpa de aquella tragedia? Tal vez la culpafuera de Dierna, pensó con amargura.

Poco después Alecto empezó a besarla. Sus abrazos se volvieron másfrenéticos hasta que acabó tomándola con una urgencia desesperada. Al final,él volvió a dormirse, pero Teleri siguió despierta en la oscuridad. Ella, quesoñaba con la libertad, había escogido esa jaula. Pero ya estaba hecho, yhabría de soportarlo.

Cuando Teleri cayó por fin en un sueño intranquilo, se encontró rogándolea la Diosa como no lo había hecho desde que era niña y soñando queescapaba de la casa de su padre.

En Avalón Dierna también sufría. Ella ya había lanzado a Alecto sumaldición; que se cumpliera dependía de poderes mayores. Sin embargo,durante un tiempo pareció que a los poderes no les importaba. Pasó elaniversario de la muerte de Carausio y el mundo seguía su curso sin alterarse.La sacerdotisa esperaba sin saber qué.

Pasó otro año más, y aunque Britania no estaba contenta con sumandato, nadie se atrevía a hablar en voz alta en contra de Alecto. Él seguíacumpliendo con sus pagos a los bárbaros y la costa sajona permanecíatranquila. En cuanto a Constancio, aunque su flota había derrotado a la deCarausio, también había sufrido daños, y como éste había predicho, deberíaninvertir tiempo y dinero para construir las embarcaciones necesarias parainvadir la isla.

La luna se alzó en los cielos. Aunque empezaba a decrecer, aún brillabalo suficiente como para atenuar las constelaciones estivales. El tejado de pajade la Casa de las Doncellas y los pilares del sendero que ascendía al Tozalrelucían. Dierna inspiró profundamente el fresco aire nocturno. A su alrededortodo estaba tranquilo. La inquietud que la mantenía despierta laceraba su alma.Algo estaba cambiando y sus reverberaciones resonaban en los planosinteriores.

Había pasado otro año desde que Britania había rechazado al señor queAvalón había elegido y en todo ese tiempo la suma sacerdotisa no habíaabandonado la isla, aunque, de vez en cuando, les llegaban noticias.Constancio había entrado finalmente en la isla. Unos decían que habíadesembarcado cerca de Londínium y que las fuerzas del Gran Rey estabancombatiéndolo allí. Otros, que lo había hecho en Clauséntum y que marchaba

hacia Calleva. Si Carausio hubiera estado vivo, habría usado toda la fuerza deAvalón para ayudarlo. Pero ya no volvería a interferir en los asuntos del mundoexterior.

Dierna estaba a punto de acostarse cuando vio a alguien que corría por lacolina. Era Lina, que como parte de su aprendizaje debía velar junto almanantial sagrado. La suma sacerdotisa salió a su encuentro.

—Calma, calma, yo estoy contigo... —le pasó un brazo por encima y lallevó a uno de los bancos—. Respira, otra vez. Ahora estás a salvo... —Abrazóa Lina hasta que sus gemidos se calmaron y dejó de temblar—. Dime, hija,¿qué te ha asustado?

—¡El manantial! —Lina espiró entrecortadamente—. La luz de la luna sereflejaba en el agua, como si fuera un espejo. Miré dentro, y de repente laniebla me envolvió y vi hombres luchando con espadas. ¡Ha sido horrible!¡Cuánta sangre! Me alegro de no haberlos oído gritar.

—¿Eran los romanos? ¿Has visto a Alecto?

—Sí, creo que sí. Unos soldados atacaban un campamento britano. Lastiendas estaban en llamas, y la luz de la luna y del fuego lo iluminaban todo.Los romanos estaban perfectamente equipados y habían sorprendido a nuestragente mientras dormían. Algunos habían tenido tiempo de coger los escudos,pero la mayoría no llevaba armadura. La batalla más sangrienta se habíadesatado alrededor de un hombre delgado y moreno con una cinta dorada en lacabeza. Luchaba con valentía, pero no con mucha destreza. —«¡Alecto! —pensó Dierna—. Al fin se cumple mi maldición.»—. Uno a uno, cayó toda suguardia. Los romanos lo invitaron a que se rindiera, pero no lo hizo y loatravesaron con las lanzas, una y otra vez, hasta que cayó al suelo.

—Entonces está muerto... —dijo Dierna en voz alta— y Carausio ha sidovengado. Descansa, mi amado, y tú también, el que lo traicionó. Tal vez en otravida volvamos a vernos.

Aquel otoño, mientras el emperador Constancio disfrutaba con laadulación de los próceres de la capital que había reconquistado para Roma, laslluvias azotaban la tierra. En el valle de Avalón, las nubes envolvían el Tozal yacariciaban las aguas, como si las nieblas que lo protegían emborronaran elmundo. A pesar del cielo plomizo, Dierna se sentía como si se hubiera quitadoun enorme peso de encima, y sus sacerdotisas, contagiadas por su estado deánimo, empezaron a hablar de construir nuevos muros para el corral de lasovejas y de sustituir el techo de paja del salón de reuniones.

Una mañana un poco después del equinoccio, la doncella que estaba alcargo de las ovejas llegó llorando porque una de ellas se había escapado delcorral y había desaparecido. Y Dierna, quizá porque ese día sólo había unabrumilla que dejaba pasar el sol, tras una semana de lluvia ininterrumpida, o talvez porque después de tantos meses de laxitud tenía ganas de hacer ejercicio,se ofreció para ir a buscarla.

No se caminaba con facilidad. Las aguas habían subido con la lluvia y

algunos lugares que normalmente estaban secos se habían convertido tambiénen pantanales. Dierna andaba con cuidado, mirando dónde ponía los pies, y sepreguntaba por qué había sido tan tonta de abandonar la colina. Por suerte, lashuellas estaban impresas en el suelo húmedo y se podía seguir el rastro confacilidad. Subieron por la colina hasta el manantial sagrado y descendieron alos huertos, continuaron por la orilla del lago y luego se dirigieron hacia lacolina baja de Briga, cuyo santuario estaba rodeado de manzanos.

Dierna se detuvo y frunció el entrecejo, pues la colina, a la que llamabanisla por razones de pura cortesía hacia ella, se había convertido en una islaauténtica. La niebla estaba baja sobre el lago, y tan densa que no podía ver elcielo, que brillaba con el resol. Aun así, le pareció ver algo gris detrás de losárboles. Sabía que por allí había un camino, pero no lo veía. Cogió una varapara tantear el terreno, y se metió en el agua.

A los pocos pasos, una densa cortina de niebla la envolvió. Un pánicoantiguo la detuvo, el agua cenagosa le salpicaba los tobillos. «¡Ésta es mitierra! —se dijo a sí misma—. Conozco estos caminos desde que sé andar,¡debería ser capaz de encontrar el camino vendada o dormida!» Inspiróprofundamente y se concentró en la disciplina para infundirse calma que habíapracticado durante los muchos años que llevaba viviendo en Avalón.

Cuando el zumbido de los oídos se extinguió, escuchó la llamada.

—¡Dierna, ayúdame! —Se oía débil en la distancia, y la niebla parecíaque amortiguara aún más el sonido. Dierna se adentró, chapoteando—. Porfavor, que alguien me ayude... ¿Me oye alguien?

Dierna abrió la boca. Su vista se nubló por el recuerdo.

—¡Becca! —Su voz era un grito resquebrajado—. ¡Sigue llamando!¡Becca, ya voy! —Y siguió adelante, tanteando el terreno con la vara—. Oh,Diosa, por favor... He intentado encontrar el camino con todas mis fuerzas...

Las palabras se disolvieron en murmullos desarticulados. Pero erasuficiente. Dierna giró y se metió en aguas más profundas. Proyectó sussentidos más allá de la vista, como había hecho cuando buscaba a Carausio, ypor fin vislumbró la silueta de un árbol en cuya base había una mujer.

Vio una melena negra, que parecía formada por algas, y una manomenuda y manchada de barro. El cuerpo que Dierna alzó era tan ligero como elde una niña. Pero no era una niña. La sacerdotisa la acunó en su pecho y miróa los ojos a Teleri.

—Pensaba... —Su mente corría confusa—. Pensaba que eras mihermana...

El asombro desapareció del rostro de Teleri y ella cerró los ojos.

—Estaba perdida entre la niebla —susurró—. Desde que me enviastelejos de aquí creo que me he sentido perdida. Intentaba regresar a Avalón.

Dierna la miró sin decir palabra. Cuando se había enterado delmatrimonio de Alecto y Teleri, había querido maldecirla también a ella, pero lefaltaron las fuerzas. Mas parecía que, incluso sin maldición, Teleri había sidocastigada por los mismos poderes que habían acabado con el asesino deCarausio. Sin embargo, estaba viva. La niebla las envolvía como un velo

húmedo. En ese momento, no veía más ser vivo que Teleri, ella misma y elmanzano.

—Has atravesado las nieblas —dijo Dierna lentamente—. Eso sólo puedehacerlo una sacerdotisa o alguien que venga por el País de las Hadas.

Recobró el pensamiento poco a poco, como si emergiera de aguasprofundas. ¿Podría perdonar a aquella mujer por cuyo amor Alecto se habíavuelto contra su señor? ¿Podría perdonarse a sí misma por haber interpretadola voluntad de la Diosa de una forma que los había arrastrado a todos a esatragedia? Dierna suspiró, soltando una carga que no sabía que llevaba.

—No soy la que buscabas... Perdóname... —susurró Teleri.

—¿No? «Prometo que trataré a todas las mujeres de este templo como sifueran mi hermana, mi madre, mi hija, mi propia familia...»

La voz de la sacerdotisa fue cobrando fuerza a medida que repetía eljuramento de Avalón.

—Dierna...

Teleri la miraba con sus ojos oscuros, aún tan bellos en su rostro asolado,llenos de lágrimas. Dierna intentó sonreír, pero ahora también estaba llorandoella y no podía hacer más que abrazar a la otra mujer como si fuera una niña.

No supo cuánto tiempo había pasado hasta que volvió la calma. Un nubeblanca las rodeaba y hacía frío.

—Parece que estaremos atrapadas aquí hasta que la niebla se disipe —ledijo con una alegría que ocultaba el significado de sus palabras—. Pero no nosmoriremos de hambre porque en este árbol aún quedan manzanas.

Apoyó a Teleri en el tronco con cuidado y se puso de pie para coger una.Entonces detectó un movimiento en el aire y vio, como expulsada de la niebla,la figura de una mujer que empujaba una barca como las de las gentes de lospantanos.

Se quedó quieta, intentando aguzar la vista. La mujer le resultaba familiar,pero, aunque repasó mentalmente a todas las mujeres de los pantanos queconocía, no consiguió dar con ella. A pesar del frío, la extraña iba descalza, sinmás vestimenta que una piel de ciervo y una guirnalda de bayas en la frente.

—Hola —dijo al fin—. ¿Puedes llevar a dos personas perdidas de vueltaal Tozal?

—Dama de Avalón que sois y Dama de Avalón que seréis, para eso estoyaquí... —fue la respuesta.

Dierna parpadeó, y entonces, al comprender quién era la que había ido asalvarlas, se inclinó en una reverencia.

Dierna subió a toda prisa a Teleri a la barca y después ella hizo lo propio,no fuera a ser que la Reina de las Hadas desapareciera como había aparecido.Al cabo de un instante, la pértiga avanzaba entre la niebla. Era muy densa ybrillante en aquel lugar, y a veces tenía el mismo aspecto que cuando laatravesaban para salir al mundo exterior.

Sin darse cuenta, se vieron rodeadas de pronto por el resplandor de la luz clarade Avalón.

Habla Dierna:Habla Dierna:

Anoche, cuando salió la primera luna tras el equinoccio de primavera,Teleri ascendió al trono de la profecía. Hace mucho que se practica esta formade Visión, antes de los tiempos de la Dama Caillean, antes de que lassacerdotisas vivieran en Avalón; sin embargo, la remota tradición de losdruidas ha preservado el ritual. La Visión me sobreviene en raras ocasiones, ynuestra necesidad era grande, así que valía la pena arriesgarse con elexperimento.

Constantino, el hijo de Constancio, gobierna ahora el mundo, y loscristianos, que durante una época parecieron condenados a la destrucción porsus propias rencillas, se unieron tras las persecuciones de Diocleciano y ahorahacen y deshacen con el beneplácito de sus sucesores. Los dioses de Romase conformaban con compartir la devoción de las gentes de Britania sinsuplantarla. Pero el dios de los cristianos es un dios celoso.

En Avalón, Teleri ascendió anoche al alto trono —su melena negra le caíapor la espalda como un velo— y las hierbas le concedieron una visión de loque sucederá.

Vio a Constantino gobernar con esplendor y a sus indignos sucesores.Uno tras otro intentarán devolver al pueblo los antiguos dioses y moriránjóvenes en tierras lejanas. En su momento, los bárbaros volverán a asaltarBritania, y después de ellos, los hombres de Eriu. Pero, a pesar de todo,nuestra isla volverá a florecer como nunca, excepto los templos de los antiguosdioses, que serán saqueados por los cristianos y cuyas ruinas lanzan aún susreproches al cielo.

También en su momento, otro general britano, inspirado por Carausio, seproclamará Imperator y navegará con sus legiones a la Galia. Sin embargo,después será derrotado y sus hombres se quedarán en Armórica. Ahora,oleadas de bárbaros se abalanzan sobre el Imperio desde Germania ymarchan sobre las puertas de Roma. Britania, abandonada por las legiones, seproclama al fin independiente.

Ha pasado más de un siglo y los Pueblos Pintados bajan del nortebarriendo la tierra. Teleri habló también de un nuevo señor, a quien loshombres saludan como Vortigern, el Gran Rey. Por línea de sangre era delantiguo linaje, como Alecto, pero, al igual que Carausio, trajo guerreros sajonesdel otro lado del mar para proteger a su gente.

Intenté detener el flujo de la visión para preguntar qué papel

desempeñará Avalón en ese extraño futuro.

Teleri gritó sin palabras, poseída por imágenes demasiado caóticas paraser comprendidas. Actué deprisa para traerla de vuelta porque había viajadodemasiado lejos.

Ahora Teleri duerme, y es mi paz la que se ha roto, pues, mientras descanso, las imágenes que ella ha visto habitan en mi memoria y siento temor por una tierra que rechaza a la Diosa y todas sus obras y sabiduría, y también temo porlas sacerdotisas que llegarán detrás de nosotras a esta isla sagrada.

TERCERA PARTETERCERA PARTE

Hija de AvalónHija de Avalón

440-452 d. de C.440-452 d. de C.

11

Aunque aún faltaban diez días para Samhain, una extraña y dura heladatenía ya congelada Britania. La última tormenta de nieve había unificado elcolor de la tierra y dejado una capa de hielo en las cunetas de los caminos.Incluso en las lisas calzadas romanas era peligroso andar. La isla de Mona,separada de Britania por un estrecho canal, descansaba envuelta en una pazhelada. Los habitantes de la isla hacía días que no veían a ningún visitante.

Así que Viviana se sorprendió cuando, al mirar por la puerta del establode las vacas, vio a un viajero que subía por el camino de la granja. La enorme yesquelética mula que el hombre llevaba estaba cubierta de barro hasta lapanza, y el viajero iba tan envuelto en pieles y mantos que sólo podía verle lospies. Parpadeó, segura por un momento de que lo conocía. Pero eso,evidentemente, era imposible. Se inclinó para levantar el pesado cubo de lechey volvió a la casa; sus pasitos rompían la cáscara de hielo que se habíaformado en los charcos del camino.

—Padre, viene un señor, un forastero...

El acento de la niña tenía el deje musical del norte, aunque había nacidoen un lugar llamado el País del Estío. Su hermano adoptivo le había contadouna vez que ella procedía de un lugar extraño, una isla llamada Avalón, que enrealidad no formaba parte del mundo. Su padre lo había hecho callar, pero, detodas formas, ella no se lo creía, porque, ¿cómo podía un sitio en medio de latierra ser una isla? Sin embargo, en sueños era como si lo recordara, y sedespertaba con un extraño sentimiento de pérdida. Su auténtica madre era laSeñora de aquel lugar, y eso era lo único que sabía.

—¿Qué clase de forastero? —preguntó Neithen, el padre de la niña, queapareció por la esquina de la casa con un montón de troncos que había cogidodel cobertizo de la leña.

—Viene envuelto en un montón de trapos para protegerse del frío, comonosotros. —Y levantó la cabeza para sonreírle.

—Venga, ve adentro, niña —le indicó Neithen con un gesto—, antes deque se congele la leche.

Viviana se rió y subió ruidosamente las escaleras, mientras Neithenobservaba cómo la mula ascendía por el camino. Viviana dejó el cubo y seescurrió el manto; luego oyó voces y se detuvo a escuchar. Bethoc, su madreadoptiva, dejó de dar vueltas al cazo e hizo lo propio.

—¡Taliesin! Así que eres tú... —oyeron decir a Neithen—. ¿Qué mal vientote trae por aquí?

—Un viento de Avalón que no espera a que el tiempo ponga buena cara—respondió una voz especialmente bella y vibrante, aunque un poco ronca porel frío.

—Me da la impresión de que no has hecho todo este camino para felicitarSamhain a Viviana de parte de su madre —oyeron que contestaba Neithen—.Venga, pasa, hombre, antes de que te mueras de frío. No quiero que digan queel mejor bardo de Britania murió congelado en mi puerta. Vamos, pasa adentro.Yo llevaré a tu animal con mis vacas.

La puerta se abrió y una figura alta y delgada, envuelta en pieles, entrópor ella. Viviana retrocedió cuando el extraño empezó a quitárselas y observólos trocitos de hielo que se derretían en las bien pulidas piedras del hogar. Laúltima de las capas que llevaba era la túnica blanca de los druidas, y lo quedeformaba su silueta era un arpa que llevaba dentro de un estuche de piel defoca. El hombre se la descolgó del hombro y la depositó con cuidado en elsuelo.

A continuación se irguió con expresión de alivio. Tenía unas manos muybonitas, observó Viviana, y el cabello, que le nacía de una frente amplia, eratan claro que no podía decir si era de oro o de plata. «Cuando sea viejo, tendráun aspecto muy similar», pensó; de hecho, a ella ya le parecía viejo. Entoncesel hombre vio que Viviana lo miraba y se le abrieron mucho los ojos.

—Pero ¡si sólo eres una niña!

—¡Ya tengo catorce años! ¡Soy lo bastante mayor para casarme! —replicóella mientras se levantaba y se quedaba sorprendida por la repentina dulzurade la sonrisa del hombre.

—Por supuesto, por supuesto... Se me había olvidado que eresexactamente como tu madre, que aunque no me llega al hombro siempre se larecuerda alta. —El bardo le hizo una reverencia a la madre adoptiva, la cualadoptó una expresión de resignación sombría—. Bendita sea esta casa y lamujer que hay en ella —dijo él suavemente.

—Y el viajero que honra nuestro hogar —repuso Bethoc—, aunque nocreo que nos traigáis una bendición.

—Ni yo —dijo Neithen entrando por la puerta.

Cuando éste hubo colgado su abrigo, Bethoc sirvió sidra en una copa demadera y se la ofreció a su visitante al tiempo que añadía:

—Pero sois bienvenido. La cena pronto estará lista.

Echó un vistazo al caldero que había colgado sobre el fuego y Vivianasacó unos cuencos de madera labrada.

—Bueno..., ¿qué noticias traes? —preguntó Neithen.

Viviana se detuvo a escuchar, con un cuenco aún entre las manos.

Taliesin suspiró y respondió:

—La hija de la Dama, Anara, murió hace un mes.

«Mi hermana», pensó Viviana, preguntándose si debía ponerse triste,pues no se acordaba de la niña en absoluto.

—¿Ésa era la que estaba casada con el hijo de Vortigern? —inquirióBethoc en voz baja.

Su marido sacudió la cabeza.

—No, ésa era Idris, pero, según tengo entendido, también murió. —Sevolvió de nuevo hacia Taliesin—. Lo lamento mucho... —añadió, y esperó,preguntándose por qué el bardo había hecho aquel viaje para decirles sólo eso.

—La Dama Ana me ha enviado para que lleve a Viviana a Avalón... —contestó Taliesin.

—¡Mi casa es ésta! —exclamó Viviana mirando a su padre y luego albardo.

El rostro de Taliesin se ensombreció.

—Lo sé. Pero la Dama Ana te necesita.

—¡Padre! ¡Dile que no me dejaréis marchar! —dijo entre sollozos.

Sorprendido, Taliesin miró al hombre.

—¿No se lo has dicho?

—¿Qué es lo que no me ha dicho? —Viviana alzó la voz—. ¿Qué quieredecir?

Neithen se puso colorado y evitaba mirarla a los ojos.

—Que yo no soy tu padre y no tengo derecho a retenerte aquí, unaverdad que siempre confié en que no sería necesario revelarte.

Viviana se volvió hacia él.

—¿De quién soy hija, entonces? Dices que no eres mi padre. ¿Tampoco,entonces, la Dama es mi madre?

—Ella sí es tu madre, vaya si lo es... —dijo Neithen con tristeza—. Nosdio esta casa a mí y a Bethoc cuando te entregó a nosotros para que tecriáramos con la promesa de que la tierra sería siempre nuestra, y tú también,a menos que tus hermanas murieran y no quedaran más niñas. Si la mayor,que se quedó con ella para ser educada como sacerdotisa, ha muerto, tú eressu única heredera.

Viviana se sintió palidecer.

—¿Y cambia algo si digo que yo no quiero ir?

—Las necesidades de Avalón están antes que cualquiera de nuestrosdeseos —respondió con suavidad Taliesin—. Lo siento, Viviana.

La muchacha se recompuso con orgullo y se tragó las lágrimas.

—En ese caso, no te culpo. ¿Cuándo debemos partir?

—Deberíamos hacerlo de inmediato, pero mi pobre mula necesitadescansar o caerá rendida. Saldremos mañana en cuanto amanezca.

—¡Qué pronto! —La joven sacudió la cabeza—. ¿No podía haberme

avisado un poco antes?

—La muerte, querida, es la que no ha avisado con tiempo. Ya eres mayorpara empezar el aprendizaje, y pronto el tiempo impedirá viajar. Si no te llevoahora, no llegarías a Avalón antes de la primavera.

Cuando Viviana subió al desván para preparar el equipaje, empezaron acaerle las lágrimas. Se sentía huérfana. Estaba claro que su madre la habíahecho llamar por necesidad, no por amor. Avalón era un bonito sueño, pero ellano quería abandonar al hombre y a la mujer que habían sido su familia, ni laisla que había aprendido a llamar hogar.

Taliesin estaba sentado junto al fuego con una taza de sidra caliente en lamano. Había dormido bien y confortable por primera vez en muchos días. Enaquella casa se respiraba paz. Ana había sabido escoger buenos padres parasu hija. Era una pena que no pudiera dejarla allí. El recuerdo le llevó a la menteel rostro de la Dama, tal y como la había visto por última vez, con la ampliafrente surcada por nuevas líneas y la boca apretada encima de su barbillapuntiaguda. Una mujer poco agraciada, dirían algunos, pero desde el día enque él llegó junto a los druidas, veinte años atrás, había sido la Diosa para él.

Ana había sido educada por su madre, y ésta por su tía, según le habíandicho. La herencia no siempre pasaba de madre a hija. A lo largo de los siglos,muchos hijos de Avalón se habían casado en las casas principescas deBritania y habían enviado a sus propias hijas de vuelta a la isla sagrada paraque se convirtieran a su vez en sacerdotisas. Indirectamente, la hija de Anapodía seguir su genealogía hasta Sianna, que se decía era hija de la Reina delas Hadas.

Un movimiento atrajo la atención del bardo y levantó la vista. Un par depiernas, enfundadas en calzones y calentadores para las piernas, salían deldesván. Observó que la extraña figura, que llevaba encima una túnica suelta,bajaba por la escalera, y cuando llegó al suelo, Viviana se dio la vuelta y miró alhombre con expresión desafiante. Taliesin levantó una ceja y su ceño seconvirtió en un gesto divertido que transformó la cara de Viviana.

—¿Eso que llevas es la ropa de tu hermano adoptivo?

—Me han enseñado a montar como un hombre; ¿por qué no tendría quevestirme como tal cuando voy a caballo? No parece que te guste mucho. ¿Nolo aprobará mi madre?

Los labios del hombre se torcieron, borrando con rapidez su regocijo.

—Creo que no le hará mucha gracia.

«Santa Briga —pensó—, es exactamente igual que Ana. Qué interesantesserán los próximos años.»

—¡Pues estupendo! —Viviana se sentó a su lado con los codos apoyadosen las rodillas—. Eso es lo que quiero. ¡Si no le gusta, yo le diré que tampoco amí me hace gracia que me saquen de mi casa!

Taliesin suspiró.

—Lo comprendo.

«No estuvo bien enviarte tan lejos de pequeña, ni llamarte ahora depronto sin avisarte siquiera, como si fueras un títere... —pensó—, pero Anasiempre ha tenido en mucha estima su propia voluntad. Yo también he sentidosu mano tocando mis cuerdas...»

Vio que la cara de Viviana se tensaba de estupor y comprendió que lohabía oído. Instintivamente, el bardo hizo un gesto sutil con la mano izquierda.La muchacha recompuso el gesto y fue a coger una taza. Debía ser máscuidadoso. La pequeña bien podía haber heredado el talento de su madre,aunque no estuviera desarrollado. Y él nunca había sido capaz de ocultar nadaa la Dama de Avalón.

El sol de mediodía ya había empezado a bajar cuando Taliesin y Vivianapartieron. El bardo iba en su mula y la muchacha en un recio poni del norte. Elagua entre la isla y tierra firme estaba completamente congelada y pudieronatravesarla sobre sus monturas. Cruzaron el poblado que había crecido junto alcampamento de la legión en Segóntium y prosiguieron por la calzada romanaque, a través del país de los deceanglos, se dirigía a Deva.

Viviana nunca había cabalgado más allá de la isla de Mona y se cansópronto. Aun así, consiguió mantener el ritmo sin dar muestras externas defatiga ni debilidad; el druida, por su parte, educado para no hacer caso a lasdemandas del cuerpo, ni siquiera pensó que a una jovencita pudiera resultarleduro cabalgar tantas horas seguidas. Sin embargo, Viviana, por pequeña yescuálida que fuera, tenía la recia constitución de las oscuras gentes de lospantanos, de quienes había heredado su aspecto. No había visto a su madredesde que tenía cinco años, pero no estaba dispuesta a mostrarle ningunadebilidad. No pudo evitar preguntarse quién sería su auténtico padre, y sitambién viviría en Avalón. A lo mejor él la querría.

Así que siguió cabalgando mientras las lágrimas se le congelaban en lasmejillas. Los primeros días acababa tan cansada que no podía ni dormir.Gradualmente, a medida que se dirigían hacia el sur por el valle del Wye,empezó a acostumbrarse al ejercicio, aunque seguía sin gustarle cabalgar ymenos aún la montura que le habían asignado. Aquel animal parecía poseídopor un demonio que lo obligaba a seguir su camino y no hacer caso al que ellale mostraba.

Entre Deva y Glévum, las legiones romanas habían dejado pocas señalesde su paso. Cuando llegaba la noche se refugiaban en chozas de pastores ocon pequeñas familias que vivían en las montañas. Hacia el druida mostrabanla misma actitud reverente que si les hubiera visitado un dios, pero a Viviana laacogían como a uno de los suyos. Cuanto más se acercaban hacia el sur,aunque aún hacía mucho frío, las calzadas mejoraban y de vez en cuandoveían alguna villa cubierta de tejas y rodeada de campos cultivados.

Al norte de Corínium, Taliesin dejó el camino para dirigirse a una de ellas.Constaba de unos cuantos edificios antiguos que se alzaban alrededor de unpatio.

—Hubo un tiempo —le contó el druida mientras se acercaban— en quelos sacerdotes de mi orden eran bien recibidos en cualquier casa britana a laque llamaran; incluso los romanos respetaban nuestra fe. Sin embargo, ennuestros días, los cristianos han envenenado la mente de mucha gente yllaman adoradores del demonio a todos los que no profesan su fe. Por eso viajodisfrazado de bardo vagabundo y sólo revelo mi identidad a los que siguen lasviejas costumbres.

—¿Y ésta qué clase de casa es? —preguntó Viviana. Los perros ladrarony enseguida comenzaron a asomar cabezas por puertas y ventanas.

—Son cristianos, pero no fanáticos. Junio Prisco es un buen hombre quese limita a cuidar de la salud de su gente, así como de la de sus animales, peroque deja que ellos mismos se preocupen por sus almas. Además, adora elsonido del arpa. Nos recibirán bien.

Un hombre recio y pelirrojo salió a recibirlos rodeado de perros. El poni deViviana escogió ese preciso instante para desbocarse. Cuando la muchachalogró dominarlo, Prisco se acercó a darles la bienvenida.

Cenaron a la antigua manera romana: los hombres reclinados y lasmujeres sentadas en bancos junto al hogar. La hija del anfitrión, Priscilla, unaniña de ocho años tan alta como Viviana, encontró fascinante a la muchachaque acababa de llegar y se sentó a sus pies en un taburete. Cada vez queViviana terminaba un plato, la pequeña le ofrecía más comida. Eso sucedióvarias veces, pues los últimos días se habían alojado en casas de gentespobres y Viviana se había contenido para no quitarles la comida que sin dudanecesitarían cuando llegara el frío de verdad. En ese momento le parecía quehabía pasado un siglo desde la última vez que había comido hasta saciarse. Alprincipio se dedicó a tragar sin prestar excesiva atención a la charla, perocuando finalmente calmó el hambre reparó en que giraba en torno al Gran Rey.

—¿Realmente Vortigern lo ha hecho tan mal? —preguntó Taliesinmientras depositaba sobre la mesa su copa de vino—. ¿Te acuerdas de cuandoel obispo Germano vino desde Roma? Estábamos tan desesperados que lepedimos que dirigiera las tropas contra los pictos, porque, antes de entrar en laIglesia, había servido en la legión. Eso fue el mismo año en que nació estaniña. —Le lanzó una sonrisa a Viviana y volvió a su interlocutor—. Los sajonesque Vortigern ha dispuesto en el norte han mantenido a raya a los PueblosPintados; los votadinos, establecidos en Demetia, y los cornovios enDumnonia, nos protegen de los irlandeses; y ese jefe anglo, Hengest, y sushombres guardan la orilla sajona. Sólo cuando estamos en paz podemospermitimos luchar entre nosotros, pero me parece excesivo castigar a Vortigernpor su éxito en la guerra civil.

—Hay demasiados sajones —dijo Prisco—. Vortigern le ha dado aHengest todo Cántium para que su gente se establezca allí sin necesidad depedir permiso al rey. Mientras el Consejo apoyó a Vortigern, yo lo acepté; peroAmbrosio Aureliano es nuestro emperador por derecho, como lo fue su padreantes que él. Yo luché por él en Guollopum. Si uno o el otro hubieseconseguido una victoria definitiva, sabríamos a qué atenemos..., pero, tal ycomo están las cosas, es posible que la pobre Britania acabe como el niño queel rey Salomón decidió dividir en dos para apaciguar a las dos madres que selo disputaban.

Taliesin sacudió la cabeza.

—Bueno, creo recordar que la amenaza del rey devolvió a las madres elsentido común. Tal vez a nuestros dirigentes les suceda lo mismo...

Su anfitrión suspiró.

—Mi querido amigo, me parece que en este caso hará falta algo más queuna amenaza. Se necesitará un milagro. —Se quedó un momento pensandocon el gesto fruncido, pero después se animó y sonrió a su esposa y a las dosniñas—. Pero ésta es una charla demasiado seria para una noche tan fría.Ahora que le he alimentado, Taliesin, ¿nos alegrarás con una canción?

Pasaron dos noches en la villa y Viviana lamentó tener que irse. Pero losdruidas enseñaban a sus sacerdotes a interpretar el clima, y Taliesin dijo que sino se iban enseguida, no llegarían a Avalón antes de las nieves. Cuandopartieron, la pequeña Priscilla abrazó a Viviana y le prometió que nunca laolvidaría, y la joven, viendo el buen corazón de la niña, se preguntó si enAvalón encontraría a alguien que le cayera tan bien.

Aquel día y el siguiente avanzaron mucho, pues sólo durmieron unashoras en una cabaña de pastor que había junto a la carretera. Viviana hablabapoco, excepción hecha de alguna que otra maldición que soltaba entre dientescontra el poni. Pasaron una de las noches en una taberna de Aquae Silus.Viviana se fue de la ciudad con la impresión de que no era más que unconjunto de edificios espléndidos a punto de desmoronarse y una nube devapor sulfuroso que lo envolvía todo. Pero no tenían tiempo para hacer turismo,y por la mañana temprano ya estaban en la carretera de Lindinis.

—¿Llegaremos a Avalón esta noche? —gritó Viviana desde detrás.

Taliesin se dio la vuelta; la carretera empezaba a ascender por las ColinasMendip y los animales habían ralentizado el paso.

El frunció el entrecejo.

—Con buenos caballos estoy seguro de que lo conseguiríamos, peroestos bichos caminan a su paso o a ninguno. No obstante, lo intentaremos.

A media tarde la joven notó que tenía la mano mojada. El cielo se habíaconvertido en una nube sólida que comenzaba a descomponerse en losprimeros copos. Curiosamente, parecía que con la nieve hacía menos frío, peroel bardo sabía que eso era sólo una ilusión. Poco después de que cruzaran elcamino que conducía a las minas de plomo, empezó a caer la noche y Taliesinse dirigió hacia un grupo de edificios rodeados de árboles.

—En verano, aquí hacen azulejos —dijo—, pero en esta estación lostalleres están vacíos. Si reponemos toda la leña que utilicemos, no lesimportará que durmamos aquí; ya lo he hecho otras veces.

El lugar tenía el frío húmedo característico de los lugares abandonados.Viviana se sentó junto al fuego, temblando, mientras el bardo hervía agua parahacer gachas.

Cuando estuvieron listas, la joven le dio las gracias y dijo:

—Es cierto que yo no he pedido hacer este viaje, pero gracias por cuidarde mí. Mi padre..., mi padre adoptivo, quiero decir, no lo habría hecho mejor. —Taliesin la miró y se sirvió una ración de gachas en su cuenco. Su pielaceitunada se había vuelto cetrina con el frío, pero sus ojos chispeaban—.¿Eres mi padre? —le preguntó de pronto Viviana.

Por un momento, la sorpresa lo dejó paralizado. Sin embargo, la mente leiba a toda prisa, pues la verdad era que, durante todo el largo trayecto, tambiénél se lo había preguntado. Durante el festival en que la niña había sidoconcebida, él había sido ordenado sacerdote y participado como hombre en losfuegos de Beltane, y Ana, aunque cinco años mayor que él y con dos hijas,lucía la belleza de la Diosa.

Él recordaba haberla besado; el sabor de la cerveza que ella había bebidoera miel en sus labios. Pero después se emborracharon todos y se juntaron ysepararon en el éxtasis de la danza. Y de vez en cuando, una pareja se tocaba,se agarraba y se refugiaba en las sombras para unirse en la danza más antiguade todas. Recordaba a una mujer gritando entre sus brazos mientras él vertíasu semilla y su alma. Pero el éxtasis lo arrolló y no era capaz de recordar unacara o un nombre.

La niña estaba esperando, y merecía una respuesta.

—Eso no debes preguntármelo a mí —intentó sonreír—. Ningún hombrepuede proclamarse padre de una hija de la Dama. Hasta los animales de lossajones lo saben. Eres hija de la línea real de Avalón, y eso es todo lo que yo,o cualquier hombre, puede decirte.

—Estás obligado a decir la verdad —repuso ella frunciendo el entrecejo—. ¿No puedes decirme la verdad a mí?

—Viviana, cualquier hombre estaría orgulloso de ser tu padre. Hassoportado muy bien las penurias de este viaje. Cuando tú misma te entreguesen las hogueras de Beltane, entenderás por qué no puedo responderte. Laverdad, niña mía, es que es posible, pero no lo sé.

Viviana levantó la cabeza y durante un largo momento mantuvo su miradaclavada en la de él.

—Si me ha sido arrebatado un padre —dijo por fin—, necesito otro, y noconozco a ningún hombre que pueda ser mi padre, excepto tú.

Taliesin la miró, enroscada como un pajarito junto al juego, y por primeravez desde que se había convertido en bardo no encontró palabras. Pero suspensamientos eran agitados. «Puede que Ana acabe arrepintiéndose dehaberme enviado a hacer este viaje. Esta niña no es como su hermana Anara,que, a la voz de la Dama, se dirigía dócilmente a por agua, o hacia la muerte, siella se lo pedía. Pero yo no me arrepentiré. ¡Esta muchacha puede llegar a seruna gran sacerdotisa para Avalón!»

Viviana aún esperaba.

—Mejor que no le digas nada de esto a tu madre —dijo por fin—, pero teprometo que seré tan bueno para ti como un padre.

Llegaron al lago al anochecer. Viviana observó el panorama sinentusiasmo. La nieve del día anterior había cubierto el barro y los juncosestaban doblados por el peso, y seguía nevando. Los charcos se veíanhelados. A cierta distancia de la orilla vio unas cuantas cabañas que se alzabansobre postes por encima del barro del pantanal. Al otro lado del lagovislumbraba una colina cuya cumbre estaba envuelta en nubes. De aquelladirección llegaba el débil tañido de una campana.

—¿Es ahí adónde vamos?

La cara de Taliesin se iluminó por un instante con una sonrisa.

—Espero que no, aunque, si no fuéramos gentes de Avalón, eso es loúnico que veríamos, Inis Witrin, la isla de cristal.

Desenganchó un cuerno de vaca que colgaba de la rama de un sauce ysopló. Un sonido poderoso y vibrante se propagó por el aire. La muchacha sepreguntó qué se suponía que debía ocurrir. Mientras Taliesin miraba lascabañas, Viviana vio que lo que había tomado por un montón de arbustos semovía.

Era una anciana. Iba envuelta en trapos de lana y cubierta con una caparaída de piel gris. A juzgar por su tamaño y su ojo oscuro, que era la únicaparte de su cara que podía ver, debía de ser de las gentes de los pantanos.Viviana se preguntó por qué Taliesin miraba a la mujer con extrañeza, entredivertido y cauto, como quien encuentra una víbora en su camino.

—Gentil señor y joven dama, la barca no puede venir con este frío. ¿Lescomplacería descansar en mi hogar hasta que lleguen mejores tiempos?

