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Capítulo 4 – Adam Przeworski.
Igualdad
4.1 Introducción
Para que una comunidad se gobierne a sí misma, es necesario que
todos sus miembros puedan ejercer la misma influencia en sus decisiones.
Ningún individuo o grupo puede ser favorecido por alguna característica que
tenga.
Esta condición no es tan obvia como podría parecer.1 Nótese ante todo
que la definición de igualdad no supone el deber de participar. En cambio, sí
requiere que (1) todos los miembros tengan una oportunidad efectivamente
igual de participar y (2) si participan, sus preferencias tengan todas el mismo
peso. Tener “oportunidad efectivamente igual” no es lo mismo que tener
“derecho a”. Estoy cansado del lenguaje de los derechos: una oportunidad
efectivamente igual implica no sólo derechos sino también condiciones,
algunas condiciones materiales e intelectuales mínimas, “salario decente y
lectura”. E incluso si todos tienen esas condiciones mínimas es posible que las
condiciones individuales sean desiguales. Por lo tanto, para que la influencia
política sea igual en una sociedad desigual, es necesario que la desigualad de
condiciones no pueda transformarse en desigualdad de influencia.
Definida de este modo, la igualdad no equivale a anonimato.2
Anonimato significa solamente que los ciudadanos democráticos no se
1Agradezco a Joshua Cohen por haberme impulsado a aclarar más este punto.
2Como hemos visto, la teoría de la elección social trata igualdad y anonimato, y a veces también
“simetría”, como equivalentes. May llama a esta condición “simetría” y la define como sigue: “La
segunda condición es que cada individuo sea tratado igual en cuanto se refiere a su influencia en el
resultado… Esta condición bien podría llamarse anonimato… Una etiqueta más común es igualdad ”
(1952, p. 681; subrayado en el original). Rae (1969, p. 42, ft. 8) dice que anonimato e igualdad están
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distinguen en cuanto ciudadanos por ninguna característica, incluyendo las
características que los revelan como desiguales. Se puede decir “un hombre
rico” o “un hombre apuesto”, pero no un ciudadano rico o apuesto. Todas las
cualidades individuales quedan en la puerta de la política democrática; para la
calidad de ciudadano todas son irrelevantes. Pero eso significa solamente que
hay un velo sobre la desigualdad que existe en la sociedad.
Los ciudadanos democráticos no son iguales, son solamente anónimos.
A pesar de su pedigrí igualitario, la democracia no puede caracterizarse por la
igualdad, y no se caracteriza. Incluso el único sentido en el que se puede decir
que la igualdad caracteriza la democracia –igualdad ante la ley— deriva del
anonimato: la ley tiene que tratar a todos los ciudadanos igual porque los
ciudadanos son imposibles de distinguir. Además, hasta la norma del
anonimato se pasaba por alto en los primeros sistemas representativos
mediante una elaborada construcción intelectual que justificaba las
restricciones del sufragio. La argumentación sostenía que el papel de los
representantes es promover el bien de todos, pero la capacidad intelectual de
reconocer el bien común y las cualidades morales necesarias para buscarlo no
son universales. Esas características se pueden reconocer mediante el uso de
algunos indicadores, como la riqueza, la edad o el género. Por lo tanto, confiar
en esos indicadores para restringir el sufragio no viola las normas
democráticas. La lógica del argumento es inobjetable, pero los supuestos son
cuestionables y han sido cuestionados.
Ignorar las distinciones no es anularlas. La democracia fue una
revolución política, no económica. Y a pesar de las expectativas casi
universales –temores para unos y esperanzas para otros— la democracia
resultó ser compatible con grados variables, y en ocasiones grandes, de
desigualdad económica. Las democracias funcionan en sistemas económicos en
los que la mayoría de los recursos son distribuidos por mercados y los
mercados (re)generan desigualdad perpetuamente. No hay ningún sistema
“estrechamente relacionados”, y en otro artículo también se refiere a esta condición como “simetría”
(Rae 1975, p. 1271). Dahl (1989, p. 139) trata el anonimato como equivalente a la igualdad.
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político, incluyendo la democracia, capaz de generar y mantener igualdad
perfecta en el terreno socioeconómico. Sencillamente, es difícil redistribuir
ingresos. En realidad todo el lenguaje político de “redistribución” es
anacrónico, evoca los tiempos antiguos en que el activo productivo más
importante era la tierra. La tierra es divisible y puede ser explotada por
unidades familiares. Pero no hay ningún otro insumo productivo que se pueda
redistribuir con la misma facilidad. En consecuencia, es posible que haya
barreras simplemente tecnológicas a la igualdad económica. Y como ningún
sistema político es capaz de superar esas barreras, no debemos culpar a la
democracia por no lograr lo que ningún sistema de instituciones políticas
puede lograr.
Sin embargo, la desigualdad económica tiene maneras de infiltrarse en
el terreno político. Si las características que se están ignorando
diferencialmente afectan la capacidad de ejercer derechos políticos o si pesan
en forma desigual la influencia política de individuos desiguales, se está
violando la condición de igualdad política.
Estos argumentos se desarrollan a continuación.
4.2 Pedigrí: aristocracia y democracia
¿Cómo fue que la “democracia” reapareció en el horizonte histórico y
qué significaba para sus proponentes y oponentes?
Como el surgimiento de la democracia en la época moderna es el tema
del monumental tratado de Palmer (1959, 1964), aquí no hará falta más queun breve resumen. El punto principal de Palmer es que la democracia no fue
una revolución contra un sistema existente sino una reacción contra el
creciente poder de la aristocracia. Lo que minó la monarquía fue la
aristocracia: la democracia la dejó atrás siguiendo sus pasos. Palmer sostiene
que (1) para comienzos del siglo XVIII, el sistema aristocrático de gobierno
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estaba institucionalizado en asambleas de varias formas, la participación en
las cuales estaba reservada a grupos legalmente calificados (cuerpos
constituidos) que siempre incluían a la nobleza hereditaria pero en diferentes
lugares (países, regiones, principados, cantones, ciudades-repúblicas) también
a miembros del clero, categorías selectas de burgueses, y en Suecia incluso
campesinos. En todos los casos esos organismos estaban políticamente
dominados por la nobleza hereditaria. (2) En el curso de los siglos, la influencia
política de esos cuerpos basados en estamentos aumentó. (3) Al mismo tiempo,
el acceso a la nobleza, como quiera que ésta se definiese en diferentes lugares,
se fue cerrando cada vez más: la nobleza se convirtió en aristocracia. (4) El
sistema aristocrático resultante sufría por varias tensiones, notoriamente la
tensión entre el nacimiento y la competencia. (5) Un conflicto políticamentecrucial se debía a la exclusión de los privilegios de personas que poseían todas
las calificaciones para participar –riqueza, talento, porte— salvo el nacimiento.
En las palabras de Sieyès (1970 [1789], p. 29), “al pueblo se le decía
‘cualesquiera que sean tus servicios, cualesquiera que sean tus talentos,
llegarás sólo hasta aquí; no superarás a otros’.” (6) La democracia surgió como
demanda de acceso a esos cuerpos, no como un movimiento contra la
monarquía.
Por lo tanto, para fines del siglo XVIII “democracia” era un eslogan
dirigido contra el reconocimiento legal de distinciones de situación política
heredadas. Los demócratas eran los que agitaban contra los aristócratas o la
aristocracia. Como observa Dunn (2003, p. 10), “la democracia fue una
reacción, por encima de todo, no contra la monarquía, mucho menos contra la
tiranía, sino contra otra categoría social relativamente concreta, inicialmente
demasiado bien arraigada, pero ya no alineada en forma plausible con
funciones sociales, económicas, o incluso políticas o militares: la nobleza oaristocracia… Demócrata era una etiqueta en y para el combate político; y ese
combate se dirigía contra los aristócratas, o como mínimo contra la
aristocracia”. Así, en 1794 un joven inglés se describía a sí mismo como
“miembro de esa odiosa clase de hombres llamados demócratas porque
desaprobaba las distinciones hereditarias y los órdenes privilegiados de
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cualquier índole” (Palmer 1964, p. 10). “Si hiciera falta prueba ulterior de la
complexión republicana de este sistema” escribía Madison en el número 39 de
The Federalist , “la más decisiva podría hallarse en su absoluta prohibición de
los títulos de nobleza”. En Francia, la Asamblea Constituyente decidió que el
privilegio aristocrático estaba en conflicto con el principio mismo de la
soberanía popular (Fontana 1993, p. 119). La República (holandesa) de
Batavia, establecida en 1796, exigía que los votantes juraran creer que todos
los cargos y dignidades hereditarios eran ilegales. En Chile, el general
O’Higgins, primer Director del Estado, abolió en 1818 todos los signos
exteriores y visibles de la aristocracia (Collier y Sater 1996, p. 42).
Hay un enigma. Aun cuando los demócratas luchaban contra la
aristocracia, como sistema de gobierno (en el sentido original de la palabra) o
como posición social, esa lucha no necesariamente tenía que conducir a la
abolición de todas las demás distinciones: un tipo de distinción podría haber
sido sustituido por otro. El caso flagrante es el de la constitución polaca del 3
de mayo de 1791, dirigida contra los aristócratas definidos como grandes
terratenientes, magnates, bajo el lema de igualdad para la burguesía rural en
general (szlachta , que constituía alrededor del 10 por ciento de la población),3
conservando al mismo tiempo la distinción legal de la segunda. Los rasgos
sociales que podían servir de base a distinciones legales eran muchos:
propietarios y jornaleros, habitantes del burgo y campesinos, habitantes de
localidades diferentes,4 clero y fuerzas armadas,5 blancos y negros. Sin
embargo los demócratas se volvieron también contra esas distinciones: “Todos
los privilegios”, afirmaba Sieyès (1970, p. 3) “son por la naturaleza de las cosas
injustos, despreciables y contrarios al objetivo supremo de toda sociedad
política”. El enemigo dejó de ser la aristocracia para ser la distinción. Así, en el
3El lema era: “Szlachcic na zagrodzie równy wozewodzie”, que puede traducirse aproximadamente
como “Un pequeño propietario en su rancho es igual a un señor”.4
Palmer (1964) destaca el hecho de que los franceses trataron de erradicar todas las diferencias
subnacionales, mientras que los estadounidenses las reconocieron. Según Rosanvallon (2004, p. 34), la
división de Francia en departamentos se hizo con el objeto de crear una división puramente funcional,
que no hiciera referencia a ninguna realidad social, política o cultural. Por lo tanto, en Francia los
demócratas fueron centralizadores, y en Estados Unidos descentralizadores.5
Tenían una situación o “fuero” especial en la Constitución de Cádiz de 1812 y luego en varias
constituciones latinoamericanas.
