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8/19/2019 Pr Ze Wor Skis Emin 2010 http://slidepdf.com/reader/full/pr-ze-wor-skis-emin-2010 1/43 Seminario de Teoría Constitucional y Filosofía Política – 2010. Borrador de discusión – No citar ni circular, por favor. Capítulo 4 Adam Przeworski. Igualdad 4.1 Introducción Para que una comunidad se gobierne a sí misma, es necesario que todos sus miembros puedan ejercer la misma influencia en sus decisiones. Ningún individuo o grupo puede ser favorecido por alguna característica que tenga. Esta condición no es tan obvia como podría parecer. 1 Nótese ante todo que la definición de igualdad no supone el deber de participar. En cambio, sí requiere que (1) todos los miembros tengan una oportunidad efectivamente igual de participar y (2) si participan, sus preferencias tengan todas el mismo peso. Tener “oportunidad efectivamente igual” no es lo mismo que tener “derecho a”. Estoy cansado del lenguaje de los derechos: una oportunidad efectivamente igual implica no sólo derechos sino también condiciones, algunas condiciones materiales e intelectuales mínimas, “salario decente y lectura”. E incluso si todos tienen esas condiciones mínimas es posible que las condiciones individuales sean desiguales. Por lo tanto, para que la influencia política sea igual en una sociedad desigual, es necesario que la desigualad de condiciones no pueda transformarse en desigualdad de influencia. Definida de este modo, la igualdad no equivale a anonimato. 2 Anonimato significa solamente que los ciudadanos democráticos no se 1 Agradezco a Joshua Cohen por haberme impulsado a aclarar más este punto. 2 Como hemos visto, la teoría de la elección social trata igualdad y anonimato, y a veces también “simetría”, como equivalentes. May llama a esta condición “simetría” y la define como sigue: “La segunda condición es que cada individuo sea tratado igual en cuanto se refiere a su influencia en el resultado… Esta condición bien podría llamarse anonimato… Una etiqueta más común es igualdad (1952, p. 681; subrayado en el original). Rae (1969, p. 42, ft. 8) dice que anonimato e igualdad están

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Capítulo 4 – Adam Przeworski.

Igualdad

4.1 Introducción

Para que una comunidad se gobierne a sí misma, es necesario que

todos sus miembros puedan ejercer la misma influencia en sus decisiones.

Ningún individuo o grupo puede ser favorecido por alguna característica que

tenga.

Esta condición no es tan obvia como podría parecer.1 Nótese ante todo

que la definición de igualdad no supone el deber de participar. En cambio, sí

requiere que (1) todos los miembros tengan una oportunidad efectivamente

igual de participar y (2) si participan, sus preferencias tengan todas el mismo

peso. Tener “oportunidad efectivamente igual” no es lo mismo que tener

“derecho a”. Estoy cansado del lenguaje de los derechos: una oportunidad

efectivamente igual implica no sólo derechos sino también condiciones,

algunas condiciones materiales e intelectuales mínimas, “salario decente y

lectura”. E incluso si todos tienen esas condiciones mínimas es posible que las

condiciones individuales sean desiguales. Por lo tanto, para que la influencia

política sea igual en una sociedad desigual, es necesario que la desigualad de

condiciones no pueda transformarse en desigualdad de influencia.

Definida de este modo, la igualdad no equivale a anonimato.2

Anonimato significa solamente que los ciudadanos democráticos no se

1Agradezco a Joshua Cohen por haberme impulsado a aclarar más este punto.

2Como hemos visto, la teoría de la elección social trata igualdad y anonimato, y a veces también

“simetría”, como equivalentes. May llama a esta condición “simetría” y la define como sigue: “La

segunda condición es que cada individuo sea tratado igual en cuanto se refiere a su influencia en el

resultado… Esta condición bien podría llamarse anonimato… Una etiqueta más común es igualdad ”

(1952, p. 681; subrayado en el original). Rae (1969, p. 42, ft. 8) dice que anonimato e igualdad están

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distinguen en cuanto ciudadanos por ninguna característica, incluyendo las

características que los revelan como desiguales. Se puede decir “un hombre

rico” o “un hombre apuesto”, pero no un ciudadano rico o apuesto. Todas las

cualidades individuales quedan en la puerta de la política democrática; para la

calidad de ciudadano todas son irrelevantes. Pero eso significa solamente que

hay un velo sobre la desigualdad que existe en la sociedad.