—Lo siento, pero no podemos quedamos —repuso Taliesin con decisión—. Juré que llevaría a esta niña a Avalón tan pronto como pudiera, y estamoscansados y extenuados. No querréis que falte a mi juramento...

La mujer rió en voz baja y a Viviana se le erizó la piel, aunque tambiénpodría haber sido a causa del frío.

—El lago está congelado. Es posible que podáis atravesarlo a pie. —Miróa Viviana—. Si eres hija de sacerdotisa, debes de tener clarividencia y sabráscuál es el camino seguro. ¿Te atreves a intentarlo?

La muchacha miró hacia atrás en silencio. Sí que había visto algunascosas, fragmentos y destellos, desde que tenía recuerdos, pero sabía que lasvisiones de una joven inexperta no eran fiables.

—El hielo es traicionero; parece sólido pero de repente se rompe y te vascon él —dijo el bardo—. Sería una lástima que se ahogara después de haberrealizado tan largo viaje...

Las palabras se quedaron colgando en el aire helado. A Viviana le parecióver que la vieja se estremecía, pero sin duda debía de haber sido una ilusión,porque un momento después se volvió, dio unas palmadas y llamó a alguien enuna lengua que la muchacha no conocía.

Inmediatamente, varios hombrecitos oscuros envueltos en pielesdescendieron por unas escaleras. Por lo poco que tardaron en aparecer,Viviana sospechó que habían estado observando lodo el tiempo. De entre losjuncos sacaron una barca, larga y lo bastante baja para que pudieran subir los

animales. Alrededor de la proa, había atada una red negra. El hielo crujía amedida que empujaban, y Viviana se alegró de no haberse sentido tentada delucirse. ¿Le habría permitido la anciana intentarlo? Porque seguro que sabíaque la capa de hielo era fina...

Viviana se acurrucó sobre un montón de pieles que había sobre lacubierta. Los barqueros empujaron con las pértigas y la embarcación se alejóde la orilla. Sentía los dedos helados a causa del viento. Le sorprendió ver a laanciana, a quien había lomado por una aldeana, sentada en la proa, erguida yajena al frío. Ahora le resultaba distinta, casi familiar.

Los hombres de los pantanos cambiaron las pértigas por remos. Cuandollegaron al centro del lago, comenzó a soplar un fuerte viento que meció labarca sobre el oleaje. A través de la nieve, Viviana distinguió la orilla de la isla yla iglesia redonda de piedra gris que destacaba sobre el blanco. Al cabo de uninstante los hombres levantaron los remos del agua.

—Dama, ¿podéis levantar las nieblas? —preguntó uno de ellos en lenguabritana.

Durante un momento Viviana pensó con horror que le hablaba a ella, peroentonces vio con asombro que la anciana se ponía en pie, aunque ya noparecía tan pequeña ni tan anciana. La Dama debió de notar la expresión desorpresa en su rostro, pues esbozó una sonrisa burlona antes de girar el rostrohacia la isla. Viviana no había visto a su madre desde que tenía cinco años yno recordaba sus rasgos, pero ahora la reconoció. Miró a Taliesin de maneraacusadora: ¡debía haberla avisado!

Pero su padre, si acaso lo era, tenía los ojos puestos en la Dama, queganaba en altura y belleza a medida que alzaba los brazos. Por un instantearqueó el cuerpo hacia atrás y una sucesión de extrañas sílabas abandonó suslabios en una invocación.

Viviana sintió en sus huesos el temblor que los trasladó de una realidad ala otra. Incluso antes de que las nieblas empezaran a desaparecer sabía lo queestaba sucediendo; sin embargo, los ojos se le abrieron de par en par cuandola bruma se disipó y divisó la isla de Avalón, recortada sobre la última luz delatardecer, una luz distinta de la del mundo que ella conocía. En el anillo depiedras que coronaba el Tozal no había nieve, pero aquí y allá se veían puntosblancos y las ramas de los manzanos parecía que estuviesen llenas decapullos. Avalón, pensó, no estaba completamente aparte del mundo humano.Para sus maravillados ojos, fue una extraordinaria visión de luz. En todos losaños que vivió después en Avalón, nunca volvería a contemplar nada tan bello.

Los remeros, entre risas, volvieron al trabajo y acercaron la barca a laorilla rápidamente. Ya los habían visto. Druidas con túnicas blancas ymuchachas y mujeres vestidas con túnicas en distintos tonos de azul bajabanpor la colina. La Dama de Avalón se desprendió de los harapos con que sehabía disfrazado y bajó a tierra. Luego se dio la vuelta y le tendió la mano a lajoven.

—Hija mía, bienvenida a Avalón.

Viviana se disponía a cogerle la mano, pero de pronto se detuvo y toda laira acumulada durante el viaje estalló libre en palabras.

—Si tan bienvenida soy, ¿por qué has tardado tanto en mandar abuscarme? ¿Y por qué me has arrancado, sin avisarme siquiera, del únicohogar que he conocido?

—Yo no doy explicaciones de mis actos —respondió la Dama, cuya vozse había enfriado súbitamente. Ese tono trasladó de pronto a Viviana a suinfancia, a los instantes en que esperaba una caricia de su madre, y le llegabade repente el frío, más doloroso que una bofetada. Luego, con más dulzura, laDama añadió—: Hija mía, llegará el día en que tú puedas hacer lo mismo.Pero, de momento, por tu propio bien, debes someterte a la misma disciplinaque cualquier novicia de esta isla. ¿Lo entiendes? —Viviana se quedó muda yla Dama, pues no podía pensar en ella como su «madre», le hizo un gesto auna de las novicias—. Rowan, llévala a la Casa de las Doncellas y dale ropa.Hará los votos en el salón antes de la cena.

La muchacha era esbelta y tenía el cabello rubio. Un chal le cubría lacabeza y los hombros. Cuando estuvieron lejos de la Dama, le dijo:

—No tengas miedo...

—No tengo miedo, ¡estoy furiosa! —repuso Viviana entre dientes.

—Entonces, ¿por qué tiemblas? —La muchacha soltó una carcajada—.De verdad, no tienes por qué temer nada. La Dama no muerde; solamenteladra, cuando no haces lo que dice. Llegará un día, ya verás, en que tealegrarás de estar aquí.

Viviana sacudió la cabeza y pensó: «Si mi madre me ha mostrado su ira,tal vez eso quiera decir que me quiere...»

—Y deja que le hagamos preguntas.... A veces pierde la paciencia, peronunca des muestras de tener miedo, no lo soporta. Y que tampoco te vea llorar.

«Pues, entonces, he empezado bien», pensó Viviana. Desde luego no erael tipo de reencuentro que se había imaginado.

—¿La habías visto antes?

—Es mi madre —dijo Viviana, y disfrutó por un segundo de laconsternación de la muchacha—. Pero seguro que tú la conoces mejor. Yo nola veo desde que era muy pequeña.

—¡Me parece increíble que no nos lo haya dicho! —exclamó Rowan—. Talvez sea porque no quiere que te tratemos de manera diferente. O porque dealguna forma a todas nos considera hijas suyas. Ahora somos cuatro novicias—siguió diciendo la muchacha—, tú, yo, Fianna y Nella. Dormimos juntas en laCasa de las Doncellas.

Una vez en la habitación, Rowan la ayudó a quitarse la ropa sucia delviaje y a lavarse. En esas circunstancias, Viviana se habría puesto cualquiercosa, hasta un saco, mientras estuviera limpio y seco; sin embargo, Rowan laenvolvió con una túnica de lana de color crudo y le puso sobre los hombros unacapa gris, también de lana; ambas prendas eran suaves y calentitas.

Cuando entró en el salón, comprobó que la Dama también se habíacambiado. No quedaba ni rastro de la anciana que había visto. Estaba erguida.Vestía una túnica y un manto azul oscuro y llevaba una guirnalda de bayas deotoño en la frente. Cuando Viviana la miró a los oscuros ojos, reconoció no a la

madre que recordaba, sino el rostro que veía cuando se miraba en el estanquedel bosque.

—Doncella, ¿por qué habéis venido a Avalón?

—Porque me habéis hecho llamar —respondió la joven.

Vio que los ojos de su madre se oscurecían por la ira, pero recordó lo queRowan le había mencionado y se enfrentó a ella con audacia. Las risitasnerviosas de las otras jóvenes que habían empezado a sus espaldasdesaparecieron bajo la mirada de la Dama.

—¿Pides ser admitida entre las sacerdotisas de Avalón por propiavoluntad?

«Esto es importante... —pensó Viviana—. Puede enviar a Taliesin a Monaa por mí, pero ni él ni ella, por más poder que tenga, pueden obligarme aquedarme aquí. Me necesita y lo sabe.»

Por un momento estuvo tentada de renunciar.

Al final decidió quedarse, no por amor a su madre ni por miedo, ni siquierapor el frío mundo que había fuera, sino porque, durante la travesía del lago, yantes, mientras viajaba con Taliesin, sus sentidos habían empezado adespertarse. Cuando su madre los condujo entre las nieblas, Viviana habíasaboreado la magia que constituía su herencia, y deseaba más.

—Sea cual sea la razón por la que he venido, deseo permanecer en estelugar... por mi propia voluntad —dijo claramente.

—En ese caso, te acepto en el nombre de la Diosa. Por lo tanto estásconsagrada a Avalón —repuso, y por primera vez desde que habían llegado, laDama tomó a Viviana entre sus brazos.

El resto de la velada pasó como envuelto en una nube: las admonicionespara que tratara a todas las mujeres de la comunidad como a hermanas, larelación de nombres de sus futuras compañeras, el compromiso de mantenersepura... La comida era sencilla pero bien cocinada, y cansada como estaba, elcalor del fuego la dejó adormilada antes de que pudiera terminar la cena. Entrerisas, las jóvenes novicias la acompañaron a la Casa de las Doncellas, lemostraron su cama y le dieron un camisón de lino que olía a lavanda.

No se durmió de inmediato. La cama le resultaba extraña, así como larespiración de las otras doncellas y los ruidos que producía el viento. Como sisoñara despierta, le pasó por la cabeza todo lo que le había sucedido desdeque Taliesin había llegado a casa de sus padres adoptivos.

En la cama de al lado, oyó que Rowan se daba la vuelta y le preguntabaen voz baja:

—¿Qué sucede? ¿Tienes frío? —le preguntó la novicia.

—No —respondió Viviana. «No en el cuerpo», pensó—. Queríapreguntarte..., ya que llevas aquí algún tiempo..., qué le sucedió a Anara.¿Cómo murió mi hermana?

Hubo un largo silencio y por fin un suspiro.

—Sólo hemos oído rumores —dijo Rowan—. No lo sé seguro, pero... cuando terminó su formación, la enviaron más allá de las nieblas con la idea de que regresara. Más que eso, a lo mejor ni la Dama lo sabe. Y tú no comentes a nadie que te lo he contado, porque el nombre de Anara no se menciona. Sólo sé que al ver que no volvía, mandaron a buscarla y la encontraron flotando en el pantano, ahogada...

22

La Dama de Avalón paseaba por el huerto que cultivaban encima delmanantial sagrado. En las ramas, las manzanas verdes comenzaban a mostrarun color rosado. Al igual que las doncellas que estaban sentadas alrededor deTaliesin, pensó, eran pequeñas e inmaduras, pero crecerían. Oía las agudasvoces de las jóvenes, y luego la de él, más grave, cuando respondía. Seenvolvió en el hechizo que le permitía pasar sin ser vista y se acercó al grupo.

—Cuatro tesoros guarda Avalón desde la época en que los romanosllegaron a esta tierra —dijo el bardo—. ¿Sabéis cuáles son y por qué sonsagrados?

Las cuatro novicias —rubia, pelirroja, morena y castaña— escuchabansentadas sobre la hierba. Llevaban el cabello rapado. En verano solíancortárselo por comodidad. Viviana había protestado, pues su pelo era su mayorbelleza, brillante y espeso como la crin de un caballo. Pero si lloró, lo hizo sóloa escondidas.

La muchacha rubia, Rowan, levantó la mano.

—Uno de ellos es la Espada de los Misterios, ¿verdad? El hierro queblandió Gawen, uno de nuestros antiguos dioses.

—Gawen la blandió, pero es mucho más antigua, está forjada en el fuegodel cielo... —La voz del bardo adquirió una cadencia poética cuando empezó arelatar la leyenda.

Viviana escuchaba, embelesada. Ana había pensado por un momentoexplicarle las razones del corte de pelo, pero la Dama de Avalón no tenía porqué justificar sus decisiones, y no le haría ningún favor a la niña mimándola. Depronto, contuvo la respiración. Durante un breve instante vio el pálido rostro deAnara bajo el agua, con el pelo enredado entre los juncos, superpuesto sobrela cara de Viviana. Una vez más se dijo a sí misma que Anara había muertoporque era débil. Por su propio bien, Viviana debía hacer y sufrir lo que fueranecesario para convertirse en fuerte.

—¿Y cuáles son los otros tesoros? —preguntó de nuevo Taliesin.

—Creo que hay una lanza —dijo Fianna. El sol se reflejaba en su pelo

color otoño.

—Y una bandeja —añadió Nella, que era tan alta como Viviana a pesar deser más joven. Una maraña de rizos castaños le cubría la cabeza.

—Y una copa —añadió Viviana en un susurro—, que al parecer es lomismo que el caldero de Ceridwen y el grial que Arianrhod guardó en su templode cristal, adornado con perlas engarzadas.

—Es todas esas cosas, pues las contiene, ya que es y al mismo tiempocontiene el agua sagrada del manantial. No obstante, si miráis esos objetos sinestar preparadas, no os parecerán diferentes de cualquier otro similar, lo quenos enseña que los objetos cotidianos pueden estar cargados de santidad.Pero si llegarais a tocarlos... —y sacudió la cabeza—, eso sería más grave,pues la muerte espera a quien toca los Misterios sin estar preparado. Por esemotivo están escondidos.

—¿Dónde? —preguntó Viviana, y la mirada se le afiló.

«¿Por qué lo pregunta?», se dijo su madre. ¿Curiosidad, admiración... odeseo de poder?

—Ése es otro de los misterios —repuso Taliesin—, sólo los iniciadossaben dónde están y quiénes los guardan. —Viviana volvió a sentarse recta yentrecerró los ojos mientras el druida proseguía—: Basta con que sepáis queesos tesoros existen y cuál es su significado. La sabiduría nos enseña que elSímbolo no es nada y que la Realidad lo es todo, y la realidad que estossímbolos contienen es la de los cuatro elementos con los que estánconformadas todas las cosas: Tierra, Agua, Aire y Fuego.

—Pero ¿no nos has enseñado siempre que los símbolos sonimportantes? —dijo Viviana—. Hablamos de los elementos, pero no podemosentenderlos. Son los símbolos lo que nuestras mentes utilizan para hacermagia...

Taliesin miró a la niña con una sonrisa especialmente dulce y Ana sintióuna punzada inesperada. «Está demasiado ansiosa —se dijo a sí misma—.¡Hay que hacerle una prueba!»

Vio que Viviana se estremecía y se daba la vuelta, y a pesar del hechizoque la envolvía, la muchacha vio a su madre. Ana la miró con frialdad. Vivianase puso colorada y volvió la cara.

La Dama se giró a su vez y desapareció entre los árboles. «Éste es mitrigésimo sexto año —pensó—, y aún soy fértil. Puedo tener más hijas. Perohasta entonces esa niña es mi única hija, y la esperanza de Avalón.»

Viviana se sentó sobre los talones y se dio un masaje en la parte baja dela espalda. Detrás de ella, las piedras del camino que ya había lavadodespedían un débil vapor; delante, le seguían esperando las piedras secas. Ledolían las rodillas y tenía las manos rojas por la constante inmersión. Una vezsecas, las piedras volvían a tener exactamente el mismo aspecto que antes,cosa nada sorprendente, pues era la tercera vez que lo hacía.

Era comprensible que hubiera que lavarlas —las vacas se habían alejadode los pastos y habían puesto el camino perdido—, y también entendía que lehubieran asignado la tarea a ella, pues era la encargada de las vacas cuandoocurrió el desastre. Pero hacer una segunda y una tercera pasada era del todoinnecesario. Ella no temía el trabajo duro —estaba acostumbrada a hacerlo enla granja de su padre adoptivo—, pero ¿qué significado espiritual tenía repetirun trabajo que había hecho anteriormente con esmero? Era preferible que lapusieran al cuidado de los animales, pues esa tarea sí la conocía, ya que lahabía hecho en su casa...

«Y así pretenden que me sienta en Avalón como en mi hogar... —pensócon amargura mientras mojaba el cepillo en el cubo y restregaba con cuidadola siguiente piedra—. Un hogar es un lugar donde te quieren y te recibenbien...»

La Dama había dejado perfectamente claro que no había llevado a su hijaa Avalón por amor, sino por necesidad. Y Viviana reaccionaba haciendo lo quese le pedía a regañadientes y sin alegría.

«Sería distinto si me enseñaran magia», se dijo a sí misma mientras laemprendía con la siguiente piedra. Pero eso estaba destinado a las estudiantesmayores. A las novicias sólo les contaban cuentos de niños y se les otorgaba eldudoso privilegio de servir a la comunidad. ¡Y ni siquiera podía escaparse! Devez en cuando una de las doncellas mayores acompañaba a la Dama en susviajes. Pero las más jóvenes no abandonaban Avalón nunca. Si lo intentara,sólo conseguiría perderse en las nieblas y vagar por los pantanos hastaahogarse, como le había sucedido a su hermana.

Tal vez, si se lo pedía, Taliesin la sacara de allí. Estaba convencida de queel bardo la quería, pero en realidad no era más que otra criatura de la Dama.¿Se arriesgaría a afrontar su ira por una hija que quizá no era suya? En el añoy tres estaciones que llevaba allí, Viviana sólo había visto a su madrerealmente enfadada una vez, cuando supo que el Gran Rey había repudiado asu mujer, una muchacha educada en Avalón, y había tomado a la hija del sajónHengest como esposa. La furia que le había causado aquel insulto a Avalón nohabía encontrado salida y la atmósfera de la isla estaba tan cargada de tensiónque Viviana estaba sorprendida de que el cielo siguiera siendo azul. Estabaclaro que lo que sus maestros le enseñaban sobre la necesidad de controlar laspropias emociones era cierto.

«Sólo necesito ser más paciente que ella —se decía Viviana—. Tengotiempo. Y cuando llegue a la edad de la iniciación y me envíen a través de lasnieblas, sencillamente me iré...»

El sol estaba poniéndose y las nubes parecían franjas de oro. Vivianareparó en que tenía que darse prisa si quería terminar antes de la cena. Elagua casi se le había acabado. Se puso en pie y fue a por más, con el cubobalanceándose a su lado.

Una antigua cámara de piedra rodeaba el hueco del pozo, el cual sólo sedescubría en ciertas ceremonias. Un estrecho canal llevaba el agua alestanque en que las sacerdotisas miraban cuando querían ver el futuro; desdeallí, por un rebosadero, caía a una artesa que servía, entre otras cosas, parabeber y llenar el cubo de lavar las piedras.

Cuando pasó a la altura del estanque, Viviana sintió que sus piesaminoraban la marcha. Como Taliesin le había enseñado, era la Realidad, no elSímbolo, lo que importaba, y la realidad era que el agua de la artesa eraexactamente la misma que la del estanque. Miró a su alrededor. Pasaba eltiempo, y no veía nada. Viviana se agachó para llenar el cubo.

El estanque estaba en llamas.

El cubo se le resbaló de las manos y cayó repiqueteando sobre laspiedras. Viviana se postró de rodillas sin poder apartar la vista. Aferrada alborde del estanque, lloró al contemplar las imágenes que veía en el agua.

Una ciudad ardía en llamas. Las rojas lenguas de fuego lamían las casasy se inflamaban cuando atrapaban otra presa. Una enorme columna de humoascendía hacia el cielo. Recortadas sobre el fondo brillante, vio unas diminutasfiguras que abandonaban las casas, portando objetos en los brazos; detrás deuna de ellas, vio el destello de una espada y a la figura caer al suelo con elcuello rebanado. Su asesino se echó a reír, luego cogió del suelo el cofre quetransportaba su víctima y lo puso sobre una manta en la que yacíanamontonados fragmentos de la vida de otras personas.

Los cadáveres se hacinaban en las calles; en la ventana de un segundopiso vio un rostro que tenía la boca abierta en un grito de horror. Los bárbarosrubios estaban por todas partes y se reían de la matanza. La visión se alejó untanto, ampliando la escena; la gente huía por los caminos que salían de laciudad. Algunos llevaban animales que tiraban de los carros cargados con susposesiones, pero otros arrastraban los carros ellos mismos, o cargaban conhatillos o, peor aún, avanzaban a trompicones sin nada, con las manos vacías,y con los ojos también vacíos por el horror que habían contemplado.

Vio el nombre «Venta» en una piedra volcada, pero las amplias tierras querodeaban la ciudad eran llanas y pantanosas, así que no podía ser la Venta delos silures. Aquello debía de quedar mucho más al este, hacia la capital de lasantiguas tierras de los icenos. Su mente quedó suspendida en estos cálculos,buscando la distancia a la que se encontraba lo que acababa de ver.

Pero la visión no la soltaba. Ante sus ojos apareció ahora la ciudad deCamulodunum, con su puerta en llamas, y otras muchas ciudades romanassaqueadas y ardiendo. Los arietes sajones tumbaban murallas y derribabanpuertas. Los cuervos, que sobrevolaban las calles desiertas como bandas desaqueadores, se cebaban una y otra vez en los cadáveres sin enterrar. Unperro sarnoso, con expresión triunfal, trotaba por el foro con una mano humanaentre las fauces.

En los alrededores de las ciudades, el rastro de la destrucción no era tanpalpable, pero el terror barría la tierra con sus alas oscuras. Vio a las gentes delas villas enterrar la plata y dirigirse hacia el oeste abriéndose paso por entrelas espigas granadas de los campos. El mundo entero, al parecer, huía de loslobos sajones.

El fuego y la sangre fluían juntos en olas carmesíes mientras sus ojos seinundaban de lágrimas; pero no podía dejar de mirar. De pronto le pareció oíruna voz.

—Respira profundamente... Muy bien... Lo que ves está lejos, no puede

hacerte daño... Inspira y espira. Cálmate y dime lo que ves...

Viviana expulsó el aliento en un suspiro tembloroso, tomó aire y parpadeópara apartar las lágrimas. La visión aún estaba con ella, pero ahora era como silas imágenes formaran parte de un sueño. Su conciencia flotaba en algún lugarfuera de su cuerpo; era levemente consciente de que alguien le preguntaba yde que su voz respondía.

—¿Es cierto lo que dice la muchacha? ¿No es posible que sea fruto de lahisteria o que haga esto sólo para llamar tu atención? —preguntó el ancianoNectan, archidruida y jefe de los druidas de Avalón.

Ana le dirigió una sonrisa irónica.

—No te consueles pensando en que estoy protegiendo a mi hija. Lassacerdotisas pueden confirmar que no he sido permisiva con ella y que lamataría con mis propias manos si pensara que ha profanado los misterios.Piénsalo. ¿Qué necesidad tenía de fingir aquella escena si no tenía audiencia?Viviana estaba sola hasta que su amiga se preocupó porque no había venido acenar y salimos a buscarla. Cuando me llamaron, estaba en trance profundo, ysupongo que estarás de acuerdo conmigo en que sé distinguir entre una visiónauténtica y una falsa.

—¡En trance profundo! —repitió Taliesin—. Pero ¡si aún no ha recibido elaprendizaje!

—¡Cierto! ¡Y tuve que echar mano de todos mis conocimientos paratraerla de vuelta!

—De todas formas, ¿has intentado sonsacarle algo? —inquirió el bardo.

—Cuando la Diosa envía una visión tan clara y de manera tan repentina,debe ser aceptada. No nos hemos atrevido a rechazar el aviso —dijo la Damareprimiendo su propia intranquilidad—. En cualquier caso, el daño ya estabahecho. Lo único que podíamos hacer era averiguar lo más posible y atenderladespués...

—¿Se encuentra bien? —preguntó Taliesin.

Su rostro había perdido el color. Ana, al verlo, frunció el entrecejo. Hastaentonces no se había percatado de que el bardo quisiera tanto a la joven.

—Viviana está descansando. No creo que debas preocuparte: procede deuna estirpe fuerte —repuso Ana con sequedad—. Cuando se despierte, ledolerá todo el cuerpo, pero las imágenes que ha visto le parecerán distantes,como un sueño, si es que llega a recordar algo.

Nectan tosió.

—Muy bien. Entonces, si es cierto que se trata de una visión auténtica,¿qué hacemos?

—Ya he hecho lo que más urgía: enviar un mensajero a Vortigern.Estamos en pleno verano y en la visión de Viviana los campos estaban listospara la cosecha. Si el aviso llega ahora, dispondrá de algo de tiempo.

—Si es que hace caso... —dijo, expresando sus dudas, Julia, una de lassacerdotisas mayores—, porque esa bruja sajona le tiene sorbido el... —calló alver la expresión de Ana.

—Aunque Vortigern reuniera a todos sus hombres y cargara contraHengest, poco podría conseguir —intervino rápidamente Taliesin—. Losbárbaros son demasiados. ¿Cuáles fueron las últimas palabras de Viviana?

—«Las águilas se han ido para siempre. Ahora el Dragón Blanco selevanta y devora la tierra...» —susurró Ana con un estremecimiento.

—Es el desastre que siempre habíamos temido —dijo con gravedadTálenos, un druida joven—, ¡la funesta profecía que esperábamos que no secumpliera!

—¿Y qué sugieres que hagamos, aparte de aullar y damos golpes en elpecho como los cristianos? —dijo Ana.

El asunto era tan grave como el druida decía, e incluso más, pensó alrecordar el horror en las palabras de Viviana. El estómago se le había encogidode tal manera que no había vuelto a probar bocado desde entonces, pero nodebía dar muestras de que estaba enferma de miedo.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Elen, la mayor de las sacerdotisas—. Avalón fue apartado del mundo para ser un refugio; desde la época deCarausio lo hemos mantenido en secreto. Debemos esperar hasta que el fuegoarda a nuestro alrededor. Por lo menos aquí estaremos seguros.

El resto la miró con desdén, y ella calló.

—Debemos rezar a la Diosa para que nos ayude —dijo Julia.

—No es suficiente. —Taliesin sacudió la cabeza—. Si el rey no es capaz,o se niega a sacrificarse por su pueblo, tendrá que hacerlo el Merlín deBritania...

—Pero no tenemos... —empezó a decir Nectan, cuyas rubicundas mejillashabían palidecido.

Ana, a pesar de la punzada de alarma que sintió al adivinar adondequería ir a parar Taliesin, no pudo reprimir una sonrisa amarga cuando se diocuenta de que el anciano sacerdote temía que le pidieran que asumiera elpapel.

—...un Merlín —terminó la frase Taliesin—. No tenemos un sacerdote conese título desde que los romanos invadieron Britania, cuando murió para queCaractaco pudiera seguir luchando.

—El Merlín es uno de los maestros, un alma radiante que ha renunciado aascender más allá de su esfera para poder seguir vigilándonos —dijo Nectanvolviendo a su banco—. Encamarse de nuevo disminuiría su poder. Podemospedir su guía, pero no que vuelva a caminar entre nosotros.

—¿Aunque sea el único que puede salvamos? —preguntó Taliesin—. Sies tan iluminado, él sabrá si debe hacerlo o no. Pero ¡desde luego, no vendrá sino se lo pedimos!

Julia se inclinó hacia delante.

—No funcionó en la época de Caractaco. El Rey por quien murió el Merlínfue capturado, y los romanos exterminaron a los druidas de la isla sagrada.

Nectan asintió con la cabeza y replicó:

—Sin embargo, a pesar de que aquello fue espantoso, ¡los romanos deentonces son los mismos cuya destrucción lamentamos ahora! ¿No es posibleque un día vivamos en paz con los sajones como vivimos en paz con Roma?

El resto lo miró y él permaneció callado.

Los romanos, pensó Ana, además de un ejército, habían llevado unacivilización, y los sajones eran apenas mejores que los lobos salvajes de lasmontañas.

—Aunque un nuevo Merlín naciera mañana —dijo en voz alta—, seríademasiado tarde cuando se convirtiera en hombre.

—Pero hay otra manera... —comenzó a decir Taliesin en voz baja—, pormedio de la cual un hombre vivo abre su alma para dejar que el Otro entre...

—¡No! —El miedo en la voz de Ana lo golpeó como un látigo—. ¡Loprohíbo en el nombre de la Diosa! No quiero al Merlín... ¡Te quiero a ti aquí! —Le sostuvo la mirada, mientras reunía todo su poder, y tras un intervaloagonizante que pareció durar la eternidad, vio en los ojos grises del bardo elbrillo del héroe.

—La Dama de Avalón ha hablado y yo obedezco —murmuró Taliesin—.Pero una cosa te diré —y volvió a mirarla—: Al final, será necesario unsacrificio.

Viviana descansaba en su lecho de la Casa de las Doncellascontemplando la danza de las motas de polvo en el último rayo de sol queentraba inclinado por la ventana. Se sentía magullada por dentro y por fuera.Las sacerdotisas mayores le habían dicho que eso se debía a que no seencontraba debidamente preparada para la visión. Su cuerpo estaba tenso porel esfuerzo y su mente había sido arrastrada a otra realidad. Si su madre nohubiera abierto su propia mente para ir a buscarla, se habría perdido.

Para Viviana, lo más asombroso era que su madre hubiese estadodispuesta a correr semejante riesgo y que su propio espíritu la hubieseaceptado sin miedo. Aunque tal vez lo único que le interesaba a la Dama eraoír el relato de la visión, dijo la parte de la mente de Viviana que vivía en laduda constante. No obstante, había algo en la mente de Ana que su hija habíareconocido y que la hacía sospechar que eran más parecidas de lo queninguna de las dos quería admitir. «Quizá —pensó sonriendo—, por eso noscuesta llevamos bien.»

Pero la Dama de Avalón era una sacerdotisa entrenada. Viviana podíatener todo el talento de su madre, y más, pero, si no aprendía a utilizarlo, seríaun peligro para sí misma y para los que la rodeaban.

Esta experiencia la había calmado de una manera más efectiva quecualquier castigo que su madre pudiera imponerle. Debía admitir que lo

merecía. Era cierto, el invierno de su llegada había sido uno de los más durosque recordaba; el hielo que en Samhain había sido una mera ilusión, habíahelado el lago entrado el invierno, y las gentes de los pantanos les habíantenido que traer comida por medio de trineos a través de la nieve y el hielo.Durante un tiempo, estuvieron demasiado preocupados con su supervivenciapara pensar en la educación, pero Viviana hacía todo lo posible para que sumadre la obligara a aprender.

La cortina de la puerta se abrió y olió algo que le hizo segregar saliva.Rowan llegó sorteando las camas y colocó sobre un banco la bandeja quellevaba.

—Has dormido una noche y un día enteros. ¡Debes de tener hambre! —dijo con una sonrisa.

—Mucha —respondió Viviana, haciendo un gesto de dolor cuando intentólevantarse sobre un codo.

Rowan levantó el trapo que cubría la bandeja y dejó al descubierto unestofado, que Viviana devoró con rapidez. Le sorprendió encontrar trocitos decarne, pues las sacerdotisas que estaban en periodo de formación se sometíana una dieta ligera para purificar los cuerpos y aumentar la sensibilidad. En sucaso, estaba claro que sus mayores pensaban que lo último que necesitaba eraincrementar la sensibilidad.

Sin embargo, aunque estaba hambrienta, su estómago se negó a aceptarmás de la mitad del cuenco. Se recostó, dando un suspiro.

—¿Quieres dormir? —preguntó Rowan—. La verdad es que parece quete han pegado una paliza.

—A mí también me lo parece. Necesito descansar, pero me da miedotener pesadillas.

La mirada de Rowan se volvió ávida y se le acercó más.

—He oído decir que has visto algún desastre. ¿Qué es? ¿De qué tipo dedesastre se trata?

Viviana se echó a temblar. Cualquier pregunta sobre el tema le devolvíalas imágenes del horror. Oyeron voces al otro lado de la puerta y Rowan seirguió. Viviana suspiró con alivio cuando la cortina se apartó y vio entrar a laDama de Avalón.

—Ya veo que cuidan bien de ti —dijo Ana fríamente.

Rowan hizo una reverencia rápida y se escabulló.

—Gracias... por traerme de vuelta —le contestó Viviana.

A continuación se produjo un silencio incómodo, pero a la joven le parecióver algo más de color que antes en las mejillas de su madre.

—No soy una mujer... maternal —explicó Ana con cierta dificultad—, loque probablemente no sea malo, pues debo anteponer mis obligaciones desacerdotisa a mis deseos como madre. No puedo cuidar de ti, pero me alegraver que te recuperas.

Viviana parpadeó. Desde luego no era el tipo de discurso con el que ella

soñaba de pequeña cuando pensaba en su madre, pero en ese momentoacababa de ser más amable con ella que en los casi dos años que llevaba allí.¿Se atrevería a pedir un poco más?

—Estoy mejor, pero me da miedo volver a dormirme... Si Taliesin pudieravenir a tocarme el arpa, tendría mejores sueños.

Por un momento su madre se mostró enfadada, pero enseguida otropensamiento pareció cruzar su mente y asintió.

Cuando el bardo llegó por la noche y se sentó al lado de Viviana, tambiénél parecía ansioso. La joven le preguntó qué le pasaba, pero él se limitó asonreír y le dijo que ella ya había tenido bastantes problemas como para que élla cargara con los suyos. Y no hubo pena en la música que extrajo de lasbrillantes cuerdas del arpa; cuando el sueño la reclamó, llegó profundamente ysin imágenes.

El año siguiente demostró la veracidad de la visión de Viviana, lo cual leproporcionó a ésta cierto renombre entre las sacerdotisas... Aunque ella habríapreferido soportar sus burlas, pues las noticias que les llegaron en la época dela cosecha fueron tan malas como esperaban. Hengest el sajón, aduciendo queVortigern no le había pagado lo prometido, se había lanzado sobre las ciudadesde Britania. En pocos meses, todo el sur y el este había sido devastado, y lossupervivientes habían huido a refugiarse en la zona occidental.

A pesar de ser numerosos, los sajones no tenían suficientes contingentespara ocupar toda la isla. Cántium estaba en manos de Hengest; los territoriosde los trinovantes, al norte del Támesis, se habían convertido en zona de cazade los sajones orientales, y las tierras de los icenos estaban firmementesometidas bajo el dominio de sus aliados anglos. Por todas partes, losasaltantes atacaban para a continuación retirarse. Pero los britanos queabandonaban sus casas ya no volvían a ellas, pues ¿de qué iban a vivir si nohabía mercados en los que vender sus productos? Las tierras conquistadaseran una herida en el cuerpo de Britania, y los lugares que las rodeaban, partesentumecidas e inermes de ese cuerpo cuando llegaban los sajones.

En el oeste, la vida continuaba más o menos de la misma manera,excepto por el miedo. En Avalón, separado del mundo, las sacerdotisasencontraban dificultades para garantizar su seguridad. De vez en cuando, lasgentes de los pantanos encontraban a algún refugiado que se había perdido.Los cristianos se albergaban con los monjes en su isla, pero unos cuantosllegaron a Avalón.

El Gran Rey, a pesar de que su esposa era sajona, no se quedó debrazos cruzados. Poco a poco, fueron llegando noticias de que Vortigern habíaresistido en Londínium y de que sus hijos intentaban concentrar a la poblaciónpara recuperar las tierras perdidas con la ayuda de los que conservaban lassuyas.

En la primavera del año siguiente, cuando Viviana cumplió diecisieteaños, un hombre de las gentes de los pantanos llegó de entre las nieblas conun mensaje distinto de los habituales. El hijo del Gran Rey había ido para

buscar la ayuda de Avalón.

En la Casa de las Doncellas, las jóvenes novicias estaban apiñadas ytapadas con mantas, pues eran los primeros días de la primavera y aún hacíafrío.

—¿Lo habéis visto? —susurró la pequeña Mandua, que había llegado elverano anterior—. ¿Es guapo?

La muchacha era muy joven, pero precoz, y Viviana no creía que vivieracon ellas el tiempo suficiente para ordenarse sacerdotisa. Viviana, aunqueseguía siendo novicia, era ya la mayor de todas. De sus antiguas compañerassólo quedaba su amiga Rowan.

—Todos los príncipes son guapos, lo mismo que las princesas. Es algointrínseco de su cargo —dijo Rowan entre risas.

—¿No es éste el que estuvo casado con tu hermana? —preguntóClaudia, una refugiada que pertenecía a una buena familia de Cántium.

Viviana sacudió la cabeza.

—No, el esposo de mi hermana Idris fue Categirn, el hijo mayor deVortigern. Este es el pequeño, Vortimer.

Lo había visto cuando llegó. Era delgado y tenía el pelo tan oscuro comoel suyo. A pesar de que era alto, más que ella, le había parecido demasiadojoven para llevar espada, hasta que lo miró a los ojos. La puerta de invierno seabrió y todas las muchachas se volvieron.

—Viviana —dijo la voz de una de las sacerdotisas mayores—, tu madre tellama. Ven y ponte tu ropa de ceremonia.

Viviana se incorporó, preguntándose qué demonios significaría aquello.Cinco pares de ojos redondos la contemplaron mientras se ponía la capaalrededor de los hombros, pero ninguna osó decir nada. ¿Seguiría siendodoncella cuando volviese?, se preguntaba ella. Había oído historias de magiaque requerían semejante ofrecimiento. La idea la espantaba, pero, al menos, sieso sucedía, se convertiría en una sacerdotisa consagrada.

En el Gran Salón, la Dama lucía el traje carmesí de la Madre. La ancianaElen, vestida de negro, era la sacerdotisa escogida para desempeñar el papelde la Vieja. Nectan también iba de negro y Taliesin resplandecía en su túnicaescarlata. Viviana se dio cuenta de que nadie hacía pareja con el color blancode su túnica. «Es el príncipe que esperamos», pensó, y empezó a comprender.

Su madre se dirigió a ella para decirle que se pusiera el velo. El príncipeVortimer entró, tembloroso, vestido con una túnica de lana blanca que le habíaprestado uno de los jóvenes druidas. Avanzó con la mirada fija en la Dama deAvalón y le hizo una reverencia.

«¿Estás asustado? Deberías estarlo.»

Viviana sonrió tras su velo cuando la Dama, sin decir palabra, los sacó dela sala. Cuando empezó a subir hacia el Tozal, descubrió que también ella

estaba asustada.