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lejano Brasil, los cuatro mulatos que fueron colgados y descuartizados tras el
fracaso de la conjura republicana de Bahía en 1798 fueron acusados de
“desear las imaginarias ventajas de una república democrática en la que todos
serían iguales… sin diferencia de color o condición” (Palmer 1964, p. 513). La
Revolución francesa emancipó a protestantes y judíos y liberó esclavos, no sólo
campesinos católicos.
Rosanvallon (2004, p. 121) afirma que “El imperativo de igualdad,
necesaria para hacer de cada uno sujeto de la ley y ciudadano pleno, implica
de hecho considerar a cada hombre despojado de sus determinantes
particularistas. Todas sus diferencias y distinciones deberían colocarse a cierta
distancia…” ¿Pero de dónde provenía ese imperativo de igualdad? Pensando en
los términos de elección racional de la ciencia política moderna,
sospecharíamos que los demócratas se volvieron en contra de todas las
distinciones sociales en forma instrumental, sólo para movilizar a las masas
contra la aristocracia. Finer (1934, p. 85), por ejemplo, acusa a Montesquieu de
“yuxtaponer deliberadamente al Ciudadano con todos los poderes existentes,
tanto el rey como la aristocracia; era una antítesis conveniente, llamativa y útil:
no se podía pensar nada mejor para ganar el apoyo de todos los hombres”. Hay
algunos hechos que apoyan esa hipótesis: en Polonia Tadeusz Kościuszko hizo
promesas vagas a los campesinos para inducirlos a adherir a la insurrección
antirrusa en 1794; los miembros de la Convención francesa manifiestamente
actuaban para la galería llena de gentes ordinarias de París; Simón Bolívar hizo
llamados interraciales a fin de reclutar soldados contra España. Sin embargo
también es fácil creer que los demócratas realmente creían que todos los
hombres son iguales, como afirmaba la Declaración de Independencia, o que
todos los hombres nacen iguales como lo formulaba la Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano. La idea de la igualdad innata ciertamenteprecedió a los conflictos políticos concretos. Podía encontrarse ya en el
Segundo tratado de Locke (1988 [1689, p. 90]), como el principio del “igual
derecho que todo hombre tiene a su Libertad Natural, sin estar sometido a la
voluntad o la autoridad de ningún otro hombre”. No tenemos una teoría de la
acción en que las personas se mueven por la lógica, hacen cosas porque no
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pueden tolerar contradicciones lógicas. Y sin embargo si estamos dispuestos a
aceptar que los seres humanos pueden ser movidos por ficciones, los
demócratas se habrían vuelto contra otras distinciones por la pura lógica de su
ideología: los aristócratas no son distintos porque todos los hombres nacen
iguales; como todos los hombres nacen iguales, no pueden ser tratados de
diferentes maneras. Abolir todas las distinciones sería entonces un resultado
lógico de la lucha contra la aristocracia.
El hecho es que los demócratas se volvieron contra todas las
distinciones. El único atributo del súbdito democrático es que en cuanto tal, no
tiene ninguno. El ciudadano democrático simplemente carece de cualidades.6
No son iguales, no son homogéneos, son simplemente anónimos. Como dijo
Rousseau (1964 [1762], p. 129), “el soberano [el pueblo unido] conoce
solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de los que lo
componen”. Como los ciudadanos son indistinguibles, no hay nada por lo cual
la ley pueda distinguirlos. El ciudadano democrático es simplemente un
individuo fuera de la sociedad.
4.3 Democracia e igualdad
A pesar de su pedigrí igualitario, la democracia no se caracteriza ni
puede caracterizarse por la igualdad. “No deberíamos dejarnos atrapar por las
palabras”, advierte Pasquino (1998, p. 149-150), “la ‘sociedad sin cualidades’
no es una sociedad de iguales, es simplemente una sociedad en la que los
privilegios no tienen estatus o reconocimiento jurídico-institucional.
Consideremos los diferentes significados en que la igualdad ha
aparecido en la ideología democrática. ¿Por qué son o serían iguales las
6Pasquino (1996, p. 31) afirma que esa concepción fue introducida por Hobbes en el contexto de las
distinciones religiosas: “A la vista de este tipo de conflicto [religioso], para Hobbes el orden político se
funda en un consenso general y se basa en una anatomía de la ciudad como una sociedad sin
cualidades”.
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personas? Podrían serlo porque Dios o la naturaleza los hizo así, porque la
sociedad los hace así, o porque la ley los hace así. La igualdad puede ser
innata o generada por transformaciones sociales espontáneas, pero también
puede ser instituida por la ley. Así, la igualdad democrática podría ser reflejo
de una igualdad preexistente en un terreno no político, o podría ser impuesta
por las leyes.
Volviendo a las Declaraciones, su punto de partida era la igualdad
innata de los seres humanos. La igualdad democrática no es sino el reflejo de
una igualdad natural. Sin embargo las implicaciones de una igualdad
preexistente no se definen. Como observaba Schmitt (1993, p. 364), “Del hecho
de que todos los hombres son hombres no se puede deducir nada específico
sobre moral ni sobre religión ni sobre política ni sobre economía”. Aun si las
personas nacieran iguales, podrían distinguirse por sus méritos y sus méritos
podrían ser reconocidos por otros. Además, para mantener el orden es
necesario que en cada momento algunas personas ejerzan autoridad sobre
otras. Como dice Kelsen (1988, p. 17) “De la idea de que todos somos iguales,
idealmente iguales, se puede deducir que nadie debería darle órdenes a otro.
Pero la experiencia enseña que si queremos seguir siendo iguales en la
realidad, es preciso por el contrario que aceptemos que nos den órdenes”.
Además, aun cuando todos los seres humanos nacen siendo
simplemente seres humanos, la sociedad genera diferencias entre ellos. De
hecho, si sus padres son desiguales ellos se vuelven desiguales desde el
momento en que nacen. Para hacerlos iguales de nuevo es necesario recurrir a
la ley. Así, Montesquieu (1995, p. 261) observaba que “en el estado de
naturaleza, nacen iguales, pero no saben cómo seguir siéndolo. La sociedad les
hace perder igualdad y no vuelven a ser iguales salvo por las leyes.”
Pero ¿debe la sociedad hacer desiguales a las personas? Rosanvallon
(1995, p. 149) documenta que cuando el término “democracia” llegó a ser
ampliamente usado en Francia después de 1814, significaba la sociedad
igualitaria moderna, no los regímenes políticos asociados con las repúblicas
clásicas griega o romana sino lo que Tocqueville llamaría igualdad de
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condiciones. La tendencia a la igualdad social era inevitable. Tomando un tema
del marqués de Argenson, Tocqueville (1961, p. 41) observaba que “el
desarrollo gradual de la igualdad de condiciones… es universal, es duradero,
escapa cada día a la intervención humana; todo acontecimiento, así como todo
hombre, fomenta su desarrollo”.7
Si las sociedades modernas deben volverse más iguales es una cuestión
compleja. Lo que importa aquí es que no todos estaban dispuestos a confiar en
la evolución espontánea de la sociedad para la generación de la igualdad
política. Robespierre pensaba que “La igualdad de riqueza es una quimera”
(cit. en Palmer 1964, p. 109). Madison (The Federalist , núm. 10) enumeraba
diferencias y gradaciones sociales de todo tipo, dando por sentado que iban a
perdurar. La mayoría de los demócratas creía, al contrario de Tocqueville, que
la ciudadanía crea la igualdad, y no que los iguales se vuelven ciudadanos.
Pasquino (1998, p. 109) resume esa creencia: “Los ciudadanos no son
simplemente iguales ante la ley, en el sentido de que la ley no le reconoce a
ninguno derechos ni privilegios especiales, sino que se vuelven iguales por la
gracia de la ley y por la ley misma”.
Los demócratas adherían a lo que Beitz (1989, p. 4) llama una
concepción simple de la igualdad política, es decir, el requisito de que las
instituciones democráticas den a los ciudadanos oportunidades
procedimentales iguales de influir en las decisiones políticas (o igual poder
sobre los resultados). Criticando esa idea, señala que la igualdad de la fuerza
abstracta que los procedimientos dan a cada participante no implica igualdad
de la influencia concreta sobre los resultados: esta última depende de la
distribución de los recursos habilitadores. La educación era un instrumento
que equiparía a las personas para ejercer sus derechos de ciudadanía. Varias
constituciones tempranas (las de las repúblicas italianas entre 1796 y 1799, la
de Cádiz de 1812) establecían sistemas de educación universal y gratuita,
aunque no obligatoria. Mientras tanto, la mayoría resolvía el problema
7En un hermoso pastiche sobre una visita de Tocqueville a Méjico, Aguilar Rivera (1999) imagina cómo
habría reaccionado a una sociedad del nuevo mundo extremadamente desigualitaria.
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es necesario que esas cualidades estén asociadas con distinciones de
nacimiento, de manera que las elecciones no son “aristocráticas” en el sentido
del siglo XVIII. Pero las elecciones son un método para seleccionar a los que
son mejores que uno y, como lo documenta ampliamente Manin, son y eran
vistas como una forma de reconocer una aristocracia natural del talento, de la
razón o de lo que sea que los votantes ven como indicador de la capacidad de
gobernar.
Además, para ser representadas las personas deben estar organizadas,
y la organización requiere un aparato permanente, una burocracia asalariada,
una máquina de propaganda. Por eso, como lamentaba Michels (1962, p. 270),
algunos militantes se vuelven parlamentarios, burócratas partidarios, editores
de periódicos, administradores de las compañías de seguros del partido,
directores de las empresas de pompas fúnebres del partido e incluso
Parteibudiger : patrones de los bares del partido. Como escribiría muchos años
después un comunista francés desilusionado: “La clase trabajadora se pierde
administrando sus bastiones imaginarios. Camaradas distinguidos como
notables se ocupan de los basureros municipales y las cafeterías escolares ¿o
son notables disfrazados de camaradas? Ya no lo sé” (Konopnicki 1979, p. 53).
Resumiendo, la idea de que la igualdad política refleja algún estado
preexistente, ya sea en la naturaleza o en la sociedad, es insostenible tanto en
el terreno lógico como en el empírico. Lógicamente, una igualdad preexistente
en otros terrenos no implica igualdad política. Empíricamente, aun cuando
todos los seres humanos nacieran iguales, se vuelven desiguales en la
sociedad, y aun si las sociedades experimentaran una tendencia inevitable
hacia la igualdad, las desigualdades existentes eran y son suficientes para
reclamar remedios políticos. A su vez, la igualdad política instituida por la ley
es efectivamente minada por la desigualdad social. La igualdad política es
igualdad a los ojos del estado, pero no en la relación directa entre dos
personas. Por lo tanto, en ningún sentido es la igualdad la forma correcta de
caracterizar la democracia. Si los fundadores utilizaron los lenguajes de la
igualdad, fue para justificar otra cosa, que se describe mejor como ignorancia
de las distinciones sociales, anonimato.
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4.4 ¿Violan la ideología democrática las restricciones del sufragio?