Los ciudadanos democráticos no son iguales, son solamente anónimos.

A pesar de su pedigrí igualitario, la democracia no puede caracterizarse por la

igualdad, y no se caracteriza. Incluso el único sentido en el que se puede decir

que la igualdad caracteriza la democracia –igualdad ante la ley— deriva del

anonimato: la ley tiene que tratar a todos los ciudadanos igual porque los

ciudadanos son imposibles de distinguir. Además, hasta la norma del

anonimato se pasaba por alto en los primeros sistemas representativos

mediante una elaborada construcción intelectual que justificaba las

restricciones del sufragio. La argumentación sostenía que el papel de los

representantes es promover el bien de todos, pero la capacidad intelectual de

reconocer el bien común y las cualidades morales necesarias para buscarlo no

son universales. Esas características se pueden reconocer mediante el uso de

algunos indicadores, como la riqueza, la edad o el género. Por lo tanto, confiar

en esos indicadores para restringir el sufragio no viola las normas

democráticas. La lógica del argumento es inobjetable, pero los supuestos son

cuestionables y han sido cuestionados.

Ignorar las distinciones no es anularlas. La democracia fue una

revolución política, no económica. Y a pesar de las expectativas casi

universales –temores para unos y esperanzas para otros— la democracia

resultó ser compatible con grados variables, y en ocasiones grandes, de

desigualdad económica. Las democracias funcionan en sistemas económicos en

los que la mayoría de los recursos son distribuidos por mercados y los

mercados (re)generan desigualdad perpetuamente. No hay ningún sistema

“estrechamente relacionados”, y en otro artículo también se refiere a esta condición como “simetría”

(Rae 1975, p. 1271). Dahl (1989, p. 139) trata el anonimato como equivalente a la igualdad.

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político, incluyendo la democracia, capaz de generar y mantener igualdad

perfecta en el terreno socioeconómico. Sencillamente, es difícil redistribuir

ingresos. En realidad todo el lenguaje político de “redistribución” es

anacrónico, evoca los tiempos antiguos en que el activo productivo más

importante era la tierra. La tierra es divisible y puede ser explotada por

unidades familiares. Pero no hay ningún otro insumo productivo que se pueda

redistribuir con la misma facilidad. En consecuencia, es posible que haya

barreras simplemente tecnológicas a la igualdad económica. Y como ningún

sistema político es capaz de superar esas barreras, no debemos culpar a la

democracia por no lograr lo que ningún sistema de instituciones políticas

puede lograr.

Sin embargo, la desigualdad económica tiene maneras de infiltrarse en

el terreno político. Si las características que se están ignorando

diferencialmente afectan la capacidad de ejercer derechos políticos o si pesan

en forma desigual la influencia política de individuos desiguales, se está

violando la condición de igualdad política.

Estos argumentos se desarrollan a continuación.

4.2 Pedigrí: aristocracia y democracia

¿Cómo fue que la “democracia” reapareció en el horizonte histórico y

qué significaba para sus proponentes y oponentes?

Como el surgimiento de la democracia en la época moderna es el tema

del monumental tratado de Palmer (1959, 1964), aquí no hará falta más queun breve resumen. El punto principal de Palmer es que la democracia no fue

una revolución contra un sistema existente sino una reacción contra el

creciente poder de la aristocracia. Lo que minó la monarquía fue la

aristocracia: la democracia la dejó atrás siguiendo sus pasos. Palmer sostiene

que (1) para comienzos del siglo XVIII, el sistema aristocrático de gobierno

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estaba institucionalizado en asambleas de varias formas, la participación en

