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5.3. EL ADVENIMIENTO DEL FASCISMO Italia había salido vencedora de la primera guerra mundial, pero el coste de la victoria había sido elevado, no sólo en términos de vidas humanas (seiscientos mil caídos), de destrucciones materiales y de quiebra económica interna y externa, sino también, y sobre todo, en términos de crisis política ysocial. Durante el conflicto y a causa de éste el sistema de poder había sufrido un proceso de rápida transformación, en el sentido, por un lado, de una mayor concentración y compenetración de los aparatos estatal y económico por otro, de una disgregación debida a la proliferación de órganos y funciones diversos que a menudo escapaban a cualquier control. De ello resultaba un estado más autoritario y al mismo tiempo más ineficaz, y un personal dirigente heterogéneo, integrado por políticos, militares e industriales unidos por sus comunes aspiraciones autoritarias y todos ellos muy poco dispuestos a satisfacer las expectativas y las reivindicaciones que la guerra había generado en el país. En efecto, también en Italia la guerra había despertado la conciencia y la participación política de masas que hasta entonces habían permanecido alejadas o pasivas: las mujeres, que habían entrado masivamente en las fábricas; los campesinos, que al volver del frente reclamaban la tierra que se les había prometido; una clase obrera más numerosa, más joven y más radical, pero también los pequeños burgueses y los oficiales desmovilizados, para los que el fin de la guerra significaba la vuelta a las frustraciones del anonimato, los estudiantes, que de la guerra sólo habían conocido la retórica, los supervivientes y los inadaptados. En este magma de aspiraciones confusas y en contraste, el factor principal de diferenciación seguía siendo el de la postura hacia la guerra, entre los que la habían buscado y exaltado y los que la habían sufrido y odiado. Volvía a producirse, ya terminada la guerra, la misma contraposición entre «intervencionistas» y «neutralistas» que se había producido en las semanas precedentes al conflicto, pero con la diferencia de que esta vez dicha contraposición no sólo afectaba a las minorías «activas», sino también a amplísimos estratos sociales. Cuando, en abril de 1919, la delegación italiana en la conferencia de paz abandonó la mesa de negociaciones para protestar en contra del rechazo de sus propuestas acerca de la fijación de la frontera oriental, y cuando, en junio, el «ministro de la victoria» V. E. Orlando dimitió y le sucedió Francesco Saverio Nitti, Gabriele d'Annunzio, a la cabeza de un puñado de incondicionales, ocupó en septiembre de 1919 la ciudad de Fiume para reivindicar su pertenencia a Italia y protestar contra la decisión en sentido contrario de la conferencia de París. Pero fueron mucho más numerosos los italianos que se preguntaron si el precio pagado por la victoria que ahora se definía «mutilada» no había sido demasiado alto, y la balanza de la opinión pública se inclinó ahora a favor de los neutralistas. Italia fue el único país vencedor que renunció a celebrar el primer aniversario de la victoria y el único en que las primeras elecciones de la posguerra, que tuvieron lugar en noviembre de 1919, vieron el triunfo -favorecido por la introducción del sistema proporcional y del escrutinio de lista– de aquellos partidos que parecían los menos comprometidos con las responsabilidades de la guerra: el Partido Socialista, que se había opuesto a la intervención y, una vez declarada la guerra, se había ceñido a la fórmula de «no sumarse ni sabotear», y que obtuvo el 32,5% de los votos; y el Partido Popular, una formación política recién fundada y de inspiración católica, dirigida por un sacerdote –don Luigi Sturzo– que había compartido con el pontífice el horror por la «inútil masacre», y que obtuvo el 20,2 %. UNTREF VIRTUAL | 1 Texto. Historia General del Siglo XX Autor. Giuliano Procacci

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5.3. EL ADVENIMIENTO DEL FASCISMO

Italia había salido vencedora de la primera guerra mundial, pero el coste de la victoriahabía sido elevado, no sólo en términos de vidas humanas (seiscientos mil caídos), dedestrucciones materiales y de quiebra económica interna y externa, sino también, y sobretodo, en términos de crisis política ysocial. Durante el conflicto y a causa de éste elsistema de poder había sufrido un proceso de rápida transformación, en el sentido, por unlado, de una mayor concentración y compenetración de los aparatos estatal y económicopor otro, de una disgregación debida a la proliferación de órganos y funciones diversosque a menudo escapaban a cualquier control. De ello resultaba un estado más autoritarioy al mismo tiempo más ineficaz, y un personal dirigente heterogéneo, integrado porpolíticos, militares e industriales unidos por sus comunes aspiraciones autoritarias y todosellos muy poco dispuestos a satisfacer las expectativas y las reivindicaciones que laguerra había generado en el país.

En efecto, también en Italia la guerra había despertado la conciencia y la participaciónpolítica de masas que hasta entonces habían permanecido alejadas o pasivas: lasmujeres, que habían entrado masivamente en las fábricas; los campesinos, que al volverdel frente reclamaban la tierra que se les había prometido; una clase obrera másnumerosa, más joven y más radical, pero también los pequeños burgueses y los oficialesdesmovilizados, para los que el fin de la guerra significaba la vuelta a las frustraciones delanonimato, los estudiantes, que de la guerra sólo habían conocido la retórica, lossupervivientes y los inadaptados. En este magma de aspiraciones confusas y encontraste, el factor principal de diferenciación seguía siendo el dela postura hacia la guerra, entre los que la habían buscado y exaltado y los que la habíansufrido y odiado. Volvía a producirse, ya terminada la guerra, la misma contraposiciónentre «intervencionistas» y «neutralistas» que se había producido en las semanasprecedentes al conflicto, pero con la diferencia de que esta vez dicha contraposición nosólo afectaba a las minorías «activas», sino también a amplísimosestratos sociales.

Cuando, en abril de 1919, la delegación italiana en la conferencia de paz abandonó lamesa de negociaciones para protestar en contra del rechazo de sus propuestas acerca dela fijación de la frontera oriental, y cuando, en junio, el «ministro de la victoria» V. E.Orlando dimitió y le sucedió Francesco Saverio Nitti, Gabriele d'Annunzio, a la cabeza deun puñado de incondicionales, ocupó en septiembre de 1919 la ciudad de Fiume parareivindicar su pertenencia a Italia y protestar contra la decisión en sentido contrario de laconferencia de París. Pero fueron mucho más numerosos los italianos que se preguntaronsi el precio pagado por la victoria que ahora se definía «mutilada» no había sidodemasiado alto, y la balanza de la opinión pública se inclinó ahora a favor de losneutralistas. Italia fue el único país vencedor que renunció a celebrar el primer aniversariode la victoria y el único en que las primeras elecciones de la posguerra, que tuvieron lugaren noviembre de 1919, vieron el triunfo -favorecido por la introducción del sistemaproporcional y del escrutinio de lista– de aquellos partidos que parecían los menoscomprometidos con las responsabilidades de la guerra: el Partido Socialista, que se habíaopuesto a la intervención y, una vez declarada la guerra, se había ceñido a la fórmula de«no sumarse ni sabotear», y que obtuvo el 32,5% de los votos; y el Partido Popular, unaformación política recién fundada y de inspiración católica, dirigida por un sacerdote –donLuigi Sturzo– que había compartido con el pontífice el horror por la «inútil masacre», y queobtuvo el 20,2 %.