Esa noche la luna aún era una doncella: su arco brillante se inclinabahacia el oeste, indicando que llegaba la medianoche. «Como yo», pensóViviana mirando al cielo. Las antorchas que había colocadas a ambos lados delaltar no emitían calor; sólo una luz irregular. Sintió un escalofrío y tomó airecomo le habían enseñado, obligando a su cuerpo a ignorar el viento helado.

—Vortimer, hijo de Vortigern —dijo la Dama con suavidad, pero su vozllenó el círculo—. ¿Por qué has venido aquí?

Dos sacerdotes escoltaron al príncipe hasta delante del altar de piedra,justo enfrente de la Dama, que estaba al otro lado. Desde el lugar queocupaba, Viviana vio que a su madre se le abrían los ojos, y supo que noestaba viendo a la mujercita oscura que era normalmente, sino a la majestuosasuma sacerdotisa de Avalón.

Vortimer tragó saliva, pero consiguió responder con calma.

—Vengo de Britania. Los lobos están desgarrando su cuerpo, y lossacerdotes de los cristianos dicen que estamos pagando por nuestros pecados.Sin embargo, los niños pequeños que han ardido junto con sus casas nohabían cometido ninguna falta, ni tampoco los recién nacidos cuyas cabezashan aplastado contra las piedras. Yo he visto todas esas cosas, mi Señora, yme consumo por vengarlas. ¡Pido ayuda a los antiguos dioses, los primerosprotectores de mi gente!

—Has hablado bien, pero los dones no se ofrecen sin un precio —dijo lasuma sacerdotisa—. Servimos a la Gran Diosa, que no tiene nombre y sinembargo recibe muchos, y que no tiene forma y no obstante posee muchosrostros. Si vienes a consagrar tu vida a Su servicio, quizá escuche tu llamada.

—Mi madre fue educada en esta isla sagrada y me enseñó a amar lasantiguas costumbres. Estoy dispuesto a entregar lo que haga falta a Avalón.

—¿Incluso tu vida? —Elen dio un paso adelante y Vortimer volvió a tragarsaliva, pero asintió. La risa de la anciana sonó seca como un hueso—. Tal vezse requiera tu sangre, aunque no será hoy...

Ahora era el turno de Viviana.

—No es tu sangre lo que pido —dijo suavemente—, sino tu alma.

El joven se dio la vuelta y la miró como si sus ojos ardientes pudierantraspasar el velo.

—Te pertenezco... —El joven parpadeó—. Siempre te he pertenecido. Lorecuerdo... Esta ofrenda ya la he hecho antes.

—Recuerda que debes entregar tu alma y tu cuerpo —intervino Ana conseveridad—. Si realmente lo deseas, ofrécete sobre el altar de piedra.

Vortimer se desprendió de la túnica blanca y se tumbó de espaldas,desnudo y tembloroso, sobre la fría piedra. «Cree que lo vamos a matar —pensó Viviana—, a pesar de mis palabras.» Tumbado sobre la piedra, aúnparecía más joven; pensó que sólo tendría uno o dos años más que ella.

Elen y Nectan se colocaron en el lado norte y sur, respectivamente,mientras que Viviana ocupó su lugar en el este y Taliesin en el oeste.

Tarareando suavemente, la suma sacerdotisa llegó hasta el borde del círculo yempezó a bailar entre las piedras, moviéndose en el sentido del sol. Una, dos,tres veces tejió el círculo con sus movimientos, y a medida que danzaba,Viviana sentía que su conciencia se transformaba. La visión se le alteró y ahorasólo veía un destello parpadeante que zigzagueaba entre las piedras comosuspendido en el aire. Cuando terminó, volvió al centro del círculo.

Viviana se irguió, apuntaló sus pies mientras se alzaba hacia el cielo y elcírculo se llenó con el aroma de la flor del manzano cuando llamó por susnombres antiguos y secretos a los poderes que custodiaban la Puerta Este.

La voz de la anciana Elen vibró hacia el sur. Taliesin llamó al oeste con suvoz musical y Viviana sintió que la levantaba una marea de poder. Sólo cuandola invocación de Nectan convocó a los guardianes del norte volvió a sentirseanclada. Pero el círculo al que volvió ya no estaba del todo en el mundo. HastaVortimer había dejado de temblar; de hecho, en el círculo hacía calor.

Ana abrió una ampolla que colgaba de su cinturón y el aroma del aceitese dispersó por el aire. Elen vertió el líquido en sus dedos y se inclinó hacia lospies de Vortimer para dibujar el sello de poder.

—Te ligo a esta tierra sagrada —susurró—. En la vida o en la muerte,perteneces a esta tierra.

La suma sacerdotisa tomó el aceite y untó con delicadeza su falo. El jovense sonrojó cuando sintió que su miembro se endurecía bajo la mano de lamujer.

—Llamo a la semilla de la vida que transportas dentro de ti. Sirve a laDama con todo tu poder.

Luego le tendió la ampolla a Viviana, la cual se dirigió a la cabeza y dibujóel tercer sello en la frente del joven. De pronto comenzó a parpadear, puesrecuerdos que no eran de esa vida le mostraban a un hombre rubio, con losojos azules como el mar, y después a un joven con los dragones de la realezarecién tatuados en sus brazos.

—Todos tus sueños y aspiraciones, el espíritu sagrado que hay dentro deti, los consagro a Ella ahora... —dijo Viviana en voz baja, sorprendida de queuna voz tan dulce fuera suya.

Se preguntó si lo habría amado en otras vidas. Se levantó el velo, seinclinó y lo besó en los labios; por un momento, vio a una diosa reflejada en susojos.

Después fue a reunirse con su madre y con la vieja Elen, que estaban alos pies del joven. Cuando unieron sus brazos, sintió una transformación en suinterior, como si su «yo» la abandonara, y se echó a temblar. Aquello lo habíavisto en otras, pero ella no lo había experimentado nunca.

Entonces su conciencia fue reemplazada por la Otra, que se concentró enlas tres figuras que había de pie en el círculo. Sentía que las otras carasrepresentaban su triple naturaleza y no obstante eran Una. Aunque hablaba portres pares de labios, sólo una voz transmitía Sus palabras al hombre que yacíasobre el altar.

—Tú que buscas a la Diosa y que crees saber lo que puedes encontrar...,

ten en cuenta que nunca seré lo que esperas, siempre seré algo distinto, ysiempre algo más... —Vortimer se incorporó y se arrodilló en la piedra. Quépequeño y frágil se le veía—. Escucha mi voz, aunque sólo me oirás a travésdel silencio: deseas mi amor, pero cuando lo recibas, conocerás el miedo; mesuplicas la victoria, pero, sólo en la derrota entenderás mi poder. Ahora quesabes estas cosas, ¿aún quieres hacer la ofrenda? ¿Te entregarás a mí?

—Vengo de ti. —La voz de Vortimer era temblorosa, mas siguió hablando—. No puedo hacer otra cosa que devolverte lo que es Tuyo... No pido por mí,sino por el pueblo de Britania.

Cuando Vortimer acabó de hablar, el brillo dentro del círculo creció.

—Soy la Gran Madre de todas las cosas vivientes —dijo Ella—. Tengomuchos hijos. ¿Crees que los hombres pueden hacer algo para que esta tierrase pierda o para que tú te separes de Mí? —Vortimer bajó la cabeza—. Eresnoble de corazón, hijo mío, y por eso, durante un tiempo, obtendrás tu deseo.Acepto tu servicio, como lo he aceptado otras veces antes. Has sido ReySagrado y emperador. Todo lo que un hombre puede realizar estará a tualcance; sin embargo, aún no ha llegado el momento de doblegar a lossajones. Los años venideros conocerán otro nombre. Tus esfuerzos en estavida sólo allanarán el camino... ¿Te conformas con eso?

—Es mi deber. Dama, acepto Tu voluntad... —dijo en voz baja.

—Descansa, pues. Al igual que tú me has servido, yo te protegeré, ycuando Britania te necesite, regresarás...

El rostro del joven estaba radiante. La Diosa se acercó a él y lo estrechó entre sus brazos... Luego se fue. Vortimer se quedó acurrucado en el altar de piedra, durmiendo como un niño.

33

A finales de verano, el sol brillaba en un cielo sin nubes y convertía lahierba en oro. Los druidas excavaron un estanque al borde del lago en el quese bañaban las sacerdotisas. Cuando el clima era tan cálido, las mujeresaprovechaban para lavar sus prendas y tenderlas sobre la hierba para que sesecaran al sol, o se sentaban a charlar en los bancos a la sombra del roble.

El pelo de Viviana había crecido un poco desde el corte estival, perotodavía un buen cepillado era suficiente para eliminar la suciedad. A esasalturas ya se había acostumbrado a llevarlo corto, y en días como ése,agradecía que no le pesara. Tendió la túnica sobre la hierba y se tumbó,dejando que el sol tostara su cuerpo para que adquiriera el mismo color que losbrazos y las piernas. Su madre estaba sentada en el tronco de un árbol. Elcuerpo lo tenía en sombra, pero inclinaba la cabeza para que Julia la peinara ysu cabello reflejaba los rayos de sol.

La Dama solía llevar el pelo recogido en un moño, pero cuando se losoltaba le llegaba hasta la cintura. A medida que el peine pasaba por losmechones negros, destellos de color caoba recorrían la melena como siestuviera en llamas. Viviana observó con los ojos entrecerrados al resto de lasmujeres, que se estiraban al sol con el placer de un gato. Estaba acostumbradaa pensar en su madre como una mujer pequeña y fea, siempre ceñuda y demal humor, excepto, por supuesto, cuando lucía la belleza de la Diosa en elritual. Sin embargo, en ese momento no era fea.

Allí sentada era una diosa en miniatura: su cuerpo parecía labrado enmarfil, su vientre suave estaba marcado por las cicatrices de plata de losembarazos y sus pechos eran firmes. Incluso parecía feliz. Viviana sentíacuriosidad, así que desenfocó la mirada como le habían enseñado y vio el aurade Ana brillar con una luz rosada, más brillante encima del estómago. No erade extrañar, pues la Dama parecía emitir destellos incluso cuando se la mirabasólo con los ojos.

De repente a Viviana se le heló la piel, pues tuvo una sospecha que lahizo indignarse y se incorporó. Fue hasta donde estaba su madre arrastrandola túnica.

—Tienes un pelo precioso —dijo sin alterarse. Los ojos de Ana seabrieron, pero siguió sonriendo. Desde luego, algo había cambiado—. Aunque,claro, has tenido mucho tiempo para que crezca. ¿No te ordenaron sacerdotisa

cuando cumpliste quince años, y tuviste tu primera hija al año siguiente?... —añadió con expresión reflexiva—. Yo ya tengo diecinueve. ¿No crees que hallegado la hora de mi iniciación, madre, para que también yo me deje crecer elpelo?

—No. —Ana permanecía inmóvil, pero su cuerpo estaba tenso.

—¿Por qué no? Soy la novicia más antigua de la Casa de las Doncellas.¿Es que estoy destinada a convertirme en la virgen de más edad de toda lahistoria de Avalón?

Ana se sentó, pero la ira siguió sin apoderarse de su benevolente estadode ánimo.

—¡Yo soy la Dama de Avalón y yo decidiré cuándo estás lista!

—¿Qué lección me falta por aprender? ¿Qué tarea no hago bien? —gritóViviana.

—¡La obediencia!

Sus ojos oscuros emitieron destellos y Viviana sintió, como un golpe deviento cálido, el poder de su madre.

—¿Se trata de eso? —Viviana echó mano de la única arma que lequedaba—. ¿O sólo estás esperando a poder prescindir de mí cuando des aluz al niño que llevas dentro?

Vio cómo su madre se sonrojaba y supo que era cierto. Habría sucedido,supuso, durante el solsticio de verano. Se preguntaba quién sería el padre, y siél lo sabía.

—Deberías avergonzarte... ¡A una edad en la que yo debería hacerteabuela tú has vuelto a quedarte embarazada!

Quería sonar desafiante, pero incluso ella oyó la petulancia que había ensu voz, y entonces fue ella la que se puso colorada. Ana se echó a reír. Vivianadio media vuelta, cogió su túnica y echó a correr mientras la risa de su madre laperseguía como una maldición.

Después de un verano de tanta actividad, Viviana se había puesto enforma. Salió a pasear y sus pies escogieron un camino seguro alrededor de laorilla del lago, lejos del Tozal. El verano había secado la mayor parte delpantanal y pronto se encontró más lejos de Avalón de lo que había estadodesde el día en que llegó. Pero siguió caminando.

No fue el cansancio lo que la detuvo, sino la niebla, que tapórepentinamente la luz. Viviana aminoró el paso. Tenía el corazón desbocado.Se dijo que sólo se trataba de una niebla corriente que había salido de lasaguas cenagosas debido al calor. Pero esas nieblas normalmente surgíancuando la noche empezaba a enfriar el ambiente, y la última vez que habíavisto el sol debía de haber sido a media tarde. La luz que veía ahora eraplateada y no provenía de ninguna dirección que pudiera identificar.

Viviana se detuvo y miró a su alrededor. Decía que Avalón se encontrabaa medio camino entre el mundo humano y el de las hadas. Quienes conocían elhechizo podían atravesar las nieblas y llegar a la orilla humana, pero de vez encuando algo iba mal y un hombre o una mujer podían acabar en la otra

realidad.

«Mi madre no sería tan insensata para dejarme cruzar las nieblas endirección al mundo mortal», pensó cuando el sudor se le secó en la piel.

El velo de niebla se estaba desvaneciendo; dio otro paso y entonces sedetuvo, pues la colina que tenía enfrente estaba llena de flores desconocidas.Era exuberante y hermosa, pero no era una tierra que le resultara familiar.

Al otro lado de la ladera, alguien cantaba. Viviana frunció el entrecejo,pues la voz, aunque agradable, tenía problemas para seguir la melodía. Concuidado, separó los helechos y miró por el borde de la colina.

Había un anciano cantando entre las flores. Llevaba la frente rasuradacomo un druida, pero su túnica era de una lana pardusca y de su pechocolgaba una cruz de madera. La joven debió de hacer algún ruido, pues él lavio y sonrió.

—Bendita seas, muchacha —dijo con suavidad, como si temiera quefuera a desvanecerse.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella mientras bajaba la colina.

—Yo podría preguntarte lo mismo —dijo él al mirarle los arañazos en laspiernas y el sudor en la frente—, pues, aunque tienes el aspecto de un hada,veo que eres una doncella mortal.

—¿Puedes ver a las hadas? —preguntó con curiosidad.

—Poseo ese don, y aunque mis hermanos de fe me advierten de queesas criaturas son demonios, ilusiones, yo no puedo creer que algo tan bellosea malvado.

—Eres un monje muy poco corriente —le dijo Viviana mientras se sentabaa su lado.

—Eso me temo, pero no puedo evitar sentir que nuestro Pelayo teníarazón cuando predicaba que el hombre puede vivir virtuosamente y en paz contodas las criaturas del cielo. Me ordenó sacerdote el obispo Agrícola y tomé elnombre de Fortunato. Él consideraba la doctrina de Agustín, según la cualtodos nacemos pecadores y sólo podemos confiar en la salvación de Dios, unaherejía. Pero en Roma piensan de otro modo, y por ese motivo somosperseguidos aquí en Britania. Los hermanos de Inis Witrin me acogieron y medejaron al cargo de la capilla de la Isla de los Pájaros. —Sonrió y entoncesaguzó la mirada y señaló detrás de ella—. Sushh, ahí está, ¿la ves?

Viviana giró la cabeza. Un resplandor irisado emergió del saúco y seconvirtió en una forma esbelta coronada con flores blancas y vestida con unatúnica negra con reflejos tornasolados.

—Bondadosa madre, te saludo —murmuró la muchacha al tiempo queinclinaba la cabeza y colocaba las manos en el saludo ritual.

—Aquí tenemos a una doncella de la antigua sangre, hermanas, ¡démoslela bienvenida!

En el momento en que el hada habló, el lugar se llenó de seres brillantes,vestidos con cientos de colores. Durante unos instantes giraron alrededor deViviana y la piel se le erizó al recibir las caricias de manos insustanciales.

Después, entre risas, desaparecieron en un torbellino.

—Ah, ahora lo comprendo. Tú eres de la otra isla, de Avalón —dijo elpadre Fortunato.

Ella asintió.

—Me llamo Viviana.

—Dicen que es una isla sagrada —dijo sencillamente—. ¿Cómo hasvenido a parar aquí?

Lo miró con recelo, pero él le devolvió una mirada de una inocencia tancristalina que la desarmó. Nunca usaría nada de lo que le dijera en contra deella o de su madre. Sólo se preocupaba por ella.

—Estaba enfadada. Mi madre se ha quedado embarazada, a su edad. ¡Ya mí sigue tratándome como a una niña!

Viviana sacudió la cabeza; ahora le costaba recordar por qué eso la habíahecho enfadar tanto.

El padre Fortunato abrió los ojos.

—No tengo derecho a aconsejarte, pues sé muy poco de mujeres, perouna nueva vida es sin duda un motivo de alegría, y mucho más si su llegada esuna especie de milagro. Seguro que necesitará tu ayuda. ¿No te alegra la ideade cargar con el dulce peso de un niño entre tus brazos?

Entonces le tocó a Viviana maravillarse, pues, en su resentimiento, nohabía pensado en el niño. Pobre chiquitín, ¿cuánto tiempo le dedicaría laDama? El bebé la necesitaría. El padre Fortunato era un viejecito muy extraño,pero hablar con él la había tranquilizado.

Miró a su alrededor preguntándose si podría encontrar el camino desdeallí y se dio cuenta de que la luz plateada que no parecía proceder de ningúnsitio estaba transformándose en un resplandor púrpura moteado de destellosfantásticos.

—Tienes razón, ya es hora de volver al mundo —dijo el sacerdote.

—¿Cómo encuentras tú el camino?

—¿Ves esa piedra que hay ahí? Es muy antigua. A través de ella puedoentrar en el mundo de las Hadas. Creo que existen varios puntos de podercomo éste donde el velo entre los dos mundos es tenue. A veces, vengo aquílos domingos, después de decir misa, para alabar a Dios en Su creación, puessi Él es el Creador de Todas las cosas, seguro que creó este lugar también, yno conozco otro más bello. No obstante, si lo deseas, puedes venir conmigo.En la isla de Briga hay mujeres santas que te darán cobijo...

«Es la oportunidad que estaba esperando —pensó Viviana—, escapar ybuscar mi camino en el mundo.»

Pero sacudió la cabeza.

—Debo volver a mi hogar. Puede que encuentre otro lugar como éste enque el velo sea tenue.

—Muy bien, pero recuerda la piedra. Siempre serás bienvenida cuando

me necesites.

El anciano se puso en pie y extendió los brazos en señal de bendición.Viviana, como si él fuera uno de los druidas decanos, se inclinó para recibirla.

«Diosa, guíame —pensó cuando el monje desapareció en la oscuridad—.He hablado con coraje, pero no tengo ni idea de adonde dirigirme.»

Se puso en pie, cerró los ojos y dibujó en su mente la isla de Avalóndurante el ocaso púrpura con el último brillo rosado del cielo occidentalreflejado en las aguas. Cuando sus pensamientos se tranquilizaron, lasprimeras notas de música empezaron a caer en el silencio como una lluvia deplata. Su belleza era casi ultraterrena. Pero de vez en cuando la música fallabay en esos momentos de imperfección humana sabía que no era música dehadas, sino la interpretación de un arpista que estaba por encima de cualquierser humano.

Si el cielo del País de las Hadas nunca era completamente claro, tampocoera oscuro del todo. El atardecer púrpura le permitía ver el camino y Viviana sedirigió hacia la música. En ese instante se oía más alta, y era tan lastimera quetenía ganas de llorar. No eran sólo los acordes lo que encogía el alma, sino laañoranza que salía de ellos. El arpista cantaba su pena a las colinas y a lasaguas por un ser querido que había perdido.

La nieve del invierno es blanca y bella.Perdida, se ha perdido, y yo lo lamento.Se derrite y deja la tierra húmeda y desnuda.Oh, puede que vuelva,pero nunca será lo mismo.

Siguiendo la música, Viviana se halló en un sendero en el que la niebla dela tarde empezaba a levantarse del suelo. En la distancia, la familiar silueta delTozal se recortaba contra el cielo. Pero su mirada estaba fija en algo que habíamás cerca, en la figura de Taliesin, que tocaba el arpa sentado sobre unapiedra.

La flor que nace proclama la primavera.Perdida, se ha perdido, y yo lo lamento,pues caerá la fruta que de ella nacerá.Oh, puede que vuelva,pero nunca será lo mismo.

A veces, cuando tocaba, las visiones que Taliesin conjuraba con sumúsica eran tan vividas que le parecía poder tocarlas con sólo levantar losdedos de las cuerdas. Al principio, la muchacha que llegaba a él, con sudelicada forma envuelta en las nieblas del País de las Hadas, parecía un ser deese mundo. Elevaba la cabeza alta, y el paso era tan ligero que no podía decirsi tocaba el suelo. Pero si era una visión, era de Avalón, pues ese paso era el

de una sacerdotisa.

Los campos estivales se llenan de oro...

Aturdido, la miró, y sus dedos siguieron moviéndose por las cuerdas. Laconocía, y sin embargo era una extraña, pues su corazón llamaba a la niña queamaba y ella era una mujer, y además hermosa.

Grano que será pan antes de que llegue el invierno.

Entonces lo llamó por su nombre y eso rompió el hechizo. Sólo tuvotiempo de dejar el arpa antes de tenerla llorando entre sus brazos.

—Viviana, corazón mío. —Le dio unas palmaditas en la espalda,consciente de que lo que tenía entre sus brazos no era el cuerpo de una niña—. He estado muy preocupado por ti.

La joven lo apartó y lo miró a los ojos.

—Estabas aterrorizado, lo he oído en tu canción. ¿Mi madre estáaterrorizada también? Me preguntaba si estaría buscándome por los pantanos.

Taliesin se paró a pensarlo. La Dama había dicho muy poco, pero él habíareconocido el miedo enfermizo en sus ojos.

—Está asustada. ¿Por qué has huido?

—Estaba enfadada. Pero no te preocupes, no volveré a hacerlo... nicuando nazca el niño... ¿Lo sabías? —añadió de repente.

Viviana merecía saber la verdad, pensó él, y asintió.

—Fue en las hogueras del solsticio de verano.

Vio en los ojos de la joven que ésta comprendía lo que estaba diciéndoley se preguntó por qué se sentía avergonzado.

—Así que esta vez sí lo recuerdas —le dijo con voz débil—. Y ahora nome necesitáis ni tú ni ella.

—¡Viviana, eso no es verdad!

Taliesin quería protestar y decirle que siempre sería un padre para ella,sobre todo ahora, cuando su madre llevaba a su hijo, pero en ese momento, enque parecía Ana de joven, reconoció que sus sentimientos no eran del todopaternales, y no supo qué decir.

—¡No tiene intención de iniciarme como sacerdotisa! ¿Qué puedo hacer?

Taliesin era un druida, y, confundido como podía estarlo el hombre quehabía en él, el sacerdote respondió a esa súplica.

—Hay algo que puedes hacer como doncella —le dijo—, algo que es desuma importancia para todos nosotros. Los cuatro tesoros están custodiadospor druidas. Nuestros sacerdotes llevan la espada y la lanza, y la bandeja la

puede coger una mujer, pero a cargo de la copa debe haber una doncella.¿Aceptarás esa responsabilidad?

—¿Lo permitirá mi madre?

Taliesin vio que la angustia de su rostro se transformaba en sorpresa.

—Creo que es la voluntad de la Diosa, Viviana, y eso es algo que ni laDama de Avalón discutirá.

Taliesin sonrió, pero en su corazón aún había pena y en su mente tomóforma una nueva estrofa para su canción.

La niña que antes reía y corríaahora está perdida, y yo lo lamento.Camina ahora como una mujer bajo el sol.Oh, puede que vuelva,pero nunca será lo mismo.

En la región occidental, los hombres se apresuraban a recoger lascosechas, pues los sajones se aprestaban a empezar su cosecha particularcon espadas ensangrentadas. Los rumores corrían por los campos comobandadas de cuervos. Un grupo de guerreros comandados por Hengest habíaquemado Calleva; otro, guiado por su hermano Horsa, no había podido conVenta Belgárum, pero había saqueado Sorviodúnum. Si seguían con lasincursiones, seguramente se dirigirían al norte, hacia las riquezas queobtendrían en Aquae Sulis y en las Colinas Mendip. Pero había otro camino,menos frecuentado, que conducía directamente hacia el oeste y Lindinis.

Si los sajones no eran suficientes para establecerse en aquellas tierras,desde luego sí tenían bastantes guerreros para dejarlas indefensas en unprimer ataque y asolarlas en un segundo. Los bárbaros, decían, no le dabanimportancia a las ciudades ni a los talleres. Una vez acababan las existenciasde vino, volvían para terminar con la cerveza. Lo que querían era tierra, tierrafértil y elevada que no se tragaran las olas saladas del mar, como habíaocurrido en su país natal.

Los habitantes del País del Estío se decían unos a otros que estabanseguros en sus pantanos, pero en un año tan seco como aquél, la hierba de losprados más altos se había segado para convertirla en heno, y los lugares quela mayoría del tiempo estaban ocultos por el agua eran ahora una alfombraverde de hierba resplandeciente.

Pero Viviana vivía despreocupada. Por más fieros que fueran losbárbaros, seguro que nunca llegarían a Avalón. Ni siquiera le importó cuando elembarazo de su madre resultó evidente, pues Taliesin había demostradosobradamente que su palabra era tan fiable como su persona, y por fin tenía unobjetivo propio. Con las otras novicias había estudiado las leyendas de losCuatro Tesoros, pero ahora se daba cuenta de que eso no había sido más queel principio, a pesar de que era mucho más de lo que sabía la mayoría de lagente. De momento no necesitaba más conocimientos, pues para manejar los

objetos sagrados no hacía falta la sabiduría de la mente sino la del corazón.Para convertirse en Guardiana del Grial, debía transformarse.

A su manera, se trataba de un aprendizaje tan agotador como elnoviciado, pero mucho más específico. Todos los días se bañaba en elmanantial sagrado, cuyas aguas habían sido siempre la bebida de lassacerdotisas. Ahora comía mucho menos, y su dieta se componíaexclusivamente de frutas, verduras y cereales; no tomaba leche ni queso.Adelgazó hasta tal punto que a veces se mareaba; se movía por el mundocomo si caminara por el agua, pero en aquella luz trémula todo parecíatransparente, y empezó a ver entre los dos mundos cada vez con más claridad.

A medida que su formación progresaba, entendía por qué no resultabafácil encontrar una doncella para esa tarea. Una niña no tenía la fortaleza demente ni de cuerpo necesaria, pero, tal como funcionaban las cosas allí, unajoven de su edad ya habría sido ordenada sacerdotisa y ejercido su derecho deasistir a las hogueras de Beltane. No le disgustaba que las otras muchachas,que antes se preguntaban qué falta habría cometido para que retrasaran tantosu iniciación en los ritos, la miraran ahora con admiración.

A medida que veía cómo el cuerpo de su madre se deformaba con elembarazo, Viviana caminaba serena y con gracia, exultante en su virginidad.Sabía que el Grial, al igual que la Diosa, se manifestaba bajo formas diversas,pero ella tenía claro que la más importante de todas era aquella que los druidascustodiaban, el radiante recipiente de la pureza impoluta.

La víspera del equinoccio de otoño, cuando las fuerzas del sol y lasombra se equilibran, los druidas fueron a buscar a Viviana. La vistieron conuna túnica aún más blanca que las suyas y la condujeron en silencio hasta unacámara subterránea. Allí, sobre un altar de piedra, había una espada con lavaina ajada por el tiempo. Apoyada en una de las paredes vio una lanza, y a sulado, dos hornacinas, una encima de otra. En la de abajo había una granbandeja sobre un paño blanco. Y al ver la de arriba, Viviana contuvo larespiración, pues por primera vez contemplaba el Grial.

No podía decir qué aspecto tendría para ojos no iniciados; quizá parecierauna copa de arcilla o un cáliz de plata, o un cuenco de cristal con un mosaicode flores de ámbar. Sin embargo, lo que Viviana veía era una vasijatransparente que no parecía hecha de cristal, sino de agua que había tomadola forma del recipiente que la contenía. Estaba convencida de que sus dedosmortales podrían atravesarla. Pero le habían dicho que lo sostuviera, así quese adelantó.

Cuando estuvo cerca, sintió una fuerza que la empujaba hacia atrás. Eracomo si intentara avanzar a contracorriente por un río. O tal vez fuera unavibración, pensó medio aturdida, porque ya no sentía que le pitaban los oídos,sino un dulce tararear que poco a poco fue engullendo cualquier otro sonido.Cuando se acercó aún más, se preguntó si no desintegraría sus huesos.

De repente, Viviana sintió miedo y miró hacia atrás. Los druidas lacontemplaban, expectantes, y la animaban a seguir. Se dijo a sí misma que losterrores que la atacaban eran irracionales, pero los sentía.

¿Y si fuera un plan urdido entre Taliesin y su madre para deshacerse deella? Real o imaginado, sabía que, si tocaba el Grial asustada, significaría su

muerte. Se dijo que no tenía por qué hacerlo. Podía dar media vuelta e irse, yvivir con la vergüenza. Pero la muerte era preferible a la vida que había llevado.No tenía nada que perder. Volvió a mirar el Grial y esa vez vio un recipiente quecontenía un espacio inmenso preñado de estrellas. De esa oscuridad le llegóuna voz, tan débil que apenas podía oírla, pero que sintió en los huesos.

—Soy la disolución de todo lo pasado; de mí nace todo lo que está porvenir. Ven a mí y abrázame, y mis aguas oscuras te bañarán, pues soy elCaldero del Sacrificio. También soy el Cáliz del Nacimiento. Desde misprofundidades renacerás de nuevo. Hija, ¿vendrás a mí y llevarás mi poder almundo?

Viviana sintió que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pues en esavoz reconoció no a Ana, sino a la auténtica Madre que siempre había ansiado.Dio un paso hasta el punto de equilibrio entre la Oscuridad y la Luz y tomó elGrial.

Una radiación deslumbrante que era ambas cosas y ninguna al mismotiempo empezó a latir en la cámara. Uno de los druidas profirió un grito y salióde la habitación, otro se desmayó. Pero los demás se quedaron allí, con laboca abierta, aturdidos, y cuando la Doncella, que sabía que en ese momentoera algo más que Viviana, levantó el Grial, todos los rostros resplandecieron dealegría.

Pasó por en medio de ellos y subió la escalera portando el cáliz sagradoentre las manos. Con pasos firmes tomó el camino que conducía al manantialsagrado y allí, donde el agua surgía sin fin desde sus fuentes ocultas, searrodilló y lo llenó. Desde el nicho del pozo donde estaba oculto el frasco con lasangre sagrada que el padre José había dejado al cuidado de las sacerdotisasllegó un resplandor como respuesta. El agua fluía clara y pura del manantialsagrado, pero dejaba una mancha de sangre sobre las piedras. CuandoViviana lo levantó lleno de agua, el Grial empezó a latir con un brillo rosado.

Aquella preciosa luz brillaba como el alba a medianoche mientras Vivianaproseguía por el camino que conducía al lago. Allí volvió a levantar el Grial yvertió sobre las aguas su contenido, que cayó en un chorro refulgente. Para suvisión alterada, el agua del manantial esparcía su brillo en pequeñas motas,hasta que todo el lago se volvió opalescente. Todo lo que el agua tocara, losabía, quedaría bendecido, no sólo en Avalón, sino en todos los mundos.

A Viviana la ceremonia del Grial le había dado una enorme paz, pero lossajones seguían hostigando el mundo exterior.

Una tarde, varias semanas después, cuando los días se acortaban con lallegada de Samhain, una de las muchachas llegó corriendo del lago con lanoticia de que se acercaba una barca. Quien remaba era Heron, uno de loshabitantes del pantano que conocía el hechizo para atravesar las nieblas deAvalón, pero el pasajero, por su ropa, era reconocible como uno de los monjesde Inis Witrin. Antes de que la suma sacerdotisa tuviera tiempo de decir nada,todos los que oyeron a la muchacha bajaron por el camino para verlo.

Cuando el remero acercó la barca hasta la orilla distinguieron al monje,

que iba sentado a popa con los ojos vendados.

—¡Padre Fortunato! —exclamó Viviana, acercándose a él. Ana le dirigióuna mirada de sorpresa, pero no había tiempo para preguntas.

—Heron, ¿por qué has traído a este extraño sin mi permiso?

El hombre de los pantanos se postró de rodillas, con la frente tocando elsuelo, mientras el monje se volvía como si pudiera ver con las orejas. Nollevaba las manos atadas, pero Viviana reparó en que no intentó quitarse elpañuelo.

—¡Señora, lo he traído para que hable por mí! Los lobos...

Sacudió la cabeza y calló, temblando.

—Se refiere a los sajones —intervino Fortunato—. Han saqueado Lindinisy ahora vienen hacia aquí. El pueblo de Heron, en la orilla sur del lago, ya estáardiendo en llamas. Su gente se ha refugiado en nuestra abadía, pero si lossajones vienen, como parece, no tenemos manera de oponemos a ellos. Noculpéis a este hombre, pues ha sido idea mía acudir a vos. Nosotros, losmonjes de la abadía, estamos dispuestos a sufrir martirio por nuestra fe, peronos parece excesivo que mueran hombres, mujeres y niños inocentes. Hemosintentado convertirlos, pero siguen teniendo más fe en los antiguos dioses queen los nuevos. No conozco ningún poder que pueda protegerlos, excepto el deAvalón.

—¡Extraño monje sois si creéis eso! —exclamó la suma sacerdotisa.

—Puede ver a las hadas y goza de su favor —intervino Viviana.

El monje volvió la cabeza en su dirección y sonrió.

—¿Eres tú, mi bella doncella? Me alegro de que llegaras sana y salva acasa.

—Escucho tu petición, pero no es algo que pueda decidir en estemomento —dijo Ana—. Deberás esperar hasta que me reúna con mi consejo.Mejor aún, que Heron te devuelva a tu lugar. Si decidimos ayudarte, ¡no haráfalta que nos digas cómo!

El debate en el salón de reuniones duró hasta bien entrada la noche.

—Desde la época de Carausio, Avalón se ha mantenido en secreto —razonaba Elen—. Antes de eso, por lo que he oído, la suma sacerdotisaintervenía a veces en los asuntos del mundo, pero nunca resultó bien. No creoque debamos modificar una costumbre que nos ha ido bien hasta ahora.

Uno de los druidas asintió vigorosamente.

—Así es, y creo que este ataque no hace sino demostrar lo acertado denuestro aislamiento.

—Los sajones son paganos —dijo Nectan—. A lo mejor nos hacen unfavor limpiando la tierra de cristianos, que llaman a nuestra Diosa demonio ynos masacran como adoradores del diablo.

—Pero ¡no sólo matan a los cristianos! —señaló Julia—. Si exterminan alas gentes de los pantanos, ¿quién conducirá las barcas que nos llevan y traencuando debemos ir a Britania?

—Sería una vergüenza abandonarlos después del buen servicio que noshan prestado durante tanto tiempo —intervino uno de los druidas jóvenes.

—Además, los cristianos de la abadía son diferentes —señaló Manduatímidamente—. ¿Acaso no eran amigos la madre Caillean y el fundador de lacomunidad?

—¿Qué mejor ocasión que ésta para usar vuestro poder? —preguntó eldruida joven—. ¿De qué sirve la magia si no la utilizamos cuando haynecesidad?

—Debemos esperar al mensajero que los dioses han prometido —dijoElen—. ¡Blandirá la espada y expulsará a los malvados de esta tierra!

—¡Pues más vale que nazca pronto! —suspiró Mandua.

Viviana, que ya no podía controlar su exasperación, abandonó la sala. Nopodía sacar de su mente al padre Fortunato. Era obvio que no todos loscristianos eran unos fanáticos; entre ellos, también se encontraban hombrescomo él. Y sabía que aún existía una conexión entre Avalón e Inis Witrin. Apesar de las protecciones de las que se vanagloriaban las sacerdotisas, estabasegura de que la destrucción de Inis Witrin afectaría sin duda a Avalón.

Como le sucedía a menudo en los últimos tiempos, Viviana descubrió quesus pasos la habían conducido al santuario donde se guardaban los tesoros.Tenía derecho a ir y venir al lugar a su antojo, y el druida que estaba de guardiase apartó para dejarle el paso franco.

«¿Por qué está vigilándolos?», se preguntó mientras miraba el fantasmalresplandor de poder que atravesaba los paños con los que estaban tapados.Sí, había utilizado el Grial para bendecir la tierra, pero Avalón ya era sagrado.La tierra que había que bendecir estaba en el mundo exterior. Nadie habíatocado la espada desde Gawen, y ella no sabía cuándo había sido la última vezen que se había usado la bandeja o la lanza. ¿Para quién estaban reservadas?

Como si hubiera escuchado sus pensamientos, del Grial surgió unresplandor brillante. «Es lo que quiere —pensó Viviana maravillada—. ¡Quiereobrar en el mundo!»

Repasó mentalmente los últimos días. Aunque las restricciones rituales sehabían relajado en las semanas que precedían al equinoccio, ella se habíaacostumbrado a su dieta y comía poco. Aquel día en concreto, con lasemociones vividas, aún no había ingerido nada. Dio un suspiro y se dirigióhacia el Grial.

—¿Qué haces? —Taliesin estaba de pie en el umbral, con el miedoreflejado en los ojos—. No estás preparada, la ceremonia aún no se hacelebrado...

—Hago lo que debo hacer. Vosotros estáis demasiado divididos paratomar una decisión, pero yo sólo veo la necesidad, y siento que el Grial desearesponder. ¿Me negarás el derecho que me ha sido otorgado?

—Tienes el derecho. Eres la Guardiana del Grial. —Le costaba pronunciarlas palabras—. Pero no has entendido sus deseos, el Grial te destruirá...

—Es mi vida lo que arriesgo, y también tengo derecho a eso... —dijo consuavidad y vio que el rostro del hombre se transformaba, como sucedía en los

rituales y en las ocasiones señaladas.

—¿Cómo pasarás a la otra isla?

—Si es mi destino ir allí, el Grial me mostrará el camino.

Asintió con la cabeza.