las cuales estaba reservada a grupos legalmente calificados (cuerpos

constituidos) que siempre incluían a la nobleza hereditaria pero en diferentes

lugares (países, regiones, principados, cantones, ciudades-repúblicas) también

a miembros del clero, categorías selectas de burgueses, y en Suecia incluso

campesinos. En todos los casos esos organismos estaban políticamente

dominados por la nobleza hereditaria. (2) En el curso de los siglos, la influencia

política de esos cuerpos basados en estamentos aumentó. (3) Al mismo tiempo,

el acceso a la nobleza, como quiera que ésta se definiese en diferentes lugares,

se fue cerrando cada vez más: la nobleza se convirtió en aristocracia. (4) El

sistema aristocrático resultante sufría por varias tensiones, notoriamente la

tensión entre el nacimiento y la competencia. (5) Un conflicto políticamentecrucial se debía a la exclusión de los privilegios de personas que poseían todas

las calificaciones para participar –riqueza, talento, porte— salvo el nacimiento.

En las palabras de Sieyès (1970 [1789], p. 29), “al pueblo se le decía

‘cualesquiera que sean tus servicios, cualesquiera que sean tus talentos,

llegarás sólo hasta aquí; no superarás a otros’.” (6) La democracia surgió como

demanda de acceso a esos cuerpos, no como un movimiento contra la

monarquía.

Por lo tanto, para fines del siglo XVIII “democracia” era un eslogan

dirigido contra el reconocimiento legal de distinciones de situación política

heredadas. Los demócratas eran los que agitaban contra los aristócratas o la

aristocracia. Como observa Dunn (2003, p. 10), “la democracia fue una

reacción, por encima de todo, no contra la monarquía, mucho menos contra la

tiranía, sino contra otra categoría social relativamente concreta, inicialmente

demasiado bien arraigada, pero ya no alineada en forma plausible con

funciones sociales, económicas, o incluso políticas o militares: la nobleza oaristocracia… Demócrata era una etiqueta en y para el combate político; y ese

combate se dirigía contra los aristócratas, o como mínimo contra la

aristocracia”. Así, en 1794 un joven inglés se describía a sí mismo como

“miembro de esa odiosa clase de hombres llamados demócratas porque

desaprobaba las distinciones hereditarias y los órdenes privilegiados de

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cualquier índole” (Palmer 1964, p. 10). “Si hiciera falta prueba ulterior de la

complexión republicana de este sistema” escribía Madison en el número 39 de

The Federalist , “la más decisiva podría hallarse en su absoluta prohibición de

los títulos de nobleza”. En Francia, la Asamblea Constituyente decidió que el

privilegio aristocrático estaba en conflicto con el principio mismo de la

soberanía popular (Fontana 1993, p. 119). La República (holandesa) de

Batavia, establecida en 1796, exigía que los votantes juraran creer que todos

los cargos y dignidades hereditarios eran ilegales. En Chile, el general

O’Higgins, primer Director del Estado, abolió en 1818 todos los signos

exteriores y visibles de la aristocracia (Collier y Sater 1996, p. 42).

Hay un enigma. Aun cuando los demócratas luchaban contra la

aristocracia, como sistema de gobierno (en el sentido original de la palabra) o

como posición social, esa lucha no necesariamente tenía que conducir a la

abolición de todas las demás distinciones: un tipo de distinción podría haber

sido sustituido por otro. El caso flagrante es el de la constitución polaca del 3

de mayo de 1791, dirigida contra los aristócratas definidos como grandes

terratenientes, magnates, bajo el lema de igualdad para la burguesía rural en

general (szlachta , que constituía alrededor del 10 por ciento de la población),3

conservando al mismo tiempo la distinción legal de la segunda. Los rasgos

sociales que podían servir de base a distinciones legales eran muchos:

propietarios y jornaleros, habitantes del burgo y campesinos, habitantes de

localidades diferentes,4 clero y fuerzas armadas,5 blancos y negros. Sin

embargo los demócratas se volvieron también contra esas distinciones: “Todos

los privilegios”, afirmaba Sieyès (1970, p. 3) “son por la naturaleza de las cosas

injustos, despreciables y contrarios al objetivo supremo de toda sociedad

política”. El enemigo dejó de ser la aristocracia para ser la distinción. Así, en el