Sin embargo hay un hecho que parece minar el anonimato: las
restricciones del sufragio. De hecho la Declaración francesa de 1789 calificaba
su reconocimiento de la igualdad en la frase inmediatamente siguiente: “Los
hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones
sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”. Pero aun cuando los
argumentos fueran retorcidos, los que proponían las restricciones del voto no
las presentaban como desigualitarias.
Consideremos la justificación de esas distinciones por Montesquieu
(1955, `p. 155), quien partía del principio de que “Bajo la democracia toda
desigualdad debería derivar de la naturaleza de la democracia y del principio
mismo de la democracia”. Su ejemplo era que las personas que tienen que
trabajar para vivir no están preparadas para desempeñar un cargo público o
tendrían que descuidar sus funciones. Como lo expresaban los abogados de
París la víspera de la Revolución: “Por más respeto que uno quiera mostrar por
los derechos de la humanidad en general, no se puede negar la existencia de
una clase de hombres que, en virtud de su educación y del tipo de trabajo al
que su pobreza los ha condenado, es… incapaz por el momento de participar
plenamente en los asuntos públicos” (cit. en Crook 2002, p. 13). “En esos
casos”, continuaba Montesquieu, la igualdad de los ciudadanos se puede
suspender en una democracia por el bien de la democracia. Pero lo que se
suspende es sólo la igualdad aparente…” El argumento genérico era que: (1) la
representación significa actuar en el mejor interés de todos. (2) Para
determinar el mejor interés de todos es necesaria la razón. (3) La razón tiene
determinantes sociales: no tener que trabajar para vivir (“desinterés”), o no
estar empleado o no ser de alguna manera dependiente de otros
(“independencia”). Como lo expresó un estadista chileno en 1865, para ejercer
los derechos políticos es necesario “tener la inteligencia de reconocer la verdad
y el bien, la voluntad de quererlo y la libertad de ejecutarlo” (cit. en Maza
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Valenzuela 1995, p. 153). A su vez la afirmación de que lo que se viola es
igualdad aparente se construía en tres pasos: (1) actuar en el mejor interés
común es considerar a todos por igual, de modo que todos están igualmente
representados.8 (2) La única cualidad que se distingue es la capacidad de
reconocer y buscar el bien común. (3) A nadie se le impide buscar esa cualidad,
de manera que potencialmente el sufragio está abierto a todos.
Los últimos dos puntos son esenciales. Las distinciones legales de situación
social son válidas únicamente como indicadores de la capacidad de gobernar y
no hay barreras de ningún tipo que impidan a las personas adquirir esa
capacidad y así ser indicadas como relevantes. La Constitución polaca del 3 de
mayo de 1791 ilumina la distinción entre el régimen censitario democrático y el
régimen no democrático de las distinciones legales. En su parágrafo VI afirma
que los “diputados a los parlamentos locales… deben ser considerados como
“representantes de toda la nación ” (subrayado en el original). Pero para llegar a
ser diputado a uno de los parlamentos locales (seymiki , que a su vez elegían
diputados a la legislatura nacional o seym ) era necesario ser miembro de un
grupo legalmente definido, la burguesía rural (szlachta ). Al mismo tiempo, sólo
los miembros de la szlachta podían poseer tierras que les conferían derechos
políticos.9 Por lo tanto, ése no era un régimen censitario en el sentido definido
más arriba: (1) cerraba el acceso a la política a cualquiera que no fuese
miembro de un grupo legalmente reconocido, y (2) cerraba el acceso a la
burguesía terrateniente.
En realidad, la justificación polaca del privilegio acordado a la
burguesía rural no era la razón sino el “respeto por la memoria de nuestros
ancestros como fundadores del gobierno libre…” (Art. II). Simón Bolívar (1969,
p. 19) empleaba el mismo principio en 1819 cuando ofrecía cargos de senador
8Condorcet (1986 [1788], p. 212) llegaba incluso a afirmar que “Los propietarios tienen el mismo interés
que los no propietarios en todos los aspectos de la legislación: sólo tienen mayor interés en las leyes
civiles y las leyes relativas a los impuestos. Por lo tanto, no hay peligro en hacerlos depositarios y
conservadores de los intereses del resto de la sociedad”.9
De acuerdo con la ley sobre poblaciones del 18 de abril de 1791 todos los residentes en los burgos
debían disfrutar de todas las protecciones de la burguesía rural (sobre todo el habeas corpus, que en
Polonia databa de 1433), podían ocupar puestos públicos (salvo los obispos) y podían poseer y comprar
tierra adyacente a las ciudades, pero no podían participar en los parlamentos locales (Kowecki 1991).
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hereditarios a “los libertadores de Venezuela”, quienes “son acreedores a
ocupar siempre un alto rango en la República que les debe su existencia”. Su
celebrado discurso, conocido como el Discurso de Angostura , merece atención
porque la combinación de llamados a la razón con la aceptación de la
desigualdad pasó a ser típica de las posturas antidemocráticas en la América
española. Bolívar observaba que “los más de los hombres desconocen sus
verdaderos intereses” y sostenía que “Todo no se debe dejar al acaso y a la
ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la
naturaleza perfeccionada por el arte…” Su solución era la institución de un
Senado hereditario: los futuros senadores “Aprenderían las artes, las ciencias y
las letras que adornan el espíritu de un hombre público; desde su infancia
ellos sabrían a qué carrera la providencia los destinaba, y desde muy tiernoselevarían su alma a la dignidad que los espera…” Y todavía se atrevía a afirmar
que “De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de
un Senado hereditario”.10
En cambio, aun cuando la reforma del sufragio de 1832 en Inglaterra restringía
el derecho al voto mediante criterios de ingreso, Seymour (1915) estaba en lo
cierto al destacar que la consecuencia fundamental de la reforma fue abrir a
todos la posibilidad de adquirir derechos políticos reuniendo dinero. Es fama
que Guizot replicaba a las objeciones al criterio de la riqueza diciendo
“¡Enriquécete!” (cit. en Crook 2002, p. 32). Según el argumento en favor del
suffrage censitaire , la desigualdad política se justificaba por la desigualdad de
las condiciones sociales, pero no había ninguna ley que prohibiera el ascenso
social. Por lo tanto se podía sostener que la desigualdad política no violaba la
norma de universalismo.
Las restricciones de los derechos políticos basadas en la religión
también se revestían de un lenguaje universalista, pero no apelaban a la razón
sino a los valores comunes. De Rousseau y Kant a J. S. Mill, todos creían que
una politéia , un cuerpo político, sólo podía funcionar si se basaba en intereses,
10Lo digo así porque los motivos de Bolívar me parecen sospechosos: estaba tratando de ablandar a los
futuros senadores para que le concedieran la presidencia hereditaria.
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normas o valores comunes. En América Latina el cemento que debía mantener
unidas a las sociedades era el catolicismo: de las 103 constituciones
latinoamericanas estudiadas por Loveman (1993, p. 371), ochenta y tres
proclamaban el catolicismo como religión oficial y cincuenta y cinco prohibían
el culto de otras religiones. Muchos de los argumentos en favor de restringir el
voto a los católicos se dirigían abiertamente contra el principio de soberanía
popular –el pueblo no debe cambiar lo que existe por voluntad de Dios—, pero
también los había pragmáticos. Por ejemplo, en 1853 el pensador mejicano
Lucas Alamán sostenía que “la religión católica merece ser apoyada por el
estado, aun cuando no la consideremos divina, porque constituye el único lazo
común que conecta a todos los mexicanos, cuando todos los demás se han
roto” (cit. en Gargarella 2005, p. 93, que ofrece otros ejemplos).
El problema más difícil es el de las restricciones al sufragio de las
mujeres. Los primeros defensores del sufragio femenino observaban que la
razón no se distribuye por líneas de género, pero el principal argumento en
contra de conceder a las mujeres el derecho a votar era que ellas, igual que los
niños, no tenían voluntad propia. Las mujeres ya estaban representadas por
los varones de su casa y sus intereses debían ser representados a través de
una conexión no electoral, sino tutelar. Por lo tanto el criterio justificativo no
era el género sino la dependencia. En realidad esa justificación se derrumbó en
Inglaterra en la década de 1880 cuando un estudio descubrió que casi la mitad
de las mujeres vivían en hogares donde no había ningún hombre, y en adelante
sólo el puro prejuicio retrasó la extensión del sufragio a las mujeres.
Pero ¿por qué las mujeres no eran independientes del mismo modo que
lo eran los hombres? Si las mujeres no podían tener propiedades estaban
legalmente impedidas de calificar para el sufragio, de manera que eso violaría
la ideología democrática. Pero donde sí podían tener y tenían propiedades a su
propio nombre ¿por qué el hecho de tener propiedades no era un indicador
suficiente? Condorcet (1986 [1785], p. 293), que defendía las calificaciones
relativas a la propiedad, pensaba que debía serlo: “las razones por las que se
cree que ellas [las mujeres] deberían estar excluidas de la función pública,
razones que sin embargo son fáciles de destruir, no pueden ser motivo para
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privarlas de un derecho que sería tan sencillo de ejercer [votando], y que los
hombres tienen no por su género, sino por su cualidad de ser razonables y
sensatos, que tienen en común con las mujeres”. Y las sufragistas chilenas
afirmaban que “Esposas y madres, viudas e hijas, todas tenemos tiempo y
dinero para dedicar a la felicidad de Chile” (cit. en Maza Valenzuela 1995, p.
156).
Como este es un problema acerca del cual es fácil caer en
anacronismos, permítaseme procesarlo a través de un ejemplo. Supongamos
que es en el mejor interés de todas y cada una de las personas evacuar una
población costera si hay un huracán inminente y no evacuarla si el peligro es
remoto. La decisión correcta es buena para todos: todos los hombres, las
mujeres y los niños. La decisión correcta sólo puede ser alcanzada por las
personas capaces de interpretar los pronósticos del tiempo. Esto excluye a los
niños, de manera que la decisión deberá ser tomada por los padres en el mejor
interés de los niños. Sospecho que –con algunas discusiones acerca de dónde
trazar la línea divisoria— la mayoría de las personas hoy aceptaría este
razonamiento: todas las constituciones contemporáneas lo aceptan. ¿Pero por
qué en la toma de esa decisión deben participar sólo los hombres? Si la razón
es que las mujeres tienen prohibido tomar cursos de meteorología en la
escuela, estamos de vuelta en Polonia en 1791. Pero supongamos que sí toman
tales cursos. Ahora el argumento sería que aun si tuviesen la misma capacidad
de ejercer la razón, las mujeres siempre seguirían las opiniones de sus
protectores masculinos, independientemente de las propias. Esto entonces es
otra suposición sociológica, igual que las que vinculaban la razón con la
propiedad, el ingreso o la educación.