—Así es. Ve al manantial y da tres vueltas a su alrededor pensando en ellugar al que quieres ir y, cuando termines la última vuelta, estarás allí. No voy aprohibírtelo, pero te seguiré, si lo deseas, para protegerte...

Viviana asintió, después tomó el Grial en sus manos y le sobrevino unarrebato que eliminó su percepción humana.

Taliesin comprendió que los poderes de Avalón estaban intactos, pues ladoncella que transportaba el Grial ya no era Viviana. Sin embargo, él estabaaún lo bastante consciente para sentir miedo y deslumbramiento a partesiguales cuando cruzaron el límite entre los mundos. Entonces la dulceoscuridad de Avalón fue reemplazada por un olor a humo, y la canciónnocturna de los grillos por gritos de hombres moribundos.

Los hombres del Dragón Blanco atacaban Inis Witrin. Algunos de losedificios más distantes ya estaban ardiendo. Las gentes de los pantanosintentaban defenderse, pero eran como niños en manos de los sajones. Labatalla se desarrollaba lejos de las ermitas apiñadas junto a la vieja iglesia, porel huerto de los monjes y en los cobertizos que habían construido alrededor delmanantial.

La doncella se detuvo a contemplar la escena. Llevaba el Grial abrazadocontra su pecho, aún cubierto, y todo su cuerpo parecía brillar. De lasprofundidades de la casa del manantial, Taliesin vio salir un resplandor rojizo.De repente alguien vio a la doncella y gritó. Las gentes de los pantanosretrocedieron, pero los sajones, al escuchar la palabra «tesoro», echaron acorrer hacia ella con la lengua fuera, como lobos que siguen un rastro.

Los sajones habían atacado con fuego. Eso era bueno, pensó Taliesin,pues los combatiría el poder del agua. Aunque sus aullidos lo atemorizaron,permaneció detrás de la doncella, que se mantuvo firme. Y entonces, cuandoya veía el reflejo del fuego en los dientes del primer hombre, levantó el pañoque cubría el Grial.

—Hombres de sangre, ¡contemplad la sangre de vuestra madre! —gritócon voz clara, y empezó a derramar el agua recogida en el manantial de Avalón—. ¡Hombres codiciosos, recibid el tesoro que deseáis y venid a Mí!

Para Taliesin lo que derramó fue un río de Luz, tan brillante que apenaspodía ver. Pero los sajones empezaron a ir de un lado a otro como si sehubieran quedado ciegos, gritando que los había tragado la oscuridad. Y elagua los envolvió, y perecieron ahogados.

En los días posteriores hubo tantas versiones de lo sucedido como ojos lohabían contemplado. Algunos monjes juraban que el mismo José se habíaaparecido con el frasco que contenía la sangre de Cristo que había llevado aBritania consigo. Los sajones que sobrevivieron juraban que habían visto a lagran reina del Submundo justo antes de que el río que circundaba el mundo selevantara y los engullera. Las gentes de los pantanos, con aquellas sonrisassecretas suyas, contaban cómo la diosa del manantial había vuelto a ayudarlosde nuevo en momentos de necesidad.

Fue Taliesin, probablemente, quien se acercó más a la verdad cuandoinformó a la suma sacerdotisa de lo que había ocurrido, pues era consciente deque las palabras humanas no alcanzaban para describir aquella otra realidad.

Ni la propia Viviana pudo decir nada. A ella sólo le quedaba un vago recuerdo del portento y la corona de flores de las hadas que el padre Fortunato le había hecho llegar a través de un hombre de los pantanos.

44

El invierno pasó sin sobresaltos. Los primeros fríos devolvieron a losasaltantes a sus guaridas en el este, y sus víctimas se curaron las heridas y sedispusieron a reconstruir sus hogares. Llegaron noticias de que los hijos deVortigern habían acorralado a Hengest en la Isla de Tanatos. El mundoesperaba pacientemente la primavera y, en Avalón, todos aguardaban elnacimiento del niño de la Dama.

Tras el asalto, Viviana había insistido en que la iniciaran, pero no sesorprendió cuando su madre se negó de nuevo. Como Ana había dicho,debería haber sido castigada por obrar por su cuenta. Lo único que la salvabaera el éxito de su actuación, pues el fracaso habría conllevado su propiocastigo. Sin embargo, ni la suma sacerdotisa osaría reprobar lo que el Grialhabía consentido. Aunque tampoco iba a recompensar la presunción de su hija.

Así pues, esta vez Viviana no se quejó. Tanto ella como su madre sabíanque podía irse cuando quisiera. Cuando la criatura naciera tomarían unadecisión, pues si era una niña que pudiera reemplazarla, la situación cambiaría.Así que tanto Viviana como Ana esperaban con ansia la primavera.

Pasó la fiesta de Briga, y las flores empezaron a caer de los manzanos. Amedida que se acercaba el equinoccio de primavera, los prados, de un verderesplandeciente tras las inundaciones invernales, empezaron a adornarse condientes de león, pequeñas orquídeas violetas y las primeras estrellitas blancasde perifollo. En los pantanos se veía algún capullo de ranúnculo acuático y,desperdigados como pepitas, las florecidas doradas de la caléndula; en lasorillas, el ácoro bastardo empezaba a mostrar sus colores y los primerosnomeolvides descansaban sobre la hierba como pedacitos de cielo caído. Elclima era muy variable. A un día tormentoso, le sucedía otro que conservabaaún el frío del invierno, y al siguiente llegaba la promesa sonriente del verano.Segura en el vientre de su madre, la criatura que Ana llevaba dentro seguíadesarrollándose.

Ana se levantó del banco con la ayuda de su vara y siguió subiendo.Hasta ese momento no se le había ocurrido considerar que su estado no era elidóneo para realizar aquella ascensión. Por ese motivo, el banco que habíaordenado poner entre la orilla del lago y el salón de reuniones se agradecía de

verdad. La vara no era para sostenerse, sino para mantener el equilibrio encaso de que pisara por descuido alguna piedra.

Miró el abultamiento de su barriga con una mezcla de exasperación yorgullo. Debía de parecer un caballo tirando de un carro. El embarazo, que enuna mujer más alta habría parecido majestuoso, en ella quedaba grotesco.Taliesin era delgado pero alto, y ella sospechaba que su hijo se le parecería. Serecordó a sí misma que había dado a luz a sus dos primeras hijas sindemasiada dificultad y habían sido altas y rubias. El nacimiento de Viviana nosupuso ninguna complicación, pues era pequeña.

«Pero entonces no tenía cuarenta años», pensó con amargura. A losdieciséis años había subido el Tozal sin pararse a jadear hasta el mismo día delparto. Pero ahora, a pesar de que la euforia del embarazo le había permitidopasar los primeros meses de buen humor, su cuerpo ya no tenía la resistenciade la juventud. «Éste debería ser mi último hijo...»

Algún sentido más sutil que el oído la hizo detenerse. Miró hacia arriba yvio que su hija la miraba. Como de costumbre, la visión de Viviana le producíadolor y orgullo al mismo tiempo. Los duros rasgos de la muchacha noexpresaban ninguna emoción, pero Ana sentía la mezcla de envidia y burla queViviana había mostrado desde que había tenido conocimiento del nuevo niño.Sin embargo, a medida que el vientre de su madre crecía, la envidia había idodisminuyendo.

«Ahora comienza a entender. ¡Debo hacerle ver que el trabajo desacerdotisa, especialmente el de Dama de Avalón, proporciona tanto dolorcomo alegría! ¡Tengo que hacérselo ver como sea!»

Con los pensamientos puestos en su hija, Ana se distrajo y resbaló en elbarro. Ni la vara fue suficiente para sostenerla. Intentó girarse para caer delado, pero el brazo no pudo aguantar el peso, y ya nada pudo impedir que suenorme vientre entrara en contacto con el suelo. Se quedó sin aire y durante unmomento perdió el sentido.

Cuando recuperó la visión, Viviana se encontraba de rodillas a su lado.

—¿Estás bien?

Ana se mordió el labio cuando uno de los pequeños temblores que lahabían acometido a intervalos durante la última semana le provocó lacontracción de los músculos del abdomen. Esa vez, sin embargo, sintió undolor más profundo, más carnal, en el útero. Expulsó aire en un largo suspiro.

—Lo estaré —susurró—. Ayúdame a levantarme.

Cuando estuvo de pie, sintió un reguero cálido que le corría por laspiernas. Miró hacia abajo y vio que el agua de su útero había formado uncharquito en el suelo.

—Pero... ¿qué te ocurre? —gritó Viviana—. ¿Estás sangrando? ¡Ah!...

En ese momento relacionó lo que estaba viendo con la educación comocomadrona que todas las novicias recibían. Miró a su madre. Estaba cada vezmás pálida, y tragó saliva.

Ana sonrió al ver la confusión de la muchacha.

—Así es. Ya ha empezado.

Viviana contemplaba fascinada cómo el vientre de su madre se contraía.Ana dejó de dar vueltas y se agarró al borde de la mesa, aspirando aire. Nopodía soportar el contacto de la ropa contra la piel y habían alimentado lashogueras de su cabaña para mantenerla caliente. Viviana observó que estabasudando, a pesar de que llevaba una túnica ligera, pero Julia, la comadronamás experimentada, y la vieja Elen estaban tan tranquilas charlando junto alfuego.

En las horas que precedieron al alumbramiento, Viviana pensó más deuna vez en la inverosímil manera que los humanos tenían de llegar al mundo.Resultaban más creíbles los cuentos romanos, en los que los niños nacían dehuevos de cisne y cosas por el estilo. De niña, había visto en la granja deNeithen cómo parían los animales, pero de eso hacía mucho tiempo, y aunquerecordaba haber visto resbalar a los cachorritos desde el útero, húmedos yretorcidos, nunca había seguido el proceso tan de cerca como en esemomento, cuando podía ver la tensión de los músculos bajo la piel desnuda desu madre.

Ana suspiró y se irguió, arqueando la espalda.

—¿Quieres que te dé un masaje? —le preguntó Julia.

Ana asintió y se agarró a la mesa.

—¿Cómo puedes seguir andando? Debes de estar agotada. ¿Noprefieres tumbarte? —le preguntó Viviana, señalando hacia el jergón, unasábana limpia sobre paja fresca.

—No —respondió Ana y apretó los dientes, al tiempo que le hacía unaseñal a Julia para que parara hasta que pasara la contracción—, a mí me vamejor permanecer de pie. Así el peso de la niña la ayuda a caer.

—¡Estás muy segura de que es una niña! —exclamó Viviana—. ¿Y quépasará si llevas a un niño? A lo mejor es el Defensor de Britania el que seesfuerza por venir al mundo.

—En estos momentos —pudo decir la parturienta—, me conformo con unhermafrodita.

Julia hizo un gesto de alerta y Viviana parpadeó. Esa contracción era másfuerte, y cuando terminó, había sudor en la frente de Ana.

—Tal vez tengas razón. Creo que voy a descansar un rato... —Se apartóde la mesa y Viviana la ayudó a tumbarse. Estaba claro que en esa posición lascontracciones le resultarían más dolorosas, pero tal y como le dolían laspiernas, el descanso valía la pena—. En todos los partos llega un momento enel que te gustaría olvidarte de todo. —Ana cerró los ojos y respirópausadamente mientras duraba la siguiente contracción—. Las primerizasllaman a sus madres..., incluso las sacerdotisas. Lo he oído muchas veces. Yotambién lo hice, la primera vez.

Viviana se le acercó, y cuando Ana sintió la siguiente contracción, cogió la

mano de su hija. A juzgar por la fuerza del apretón, Viviana se imaginó elesfuerzo que debía de estar haciendo su madre para no gritar.

—¿Ya has llegado a ese punto?

Ana asintió. Viviana la miró y se mordió también ella el labio cuando losdedos de su madre se clavaron de nuevo en su mano. «Por esto mismo pasócuando me trajo a mí al mundo...» Era un pensamiento tranquilizador. En losúltimos cinco años se habían enfrentado sin contemplaciones. Pero ahora Anaestaba en manos de la Diosa, indefensa ante Su poder. Lo último que Vivianaimaginaba es que su madre le permitiera presenciar este momento suyo devulnerabilidad.

La contracción pasó y Ana se quedó jadeando. Transcurrieron unosminutos sin que llegara otra. Eran como las lluvias, que iban y venían con lasnubes de una tormenta.

Viviana se aclaró la garganta.

—¿Por qué me quieres aquí?

—Asistir al nacimiento de un niño forma parte de tu educación...

—¿De tu hijo, precisamente? Podría haber tenido esta experienciaasistiendo a una mujer de los pantanos...

Ana sacudió la cabeza.

—Ellas sueltan a sus hijos como gatitos. Yo también lo hice así las tresprimeras veces. Dicen que los últimos hijos llegan más rápido, pero creo que ami útero se le ha olvidado cómo se hace. —Suspiró—. Quería que vieras... quehay cosas que ni siquiera la Dama de Avalón puede controlar.

—Pero si no piensas ordenarme como sacerdotisa, ¿qué habría deimportarme? —El dolor afilaba el tono de voz de la muchacha.

—¿Crees que yo no querría verte ya convertida en sacerdotisa? Sí,supongo que lo crees. El motivo... —En ese momento se detuvo, sacudiendo lacabeza—. Las obligaciones de una madre y una sacerdotisa son a vecesdifíciles de conciliar. Esta criatura podría ser un niño o una niña sin talentoalguno. Como suma sacerdotisa es obligación mía preparar a una sucesora. Yyo no puedo arriesgarme hasta saber... —Otra contracción le arrancó el aliento.

«¿Y como madre?», pensó Viviana, que no se atrevía a pronunciar laspalabras.

—Ayúdame a levantarme —dijo Ana con voz ronca—. Tardará más si sigotumbada.

Se apoyó en el brazo de la muchacha y luego se cogió a su hombro.Viviana tenía el tamaño y la complexión exacta para sostenerla. Ana se habíamostrado siempre tan fría y distante con su hija que ésta nunca había reparadoen lo parecidas que eran en realidad.

—Háblame... —dijo Ana mientras paseaban de un lado a otro de laestancia, deteniéndose cuando llegaba una contracción—. Háblame de...Mona... y la granja.

Viviana la miró con sorpresa. Su madre nunca se había interesado por su

infancia. A veces se preguntaba si recordaría el nombre de Neithen. Pero lamujer que descansaba en su brazo, ladeando, no era la madre que habíaodiado, y la pena abrió su corazón y su recuerdo. Habló de la verde islaazotada por el viento, con hileras de árboles en la orilla, y cuyo extremo másalejado afrontaba el mar embravecido. Le habló de las piedras desperdigadasque habían sido una vez un templo druídico y de los ritos que losdescendientes de las familias que habían sobrevivido a la masacre de Paulinoseguían practicando allí. También le habló de la granja de Neithen y de laternera que había visto nacer.

—Supongo que ahora ya será una vaca vieja que habrá tenido un montónde terneritos.

—Al parecer, llevabas una vida saludable y feliz... Confiaba en que fueraasí cuando dejé que Neithen te llevara. —Una vez que pasó el dolor, se irguió yvolvió a caminar, aunque más lentamente.

—¿Darás al niño en adopción? —le preguntó Viviana.

—Es lo que debería hacer... aunque esté claramente destinada a sersacerdotisa —añadió Ana rápidamente—. Pero me pregunto si hoy en día hayalgún lugar en el que pueda crecer segura.

—¿Por qué no habría de quedarse? Cuando llegué aquí, todas me decíanque era demasiado mayor para empezar mi aprendizaje.

—Creo... —dijo Ana— que me voy a tumbar.

Un hilo de sangre le corría por la pierna. Julia llegó, la examinó y dijo queel útero se había abierto ya cuatro dedos, lo que ellas estimaban como un buenprogreso. Viviana, no obstante, seguía sin verlo claro.

—Es mejor que el niño tenga algo de experiencia del mundo exterior.Anara se crió aquí, y creo que eso la hizo más débil en ciertos aspectos —leexplicó Ana mirando hacia abajo y tensando los músculos de la mandíbula conel nuevo espasmo de dolor.

—¿Qué le pasó? —susurró Viviana, acercándose más—. ¿Por qué muriómi hermana?

Durante un momento pensó que su madre no iba a responder. Entoncesvio que de sus ojos cerrados se escapaba una lágrima.

—Era muy bonita, mi Anara..., no como nosotras —susurró Ana—. Teníael pelo rubio como un campo de trigo al sol. Y se esforzaba por ser agradable...—«¡Desde luego, no como nosotras!», pensó Viviana con un humor agrio, peropermaneció callada—. Me dijo que estaba lista para la prueba y yo quisecreerla... Deseaba que fuera así. Y la dejé ir. Rezo cada día, Viviana —y leapretó el brazo—, ¡para que nunca tengas que abrazar el cadáver de tu hija!

—¿Por eso has retrasado mi iniciación? —le preguntó Viviana,sorprendida—. ¿Porque tenías miedo?

—Puedo juzgar a las demás, pero no a ti... —Ana sollozó un poco cuandollegó la siguiente punzada y después volvió a tranquilizarse—. Pensaba queAnara estaba preparada...

—¡Señora, debéis relajaros! —Julia se inclinó sobre ella mirando a

Viviana—. Dejad que la muchacha se vaya, yo me quedaré con vos.

—No... —murmuró Ana—. Viviana debe estar presente.

Julia frunció el entrecejo, pero no dijo nada y volvió a masajearle el tensovientre. En el silencio que siguió, Viviana oyó un acorde musical y reparó depronto en que llevaba un buen rato escuchándolo. A ningún hombre se lepermitía entrar en la cámara de parto. Seguro que Taliesin estaba sentadofuera.

«¡Ojalá estuviera aquí! —pensó Viviana, enfadada—. Todos los hombresdeberían ver por lo que ha de pasar una mujer para darles un hijo.»

Ahora las contracciones eran rápidas. Daba la impresión de que Ana notenía tiempo para coger aire antes de que su cuerpo volviera a contraerse denuevo. Elen le sostenía una mano y Viviana la otra, mientras Julia volvía aexaminarle la entrepierna.

—¿Tardará mucho? —susurró la muchacha cuando la comadrona selamentó.

Julia se encogió de hombros.

—Tal y como van las cosas, no. Éste es el momento en que el cuerpotermina de abrir el útero y se prepara para expulsar al niño. Tranquila, Señora—le dijo a Ana friccionándole de nuevo el vientre con sus ágiles dedos.

—Oh, Diosa... —musitó Ana—, Diosa, ¡por favor!

Eso, pensó Viviana, era intolerable, y se inclinó hacia delantemurmurando palabras de ánimo que ni siquiera conocía. Los ojos de su madre,dilatados por el dolor, se fijaron en los suyos y de repente parecieron cambiar.Por un momento la vio joven, con su larga melena sudada y enmarañada enuna masa de rizos.

—¡Isarma! —susurró—, ¡Ayúdame a mí y al niño!

Y como un eco llegaron las palabras:

—Que el fruto de nuestras vidas quede ligado a ti, Oh, Madre, oh, MujerEterna que sostienes la vida en el interior de todas tus hijas...

La joven miró el pálido rostro de su madre y supo que ella también lashabía oído. En ese instante ya no eran madre e hija, sino dos mujeres juntas,almas hermanas ligadas la una a la otra y a la Gran Madre, vida tras vida,desde el tiempo en que los sabios aparecieron por el mar.

Y con ese recuerdo llegó otro saber, aprendido en otra vida, en un templocuya sabiduría en tomo al nacimiento era más profunda que ninguna de las quehabía aprendido en Avalón. Con la mano libre, Viviana dibujó el sello de laDiosa en el vientre de su madre.

Ana se recostó con un profundo suspiro y la joven, recuperando su sercon una brusquedad aturdidora, sintió un momento de miedo. Entonces sumadre volvió a abrir los ojos, que entonces brillaban con fuerza renovada.

—Levántame... —dejó escapar en un silbido—. ¡Es la hora!

Julia comenzó a dar órdenes. Ayudaron a Ana a colocarse en cuclillas alborde de la cama mientras Elen y Viviana se arrodillaban sobre la paja para

sostenerla. Julia extendió una sábana limpia debajo y esperó mientras Anagemía y daba a luz. Empujaba con todas sus fuerzas; sostenerla era comointentar contener a una fuerza de la naturaleza. Julia la apremiaba, le decía queya podía ver la cabeza del bebé, otro apretón, uno más, y saldría afuera.

Viviana, mientras sentía los temblores que recorrían el cuerpo de sumadre, se descubrió rogando a la Diosa con fervor. Ana tomó aire y sintió queel calor le explotaba dentro como si hubiera aspirado fuego. La luzresplandecía por todas sus extremidades, una fuerza demasiado fuerte paraser contenida en una estructura humana; por un momento, era la Gran Madre,que daba a luz al mundo.

Cuando espiró, el poder salió de ella con la fuerza del rayo y, a través desu cuerpo de mujer, empujó con toda su fuerza. Julia gritó que la cabeza salía yAna volvió a empujar con un grito que debió de oírse en Inis Witrin, y algohúmedo, rojo y retorcido resbaló y cayó en las manos de la comadrona.

Una niña... En el repentino silencio que siguió, todas miraron la nuevavida que acababa de venir al mundo. Entonces la niña volvió la cabeza y elsilencio quedó roto por un llanto débil y parecido a un maullido.

—Mira que niña más bonita —murmuró Julia enjugándole la carita con unpaño suave y sujetándola para limpiar el cordón de sangre—. Elen, sujeta a laDama mientras Viviana me ayuda.

A Viviana le habían explicado lo que había que hacer, pero le temblabanlas manos cuando ató el cordón con un hilo fuerte y lo cortó por la parte blanda.

—Bien. Sostenla un momento.

Viviana casi no se atrevía a respirar cuando la comadrona le puso a laniña en brazos. Bajo las manchas de sangre, el bebé tenía la piel rosada y losmechones de pelo, que empezaban a secarse, parecían rubios. No era unaniña de las hadas, sino de las gentes doradas, de la raza de los reyes.

Elen preguntó cómo llamarían a la niña.

—Igraine... —murmuró Ana—. Su nombre es Igraine.

Como en respuesta, la niña abrió los ojos y a Viviana se le desbocó elcorazón. Pero cuando miró en aquellos ojos de un azul incierto, le sobrevinouna visión. Vio a la bella joven que sería esa niña con un pequeño en susbrazos. Pero al momento siguiente, ese niño lozano, convertido en adulto,cabalgaba hacia la batalla con el brillo del héroe en los ojos y la espada deAvalón ceñida a la cintura.

—Su nombre es Igraine... —su voz parecía proceder de lelos— y el frutode su matriz será el Defensor de Britania...

Taliesin tocaba el arpa junto al hogar del enorme salón de reuniones.Aquella primavera había cogido a menudo su instrumento. Las canciones queinterpretaba alegraban el corazón de los sacerdotes y las sacerdotisas. Decíanque el bardo ponía voz al júbilo que sentían en esa época del año, cuando lasaves migratorias volvían a los pantanos de Avalón. Taliesin sonreía, asentía y

seguía tocando, y confiaba en que no repararan en que sus ojos no estabanalegres.

Debía sentirse feliz. Aunque no podía reclamarla como tal, aquellahermosa niña era su hija, y Ana se recuperaba bien.

Pero lo hacía lentamente. Aunque no había gritado durante el parto, comootras mujeres, él había estado lo suficientemente cerca de la puerta para oírsus gemidos mientras daba a luz. En esa ocasión había tocado el arpa tantopara aislarse de los sonidos como para alegrar a las que había dentro. ¿Cómohacían los hombres que tenían un hijo al año? ¿Cómo podía un hombresoportar saber que la mujer a la que ama se arriesga a morir para que salga elfruto de la semilla que él ha plantado?

Puede que otros hombres no amaran a sus esposas como él amaba a laDama de Avalón. O tal vez fuera porque ellos no llevaban consigo la maldiciónde las enseñanzas druídicas que a él le permitían compartir la agonía. Lehabían sangrado los dedos intentando crear una barrera de música que loseparara del dolor.

Y en ese momento le atenazaba una nueva pena. Sus recuerdos delnacimiento de Viviana eran borrosos. Había estado ocupado con sus tareascotidianas y el parto había sido fácil; además, tampoco sabía que la niña erasuya. Pero fuese quien fuese su padre, Viviana era su hija. Y Ana había dadopor fin su consentimiento para la iniciación. Ahora comprendía por qué la sumasacerdotisa la había retrasado tanto. También él viviría atemorizado hasta quela muchacha volviera sana y salva del otro lado de las nieblas.

Así pues, Taliesin tocaba y tocaba. Su música expresaba la añoranza porlas cosas que pasan y que ya nunca vuelven a ser las mismas. Y con lamúsica, el dolor y el miedo se trocaban en armonía.

Mientras paseaba por la orilla del lago, Viviana miró la forma puntiagudadel Tozal al otro lado del agua, reuniendo valor para superar la prueba que laconvertiría en sacerdotisa de Avalón. Si necesitaba algo para acabar deconvencerse de que ya no estaba en el mundo en que había pasado losúltimos cinco años, era eso, pues en vez del familiar círculo de piedras, lo quevio en la cumbre fue una torre a medio construir. Estaba dedicada a un diosque se llamaba Mikael, le habían dicho, aunque lo llamaban angelos. Era unSeñor de la Luz que los cristianos habían invocado para que combatiera elpoder del dragón de la diosa de la tierra que una vez moró en la colina.

«Y que lo sigue haciendo en Avalón», pensó, frunciendo el entrecejo.Pero cualesquiera que fueran las intenciones de los constructores, aquella torrefálica parecía menos una amenaza a la tierra que un desafío al cielo, un faropara marcar el flujo de poder. Los cristianos habían heredado muchascreencias antiguas, pero no entendían su verdadero significado... Supuso quedebía alegrarse de que, aunque fuera a través de esa forma distorsionada, enel mundo siguieran manteniéndose los Misterios.

Y ése era el único Misterio que vería si no era capaz de regresar aAvalón.

Viviana se volvió para mirar la tierra que había tras ella, donde la llanurade agua del Brue serpenteaba por una maraña de pantanos y prados hastallegar al estuario del Sabrina. Si respiraba profundamente, creía poder oler eldistante olor a salitre del mar.

Prosiguió su camino y observó el rastro blanco del sendero que, formandotres grandes curvas, subía por las crestas de las Colinas Mendip y, al otro lado,las alturas menos escarpadas de las Polden. En algún lugar entre esos dospuntos quedaba Lindinis y la calzada romana. Se le ocurrió que, si quería, eralibre de tomar cualquier otra dirección y encontrar una nueva vida.

Pero eso podía haberlo hecho antes. Ahora quería volver. No llevaba másque una túnica y su pequeña hoz a la cintura, pero mi madre la había dejadolibre al fin.

Viviana se sentó en un tronco y observó a un martín pescador que sezambullía y emergía como el espíritu del cielo. La luz del sol emitía destellos enel agua y se reflejaba en la madera gastada del pequeño bote que le habíandejado, con una pértiga como la que usaban las gentes de los pantanos. El aireseguía conservando la calidez de la tarde, pero empezaba a levantarse unabrisa ligera por el oeste que traía el frío aliento del mar. Sonrió y dejó que el solle relajara los músculos que se le habían tensado por la emoción. Poder elegirentre salir al mundo o volver a Avalón ya era una victoria; pero sabíaperfectamente que había tomado una decisión.

Llevaba demasiadas noches soñando con esa prueba, había imaginadocada momento, pensado en lo que haría. Sería una pena desperdiciar tantosplanes. Pero no era eso lo que había determinado su decisión. Ya no leimportaba si ella o la pequeña Igraine se convertirían en suma sacerdotisaalgún día; sin embargo, necesitaba demostrarle a su madre que por sus venascorría la auténtica sangre antigua. La euforia que había seguido al parto ya sehabía mitigado lo suficiente para que Viviana se diera cuenta de que ella y Anaseguirían peleando, pues eran demasiado parecidas. Aunque ahora seentendían mejor.

Aunque los objetivos de Viviana no habían cambiado con el nacimiento desu hermana, las motivaciones que había detrás sí se habían visto modificadas.Para mantener ese nuevo entendimiento, debía demostrarse a sí misma queera una sacerdotisa. Y sí, quería volver, discutir con su madre, ver crecer aIgraine y escuchar cantar a Taliesin.

Cosas todas ellas que estaban muy bien, pensó mientras se levantaba yseguía caminando por la orilla. Pero aún tenía que hacerlo.

«La magia —le habían enseñado— es una cuestión de concentrar lavoluntad. Pero a veces hay que dejarse llevar. El secreto reside en sabercuándo ejercer el control y cuándo relajarlo.»

El cielo estaba despejado, pero la brisa marina cobró fuerza. La nieblallegaría, enroscándose desde el Sabrina como una ola espesa, inexorablecomo la marea.

No tenía que transformar las nieblas, sino a sí misma.

—Señora de la Vida, ayúdame, pues sin Ti no podré cruzar de vuelta aAvalón. Muéstrame el camino... —susurró, y entonces, al comprender que no

era un intercambio sino una simple declaración de hechos, añadió—. Yo soy tuofrenda...

Viviana se sentó erguida en el tronco, con las manos apoyadas en lasrodillas. El primer paso fue encontrar su centro. Inspiró, contuvo el aire y espiródespacio; con el aire expulsado salieron todos los pensamientos que ladistraían de su objetivo. Hacia dentro y hacia fuera. Repitió la operación,contando, mientras su conciencia se replegaba en su interior y ella descansabaen una paz intemporal.

Cuando su mente estuvo vacía de todo pensamiento, Viviana tomó aire denuevo y envió su conciencia hacia abajo, hacia las profundidades del suelo.Allí, en los pantanos, no había una base sólida donde poder agarrarse, comoen el Tozal, sino que era una especie de matriz sin adherencia en la que habíaque flotar. Sin embargo, aunque esas profundidades resultaban inestables,también eran una fuente de poder. Viviana absorbió la energía a través de lasraíces que su espíritu había extendido y la extrajo hacia arriba en una ráfagatintineante que surgía desde la coronilla de su cabeza y se elevaba hacia elcielo.

En un primer momento, Viviana pensó que su alma abandonaría elcuerpo; pero su instinto tiró de la energía para que le bajara por la columna yvolviera a la tierra. Luego resurgió con renovado ímpetu hacia arriba, y esta vezViviana se irguió y levantó los brazos mientras el poder latía a través de ella.Gradualmente, la corriente se convirtió en vibración, en una columna deenergía que unía la tierra y el cielo, y ella era el punto de unión entre ambos.

Bajó los brazos extendiéndolos hacia delante y su espíritu se expandió através de ellos para circundarlo todo en el plano horizontal. Todo lo que había asu alrededor era como sombras de luz en su visión: el lago, los pantanos, losprados, los caminos que ascendían por las colinas, el mar... La niebla seextendía como un velo sobre su percepción, fría al tacto pero vibrante de poder.Con los ojos aún cerrados, se volvió lentamente para encararse a ella yconcentró toda su energía para realizar una llamada silenciosa.

La niebla se extendió como una enorme ola gris, cubriendo prados,pantanos e incluso el mismo lago, hasta que pareció que Viviana era el últimoser viviente en el mundo. Cuando abrió los ojos casi no notó la diferencia. Elsuelo era una sombra más oscura a sus pies, y el agua, una insinuación demovimiento. Sintió que un camino se abría ante ella y vio la forma alargada deuna barca. La imagen era desvaída, como si la niebla hubiera descolorido susustancia y sus colores.

Sin embargo, la sintió sólida y saltó sobre ella. Cuando la empujó, notó lasfamiliares sacudidas del agua. En pocos segundos, las formas en sombra de laorilla desaparecieron. Ahora ni siquiera tenía la tierra sólida para anclarse y susojos mortales no vislumbraban ningún destino. Tenía dos opciones: esperar allíhasta el alba a que el viento procedente de tierra disipara la bruma o buscar elcamino de vuelta a Avalón entre la niebla.

Desde las profundidades de sus recuerdos invocó el conjuro. Eraligeramente distinto para cada persona, según le habían enseñado. Y a vecesincluso daba la sensación de que nunca se repetían las mismas palabras. Perolas palabras eran lo de menos, lo realmente importante era la realidad que

expresaban. Y no sólo había que decir el conjuro: las palabras no eran másque el disparador, un recurso mnemotécnico para la transformación del alma.

Viviana pensó en una montaña que había visto, la cual, bajo unadeterminada luz, se convertía en la figura de la diosa dormida. Pensó tambiénen el Grial, que no era más que una simple copa hasta que se miraba con losojos del espíritu. ¿Qué era la niebla cuando no era niebla? ¿De qué materiaestaba hecha, en verdad, la barrera que separaba los mundos?

«No hay tal barrera...»

El pensamiento se precipitó en su conciencia.

«¿Qué es la niebla?»

«No hay tal niebla... Sólo es una ilusión.»

Viviana pensó sobre ello. Si la niebla era una ilusión, ¿qué era la tierraque escondía? ¿Era Avalón un espejismo o lo era la isla cristiana? A lo mejorninguna de las dos existía fuera de su mente, pero, en todo caso, ¿qué era elyo que las imaginaba? El pensamiento perseguía a la ilusión por una espiralinterminable de sinrazón, y a cada vuelta perdía coherencia a medida que loslímites con los que los humanos definen la existencia iban desapareciendo.

«No hay “yo”...»

El pensamiento puro en el que se había convertido Viviana tembló alborde de la desintegración. Un destello de perspicacia le dijo que ésa era laoscuridad en la que se había ahogado Anara. ¿Era ésa la respuesta, que nadaexistía?

«Nada... y Todo...»

«¿Quién eres tú?», gritó el espíritu de Viviana.

«Tu “yo”...»

Su «yo» no era nada, un punto intermitente al borde de la extinción; yentonces, en ese mismo momento, o antes, o después, pues allí no habíaTiempo, se convirtió en Uno, una radiación que llenó todas las realidades. Porun momento eterno, participó de ese éxtasis.

Y a continuación, como una hoja no lo bastante ligera para flotar al viento,cayó hacia atrás, hacia su interior, y reunió todas las partes que se habíandesperdigado. Sin embargo, la Viviana que volvió a su cuerpo no eraexactamente la misma que había sido arrancada de él. Y cuando se redefinió así misma, su voz volvió a ella y cantó las vibrantes sílabas que conformaban elhechizo; y con él, redefinió el mundo.

Incluso antes de que las nieblas se abrieran, sabía que lo habíaconseguido. Era como emerger de un bosque espeso y enmarañado, con laplena convicción de que se va en la dirección equivocada, y de repente, entreun paso y el siguiente, descubrir el camino.

Más tarde, cuando Viviana se preguntó cómo había conseguido superar laprueba en la que Anara había fracasado, pensó que quizá los cinco años debatalla con su madre la habían obligado a construir un «yo» que podía soportarincluso el tacto del Vacío. Pero lejos de creerse demasiado sagrada, entendióque muchos de los que se perdían durante la prueba era porque se

encontraban ya tan cerca del Uno que sus almas separadas se fundían a él,como una gota de agua se une con el todo cuando toca el mar.

El éxtasis de la unión estaba todavía lo bastante cerca como para queViviana intentara ahogar las lágrimas que le brotaron de los ojos cuandodesapareció. Recordó con angustia cómo había llorado cuando su madre laenvió con Neithen. Hasta ahora, no se había permitido recordar ese momento.

«¡Señora..., no me dejes sola!», susurró, y como un eco llegó suconciencia interior:

«Nunca te he dejado sola, y nunca te dejaré. Mientras la vida dure, y másallá, estaré aquí...»

Pero si la luz interior disminuía, la niebla se estaba tornando resplandor amedida que desaparecía; al instante siguiente, Viviana se hallaba en pie,deslumbrada por el sol.

Parpadeó ante el reflejo de la luz en el agua. El resplandor de la piedrablanca de los edificios y el vivido verde de la hierba del Tozal la deslumbraron,y supo que no existía una visión tan bella en ninguno de los mundos. Alguiendio un grito; se cubrió los ojos con una mano y reconoció el pelo rubio deTaliesin. Sus ojos buscaron por la ladera a su madre y su cuerpo se tensó alsentir un antiguo dolor. Taliesin había estado oteando en su busca,probablemente desde el mismo momento en que se marchó. ¿No le importabaa su madre, ni siquiera ahora, si su hija fracasaba o lo conseguía?

Sin embargo, de repente se sintió animada: supo de golpe que su madre estaba escondida porque no pensaba admitir, ni a sí misma ni a nadie, lo mucho que le importaba que su hija volviera a casa sana y salva.

55

—¡Súbeme, Vivi, súbeme!

Igraine levantó los bracitos regordetes y Viviana se la subió al hombro,entre risas. Habían repetido ese mismo juego por todo el jardín infinidad deveces; la niña quería primero explorar el suelo y después que la subiera parapoder ver.

—Uf, creo que Vivi va a dejarte en el suelo antes de que se quede sinespalda.

A sus cuatro años, Igraine ya era casi la mitad de alta que Viviana, y nohabía duda de que era hija de Taliesin: aunque tenía el pelo más rojizo, los ojoseran del mismo azul profundo.

Igraine emitió gorgoritos de placer y bajó trotando por el camino en buscade una mariposa.

«Santa Diosa —pensó Viviana mientras contemplaba el sol reverberar enlos rizos de su hermana—, ¡esta niña va a ser una auténtica belleza!»

—No, cariño —gritó de repente cuando Igraine fue directa hacia laszarzas—, ¡a esas flores no les gusta que las cojan! —Pero ya era demasiadotarde. Igraine había arremetido contra las flores y empezaron a salirle puntitosrojos del rasguño que le habían hecho en la mano. Se le puso la cara coloraday cogió aire para el grito que soltó en cuanto Viviana la levantó entre susbrazos—. Venga, venga, bonita, ¿te ha mordido esa flor mala? Debes tenercuidado, ¿ves? Venga, ahora le daré un besito y se te pasará. —El llantoempezó a calmarse mientras Viviana la acunaba. Desgraciadamente, lospulmones de la niña estaban tan bien desarrollados como el resto de sucuerpo, y todos los que la habían oído, que era casi toda la comunidad deAvalón, se precipitaron al rescate—. Sólo ha sido un arañazo... —empezó adecir Viviana.

Entre los primeros que se acercaban estaba su madre, y de repente sesintió como una novicia, a pesar de la media luna azul que le adornaba lafrente.

—¡Pensaba que contigo estaría segura!

—¡Y está segura! —exclamó Viviana—. Debe aprender a ser precavida.¡No puedes tenerla entre plumas!

Ana extendió los brazos y, de mala gana, Viviana soltó a la pequeña.