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Durante casi un año –de noviembre de 1919 al otoño de 1920– la corriente predominanteen la vida pública italiana fue la que procedía de las capas más profundas de la sociedad,que aspiraban a un futuro mejor y más justo. Fue un manantial impetuoso, pero nadiesupo canalizarlo y dirigirlo hacia objetivos precisos de renovación política y social. No lolograron los distintos gobiernos que se sucedieron en aquel período, sometidos comoestaban a presiones diversas y naturalmente preocupados por contener la onda dechoque que se les venía encima; pero tampoco lo lograron los que más hubieran debidohacerlo, es decir, los partidos que habían salido reforzados de las elecciones. Populares ysocialistas estaban divididos no sólo por rencores históricos, sino también cada uno en suseno; los primeros, entre una derecha moderada y vinculada a las jerarquías vaticanas yuna izquierda sensible a las reivindicaciones de las poderosas organizaciones sindicales,entre participar en el gobierno y volver a la oposición; los segundos, entre la minoríareformista, que mantenía las posiciones clave dentro del grupo parlamentario y de lossindicatos, y la mayoría maximalista que había salido vencedora del congreso de Boloniade noviembre de 1919 y que perseguía el espejismo de una revolución siempre anunciaday siempre aplazada.

No es que en el desarrollo de este temblor general no se realizaran adquisiciones yconquistas. La jornada de ocho horas se conquistó de golpe, los obreros obtuvieronaumentos de salario y contratos que sancionaban los nuevos derechos, los campesinos ylos ex combatientes se beneficiaron gracias a los decretos de los ministros Visocchi yFalcioni por la asignación, aunque limitada, de tierras sin cultivar.

La ocupación de las fábricas en agosto-septiembre de 1920 terminó con el reconocimientodel derecho de los trabajadores al «control obrero» sobre la producción, un principio, porlo demás, que resultó inutilizado por el desarrollo sucesivo de la coyuntura y de losavatares políticos. Pero se trataba de conquistas no sostenidas por adecuadas garantíaspolíticas y que, como tales, fueron puestas en tela de juicio y con frecuencia anuladas aldesvanecerse la coyuntura favorable que –en Italia así corno en otros países europeos–había caracterizado los primeros meses de la posguerra y al que sucedió, a partir delotoño de 1920, una época de fuerte depresión. Los efectos de la crisis fueron tanto másdevastadores cuanto más imprevistos: a medida que los índices de desempleoaumentaban, disminuían los de los afiliados a los sindicatos y de los participantes en losconflictos laborales. Tampoco faltaron reflejos políticos: en enero de 1921, el PSI vivió,como se ha visto, su primera escisión, la que dio origen al Partido Comunista de Italia, a laque siguió, en octubre de 1922, la del ala reformista de Filippo Turati y Giacomo Matteotti.Simultáneamente, la Confederación General del Trabajo se distanció del PartidoSocialista, relajando un vínculo históricamente consolidado. En cuanto al Partido Popular,los congresos de Nápoles (abril de 1920) y Venecia (octubre de 1921) confirmaron lasdivergencias y las divisiones de su grupo dirigente y entre los afiliados.

Para las fuerzas de la conservación y del orden había llegado, así, la hora de la revancha,pero también esta vez la señal y el empuje vinieron desde abajo. Fue en la provinciadonde, a partir del otoño de 1920, cundió el movimiento escuadrista, en el queconfluyeron clases sociales y motivaciones políticas y psicológicas muy diversas, desde eldeseo de revancha de los propietarios agrícolas y de los industriales a las frustraciones delos supervivientes y de los estudiantes; del resentimiento de los comerciantes para conlas cooperativas rojas, a las vagas esperanzas de palingenesia de los jornaleros en paro.Su radio de acción, inicialmente limitado al valle padano, se extendió poco a poco portoda la Italia centroseptentrional, llegando, en el transcurso de 1921 y 1922, a los grandescentros urbanos. Los objetivos de las «expediciones punitivas» de las escuadras de

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acción eran las sedes de los partidos de izquierda, de los sindicatos, de las cooperativas yde los ayuntamientos regidos por administraciones socialistas o también populares, yfueron objeto de sus persecuciones y de sus «avisos» los hombres que los dirigían.Frente a esos abusos las autoridades locales, civiles y militares cerraban los ojos,mientras que los propietarios agrarios y algunos industriales no escatimaban apoyos.

Los escuadristas tenían corno punto de referencia político la figura de Benito Mussolini,quien en marzo de 1919 había fundado en Milán el primer fascio de batalla, sobre la basede un programa heterogéneo y radicalizante; de ahí que sus integrantes se llamaran«fascistas». Hasta entonces el fascismo había sido un movimiento con pocos seguidores—en las elecciones de noviembre 1919 había presentado una lista sólo en lacircunscripción de Milán, obteniendo poco más de cuatro mil votos — y la popularidad desu jefe era sin duda inferior a la de Gabriele d'Annunzio, el protagonista de la empresa deFiume. El propio Mussolini quedó sorprendido por el éxito del movimiento escuadrista,pero tan pronto corno éste comenzó a imponerse no dudó en reivindicar su paternidad yasumir su dirección política, logrando con habilidad capitalizarlo y administrarlo, aflojandoo tensando sus riendas según las circunstancias. En mayo de 1921, Mussolini aceptó laoferta de Giolitti, quien en junio de 1920 había sucedido a Nitti, de entrar a formar parte dela lista de concentración nacional que se presentó a las elecciones, logrando así quefuesen elegidos treinta y cinco diputados fascitas y adquiriendo un primer reconocimientode respetabilidad política, aunque inmediatamente después devolvió plena libertad deacción a sus escuadras. Pero cuando, en julio, una expedición punitiva se estrelló porprimera vez contra la reacción contundente de las fuerzas del orden, él tensó de nuevo lasriendas y selló, bajo los auspicios del nuevo presidente del gobierno, Ivanoe Bonomi, un«pacto de acificación» con los socialistas.