Ahora bien, Schumpeter (1942, p. 244) afirmó que si se acepta
cualquier distinción, entonces se acepta también el principio de hacer tales
distinciones: “El punto más notable es que, dadas las opiniones apropiadas
sobre este asunto y otros por el estilo, las descalificaciones basadas en la
posición económica, la religión y el sexo entrarán en la misma clase que otras
descalificaciones que todos consideramos compatibles con la democracia”. Sin
embargo cada distinción se basa en una suposición específica –por ejemplo,
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que los chicos de 12 años no están preparados para votar— que se vincula con
la capacidad de ejercitar la razón. Hoy rechazaríamos y rechazamos la mayoría
de esas suposiciones, aunque no las que se basan en la edad o la salud mental
legalmente garantizada. Además, algunas de esas suposiciones encubrían muy
mal intereses particulares que eran su único impulso.
Para decirlo en forma analítica, la desigualdad no viola el autogobierno
si (1) las preferencias de los excluidos son idénticas a las de los que tienen
derecho a influir en las decisiones colectivas, y (2) los que son elegidos para
decidir están claramente calificados para hacerlo. Las teorías de la
representación difieren en si consideran como aporte a las decisiones colectivas
las preferencias reales o las ideales, estando estas últimas limitadas por
algunos requisitos normativos, como que incluyan preocupación por los
demás, o que consideren el bien común, etcétera.11 Obviamente, esta distinción
desaparece si todas las personas tienen naturalmente tales preferencias
ideales. Si no es así, se hace recaer sobre las instituciones la carga ya sea de
promover esas preferencias educando a los ciudadanos –tema común de
Montesquieu a Mill— o bien de tratar esas preferencias de alguna manera
privilegiada, restringiendo el sufragio o atribuyendo peso a los votos. Como
observa Beitz (1989, p. 35), esta última solución –defendida por Mill en 1857—
no es injusta si los que no tienen esas preferencias ideales ni las condiciones
necesarias para desarrollar esas preferencias están dispuestos a aceptarla.
Además ese sistema, aunque inegualitario, se puede justificar en términos
universalistas si todos pueden adquirir esas preferencias o las condiciones
para adquirirlas.
Como quiera que pensemos de esta lógica, el resultado final fue que el
nacimiento fue reemplazado por la riqueza, la aristocracia por la oligarquía.
Todavía unos pocos elegidos iban a gobernar en el mejor interés de todos. La
sociedad se dividiría en “los ricos, los pocos, los gobernantes, y los pobres, los
muchos, los gobernados”: un representante de Connecticut consideró que era
muy apropiado (cit. en Dunn 2004, p. 23). El autor del borrador de la
11Por un tratamiento reciente de esta distinción, v. Ferejohn (1995) y Sunstein (1995).
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Constitución francesa de 1795, Boissy d’Anglas, declaró que “Debemos ser
gobernados por los mejores… un país gobernado por propietarios está dentro
del orden social, el que está dominado por no propietarios está en estado de
naturaleza” (cit. en Crook 2002, p. 46).A mediados del siglo XIX en Colombia el
consenso era que “Queremos una democracia ilustrada, una democracia en la
que la inteligencia y la propiedad dirijan el destino del pueblo: no queremos
una democracia bárbara en la que el proletarianismo y la ignorancia ahoguen
las semillas de la felicidad y lleven a la sociedad a la confusión y el desorden”
(Gutiérrez Sanin 2003, p. 185). El derecho de hacer leyes pertenece a los más
inteligentes, a la aristocracia del conocimiento, creada por la naturaleza,
declaraba en 1846 un constitucionalista peruano, Bartolomé Herrera
(Sobrevilla 2002, p. 196); el teórico peruano José María Pando sostuvo que“una aristocracia perpetua... es una necesidad imperativa”; el venezolano
Andrés Bello quería que los gobernantes constituyeran un “cuerpo de sabios”,
mientras que el escritor conservador español Donoso Cortés yuxtaponía la
soberanía de los sabios a la soberanía del pueblo (Gargarella 2005, p. 120).
Todavía en 1867, Walter Bagehot (1963, p. 277) advertía que
Es preciso recordar que una combinación política de las clases más
bajas, como tales y para sus propios fines, es un mal de la primera
magnitud; que una combinación permanente de ellas (ahora que
muchas de ellas tienen el sufragio) las haría supremas en el país; y que
su supremacía, en el estado en que hoy están, significa la supremacía
de la ignorancia sobre la instrucción y del número sobre el
conocimiento.
En los mismos términos se presentaban las justificaciones del
colonialismo. Desde las primeras conquistas españolas, la dominación colonial
se justificaba con la afirmación de que los pueblos incivilizados necesitaban
“por su propia naturaleza y en su propio interés, ser colocados bajo la
autoridad de príncipes o naciones civilizados y virtuosos” (Juan Ginés de
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Sepúlveda, cit. en Young 1994, p. 59). Hasta Cecil Rhodes declaró que el
colonialismo servía a intereses universales: “Cuanto más del mundo
habitemos, mejor será para la raza humana” (cit. en Young 1994, p. 89).
Tal vez no fuese un círculo completo, pero era un círculo. Y dejaba un
legado que dio origen a conflictos en muchos países duraron más de cien años.
Las nuevas distinciones pronto fueron percibidas como pruebas de que la
democracia no cumplía sus propios ideales. Ni los pobres ni las mujeres creían
que los hombres con propiedades representasen sus mejores intereses: iban a
luchar por el sufragio, y el sufragio era un arma peligrosa.
4.5 Democracia y propiedad
En una sociedad que es desigual, la igualdad política, si es efectiva,
abre la posibilidad de que la mayoría iguale la propiedad o los beneficios de su
uso, por ley. Es éste un tema central en la historia de la democracia, tan vivo y
polémico hoy como el día que se inventó el gobierno representativo. Porque a
diferencia de la libertad o la felicidad, la propiedad, el tipo de propiedad que se
puede usar para generar ingresos, siempre ha sido y sigue siendo de una
minoría, y por eso el derecho a la propiedad tiene que chocar con el interés de
las mayorías. De ahí una tensión entre la democracia y la propiedad que era
previsible y fue prevista.
Para esbozar la historia de esa tensión debemos empezar por los
Levellers o “Niveladores”, que según Wootton (1993, p. 71) fueron los primeros
demócratas que pensaron en términos de gobierno representativo dentro de un
estado nacional. Aun cuando ellos lo negaron reiteradamente y con
vehemencia, sus opositores temían que los Levellers quisieran hacer a todo el
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mundo igual a través de una redistribución de la tierra.12 En las palabras de
Harrington (1977, p. 460): “Por ‘nivelar’, los que usan la palabra parecen
entender: cuando un pueblo sublevándose invade las tierras y los patrimonios
de los más ricos, y los divide por igual entre todos”. Algunos de ellos –los que
se llamaban a sí mismos True Levellers [Verdaderos Niveladores] o Diggers
[Excavadores] — realmente establecieron una comunidad en tierras comunes.
La demanda de igualdad económica apareció durante la Revolución
francesa en el “Manifiesto de los plebeyos” de Babeuf de 1795. Hasta ahí, si
bien el gobierno revolucionario confiscó tierras de la Iglesia y de nobles
emigrados, esas tierras no fueron redistribuidas entre campesinos sino
vendidas a burgueses ricos (Fontana 1993, p. 122). Babeuf no quería igualar la
propiedad, sino eliminarla: “No proponemos dividir las propiedades, porque
ninguna división igualitaria duraría. Proponemos abolir por completo la
propiedad privada.” Afirmando que los estómagos son todos iguales, Babeuf
quería que cada uno colocara sus productos en un fondo común y recibiera de
él una porción igual. Por lo tanto, nadie podría aprovecharse de su mayor
riqueza o habilidad. Fundamentaba su programa comunista con el principio de
le bonheur commun , que debería conducir a “la communauté , comodidad para
todos, educación para todos, igualdad, libertad y felicidad para todos” (las citas
son de Palmer 1964, p. 240-241). Su exigencia de igualdad económica se
basaba en principios morales. Babeuf afirmaba que la igualdad tanto política
como económica era el desenlace natural de la Ilustración y ambas estaban
dentro del espíritu de la Revolución francesa. ¿Por qué el hecho o el postulado
de que todos los hombres nacen iguales debía justificar la igualdad política
pero no la económica? ¿Por qué las razones debían ser tratadas como iguales
pero los estómagos no? Si la lógica no dicta esa distinción, podemos sospechar
que sólo la dictan los intereses. ¿Acaso la compulsión económica a vender lospropios servicios a otro no ata a la subordinación a otro tanto como el
sojuzgamiento político? Por lo menos Rousseau (1964, p. 154) pensaba que
12En América Latina la exigencia de una redistribución de la tierra se ha alzado en forma intermitente,
en particular en Méjico Por Hidalgo y Morelos y en el Uruguay (entonces Banda Oriental) por Artigas en
1813.
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“ningún ciudadano debería ser tan opulento que pudiera comprar a otro, y
ninguno tan pobre que se viera obligado a venderse”.
Pero también podemos pensar sobre bases no morales sino puramente
positivas que la democracia, por la vía de la igualdad política, debe conducir a
la igualdad económica. En realidad, en algún momento la igualdad política y la
económica llegaron a estar conectadas por un silogismo: el sufragio universal,
combinado con el gobierno de la mayoría, concede el poder político a la
mayoría. Y como la mayoría es siempre pobre, confiscará las riquezas.
Posiblemente ese silogismo fue enunciado por primera vez por Henry Ireton en
el debate sobre la franquicia en Putney en 1647: “Así [el sufragio masculino
universal] puede llegar a destruir la propiedad. Es posible que se elijan
hombres, por lo menos la mayor parte de ellos, que no tengan ningún interés
local o permanente. ¿Por qué entonces esos hombres no votarían en contra de
toda propiedad?” (cit. en Sharp 1998, p. 113-114). Le hizo eco un polemista
conservador francés, J. Mallet du Pan, quien en 1796 insistía en que la
igualdad legal debe conducir a la igualdad de riqueza: “¿Quieren una república
de iguales entre las desigualdades que los servicios públicos, las herencias, los
matrimonios, la industria y el comercio han introducido en la sociedad?
Tendrán que eliminar la propiedad” (cit. en Palmer 1964, p. 230).
Nótese que, a pesar de que con frecuencia se le cita mal –y de eso yo
también soy culpable— 13 Madison (The Federalist núm. 10) creía que esa
consecuencia era aplicable a las democracias directas, pero no a las
representativas. Tras identificar la “democracia pura” como un sistema de
gobierno directo, Madison continuaba diciendo que “tales Democracias nunca
han sido espectáculos de turbulencia y contención; nunca han sido halladas
incompatibles con la seguridad personal o el derecho de propiedad, y en
general su vida ha sido tan breve como violenta su muerte” (subrayado mío).
Sin embargo “una república, y con esto quiero decir un gobierno en que
funciona el esquema de representación, abre una perspectiva diferente y
13El error consistía en eliminar el “tales” de la cita que sigue. V., por ejemplo, Hanson (1985, p. 57), o
Przeworski y Limongi (1993, p. 51-69).