—Cuando tengas tus propios hijos, críalos como te parezca, pero ¡no medigas a mí como educar a los míos! —dijo Ana, irritada. Luego se dio mediavuelta y se fue con la niña.

«Si tan buena eres como madre, ¿por qué las dos hijas que criaste estánmuertas y sólo sobrevivió la que enviaste fuera?»

Roja de vergüenza, porque habían atraído a un público considerable,Viviana se mordió la lengua. No estaba tan enfadada como para decirle aquelloa su madre. Ana no se lo perdonaría, porque sabía que podía ser verdad.

Se recompuso la falda de la túnica y dirigió una mirada seria a Aelia ySilvia, dos de las novicias más jóvenes.

—¿Habéis terminado de curtir la piel de oveja? Pues ¡venga! —prosiguióal leer la respuesta en las miradas gachas—, la piel no va a reblandecerse solay aún hay que limpiarla y salarla.

Viviana bajó por la colina hasta el cobertizo que hacía de tenería, situadolejos del resto de los edificios, y las dos muchachas la siguieron. En momentoscomo ése se preguntaba por qué había decidido ser sacerdotisa. Desde luego,su trabajo no había cambiado. La única diferencia era que ahora tenía mayorresponsabilidad.

Cuando se acercaron al lago, vio un barcaza de las gentes de lospantanos que se aproximaba a bastante velocidad.

—¡Es Heron! —exclamó Aelia—. ¿Qué querrá? ¡Parece que tiene prisa!

Viviana se detuvo en seco al recordar el ataque sajón. Pero no podía sereso: Vortimer tenía arrinconado a Hengest en la isla de Tanatos. Lasmuchachas corrieron hacia la orilla, y ella las siguió.

—¡Señora!...

A pesar de las prisas, Heron le dedicó el saludo completo. Desde que loshabía salvado con la ayuda del Grial, las gentes de los pantanos la honrabanigual que a la Dama de Avalón, y no había manera de que dejaran de hacerlo.

—¿Qué ocurre, Heron? ¿Hay algún problema? ¿Han vuelto los sajones?

—¡Nosotros no estamos en peligro! —Se irguió—. Han venido a llevarseal sacerdote bueno, al padre Afortunado, ¡unos hombres han venido a por él!

—¿Se llevan al padre Fortunato? —Viviana frunció el entrecejo—. Pero¿por qué?

—Dicen que tiene ideas que no gustan a su dios —contestó mientrassacudía la cabeza, evidentemente incapaz de comprender el problema.

Viviana compartía su confusión, aunque recordaba que el padre Fortunatole había dicho que algunos cristianos tildaban sus ideas de heréticas.

—¡Ven, Señora! ¡A ti te escucharán!

Viviana lo dudaba. Su fe en ella la conmovió, pero espantar a una bandade sajones le parecía fácil comparado con entrometerse en una disputa entredos confesiones cristianas. Algo le decía que la intercesión de una sacerdotisa

de Avalón no sería del agrado de los superiores de Fortunato.

—Intentaré ayudarlo. Regresa con tu gente, que yo hablaré con la Damade Avalón. Es lo único que puedo prometerte...

Viviana esperaba que su madre se quitara de encima la historia de Heroncon una disculpa educada, pero, para su asombro, pareció interesada e inclusopreocupada.

—A pesar de que estamos separados de Inis Witrin, sigue habiendo unaconexión —dijo Ana frunciendo el entrecejo—. A veces sueñan con nosotros ynuestro trabajo se ve turbado cuando allí tienen problemas. Si los cristianosfanáticos llenan la isla de miedo y odio, en Avalón sentiremos los efectos.

—¿Y qué podemos hacer?

—Hace tiempo que pienso que Avalón debería saber más sobre losdirigentes del mundo exterior y sus intrigas. Antes la Dama de Avalón viajaba amenudo para aconsejar a los príncipes, pero dejó de hacerse por prudenciacuando llegaron los sajones. Sin embargo, ahora el país es más seguro de loque lo ha sido en muchos años.

—¿Iréis, señora? —preguntó Julia con sorpresa.

Ana sacudió la cabeza.

—Había pensado en enviar a Viviana. De paso podrá interesarse por lasuerte del tal Fortunato. La experiencia será enriquecedora.

Viviana la miró.

—Pero yo no sé nada de política ni de príncipes...

—No irás sola. Taliesin irá contigo. Les dirás a los romanos que eres suhija... Ellos comprenderán.

Viviana lanzó una mirada a su madre. ¿Era eso una respuesta a lapregunta que ni ella ni Taliesin se habían atrevido a formular? En cualquiercaso, pensó la muchacha mientras hacía los preparativos del viaje, Ana habíaescogido el único compañero con el que Viviana estaba dispuesta a abandonarAvalón.

El rastro de Fortunato los llevó hasta Venta Belgárum, cuyas sólidasmurallas mostraban las cicatrices de los ataques bárbaros. Les habían dichoque un magistrado de aquella ciudad, un hombre llamado Elafio, teníahospedado en su casa al obispo Germano, el mismo que diez años antes habíasido pieza clave para derrocar a los pictos y que ahora, sin embargo,concentraba sus ataques sobre sus hermanos cristianos: había destituido a dosobispos britanos y arrestado a varios sacerdotes hasta que se dieran cuenta deque el camino que seguían era errado.

—Seguro que Fortunato es uno de ellos —dijo Taliesin mientras

atravesaban la puerta fortificada de la muralla—. Cúbrete el cabello con la toca,cariño. Recuerda que eres una modesta virgen de buena familia.

Viviana le dirigió una mirada arisca, pero le hizo caso. Ya había perdido ladiscusión cuando se había empeñado en viajar con ropa de hombre... Sinembargo, había jurado que si algún día se convertía en Dama de Avalón,llevaría lo que le apeteciera.

—Háblame de Germano —le dijo—. No creo que se dirija a mí, pero esmejor conocer al enemigo.

—Es seguidor de Martín, el obispo de Caesarodúnum, en la Galia, a quienveneran como a un santo. San Martín era un hombre acaudalado que repartiótodas sus posesiones, hasta el punto de compartir su capa con un pobre.Germano predica contra la desigualdad entre ricos y pobres, lo que lo hacemuy popular entre la gente.

—Yo no veo nada malo en ello —dijo Viviana, tirando de las riendas delponi, que se arrimaba a la mula de Taliesin.

Después de haber pasado por Lindinis y Durnovaria, empezaba aacostumbrarse a las ciudades, pero Venta era, con mucho, la ciudad másgrande que había visto. Su poni se movía nervioso ante la multitud, y ellatambién.

—No, pero es más fácil dominar a las masas con el miedo que con larazón. Así que les dice que arderán en el infierno a menos que recen para quesu dios les perdone y, evidentemente, sólo los sacerdotes de la Iglesia Romanatienen poder para determinar si lo ha hecho. Asegura que tanto la ocupación deRoma por parte de los vándalos como nuestros problemas con los sajones sonun castigo divino por los pecados de los ricos. En tiempos inciertos como éste,ese discurso encuentra muchos seguidores.

Viviana asintió con la cabeza.

—Ya... Todos queremos que alguien cargue con las culpas. ¿Deboentender, pues, que Pelayo y sus seguidores no están de acuerdo con él?

Atravesaban en ese momento la amplia calle que conducía al foro. Elguardián de la puerta les dijo que los herejes estaban siendo juzgados en labasílica.

—Pelayo hace mucho que murió. Sus seguidores son, sobre todo,hombres de la antigua cultura romana, bien educados y acostumbrados apensar por sí mismos. Les parece más lógico que dios recompense la bondad ylas buenas acciones que la fe ciega.

—En otras palabras, opinan que las obras de un hombre son másimportantes que su fe, mientras que para los sacerdotes romanos es justo locontrario... —observó Viviana con sequedad, y Taliesin le sonrió indicándoleque había dado en el clavo.

El poni de la joven se asustó cuando pasaron dos hombres corriendo.Taliesin tiró de las riendas del animal y miró por encima de la multitud, puesgracias a su propia montura y a su mayor estatura podía ver a lo lejos.

—Algo ocurre allí. Tal vez sería mejor que nos mantuviéramos apartados.

—No —dijo Viviana—. Quiero verlo —aseguró, y continuaron despaciohasta llegar a la plaza.

La multitud estaba reunida frente a la basílica. La joven oyó un murmulloque parecía el trueno que precede a la tormenta. Muchos vestían las burdasropas de los trabajadores, pero otros llevaban prendas que en otro tiempohabían sido delicadas, aunque en ese momento estaban manchadas y ajadas.Refugiados, la mayoría, ansiosos por encontrar un chivo expiatorio a quienculpar de sus desgracias. Taliesin se inclinó para preguntar qué hacía allí tantagente reunida.

—¡Herejes! —contestó el hombre, y escupió sobre el adoquinado—. Peroel obispo Germano los meterá en cintura, ya verás, y salvará esta tierrapecadora.

—Parece que hemos venido al lugar adecuado... —dijo Taliesin concalma, pero con expresión sombría.

«En el peor momento...», concluyó Viviana para sí.

La puerta de la basílica se abrió y dos guardias salieron y ocuparon sulugar a cada lado. El murmullo de la gente se intensificó. Un resplandor doradobrilló en el umbral de la puerta y salió un sacerdote, vestido con una capabordada sobre una túnica blanca. «Debe de ser el obispo», pensó la joven,pues el hombre llevaba un gorro de forma rara y una versión ornamentada enoro de un báculo de pastor.

—¡Pueblo de Venta! —gritó, y acalló las voces hasta un silencio casicompleto, sólo interrumpido aquí y allá por algún murmullo—. Habéis padecidola saña de la espada de los paganos. Los hombres de sangre han rapiñadoesta tierra como una manada de lobos. Y vosotros le preguntáis a Dios, derodillas, por qué os castiga. —El obispo barrió con el báculo las cabezas ytodos se inclinaron entre gemidos. Germano se detuvo un momento y despuésprosiguió con más calma—. Hacéis bien en preguntar, hijos míos, pero haríaismejor en pedir misericordia al Señor de los Cielos, pues Él obra según Suvoluntad, y sólo Su misericordia nos librará de la condenación eterna.

—¡Reza por nosotros, Germano! —gritó una mujer.

—Haré algo más. Purificaré esta tierra. Todos vosotros habéis nacido enpecado y sólo la fe os salvará. En cuanto a Britania, son los pecados devuestros dirigentes los que han traído esta plaga sobre vosotros. Pero lospoderosos caerán. Los paganos han sido la guadaña en las manos de Dios.Los que antes comían en ricas mesas mendigan ahora el pan, y los que vestíanropas de seda caminan ahora entre harapos —añadió, dando un paso al frentepegando mandobles en el aire con el báculo.

—¡Así es! ¡Es cierto! ¡Dios, ten misericordia de todos nosotros! —Lagente se golpeaba el pecho y se postraba sobre las duras piedras.

—Presumían de que sus obras los salvarían y decían que su riqueza eraprueba del favor de Dios. ¿Dónde está ahora el favor de Dios? Las insensatasherejías de Pelayo os han desviado del camino recto, pero ¡por la gracia deNuestro Señor en los Cielos, las purgaremos!

«Parece que lo hayan purgado a él —pensó Viviana. Los ojos se le salían

de las órbitas y por su boca salía una lluvia de gotas de saliva—. ¿Cómo puedela gente creer en esas cosas?»

Pero la multitud gritaba en un éxtasis de aprobación. Su poni se arrimó ala mula de Taliesin como buscando protección.

Los gritos aumentaron cuando unos guardias sacaron a tres hombres aempellones. Viviana se puso tensa, no podía creer que uno de los prisionerosfuera Fortunato. En ese instante, como si hubiera oído su pensamiento, elprimero de los tres hombres se irguió y miró a la multitud con una sonrisabeatífica. Tenía la cara llena de moretones y el pelo alborotado, pero Vivianareconoció al monje que había sido su amigo. Entonces los guardias losempujaron escaleras abajo.

—¡Herejes! —gritaba la muchedumbre—. ¡Demonios! ¡Habéis traído convosotros el paganismo!

«Ojalá», pensó Viviana. Con un ejército de paganos habría aplastado aesa chusma.

—¡Apedreadlos! —gritó alguien, y al momento el foro al completo hizosuya la petición.

La gente se agachaba para coger las piedras sueltas del pavimento y laslanzaba contra los tres hombres. Durante un instante fugaz, Viviana vio aFortunato con la cabeza ensangrentada. Luego la multitud se cerró a sualrededor.

El obispo permaneció de pie, observando la escena. Su cara reflejaba unasatisfacción consternada. Entonces, como si hubiera recordado de pronto quelos cristianos eran amantes de la paz, habló con uno de los guardias y lossoldados hicieron retroceder a la multitud golpeándola con las lanzas.

La gente comenzó a dispersarse y quedó apiñada en pequeños gruposcontrolados por soldados. Los hombres de la iglesia, por su parte, se habíanrefugiado en el interior de la basílica en cuanto la refriega había comenzado.Viviana, viendo el camino despejado, hincó los talones en los costados del poniy se dirigió hacia el foro.

—Viviana, ¿qué haces?

Cuando la mula de Taliesin salió tras el poni, éste ya había llegado hastadonde se encontraban los maltrechos cuerpos que habían caído en la pelea.Algunos comenzaban a sentarse, entre quejidos, pero había tres quepermanecían quietos. En el suelo, a su alrededor, se veían multitud de piedrasdesperdigadas.

Viviana bajó de su montura y se agachó al lado de Fortunato. De lasheridas le manaba sangre fresca y tenía un ojo totalmente cerrado por lahinchazón. Preocupada, le buscó el pulso y, nada más tocarlo, el monje abrió elotro ojo. Viviana movió la cabeza ligeramente para que pudiera verla.

—Encantadora señora... —dijo, y parpadeó confuso—. ¿Qué hacéis aquí?Éste no es el País de las Hadas...

—Fortunato, ¿cómo te encuentras?

Él la miró un buen rato y después sonrió.

—Sois vos..., mi doncella de la colina. Os ha crecido el pelo... ¿Quéhacéis aquí?

—He venido a ayudarte. ¡Si hubiera llegado antes! Pero ¡te sacaremos deaquí, curaremos tus heridas y todo se arreglará!

Fortunato movió la cabeza, hizo un gesto de dolor y se quedó quieto.

—Si hubiera querido, habría podido escapar de los hombres del obispo —susurró—. Podría haber huido al País de las Hadas. Pero le debo obediencia.

—¡No voy a permitir que vuelvas para que intenten matarte de nuevo! —exclamó Viviana.

La sonrisa que Fortunato le dirigió expresaba dulzura.

—Ya es igual..., ya me queda muy poco camino por recorrer.

De vez en cuando Viviana había visto morir a algún paciente que lasgentes de los pantanos llevaban a Avalón, y ahora, por debajo de la sangre, lamuchacha pudo reconocer la misma palidez, el mismo azul y las marcas en lanariz y las sienes. Un hombre más joven habría podido sobrevivir a las heridas,pero el corazón de Fortunato estaba abandonándolo.

—¿Rezaréis por mí?

Ahora le tocaba a ella sorprenderse.

—Pero ¡yo soy pagana, soy una sacerdotisa! —Y señaló la media luna ensu frente.

—Y yo me temo que soy más hereje de lo que Germano cree —susurróFortunato—, porque no creo que Dios esté recluido en esas cajas en las quelos hombres intentan meterlo. Si es un padre, ¿no puede también ser unamadre y, por lo tanto, la Diosa a la que servís otra de Sus manifestaciones?

La primera reacción de Viviana fue escandalizarse; pero entonces recordóel momento de unión cuando regresaba a Avalón a través de las nieblas. Elpoder que había sentido entonces no era masculino ni femenino.

—Puede que sea como tú dices... —murmuró—. Rezaré al Uno que estádetrás de todas las diferencias para que te lleve con suavidad hacia la luz. —Vio una sombra de dolor que recorría su rostro y luego su respiración se calmó.

—A menudo he pensado... que morir debía de ser como ir al País de lasHadas. Un paso adelante y hacia un lado... fuera de este mundo.

Las lágrimas pellizcaban los párpados de Viviana, pero asintió y tomó sumano. El monje movió los labios como si intentara sonreír, pero la sonrisa sedesvaneció.

Viviana se sentó a su lado, sintiendo cómo se le escapaba la vida como elagua por la grieta de un recipiente. Le pareció que había pasado muchotiempo, pero cuando levantó la mirada, Taliesin acababa de llegar con su mula.Sacudió la cabeza intentando no llorar.

—Ha muerto, pero no voy a consentir que se queden con su cuerpo.Ayúdame a sacarlo de aquí.

El bardo se revolvió en la silla, trazó una señal con los dedos y murmuró

un conjuro. Viviana entendió lo que quería hacer y empezó a reforzar elhechizo.

—No nos veis..., no nos oís..., nadie ha estado aquí...

Que los cristianos pensaran, si querían, que a Fortunato se lo habíanllevado los demonios, pero que no los vieran.

Taliesin bajó de la mula, colocó el cuerpo del anciano sacerdote sobre lasilla y ayudó a Viviana a subir a su montura; después extendió su capa sobre elcuerpo del monje, cogió ambas riendas y salieron de la plaza.

La ilusión los protegió hasta que salieron de la ciudad. Viviana habríaquerido enterrar al anciano en su isla sagrada, junto a la piedra por dondeatravesaba al País de las Hadas, pero Taliesin conocía una capilla cristianaabandonada. Y allí lo enterraron, según los ritos druídicos. Viviana, recordandoel momento en que le había sido revelado que toda la verdad era una, estabasegura de que a Fortunato no le importaría.

Si la primera parte de su viaje había terminado en fracaso, el resto resultómás fructífero, aunque a Viviana le costaba concentrarse. Viajaron hastaLondínium, donde el Gran Rey se esforzaba por aparentar que aún gobernabacon sus fuertes hijos a su lado. Viviana reconoció enseguida a Vortimer, el quehabía ido a Avalón, aunque ahora lo veía mayor. En un primer momento, élpensó que era la Dama la que tenía delante. Se sentía discretamente orgullosode sus éxitos contra los bárbaros, y Viviana no tuvo duda de su lealtad haciaAvalón.

Su padre, Vortigern, era otro asunto: un zorro viejo, casado ahora con unabruja sajona. Llevaba mucho tiempo gobernando y había sobrevivido a todo, yestaba predispuesto a favor de cualquier alianza que lo mantuviera en el poder.Ella le habló del obispo Germano y de cómo su fanatismo estaba dividiendo latierra, aunque tenía pocas esperanzas de que el Gran Rey quisiera, o pudiera,hacer nada. Sin embargo, sí prestó atención al mensaje de la Dama de Avalón:por el bien de Britania, se reuniría con su antiguo rival Ambrosio en terrenoneutral para intentar hacer fuerza común.

Después de Londínium se dirigieron hacia las fortalezas del oeste,adonde los sajones aún no habían llegado. En Glévum, Ambrosio Aureliano,cuyo padre se había nombrado a sí mismo emperador y que había combatidocon Vortigern por la soberanía, estaba reuniendo hombres. Ambrosio escuchóel mensaje de la Dama con interés, porque, aun siendo cristiano, era unhombre racional y respetaba a los druidas como filósofos, amén de conocer aTaliesin.

Era un hombre alto, de unos cuarenta años, moreno y con la mirada deáguila de los romanos. La mayoría de sus guerreros eran jóvenes. Uno deellos, uno rubio y desgarbado llamado Uther, no debía de ser mayor que ella.Taliesin la chinchaba diciéndole que le había salido un admirador, pero ella losignoró a ambos. Comparado con el príncipe Vortimer, Uther no era más que unniño.

Ambrosio escuchó sus quejas sobre Germano con simpatía, pues élmismo era uno de esos hombres de cultura a los que al obispo galo le gustabaatacar. Pero Venta Belgárum estaba en la parte de la isla que no era leal ni a élni a Vortigern, y además, un señor seglar poco podía hacer contra un hombrede iglesia. Su respuesta había sido mucho más amable que la del Gran Rey,pero Viviana presentía que no sería mucho más útil.

Cuando ella y Taliesin emprendieron el viaje de vuelta a Avalón, Vivianase enfrascó en oscuras meditaciones a propósito de la maldición que podríaecharles a los asesinos de Fortunato, pero la detuvo la sospecha de que elanciano sacerdote probablemente ya los habría perdonado.

Convenciendo a Vortigern y a Ambrosio de la necesidad de una alianza,Viviana había plantado las semillas de la unidad de Britania. Hasta al añosiguiente no tuvieron que enfrentarse a las primeras incursiones. Habíanllegado noticias de que los sajones volvían a reagrupar sus fuerzas al este deCántium, y Vortimer, decidido a aplastarlos de una vez por todas, solicitó ayudaa Avalón. Justo antes de Beltane, la Dama de Avalón salió de la isla sagrada yviajó hacia el este en compañía de su hija mayor, sus sacerdotisas y su bardopara encontrarse con los príncipes de Britania.

El lugar elegido para reunir al consejo fue Sorviodúnum, una pequeñaciudad ubicada en las orillas de un río donde la carretera del norte se unía conla calzada principal de Venta Belgárum. La encrucijada era un lugar agradable,a la sombra de unos árboles, con una buena vista de la vasta llanura que seextendía al norte. Cuando llegó la partida de Avalón, los llanos pradosalrededor del lugar estaban salpicados de tiendas como si fueran extrañasflores primaverales.

—Nosotros, la gente del este, hemos derramado nuestra sangre paradefender Britania —dijo Vortigern desde su asiento, debajo de un roble. No eraun hombre alto, pero sí robusto, y tenía el pelo más cano que la última vez queViviana lo había visto—. En la última campaña, mi hijo Categirn canjeó su vidapor la del hermano de Hengest en el fuerte de Rithergabail. Los cadáveres denuestros hombres han sido la muralla que ha mantenido alejados a los sajonesde vuestras tierras —añadió, y señaló los techos de teja de Sorviodúnum, quedisfrutaban del sol primaveral.

—Y toda Britania os lo agradece —repuso con calma Ambrosio desde elotro lado del círculo.

—¿Sí? —replicó Vortimer—. Es fácil hablar, pero las palabras nodetendrán a los sajones.

También él parecía mayor, ya no era el joven ardoroso que se habíaentregado a la Diosa, sino un guerrero experimentado. Sin embargo, susenjutos rasgos eran los mismos y sus ojos verdes no habían perdido el fieroorgullo del halcón.

«Un héroe —pensó Viviana mientras lo observaba desde el lugar queocupaba al lado de su madre—. Ahora él es el Defensor.»

Todos sabían que eran las sacerdotisas las que habían organizado lareunión, pero sólo se admitía de manera oficiosa. El grupo de Avalón estabacolocado a la sombra de un espino, lo bastante cerca para ver y oír.

—¿Puede detenerlos algo? —preguntó uno de los hombres mayores—.Por muchos que matemos, parece que Germania sigue criándolos...

—Quizá, pero si resistimos, buscarán una presa más débil. Que caigansobre la Galia, como han hecho los francos. ¡Podemos expulsarlos! Sólonecesitamos otra campaña. Lo importante ahora es mantenerlos lejos.

—Así debe ser —intervino Ambrosio.

Parecía atento, como si buscara algún significado profundo en laspalabras de Vortimer. Vortigern lanzó una carcajada que parecía un ladrido.Corría el rumor de que había asistido sólo porque su hijo se lo había pedido,pues tenía pocas esperanzas de lo que pudiera salir de allí.

—Tanto vos como yo sabemos qué es lo que hace falta —dijo el Gran Rey—. Peleé con vuestro padre durante muchos años por ese mismo asunto. Se lellame emperador o rey, debe haber un solo gobernante al que toda Britaniaobedezca. Sólo así mantuvo Roma alejados a los bárbaros durante tantossiglos.

—¡¿Y queréis que os sigamos a vos?! —exclamó uno de los hombres deAmbrosio—. ¿Devolver las ovejas al hombre que invitó a los lobos?

Vortigern se volvió contra él, y de pronto Viviana entendió cómo el ancianohabía mantenido el poder durante tantos años.

—Traje lobos para que lucharan contra lobos, como los romanos hanhecho tantísimas veces. Pero antes de mis tratos con Hengest, me quedéafónico de pedir a mi gente que blandiera las espadas para defenderse; lessupliqué, como lo estoy haciendo ahora.

—No pudimos pagar a Hengest y se volvió contra nosotros —dijo Vortimercon calma—. Desde entonces, lo poco que sus hordas dejan es empleado paraluchar contra él. ¿Qué habéis estado haciendo en vuestras tranquilas colinas?Necesitamos hombres, víveres y recursos para defender lo que recuperamos, yno sólo durante esta campaña, sino en todo momento.

—Nuestras tierras han sido esquilmadas, pero con unos cuantos años depaz pueden volver a ser productivas. —Vortigern volvió a sacar el tema—. Siunimos nuestras fuerzas, podremos atravesar los pantanos y los bosques enlos que se refugian los anglos y recuperar las tierras de los icenos.

Ambrosio estaba sentado en silencio, pero miraba a Vortimer. Si lanaturaleza seguía su curso, lo normal sería que sobreviviera al viejo; era eljoven el que se convertiría en su rival o en su aliado.

—Os habéis ganado el respeto de todos los hombres por vuestro valor yvuestras victorias —dijo lentamente—, y seguro que toda Britania os estáagradecida. De no ser por vos, los lobos ya habrían llegado también a nuestrasgargantas. Pero a los hombres les gusta decidir quién gasta su dinero y a quiénsiguen. Tenéis la lealtad de vuestra gente, pero no la de los hombres del oeste.

—¡Ellos os seguirán a vos! —exclamó Vortimer—. ¡Lo único que pido esque vos y los vuestros luchéis a mi lado!

—Eso es lo que vos deseáis; sin embargo, vuestro padre, al parecer,quiere que lo reconozca como nuestro cabecilla —replicó Ambrosio. Se produjoun denso silencio—. Haré lo que me pedís. Abriré nuestros almacenes y osenviaré provisiones. Pero no puedo, en conciencia, cabalgar bajo el estandartede Vortigern.

La conferencia se desintegró en un montón de discusiones aisladas.Viviana estaba tan decepcionada que tenía ganas de llorar; cuando consiguióreprimirlas, notó que Vortimer la miraba con una especie de ansiosa esperanza.La sabiduría de los hombres le había fallado. ¿Qué otra cosa podía hacer sinobuscar el consejo de Avalón? A Viviana no le sorprendió cuando el joven dio laespalda a los demás y se dirigió hacia ellas.

Durante toda su vida Viviana había oído hablar de la Danza de losGigantes, aunque nunca había estado allí. Mientras cabalgaba hacia el nortesiguiendo el cauce del río, intentaba descubrir la primera piedra que emergeríade la llanura. Pero fue Taliesin, el más alto de todos, quien primero la vio. Se laseñaló a Vortimer, y después a Viviana y a Ana. Viviana le estaba agradecida alpríncipe por ofrecerles aquella oportunidad. Cuando éste le pidió a la Dama deAvalón que le predijera el futuro, la sacerdotisa le había contestado que lo haríamejor si podía extraer la energía de un lugar antiguo que había cerca. Vivianase preguntaba si sería cierto, o si era sólo que Ana no quería obrar la magiacerca de tantos ojos profanos.

Desde luego, una cabalgada de más de tres horas debería desalentar lacuriosidad de cualquiera. Aunque la tarde era cálida, Viviana estaba temblando.La llanura se antojaba interminable bajo la inmensidad del cielo abierto, lo quehacía que se sintiera extrañamente vulnerable, como una hormiga quecaminara por un adoquín. Pero, poco a poco, los puntitos negros se volvieronmás grandes, y pronto se pudo distinguir todas las piedras.

La cima de ese tozal era más grande y estaba rodeada por una granzanja; las piedras tenían formas precisas, y algunas de ellas estabanagrupadas formando dólmenes, así que el efecto era más el de un edificio queel de un claro sagrado. Algunas se habían caído, pero eso no había mermadosu poder. La hierba crecía espesa y verde alrededor del círculo. Viviana habíaoído decir que dentro de éste nunca se posaba la nieve y que tampoco cuajabasobre las piedras.

Cuando llegaron a él, vio trozos de piedras que sobresalían del suelo.Dentro del círculo había otro más pequeño formado por pilares y cuatrodólmenes dispuestos en semicírculo alrededor de un altar de piedra. Sepreguntó a qué realidades se accedería a través de aquellos oscuros portales.Desmontaron y manearon a las bestias: no había árboles a los que atarlas.Viviana sintió curiosidad y caminó alrededor del borde de la zanja.

—¿Qué te parece? —le preguntó Taliesin cuando volvió.

—Es raro, pero me recuerda a Avalón, o más bien a Inis Witrin, dondeviven los monjes. Son dos lugares que difícilmente podrían ser más diferentes,y aun así el círculo de dólmenes es casi del mismo tamaño que el que forman

las cabañas que se apiñan alrededor de la iglesia.

—Así es —repuso Taliesin. Hablaba con rapidez, casi con ansia. Llevabaayunando desde la víspera con el fin de estar preparado para el ritual—. Segúnnuestras tradiciones, este lugar fue construido por los hombres sabios quevinieron del otro lado del mar, de la Atlántida, en los tiempos antiguos. Creemosque el santo que fundó la comunidad de Inis Witrin era la reencarnación de unode aquellos adeptos. Desde luego era un maestro en la antigua sabiduría;conocía los principios de la proporción y los números. Y hay otro motivo por elque deberías sentir la presencia de Avalón en este lugar. —Señaló hacia eloeste, al otro lado de la llanura—. Un línea de poder une esta colina con elmanantial sagrado.

Viviana asintió y se dio la vuelta para contemplar el paisaje a su alrededor.Hacia el este, una hilera de montículos señalaba los túmulos de los antiguosreyes, pero más allá no había señales de presencia humana; sólo gruposaislados de árboles azotados por el viento rompían la ondulante extensión dehierba. Era un paraje solitario, y aunque el resto de Britania se preparase paracelebrar las alegres hogueras de Beltane, había algo inhóspito en aquel lugarque siempre sería ajeno a la inocencia de la primavera.

«Ninguno de nosotros saldrá de aquí igual que entró», pensó, y volvió aestremecerse.

El sol estaba poniéndose y las piedras proyectaban largas franjas negrasde sombra sobre la hierba. Instintivamente, Viviana se apartó de ellas y fue adar con el único pilar que se alzaba como un centinela en el noreste,guardando la entrada al círculo. Taliesin había atravesado la zanja y seencontraba frente a una larga piedra plana que había tumbada en el centro. Searrodilló junto a ella. Entre sus brazos se retorcía un pequeño lechón rojo quehabían llevado con ellos. En el momento en que Viviana miró, Taliesin sacó elcuchillo y se lo clavó debajo de la mandíbula. El animal se sacudió y emitió unchillido agudo; después boqueó. El bardo dijo una oración mientras la sangreroja caía sobre la superficie de la piedra.

—Primero lo intentaremos a la manera de los druidas. —Ana hablaba conVortimer en voz baja—. Está alimentando su espíritu y los espíritus de estatierra.

Cuando el animal se desangró y voló su espíritu, Taliesin le sacó una tirade piel y cortó un pedazo de carne. Se puso en pie, con la mirada perdida, y eltrozo de carne, aún más rojo por la luz del sol, en una mano.

—Ven —dijo Ana en voz baja cuando Taliesin, que caminaba como ensueños, se acercó al círculo de piedras.

Viviana se estremeció cuando, después de cruzar la zanja, pasó por ellugar donde habían sacrificado al cerdo. La sensación, aunque menos intensa,era la misma que había tenido cuando cruzó las nieblas de vuelta a Avalón.

El druida se detuvo justo fuera del círculo. Después de masticar un rato lacarne, se la sacó de la boca y la dejó en la base de una de las piedras,murmurando una oración.

—Mi señor, hemos venido a este lugar de poder —dijo Ana al príncipe—.Debéis decir una vez más por qué queríais venir.

Vortimer tragó saliva, pero habló con firmeza.

—Señora, quiero saber quién gobernará Britania y quién conducirá a susguerreros a la victoria.

—Druida, has escuchado la pregunta, ¿puedes dar una respuesta?

Taliesin volvió la cara hacia ellos, pero no los veía. Con parsimoniasomnolienta pasó por debajo del dolmen que había dentro del círculo. El sol seponía en el horizonte y las formas oscuras de las piedras estaban bordeadasde llamas. Cuando Viviana fue tras él, experimentó otro momento de confusión.Hizo un esfuerzo por concentrarse de nuevo y le pareció ver chispas de luz quevibraban en el ambiente. El druida extendió los brazos hacia la luz moribunda,los alzó hacia arriba y murmuró otro conjuro. Luego dejó escapar un suspiro yse acurrucó junto a la piedra plana del centro, con el rostro escondido entre lasmanos.

—¿Y ahora qué ocurrirá? —susurró Vortimer.

—Debemos aguardar —respondió la suma sacerdotisa—. Ése es elsueño del trance, del que vendrá el oráculo.

Esperaron hasta el anochecer. A pesar de la oscuridad, todo lo que habíadentro del círculo seguía siendo visible, como si una luz tenue lo iluminara. Lasestrellas empezaron su marcha por el cielo, pero el tiempo no tenía sentido.Viviana no podía decir cuánto rato había pasado cuando Taliesin murmuró algoy se movió.

—Durmiente, despierta; en el nombre de Ella, la que da vida a lasestrellas, yo te llamo. Habla en la lengua de los humanos y dinos qué has visto.

Ana se arrodilló ante él cuando Taliesin se levantó, apoyándose en lapiedra.

—Tres reyes lucharán por el poder: el Zorro, que gobierna ahora, y tras él,el Águila y el Dragón Rojo, que intentará mantener la tierra.

La voz de Taliesin era lenta y pesada, como si estuviera sumergido en unsueño.

—¿Serán derrotados los sajones? —preguntó Vortimer.

—El Halcón hará volar al Dragón Blanco, pero sólo el Dragón Rojo tendráun hijo que lo suceda; y éste será quien reciba el nombre del conquistador delDragón Blanco.

—¿Qué pasará con el Halcón...? —empezó a decir Vortimer, pero Taliesinlo interrumpió.

—El Halcón nunca reinará en vida; sin embargo, guardará Britania parasiempre en la muerte... —La cabeza se le cayó sobre el pecho y su voz seconvirtió en un susurro—. No quieras saber más...

—No lo entiendo. —Vortimer estaba sentado sobre sus talones—. Ya mehe entregado a la Diosa. ¿Qué más quiere de mí? O sé demasiado odemasiado poco. Llamad a la Diosa y dejadme oír Su voluntad.

Viviana lo miró alarmada. Quería advertirle de que tuviera cuidado con loque decía, pues las palabras que se pronunciaban en ese lugar, y en esa

noche, tenían poder.

Taliesin se puso en pie con dificultad; luego sacudió la cabeza y parpadeócomo si saliera de aguas profundas.

—¡Llamad a la Diosa! —Vortimer hablaba ahora como un príncipe,acostumbrado a mandar, y el druida estaba aún tan sumido en el trance queobedeció sin protestar.

El cuerpo de Viviana empezó a sacudirse cuando las energías queflotaban en el círculo respondieron a la llamada, pero las fuerzas seconcentraron en su madre. Vortimer se quedó boquiabierto cuando la pequeñafigura de la suma sacerdotisa pareció crecer hasta hacerse más grande que laestatura humana. De las piedras salía una risa baja. La Dama estiró los brazosy movió los dedos como si los desentumeciera; después paró y miró primero elrostro horrorizado de Viviana, después el de Taliesin, cuya expresiónconsternada revelaba que acababa de ser consciente de lo que había hecho,sin estar preparado y sin consultarlo.

Vortimer, con los ojos llenos de esperanza, se había postrado a sus pies.

—¡Señora, ayudadnos! —gritó.

—¿Qué me darás a cambio? —Su voz sonaba entre perezosa y divertida.

—Mi vida...

—Eso ya me lo has ofrecido y, de hecho, pienso cobrar. Pero no seráahora. Lo que pido esta noche —miró a su alrededor y volvió a reírse— es elsacrificio de una virgen...

El silencio que siguió pareció eterno. Taliesin, con la mano en el mangodel cuchillo, como si temiera que fuera a escapársele, sacudió la cabeza.

—Conformaos con la sangre del cerdo, Señora. No podéis exigir a lamuchacha.

Durante un largo rato, la Diosa mantuvo la vista fija en él. A Viviana lepareció ver la sombra de una bandada de cuervos y comprendió que quien seles había aparecido aquella noche era la Madre Negra del caldero.

—Todos vosotros habéis jurado servirme —dijo con voz severa—, y ahorano queréis darme lo único que pido...

Viviana se encontró hablando sin haberlo pretendido. Su propia voz leretumbaba en los oídos.

—Si lo obtuvierais, ¿qué ganaríais?

—Yo no ganaré nada. Ya lo tengo todo. —El tono divertido se había vueltoa convertir en Su tono—. Sin embargo, vosotros aprenderéis algo... Que la vidasólo puede venir de la muerte, y que a veces la derrota trae la victoria.

«Es una prueba», pensó Viviana, recordando la Voz en la niebla. Sedesabrochó el abrigo y lo dejó caer.

—Druida, como sacerdotisa consagrada de Avalón te lo ordeno, en elnombre de los poderes que hemos jurado servir. Átame hasta que seestremezca la carne y haced lo que ordena la Diosa —dijo, y caminó hacia lapiedra.

Cuando Taliesin, temblando, cogió el cinturón que ella misma le tendió y leató los brazos a la espalda, Vortimer recuperó el habla.

—¡No! ¡No podéis hacerlo!

—Príncipe, ¿me obedeceréis si os ruego que os retiréis de esta batalla?Es mi elección, y mi ofrenda.

La voz de Viviana era clara, pero parecía proceder de muy lejos. «Me hevuelto loca —pensó cuando Taliesin la subió a la losa—. Los espíritus oscurosde este lugar me han seducido. —Al menos sería ejecutada limpiamente, lohabía visto sacrificar al cerdo. La mujer que era y no era su madre lacontemplaba, impertérrita, desde el pie de la piedra—. Madre, si esto es obratuya, seré vengada, pues seré libre; sin embargo tú, cuando vuelvas a tu ser,deberás cargar con este recuerdo. —La piedra, fría al principio, fue adquiriendopoco a poco calidez. Taliesin era una forma oscura recortada contra lasestrellas. Sacó el cuchillo; la luz brillaba en el filo cuando alzó su manotemblorosa—. Padre, no falles...», se dijo, y cerró los ojos.