La iniciativa levantó las protestas de los caciques locales, pero Mussolini contestópresentando su dimisión en la comisión ejecutiva. Esta fue rechazada v Mussolini,fortalecido por este éxito, convocó en Roma un congreso del que lo que hasta entonceshabía sido un «movimiento» heterogéneo y disperso salió convertido en un partido, delque él era el líder o, mejor dicho, el Duce reconocido e indiscutible. Mientras tanto, nocesaba de lanzar señales tranquilizadoras y guiños en dirección a los varios sectores delestablishment: haia los industriales, dejando caer las propuestas de socialización v de unimpuesto progresivo, contenidas en el programa de 1919, y profesando conviccionesliberalistas; hacia la monarquía, renunciando a la declaración de principios republicanosdel programa; hacia los militares, muchos de los cuales simpatizaban con el fascismo; yfinalmente hacia la Iglesia, de la que exaltaba la misión universal.

Se determinó, así, una situación de incertidumbre v de inestabilidad política: entre ladimisión del gobierno de Giolitti, en junio de 1921, y octubre de 1922, tuvieron lugar trescrisis y se sucedieron dos gobiernos, presididos, respectivamente, por Bonomi y Facta. Elcaos llegó a su cúspide en verano de 1922, cuando la Alianza de Trabajo, en la que seintegraban algunas de las mayores organizaciones sindicales, proclamó una huelga«legalista» para exigir al gobierno una política de firmeza hacia las nuevas violenciasfascistas. La huelga tuvo un éxito parcial, y una nueva oleada de represalias se extendiópor todo el país. La situación ya estaba madura para un giro político y el advenimiento deun gobierno de orden. Entre los fascistas de las provincias tomó cuerpo, en aquellos días,la idea, ya avanzada por D'Annunzio, de una «marcha sobre Roma», con el objetivo deimponer al rey y al gobierno aquella solución que por sí solos eran incapaces de tomar.En Roma, en cambio, se trabajaba por una solución que se mantuviera dentro de loslímites de la praxis constitucional y parlamentaria, como podía ser un gobierno presidido

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por Giolitti o Salandra con la participación de ministros fascistas. Y también en este tranceMussolini dio prueba de una consumada habilidad táctica: mientras las columnasescuadristas se concentraban a la espera de moverse hacia la capital, él manteníacontactos frenéticos con el mundo político romano. La hora de la verdad llegó la noche del27 y la mañana del 28 de octubre, cuando el rey, tras alguna vacilación, se negó a firmarel decreto de estado de sitio, obligando a Facta a la dimisión. Las escuadras fascistasobtuvieron así luz verde para marchar sobre Roma y Mussolini, que había esperadoprudentemente en Milán el desarrollo de los acontecimientos, pudo acudir ante el rey pararecibir el encargo de formar el nuevo gobierno.

Algunos estudiosos (Nolte, Furet) han visto en los acontecimientos italianos de los años1921-1922 el primer acto de una «guerra civil europea» en la que comunistas y fascistasse enfrentarían en un duelo a muerte cuya conclusión sería sólo en 1945. Que losfascistas fuesen anticomunistas está fuera de duda; pero ello no significa y no implicaque, como ellos decían, en Italia existiera una situación revolucionaria análoga a la rusa.Los únicos que lo creían (o tenían esa ilusión) eran los comunistas, y ni siquiera todos.Pese a su maximalismo, el Partido Socialista, como también hemos visto, se habíanegado a aceptar las veintiuna condiciones impuestas por Moscú. Por lo que concierne alos sindicatos, cuyos dirigentes eran en gran medida reformistas, una delegación queacudió a Rusia en 1920 no dejó de hacer públicas sus perplejidades. En realidad, elanticomunismo de los fascistas no era más que un pretexto para justificar sus«expediciones punitivas» ante una opinión pública desorientada y asustada. El objetivode la «guerra civil», si así se la quiere llamar, que perseguían las escuadras de accióneran las ligas ampesinas, ya fuesen rojas o blancas, las Cámaras del Trabajo, losrepresen tantes políticos antifascistas, en resumen, la democracia.

La fecha del 28 de octubre de 1922 será celebrada, durante los veinte años de fascismo,como la de la «revolución fascista». En realidad, se trató de una revolución hecha posiblepor la complacencia y la complicidad de los poderes constituidos y que formalmente seresolvió según las reglas constitucionales. A pesar de la arrogancia con la que Mussolinise dirigió al Parlamento en su discurso de presentación del nuevo gabinete, se trataba deun gobierno de coalición en el que el número de ministros fascistas o profascistas eraexactamente igual al de ministros procedentes de otras formaciones políticas: populares,nacionalistas, liberales, sin cuyo apoyo no dispondría de la mayoría parlamentaria.Sin embargo, aunque en un plano estrictamente formal se habían salvado las apariencias,un profundo desgarro se había producido y se había emprendido un camino muy difícil dedeshacer. Los hechos no tardaron en demostrarlo.

Entre los primeros actos del gobierno de Mussolini, al que en noviembre de 1922 laCámara de diputados había concedido «plenos poderes» hasa el 31 de diciembre de1923, los más relevantes fueron la institución de la Milicia Voluntaria para la SeguridadNacional (MVSN), en la que confluyeron los hombres de las escuadras de acción, y ladecisión de hacer permanente el Gran Consejo del fascismo, fijando un calendario dereuniones mensuales. Nacían, así, un ejército paralelo y una suerte de «gobierno en lasombra», y comenzaba un período de «interregno constitucional» (Lyttelton,1970) que seprolongará hasta la crisis generada por el asesinato de Matteotti.

Las posteriores etapas de esta involución autoritaria fueron fusión con los nacionalistas,en febrero de 1923, por medio de la cual el fascismo se aseguró la colaboración dehombres competentes como Alfredo Rocco y Luigi Federzoni– que gozaban de laconfianza de los ambientes industriales y militares y propugnaban una concepción

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orgánica del estado-, y la ruptura con los populares, que se vieron obligados a dimitir enabril. Este último acontecimiento fue facilitado por los contactos que Mussolini habíaestablecido con el Vaticano y por las presiones que éste ejerció sobre el Partido Popularpara que no adoptara la línea de la oposición, que don Sturzo había defendido en elcongreso de Turín en abril de 1923.

Con la salida de los populares de la mayoría, el gobierno se encontraba todavía másexpuesto al riesgo de una crisis. La salida de este atolladero la indicó el Gran Consejo, aladoptar una nueva ley electoral, cuya elaboración fue confiada a Giacomo Acerbo. Suproyecto llegó al Parlamento y se aprobó con la abstención de los populares y el votocontrario de la oposición de izquierda. En él se contemplaba la asignación de dos terciosde los escaños a la lista que recogiera el mayor número de votos en el colegio úniconacional, mientras que el tercio restante se distribuiría entre las demás listas.