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promete la cura que hemos estado buscando”. Sin embargo algunas décadas
más tarde no se mostraba tan optimista: “no es posible disimular el peligro
para quienes tienen propiedades, si no tienen defensa contra una mayoría sin
propiedades. Los grupos de hombres no son menos arrastrados por el interés
que los individuos… De ahí la carga de los derechos de propiedad…”14
Desde que fue acuñado, ese silogismo pasó a dominar los temores y las
esperanzas ligados a la democracia. Los conservadores concuerdan con los
socialistas15 en que la democracia, y específicamente el sufragio universal,
necesariamente deben minar la propiedad. La naturaleza interesada de los
retorcidos argumentos utilizados para restringir el voto a los propietarios se
hizo evidente: el sufragio era peligroso porque amenazaría a la propiedad. El
filósofo escocés James Mckintosh predijo en 1818 que “si las clases laboriosas
obtienen el voto, la consecuencia necesaria deberá ser una animosidad
permanente entre la opinión y la propiedad” (Collini, Winch y Burrow 1983, p.
98). David Ricardo estaba dispuesto a extender el voto sólo a “la parte de ellos
que no se puede suponer que tenga interés en anular el derecho a la
propiedad” (Collini, Winch y Burrow 1983, p. 107), Thomas Macaulay (1900, p.
263) en su discurso de 1842 sobre los cartistas resumía vívidamente el peligro
representado por el sufragio universal:
La esencia de la Carta es el sufragio universal. Si se niega eso, no
importa mucho qué otra cosa se concede. Si se concede eso, no importa
en absoluto qué otra cosa se niega. Si se concede eso, el país está
perdido… Mi firme convicción es que, en nuestro país, el sufragio
universal es incompatible, no sólo con tal o cual forma de gobierno, y
con todo aquello para lo cual el gobierno existe: es incompatible con lapropiedad, y en consecuencia es incompatible con la civilización.
14Nota escrita en algún momento entre 1821 y 1829, en Ketcham (1986, p. 152).
15Según Rosanvallon (2004), esta palabra en particular apareció en Francia en 1834.
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Nueve años más tarde, desde el otro extremo del espectro político, Karl
Marx (1952, p. 62) expresó la misma convicción de que la propiedad privada y
el sufragio universal son incompatibles:
Las clases cuya esclavitud social la constitución debe perpetuar, el
proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía, entran en posesión
de poder político a través del sufragio universal. Y a la clase cuyo viejo
poder social sanciona, la burguesía, le quita las garantías políticas de
ese poder. Obliga al dominio político de la burguesía a aceptar
condiciones democráticas, que a cada momento ponen en peligro las
bases mismas de la sociedad burguesa. A unos les exige que no siganadelante, de la emancipación política a la social; a los otros, que no
retrocedan de la restauración social a la política.
Según Marx, la democracia inevitablemente “desencadena la lucha de
clases”: los pobres utilizan la democracia para expropiar la riqueza; los ricos se
ven amenazados y subvierten la democracia “abdicando” el poder político en
favor de las fuerzas armadas permanentemente organizadas. Así, la
combinación de democracia y capitalismo es una forma intrínsecamente
inestable de organización de la sociedad, “sólo la forma política de revolución
de la sociedad burguesa, pero no su conservadora forma de vida” (1934 [1852],
p. 18), “sólo un estado de cosas espasmódico, excepcional… imposible como
forma normal de la sociedad” (1971 [1872], p. 198).
La “contradicción fundamental de la constitución republicana”
identificada por Marx no se materializaría si la posesión de propiedades seexpandía espontáneamente o si los desposeídos por alguna razón se abstenían
de utilizar sus derechos políticos para confiscar la propiedad.16 Por otra parte
16James Mill, por mencionar sólo uno, desafió a los opositores a “presentar un caso, solamente un caso,
desde la primera página de la historia hasta la última, en que el pueblo de cualquier país haya mostrado
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Maier (1975, p. 127) señala que “si el observador temía que la nivelación social
continuara hacia la proletarización, entonces el progreso de la democracia tiene
que aparecer como una tendencia alarmante. Porque eso sugeriría… que todas
las democracias deben tender en realidad hacia la democracia social. Es decir,
que el advenimiento del gobierno popular y la expansión del electorado
inevitablemente conducirán a programas para impulsar la ulterior igualación
social y la redistribución de la riqueza”. De hecho la idea de que la democracia
en terreno político debe lógicamente conducir a la igualdad social y económica
llegó a ser la piedra fundamental de la Socialdemocracia. Como observa Beitz
(1989, p. XVI), históricamente un objetivo principal de los movimientos
democráticos ha sido tratar de reparar en el plano político los efectos de las
desigualdades de la economía y la sociedad.
Los socialistas entraron a las elecciones con fines distantes. El
Congreso de La Haya de la Primera Internacional proclamó: “la organización del
proletariado en un partido político es necesaria para asegurar la victoria de la
revolución social y su objetivo último, la abolición de las clases”. El primer
programa socialista sueco especificaba que “la Socialdemocracia difiere de los
demás partidos en que aspira a transformar completamente la organización
económica de la sociedad burguesa y hacer realidad la liberación social de la
clase trabajadora…” (Tingsten 1973, p. 118-119). Hasta el más reformista de
los socialistas, Alexandre Millerand, advertía que “el que no admita la
necesaria y progresiva sustitución de la propiedad capitalista por la propiedad
social no es un socialista” (cit. en Ensor 1908, p. 51). Sin embargo en el
camino hacia esos objetivos últimos, los socialistas veían numerosas medidas
capaces de reducir las desigualdades sociales y económicas. El Parti Socialiste
Français , dirigido por Jean Jaurès, proclamó en el congreso de Tours de 1902:
“El Partido Socialista, rechazando la política de todo o nada, tiene un programade reformas cuya realización busca de inmediato”, y enumeraba cincuenta y
cuatro medidas específicas (Ensor 1908, p. 345 y sigs.). En 1897 los
socialdemócratas suecos reclamaban imposición directa, desarrollo de
hostilidad hacia las leyes generales de la propiedad, o manifestado el deseo de subvertirlas” (cit. en
Collini, Winch y Burrow 1983, p. 104).
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actividades productivas estatales y municipales, crédito público, legislación
sobre las condiciones de trabajo, seguro contra la vejez, la enfermedad y los
accidentes, así como los derechos propiamente políticos (Tingsten 1973, p.
119-120).
La cuestión que perseguía a los socialdemócratas era si, como lo
planteó en 1886 Hjalmar Branting, “la clase alta respetaría la voluntad popular
aun cuando exigiera la abolición de sus privilegios” (Tingsten 1973, p. 361).
¿Había límites a la soberanía popular, ejercida por mayorías electorales? ¿No
sería necesaria la revolución, como temía en 1905 August Bebel, “como medida
puramente defensiva, destinada a salvaguardar el ejercicio del poder
legítimamente adquirido a través del voto”? (cit. en Schorske 1955, p. 43). Y sin
embargo hay una cuestión previa que no consideraban: ¿hay algún
ordenamiento político capaz de generar igualdad económica? ¿Es posible
establecer la igualdad por medio de leyes, aun cuando la clase alta no acceda a
la abolición de sus privilegios? ¿O es que cierto grado de desigualdad
económica es inevitable aun cuando todos quieran abolirla? ¿Fracasaron los
socialdemócratas, o realizaron todo lo posible?
4.6 La democracia y la distribución del ingreso
Según Dunn (2003, p. 22) la democracia se convirtió sorpresivamente
de un programa revolucionario en un programa conservador:
El origen de la fuerza política de la idea de la democracia en esta nuevaépoca era su combinación de igualdad social formal con un orden
práctico basado en la protección y reproducción de un sistema cada vez
más dinámico de desigualdad económica… En 1750 nadie veía ni podía
haber visto la democracia como un nombre natural o una forma
institucional adecuada para la protección efectiva de la riqueza
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productiva. Pero hoy ya lo sabemos. A pesar de las probabilidades
percibidas por anticipado, eso es exactamente lo que la democracia
representativa ha demostrado a largo plazo.
¿Debemos sorprendernos nosotros también?
Mi argumento es que el pecado fue original. En la segunda mitad del
siglo XVIII la democracia era una idea revolucionaria, pero la revolución que
ofrecía era estrictamente política. Según mi lectura, en origen la democracia
era un proyecto simplemente ciego a la desigualdad económica, por muy
revolucionario que haya sido políticamente. Los argumentos de base moral
para la redistribución o la abolición de la propiedad fueron marginales y
efímeros. Además, al restringir el sufragio, las instituciones representativas
sustituyeron la aristocracia por la oligarquía.
Sin embargo es difícil entender la coexistencia del sufragio universal
con la distribución desigual de la propiedad. El silogismo según el cual los
pobres usarían su posición de mayoría para expropiar a los ricos fue casi
universalmente aceptado. Y todavía hoy lógicamente tiene sentido.
Consideremos tan sólo el juguete favorito de los economistas políticos, el
modelo de la mediana del votante (Meltzer y Richards 1981): cada individuo se
caracteriza por una dotación de trabajo o capital y todos los individuos se
pueden ordenar del más rico al más pobre. Los individuos votan sobre la tasa
de impuesto que se debe aplicar a los ingresos. Las sumas generadas por ese
impuesto se distribuyen por igual entre todos los individuos o se gastan en
bienes públicos valorados igualmente, de manera que la tasa de impuesto es lo
único que determina la extensión de la redistribución. Una vez decidida la tasa
de impuesto, los individuos maximizan las utilidades decidiendo en forma
descentralizada cuánto de sus dotaciones destinarán a la producción. El
teorema de la mediana del votante afirma que el equilibrio de la regla de la
mayoría única existe, que ese equilibrio es la elección del votante con
preferencia mediana, y que el votante con preferencia mediana es el que posee
ingresos medianos (en el sentido estadístico). Y cuando la distribución de los
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ingresos está sesgada hacia la derecha, es decir, si el ingreso mediano es
menor que el medio, como lo es en todos los países para los que existen datos,
el equilibrio de la regla de la mayoría se asocia con un alto grado de igualdad
de ingresos después de los impuestos y transferencias fiscales, atemperada
sólo por las pérdidas de peso muerto de la redistribución.
Además, la demanda de igualdad social y económica persiste. Las élites
ven la democracia en términos institucionales, pero los públicos masivos, por
lo menos en Europa oriental y en América Latina, la conciben en términos de
“igualdad social y económica”. En Chile, el 59 por ciento de los que
respondieron esperaban que la democracia atenuara las desigualdades sociales
(Alaminos 1991), mientras que en Europa oriental la proporción que asociaba
la democracia con igualdad social oscilaba entre 61 por ciento en
Checoslovaquia y 88 por ciento en Bulgaria (Bruszt y Simon 1991). La gente
espera que la democracia produzca igualdad social y económica. Por lo tanto la
coexistencia de la democracia y la desigualdad sigue siendo un misterio.