Y en esa oscuridad, oyó de nuevo la risa de la Diosa.

—Druida, aparta ese cuchillo. Es otro tipo de sangre el que yo quiero,debe ser el príncipe quien haga el sacrificio...

En un primer momento, Viviana entendió qué quería decir. Entonces oyóel repicar del metal contra la piedra cuando cayó el cuchillo. Abrió los ojos y vioa Taliesin apoyado en una de las piedras exteriores, llorando. Vortimer estabade pie como si se hubiera convertido él mismo en piedra.

—Tómala... —dijo la Diosa con más suavidad—. Ni siquiera Yo pediría suvida la víspera de Beltane. Su abrazo te convertirá en rey.

Con dulzura, se acercó al príncipe y le besó en la frente. Luego salió delcírculo y poco después la siguió Taliesin.

Viviana se incorporó.

—Puedes desatarme —le dijo a Vortimer al ver que éste no se movía—.No pienso huir de ti.

El joven estalló en carcajadas, se arrodilló ante ella y empezó a pelearsecon el nudo.

Viviana lo miró con una ternura repentina que reconocía como el principiodel deseo. Cuando la cuerda cayó por fin, él apoyó la cabeza en su regazo y laabrazó por los muslos. El calor que latía entre ellos aumentó; de pronto Vivianase quedó sin aliento y le pasó los dedos por el pelo negro.

—Ven a mí, mi amado, mi rey... —susurró por fin.

Él se levantó y se colocó a su lado sobre la piedra.

Las manos de Vortimer cobraron audacia hasta que Viviana se sintióderretir. Después, su peso la aplastó contra la roca del altar y su conciencia seesparció por todas las líneas de poder que atravesaban aquellas piedras.

«Esto es la muerte... —Un retazo de pensamiento pasó fugazmente—. Yes la vida...»

Su grito lo llevó de nuevo.

Aquella noche ambos murieron y renacieron muchas veces en los brazos del otro.

66

Cuando el príncipe Vortimer regresó al este, Viviana se fue con él. Anaestaba sentada sobre su poni junto a la mula de Taliesin y los observabaalejarse.

—Después de tantos años, sigues sorprendiéndome —dijo el bardo—. Nisiquiera has discutido cuando te ha dicho que deseaba irse.

—He perdido ese derecho —repuso la suma sacerdotisa secamente—.Viviana está mejor lejos, a salvo de mí.

—Fue la Diosa, no tú... —empezó a decir Taliesin, pero su voz vaciló.

—¿Por qué estás tan seguro? Yo recuerdo muy bien lo que ocurrió.

—¿Qué es lo que recuerdas? —Se volvió hacia ella y descubrió en surostro arrugas que antes no había.

—Me oí pronunciar las palabras, y sentí júbilo cuando te vi de pie con elcuchillo. Los dos estábamos asustados. Durante todos estos años he queridocreer que hacía la voluntad de la Diosa, pero ¿y si he estado engañándome?¿Y si lo que hablaba a través de mí era sólo mi orgullo?

—¿Crees que yo me habría dejado engañar? —le preguntó Taliesin.

—¡No lo sé!... —exclamó ella, temblando como si el sol ya no pudieradarle calor.

—Bueno —replicó él con calma—, tal vez tengas razón. Aquella noche mijuicio se vio nublado por el miedo. De todos nosotros, creo que sólo Viviana eracapaz de ver con claridad; al final, hasta yo mismo estaba dispuesto a ejecutarsu deseo de entregarse como ofrenda.

—¿Y no pensaste en mí? —lloró Ana—. ¿Crees que podría seguirviviendo, a sabiendas de que mi palabra había condenado a mi propia hija?

—¿Y yo? —dijo él muy despacio—. ¿Crees que podría seguir viviendo, asabiendas de que había muerto por mi mano?

Durante un largo rato se miraron el uno al otro. Ana supo descifrar lapregunta que había en los ojos de él, y una vez más se negó a responder.Mejor que pensara que la niña era su hija, incluso en ese momento.

Al final Taliesin suspiró.

—Tanto si fuiste tú la responsable como si fue obra de la Diosa, demosgracias porque Viviana está a salvo y tiene una oportunidad de ser feliz —dijo,y consiguió esbozar una sonrisa.

Ana se mordió el labio preguntándose qué había hecho ella para merecerel amor de un hombre como Taliesin. Ya no era joven y nunca había sido bella.Y ahora sus flujos femeninos se habían vuelto tan irregulares que ya no sabíasi seguía siendo fértil.

—Mi hija se ha hecho una mujer y yo me he convertido en la Vieja, larepresentación de la muerte. Llévame de vuelta a Avalón, Taliesin. Llévame acasa...

En Durovérnum hacía calor y la ciudad estaba abarrotada. Era como si lamitad de la población de Cántium hubiera buscado refugio entre sus sólidasmurallas. Los sajones la habían asediado varias veces, pero había resistido.Ese día, mientras se abría paso entre la multitud del brazo de Vortimer, Vivianapensó que, si acogía a más gente, la ciudad explotaría.

Hombres y mujeres se daban codazos a su paso y señalaban a Vortimer.De sus comentarios se desprendía que su presencia los tranquilizaba. Vivianale apretó el brazo y él le sonrió. Cuando estaban solos, ella podía relajar susdefensas y sabía lo que él sentía por ella. Pero en medio de una multitudsemejante, debía levantar escudos mentales tan sólidos como las murallas deDurovérnum porque el griterío la habría vuelto loca y sólo podía juzgar a travésde la voz de Vortimer y de su mirada. Ahora entendía por qué en el mundoexterior había tantos malos entendidos: se preguntaba si volvería a conocer lapaz de Avalón.

La casa a la que se dirigían se encontraba al sur de la ciudad, cerca delteatro, y pertenecía a Enio Claudiano, uno de los comandantes de Vortimer,que daba una fiesta. Viviana encontraba extraño que Vortimer y sus capitanesperdieran tiempo en diversiones la víspera de la batalla, pero, como él leexplicó, era importante trasmitir sensación de seguridad y demostrar al puebloque la vida que conocían seguiría igual.

Caía la noche. Unos esclavos los precedían con antorchas. En el cielo,las nubes brillaban como si les hubieran prendido fuego. Viviana sospechabaque se debía al humo que despedía la paja de los tejados, pues los sajonesmarchaban hacia Londínium. No obstante, el efecto era sin duda espectacular.Al recordar las muchas granjas que había visto abandonadas a lo largo deltrayecto, le sorprendió que aún quedaran cosas por arder.

¿Por qué había querido ir con él? ¿Lo amaba realmente o sencillamentese había dejado seducir por la respuesta que había tenido su cuerpo hacia él?¿O era la desconfianza hacia su madre lo que la había alejado de Avalón? Nolo sabía, pero cuando entraron en el atrio y vio a las elegantes mujeresromanas, se sintió como una niña vestida con la ropa de su madre. Su sangrepodía ser britana, pero las deslumbraba el sueño del imperio. Por el jardín y enel atrio había flautistas y acróbatas que brincaban al son de un tambor. Lacomida que sirvieron, le dijo alguien, era frugal en comparación con la de otras

ocasiones, pero aun así exquisita. Por más esfuerzos que hacía por mitigar sussensaciones internas, Viviana quería llorar.

—¿Qué te pasa? —la mano de Vortimer la sacó de su ensueño—. ¿No teencuentras bien?

Viviana levantó la mirada y sacudió la cabeza con una sonrisa. Sepreguntaban si se habría quedado embarazada en aquel primer encuentro enel círculo de piedra, aunque en los dos meses que ella y el príncipe llevabanjuntos, sus flujos habían sido regulares. Vortimer no tenía hijos. Debía de serinstintivo, pensaba ella, que un hombre que se enfrentaba a la muerte quisieradejar algo detrás de él. Ella también deseaba tener un niño.

—Sólo estoy cansada. No estoy acostumbrada a este clima tan cálido.

—Nos iremos pronto —le dijo con una sonrisa que le aceleró el pulso.Vortimer miró a su alrededor con aquella mirada atenta que tanto la sorprendía.

«Se ha pasado el día como esperando a que sucediera algo», pensó ella.Cuando estuvieran solos se lo preguntaría. La primera vez que habían hecho elamor, en la Danza de los Gigantes, se habían conocido profundamente. Desdeentonces, cuando se habían acostado en lugares poco discretos, sus defensasinstintivas habían impedido una unión tan completa. Sin embargo, Vortimer nose había quejado; quizá él, que tenía más experiencia, no lo considerara unproblema; o tal vez, reflexionó con pesar, eran así normalmente las relacionesentre hombres y mujeres, y lo que ella había sentido la primera vez, unaanomalía.

Impaciente de pronto, Viviana le puso las manos en los brazos y bajó lasbarreras. En un primer momento, sintió la calidez de sus sentimientos haciaella, una mezcla de pasión y afecto y más que un poco de temor. Entonces lesobrevino de golpe toda la conciencia que había tenido bloqueada y vio...

Vortimer estaba frente a ella como un espectro. Las manos le decían quela carne de él aún era sólida, pero su imagen se desvanecía. Se obligó aapartar la mirada, pero la situación no mejoró mucho. Todos los hombres de lasala menos uno se habían convertido en fantasmas. La joven miró afuera,hacia la ciudad, y le llegaron imágenes de calles desiertas, edificios derruidos yjardines abandonados.

¡No podía soportarlo, no quería verlo! Con un último esfuerzo cerró losojos y la visión desapareció. Cuando recuperó la conciencia, estaban fuera yVortimer la sujetaba.

—Les he dicho que no te encontrabas bien y que te llevaba a casa...

Viviana asintió con la cabeza. Era una explicación tan buena comocualquier otra. No debía permitir que sospechara lo que había visto.

Esa noche yacieron el uno en brazos del otro con las persianas abiertaspara contemplar el viaje de la luna creciente por el cielo.

—Viviana, Viviana... —Los dedos de Vortimer peinaban su espesa melena—. La primera vez que te vi eras una diosa, y cada vez que te entregas a mívuelves a serlo. Cuando te pedí que vinieras a Cántium, seguía deslumbrado,seguro de que serías mi talismán de la victoria. Pero a quien quiero ahora es ala mujer mortal. —Se llevó un mechón de pelo a los labios—. Cásate conmigo,

quiero que estés protegida.

Viviana se estremeció. Él estaba condenado, si no en la siguiente batalla,en la próxima.

—Soy una sacerdotisa. —Se resguardó en su antigua respuesta, aunqueya no sabía si era cierta—. No puedo casarme con ningún hombre excepto dela manera en que nos unimos, en el Gran Rito, ante los dioses.

—Sin embargo, a los ojos del mundo... —empezó a decir él, pero ella lepuso un dedo sobre los labios.

—... soy tu amante. Ya sé lo que dicen. Y te agradezco que te preocupespor mí. Para que todos me acepten, la Iglesia debería bendecir nuestra unión, yyo pertenezco a la Dama. No, amor mío, mientras vivas no necesito más queSu protección y la tuya.

Vortimer se mantuvo en silencio durante unos instantes. Después suspiró.

—Esta mañana han llegado noticias de que Hengest se dirige aLondínium. No creo que pueda tomarla, y si no lo hace, vendrá a Cántium, y yoestaré aguardándolo. La gran lucha para la que me he preparado estállegando. Creo que ganaremos, pero un hombre siempre puede morir en labatalla.

A Viviana se le cortó la respiración. Sabía que habría otra batalla, pero ¡nola esperaba tan pronto! Se obligó a mantener un tono de voz uniforme.

—Si cayeras, ¿crees que habría algún lugar en el que tu nombre meprotegiera? Si... desaparecieras, volvería a Avalón.

—Avalón... —repitió él, y emitió un prolongado suspiro—. Lo recuerdocomo en un sueño. —Le acarició la curva de la frente, la mejilla, la suave pielde su garganta y dejó descansar la mano sobre su corazón—. Es como tú,tienes los huesos de un pájaro, podría destrozarte con una mano, pero en elinterior eres fuerte. Ah, Viviana, ¿tú me amas?

Sin decir nada, ella se volvió entre sus brazos y lo besó. No se dio cuentade que estaba llorando hasta que él le secó las lágrimas. Su amante tambiénse había quedado sin habla, pero sus cuerpos se comunicaban con unaelocuencia que no necesitaba palabras.

Esa noche Viviana soñó que regresaba a Avalón y que veía a su madretejiendo. El tejado del cobertizo era mucho más alto. De unos travesaños demadera colgaba un tapiz a medio terminar. Miró hacia arriba y vio a hombresque marchaban, divisó el lago y el Tozal, y a sí misma, de niña, cabalgando conTaliesin bajo la lluvia; pero a medida que la tejedora hilaba, la zona de tapizterminada se oscurecía. Más abajo, las imágenes eran más claras. Vio laDanza de los Gigantes y a sí misma y a Vortimer, y ejércitos, cada vez másejércitos, marchando sobre la tierra anegada de sangre y en llamas.

—¡Madre! —gritó—. ¿Qué estás haciendo?

Cuando la mujer se giró, Viviana vio que era ella misma.

—Los dioses urden el telar, pero nosotros tejemos las figuras —dijo laOtra—. Teje con sabiduría...

Entonces se oyó un trueno y el telar empezó a deshacerse en pedazos.

Viviana intentó atraparlos, pero le resbalaban entre los dedos. Alguien estabasacudiéndola. Abrió los ojos, vio a Vortimer y oyó los golpes en la puerta.

—Los sajones... ¡Los sajones han sido expulsados de Londínium y estánretirándose! Mi señor, debéis venir —decía alguien desde fuera.

Viviana cerró los ojos cuando él se levantó a abrir. Eran las noticias queesperaba, y deseaba que no hubieran llegado. En su recuerdo vio a la tejedoray oyó su advertencia. «Teje con sabiduría...» ¿Qué quería decir eso? Vortimeriba a la guerra y no había manera de detenerlo. ¿Qué podía hacer?

Vortimer estaba vistiéndose. Se lanzó hacia él para abrazarlo y apoyó lacabeza en su pecho; ella oyó el acelerado latido de su corazón cuando dejócaer la túnica y él la estrechó entre sus brazos. Desde la puerta el ruido llegabamás fuerte. Vortimer se estremeció y ella se apretó más a él. Vortimer suspiró yViviana sintió que le rozaba el cabello con los labios. Después, muysuavemente, se separó de su abrazo.

—Vortimer... —Extendió los brazos y él le cogió las manos.

—Así que... —le temblaba la voz— tú me amas... como yo te amo a ti.¡Adiós, mi amada! —Se separó de ella, cogió la túnica y el cinturón y seencaminó hacia la puerta.

Viviana lo vio marchar. Cuando oyó caer la aldaba, se derrumbó en ellecho, donde aún quedaba la huella de sus cuerpos entrelazados, y lloró comosi fuera a pasar el resto de su vida anegada en lágrimas.

Al final, también su llanto cesó.

Después de un rato en silencio, pensó con cierta irritación que era ellauna sacerdotisa. ¿Para qué había pasado tanto tiempo aprendiendo magia sino podía usarla para proteger al hombre que amaba?

Antes del mediodía Viviana estaba en camino. No encontró dificultades. Elcamino por el que acababa de pasar un ejército era una de las rutas másseguras que se podían encontrar, siempre y cuando llevara suficiente comida.También había tenido la precaución de vestirse con una túnica de muchacho,que le había conseguido uno de los jardineros, y de cortarse el pelo. Despuésde tantos años, estaba acostumbrada a llevarlo corto, y si en algún momentonecesitaba parecer una mujer respetable, siempre podía cubrirse con un velo.

Ni siquiera su montura, un ruano castrado, feo y de mal carácter quehabían considerado lento para la batalla, era una tentación. Tuvo queconvencerlo de que diera el primer paso y echara a caminar. Esa noche durmióviendo las hogueras del campamento de Vortimer, y al día siguiente, sin serreconocida ni levantar sospechas, se unió a los cocineros como ayudante.

Al tercer día, la avanzadilla britana se encontró con una banda de sajonesy entablaron combate. Hengest volvía a su antiguo señorío en Tanatos.Vortimer tenía la esperanza de impedírselo y destruirlo antes de que pudieracruzar el canal hasta la isla. Ahora se dirigían hacia el este a toda velocidad.

Esa noche acamparon en estado de alerta, pues sabían que el enemigocontinuaría la marcha. Pero sólo los hombres pueden agotar sus fuerzas y suentendimiento y seguir en pie; los animales debían descansar para conservar laventaja que les daba la caballería. Viviana se estremeció en el húmedo y frío

aire marino, pues la ruta que seguían bordeaba el estuario del Támesis, ydeseó encontrarse entre los brazos de Vortimer. Pero era mejor que él lacreyera sana y salva en Durovérnum. Improvisó un lecho en una pequeñaelevación desde la que podía ver la tienda de cuero en la que Vortimerdescansaba. Y allí, en la oscuridad, invocó a los antiguos dioses de Britaniapara que cuidaran del cuerpo de su amado e infundieran fuerza en su brazo.

Los britanos se levantaron con la primera luz, y cuando el sol estaba altoen el cielo, los guerreros emprendieron la marcha, dejando atrás los carros conlas provisiones, que seguían al ejército como podían. Viviana maldecía el pasorenqueante de su jamelgo, pues su unión con Vortimer era lo bastante fuertepara saber que había tomado contacto con el enemigo.

Oyeron la batalla antes de verla. Los caballos sacudieron las orejascuando el cambio del viento llevó estallidos de ruido, como el rugido de un marlejano. Pero el agua más próxima era la del canal que separaba Tanatos deCántium, y estaba demasiado tranquila para levantar olas. Lo que oían era elclamor de los hombres en combate.

Las dos fuerzas se enfrentaron en la llanura situada frente al canal. Másallá se levantaba la fortaleza de Rutupiae, de espaldas al mar. En esa épocadel año los pantanales estaban secos y una débil bruma de polvo se levantabaen el cielo. Los cuervos volaban en círculos y graznaban, felices, a la esperadel desenlace.

Los carros se detuvieron. Los conductores contemplaban la batallafascinados y murmuraban con voz tensa cuando creían identificar algunamaniobra. Viviana azuzó su caballo unos pasos para ver bien la batalla. Laprimera carga había roto la primera línea de defensa sajona, y los ejércitos sehabían desintegrado en grupos aislados de hombres. De vez en cuando, unacuadrilla de jinetes se reagrupaba para volver a la carga o para formar unanueva línea defensiva. En la confusión era imposible pronosticar quién ibaganando.

Tan concentrada estaba en la batalla que Viviana no prestó atención a losgritos que se oían por detrás. Sólo cuando una figura barbuda agarró lasriendas de su montura reparó en que una banda de sajones había abandonadola batalla con la esperanza de huir en los caballos de la partida deavituallamiento. Y fue precisamente el caballo el que la salvó, con un mordiscomalintencionado que le propinó al sajón. El guerrero, juzgando al caballo máspeligroso que al jinete, retrocedió. Fue un error fatal, pues Viviana, llevada porla tensión de la acción, le hundió su daga en el cuello. Al caer, el peso delcuerpo del sajón liberó la daga.

El caballo, al ver que otro hombre se acercaba, empezó a cocear. Vivianacogió las riendas y tiró de ellas, pero el animal se desbocó y decidió soltarlas.Al fin y al cabo, la joven estaba de acuerdo con él en que tenían que huir.Cuando el caballo se detuvo, sudando por los ijares y el cuello, Viviana ya sehabía recuperado lo suficiente para volver a pensar. Aún tenía en la mano ladaga ensangrentada. Se estremeció y quiso arrojarla, pero entonces pensó enalgo.

Tenía sangre del enemigo. Podía resultarle útil. Y la daga era un regalo deVortimer. Volvió la vista hacia la batalla, ya lejana, puso la daga ensangrentada

sobre sus palmas e invocó un conjuro. Viviana entonó un cántico para que lasespadas britanas se volvieran más afiladas, para que, como su daga,arrancaran la vida de sus enemigos, para que la sangre brotara de sus heridascomo lo había hecho la de su atacante. Invocó a los espíritus de la tierra paraque la hierba enredara los pies de los invasores, el aire se detuviera en susgargantas, las aguas los ahogaran y les extinguiera el fuego del vientre paraque no tuvieran más ganas de pelear.

No sabía lo que cantaba, pues a medida que las notas salían de sugarganta ella caía en un trance más profundo y su espíritu se elevaba como uncuervo sobre el campo de batalla. Vio a Vortimer que se abría paso hacia unhombre enorme con un collar dorado y trenzas grises que blandía una enormehacha de guerra como si fuera un juguete. Gritando, planeó por encima de lacabeza de Vortimer y cayó en picado sobre su enemigo.

El hombre era más sensible que sus compañeros, o tal vez su ser sedesdoblaba en la batalla, porque el sajón se estremeció, falló el siguiente golpey vio que la furia abandonaba su mirada para dar paso a la duda.

«¡Estás condenado, estás condenado, huye!», le gritó ella. Dio tresvueltas sobre la cabeza del sajón y después se dirigió hacia el mar a todavelocidad.

Vortimer cayó sobre él. Intercambiaron una serie de golpes, pero elhombre de la trenzas ocupaba ya la posición defensiva. El jinete giró sobre símismo y dio una estocada hacia abajo. El hacha del sajón chocó con ella amitad camino y la desvió, rebotó en la malla que cubría las piernas de Vortimery se hundió en el costado del caballo. El animal relinchó y se tambaleó; alinstante cayó a tierra, y Vortimer con él. Pero en lugar de aprovechar suventaja, el bárbaro gritó algo en su lengua y echó a correr hacia el agua.

Media docena de barcas sajonas descansaban en la arena. Los otrosguerreros, al ver a su jefe retirarse, lo siguieron. En pocos momentos una delas barcas se llenó y fue empujada al agua; los hombres que no la alcanzaron atiempo chapoteaban inútilmente. Los britanos se les lanzaron encima, aullandocomo perros, y el agua se tiñó de rojo. La segunda barca, más cargada de lacuenta, se alejó bamboleándose. El jefe sajón, que iba en la tercera, contuvo asus atacantes con una sola mano mientras sus guerreros subían a bordo. Laembarcación comenzó a moverse, y entre gritos lo ayudaron a trepar hastacubierta.

Sólo tres barcos escaparon del campo de batalla maldito, y varios sajonesse lanzaron al agua para huir nadando. Los guerreros britanos recogieron unasangrienta cosecha de los que quedaron. Viviana flotaba por encima del fragor,contemplando la escena. Unos hombres fueron a levantar el caballo de encimade su jefe y entonces vio a Vortimer, con una expresión de cansancio y dejúbilo al comprender que la victoria era suya.

Cuando Viviana recuperó la conciencia, estaba tendida en la hierba. Sujamelgo pastaba satisfecho en el prado. Con un estremecimiento, pues ledolían los músculos como si hubiera peleado en cuerpo y alma, se puso en pie,

clavó la daga en la tierra para quitarle la sangre, la limpió con un trapo y laenvainó. Murmuró unas alabanzas en un tono suave, pues el caballoempezaba a mirarla mal otra vez, consiguió coger las riendas y lo montó.

Una de las pocas cosas que había llevado desde Durovérnum era unpequeño equipo de curandero, pues sabía que después de la batalla seríanecesario. Cuando el caballo de Vortimer cayó, su amado debió de hacersedaño. Ansiosa por llegar a él, azuzó su montura para bajar la colina. Cuando loalcanzó, los vencedores se habían retirado a la fortaleza de Rutupiae. Inclusoentonces Vortimer estaba tan ocupado dando órdenes frenéticas que no pudoacercarse a él, así que empezó a curar a los que estaban más graves.

A Viviana le pareció que el ambiente del lugar estaba cargado de historia.Hengest no había convertido Tanatos en su señorío por casualidad. Era lapuerta a Britania. Rutupiae misma había sido levantada a partir del fuerteconstruido allí para proteger el primer campamento que César había levantadoen la playa cuando llegó a Britania. Durante una época, había sido el puertomás importante de la provincia, y el gran monumento cuyas ruinas constituíanlos cimientos del faro se había construido como símbolo de su categoría comociudad. Ahora, el comercio que quedaba llegaba desde Clauséntum o Dubris,pero las murallas y los diques de Rutupiae habían sido reconstruidos un sigloantes, cuando Roma había reforzado las fortalezas de la costa sajona, yseguían en buen estado.

La noche llegó antes de que Vortimer se sentara y Viviana pudieraacercarse a él. Se había quitado la armadura, pero no se había curado laherida. Alguien había encontrado la bodega de la fortaleza y los cabecillasbritanos empezaban a brindar por su victoria.

—¿Los habéis visto huir? Lloraban como mujeres y se ahogaban mientrasintentaban subir a las barcas...

—Pero han acabado con muchos de nuestros bravos muchachos —dijootro—. Les compondremos una canción, vaya que sí, ¡para conmemorar estedía!

Viviana frunció el entrecejo. Sabía que Vortimer había perdido a unadocena de sus comandantes y otros muchos hombres de menor rango. Quizápor ese motivo, su rostro, iluminado por la hoguera, estaba tan sombrío. Aunasí, Hengest había huido y abandonado el campo de batalla. Era una victorianotable. En silencio, se desplazó hasta colocarse junto a su hombro.

—Mi señor ya se ha preocupado bastante por los demás. Es hora de quecuremos sus heridas.

—No es más que un rasguño... Hay otros en peor estado que yo.

No le sorprendió que no la reconociera, pues la luz era tenue y debía detener un aspecto lamentable, con los calzones y la túnica del jardinero, sucia ymanchada de sangre.

—Yo ya he hecho todo lo que podía para ayudarlos. Ahora es vuestroturno. Dejadme ver —Se arrodilló ante él, con la cabeza inclinada, y le colocóuna mano en la rodilla.

Puede que su carne reconociera el tacto, porque se puso tenso y frunció

el entrecejo en señal de incertidumbre.

—¡Sois muy joven! ¿Tenéis suficiente experiencia para... —se detuvo enseco cuando ella levantó la mirada.

—¿Dudáis de mi experiencia, mi señor?

—¡Santo Dios! ¡Viviana! —exclamó, e hizo un gesto de dolor cuando ellaempezó a examinar la fea herida del muslo.

—¡Santa Diosa, querrás decir! —Se puso en pie y dejó de reírse—. Y enSu nombre te digo que si no encuentras un sitio donde pueda mirar esta heridaen privado, te arrancaré los calzones y te la curaré delante de todo el mundo.

—Se me ocurren un montón de cosas mejores que hacer contigo enprivado, pero como quieras... —dijo con el mismo tono de voz discreto—. Yotambién tengo que decirte algo.

Hizo una mueca cuando se puso en pie, pues la herida se le habíasecado, pero consiguió no cojear mientras la conducía a los aposentos deltribuno, uno de los comandantes que había caído en combate.

Con cuidado, Viviana empapó el tejido de sus calzones hasta que lasangre seca se disolvió lo suficiente para quitárselos, y le limpió la herida.Vortimer, tendido a su lado, intentaba distraerse del dolor que le producían suscuidados exponiéndole las innumerables razones por las que había sido unainsensata al seguirlo. Si hubiera sido uno de sus soldados, pensó ella, sehabría quedado destrozada. Sin embargo, había desarrollado unas defensasexcepcionales con su madre, cuyas reprimendas iban siempre acompañadasde una descarga psicológica que podía destruir a cualquiera, y las simplespalabras poco podían hacer para herirla. Sobre todo si el sentimiento que lasdisparaba no era ira sino amor.

—Es verdad que si fuera tu esposa habrías podido ordenarme que no tesiguiera —argumentó ella—. ¿No estás contento de que no lo sea? No haymuchos que gocen del privilegio de ser atendidos por una sacerdotisa deAvalón.

La herida en sí no era terrible, pero al caerle el caballo encima se habíallenado de barro y porquerías. Él seguía rezongando mientras ella le limpiaba laherida.

—¡Y te has cortado la melena! ¡Con lo bonita que era!

—Difícilmente habría pasado por un muchacho con el pelo largo —lerespondió—. Eres romano, ¿no te gusto así?

—Así es como les agrada a los griegos... —replicó, y se puso colorado—.Confío en haberte demostrado de sobra cuáles son mis gustos...

Ella le devolvió una sonrisa y le tendió un trozo de cuero.

—Muerde esto... Voy a echarte vino sobre la herida. —El joven seestremeció con el escozor del alcohol y la frente se le perló de sudor—. Siguemordiendo fuerte mientras te coso. Te va a quedar una cicatriz muy atractiva...

Cuando terminó, estaba pálido y se convulsionaba, pero, aparte de algúnque otro gruñido, no se había quejado. Viviana le cogió la cabeza entre lasmanos y lo besó, y no dejó que se apartara hasta que notó que le aumentaba el

calor corporal. Con cuidado, le limpió el resto del cuerpo y le buscó una túnicalimpia. Cuando Enio Claudiano fue a buscarlo, Vortimer dormía y ella, por suparte, se había puesto una túnica del tribuno muerto que era lo suficientementelarga para que le hiciera las veces de falda y había utilizado el agua sobrantepara mejorar su propio aspecto, de forma que el comandante la reconociera yaceptara sus órdenes de que el príncipe no debía ser molestado.

Habían pagado un precio elevado en la batalla de Rutupiae, pero nohabía duda de que había sido una victoria. Ni las siniestras tareas de contar lasbajas y enterrar los cuerpos pudieron disipar completamente el sentimiento deeuforia. Hengest se había ido, no sólo de tierra firme, sino de Britania. Las tresnaves habían cruzado el mar, hacia Germania, o hacia las fauces de Hel, ladiosa germánica de los muertos: los britanos no lo sabían, y no les importaba.Fuera cual fuera el lugar a donde había ido, lo más probable era que novolviera, después de aquella derrota, ¿dónde encontraría hombres taninsensatos para seguirlo?

—Entonces, ¿ya está? ¿Hemos ganado? —preguntó Viviana, quiensacudió la cabeza, sorprendida. Los sajones habían sido su mayor amenazadurante mucho tiempo.

Vortimer suspiró y cambió de posición, pues la pierna aún le dolía.

—Hemos vencido a Hengest, nuestro enemigo más peligroso, peroGermania cría bárbaros como un cadáver gusanos. Y siguen hambrientos.Algún día vendrán más, y en cualquier caso, aún nos quedan los pictos y losirlandeses. Esto aún no ha terminado, pero nos hemos ganado una tregua. —Señaló las tumbas recientes—. Su sangre nos ha proporcionado tiempo pararehacemos. Las tierras del oeste y del sur aún son ricas. ¡Ahora, seguro quenos ayudarán!

Lo miró con curiosidad.

—¿Qué piensas hacer?

—Iré a ver a Ambrosio. He salvado Britania en el nombre de Dios, ahoraél y mi padre tendrán que escucharme. Podría proclamarme emperador porencima de ambos, pero no tengo intención de dividir más esta tierra. Noobstante, esta victoria me otorga un margen de negociación. Mi padre es viejo.Si le prometo a Ambrosio que le daré mi apoyo cuando él muera, tal vez mepreste ahora la ayuda que necesito.

Viviana le sonrió, divertida. Ahora le parecía que todo lo que habíasucedido desde que se habían unido en la Danza de los Gigantes estabapredestinado a ocurrir, y entendió el impulso que la había empujado a irse conél. Había oído decir que Carausio, el primero en proclamarse señor de Britania,se había casado con una mujer de Avalón. Entonces, ¿no sería lo másapropiado que el Salvador de Britania tomara como consorte a una sacerdotisaque lo protegiera y lo aconsejara?

Vortimer le ofreció otro caballo para el viaje, pero Viviana le había tomadocariño al suyo y no quiso separarse de él. A pesar del paso brusco y cansino desu jamelgo, se sentía más cómoda en él que Vortimer en su brioso sementalgris. Ella había insistido en que permaneciera en Rutupiae hasta que sanara laherida, pero él deseaba entrevistarse con Ambrosio cuanto antes, mientras enBritania aún resonaran las nuevas de su victoria.

Su estancia en Londínium se vio empañada por una amarga discusióncon su padre, el cual, preparado para recibir a su hijo como su heredero, sedisgustó comprensiblemente al conocer sus intenciones de tirar por la borda lavictoria, como él mismo había dicho. Viviana pensó que tanto su madre comoVortigern tenían buenos motivos para quejarse de sus desobedientes hijos,pero no dijo nada. Vortimer sufría, porque comprendía el punto de vista de supadre. Él era el primero en reconocer los esfuerzos de su progenitor paradeshacer el error que había cometido al traer los sajones a Britania. Aunqueera consciente de que Vortigern no siempre había obrado con acierto, lohonraba y le dolía enfrentarse a él. Cuando por fin tomaron la calzada deCalleva, Vortimer estaba pálido y callado.

Hasta que llegaron a la comodidad relativa de la mansio en Calleva,Viviana no se dio cuenta de que el sufrimiento de Vortimer no era sólo delespíritu. Cuando se desnudaron para bañarse, vio que la carne alrededor de laherida estaba roja e inflamada. Él juró que no le dolía, y ella juró que mentía yle hizo prometer que le permitiría aplicarle compresas calientes.

Esa noche se lo veía más relajado. Cuando se fueron a dormir, la atrajohacia sí por primera vez después de la batalla.

—No deberíamos —le susurró mientras le besaba en el cuello—. Tedolerá...

—Ni lo voy a notar... —Encontró con los labios su pecho y ella gimió.

—No te creo... —dijo Viviana con la voz quebrada, sorprendida dehaberse acostumbrado a hacer el amor con él y de haberlo echado tanto demenos.

—Eso sí, tendremos que ser imaginativos. —Se recostó sobre un codo yse dejó caer hacia atrás. Con una mano seguía acariciándola—. Eres tanpequeñita... Si has podido montar ese jamelgo todo este camino, seguro quepuedes montarme a mí.

Viviana notó que se sonrojaba, pero la mano errante de Vortimerdespertaba en ella un deseo que no podía sofocar. La intensidad de las cariciasascendió rápidamente hasta alcanzar una energía que ninguno de los dos pudocontrolar. Fue como la primera vez, cuando su unión se había convertido en uncanal de fuerzas más allá de lo humano, y esa noche, aquel dormitorio enCalleva fue también terreno sagrado.

—Ah, Viviana... —susurró Vortimer cuando el éxtasis hubo desaparecido yempezaron a recordar de nuevo que no eran sino simples mortales—. Cómo tequiero... No me dejes, mi amor. No me dejes marchar...

—No lo haré —repuso ella con firmeza, y lo besó una vez más.

Hasta mucho más tarde no se preguntó por qué no le había dicho que ella

también lo quería.

Por la mañana salieron en dirección a Glévum, pero, hacia el mediodía desu segundo día de viaje, a Vortimer le entró fiebre. Sin embargo, se negó aparar y no permitió que ella le examinara la herida. A medida que avanzaba latarde, los hombres de su escolta empezaron también a preocuparse, y cuandoella ordenó que se desviaran hacia Cunetio, en lugar de tomar la bifurcaciónnorte, no le discutieron.

Por la noche la pierna le ardía. Viviana vio claro que, a pesar de suscuidados, había quedado suciedad en la herida: tras empaparla, abrió lospuntos y encontró pus en los bordes. La mansio de Cunetio era pequeña y nomuy confortable, y aunque hizo todo lo posible para que estuviera cómodo,Vortimer durmió mal, y ella también, preocupada porque las reservas dehierbas se le estaban terminando.

Juzgó que el dolor debía de ser muy fuerte, pues él había aceptado sinrechistar la idea de quedarse a descansar un día más. La herida aún supuraba,y aunque no acababa de mejorar, tampoco estaba peor. A la mañana siguientese sentó a su lado en el lecho y le tomó la mano.

—No puedes cabalgar ni estás en condiciones de ir a Glévum —dijosobriamente—. Y aquí no disponemos de medios para cuidarte. Avalón noqueda muy lejos. Allí tienen hierbas y hay expertas curanderas. Si permites quete construyamos una litera y te llevemos a Avalón, estoy segura de quesanarás.

Vortimer la miró a los ojos durante lo que pareció un largo rato.

—Cuando fuimos a la Danza de los Gigantes —le dijo al fin—, supe queuno de nosotros sería sacrificado, pero no estoy asustado. Sé que ya hemuerto por Britania otras veces. —Al ver la mirada de alarma de Viviana, sonrió—: Como quieras... Después de todo, siempre he querido volver a Avalón...

Tras dos días de viaje llegaron a Sorviodúnum. Viviana se sintió mal alreparar en lo cerca que estaban del círculo de piedras donde había empezadosu vida con Vortimer, pero lo cierto era que hacía ya tres días que no seencontraba bien debido a la ansiedad. Sabía que el bamboleo de la litera lecausaba dolor, pero todos sus conocimientos no servían más que paramantener alejada la infección. Vortimer era un hombre fuerte; seguro que securaría si eran capaces de llegar a Avalón. Así que prosiguieron, y pocodespués de abandonar la ciudad tomaron el camino que conducía al oeste através de las colinas.

A la segunda noche acamparon en una loma, junto al camino. Lavegetación se había apoderado del lugar, pero, mientras recogía leña, Vivianareparó en que la cima había sido nivelada y estaba rodeada de zanjas ymurallas de adobe. Era una fortaleza como las que construían los hombres dela antigüedad. No dijo nada. Conocía los conjuros para apaciguar a dichosespíritus y no quería alarmar a los hombres, pues ya estaban losuficientemente nerviosos. Desde que ella se había ido, Vortimer se habíamostrado muy inquieto y no había parado de murmurar acerca de batallas.

Imaginaron que estaba reviviendo la batalla de Rutupiae, donde fue herido,pero, cuando Viviana se acercó a escuchar, oyó otros nombres: brigantes,padre Paulus, Gesoriácum, Maximiano...

La luz de la hoguera iluminaba su rostro demacrado por la fiebre. CuandoViviana destapó la herida, se horrorizó al ver las líneas negras de la gangrenaque le subían hasta la ingle. Pero la limpió y vendó sin exteriorizar su miedo.

Esa noche la pasó en vela refrescando el cuerpo de Vortimer con aguadel manantial. Si hubiera sido del manantial sagrado, lo habría curado. Al final,sin pretenderlo, se quedó dormida, con el paño en la mano.

La despertó el grito de Vortimer. Estaba sentado, diciendo frasesinconexas sobre lanzas y enemigos a las puertas en una versión arcaica de lalengua que usaban las gentes de los pantanos. Asustada, lo llamó primero enese mismo idioma y después en el suyo. Y entonces vio en sus ojos que lareconocía mientras se desplomaba entre las sábanas. Viviana echó más leña alas brasas y la llama se avivó.