3El lema era: “Szlachcic na zagrodzie równy wozewodzie”, que puede traducirse aproximadamente

como “Un pequeño propietario en su rancho es igual a un señor”.4

Palmer (1964) destaca el hecho de que los franceses trataron de erradicar todas las diferencias

subnacionales, mientras que los estadounidenses las reconocieron. Según Rosanvallon (2004, p. 34), la

división de Francia en departamentos se hizo con el objeto de crear una división puramente funcional,

que no hiciera referencia a ninguna realidad social, política o cultural. Por lo tanto, en Francia los

demócratas fueron centralizadores, y en Estados Unidos descentralizadores.5

Tenían una situación o “fuero” especial en la Constitución de Cádiz de 1812 y luego en varias

constituciones latinoamericanas.

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lejano Brasil, los cuatro mulatos que fueron colgados y descuartizados tras el

fracaso de la conjura republicana de Bahía en 1798 fueron acusados de

“desear las imaginarias ventajas de una república democrática en la que todos

serían iguales… sin diferencia de color o condición” (Palmer 1964, p. 513). La

Revolución francesa emancipó a protestantes y judíos y liberó esclavos, no sólo

campesinos católicos.

Rosanvallon (2004, p. 121) afirma que “El imperativo de igualdad,

necesaria para hacer de cada uno sujeto de la ley y ciudadano pleno, implica

de hecho considerar a cada hombre despojado de sus determinantes

particularistas. Todas sus diferencias y distinciones deberían colocarse a cierta

distancia…” ¿Pero de dónde provenía ese imperativo de igualdad? Pensando en

los términos de elección racional de la ciencia política moderna,

sospecharíamos que los demócratas se volvieron en contra de todas las

distinciones sociales en forma instrumental, sólo para movilizar a las masas

contra la aristocracia. Finer (1934, p. 85), por ejemplo, acusa a Montesquieu de

“yuxtaponer deliberadamente al Ciudadano con todos los poderes existentes,

tanto el rey como la aristocracia; era una antítesis conveniente, llamativa y útil:

no se podía pensar nada mejor para ganar el apoyo de todos los hombres”. Hay

algunos hechos que apoyan esa hipótesis: en Polonia Tadeusz Kościuszko hizo

promesas vagas a los campesinos para inducirlos a adherir a la insurrección

antirrusa en 1794; los miembros de la Convención francesa manifiestamente

actuaban para la galería llena de gentes ordinarias de París; Simón Bolívar hizo

llamados interraciales a fin de reclutar soldados contra España. Sin embargo

también es fácil creer que los demócratas realmente creían que todos los

hombres son iguales, como afirmaba la Declaración de Independencia, o que

todos los hombres nacen iguales como lo formulaba la Declaración de Derechos

del Hombre y del Ciudadano. La idea de la igualdad innata ciertamenteprecedió a los conflictos políticos concretos. Podía encontrarse ya en el

Segundo tratado  de Locke (1988 [1689, p. 90]), como el principio del “igual

derecho que todo hombre tiene a su Libertad Natural, sin estar sometido a la

voluntad o la autoridad de ningún otro hombre”. No tenemos una teoría de la

acción en que las personas se mueven por la lógica, hacen cosas porque no

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pueden tolerar contradicciones lógicas. Y sin embargo si estamos dispuestos a

aceptar que los seres humanos pueden ser movidos por ficciones, los

demócratas se habrían vuelto contra otras distinciones por la pura lógica de su

ideología: los aristócratas no son distintos porque todos los hombres nacen

iguales; como todos los hombres nacen iguales, no pueden ser tratados de

diferentes maneras. Abolir todas las distinciones sería entonces un resultado

lógico de la lucha contra la aristocracia.

El hecho es que los demócratas se volvieron contra todas las

distinciones. El único atributo del súbdito democrático es que en cuanto tal, no

tiene ninguno. El ciudadano democrático simplemente carece de cualidades.6

No son iguales, no son homogéneos, son simplemente anónimos. Como dijo

Rousseau (1964 [1762], p. 129), “el soberano [el pueblo unido] conoce

solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de los que lo

componen”. Como los ciudadanos son indistinguibles, no hay nada por lo cual

la ley pueda distinguirlos. El ciudadano democrático es simplemente un

individuo fuera de la sociedad.