Consideremos primero algunos hechos:
(1) Si dicotomizamos los regímenes políticos en democracias y
autocracias, descubrimos que la extensión de la desigualdad, medida por la
razón de los ingresos del 20 por ciento más alto a los del 20 por ciento más
bajo de todos los que perciben ingresos, no difiere mucho entre ellos en cada
nivel de ingreso per cápita.17 Nótese que algunas democracias aparecen en
países con altos niveles de ingreso en los que no hay autocracias. La parte
inclinada hacia arriba de las democracias ricas se debe a Estados Unidos, que
es desusadamente desigual para su nivel de desarrollo.18
17Aquí las democracias son regímenes en los que hay elecciones con alguna oposición, de la base de
datos ACLP. Las autocracias son simplemente no democracias. Los datos provienen de Deininger y
Squire (1996) y cubren, con números muy variables de observaciones por país, el período posterior a
1960. No incluye a los grandes exportadores de petróleo.18
Estados Unidos es el país más desigual, en términos de ingreso real disponible, entre veinticuatro
democracias de alto ingreso estudiadas por Brantolini y Smeeding (2008, Tabla 2.1).
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acá entra la Figura 4.1, p. 74
Análisis estadísticos muestran que las estimaciones de la diferencia
promedio entre regímenes son pequeñas y no robustas.
acá entra la Tabla 4.1, p. 74
(2) Las distribuciones del ingreso parecen ser asombrosamente estables
en el tiempo. La evidencia más fuerte, aunque para un período relativamente
corto, proviene de Li, Squire y Zou (1997), que registran que alrededor del 90
por ciento de la variación total de los coeficientes Gini se explica por la
variación entre distintos países, al tiempo que son pocos los países que
muestran alguna tendencia en el tiempo. Los ingresos ganados muestran casi
ninguna variación durante el siglo XX (Piketty 2003).
(3) Los aumentos de la desigualdad parecen ser mucho más rápidos que
sus declinaciones. En particular después de 1982, ha habido algunos
aumentos de desigualdad espectaculares. En Polonia, donde bajo el
comunismo la distribución era bastante igualitaria, la razón del ingreso
mediano al medio (forma conveniente de caracterizar las distribuciones
lognormales del ingreso) era de 0,82 en 1986, mientras que en Méjico en 1989
era de 0,59. Para 1995 la misma razón en Polonia era de 0,62, casi igual a la
del muy desigual Méjico. En Estados Unidos, la desigualdad del ingreso
oscilaba alrededor de un nivel constante hasta alrededor de 1970 y después
aumentó bruscamente (Bartels 2008, p. 35). Por su parte, las series temporalesmás largas muestran que si bien en algunos países democráticos la
participación en el ingreso de los recipientes más elevados declinó, la
redistribución fue bastante limitada.19 Parecería que ningún país igualó
19Estas afirmaciones no son contradictorias: la principal razón de esa declinación fue que las guerras y
las grandes crisis económicas destruyeron grandes fortunas que no pudieron ser acumuladas de nuevo
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rápidamente los ingresos de mercado sin algún tipo de cataclismo: la
destrucción de la gran propiedad como resultado de la ocupación extranjera
(japonesa en Corea, soviética en Europa oriental), revoluciones (Unión
Soviética), guerras o emigración masiva de los pobres (Noruega, Suecia).
Como el problema es muy candente, las explicaciones abundan.20 Sólo
puedo enumerar variedades genéricas.
(1) Una clase de explicaciones sostiene que por una variedad de razones
los pobres no quieren igualar la propiedad, el ingreso o siquiera las
oportunidades. Las razones de esto vienen en diversas variantes:
(1.1) Falsa conciencia debido a no comprender la distinción entre
propiedad productiva e improductiva.
(1.2) Dominio ideológico debido a que los propietarios son dueños
de los medios de comunicación (Anderson 1977).
(1.3) Divisiones entre los pobres por religión o raza (Roemer 2001,
Frank 2004).
(1.4) Los pobres tienen expectativas de hacerse ricos (Bernabou y
Ok 2001).
(1.5) Mala información sobre los efectos de políticas particulares
incluso entre las personas que defienden normas igualitarias (Bartels
2008).
(1.6) Creencia de que la desigualdad es justa porque es
consecuencia de los esfuerzos antes que de la suerte (Piketty 1995).
(2) Otra variedad de explicaciones afirma que aun cuando una mayoría
apoye normas igualitarias, los derechos políticos formales son ineficaces contra
la propiedad privada. Aquí de nuevo hay algunas distinciones importantes:
debido al impuesto a la renta progresivo. Por la dinámica a largo plazo de la parte de los ingresos más
altos, v. los artículos en Atkinson y Piketty (2007).20
Varias de esas explicaciones aparecen en el libro de Bartel (2008), donde sin embargo la historia es
mucho más compleja y matizada de lo que esta esquemática lista puede sugerir.
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(2.1) Los ricos ocupan posiciones de poder político, que utilizan
para defenderse con éxito de la redistribución (Miliband 1970, Lindblom
1977). La “élite del poder” coincide con la élite económica.
(2.2) Independientemente de su composición de clase, los
gobiernos de todos los colores partidarios deben anticipar el
intercambio entre redistribución y crecimiento. Redistribuir propiedad
productiva o incluso ingresos es costoso para los pobres. Enfrentados a
la perspectiva de perder su propiedad o no poder gozar de sus frutos,
los propietarios ahorran e invierten menos, reduciendo así la riqueza
futura y los futuros ingresos de todos. Esa “dependencia estructural del
capital” impone un límite a la redistribución aun para los gobiernos que
quieren igualar los ingresos (Przeworski y Wallerstein 1988).
Ninguna de estas explicaciones sale incólume cuando se presentan la
evidencia y los argumentos en contra. Personalmente, no me convence la
afirmación de que los pobres no quieren vivir mejor, ni siquiera a expensas de
los ricos. Por otra parte, la relación entre redistribución y crecimiento es
teóricamente discutible y la evidencia empírica es inconcluyente (Banerjee y
Dufflo 2003). Hay formas de redistribución –las que adoptan la forma de
subsidios a la educación o a la inversión por quienes tienen crédito limitado—
que obviamente fomentan el crecimiento. Sin embargo una pura redistribución
del consumo podría retardar el crecimiento.
Pero toda esta forma de pensar choca con el incómodo hecho de que
muchos gobiernos han sido elegidos con el apoyo de los pobres, han querido
igualar el ingreso y han tratado de hacerlo. Por lo tanto, en la medida en que
fracasaron, debe haber sido por razones distintas de no querer o no tratar.
Como ahora nos estamos acercando a los límites de la democracia, es precisodesarrollar esta argumentación con cierto cuidado.
Nótese ante todo que hay distintas maneras de igualar ingresos. Una es
gravar los ingresos del mercado y o bien financiar el consumo de los pobres o
gastar lo recaudado en bienes de consumo público valorados igualmente por
todos. Esto es lo que hacen muchos gobiernos, en diversos grados: la
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redistribución es más extensa bajo gobiernos de izquierda (por referencias y
análisis v. Beramendi y Anderson 2008). La redistribución por la vía de
impuestos y transferencias (“el fisco”), sin embargo, no reduce la subyacente
desigualdad de la capacidad de ganar ingresos. Financia el consumo privado o
público con escaso efecto sobre el potencial para ganar ingresos. Por lo tanto,
esa forma de redistribución debe ser emprendida una y otra vez, año tras año,
sólo para aliviar la desigualdad de los ingresos ganados. Y como es costosa,
tanto en términos de incentivos como en los meros gastos administrativos, es
una solución no permanente sino urgente.
El segundo mecanismo es a través de una igualación de los potenciales
para ganar ingresos. Como los ingresos son generados por esfuerzos aplicados
a recursos productivos –ya sea tierra, capital físico, educación o destrezas—
para igualar las capacidades de ganar ingresos debeos pensar en términos de
la distribución de esos ingresos.
¿Pero cuáles son los recursos que pueden igualarse en las sociedades
modernas? Cuando surgió por primera vez la idea de propiedades iguales,
recursos productivos significaba tierra. La tierra es relativamente fácil de
redistribuir: basta con quitársela a unos y dársela a otros. Por lo tanto las
reformas agrarias han sido frecuentes en la historia del mundo: sólo entre
1946 y 2000 hubo por lo menos 175 reformar agrarias con redistribución. Sin
embargo hoy la distribución de tierras tiene un papel relativamente menor en
la generación de la desigualdad de ingresos. En cambio, otros recursos
productivos se resisten a una operación tan sencilla.
(1)Los comunistas redistribuyeron capital industrial colocándolo en
manos del estado y prometiendo que los beneficios que no se invirtieran serían
distribuidos entre las familias por igual. Ese sistema generó un gradoconsiderable de igualdad, pero por razones en las que no hace falta entrar aquí
resultó ser dinámicamente ineficiente: inhibía la innovación y el progreso
técnico.
(2) Alternativamente, se pueden redistribuir títulos de propiedad en
forma de acciones. Pero esa forma de redistribución tiene sus propios
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problemas. Uno, que mostró la experiencia checa de privatización, es que
pueden ser y probablemente serán rápidamente reconcentrados. En general,
las personas que son más pobres se los venden a las más ricas. Otro problema
es que la dispersión de la propiedad reduce los incentivos de los accionistas
para monitorear a los administradores. Se han propuesto varias soluciones a
esos problemas, pero ninguna parece ser muy eficaz.
(3) Muchos países igualan el capital humano invirtiendo en educación.
Pero las personas en contacto con el mismo sistema educativo adquieren
diferentes capacidades de ganar ingresos en función de sus distintos
antecedentes sociales y económicos. Además, como las personas nacen con
diferentes talentos y como el uso de esos talentos es socialmente beneficioso,
se deseará educar más a las personas más talentosas.
(4) Por último, es posible generar capacidades de ganar ingresos
mediante políticas que apunten estrictamente a aumentar la productividad de
los pobres (“crecimiento pro pobres”), como suavizar las limitaciones del
crédito, capacitar para destrezas específicas, subsidiar la infraestructura
necesaria, concentrarse en las enfermedades a las que los pobres son más
vulnerables, etcétera. Sin embargo esas políticas requieren un alto nivel de
competencia administrativa para diagnosticar las necesidades y dirigir las
políticas hacia los blancos específicos.
Así, igualar los recursos productivos parece ser difícil por razones
puramente tecnológicas, no sólo políticas o económicas.