La «listona», que había congregado, además de a los fascistas, a numerososrepresentantes de la vieja clase política liberal, entre ellos Salandra y Orlando, obtuvo el64,9 % de los votos y 374 diputados (de los que 275 eran fascistas), mientras que laslistas de la oposición obtuvieron 145. En Piamonte, en Lombardía, en Liguria y en Véneto,regiones en donde los partidos de la oposición estaban más arraigados, éstos obtuvieronresultados ligeramente superiores a los de la «listona», que en cambio resultóampliamente mayoritaria en la Italia central y meridional.

Los fraudes y las violencias que tuvieron lugar durante las elecciones fueron denunciadosel 30 de mayo por el diputado socialista Giacomo Mattetotti en un apasionado discursoante el Parlamento. Diez días después –el 10 de junio– un grupo de escuadristas almando de Amerigo Dumini lo raptaban cerca de su casa romana, y el 16 de agosto sucuerpo fue encontrado en un campo cerca de Roma. La conmoción en el país fue enormey la oposición parlamentaria se hizo eco de ella abandonando el aula de Montecitorio ynegándose a volver hasta que no se aclaran el episodio y se disolviera la milicia. Fue lallamada secesión del Aventino. Los diputados aventinianos, cuyo miembro másrepresentativo y escuchado era Giovanni Amendola, no llegaron, como proponían loscomunistas, hasta la convocatoria de una huelga general, porque temían que se repitierael fracaso de la «huelga legalista» de agosto de 1922 –sólo hubo un paro en el trabajodurante diez minutos, al que se adhirieron también los sindicatos fascistas– sino queprefirieron apostar por la intervención de la Corona. En el frente opuesto, los dirigentes delfascismo radical de las provincias, el más extremista de los cuales era el cremonésRoberto Farinacci, invocaban una «segunda oleada» que barriera las resistencias a lainstauración de un régimen fascista. Volvía a perfilarse, así, el riesgo de una recaída en laguerra civil, pero también en esta ocasión Mussolini, cuyas responsabilidades en elasesinato de Matteotti eran probablemente sólo políticas, supo maniobrar con habilidad,alternando la firmeza con la flexibilidad.

En junio procedió a una remodelación del gobierno y confió a Federzoni, notoriamente unhombre de orden y cercano a la monarquía, la cartera de Interior, que hasta entonceshabía ostentado el propio Mussolini, que hacía así un gesto dirigido a tranquilizar a losbienpensantes. Sin embargo, inmediatamente después, en julio, hizo aprobar un decretoque limitaba la libertad de prensa. Y también en esta ocasión pudo contar con el discretoapoyo del Vaticano: en septiembre, el cardenal Gasparri advertía en una circular al cleroque no participara en la lucha política. La admonición estaba dirigida, en particular, a donSturzo, al que en octubre se instó, con igual discreción, a que abandonara el aís. Así, éstafue la primera personalidad política obligada a tomar el camino del exilio. También la

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patronal se declaró a favor de la estabilidad de gobierno, y lo mismo hizo elPartido Liberal.

Envalentonado por los apoyos recibidos, Mussolini pudo así presentarse ante lasCámaras el 3 de enero de 1925 y pronunciar un discurso en el que asumía toda laresponsabilidad de lo que había pasado, hasta desafiar al Parlamento a llevarle ante laAlta Corte, un desafío que él sabía muy bien que no sería aceptado.

La Alemania Nazi

Hasta las elecciones de septiembre de 1930, en las que el Partido Nacional-socialistaobtuvo un éxito tan clamoroso como inesperado, muy pocos fuera de Alemania y no todosen la misma Alemania estaban al corriente de la existencia o conocían el nombre de AdolfHitler, un ex combatiente condecorado de la guerra que en la política había encontrado larealización personal que había estado buscando en la actividad artística durante suinquieta juventud en Viena. Tras trasladarse a Múnich, se había puesto a la cabeza, enfebrero de 1920, de un pequeño grupo extremista de derecha fundado por el herreroAnton Drexler –la Deutsche Arbeitspartei (DAP)–, estrenando así su carrera política. Suprimera iniciativa fue la de cambiar el nombre del partido por el de NacionalsozialistischeDeutsche Arbeits Partei (NSDAP, Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista) y redactar unprograma en el que, conforme a la nueva denominación del partido, elementos«socialistas» como la nacionalización de «todas las empresas de carácter monopolista» yuna borrosa «eliminación de la esclavitud del interés» se acompañaban y seentremezclaban con elementos de carácter «nacional», como la abrogación del tratado deVersalles, la formación de una «gran Alemania» y la sustitución del derecho romano conun Gemeinrecht alemán. Este eclecticismo hacía que el programa del NSDAP tuvieramucho en común con el de los fasci italianos de 1919, hacia cuyo jefe Hitler nutría unagran admiración, y ambos se podían considerar subproductos de la posguerra. Por otraparte, lo que caracterizaba la orientación política del NSDAP respecto de los demásgrupos de derecha alemanes y extranjeros era el antisemitismo del que estabaimpregnado y que constituía su Leitmotiv: a los judíos, en su programa, Hitler les negabael derecho a ser miembros de la comunidad nacional alemana (Volksgenosse) y cerrabael acceso a cualquier cargo público.

La primera salida pública del nuevo partido tuvo lugar en 1923, en la atmósfera candenteque siguió a la ocupación francesa del Ruhr y al estallido de la hiperinflación, cuando,junto con el general Ludendorff, Hitler organizó y promovió en Múnich un Putsch quehubiera tenido que ser el punto de partida de una marcha sobre Berlin, corno la deMussolini sobre Roma.

Pero al fallarle los apoyos políticos y militares con los que contaba, el intento —pasado ala historia con el nombre de Putsch de la cervecería— fracasó miserablemente y Hitler fuedetenido y condenado a cinco años de reclusión. De hecho, sólo pasó en la cárcel nuevemeses, durante los cuales escribió la primera parte de su Mein Kampf(Mi lucha).

Pero de esta experiencia sacó la conclusión de que el único camino realmente practicablepara conquistar el poder pasaba por aceptar las reglas del juego y utilizar sin escrúpulos y

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de forma instrumental la legalidad republicana, y a esta convicción se aferró al retomar laactividad política, una vez salido de la cárcel.

Los ambiciosos proyectos que perseguía hubiesen sido irrealizables y el NSDAP sehubiese quedado como una reliquia de la posguerra (en las elecciones de 1928 no sacómás que el 2,8% de los votos) si la gran depresión no hubiese de nuevo precipitado aAlemania en la atmósfera de radicalización y exasperación propia de la posguerra. Laviolencia y los enfrentamientos entre las varias formaciones paramilitares volvieron a seruna forma habitual de lucha política y en ella los nazis no se encontraban para nadaincómodos.