4.3 Democracia e igualdad

A pesar de su pedigrí igualitario, la democracia no se caracteriza ni

puede caracterizarse por la igualdad. “No deberíamos dejarnos atrapar por las

palabras”, advierte Pasquino (1998, p. 149-150), “la ‘sociedad sin cualidades’

no es una sociedad de iguales, es simplemente una sociedad en la que los

privilegios no tienen estatus o reconocimiento jurídico-institucional.

Consideremos los diferentes significados en que la igualdad ha

aparecido en la ideología democrática. ¿Por qué son o serían iguales las

6Pasquino (1996, p. 31) afirma que esa concepción fue introducida por Hobbes en el contexto de las

distinciones religiosas: “A la vista de este tipo de conflicto [religioso], para Hobbes el orden político se

funda en un consenso general y se basa en una anatomía de la ciudad como una sociedad sin

cualidades”.

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personas? Podrían serlo porque Dios o la naturaleza los hizo así, porque la

sociedad los hace así, o porque la ley los hace así. La igualdad puede ser

innata o generada por transformaciones sociales espontáneas, pero también

puede ser instituida por la ley. Así, la igualdad democrática podría ser reflejo

de una igualdad preexistente en un terreno no político, o podría ser impuesta

por las leyes.

Volviendo a las Declaraciones, su punto de partida era la igualdad

innata de los seres humanos. La igualdad democrática no es sino el reflejo de

una igualdad natural. Sin embargo las implicaciones de una igualdad

preexistente no se definen. Como observaba Schmitt (1993, p. 364), “Del hecho

de que todos los hombres son hombres no se puede deducir nada específico

sobre moral ni sobre religión ni sobre política ni sobre economía”. Aun si las

personas nacieran iguales, podrían distinguirse por sus méritos y sus méritos

podrían ser reconocidos por otros. Además, para mantener el orden es

necesario que en cada momento algunas personas ejerzan autoridad sobre

otras. Como dice Kelsen (1988, p. 17) “De la idea de que todos somos iguales,

idealmente iguales, se puede deducir que nadie debería darle órdenes a otro.

Pero la experiencia enseña que si queremos seguir siendo iguales en la

realidad, es preciso por el contrario que aceptemos que nos den órdenes”.

Además, aun cuando todos los seres humanos nacen siendo

simplemente seres humanos, la sociedad genera diferencias entre ellos. De

hecho, si sus padres son desiguales ellos se vuelven desiguales desde el

momento en que nacen. Para hacerlos iguales de nuevo es necesario recurrir a

la ley. Así, Montesquieu (1995, p. 261) observaba que “en el estado de

naturaleza, nacen iguales, pero no saben cómo seguir siéndolo. La sociedad les

hace perder igualdad y no vuelven a ser iguales salvo por las leyes.”

Pero ¿debe la sociedad hacer desiguales a las personas? Rosanvallon

(1995, p. 149) documenta que cuando el término “democracia” llegó a ser

ampliamente usado en Francia después de 1814, significaba la sociedad

igualitaria moderna, no los regímenes políticos asociados con las repúblicas

clásicas griega o romana sino lo que Tocqueville llamaría igualdad de

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condiciones. La tendencia a la igualdad social era inevitable. Tomando un tema

del marqués de Argenson, Tocqueville (1961, p. 41) observaba que “el

desarrollo gradual de la igualdad de condiciones… es universal, es duradero,

escapa cada día a la intervención humana; todo acontecimiento, así como todo

hombre, fomenta su desarrollo”.7

Si las sociedades modernas deben volverse más iguales es una cuestión

compleja. Lo que importa aquí es que no todos estaban dispuestos a confiar en

la evolución espontánea de la sociedad para la generación de la igualdad

política. Robespierre pensaba que “La igualdad de riqueza es una quimera”

(cit. en Palmer 1964, p. 109). Madison (The Federalist , núm. 10) enumeraba

diferencias y gradaciones sociales de todo tipo, dando por sentado que iban a

perdurar. La mayoría de los demócratas creía, al contrario de Tocqueville, que

la ciudadanía crea la igualdad, y no que los iguales se vuelven ciudadanos.