—Los he visto... —susurró—. Hombres pintados, con collares de oro ylanzas de bronce. Se parecían a ti...

—Sí... —le dijo ella suavemente—. Este lugar en el que estamospertenece a los ancestros.

Él la miró con un miedo repentino.

—Dicen que desde este lugar las hadas pueden llevarte con ellas.

—Ojalá lo hicieran. Llegaríamos a Avalón mucho antes.

Vortimer cerró los ojos.

—Creo que nunca llegaré. Llévame de vuelta a Cántium, Viviana. Si meentierras en la orilla donde gané la batalla, yo la guardaré de los sajones, ynunca volverán allí, aunque tomen cualquier otro puerto britano. ¿Me loprometes, cariño?

—¡No vas a morir!... ¡No puedes!... —le dijo desesperada mientras lecogía con fuerza la mano, que estaba tan caliente y era tan delgada que lesentía los huesos.

—Eres la Diosa..., pero no puedes ser tan cruel como para mantenermevivo con este dolor...

Viviana lo miró, recordando su primer ritual. La Dama le había otorgado lavictoria, y ahora, como había prometido, acudía a recoger su ofrenda. YViviana, como sacerdotisa de la Diosa, había sido el medio por el que se habíacumplido esa promesa. Había intentado ayudar a Vortimer y a sí misma aescapar de sus destinos. Y lo único que había conseguido era conducirlo a unamuerte solitaria en un lugar donde los fantasmas de los antiguos guerrerosvagaban por las colinas.

—Te he traicionado —le susurró—. Pero nunca fue mi intención. —Letomó el pulso en la muñeca y lo sintió desbocado.

Vortimer abrió los ojos, oscurecidos por el dolor.

—¿No ha servido para nada, entonces? ¿Se ha producido una matanza

en vano? Sostenme, Viviana, porque me volveré loco. ¡Permite al menos quemuera cuerdo!

De pronto entendió que estaba pidiendo su ayuda como sacerdotisa. Esavez no podía fallarle. Veía titilar la vida en él como una llama moribunda, yaunque lo que deseaba era refugiarse en su pecho y aullar de dolor, asintió yse obligó a recordar los conocimientos que nunca hubiera deseado tener querecordar.

Viviana le tomó las manos y le mantuvo la mirada hasta que susrespiraciones se acompasaron.

—Tranquilo... —le susurró—. Todo irá bien. Cuando expulses el aire, dejasalir también el dolor...

La energía de él se regularizó, pero era poca, muy poca. Durante un ratose quedaron en silencio y después él abrió los ojos.

—El dolor se ha ido, mi Reina. —Tenía los ojos fijos en ella, pero Vivianaestaba segura de que no era a ella a quien veía—. Que los dioses te protejan yvelen por ti hasta que... volvamos a encontramos.

Sus labios comenzaron a articular mecánicamente el canto que se entonaba enla antigua Atlántida cuando moría un rey. «Esta vez, al menos, estoy contigo para que el adiós sea menos difícil», pensó, y se preguntó de qué vida provendría ese pensamiento. Sintió la rigidez de sus dedos entre los de ella, y de pronto él le soltó las manos y dejó escapar su vida con el suspiro de quien, tras haber luchado hasta el final, ve la victoria más allá de la esperanza.

77

—Una es para la Diosa, que lo es todo... —dijo Igraine, cuya sonrisa eracomo el sol.

Ya había pasado la época de la cosecha y se aproximaba Samhain, peroallí, en la orilla del lago, la luz era cegadora; se reflejaba en el suave oleaje ybrillaba en sus cabellos rubios.

—Eso es, tesoro —le dijo Taliesin mirándola—. ¿Y puedes decirme qué esdos?

Al otro lado del agua azul, la tierra había florecido en todos los colores delotoño.

—Dos... son algunas cosas, cosas que Ella convierte, como el Señor y laDama, o la Oscuridad y la Luz.

—¡Muy bien, Igraine! —Y la rodeó con un brazo. Afortunadamente, por lomenos se le permitía querer a esa niña.

Su mirada se trasladó a la de la otra hija, que caminaba por la orilla con lacabeza baja. De vez en cuando se detenía para contemplar la Atalaya, dondehabían enterrado a Vortimer. Habían pasado ya casi dos lunas desde que lasgentes de los pantanos la encontraron junto a su cadáver en la antiguafortaleza de la colina y la devolvieron a Avalón, y aún seguía penando. Leshabía rogado que le permitieran devolverlo a Rutupiae, pero era demasiadopeligroso, pues grupos desperdigados de las huestes sajonas continuabanrecorriendo aquella zona. ¿Por eso tenía el rostro tan delgado? Sin embargo,esa delgadez no le había afectado al cuerpo. Cuando se dio la vuelta y susilueta negra quedó recortada sobre el agua brillante, pudo ver la hermosaforma de sus pechos...

—¡Y tres es cuando los Dos tienen un niño! —exclamó Igraine, triunfante.

Taliesin dejó escapar un largo suspiro. Viviana, cuyo pecho había sidosiempre plano como el de un muchacho, tenía ahora una forma femenina. ¿Porqué no les habría dicho que estaba embarazada?

—¿Lo he dicho bien? —Igraine le tiró de la manga, impaciente.

—Pues claro que sí...

Para sus cinco años, Igraine era un niña muy lista, pero últimamentenecesitaba que se lo recordaran.

—¿Se lo dirás a mamá? Por favor..., así estará muy contenta conmigo.

El viento transportó las palabras y Viviana se dio la vuelta. Sus ojos secruzaron con los de Taliesin y éste vio en ellos cómo la pena se transformabaen ira, como si recordara su propia infancia. Después Viviana suavizó lamirada, llegó corriendo y abrazó a la niña.

—Yo estoy muy contenta, Igraine. Cuando tenía tu edad, no me sabía lalección ni la mitad de bien que tú.

—Ve si quieres a recoger piedras bonitas en la orilla. —Taliesin se inclinópara darle un beso—. Pero que te podamos ver, y no te metas en el agua.

—Igraine está confusa, y no me extraña —dijo Viviana sin perder de vistaa la niña. En esa estación no había mucho peligro; el nivel del lago habíabajado tras una época larga de sequía y casi se podía cruzar caminando—.Ana ya no tiene tiempo para ella, ¿verdad? Recuerdo cómo me sentí yocuando empezó a alejarse de mí...

Taliesin sacudió la cabeza al detectar amargura en el tono de su voz.

—Pero era muy cariñosa con ella cuando Igraine era un bebé...

—A algunas mujeres les encanta estar embarazadas y adoran a los niñospequeños, pero parece que no saben qué hacer cuando empiezan a pensar porsí mismos.

—Eres sabia —replicó él aceptando la verdad que había en suobservación—. Estoy seguro de que no cometerás el mismo error con tu hijo...

Viviana se tambaleó. El color la había abandonado tan repentinamenteque Taliesin pensó que se caía.

—¿Mi hijo? —preguntó, y movió la mano instintivamente para protegerseel vientre.

—Vas a tener un niño, yo diría que para Beltane, cariño. Seguro que tú yalo sabías —No, no sabía que fuera a ocurrir tan pronto. Taliesin vio que lecambiaba el color del rostro y le cogió una mano—. Venga, ven, ¡es un motivode alegría! Supongo que será de Vortimer...

Viviana asintió, pero estaba llorando por primera vez, reparó él, desde quehabía llevado a casa el cadáver de su amante.

En Samhain, cuando los muertos vuelven para festejar con los vivos y laDiosa termina su reinado de medio año para pasar la soberanía al Dios, elpueblo de Britania iba en procesión de poblado a poblado, cantando y saltandocon vestidos de paja. Las gentes de los pantanos llegaron en sus barcasportando antorchas que se reflejaban en el agua como llamas líquidas. En laisla cristiana, los monjes cantaban para repeler los espíritus malignos querondaban aquella noche en que las puertas entre los mundos se abrían. De vezen cuando, algún desventurado monje de camino a su celda veía las lucesflotar en el agua, entre las nieblas, y desaparecer. Los que lo veían no se locontaban a nadie. Sin embargo, para las gentes de los pantanos era un

momento de fiesta: en esa noche, como en la víspera de Beltane, completabansu círculo en la Isla de Avalón.

La Dama del Lago estaba sentada en un trono de ramas cubierto con unapiel de caballo blanco, de cara a la hoguera que habían encendido en el granprado que se extendía junto al manantial sagrado. Pronto sería medianoche yla gente bailaba; la tierra latía al son del tambor y de los saltos de los piesdescalzos. Llevaba los sellos de la luna creciente y de la yegua blanca sobre lafrente y el pecho; y nada más, pues esa noche era la sacerdotisa de la GranMadre.

Aunque aún no era el momento de festejar, la cerveza de brezo llevaba yacorriendo un buen rato. No es que fuera muy fuerte, pero provocaba unagradable mareo si bebías más de la cuenta, aunque Ana sólo bebía agua delmanantial en un cuerno con aros de plata. Como los ornamentos que ellaportaba, era muy viejo. Tal vez fuera la embriaguez que le producía el sonidodel tambor lo que hacía que le entraran ganas de reír. Al ver a su hijaresplandecer con el brillo del embarazo temprano, se había sentido vieja, peroesa noche era joven de nuevo.

Contempló la cima del Tozal, donde las antorchas parpadeaban comoluces de hadas en el cielo nocturno. En cierto sentido eso eran, pues se decíaque los espíritus que no atravesaban los círculos del mundo ni renacían,moraban durante un tiempo en el País de las Hadas. En esa noche lossacerdotes y las sacerdotisas de Avalón convertían sus cuerpos en ofrendas,permitiendo que los espíritus de los ancestros se mezclaran en el festejo conlos vivos, y los que en otro momento habrían huido unos de otros, esa nochese daban la bienvenida.

Viviana también miraba el Tozal con una intensidad que su madreencontró turbadora. ¿Pensaba acaso que su amante volvería a ella? Anapodría haberle dicho que no iba a ser así, pues los muertos pasaban un año yun día en las tierras del Estío para curar sus almas. De hecho, demasiada penales ponía las cosas más difíciles, y no debían ser invocados hasta que pasaraese tiempo. Sin embargo, un alma con un asunto por concluir en el mundopodía entretenerse. ¿Era pena o culpabilidad por algo que no había hecho loque atormentaba a Viviana?

Alguien echó unos troncos de leña al fuego, y Ana siguió con la mirada laschispas que crepitaban hacia el cielo. Se acercaba la medianoche y crecía suemoción. En ese momento, el guardián del manantial lanzó un aullido queatravesó el sonido de la danza. La procesión de antorchas comenzó a bajar enespiral por la ladera de la colina. Los tamborileros dejaron de tocar y el silenciose extendió como un conjuro.

Muy lentamente reemprendieron el redoble, y la carne y la tierra quehabía debajo de sus pies se pusieron a latir. La gente se apelotonó junto a lacomida que habían llevado para la fiesta, mientras la procesión fantasmal seacercaba. Los sacerdotes llevaban los rostros pintados de blanco y suscuerpos mostraban símbolos que ya eran antiguos cuando los primerosatlantes llegaron a la isla.

Los ancestros se colocaron alrededor de la hoguera pisando al unísono.La gente empezó a invocar nombres y las caras blancas anónimas parecieron

adquirir personalidad. De repente, una mujer mayor reconoció a uno de ellos, yéste, cojeando y balbuceando como un anciano, abandonó la fila y fue asentarse a su lado. Una muchacha, tal vez la hija de ambos, se arrodilló anteél, dándose palmaditas en el vientre y suplicándole que se reencarnara en suútero.

Uno a uno, los ancestros se unieron a la celebración. Viviana, que losmiraba con una esperanza anhelante en los ojos, se dio la vuelta llorando. Anasacudió la cabeza. Puede que al año siguiente, si Viviana aún lo deseaba, vieraa Vortimer y pudiera mostrarle a su hijo.

Arrugó los labios. Ella había tenido a su primera hija mucho antes, peroaun así seguía sin parecerle bien que su hija estuviera embarazada. En laDanza de los Gigantes se había sentido mayor; sus flujos se habían detenidodurante varias lunas —ella lo achacaba a sus muchas preocupaciones—, ycuando ya estaba a punto de declararse vieja, habían vuelto de repente. Aúnestaba en edad fértil.

Una mujer de los pantanos se arrodilló ante ella con una bandeja quecontenía tiras de carne aún crepitante. Le rugieron las tripas, porque habíaguardado ayuno para el ritual, pero las rechazó. A su alrededor la fiestaproseguía. Algunos ancestros, satisfechos, abandonaron los cuerpos que loshabían albergado y los sacerdotes se fueron retirando para quitarse la pintura ycomer algo. Ana sintió un estremecimiento y supo que las mareas astralesestaban cambiando. Pronto se abrirían los caminos entre el pasado y el futuro yse unirían los mundos.

De una bolsa que llevaba al cinto sacó tres setitas que le había llevadouna anciana de la tribu de Heron. Aún estaban frescas, y el sabor amargo leprovocó una mueca; no obstante, siguió masticando. Estaba en la primeraoleada de desvanecimiento cuando se le acercó Nectan con una reverencia.

—Ya es la hora; el manantial espera. Veamos qué destino nos aguarda...

Ana se tambaleó un poco al levantarse, y sonrió ante el murmullo detemor y curiosidad que surgió de la multitud. El anciano druida la sostuvo ysubieron juntos la colina. El estanque del espejo estaba calmo bajo la luz de lasestrellas, la imagen invertida del Cazador de los Mundos atravesaba a grandeszancadas sus profundidades mientras ascendía por el cielo. La luz de lasantorchas se reflejaba en la superficie. La suma sacerdotisa indicó a losportadores que se alejaran y la gente tomó posiciones en silencio alrededor delestanque.

Viviana se adelantó para mirar en el agua, como había hecho cadaSamhain desde su primera visión, pero Ana la cogió del brazo.

—¡Estúpida, no puedes tener visiones mientras estás embarazada!

Una mujer encinta estaba más firmemente ligada a su cuerpo que enotras épocas, y las energías que canalizaba podían ser peligrosas para elbebé. Sin embargo, cuando Ana apartó a su hija, supo que no era ése el motivopor el que la había detenido.

Parpadeó, forzando a sus ojos a ver más. Era hora de demostrar por quéseguía siendo suma sacerdotisa de Avalón.

Habían colocado al borde del estanque una piel de oveja. Nectan la ayudóa arrodillarse y, con cuidado, pues las setas estaban liberando todo su poder,Ana se aferró a la fría piedra. La disciplina de una larga práctica le cerró losmúsculos. Su larga melena cayó a ambos lados, bloqueando la visiónperiférica. Miró hacia abajo, a la oscuridad. Respiró profundamente paraestabilizarse. A la segunda inspiración, un estremecimiento le recorrió elcuerpo; a la tercera, su conciencia flotaba libre.

Las ondas en el agua se convirtieron en colinas y valles. Los puntos deunión de las líneas de fuerza iluminaban la tierra como si fueran venas. Esanoche estaba poblada de espíritus que se apresuraban hacia las distintashogueras de Samhain.

—Yegua Blanca, te lo ruego, háblanos. —La voz de Nectan llegabaflotando desde el mundo que había dejado atrás—. Dinos qué ves.

—La tierra está en paz y los caminos abiertos; los muertos vuelven acasa...

—¿Y qué sucederá el próximo año? ¿Bendecirán la lluvia y el sol nuestroscampos?

La visión de Ana se volvió gris y tosió, como si se ahogara.

—Llenad los graneros y asegurad vuestras casas, pues llega un inviernohúmedo y las tierras bajas de toda Britania quedarán inundadas... —Se oyeronmurmullos de disgusto, pero la revelación prosiguió—. En primavera veo mástormentas y ríos que se desbordarán en los campos. Llega un año duro y unacosecha magra...

Se produjo una pausa. Ana flotaba en un lugar más allá del tiempo,contemplando dibujos irisados que se desvanecían enseguida.

—Pero ¿tendremos paz? —La voz de Nectan la devolvió al mundo—.¿Estará Britania a salvo del peligro de los hombres?

De repente se echó a reír a carcajadas.

—Esta tierra está poblada por hombres, ¿cómo va a estar segura?

Otra voz, la de su hija, la interrumpió.

—¿Volverán los sajones?

Su visión se arremolinó de manera confusa, le mostró el mar gris y lastierras más allá, donde las aguas de la riada anegaban los campos. Los labiosde Ana se movieron, pero, sujeta por la visión, no oyó sus propias palabras. Viohombres y ganado ahogados y una cosecha peor que la que había previstopara Britania. Pasaron más estaciones, igualmente húmedas, aunque no tanfrías. Después de un tiempo, los hombres empezaron a desmontar sus casaspara construir buques de guerra con la madera. Vio ejércitos reunidos. Las tresnaves en las que Hengest había huido se habían multiplicado por cien.

—No. —Ana se oyó rechazar la visión, pero no podía escapar de ella—.No quiero...

—¿Qué ves? —La voz de Viviana era implacable.

—Pasan cinco inviernos y los sajones se reagrupan y extienden sus alas

sobre el mar como los gansos salvajes. Son muchos, nunca han sido tannumerosos, y desembarcan en nuestras playas...

No podía aceptar aquello. ¡Debía evitar aquel desastre! Ya habían sufridobastante; haría lo que fuera para detener lo que había visto...

—¡Ana, basta! —la voz de Nectan era dura—. Deja que la visión pase;¡que se la lleve la oscuridad!

Cuando la voz del druida se tomó más suave, la suma sacerdotisacomenzó a sollozar. Al final abrió los ojos y se derrumbó, temblando, entre susbrazos.

—No tendrías que haberla forzado —le dijo alguien a Viviana.

—¿Ah, no? —oyó Ana que respondía su hija—. No le he hecho más de loque ella me hizo a mí...

Viviana se entretuvo en el estanque mientras atendían a su madre junto ala hoguera. Se sintió tentada de mirar en él, pero el estanque rara vez revelabasus secretos a más de un vidente a la vez, y en cualquier caso, no quería poneren peligro al niño. El hijo de Vortimer. ¿En qué clase de mundo iba a nacer?

Él le había rogado que lo enterrara en la orilla donde había derrotado alos sajones, pero no le habían permitido llevarlo. En sus últimos momentos,Vortimer había expresado su deseo de que su espíritu guardara aquellapequeña parte de Britania. En la Atalaya, pensó Viviana, el poder de su amadose amplificaría y podría velar por todo el territorio. Pero si estaba equivocada, lehabía traicionado incluso en su entierro.

Cinco años... Si lo que había visto Ana era cierto, la gran victoria deVortimer no les serviría más que para volver a reconstruir Britania. Pero Vivianano tenía ánimos para seguir luchando; lo único que deseaba era meterse en unnido y esperar a que naciera su hijo.

Cuando volvió al círculo de fuego, su madre había empezado arecuperarse del trance y estaba otra vez sentada en su trono. «Deberíameterse en la cama —pensó Viviana con amargura. Ana estaba exhausta, perolas gentes de los pantanos zumbaban a su alrededor como abejas y poco apoco fue reviviendo—. ¿Por qué necesita reafirmarse de esa manera? —sepreguntó—. Ha sido la reina de esta colmena durante más de veinte años. Almenos yo puedo irme a la cama si quiero —pensó entonces—. ¡Nadierepararía en ello!»

Se dio la vuelta para encaminarse hacia el huerto, pero de pronto sedetuvo. Alguien o algo la estaba contemplando, de pie entre los árboles, justoen el límite oscilante entre la oscuridad y la luz del fuego. «Es una sombra —sedijo a sí misma, pero no se veían las alteraciones de los cambios de la luz—.Es un árbol —pero conocía todos los árboles del huerto, y allí no habíaninguno. Con el corazón en un puño abrió sus sentidos entrenados desacerdotisa y sintió—: Fuego... oscuridad... la lujuria de un depredador y elterror de su presa...»

Viviana sollozó y, como si la hubiera oído, el Otro salió de las sombras.

Una cornamenta ramificada y coronada con hojas de otoño carmesíes emergióde entre las ramas. Más abajo, hacia el suelo, la luz de las hogueras iluminóunas piernas musculosas cubiertas con retazos de pieles y ornamentos decobre y hueso. La cabeza astada se volvió y desde sus cuencas en sombrallegó un brillo rojo. Viviana se quedó quieta, con los ojos abiertos. Unasabiduría antigua le decía que no corriera.

Alguien vio su reacción y señaló con el dedo. Una vez más, la reunión sequedó en silencio. El Astado se adelantó, portando una lanza que ella habíavisto por última vez apoyada en el muro donde estaba el Grial. Se detuvo frentea Viviana, y sus ornamentos tintinearon durante un segundo para volver aquedarse quietos.

—¿Tienes miedo de mí? —Su voz era dura y fría. No la reconocía.

—Sí —susurró. La punta de la lanza se desplazó del cuello hasta elvientre.

—No tienes por qué... todavía. —Apartó la lanza, pareció perder interés yprosiguió su camino.

Las fuerzas abandonaron a Viviana y se desplomó en el suelo, temblando.El Astado pasó entre la gente, ignorando a unos y rozando a otros con sulanza. Muchos hombres fuertes temblaban. Otros, sin embargo, se irguieron ysacaron pecho cuando se dirigió a ellos. Tenían la luz de la batalla reflejada ensus ojos. Él, apartándolos, continuó su marcha hasta el trono de la Dama.

Mientras el sol brilló alto y con fuerza,la Tierra nuestra madre trabajó duro;las almas y los cuerpos ha bendecido.Ahora le llega la hora del descanso.

—Señora del verano —dijo—, la estación de la Luz ha terminado.Entregadme la soberanía.

Las llamas de la hoguera, ya muy bajas, proyectaban su sombra hasta eltrono, magnificando su presencia.

La sacerdotisa se enfrentó a él sin estremecerse.

—Durante seis lunas todo lo que vive se ha regocijado con mi calor; pormi poder la tierra dio fruto y engordó el ganado en las colinas.

Bondadoso fue el reinado del Verano:se ha cosechado el grano dorado,los frutos maduros se han recogidoy las viandas para el invierno están a buen recaudo.

La respuesta del Ser que se escondía tras la máscara del Astado no fuecruel, pero sí implacable.

El viento de otoño arranca las hojas de los árboles,la paja vuela en los campos baldíos.Del calor del verano al frío del inviernocambiáis, os hacéis viejos.Mientras las hojas y las ramas se preparan para dormir,los ciervos rojos saltan en los bosques;cuando el viento hace cantar a la sangre en las venasllega mi hora de reinar.

—Ya hemos recogido la cosecha, tus hijos han crecido. Es hora de quetriunfe la oscuridad, de que el Invierno gobierne el mundo.

—No lo permitiré...

—Lo tomaré igualmente...

Ana se puso en pie, y aunque no era la Diosa, se vistió con el hechizo dela sacerdotisa y parecía tan alta como él.

—Cazador Oscuro, haré un trato contigo... —Hubo un murmullo desorpresa—. Por ahora tendremos paz, pero he visto que los enemigos deBritania volverán a por ella. Me ofrezco a Ti, en esta hora sagrada en quenuestros poderes se igualan... Engendraremos un niño que la salvará de susenemigos...

Por un momento el Astado la miró, y después echó la cabeza hacia atráscon una carcajada.

—Mujer, soy tan inevitable como el caer de las hojas o la respiración. Nopuedes hacer tratos conmigo. Sin embargo, tomaré lo que me ofreces, aunqueel destino ya está escrito en las estrellas y no puede cambiarse —dijo, y leapuntó al pecho con la lanza.

La luz de la hoguera iluminó el cuerpo de Ana y Viviana vio, con pena, sushermosos pechos caídos y la señal plateada de los embarazos en la suave pielde su vientre.

—Madre —terció, obligando a las palabras a atravesar el dolor de sugarganta—, ¿por qué haces esto? No forma parte del ritual...

Su madre la miró y Viviana oyó como en un sueño las palabras «Yo nodoy explicaciones de mis actos...». Después, Ana arrugó los labios comoburlándose de sí misma y volvió el rostro hacia el dios Astado.

—Primavera a Verano —dijo adelantándose un paso—. Verano a Otoño...Doy Luz y Vida a todo...

El Astado clavó la lanza en el suelo.

—Otoño a Invierno —repuso él, y la gente recobró la respiración alreconocer las palabras—, Invierno a Primavera, la Noche y el descanso sonmis regalos.

—Tu ascensión es Mi declive —pronunciaron juntos—. Todo lo quepierdas es mío. Todo lo que ganes, volverá siempre, en la Gran Danza somosUno...

Él la rodeó con un brazo y se ciñeron el uno al otro. Cuando se fueron, lasropas que Él llevaba se abrieron y todos vieron que debajo había, sin duda, unhombre.

Cuando el Astado alzó a la Dama en sus brazos y se la llevó consigo, lanoche tembló con su risa profunda. Al instante, ya no quedaba sino la lanza,erguida triunfalmente delante del trono vacío.

Nectan contempló los rostros consternados que tenía frente a él y seaclaró la garganta intentando recuperar el ritmo del ritual.

El tiempo dorado del Verano ha concluido.Tras la nieve del Invierno y la lluvia,¡la alegría del verano volverá otra vez!Todo lo que estuvo preso volverá a ser libre.¡El ciclo de la estación prosigue!Se ha liberado el poder del cambio.Como deseábamos, así sucederá.

Pero ¿qué era lo que Ana había deseado?, se preguntaba Vivianamientras miraba las sombras en las que habían desaparecido. ¿Y qué harían apartir de ese momento?

A medida que el año avanzó hacia el solsticio de invierno, la sensación deestupor que había hecho presa en la comunidad de Avalón empezó adesvanecerse. El tiempo ayudaba a ello, pues era suave para la estación. Lagente decía que la ofrenda de la Dama había sido aceptada y los desastresque había profetizado no se habían cumplido, pues para el solsticio Ana yaestaba encinta.

Entre los sacerdotes y las sacerdotisas no cesaban los comentarios. Eramuy frecuente que nacieran niños concebidos en las celebraciones de Beltane,en el solsticio de verano, pero Samhain no era un festival de fertilidad. Algunosse reían y decían que no era el ritual lo que lo impedía; el problema era que enesa estación había que estar en trance o realmente inflamado por la pasiónpara disfrutar yaciendo en el frío suelo.

Sólo Viviana seguía preocupada. Tenía muy presente cómo había sufridoAna en el parto de Igraine, y eso había sucedido hacía cinco años. ¿Cómosobreviviría a otro parto? Viviana incluso llegó a sugerirle que utilizara lashierbas que tomaban las sacerdotisas para evitar los embarazos no deseados,pero cuando Ana la acusó de querer para su hijo toda la atención, pelearoncomo nunca lo habían hecho y Viviana ya no dijo más.

Las tormentas llegaron poco después de la fiesta de Briga, cuando elmundo tendría que haber empezado a mostrar las primeras señales de laprimavera. Durante tres días el viento sacudió las copas de los árboles,llevando consigo un ejército de nubes, y cuando por fin se calmó, dejó a latierra castigada e indefensa ante la inminente aparición de la lluvia.

Durante gran parte del mes de Briga y hasta el de Marte, prosiguieron laslluvias, unas veces a cántaros, otras en forma de llovizna brumosa que nodejaba ver el sol. Día tras día, el nivel del lago fue subiendo hasta alcanzar unaa una las marcas de crecidas anteriores.

La paja de los tejados estaba saturada y el agua se derramaba desde lascornisas y se encharcaba en el suelo. Parecía imposible que se secara nada.El ambiente era tan húmedo que hasta creció musgo sobre las piedras deltemplo. La mayor parte del tiempo las nubes estaban tan bajas que no podíanver más allá del lago. En los pocos días claros, la vista desde la cima del Tozalles mostraba un mundo de agua gris que se extendía hasta el estuario delSabrina y hasta el mar. Sólo las islas sagradas y la cordillera de los Poldenalzaban aún sus cabezas sobre la inundación y, hacia el norte, las distantescolinas Mendip.

En la isla de Inis Witrin, los monjes debían de estar preguntándose si suDios había decidido enviar un segundo diluvio para borrar a la humanidad de lafaz de la tierra. También en Avalón corrían rumores. Pero había pasadodemasiado tiempo para que la Dama se deshiciera del niño sin riesgos, y enverdad, aunque todos los demás se encontraban cada vez más delgados yamarillentos, la Dama de Avalón estaba más hermosa, como si el embarazo lehubiera otorgado de nuevo la juventud.

Era Viviana la que sufría en aquella primavera húmeda y mortal. Como decostumbre, hacia el equinoccio empezaron a disminuir las provisionesalmacenadas, y ese año fue aún peor, porque el agua había estropeado partede la comida. Comía lo que debía, pendiente del niño, pero, aunque el vientrele aumentaba, sus piernas y sus brazos eran como palos y siempre tenía frío.

Pasado Beltane, decían, mejoraría. Desde el montículo de su barrigaViviana sólo podía estar de acuerdo, pues en ese mes daría a luz a su hijo.Pero antes de que el tiempo cálido llevara el sol, llevó consigo la enfermedad,una epidemia de fiebre, con náuseas y dolores musculares, que en el caso delos ancianos y los más débiles se convirtió en pulmonía y los arrastró con ella.

Nectan murió, y los druidas escogieron a Taliesin para que lo sustituyera.También falleció la vieja Elen, y aunque era algo que todos esperaban,quedaron muy conmocionados cuando la siguió Julia. La pequeña Igrainetambién cayó enferma, y Viviana tuvo que ocuparse de ella incluso cuandoempezó a notar los síntomas del parto.

Estaba sentada junto a la hoguera, que parecía no tener fuerza paracalentarla, preguntándose cuál de sus remedios podría utilizar para no poneren peligro al niño, cuando se abrió la puerta y apareció su madre con la capa yel cabello empapados. Hilos plateados lo surcaban ahora, pero en ella parecíanun adorno, no una señal de la edad. Sacudió el agua de la capa, la colgó enuna percha y se volvió hacia Viviana.

—¿Cómo te encuentras, hija mía?

—Me duele la cabeza —repuso ella con amargura.

Los pechos caídos de la Dama habían vuelto a hincharse con elembarazo, pero, aunque el vientre ya despuntaba, aún no había alcanzado elvolumen del de Viviana, que se sentía como un caldero con patas.

—Tenemos que ver qué podemos hacer para ayudarte... —empezó adecir Ana, pero Viviana sacudió la cabeza.

—No tenías tiempo para cuidar a Igraine... ¿Por qué te preocupas ahorapor mí?

El rostro de Ana se incendió, mas respondió con calma.

—Ella pidió que la cuidaras tú; yo estaba con Julia. Bien sabe la Diosaque todos hemos tenido trabajo de sobra durante esta horrible primavera.

—Bueno, no podemos quejamos de no haber sido avisados. Quégratificante debe de ser saberte un oráculo fidedigno... —Y se detuvo,consternada al escuchar el veneno de sus palabras, pero el cansancio le habíaarrebatado todo el control.

—Es horrible —le espetó su madre—, ¡como tú bien sabes! Pero estásenferma, y no sabes lo que dices.

—O quizá sólo esté demasiado cansada para que me importe —repusoViviana—. Vete, madre, o ambas nos arrepentiremos de lo que yo diga.

Ana se quedó mirándola, y después se sentó a su lado.

—Viviana, ¿qué ha ocurrido entre nosotras? Ambas llevamos nuevasvidas en nuestros cuerpos, deberíamos alegrarnos juntas, no intentardespedazamos.

La joven se estiró mientras se masajeaba los riñones. Su mal humorempezaba a atemperarse. Se dijo a sí misma que las mujeres embarazadas sedisgustaban con facilidad, pero sólo su madre tenía la capacidad de hacerleperder la razón.

—¿Juntas? Soy tu hija, no tu hermana. Tendrías que querer ser abuela,no dar a luz a otro hijo. Me acusaste de tener celos, pero ¿no será al revés? Encuanto supiste de mi estado, ¡te quedaste embarazada a la primeraoportunidad!

—No fue por eso... —empezó a decir Ana.

—¡No te creo!

—¡Soy la Dama de Avalón y nadie duda de mi palabra! Eras una niñadesobediente que nunca tendría que haber sido sacerdotisa. —Los ojos de Anase oscurecieron cuando dio rienda suelta a su ira—. ¿Qué te hace pensar queserás una buena madre? ¡Mírate! Incluso yo a mi edad estoy mejor que tú.¿Cómo esperas tener un niño sano?

—¡No puedes decirme eso! ¡No debes! —gritó Viviana, fuera de sí—. ¿Memaldices ahora, tan cerca del parto? Puede que ya lo hayas hecho. ¿No tebastaba con tener el cuidado y la energía de los demás? ¿Le has robadoenergía a mi hijo para poder tener el tuyo?

—¡Estás loca! ¿Cómo podría...?

—Eres la Dama de Avalón... ¿Cómo sé yo qué conjuros conoces? Pero,desde el mismo momento en que concebiste, empecé a sentirme mal. Teentregaste al Cazador. ¿Qué poderes otorga a la que lleva su semilla en elvientre?

—¿Me acusas de traicionar mis juramentos? —La cara de Ana se volvióblanca.

—Oh, estoy segura de que lo hiciste motivada por los más noblespropósitos. ¡Sacrificarías lo que fuera y a quien fuera para que se cumpla loque tú crees que es la voluntad de los dioses! Pero éste es mi juramento,madre. ¡No me sacrificarás a mí ni harás daño a mi hijo!

La ira había suspendido toda conciencia de sus dolencias y males. Ana leestaba contestando, pero no la oía. Temblando de furia, Viviana cogió su capay salió dando un portazo.

Ya había huido una vez pero ahora Avalón era realmente una isla. Vivianaempujó el primer bote que encontró y se adentró en el agua con la pértiga.Torpe como estaba por el embarazo, le resultó sorprendentemente difícilmantener el equilibrio en la barca, pero aun así insistió. En el pasado a menudohabía cuidado de la gente del pueblo de Heron, seguro que la ayudarían ahora.

No llovía, pero una densa niebla cubría los pantanos y el viento erahúmedo. Un sudor frío le corría por la frente, pues no estaba en absoluto encondiciones de hacer un esfuerzo físico semejante, y pronto el dolor de espaldaempeoró. Poco a poco, la ira que la había hecho huir fue desapareciendo, paraconvertirse en impaciencia por alcanzar la otra orilla, y después, en miedo.

Hacía meses que no realizaba magia. ¿Obedecerían las nieblas sullamada?

Con cuidado se puso en pie, pues en esa zona las aguas eran demasiadoprofundas para la pértiga y había estado remando, y levantó los brazos. Eradifícil abandonar el yo que tan duramente había luchado para llevar a su hijo, ydifícil deshacerse de la ira contra su madre, pero por un momento lo consiguió.Bajó los brazos con toda su fuerza y gritó la Palabra de Poder.

Sintió que el mundo se movía a su alrededor y cayó. La barca se sacudiócon fuerza debajo de ella, dejando entrar agua, pero no se volcó. Viviana notóque el aire era algo más pesado, y había un olor cenagoso y húmedo en elambiente. Cuando se disponía a incorporarse, un calambre le recorrió elvientre, breve pero intenso. Se agarró al borde de la barca y se dobló en dos,esperando que pasara. Pero enseguida le sobrevino otro. No tenía nauseas, locual la sorprendió, pero cuando un tercer calambre le recorrió el vientre, lasorpresa se volvió consternación. ¡No podía ser el parto! ¡Faltaba todavía unmes!

Los niños no nacían en un momento concreto, y había oído decir que elprimero solía retrasarse. Vio un grupo de árboles en la distancia y remó endirección a la orilla, deteniéndose a cada contracción. Por lo menos, pensó, nodaría a luz en medio del lago. Pero los dolores eran cada vez más fuertes, yempezaba a sospechar que el dolor que había juzgado como el comienzo deuna enfermedad, era en realidad un parto prematuro.

Recordó lo rápido que tenían los niños algunas de las mujeres de lospantanos, y ella era de constitución bastante parecida. Deseó fervientementeencontrarse segura en uno de los poblados. Le pasó por la cabeza que ellahabía hecho más en su contra que su propia madre, y que su insensatez podíacostarle su vida y la del niño.

«Nunca más permitiré que la ira vuelva a nublar mi juicio», pensó,mientras otra contracción la hacía doblarse y un líquido cálido le resbalaba poruna pierna.

Viviana consiguió atravesar el barro de la orilla, pero no había ningúntrozo de terreno seco. Cuando alcanzó los árboles, se dio cuenta de que nopodía continuar. Bajo el espeso follaje de un enorme saúco vio un lugar queofrecía algún refugio, extendió su capa y se enroscó en su abrazo.

Y allí, en algún momento entre el mediodía y la puesta de sol, dio a luz al hijo de Vortimer. Era una niña, y parecía demasiado frágil para sobrevivir, pero pequeña y perfecta, con el pelo tan oscuro como el suyo y que sollozaba débilmente al contacto con el viento. Viviana ató el cordón con una cinta de su túnica y lo cortó con la pequeña hoz de sacerdotisa que siempre llevaba consigo. Tuvo suficiente fuerza para llevarse la niña al pecho, la tapó con la falda de la túnica y extendió la capa por encima de ambas. No pudo hacer más Viviana cayó en un profundo sueño, protegida por el saúco. Fue allí, cuando el crepúsculo empezó a cubrir con sombras los pantanales, donde la encontró un cazador de la tribu de Heron y la llevó a su casa.

88

Viviana estaba sentada en la isla de San Andrés, junto a la nueva tumba,entre los castaños. El suelo estaba húmedo, pero no empapado. Tras lafestividad del solsticio de verano, las tormentas habían sido menos frecuentes.Eso la consolaba. No le gustaba pensar que la pequeña Eilantha yacía bajo lafría lluvia.

Desde ese lugar veía todo el valle hasta Inis Witrin. Estaba segura de quehabía ubicado el sitio correctamente: era el lugar del mundo humanoequivalente a la Atalaya de Vortimer en Avalón. La Diosa había dicho que elGran Rito haría de Vortimer un rey, pero el reinado que ella le había dadoestaba en el otro mundo. Tal vez allí el padre de Eilantha pudiera mantenerla asalvo, ya que en ese mundo su madre había fracasado. La hija de Viviana sólohabía vivido tres meses y al final era poco más grande de lo que había sidoIgraine al nacer.

A Viviana aún le dolían terriblemente los pechos cargados y derramabaleche por ellos como lágrimas por los ojos. Cruzó los brazos para abrazarse así misma, pero no encontró ningún alivio. No se había molestado en buscar lashierbas para secar aquel flujo. El tiempo lo haría por ella, antes incluso de lodeseable; mientras tanto, agradecía el dolor. Se preguntaba si el tiempo lesecaría también las lágrimas.