En abril de 1932 el gobierno de Brüning, con una de sus últimas medidas, intentó apagarel fuego de la violencia ilegalizando las Sturmabteilungen (SA) nazis, pero dos mesesdespués, en junio, el nuevo gobierno del canciller Von Papen retiró esta medida y lasluchas callejeras pudieron así reanudarse. Sólo en Prusia se contaron en pocas semanasnoventa y nueve mueros y más de mil heridos. En este clima de total crispación lasconsignas más extremistas se hacían creíbles y el NSDAP se convertía en un poderosopolo de atracción para los rencores y las frustraciones de los que habían conocido lostiempos amargos de la posguerra y de la inflación y para las aspiraciones de muchosjóvenes que sólo conocían la desolación del presente y esperaban confusamente unaregeneración. Humores y reacciones psicológicas de este tipo existían en todos losestratos sociales y eso explica la composición extremadamente heterogénea quecaracterizaba al NSDAP respecto de todos los demás partidos políticos alemanes. A laaltura de 1930, entre sus afiliados el 28,3% eran obreros, el 25,6 % empleados, el 14 %campesinos, el 20,7% trabajadores independientes y el 8,3 % funcionarios. Cierto que unconsenso caracterizado por un nivel tan alto de emotividad podía evaporarse tanrápidamente como se había formado, pero Hitler sabía cómo cimentarlo y capitalizarlo.

No sólo era un orador capaz de enfervorizar a su audiencia, sino un maestro en el uso y lacombinación de cualquier técnica de agregación y movilización, tanto las bienexperimentadas propias del movimiento obrero y de sus organizaciones de masas comolas del fascismo italiano o del comunismo soviético, o también las menos llamativas, peromás eficaces, de la gradual infiltración en asociaciones profesionales y recreativas hastaalcanzar su control. Sobre todo, estaba convencido del valor movilizador de la acciónejemplar y de ello se encargaban sus SA, que siempre figuraban en primera fila en losdesfiles y en las manifestaciones de masas del NSDAP, inspirando en los participantes unsentimiento de seguridad y de inalibilidad de la victoria. Cuando, en agosto de 1932, untribunal condenó a muerte a cinco nazis culpables de haber matado a un comunista en sucasa y ante su familia, Hitler no dudó en expresarles su solidaridad y estigmatizar la faltade patriotismo de los jueces.

Con las dimisiones del gobierno de Brüning en mayo de 1932 el edificio de la Repúblicade Weimar ya se tambaleaba. Otro fuerte golpe lo recibió de la decisión que en julio tomóVon Papen de desautorizar al gobierno prusiano encabezado por el socialdemócrata OttoBraun. Por una de esas paradojas de las que la historia es tan generosa, la misma Prusiaque había sido el baluarte y el símbolo de la conservación, ahora acababa siendo laúltima fortaleza de una democracia asediada.

Los meses que mediaron entre julio de 1932 y enero de 1933 se caracterizaron por unaactividad política intensa e incluso frenética. Los alemanes fueron llamados dos veces alas urnas, a finales de julio y a principios de noviembre, y dos gobiernos se sucedieron, el

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de Von Papen, un aristócrata racé que casi por casualidad era miembro del Zentrum y deéste fue expulsado al convertirse en canciller, y el del general Kurt von Schleicher, el másescuchado, después de la dimisión de Gróner, de los consejeros de Hindenburg. Elprimero duró pocos meses y el segundo, pocas semanas. En realidad, este sucederse deelecciones y gobiernos no era sino el indicio de cómo los mecanismos de la democraciaweimariana ya giraban en el vacío, casi una pantomima a la espera de que el telón bajaradefinitivamente. El juego político real, en el que se decidía el destino del país, sedesarrollaba en los bastidores, en una espesa trama de contactos y encuentros, y susinterlocutores y protagonistas eran los que de verdad contaban, la camarilla que se habíaformado alrededor de Hindenburg, cada vez más ausente y desorientado, los altosmandos militares, la poderosa Liga Rural Alemana, desde siempre expresión y portavozde los intereses de la nobleza agraria del lado oriental del Elba, algunos sectores yexponentes de las finanzas y de la industria y, naturalmente, el incómodo Adolf Hitler.Durante estos contactos y negociaciones, varias hipótesis se sucedieron. Von Papenavanzó una solución autoritaria que pusiera fin al régimen de los partidos, incluidos losnacionalsocialistas, y sin excluir a este fin la posibilidad de un golpe de estado.

Su sucesor, Von Schleicher, contando con la posible escisión del NSDAP de su alaizquierda encabezada por Georg Strasser, apostó en cambio por la formación de ungobierno basado en la colaboración entre organizaciones sindicales y jerarquías militaressimilares a la que se había producido durante los años de la guerra.

Ambas soluciones demostraron ser ilusorias, al prescindir de la posición de fuerza de losnacionalsocialistas, que, aunque habían retrocedido en las elecciones de noviembrerespecto de las de julio, seguían representando a un tercio del electorado y se habíanconvertido en el primer partido. Hitler, quien había rechazado repetidas veces el cargo devicecanciller, insistía, en efecto, en reclamar para sí la cabeza del gobierno y al finalHindenburg, que nutría hacia él sentimientos de animadversión, tuvo que aceptarlo.

El 30 de enero Hitler asumía el cargo de canciller, con Von Papen corno vicecanciller. Delnuevo gobierno formaban parte sólo dos ministros nazis y Hitler había tenido quecomprometerse a despachar con Hindenburg sólo en presencia del vicecanciller. De estemodo el presidente y sus consejeros pensaban tenerlo controlado y esperaban a que supopularidad se deshinchara y a que quedara claro que no podía cumplir con suspromesas demagógicas para liberarse de el. El resultado de las elecciones de noviembre,en que, como se ha visto, los nazis habían perdido dos millones de votos, sustentabanesta persuasión y esta previsión. Por otra parte, ésta era la opinión más generalizada enlos ambientes diplomáticos y entre los estadistas europeos. Más sorprendente es el hechode que esta miopía política estuviese difundida también entre los adversarios másenconados de Hitler. Muchos comunistas, por ejemplo, creían que el ascenso de Hitler alpoder era una etapa necesaria en el camino de la instauración de la dictadura delproletarriado por la que luchaban y el Partido Comunista Alemán, al hilo de esta lógicaperversa, no dudó en empeñarse en acciones convergentes con las de los nazis. Cuando,tras la llegada de Hitler al poder, los comunistas lanzaron el llamamiento a la huelgageneral, ya habían perdido su credibilidad y su invitación no fue secundada por lossocialdemócratas, desesperadamente aferrados a la idea, también carente deperspectivas, de «salvar lo salvable». La izquierda alemana, que en las elecciones denoviembre había sumado el 36 % de los votos, pagaba así con una derrota sin gloria suserrores y sus divisiones. A pesar del precedente italiano, no se había percatado de que unmovimiento contrarrevolucionario, corno era el nazismo, era cualitativamente distinto delos tradicionales movimientos reaccionarios o conservadores y que poseía un arraigo y

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una fuerza muy superior a la de éstos. Que eso no lo comprendieran los viejosaristócratas como Von Papen no puede sorprender. En cambio, sorprende el que no locomprendieran los que, como los comunistas, habían dedicado su vida al movimientorevolucionario.