Finalmente, aun si se igualaran los recursos productivos, la igualdad
perfecta no puede sostenerse en una economía de mercado. Montesquieu
(1995, p. 151-155), al preguntar “¿Cómo las leyes establecen la igualdad en
una democracia?” –título del capital 5 del Libro 5— toma como punto de
partida la igualdad de tierra. Y continúa:
Si el legislador, cuando hace esa división, no dicta leyes para
mantenerla, hace solamente una constitución transitoria; la
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desigualdad entrará por el costado que las leyes no defienden, y la
república estará perdida. Por lo tanto, aun cuando la igualdad real será
el alma del estado, es tan difícil de establecer que un rigor extremo en
este aspecto no siempre es conveniente. Es suficiente, continúa, con
reducir las diferencias hasta cierto punto, después de lo cual
corresponderá a leyes particulares igualar, por así decirlo, las
desigualdades, mediante los gravámenes que imponen a los ricos y la
ayuda que conceden a los pobres.
Recuérdese que Babeuf creía que la redistribución de la propiedad no
resolvería el problema de la desigualdad, “puesto que ninguna división igualdurará nunca”. Supongamos que se han igualado los recursos productivos. Sin
embargo, los individuos tienen capacidades diferentes, imposibles de observar,
para convertir los recursos productivos en ingresos. Además, están sujetos a
las vicisitudes de la suerte. Supongamos que diferentes individuos (o proyectos
emprendidos por ellos) tienen tasas de retorno ligeramente diferentes: algunos
pierden a razón de -0,02 por año y otros ganan a razón de 0,02. Después de
veinticinco años, el individuo que genera un retorno del 2 por ciento será 2.7
veces más rico que el individuo que pierde 2 por ciento al año, y después de
cincuenta años (digamos de los 18 a los 68 años de edad) ese múltiplo será de
7.4.21 Por lo tanto, aunque se igualaran los recursos productivos la
desigualdad volvería a infiltrarse.
El tema –que examinaremos en el próximo capítulo— es hasta qué
punto las opciones redistributivas están rígidamente limitadas porque la lógica
de la competencia electoral obliga a los partidos a ofrecer y seguir políticas
similares, y hasta qué punto es poco lo que los gobiernos pueden hacer. Estacuestión es importante porque afecta nuestro juicio sobre la democracia.
Supongamos que fuera posible reducir la desigualdad económica por debajo de
21El supuesto de que las tasas de retorno anuales están correlacionadas para cada individuo a lo largo
del tiempo refleja el hecho de que las personas difieren en rasgos no observados que afectan su
capacidad de utilizar los recursos productivos.
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los niveles existentes en democracias desarrolladas sin disminuir los ingresos
futuros, y que no se está reduciendo debido únicamente a los rasgos
institucionales de la democracia, cualquiera que sea nuestra opinión sobre
ellos. Evidentemente, el juicio sobre ese intercambio (trade-off ) dependerá de
otros valores a los que tendríamos que renunciar si optamos por la igualdad.
Pero no existe tal intercambio. Simplemente, cierto grado de desigualdad
económica es inevitable. La democracia es impotente contra él, pero lo mismo
sucede con cualquier otro ordenamiento político concebible. Piénsese en el
Brasil: en los últimos dos siglos ha sido una colonia, una monarquía
independiente, una república oligárquica, una dictadura militar populista, una
democracia con una presidencia débil, una dictadura militar de derecha y una
democracia con una presidencia fuerte. Y sin embargo, hasta donde sabemos,la desigualdad permaneció igual. Hasta los comunistas, que querían uravnit
(igualar) todo, y que efectivamente igualaron recursos en forma de propiedad
pública, tuvieron que tolerar la desigualdad que surge de los talentos y las
motivaciones diferentes. La búsqueda de igualdad tiene sus límites.
Esto no quiere decir que no debamos hacer nada. A menos que los
gobiernos la combatan continuamente, a menos que mantengan un papel
activo en la protección de los pobres y la transferencia de recursos productivos
a los que tienen menos capacidad de ganar ingresos, la desigualdad tiende a
aumentar. Como ha demostrado el experimento neoliberal, cuando los
gobiernos dejan de desempeñar ese papel el aumento de la desigualdad puede
ser muy rápido. Además, en varias democracias la magnitud de la desigualdad
económica es simplemente aterradora. Entre las democracias contemporáneas,
la razón del 20 por ciento más alto al 20 por ciento bajo, que es probablemente
la medida más intuitiva de la desigualdad, va de menos de 6 en Finlandia,
Bélgica, España y Corea del Sur a alrededor del 33 por ciento en Brasil y Perú.Aun la razón de 6 es demasiado grande: significa que en un país con un
ingreso per cápita de 15 000 dólares (más o menos el promedio para esos
países en 2002, en dólares PPP de 1995), un miembro del 20 por ciento más
alto tiene un ingreso de 27 000 dólares, mientras que un miembro del 20 por
ciento más bajo recibe 4 500. La mayoría de los que respondieron a la encuesta
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en España y Corea del Sur pensaban que esa desigualdad era excesiva. Sin
embargo la diferencia entre muchas democracias latinoamericanas y las
europeas, más igualitarias, es enorme. Es verdad que la democracia encuentra
límites, pero hay muchas democracias que están muy lejos de esos límites.
4.5 Cerrando el círculo
La democracia es un mecanismo que trata a todos los participantes
igual. Pero cuando individuos desiguales son tratados igual, su influencia en
las decisiones colectivas es desigual. Imaginemos un partido de básquetbol.
Hay dos equipos, reglas perfectamente universalistas y un juez imparcial para
administrarlas. Pero un equipo está formado por jugadores de 1,90 de estatura
y el otro por hombres que apenas pasan de 1,50. El resultado del partido está
determinado de antemano. Las reglas del juego tratan a todos los jugadores
igual, pero eso sólo significa que el resultado del juego depende de los recursos
que cada uno lleve a la cancha.
En una penetrante crítica de los “derechos burgueses”, Marx (1844)
caracteriza como sigue esa dualidad entre reglas universalistas y recursos
desiguales:
El estado, a su manera, anula las distinciones de nacimiento, rango
social, educación, ocupación, cuando declara que el nacimiento, el
rango social, la educación y la ocupación no son distinciones políticas,
cuando proclama, sin considerar esas distinciones, que todos losmiembros de la nación participan por igual en la soberanía nacional…
Sin embargo el estado permite que la propiedad privada, la educación y
la ocupación actúen a su manera, es decir como propiedad privada,
como educación, como ocupación, y ejerzan la influencia de su
particular naturaleza.
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De entonces acá, la misma dualidad ha sido diagnosticada
reiteradamente. El presidente del Comité de Borrador de la Constitución de la
India de 1950, B. R. Ambedkar (cit. en Guha 2008, p. 133), veía a la futura
república india entrando en una “vida de contradicciones”:
En la política reconoceremos el principio de un voto por cada hombre y
un valor por cada voto. En nuestra vida social y económica, en razón de
nuestra estructura social y económica, continuaremos negando el
principio de un valor por cada hombre. ¿Hasta cuándo seguiremos
viviendo esa vida de contradicciones? ¿Hasta cuándo continuaremos
negando la igualdad en nuestra vida social y económica? Si
continuamos negándola por mucho tiempo, lo haremos al precio de
poner en peligro nuestra democracia política.
¿Cómo es que la desigualdad socioeconómica se transforma en
desigualdad política? ¿No es posible mitigar el impacto de la desigualdad
socioeconómica mediante medidas regulatorias o la organización política de los
pobres?
Lamentablemente, sabemos muy poco del papel de los recursos no
políticos –y me concentro estrictamente en el dinero— en la conformación de
los resultados políticos. Una conclusión general de encuestas realizadas en
veintidós países por el National Democratic Institute for International Affairs
(Bryam y Baer 2005, p. 3) es que “Muy poco es lo que se sabe sobre los detalles
del dinero en los partidos políticos o en las campañas. Los patrones de
financiamiento de los partidos políticos son extremadamente opacos…” En
gran parte esa falta de conocimiento se debe a la naturaleza misma del
fenómeno: legalmente o no, el dinero se infiltra en la política en formas que
quieren ser opacas. Además, los mecanismos por los cuales los recursos
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financieros afectan políticas concretas son difíciles de identificar aún cuando
se dispone de la información.
Esquemáticamente, se podría pensar que el dinero sesga los resultados
del proceso democrático si (1) los pobres tienen menos probabilidades de votar,
(2) las contribuciones políticas afectan las plataformas que proponen los
partidos, (3) los fondos de campaña afectan decisiones burocráticas o
judiciales, (4) las contribuciones políticas afectan el proceso legislativo, (5) en
decisiones burocráticas o judiciales influye el soborno. Consideremos esos
canales por separado.
Fuera de Estados Unidos, las diferencias de clase –ingreso o
educación— en la asistencia electoral son pequeñas. Calculando con los datosque presenta Anduiza (1999, p. 102) para catorce países del oeste de Europa,
vemos que la diferencia promedio entre la asistencia del 25 por ciento de
ingresos más altos y el 25 por ciento con los más bajos es de apenas 6 por
ciento. La diferencia más grande, en Francia, era del 16,4 por ciento. De
acuerdo con el análisis de Norris (2002, p. 93-94) de datos de veintidós países,
la diferencia en asistencia entre el 20 por ciento más alto y el 20 por ciento
más bajo era de 9,6, pero su muestra incluye a Estados Unidos. Los datos de
Norris (2004, p. 174) agrupan datos de treinta y un países, de nuevo
incluyendo a Estados Unidos, y allí la diferencia es del 8 por ciento. Pasando
de Europa y sus vástagos más ricos a los países más pobres, de nuevo
encontramos que el ingreso no tiene mayor impacto en la asistencia. Yadav
(2002) observaba que en la India los miembros de las castas reconocidas y de
las tribus registradas tenían tasas de asistencia más elevadas que la gente más
acomodada durante la década de 1990; hallazgo que confirma Krishna (2008)
para aldeas del norte del mismo país. Empleando datos de Afrobarometer para
quince países africanos, Bratton (2008) encontró que los pobres tenían
ligeramente más probabilidades de votar que los no pobres. Booth y Seligson
(2008) realizaron un estudio reuniendo los datos de seis países
centroamericanos más Méjico y Colombia y encontraron que no hay relación
entre la asistencia y el ingreso. Estados Unidos está claramente del otro lado:
según Verba, Schlozman y Brady (1995, p. 190), el 86 por ciento de los que
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tenían ingresos de 75 000 dólares o más iban a votar, pero de los que tenían
ingresos de menos de 15 000 sólo la mitad hacía otro tanto.
El impacto de la educación parece variar más entre diferentes países.