Pasquino (1998, p. 109) resume esa creencia: “Los ciudadanos no son

simplemente iguales ante la ley, en el sentido de que la ley no le reconoce a

ninguno derechos ni privilegios especiales, sino que se vuelven iguales por la

gracia de la ley y por la ley misma”.

Los demócratas adherían a lo que Beitz (1989, p. 4) llama una

concepción simple de la igualdad política, es decir, el requisito de que las

instituciones democráticas den a los ciudadanos oportunidades

procedimentales iguales de influir en las decisiones políticas (o igual poder

sobre los resultados). Criticando esa idea, señala que la igualdad de la fuerza

abstracta que los procedimientos dan a cada participante no implica igualdad

de la influencia concreta sobre los resultados: esta última depende de la

distribución de los recursos habilitadores. La educación era un instrumento

que equiparía a las personas para ejercer sus derechos de ciudadanía. Varias

constituciones tempranas (las de las repúblicas italianas entre 1796 y 1799, la

de Cádiz de 1812) establecían sistemas de educación universal y gratuita,

aunque no obligatoria. Mientras tanto, la mayoría resolvía el problema

7En un hermoso pastiche sobre una visita de Tocqueville a Méjico, Aguilar Rivera (1999) imagina cómo

habría reaccionado a una sociedad del nuevo mundo extremadamente desigualitaria.

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es necesario que esas cualidades estén asociadas con distinciones de

nacimiento, de manera que las elecciones no son “aristocráticas” en el sentido

del siglo XVIII. Pero las elecciones son un método para seleccionar a los que

son mejores que uno y, como lo documenta ampliamente Manin, son y eran

vistas como una forma de reconocer una aristocracia natural del talento, de la

razón o de lo que sea que los votantes ven como indicador de la capacidad de

gobernar.

Además, para ser representadas las personas deben estar organizadas,

 y la organización requiere un aparato permanente, una burocracia asalariada,

una máquina de propaganda. Por eso, como lamentaba Michels (1962, p. 270),

algunos militantes se vuelven parlamentarios, burócratas partidarios, editores

de periódicos, administradores de las compañías de seguros del partido,

directores de las empresas de pompas fúnebres del partido e incluso

Parteibudiger : patrones de los bares del partido. Como escribiría muchos años

después un comunista francés desilusionado: “La clase trabajadora se pierde

administrando sus bastiones imaginarios. Camaradas distinguidos como

notables se ocupan de los basureros municipales y las cafeterías escolares ¿o

son notables disfrazados de camaradas? Ya no lo sé” (Konopnicki 1979, p. 53).

Resumiendo, la idea de que la igualdad política refleja algún estado

preexistente, ya sea en la naturaleza o en la sociedad, es insostenible tanto en

el terreno lógico como en el empírico. Lógicamente, una igualdad preexistente

en otros terrenos no implica igualdad política. Empíricamente, aun cuando

todos los seres humanos nacieran iguales, se vuelven desiguales en la

sociedad, y aun si las sociedades experimentaran una tendencia inevitable

hacia la igualdad, las desigualdades existentes eran y son suficientes para

reclamar remedios políticos. A su vez, la igualdad política instituida por la ley

es efectivamente minada por la desigualdad social. La igualdad política es

igualdad a los ojos del estado, pero no en la relación directa entre dos

personas. Por lo tanto, en ningún sentido es la igualdad la forma correcta de

caracterizar la democracia. Si los fundadores utilizaron los lenguajes de la

igualdad, fue para justificar otra cosa, que se describe mejor como ignorancia

de las distinciones sociales, anonimato.

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4.4 ¿Violan la ideología democrática las restricciones del sufragio?