En las negociaciones para formar su gobierno, Hitler, superando la oposición del líder delos populares Hugenberg, había obtenido que en breve término se celebrasen nuevaselecciones, confiando en el efecto de arrastre que tendría su ascenso al poder. La fechase fijó en el 5 de marzo y la campaña electoral estaba en pleno desarrollo cuando lanoche del 27 de febrero el edificio del Reichstag fue destruido enun incendio.

Cualquiera que fuese el que prendió el fuego, si el desequilibrado holandés que fuedetenido o, más probablemente, una unidad de las SA, lo cierto es que esta circunstanciabrindaba a Hitler la ocasión para reforzar su poder personal y dar otro apretón de tuercas.La responsabilidad se dejó recaer sobre los comunistas y cuatro il de ellos, incluidoGeorgi Dimitrov, el futuro dirigente de la Internacional Comunista, fueron detenidos.Acabaron en la cárcel también muchos opositores e intelectuales, entre ellos Karl vonOssietzky, el director de la revista Weltbühne, que terminará sus días en un campo deconcentración tras haber sido galardonado con el premio Nobel de la Paz. Al día siguienteal incendio del Reichstag, Hindenburg, presionado por Hitler, firmaba un decreto «endefensa del pueblo alemán» que suspendía todos los derechos y las libertadesconstitucionales y prescribía la pena de muerte por una serie de atentados contra elestado. En esta atmósfera de terror se celebraron las elecciones del 5 de marzo.

El NSDAP, con el 43,9 % de los votos, y los partidos de derechas aliados obtuvieron lamayoría absoluta, pero no la de dos tercios necesarios para reformar la constitución yatribuir a Hitler los poderes absolutos que reclamaba. Pero igualmente alcanzó su objetivogracias a la anulación de la elección de los 81 diputados comunistas y a la debilidad delZentrum. En el momento del voto, el 23 de marzo, los únicos que se opusieron fueron 94de los 120 diputados del SPD. A los diputados comunistas e les prohibió participar en elvoto. Así terminaba la República de Weimar y se iniciaba la Gleichschaltung(«sincronización») nazi.

Esta implicó a todo el sistema politico e institucional sobre el que se había sostenidoAlemania en la posguerra: los partidos, desde los comunistas hasta los nacionalistas,fueron disueltos, con la obvia excepción del partido nacionalsocialista, que en julio seconvirtió en el único partido legal; los sindicatos fueron unificados en el DeutscheArbeiterfront «Frente alemán de los trabajadores», DAF); en los Lünder, unosplenipotenciarios enviados desde el centro (Reichsstatthalter) sustituyeron a losorganismos electivos; en las universidades los rectores también fueron nombrados desdearriba; la prensa y los demás medios de comunicación fueron puestos bajo el estrictocontrol de un ministerio de nueva formación, el ministerio «para la información popular y lapropaganda», encabezado por el más intolerante entre los jerarcas nazis, JosephGóbbels; la propia gloriosa academia prusiana, fundada por Federico II, fue purgada ynormalizada: dejaron de formar parte de ella, entre otros, Heinrich Mann y Kate Kólwitz.La Gleichschaltung no perdonó tampoco a las Iglesias protestantes. Apoyándose en elmovimiento de los «alemanes cristianos», para los que Jesucristo era un ario y San Pabloun rabino, un judío, el régimen intentó unificar en una Iglesia nacional bajo la guía de unReichsbischofy bajo control del Ministerio de AsuntosEclesiásticos.

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Sin embargo, al constatar cuán fuertes eran las resistencias a este intento de politizaciónpor parte de la mayoría de los creyentes y de prestigiosos representantes religiosos, comoel pastor berlinés Martin Niemóller, el régimen modificó su postura y renunció al proyecto,pero al mismo tiempo alentó al movimiento de los «creyentes en Dios» (Gottglaubi ger) ydejando rienda suelta a la propaganda de las teoría neopaganas de Alfted Rosenberg. Encuanto a la Iglesia católica, las relaciones con ella fueron reguladas por un tratado entre elReich y la Santa Sede en julio de 1933, según el cual, como en el concordato italiano de1929, ésta se comprometía a no interferir en la vida política a cambio de garantías acercade la libertad de culto y de las escuelas católicas.

La interpretación y la aplicación de estas garantías por parte de las autoridades nazis notardó en revelarse muy restrictiva y en marzo de 1937 el pontífice Pío XI formuló suprotesta en la encíclica Mit brennender Sorge, en la que se denunciaban no sólo lasviolaciones del tratado, sino también la ideología racista y las persecuciones delos judíos.

Pero existía una institución que, por su prestigio y por su fuerza no podía ser«sincronizada»: el ejército. Si entre los jóvenes oficiales había muchos simpatizantes delnazismo, los altos mandos seguían fieles al principio, enunciado en su tiempo por VonSeekt, del apoliticismo de la Wermacht como un cuerpo separado, auténtico estado dentrodel estado.

Además, algunos de ellos, como el general Von Seeck, futuro jefe de estado mayor, o elcoronel Von Stauffenberg, quien en julio de 1944 protagonizará un atentado contra Hitler,pensaban que el ejército tenía el deber moral de oponerse al gobierno en caso de queresultase claro que éste arrastraba al país a la ruina. En todo caso, era general lapreocupación por la creciente intromisión de las SA, integradas por un millón de hombresy a cuya cabeza se encontraba un personaje, Erich Róhm, que no ocultaba susambiciones políticas e invocaba una «segunda revolución». La hostilidad o inclusosimplemente la frialdad de la Wermacht era algo que Hitler no podía permitirse y por esodecidió actuar a su manera, de forma «quirúrgica». En la madrugada del 30 de junío de1934, unidades de la policía y de las SS, un cuerpo de incondicionales nacido en origencomo guardia personal del Führer, tornaron por sorpresa y mataron a Róhm, Strasser y unnúmero indeterminado de sus seguidores, aprovechando la ocasión para liberarsetambién del general Schleicher y de su ayudante de campo. A pesar del asesinato de unode sus más altos xponentes, la Wermacht, que había proporcionado los medios detransporte para la operación, no rechistó: su objetivo, la liquidación política de las SA,había sido conseguido. Pocas semanas más tarde, el 2 de agosto, moría Hindenburg yHitler convocaba un plebiscito para pedir la unificación de los cargos de canciller ypresidente, obteniendo una mayoría aplastante.