Tanto Bratton (2008) como Booth y Seligson (2008) encuentran que las
personas educadas tienen algo más de probabilidades de votar en sus
respectivas regiones. Norris (2002, p. 93-94) estima que la diferencia de
asistencia entre los que terminaron el college y los que desertaron de la
secundaria es del 9,5 por ciento, mientras que su muestra de treinta y un
países en 1996 muestra una diferencia del 14 por ciento (2004, p. 175). Sin
embargo Norris destaca que la educación no tiene ningún efecto sobre la
asistencia en Europa occidental. Los datos de Anduiza (1999, p. 99) muestran
que la diferencia de asistencia entre los de educación “superior” y los de
“inferior” es de apenas 2,3 por ciento en quince países europeos, con seis
países donde la gente con menos educación acude a votar en mayor número
que los más educados. La máxima diferencia en favor de los más educados se
da en Suiza, que destaca de lejos con 19,2 por ciento. Los datos de Goodrich y
Nagler (2006) muestran que la diferencia promedio entre el 25 por ciento más
alto y el más bajo en cuanto a la educación es de 8,3 por ciento en quince
países sin incluir a Estados Unidos, con Suiza de nuevo muy lejos con 22.7 por
ciento. Pero también muestran que para Estados Unidos esa diferencia es de
39,6 por ciento.
En consecuencia, en conjunto parecería que los más pobres no votan a
tasas claramente más bajas que las de los más ricos. Es posible que sea verdad
que muchas personas muy pobres votan –a cambio de favores clientelares—
por candidatos más ricos que una vez elegidos buscan su propio interés antes
que el de quienes los votaron (Bratton 2008, Gallego 2009). Por eso la elevada
tasa de asistencia de los pobres no significa que el dinero no pese. De hecho en
veintidós países estudiados por Bryan y Baer (2005, p. 13), la mitad de los
gastos de campaña provenía de “fondos personales”, cualquiera que fuese su
procedencia, y podemos sospechar que esas contribuciones no eran
desinteresadas. Sin embargo subsiste el hecho de que fuera de Estados Unidos
la relación entre la clase y la asistencia es muy débil.
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Los efectos de las contribuciones políticas en las plataformas de los
partidos, las decisiones de voto individuales y el proceso legislativo son difíciles
de identificar. Consideremos dos posibilidades diferentes, pero no mutuamente
excluyentes. (1) Los grupos de interés particulares, “lobbies”, utilizan las
contribuciones políticas para influir en las plataformas de los partidos. Si un
grupo de interés consigue persuadir a todos los partidos grandes de que
adopten programas de su gusto, entonces no le preocupa qué partido gana y
no necesita hacer contribuciones a las campañas destinadas a influir en los
votantes. Además, si un lobby logra establecer una relación a largo plazo con
un partido, no necesita comprar votos legislativos cada vez que aparece en la
agenda un tema que afecta sus intereses. (2) Los candidatos tienen
preferencias diferentes en relación con las políticas. Los intereses particularessaben quién es quién. Contribuyen a los candidatos cuya posición los llevaría a
adoptar políticas favorables a los intereses especiales. Los fondos de campaña
compran votos. Los candidatos elegidos, mientras ocupan su cargo, apoyan las
políticas que prefieren, y así defienden los intereses de algunos intereses
especiales. (3) Los intereses especiales compran legislación al contado, es decir,
hacen contribuciones a los legisladores a cambio de sus votos sobre asuntos
determinados.
Grossman y Helpman (2001) intentan distinguir el papel del dinero en
la compra de plataformas y de votos en el contexto de Estados Unidos. En su
modelo, los partidos maximizan la posibilidad de ganar una mayoría de los
puestos, mientras que los grupos de interés especial maximizan el bienestar de
sus miembros. Nótese que los votantes vienen en dos clases: los votantes
estratégicos maximizan los beneficios esperados, mientras que los votantes
impresionables son influenciados favorablemente por la propaganda electoral.
Los intereses especiales pueden hacer contribuciones a las campañas, lospolíticos eligen políticas y los votantes votan; no necesariamente en ese orden
porque las contribuciones pueden desempeñar un papel doble: pueden ser
utilizadas al comienzo de la campaña para inducir a los partidos a anunciar
plataformas al gusto de los intereses especiales, o bien pueden ser utilizadas
después que se han anunciado las plataformas para lograr que los votantes se
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inclinen por el partido más cercano a los intereses especiales. Si hay un solo
grupo de interés, las conclusiones son que: (1) para influir en su plataforma, el
grupo contribuye a los dos partidos, dando más al partido que de antemano es
su favorito para ganar; (2.1) Si las plataformas resultantes son iguales, al
interés especial le es indiferente qué partido gana y ya no contribuye más. (2.2)
Si las plataformas resultantes difieren, el grupo contribuye fondos adicionales
para inclinar la elección en favor del que va delante. “En general”, concluyen
Grossman y Helpman (2001, p. 339), “las contribuciones sesgan el resultado
político apartándolo del interés público, influyendo en las posiciones de los
partidos y posiblemente también modificando las posibilidades de cada uno en
las elecciones”. El motivo electoral –contribuciones pensadas para inclinar las
elecciones en favor del partido cuya posición anunciada es más del gusto delinterés especial— es más débil cuando son varios los grupos de interés que
compiten por influencia, porque cada uno puede aprovechar el impulso de las
contribuciones de los demás. Por último, las plataformas reflejan las
contribuciones y se apartan del bienestar del votante promedio. Los partidos
actúan como si estuvieran maximizando un promedio ponderado de
contribuciones de campaña y de la suma del bienestar de votantes
estratégicos.
Los estudios empíricos del impacto del dinero están limitados casi
exclusivamente a Estados Unidos y generan resultados divergentes, con
frecuencia mostrando que el dinero no tiene mayores efectos (Stratman 2005).
La dificultad de esos estudios es identificar la dirección de la causalidad en dos
relaciones: (1) ¿Los partidos (los candidatos) ganan porque gastan más dinero o
tienen más dinero para gastar porque se espera que ganen? (2) ¿Los
legisladores votan en favor de intereses especiales porque reciben
contribuciones de ellos o es que reciben contribuciones porque se percibe quesus preferencias coinciden con los intereses de los intereses especiales? Por
último, sabemos que los ganadores gastan más dinero en las campañas que los
perdedores y que los legisladores tienden a votar en favor de los grupos de los
que reciben contribuciones, pero los mecanismos que generan esas
correlaciones siguen siendo opacos.
8/19/2019 Pr Ze Wor Skis Emin 2010
http://slidepdf.com/reader/full/pr-ze-wor-skis-emin-2010 41/43
Seminario de Teoría Constitucional y Filosofía Política – 2010.
Borrador de discusión – No citar ni circular, por favor.
La regulación referente a la transparencia, la financiación pública y la
financiación privada difiere mucho entre los países. Pierre, Svåsand y Widfeldt
(2000) informan que hasta 1989, la proporción de los subsidios estatales en el
total de ingresos de los partidos políticos de Europa occidental oscilaba entre el
25.1 por ciento en Austria y 84.2 por ciento en Finlandia. Según IDEA
(www.idea.int/parties/finance), de 116 países para los cuales se disponía de
esa información para 2002, setenta y cinco tenían algún tipo de regulación del
financiamiento político, mientras que cuarenta y uno no tenían ninguna.
Cincuenta y nueve países tenían provisiones para hacer públicas las
contribuciones a los partidos políticos, mientras que cincuenta y dos no las
tenían. La mayoría de los países admiten las contribuciones privadas, incluso
de quienes tienen contratos con el gobierno (ochenta y seis las permiten,veintisiete no). En cambio, en ochenta y tres países hay algún plan de
financiamiento público directo de los partidos políticos mientras que en
sesenta y uno no lo hay, y en ochenta y uno países los partidos reciben tiempo
gratuito en televisión durante las campañas electorales, y en treinta y cuatro
no. Otra fuente (http\\aceproject.org) dice que 156 países permiten la
financiación privada y veintiocho no, mientras que 106 ofrecen financiamiento
público directo, 110 indirecto y cuarenta y seis ninguno. Nótese que ninguno
de los argumentos en contra del financiamiento público –que hace a los
partidos dependientes del estado, y que provoca apatía en la movilización de
miembros— parece ser real por lo menos en el contexto de Europa occidental
Pierre, Svåsand y Widfeldt (2000).
Hasta donde sé, no hay estudios comparativos sobre el efecto de esos
regímenes regulatorios en los resultados de la política, aunque se afirma que
las financiaciones de campaña no tienen ningún papel importante en algunos
países, como por ejemplo Holanda, Dinamarca o Suecia, mientras que sí lotienen en Italia, el Reino Unido y Estados Unidos (Prat 1999). Y la regulación
no es la única manera de igualar la influencia política de grupos
económicamente desiguales. El campo de juego político parece ser más igual en
los países en que los pobres han sido organizados por partidos políticos
asociados con sindicatos poderosos.
8/19/2019 Pr Ze Wor Skis Emin 2010
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Seminario de Teoría Constitucional y Filosofía Política – 2010.
Borrador de discusión – No citar ni circular, por favor.
Los escándalos de corrupción abundan: aparecen valijas llenas de
dinero en la oficina del primer ministro, los contratos del gobierno se conceden
a empresas que tienen a ministros del gobierno como copropietarios, los tratos
amistosos son comunes, se descubre que los partidos políticos tienen cuentas
en Suiza, los gobiernos locales tienen arreglos sistemáticos de sobornos con las
grandes empresas constructoras, es una lista interminable. Además, esos
escándalos en modo alguno se limitan a los países menos desarrollados o a las
democracias jóvenes: los ejemplos dados provienen de Alemania, España,
Francia, Italia y Bélgica. Pero reducir el papel político del dinero a casos de
“corrupción” sería profundamente equívoco y políticamente erróneo.
Conceptualizada como “corrupción”, la influencia del dinero se convierte en
algo anómalo, fuera de lo normal. Se nos dice que cuando intereses especialessobornan a legisladores o gobiernos, la democracia se ha corrompido. Y
entonces no hay nada que decir cuando intereses especiales hacen
contribuciones políticas legales. Los británicos aprendieron a fines del siglo
XVIII que “influencia” no es otra cosa que un eufemismo por “corrupción”, pero
la ciencia política contemporánea ha preferido olvidar esa lección. Para existir y
participar en las elecciones, los partidos políticos necesitan dinero; como los
resultados de las elecciones son importantes para intereses privados, éstos
comprensiblemente buscan hacerse amigos de los partidos e influir en los
resultados de las elecciones: la lógica de la competencia política es inexorable.
Por último, es de importancia secundaria que los mismos actos sean legales en
algunos países e ilegales en otros; las prácticas del financiamiento político en
Estados Unidos constituirían corrupción en varias democracias. La corrupción
de la política por el dinero es un rasgo estructural de la democracia en las
sociedades económicamente desiguales.
Dada la escasez de información sistemática y las dificultades paradistinguir el papel de diferentes mecanismos de acceso al dinero en la política,
la conclusión sólo puede ser especulativa. Hasta cierto punto es posible regular
el acceso del dinero a la política, pero el dinero tiene incontables maneras de
infiltrarse en la política. La regulación puede reducir la medida en que la
desigualdad política refleja la desigualdad económica, pero no es posible
8/19/2019 Pr Ze Wor Skis Emin 2010
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