Oyó pasos por el camino, miró hacia arriba y por un instante esperó ver alermitaño que vivía en la capilla de la colina. No era el padre Fortunato, perotampoco era uno de aquellos cristianos que pensaban que todas las mujereseran tentaciones del diablo. El hombre que se aproximaba tenía el sol a laespalda y sólo veía una figura oscura a contraluz. Algo en él le recordó alAstado y se puso tensa. Cuando se movió, reconoció a Taliesin.

Entonces dejó escapar un largo suspiro.

—Siento no haberla visto —dijo en voz baja. Viviana, al ver su cara

demacrada, supo que decía la verdad.

—Decían que era un hada —dijo ella en cambio—. Cuando Eilanthalloraba, las mujeres de la aldea de Heron decían que era porque un hada habíasustituido a su hija enferma por la mía cuando me quedé dormida después dedar a luz.

—¿Tú lo crees así? —le preguntó con amabilidad.

—Las hadas no crían con mucha frecuencia. No creo que tengansuficientes niños, ni sanos ni enfermos, para sustituir a todos los que muerenen las tierras de los hombres. Pero es posible. La Dama de las Hadas sabía demi hija. Fue ella quien le reveló mi paradero al cazador que me encontró. Yoestaba demasiado cansada para formular siquiera un simple conjuro deprotección.

Su propia voz le sonaba inexpresiva y él la miraba de manera extraña.Las gentes de los pantanos no se atrevían a hablarle de la niña, pero ¿quéimportaba ya? En realidad, ahora que Eilantha había muerto, apenas podíapensar en algo que le importara.

—No te tortures, Viviana. Este año han muerto muchos niños quenacieron seguros y abrigados dentro de un hogar.

—¿Y qué tal está mi nuevo hermano, el Defensor de Britania? —repusocon amargura—. ¿Están bebiendo a su salud en Avalón? ¿O es otra hija parasuplantar a Igraine?

Taliesin se estremeció, pero su expresión no cambió.

—La criatura aún no ha nacido.

Viviana frunció el entrecejo mientras contaba los meses que habíanpasado desde Samhain. Si bien su hija había nacido demasiado pronto, desdeluego el de Ana iba con retraso.

—Deberías estar con ella, cogiéndole la mano. No hay nada que puedashacer por mí...

Él bajó la mirada.

—Habría venido a verte, hija mía, pero Heron nos comunicó quedeseabas estar sola.

Viviana se encogió de hombros, porque eso era cierto, pero lo habíanecesitado en varias ocasiones y no había acudido; y si los druidas eran tansabios, tendría que haberlo sabido.

—Es tu madre quien me envía, Viviana...

—¿Qué? ¿Otra vez? —Se echó a reír—. Ya soy una mujer adulta. Puedesdecirle que nunca más volveré a bailar a su son.

Taliesin sacudió la cabeza.

—Lo he expresado mal. No es una orden, te pide que vayas. Viviana —dijo, y la compostura lo abandonó de repente—, ¡lleva dos días enteros departo!

«¡Se lo merece!», fue su primer pensamiento, seguido al instante de un

zarpazo de angustia. Su madre no podía morir. Ana era la Dama de Avalón, lamujer más poderosa de Britania; como el Tozal mismo, amada u odiada, habíasido algo contra lo que enfrentarse, los cimientos de la personalidad de Viviana.

Así hablaba la parte de sí misma que pensaba que había enterrado en latumba de Eilantha. Pero la parte de ella que tan dolorosamente habíaaprendido a pensar como una sacerdotisa le decía que era posible que sumadre muriera. Y estaba claro que Taliesin estaba asustado.

—Ni siquiera he sido capaz de mantener viva a mi hija —dijo sin más—.¿Qué esperas de mí?

—Sólo que estés a su lado. Te necesita. Yo te necesito, Viviana.

En su voz había algo atormentado que la alcanzó, y la joven volvió aobservarlo.

—Tú eras el Astado, ¿verdad? —dijo suavemente—. Lleva a tu hijo en suvientre —afirmó, recordando de repente cómo lo había tocado con la lanza.

Taliesin tenía la cara escondida entre las manos.

—No me acuerdo... No habría accedido a hacerlo si lo hubiera sabido.

—«Ningún hombre puede proclamarse padre de un hijo de la Dama...» —citó en voz baja—. No fue obra tuya, Taliesin. Yo vi al Dios y no vestía tu carne.Levántate y llévame a casa.

—¡Oh, Viviana, qué contenta estoy de que hayas vuelto! —Rowan saliócorriendo de la casa de la Dama y la abrazó con desesperación—. Julia noterminó de enseñarme, ¡y no sé qué hacer!

Viviana sacudió la cabeza y miró a su amiga.

—Cariño, yo aún he recibido menos formación que tú...

—Pero al menos la asististe la última vez, y eres su hija... —Rowan lamiraba con una intensidad tan fervorosa que le recordó a la manera en que lagente contemplaba a la Dama de Avalón. Aquello la hacía sentirse incómoda—.Sé lo de tu hija... Lo siento mucho.

Viviana sintió que la expresión le abandonaba el rostro. Asintió consequedad y se metió por la puerta dejando a la muchacha atrás.

En la oscura habitación olía poderosamente a sangre y a sudor. Pero noera el de la muerte; Viviana lo conocía bien. Conteniendo la respiraciónmientras sus ojos se acomodaban a la luz, vio a su madre tendida sobre lapaja. Claudia, la otra sacerdotisa que había tenido más de un hijo, estabasentada a su lado.

—¿No camina?

—Caminó el primer día y un poco del segundo —contestó Rowan con elmismo tono de voz entre susurros—, pero ahora ya no. Las contracciones sehan espaciado y el útero está más cerrado que antes.

—Viviana... —dijo Ana, cuya voz, por débil que sonara, seguía teniendo

ese exasperante deje de mando.

—Estoy aquí. —La joven se las apañó para mantener la voz calmada, apesar de la impresión que le causó ver la cara y el cuerpo desfigurados de sumadre—. ¿Qué quieres de mí?

Para su sorpresa, la respuesta fue una carcajada. Después Ana suspiró.

—Podríamos empezar por el perdón...

¿Cómo podía saber su madre que había jurado no perdonarla jamás?Había un banco junto a la cama; consciente de pronto de lo cansada queestaba, se sentó.

—Soy una mujer orgullosa, hija mía. Creo que has heredado eso de mí...He luchado por expurgar de ti aquello que más odio de mí misma. Aunque conpoco éxito. —Frunció los labios con amargura—. Si hubiera controlado mitemperamento, tú habrías mantenido el tuyo. No quería que te fueras.

Puso los ojos en blanco mientras una contracción no muy fuerte lerecorría el vientre. Cuando se volvió a relajar, Viviana se inclinó hacia ella.

—Madre, sólo te lo preguntaré una vez. ¿Obraste alguna magia paraarrancarle la fuerza a mi hija?

Ana la miró a los ojos y Viviana se sorprendió al verlos llenos de lágrimas.

—Juro ante la Diosa que no lo hice.

Viviana asintió con la cabeza. El parto de Ana debía de haber empezadomás o menos al mismo tiempo en que había muerto la pequeña Eilantha, perosi había alguna relación, no creía que hubiera sido voluntad de su madre. Y éseno era el momento ni el lugar para culpar a la Diosa. Aún podrían estableceralgún trato.

—En ese caso, te perdono. Si soy como tú, también yo necesitaré perdónalgún día.

Quería llorar, o gritar, pero no podía permitirse desperdiciar energía.Pensó que su madre, por su parte, también estaba demasiado cansada parasentir excesivas emociones.

Los labios de Ana se movieron, pero llegó otra contracción. Se la veíaagotada.

—¿Te preguntas qué puedes hacer por mí? En efecto, no tienessuficientes conocimientos; de hecho, dudo incluso de que Julia hubiera podidoayudarme.

—Hace tres días vi morir a mi hija y no pude hacer nada... —dijo Vivianacon un hilillo de voz—. No pienso permitir que tú también te vayas sin luchar,Dama de Avalón.

Se produjo un momento de silencio.

—Estoy abierta a cualquier sugerencia —repuso Ana, esbozando unadébil sonrisa—. Nunca he sido amable contigo y es justo que me mandes túahora. Pero recuerda que nos jugamos más que mi vida. Si no se puede hacernada, debes abrirme y sacar al niño.

—¡He oído que los romanos lo hacen, pero eso mata a la madre! —exclamó Viviana.

Ana se encogió de hombros.

—Dicen que la suma sacerdotisa sabe cuándo le llega su hora, aunque talvez sea ésa una habilidad que hemos perdido. Pero la razón me dice quemoriremos los dos si el niño no sale. Aún sigue vivo, noto cómo se mueve, perono sobrevivirá si esto dura demasiado.

Viviana sacudió la cabeza en un gesto de impotencia.

—Precisamente por temor a que sucediera esto te pedí que te deshicierasde él...

—Pero, hija mía, ¿es que no lo entiendes? Yo sabía a qué me arriesgaba,del mismo modo que lo sabías tú cuando te entregaste en el altar de piedra dela Danza de los Gigantes. De no haber entendido el peligro que se corría, nohabría sido una auténtica ofrenda.

Viviana agachó la cabeza al recordar las palabras de Vortimer antes deentrar en batalla. Durante un momento le halló significado a todo aquel dolor.Pero la mujer que tenía ante ella la devolvió al presente. Tomó el rostro de Anaentre las manos y le sostuvo la mirada. Pensando en Vortimer, había tenidouna idea.

—Muy bien. Pero si mueres, será luchando, ¿me oyes?

—Sí..., Señora... —aseguró Ana, e hizo una mueca cuando su vientrevolvió a retorcerse.

Viviana se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—Quiero esto abierto, y las ventanas también, que entre el aire. Y tú —ehizo una señal a Taliesin— trae el arpa y dile a los demás que cojan lostambores. He visto que la música infundía valor a los hombres en la batalla.Veremos si sirve de algo aquí.

Lucharon durante toda la tarde, escuchando los tambores. Un poco antesde la puesta del sol, la espalda de la parturienta se arqueó e hizo fuerza y,durante un momento, Viviana vio la cabeza del niño. Claudia sostenía a Anamientras ésta empujaba y se retorcía de dolor.

—¡La cabeza es demasiado grande! —dijo Rowan levantando unos ojosasustados.

—No puedo más —dijo Ana, quien empleó su último esfuerzo en dejarsecaer con un suspiro de derrota.

—¡Sí puedes! —repuso Viviana, sombría—. ¡En el nombre de Briga, esteniño va a nacer! —Le puso las manos en el tenso vientre y sintió que losmúsculos se movían—. ¡Ahora!

Ana inspiró y comenzó a hacer fuerza. Viviana dibujó en el vientre de sumadre el sello antiguo y empujó hacia abajo. Sus manos transmitían energía yla parturienta respiraba agitadamente debajo de ellas. Finalmente sintió quealgo cedía y Ana lanzó un grito.

—¡Ha sacado la cabeza! —exclamó Rowan.

—¡Aguanta ahí! —El vientre de Ana volvió a retorcerse, esa vez conmenos fuerza, y Viviana apretó una vez más. Con el rabillo del ojo veía que elresto del niño iba saliendo, pero su atención estaba puesta en Ana, que sehabía dejado caer hacia atrás con un gruñido—. ¡Ya está! ¡Lo has conseguido!—Echó un vistazo por encima del hombro—. ¡Es una niña!

La criatura emitió un berrido de indignación.

—No es... el Defensor —dijo Ana con voz ronca—. Pero desempeñará...un papel igualmente... importante.

Tomó aire con una expresión de sorpresa repentina y Viviana se volvió alescuchar un gemido ahogado de Rowan. Todavía con la niña en brazos, lamuchacha miraba aturdida la sangre roja que fluía del interior de Ana.

Viviana soltó una maldición, cogió una sábana y se la embutió a Ana entrelas piernas. En un instante quedó empapada. La niña seguía llorando con furiamientras las mujeres intentaban detener la hemorragia, pero de Ana no salíaningún sonido.

Después de un rato, la sangre disminuyó hasta convertirse en un hilillo.Viviana se irguió y contempló el pálido rostro de su madre. Tenía los ojosabiertos, pero ya no veían nada. A Viviana se le cortó la respiración con unsollozo.

—Madre... —susurró, y no supo si hablaba a la Diosa o a la mujer queyacía frente a ella—. ¿Por qué? ¡Lo habíamos conseguido!

Pero no hubo respuesta, y al poco se inclinó sobre ella y le cerró los ojos.

La niña aún lloraba. Con movimientos lentos, Viviana ató el cordón y locortó.

—Limpia y envuelve a la pequeña —le indicó a Rowan—. Cúbrela —dijomirando al cadáver, y se dejó caer sobre una silla.

—Buena Diosa, ¿cómo le daremos de comer? —preguntó Rowan.

Viviana se dio cuenta de que la parte de delante de su túnica estabahúmeda y de que sus pechos latían en respuesta al llanto del bebé. Con unsuspiro, se deshizo el lazo del cuello y extendió los brazos.

La niña embistió con fuerza contra los pechos, con la boca abierta, yViviana dejó escapar un grito cuando se cerró alrededor del pezón y la lechesalió fuera. Su hija no había succionado tan fuerte ni cuando tenía tres meses.La niña tosió y perdió el pezón. Entonces cogió aire para gritar y Viviana guió elpezón hasta su boca.

—¡Shhh! No es culpa tuya, pequeña —susurró, aunque se preguntabaqué clase de alma decidiría reencarnarse en Samhain. La recién nacida tenía elmismo aspecto que Igraine, pero era mucho más grande, demasiado grandepara una madre del tamaño de Ana, aunque hubiera sido joven.

¿Por qué tenía que vivir esa niña cuando la suya había muerto? Susmanos se tensaron involuntariamente y el bebé sollozó, pero no la soltó. Y ésa,supuso, era la respuesta. Viviana se obligó a relajar las manos. Esta estabaansiosa por vivir y siempre lo estaría.

Empezó a entrar gente. Sin ser consciente del todo, respondió preguntas

y dio órdenes mientras envolvían el cuerpo de Ana y se lo llevaban. Cuando sefueron todos, Viviana permaneció con la niña dormida en sus brazos, sinmoverse, hasta que entró Taliesin. Había envejecido desde que lo había vistopor la mañana. Parecía un anciano. Sin embargo, se dejó llevar por él hasta laclaridad del día.

—Pero Viviana tiene que estar de acuerdo —dijo Claudia—. Habríamoselegido a Julia como suma sacerdotisa, pero ha muerto también. En realidad,nunca nos habíamos planteado la sucesión de Ana. ¡No tenía ni cincuentaaños!

—¿Podemos confiar en Viviana? Ella huyó de Avalón... —dijo uno de losdruidas más jóvenes.

—Y volvió —repuso Taliesin con firmeza, aunque se preguntaba por quédiscutía, por qué quería obligar a su hija, si es que era suya, a asumir el papelque había matado a su madre. En sus oídos aún retumbaba aquel último yhorrible grito.

—Viviana proviene de la línea real de Avalón y es una sacerdotisaconsagrada —intervino Tálenos—. Ella debe ser la sucesora de Ana. Es muyparecida a ella y ya tiene veintiséis años. Servirá bien a Avalón.

«Santa Diosa, es cierto —pensó Taliesin al recordar lo bella que estabaAna cuando había tenido a Igraine y cómo se le parecía Viviana con esa otrapequeña, a quien había llamado Morgause, en los brazos. Al menos ella habíaluchado por la vida de su madre, mientras que él se había limitado a esperarsin hacer nada. Y a Viviana se le permitía mostrar su pena. El no podía decir dela difunta ni que fuera su amada ni su amante, sólo su suma sacerdotisa—.¡Ana!... —lloró su corazón—, ¿por qué me has abandonado tan pronto?»

—Taliesin, debes decirle a Viviana lo mucho que la necesitamos —dijoRowan, y él levantó la mirada e intentó sonreír. La sorpresa y la pena habíandejado marcas en los rostros de todos; las hijas de Ana no eran las únicas quelloraban la desaparición de su madre—, A ti seguro que te escuchará.

«¿Para qué? —se preguntó—. ¿Para que la responsabilidad la matetambién a ella?»

Encontró a Viviana en el huerto, dándole el pecho a la niña. Supuso quela joven no necesitaba recurrir a una visión para adivinar lo que había ido adecirle.

—Yo me encargaré de la pequeña —dijo con aire cansino—, pero buscada otra para esa tarea.

—¿No te crees digna? Ese argumento no me sirvió cuando los druidasme escogieron...

Lo miró y casi se echó a reír.

—Taliesin, eres el hombre más noble que conozco, y yo aún no me sientomadura. No estoy preparada para esa responsabilidad; no soy adecuada paraella; y no la quiero. ¿Te parecen suficientes motivos?

La niña dejó el pecho y cayó en el sueño ligero de la infancia. Viviana secubrió con el velo.

—No..., y tú lo sabes. Tu madre te educó para esto, aunque jamás esperóque adquirieras el poder tan rápido. Eres muy parecida a ella, Viviana.

—Pero yo no soy Ana, padre. ¡Piensa un poco! —añadió de repente—. Túy yo no podemos celebrar el rito por el que el archidruida consagra a la sumasacerdotisa...

Taliesin se quedó mirándola. Lo había olvidado. Ana nunca le había dichosi era él quien la había fecundado, pero había ejercido de padre en las cosasimportantes desde que la muchacha había cumplido los catorce años. En esemomento, sin embargo, no se sentía su padre. Se parecía tanto a Ana... ¿Porqué no podía ella ser su madre, ahora que él tanto la necesitaba?

De los labios del bardo salió un gemido que no esperaba y se puso enpie, temblando. De repente entendió por qué Viviana había huido.

—Padre, ¿qué te pasa? —Él extendió una mano como para protegerse deun golpe y se la llevó a la cabeza. De pronto echó a andar a grandes zancadasy desapareció entre los árboles—. Padre, ¿voy a perderte a ti también?

Su grito lo siguió. En ese momento la niña se despertó y empezó a llorar.

«Sí —pensó Taliesin enloquecido—, debo perderme antes de que nosavergüence a todos. Ana jamás habría permitido que entregara mi cuerpo alMerlín, pero debo invocarlo ahora. No hay otra solución...»

Taliesin nunca recordó con exactitud qué ocurrió en las horas quetranscurrieron hasta que se hizo de noche. En algún momento debió de ir a suhabitación a coger el arpa, porque cuando el largo atardecer del verano diopaso a la oscuridad, se encontró al pie del Tozal con el estuche de piel de focaen los brazos.

Miró hacia la afilada cumbre de piedra que se recortaba en el cielo frenteal resplandor de la luna ascendente y abandonó su espíritu al cuidado de losdioses. Había subido el Tozal tantas veces que sus pies conocían el camino.Cuando llegara a la cima, si es que llegaba, la luna ya estaría en medio delcielo. Y cuando bajara, si volvía, no sería el mismo. El día que se habíaconsagrado, el camino no parecía que subiera la colina, sino que la atravesarahasta un lugar, más allá de la comprensión humana. En aquella ocasión, elhumo de las hierbas sagradas lo había ayudado. Pero desde entonces habíaentregado su alma a la música. Si el poder de su arpa no lo ayudaba a llegar allugar que buscaba, no llegaría.

Taliesin se ciñó al cuerpo las correas del arpa y empezó a tocar unamelodía dulce con las cuerdas más graves, empleando la técnica de la magiamás antigua, con armónicos sostenidos que abrían el camino entre los mundos.Con la izquierda tocaba las notas altas, que despedían un destello de sonidos.Siguió tocando, al tiempo que avanzaba, hasta que detectó un resplandor en lahierba que le respondía.

Sintió el camino sólido bajo sus pies, pero cuando levantó la mirada, los

fantasmas de las hierbas se entretejieron en sus pantorrillas y después en lasrodillas. El arpa entonaba su alegre melodía con acordes triunfantes mientrasTaliesin entraba en el Tozal.

La isla sagrada existía en una realidad que se encontraba en un nivelinferior, tal vez, al del mundo de los humanos. Allí, uno se olvidaba de que másallá de Avalón había otros niveles, esferas prácticamente desconocidas.Taliesin había recorrido el sendero sagrado y atravesado el Tozal. La primeravez que había pasado por donde andaba ahora, el camino lo había llevado a lacueva de cristal que había oculta en su interior; sin embargo, esa vez sentíaque el camino se empinaba. La esperanza lo animó y sus dedos tocaron másrápido, mientras él continuaba avanzando.

Se sorprendió enormemente cuando se encontró frente a una barrera. Sumúsica se detuvo cuando una luz brilló a su alrededor. La barrera se iluminó yvio una figura de pie. Taliesin retrocedió un paso y vio la figura del Guardián;luego dio un paso adelante y el Otro se le acercó; miró en sus ojos y vio queera y no era él mismo.

Taliesin ya había hecho eso antes, en su iniciación, con los símbolos delespejo y la llama de la vela. Eso era la Realidad. Se quedó quieto, buscando lacalma.

—¿A qué has venido?

—Busco aprender para poder servir...

—¿Por qué? Eso no te hará mejor que otros hombres. De la mismamanera que la vida sigue a la vida, todos los hombres y todas las mujeresacabarán llegando a la perfección. No te engañes pensando que si te adelantaste liberarás de tus problemas. Si asumes la carga del conocimiento, el caminoserá más duro. ¿No prefieres esperar a que te llegue la iluminación en elmomento adecuado, como otros hombres?

¿Era esa voz la suya? Sin duda, todo eso lo sabía. Pero ahora veía queno lo había comprendido nunca.

—La Ley dice que si uno busca verdaderamente la entrada en losMisterios se le debe permitir que lo haga... Me ofrezco al Merlín de Britania,para que, a través de mí, Él salve esta tierra.

—Tú solo puedes abrir la puerta entre lo que está fuera y lo que estádentro. Pero antes debes enfrentarte a Mí...

Taliesin parpadeó cuando una llama pálida prendió justo encima de sucabeza. En el espejo también se reflejaba. Miró, consternado ante lo que vio,pues el rostro que había ante él era de una belleza terrible y supo lo que iba aperder si perseveraba en su objetivo.

—Déjame pasar...

—Tres veces lo has pedido, y no voy a negártelo. ¿Estás preparado asufrir por el privilegio de llevar conocimiento al mundo?

—Lo estoy...

—Pues que la luz del Espíritu te muestre el camino...

Taliesin dio un paso al frente. La radiación destellaba y resplandecía a su

alrededor cuando él y la figura del espejo se volvieron uno y la barreradesapareció.

Al girar en el siguiente recodo, se encontró con un nuevo obstáculo en elcamino. Sin embargo, no pareció sorprenderse. Esa vez era una pila de roca ytierra que temblaba como si fuera a derrumbarse en cualquier momento.

—Alto. —Con la orden, que llegó como en un silbido, cayó al suelo algode grava—. Mi tierra cubrirá tu fuego.

—El fuego arde en el corazón de la tierra; no extinguirá mi luz.

—Pasa, entonces, con tu fuego intacto. —Lo que había sido sólido seconvirtió en sombra y se desvaneció. Taliesin tomó aire y siguió adelante. Diouna vuelta a la colina, y otra más. La brisa helada que siempre corría allí seintensificó hasta convertirse en un fuerte viento que no lo dejaba avanzar—.¡Alto! ¡El viento consume tu llama!

—Sin él ninguna llama puede vivir; ¡tu viento alimenta mi llama!

Mientras hablaba una enorme luz empezó a brillar por encima de él;cuando el viento amainó, volvió a disminuir.

Prosiguió, temblando a medida que el aire se volvía húmedo y frío. Ahoraoía el agua caer con la misma fuerza implacable con la que casi habíainundado el mundo. Después del invierno que habían pasado, había aprendidoa temer a la lluvia. La humedad del aire aumentó y la llama empezó aparpadear.

—Alto... —La voz era líquida y susurrante—. El agua sofocará tu fuego,como el Gran Mar de la Muerte se tragará los días que has vivido.

El aire se volvió bruma a su alrededor, y a Taliesin le costaba respirar. Alcabo de un instante, la luz desapareció.

—Así sea —dijo entre toses—. El agua apaga el fuego y la muertereducirá este cuerpo a los elementos de los que procede. Sin embargo,escondido en el agua está el aire, y esos elementos se recombinarán paraalimentar una nueva llama...

Lo sabía, pero era difícil de creer. Intentó respirar en la oscuridad, pero elagua lo llenó y se hundió en un mar profundo y sin sueños.

No imaginaba que las cosas fueran a acabar así.

La chispa de conciencia que había sido Taliesin se preguntaba qué habríasido de su arpa. Ni siquiera podía sentir su cuerpo. Había fracasado. Por lamañana, quizá, hallarían su cuerpo abandonado en el Tozal y se preguntaríancómo un hombre había podido ahogarse en tierra seca. Bueno, que se lopreguntaran. Contemplaba el pensamiento sin emociones. Flotaba, y poco apoco, en el lugar más allá de toda manifestación, abandonó la voluntad, lamemoria... y su identidad se disolvió y encontró la paz.

Se habría quedado allí para toda la eternidad, pero estaban las voces.

—Hijo de la tierra y del cielo estrellado, levántate...

—¿Por qué molestas a alguien que terminó con el mundo y sustormentos? Déjalo descansar, a salvo, en Mi caldero. Me pertenece...

Le pareció que ya había escuchado esa conversación antes, pero enaquella ocasión había sido una voz masculina la que había llevado consigo laoscuridad.

—Se ha comprometido con la causa de la Vida; ha jurado que llevaría elfuego sagrado al mundo...

Eso también lo había oído antes. Pero ¿de quién hablaban?

—Taliesin, el Merlín de Britania te convoca...

La voz sonaba como un gong.

—Taliesin está muerto —respondió la voz femenina—. Me lo he tragado.

—Su cuerpo vive, y se le necesita en el mundo.

Entonces escuchaba con más interés, pues acababa de recordar que yalo habían llamado Taliesin antes, hacía mucho tiempo.

—Se ha ido —dijo—. Necesitaban más de lo que él podía darles. Usa elcuerpo que te dejó como quieras.

Se produjo un largo silencio y después se oyó la profunda carcajada deun hombre.

—Tú debes volver también, pues voy a necesitar tus recuerdos. Déjameentrar, hijo mío, no tengas miedo...

El vacío a su alrededor empezó a llenarse con una presencia, enorme ydorada. Taliesin se había ahogado en la Oscuridad; ahora ardía en la Luz. Laoscuridad lo rodeaba pero su radiación penetraba lenta aunque segura en sucentro. A pesar de que estaba asustado, reconoció que se había comprometidoa aceptar esa posesión, y en un acto final de sacrificio, abrió la puerta paradejar entrar al Otro.

Por un momento vio el rostro del Merlín, y al instante los dos se volvieronUno.

A su alrededor resplandecía la luz. El Merlín miró hacia arriba y vio,desenfocado y tembloroso, como si lo viera a través del agua, el primer rayo desol del alba.

Habían estado buscándolo desde la puesta de sol, cuando descubrieronque Taliesin no había aparecido a la hora de la cena. No faltaba ningún bote,así que debía de seguir en la isla, a menos, claro, que estuviera flotando enalguna parte del lago. Viviana, alternando las maldiciones con el llanto,comprendió en ese momento lo preocupado que debía de haber estado élcuando ella huyó de Avalón. Si la habilidad de ella con el arpa no hubiera sidopoco más que rudimentaria, habría intentado llamarlo de vuelta a casa. Pero elarpa de Taliesin también había desaparecido... y eso le hacía concebiresperanzas, pues sabía que, aunque intentara acabar con su vida, nuncapermitiría que el instrumento se destruyera.

Cuando Viviana salió al alba, después de darle el pecho a Morgause, lasantorchas de la expedición de búsqueda aún pululaban por el huerto, brillandodébilmente en el aire despejado. Se volvió hacia el Tozal para observar elaspecto del cielo en el este.

La colina se había vuelto transparente como el cristal y una luz que no erael sol brillaba sobre ella. Cuando Viviana miró, la luz comenzó a emitir fuertesdestellos desde la cima del Tozal. A medida que la luz del amanecer seapoderaba del cielo, los rayos de la cima se modularon y vislumbró primero unafigura y después que esa figura era la de Taliesin, que destellaba...

Emprendió la subida al Tozal dando gritos. No había tiempo para lascurvas del sendero de las procesiones. Viviana subió campo a través,agarrándose a los matojos cuando los pies le resbalaban en la hierbaempapada. Cuando alcanzó la cima no le quedaba resuello. Allí se detuvo,apoyándose en las piedras.

La figura que había visto estaba en el centro del círculo, con los brazos enalto saludando al sol. Estaba de espaldas a ella, y la joven intentó no gritar parasaludarlo. Ése no era el hombre al que había llamado padre. La ropa y laestatura correspondían a las de Taliesin, pero su postura y, aún más sutil, suaura, no eran las mismas. La claridad del cielo del este desplegaba bandasdoradas sobre el rosicler de la mañana. Tuvo que apartar la vista, deslumbradapor el nuevo sol que despuntaba por el borde del mundo.

Cuando Viviana pudo enfocar de nuevo la mirada, el hombre se volvióhacia ella. La joven parpadeó, sólo veía su silueta, recortada en llamas.Después su vista se acostumbró y distinguió claramente y por primera vez enqué se había convertido.

—¿Dónde está Taliesin?

—Aquí... —Su voz también era más profunda—. Cuando se acostumbre ami presencia y yo me acomode en su cuerpo, él dominará más a menudo. Peroen esta hora propicia, soy yo el que debe mandar.

—¿Y para qué es propicia esta hora? —preguntó entonces.

—Para la consagración de la Dama de Avalón...

—No. —Viviana sacudió la cabeza y abandonó la piedra—. Ya me henegado a ello.

—Pero yo te lo exijo en nombre de los dioses...

—Si los dioses son tan poderosos, ¿por qué está muerta mi madre, y elhombre al que amaba, y mi hija?

—¿Muertos? —Arqueó una ceja—. No están en sus cuerpos, pero debessaber que volverás a verlos... como los conociste antes. ¿No lo recuerdas...,Isarma?

Un estremecimiento recorrió su frágil cuerpo al escuchar el nombre con elque Ana la había llamado cuando nació Igraine.

Al escucharlo vio, breves y vividas como fragmentos de un sueño, todaslas vidas en las que habían estado unidas, en todas ellas esforzándose porllevar la Luz un poco más lejos...

—En esta vida Taliesin ha sido un padre para ti, pero no siempre fue así,Viviana. Aunque eso carece ya de importancia. Lo que importa ahora no es launión de la carne, sino la del espíritu. Por eso vuelvo a preguntarte: Hija deAvalón, ¿darás significado a todo el sufrimiento que han visto tus ojos yaceptarás tu destino?

Viviana se quedó mirándolo, pensando a toda velocidad. Le ofrecía máspoder del que tienen los reyes. Su madre había vivido toda su vida segura enaquella isla y nunca lo había utilizado. Pero Viviana había visto al enemigo. Enel mundo que gobernaba Roma, Avalón no era más que un lugar legendarioque conservaba la antigua sabiduría, pero que rara vez salía a guiar losasuntos de los hombres. Ahora todo estaba cambiando. Las legiones se habíanido y los sajones habían destruido las antiguas certezas. De ese caos surgiríauna nueva nación, ¿y por qué no habría de ser guiada por Avalón?

—Si acepto —dijo lentamente—, debes prometerme que juntosprepararemos el camino para el Defensor, ¡el Rey Sagrado que aplastará consu bota a los sajones y gobernará por siempre desde Avalón! —Le pareció queése había sido su papel desde el principio, junto a Vortimer, y antes en las otrasvidas en las que había sido suma sacerdotisa de Avalón, y que el espíritu delDefensor había vivido ya en otros hombres—. Dedicaré mi vida a ese propósitoy juro que haré lo que sea necesario para que así suceda.

El Merlín asintió, y en sus ojos Viviana distinguió una pena antigua y unaalegría sin edad.

—Vendrá el Rey —repitió él—, y reinará por siempre en Avalón...

Viviana dejó escapar un prolongado suspiro y se acercó a él.

Durante un momento él la contempló desde arriba y sonrió. Después él searrodilló y ella sintió el roce de los labios del Merlín en sus pies.

—Benditos sean los pies que te han traído aquí, ¡que quedes enraizada aeste suelo sagrado! —Colocó las palmas sobre los puentes de ambos pies yapretó con firmeza. Viviana sintió que su alma atravesaba las plantas de suspies y se extendía hacia el centro del Tozal. Cuando tomó aire de nuevo, supoder volvió hacia arriba y se tambaleó como un árbol al viento—. Bendito seatu vientre, el Santo Grial y el caldero de vida —aquí su voz se entrecortó— delque renacemos. Que te traiga bendiciones.

Cuando le rozó el vientre con los labios, Viviana sintió que el beso lequemaba a través de la túnica. Pensó en el Grial y lo vio brillar carmesí, comola sangre que había caído del útero de su madre, y después era ella el Grial, yde ella surgía la vida en medio del dolor y el éxtasis. Aún estabatambaleándose cuando le besó los pechos, duros y firmes por la leche de laniña.

—Benditos tus pechos, que alimentarán a tus hijos...

Cuando la energía subió como una fuente, sus pechos se estremecieroncon un dolor dulce. Ahora estaban llenos para una niña que no era la suya, ycomprendió que, aunque aún estaba a tiempo de tener otros, siemprealimentaría, en cierto sentido, a los hijos que, más que carnales, fueranespirituales.

El Merlín le tomó las manos y le besó las palmas.

—Benditas sean tus manos, con las que la Diosa obrará Su voluntad...

Viviana se acordó entonces de Vortimer soltando su mano en el momentoen que murió. Entonces había sido la Diosa para él, pero ella quería dar vida,no muerte. Ansiaba tocar el cabello rubio de Igraine y la piel de seda deMorgause. Y aun así, cuando flexionó los dedos y sintió su fuerza, supo que lespidiera lo que les pidiera, vida o muerte, ellos serían capaces de hacerlo.

—Benditos tus labios, que dirán la palabra de Avalón al mundo... —Muysuavemente, la besó. No era el beso de un amante, pero la inflamó e hizo quese tambaleara, aunque estaba demasiado bien enraizada al suelo para caer—.Mi amada, por eso te invisto suma sacerdotisa y Dama de Avalón, tú serásquien otorgue la soberanía a los reyes.

Le tomó la cabeza entre las manos y besó la media luna de su frente.

Una luz explotó en el cráneo de la joven y se abrió una visión; juntasgiraban por mil vidas, por mil mundos. Era Viviana, y era Ana. Era Caillean,invocando las nieblas para esconder Avalón; era Dierna, enterrando a Carausioen la colina sagrada; era todas las sumas sacerdotisas que habían pisadoaquel Tozal.

Los recuerdos de ellas se despertaban en su interior, y supo que desdeaquel momento nunca estaría completamente sola.

Entonces la conciencia volvió a circunscribirse a los límites de su cráneo.Viviana era consciente de su cuerpo y descubrió que podía mover los pies.Todavía veía dos imágenes del hombre que estaba frente a ella, las piedrasresplandecían y las briznas de hierba parecían brillar con su luz. Supoentonces que tanto ella como Taliesin habían cambiado para siempre.

El sol ya estaba alto en el cielo. Desde allí, Viviana divisaba el lago ytodas las islas sagradas, y, más cerca, a las gentes de Avalón, que mirabanmaravilladas hacia arriba. Taliesin le tendió una mano y ella se la cogió.

Juntos, el Merlín de Britania y la Dama de Avalón, bajaron del Tozal para empezar el nuevo día.

Habla la Reina de las Hadas:Habla la Reina de las Hadas:

Una mujer-niña con mi rostro gobierna ahora Avalón. Hace un instante fuesu madre; dentro de un momento, tal vez sea la hija de Igraine, que tanto separece a mi hija Sianna. Muchas sacerdotisas ha habido desde que la DamaCaillean entregó los ornamentos de la Dama de Avalón a mi hija. Algunas deellas los heredaron por derecho de sangre y otras porque un espíritu antiguohabía renacido en ellas.

Sacerdotisa o Reina, Rey o Mago, los ciclos cambian y se repiten una yotra vez. Los hombres creen que lo importante es la sangre y sueñan endinastías; pero yo contemplo la evolución del espíritu, que trasciende lamortalidad. Ésa es la diferencia: de vida en vida y de edad en edad, elloscrecen y cambian, mientras que yo soy siempre la misma.

Del mismo modo se comporta la isla sagrada. A medida que lossacerdotes de ese nuevo culto que niega todos los dioses menos el suyohienden su garra en Britania, el Avalón de las sacerdotisas se aleja más y másdel conocimiento de la humanidad. No obstante, no pueden separarsetotalmente, como sabemos aquí en el País de las Hadas. El espíritu de la tierratrasciende todas las dimensiones, de la misma manera que el Espíritu que haydetrás de sus dioses.

Llega una nueva época en la que Avalón les parecerá tan lejano como elPaís de las Hadas. La muchacha que gobierna ahora en el Tozal utilizará todosu poder para intentar cambiar ese destino, y la que llegará después de ellaintentará hacer lo mismo. Fracasarán. Incluso el Defensor, cuando llegue,conquistará por poco tiempo. ¿Cómo podría ser de otra manera, si sus vidasno son sino momentos de la vida del mundo?Lo que sobrevivirá serán sus sueños, pues los sueños son inmortales, como lo soy yo. Y aunque el mundo cambie por completo, sus acontecimientos siempretendrán aquí su reflejo, y siempre habrá lugares en los que brille algo de la luz del Otromundo. Y esta luz no se extinguirá en el mundo de los hombres mientras haya seres que busquen solaz en esta tierra sagrada llamada Avalón.

Acerca de la autoraAcerca de la autora

Marion Zimmer Bradley nació en Albany, estado de Nueva York. Empezóa escribir siendo apenas una adolescente y, a los diecisiete años, ya habíacreado una revista para los amantes de la ciencia ficción. En 1964 se licencióen la Universidad Hardin-Simmons de Abilene, Texas, y más tarde siguiócursos de posgrado en la Universidad de Berkeley. Esta incansable escritoracuenta con una extensa obra que ha puesto de manifiesto su especialcapacidad de fabulación dentro del género de literatura fantástica. Su fama sedebe principalmente a la trilogía de Avalón, compuesta por La casa del bosque,La Dama de Avalón y Las nieblas de Avalón.