Ahora era, más que nunca, el Führer y con este título, además del de comandante en jefede las fuerzas armadas, la Wermacht, en aquel mismo día 20 de agosto, le juró fidelidad.Por su parte, él se comprometió, con una carta dirigida al ministro de la Guerra Blomberg,a reconocer en la Wermacht «la única fuerza armada de la nación».

Sin embargo, ello no le impidió mantener vivas y en servicio a las SS y posteriormentepotenciar sus efectivos.

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Así, la Gleichschaltung estaba terminada. Por otra parte, no cabe pensar que el Reichfuese una máquina perfectamente engrasada y en funcionamiento. Como sucedió enotros estados totalitarios, la centralización del poder conllevaba la formación de una seriede burocracias paralelas, cuyas competencias se entrecruzaban y con frecuenciaentraban en conflicto, dando pie a una especie de «policracia» que sobrevivió inclusodurante la guerra, perjudicando notablemente la eficacia del aparato productivo.

Lo que diferenciaba el tercer Reich de las demás dictaduras era la legitimación ideológicaque reclamaba para sí. En efecto, se definía a sí mismo como una «unión popular» oVolksgemeinschaft de la que formaban parte como ciudadanos (Reichsbürger) todos los«miembros del estado de sangre alemana», quienes «con su comportamiento den pruebade estar dispuestos a adoptar y servir fielmente al pueblo y al Reich». Semejantedefinición excluía a los opositores del régimen y a los quinientos mil judíos alemanesquienes, en su calidad de Staatsgehari ge, es decir, «miembros del estado» pero no «desangre alemana», no gozaban de los derechos de los ciudadanos.

A éstos se les prohibió no sólo contraer matrimonio con judíos, sino también mantenercon ellos relaciones «extramatrimoniales». Así estaba escrito en las leyes de Núrembergde septiembre de 1935, que pueden definirse como la macabra guinda en la tarta delnazismo. En el momento de su promulgación los campos de concentración hacía tiempoque estaban en función –Dachau lo estuvo desde 1933, mientras que Auschwitz, el mástristemente famoso, fue abierto en 1941– y su población estaba en constante aumento.

El mundo de los años treinta conocía otros ejemplos de totalitarismos basados en lapráctica de las expulsiones, las represiones y el exterminio de masas, y en brevevolveremos sobre ello. Pero ninguno de ellos asumía como principio de su legitimación elconcepto biológico y bárbaro de la raza y de la desigualdad de las etnias.

El ascenso de Hitler al poder coincidió con el principio de la superación de la depresión.En enero de 1933 el número de los desempleados era todavía espantosamente alto, peroya a finales de año había comenzado a descender.

También la producción industrial daba señales de recuperación. Pero hacía falta alentareste principio de mejora de la coyuntura y a este fin el gobierno nazi lanzó un planimponente de obras públicas, que preveía, entre otras cosas, la construcción de una redde autopistas. Las inversiones públicas, que entre 1928 y 1932 habían descendidollamativamente, volvieron a aumentar y ello contribuyó a la disminucióndel desempleo.

Esto se vio facilitado también por las medidas dirigidas a excluir a las mujeres de todoslos sectores de la administración pública para devolverlas al papel de madres y esposasque, según la doctrina nazi, les pertenecía. Conforme a esta misma doctrina y al mito dela defensa de los caracteres originales del pueblo alemán y de su sanidad moral, el «jefede los campesinos del Reich», Walter Darré promulgó una ley de «herencia de lasfactorías» que sancionaba la inalienabilidad y la indivisibilidad de un número considerablede propiedades rurales. De esta forma, se pretendía frenar el flujo de inmigración hacialas ciudades, pero la ley no dio los resultados esperados.

A medida que el nivel de la vida económica se reanimaba, también aumentaba lanecesidad de las materias primas —petróleo en primer lugar, pero también goma,minerales ferrosos, bauxita, etc.— de las que Alemania carecía o era pobre. También

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desde el punto de vista alimentario, el país no era del todo autosuficiente y la políticaagrícola de Darré no había contribuido a mejorar la situación, sino todo lo contrario. Labalanza comercial, que hasta 1932 había permanecido ampliamente en activo, registró, apartir del primer cuatrimestre de 1934, una creciente pasividad. Dada la escasez dereservas de oro y de divisas extranjeras de las que disponía el Reich, esto representabaun riesgo para la estabilidad del marco y amenazaba con reactivar la espiral de lainflación, con consecuencias negativas para el nivel de las rentas, de los consumos y dela propia ocupación. La salida a este impasse la indicó Schacht, que Hitler, paratranquilizar a los ambientes financieros e industriales, había vuelto a colocar a la cabezade la Reichsbank y que en 1934 fue nombrado ministro de Economía. En el discurso quepronunció para la inauguración de la Feria de otoño de Leipzig de 1934, el nuevo ministroesbozó las lineas de su Neuer Plan («nuevo plan»; el término remedaba el New Deal deRoosevelt), que consistía esencialmente en un intento de reglamentar el comercio exteriorsobre la base de principios de complementariedad y, según la expresión del propioSchacht, del trueque. En otras palabras, a partir de ahora Alemania importaría sólo deaquellos países que estuviesen dispuestos a importar a su vez mercancías alemanas,según un criterio de compensación. Naturalmente, semejante plan comportaba lareorientación del comercio exterior alemán y la búsqueda de nuevos socios, como lospaíses balcánicos y los de Latinoamérica: con ellos, corno se ha visto, el volumen de losintercambios registró un fuerte crecimiento. Pero acuerdos satisfactorios decompensación se estipularon también con Inglaterra y con la propia Francia. Mientrastanto, se impulsaba la investigación y la experimentación de nuevos materiales sintéticos,capaces de sustituir las materias primas importadas. En este campo se empeñóespecialmente el gran complejo "industrial de la 1. G. Farben.

Pero se trataba de un modelo de desarrollo económico artificial y precario y en todo casoincompatible con las importantes inversiones en el rearme que pedían el partido y elejército, y en particular los ministros Göring y Blomberg. Schacht era plenamenteconsciente de ello y se esforzó para resistir a las presiones que se ejercían sobre él. Siquería rearmarse, la única solución practicable era la de encontrar los fondos necesariosoperando una eestructuración económica general que privilegiara los sectores industrialesvinculados a la producción bélica respecto de los de bienes de consumo y que llevara acabo una severa reglamentación del trabajo, incluidos los horarios y las retribuciones.Este era el camino por el que se pronunciaba y luchaba el coronel Georg Thomas,responsable de la sección para la movilización económica de la Wermacht, Hitler se negóa elegir entre «mantequilla y cañones», en el sentido de que quiso las dos cosas. A partirde 1936, los gastos en armamentos conocieron un drástico incremento, pasando decuatro mil millones de marcos en 1934 a dieciocho en 1938 y en octubre de 1936 sepromulgó un plan cuatrienal que tenía el objetivo de realizar un ambicioso programa deexpansión económica orientada al rearme, cuya realización se confió a Góring, al que seotorgaron poderes muy amplios. En noviembre de 1937, Schacht fue destituido de sucargo ministerial y posteriormente fue también apartado del Reichshank. Mientras, lostrabajadores, en particular los especializados, continuaron percibiendo salarios adecuadosy en 1938 ciento ochenta mil de ellos disfrutaron de sus vacaciones pagadas en loscruceros organizados por la Kraft durch Freude, la organización recreativa del DAF. En1937 arrancó la producción del Volkswagen y para muchos alemanes poseer un automóvilpareció un objetivo al alcance de la mano. El desempleo había bajado hasta un nivelinsignificante y a pesar de los prejuicios antifeministas del régimen, la misma ocupaciónfemenina había aumentado. La gente volvía a tener confianza y volvía a tener hijos:Alemania fue el país «blanco» que conoció en los años treinta el mayor incrementodemográfico. En suma: había mantequilla y habría cañones.

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Pero Hitler y sus colaboradores se daban cuenta de que una política económica de estetipo no era sostenible a medio plazo y que los recursos internos tenían un límite. Noobstante, en su opinión la solución de la que en términos económicos era una cuadraturadel círculo se podía encontrar en términos políticos, y especialmente de política exterior.

Se trataba de ransformar el Lebensraum económico en el que vivía Alemania en unLebensraum político. Ésta es la idea básica que se encuentra en un memorándum queHitler redactó en el verano de 1936 en su retiro de Berchtesgarten v de cuyo contenidoinformó sólo a Góring y Blomberg. La idea de una expansión hacia el este, mucho másallá de los territorios perdidos en Versalles, era su Leitmotiv. Para conseguir este objetivoera necesario, sin embargo, desvincularse de las obligaciones y los condicionamientosinternacionales a los que Alemania estaba sometida.

El primer paso en este camino fue la decisión, ya mencionada, de abandonar laconferencia del desarme y la SDN, decisión que Hitler se apresuró a someter a plebiscito,obteniendo también en este caso una mayoría aplastante. Esta primera medida, que encierto sentido podía parecer obvia, si no obligada por su propia demagogia, no fueseguida, en el transcurso de 1934-1935, por otras iniciativas capaces de suscitarparticular alarma en la comunidad internacional. Si el tratado de no agresión con Polonia,en enero de 1934, despertó inquietudes en Francia, tradicionalmente aliada y protectorade Polonia, y todavía más en la Unión Soviética, otros, en cambio, lo juzgaron corno unarenuncia, por lo menos provisional, a la revisión de las fronteras orientales. Mayorespreocupaciones suscitó el Putsch promovido por elementos pronazis en Viena, en julio de1934, pero Hitler se apresuró a declarar su desvinculación de los hechos y a llamar aconsulta a su embajador en Viena. La reacción más resentida fue la de Italia, que enviósus tropas a la frontera con Austria. La temida perspectiva de una convergencia entre losdos dictadores parecía así alejarse, lo que constituía otro elemento de tranquilidad. Así seexplica cómo, al vencer el término previsto por el tratado de Versalles, en enero de 1935,pudo celebrarse el referéndum para decidir el destino del Sarre. Ésta era una regióncatólica caracterizada por una fuerte presencia obrera; no obstante se expresó conaplastante mayoría en favor de la anexión al Reich.

A partir de 1935, a medida que el nuevo curso económico y el plan cuadrienal ibandesarrollándose, la política exterior del nazismo cambió de registro y de tono. Pero de esonos ocuparemos más adelante. En ese momento, a raíz de la llegada del nazismo alpoder en Alemania y a pesar de las rencillas pasajeras entre Hitler y Mussolini, elfascismo había dejado de ser un fenómeno italiano para convenirse en un fenómenointernacional. Partidos y movimientos fascistas o profascistas se habían formado e ibanconsolidándose en muchos países europeos: en la Austria de Dollfuss, en los países de laEuropa oriental, en Bélgica, con los rexistas de Degrelle, en Francia, con el movimientofrancista, en España, con la Falange de José Antonio Primo de Rivera, en Finlandia y enlos países bálticos, y en la misma Inglaterra, con Mosley.

Paralelamente, también el antifascismo se convirtió en un fenómeno internacional, unaorientación general en la que se reconocían y convergían no sólo los partidos de laizquierda obrera, sino también amplios sectores de la opinión pública europea einternacional. A la formación de esta orientación antifascista contribuyó notablemente lamasiva emigración de políticos e intelectuales desde Alemania. La lista de sus nombreses de masiado larga como para no correr el riesgo de omisiones: bastará con recordar losnombres más conocidos, como los de los hermanos Mann, de Albert Einstein, Walter

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Cropius y Bertold Brecht. Entre los políticos, recordemos a los dirigentessocialdemócratas que reconstituyeron en Praga el partido que Hitler había disuelto y aWilly Münzenberg, que orquestó la campaña de solidaridad hacia Dimitrov, quien,acusado de haber participado en el incendio del Reichstag, llegó a transformar su procesoen un acto de acusación contra el nazismo.

Así pues, la instauración del nazismo en Alemania estuvo en el origen de una de lasmayores migraciones de intelectuales de la historia contemporánea. Una de susconsecuencias fue la disgregación de lo que quedaba de la comunidad científica que laprimera guerra mundial había puesto en crisis, pero no destruido. Tampoco la ciencia selibraba de la compartimentación y la división del mundo. Los avatares de los físicos,quienes, como Einstein o Szilard, se fueron a Norteamérica y quienes, como Heisenberg yVon Weiszácher, siguieron trabajando en Alemania, avatares que tuvieron su epílogo enHiroshima, son demasiado conocidos para que sea necesario recordarlos. También estadisgregación y esta instrumentalización de la ciencia forman parte del precio que lahumanidad ha pagado por el nazismo y también éste fue un aspecto no secundario deltriste inventario y del balance desolador que tienen que hacer quienes evoquen la historiade los años entre las dos guerras.

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