Sin embargo hay un hecho que parece minar el anonimato: las

restricciones del sufragio. De hecho la Declaración francesa de 1789 calificaba

su reconocimiento de la igualdad en la frase inmediatamente siguiente: “Los

hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones

sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”. Pero aun cuando los

argumentos fueran retorcidos, los que proponían las restricciones del voto no

las presentaban como desigualitarias.

Consideremos la justificación de esas distinciones por Montesquieu

(1955, `p. 155), quien partía del principio de que “Bajo la democracia toda

desigualdad debería derivar de la naturaleza de la democracia y del principio

mismo de la democracia”. Su ejemplo era que las personas que tienen que

trabajar para vivir no están preparadas para desempeñar un cargo público o

tendrían que descuidar sus funciones. Como lo expresaban los abogados de

París la víspera de la Revolución: “Por más respeto que uno quiera mostrar por

los derechos de la humanidad en general, no se puede negar la existencia de

una clase de hombres que, en virtud de su educación y del tipo de trabajo al

que su pobreza los ha condenado, es… incapaz por el momento de participar

plenamente en los asuntos públicos” (cit. en Crook 2002, p. 13). “En esos

casos”, continuaba Montesquieu, la igualdad de los ciudadanos se puede

suspender en una democracia por el bien de la democracia. Pero lo que se

suspende es sólo la igualdad aparente…” El argumento genérico era que: (1) la

representación significa actuar en el mejor interés de todos. (2) Para

determinar el mejor interés de todos es necesaria la razón. (3) La razón tiene

determinantes sociales: no tener que trabajar para vivir (“desinterés”), o no

estar empleado o no ser de alguna manera dependiente de otros

(“independencia”). Como lo expresó un estadista chileno en 1865, para ejercer

los derechos políticos es necesario “tener la inteligencia de reconocer la verdad

 y el bien, la voluntad de quererlo y la libertad de ejecutarlo” (cit. en Maza

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Valenzuela 1995, p. 153). A su vez la afirmación de que lo que se viola es

igualdad aparente se construía en tres pasos: (1) actuar en el mejor interés

común es considerar a todos por igual, de modo que todos están igualmente

representados.8 (2) La única cualidad que se distingue es la capacidad de

reconocer y buscar el bien común. (3) A nadie se le impide buscar esa cualidad,

de manera que potencialmente el sufragio está abierto a todos.

Los últimos dos puntos son esenciales. Las distinciones legales de situación

social son válidas únicamente como indicadores de la capacidad de gobernar y

no hay barreras de ningún tipo que impidan a las personas adquirir esa

capacidad y así ser indicadas como relevantes. La Constitución polaca del 3 de

mayo de 1791 ilumina la distinción entre el régimen censitario democrático y el

régimen no democrático de las distinciones legales. En su parágrafo VI afirma

que los “diputados a los parlamentos locales… deben ser considerados como

“representantes de toda la nación ” (subrayado en el original). Pero para llegar a

ser diputado a uno de los parlamentos locales (seymiki , que a su vez elegían

diputados a la legislatura nacional o seym ) era necesario ser miembro de un

grupo legalmente definido, la burguesía rural (szlachta ). Al mismo tiempo, sólo

los miembros de la szlachta podían poseer tierras que les conferían derechos

políticos.9 Por lo tanto, ése no era un régimen censitario en el sentido definido

más arriba: (1) cerraba el acceso a la política a cualquiera que no fuese

miembro de un grupo legalmente reconocido, y (2) cerraba el acceso a la

burguesía terrateniente.

En realidad, la justificación polaca del privilegio acordado a la

burguesía rural no era la razón sino el “respeto por la memoria de nuestros

ancestros como fundadores del gobierno libre…” (Art. II). Simón Bolívar (1969,

p. 19) empleaba el mismo principio en 1819 cuando ofrecía cargos de senador

8Condorcet (1986 [1788], p. 212) llegaba incluso a afirmar que “Los propietarios tienen el mismo interés

que los no propietarios en todos los aspectos de la legislación: sólo tienen mayor interés en las leyes

civiles y las leyes relativas a los impuestos. Por lo tanto, no hay peligro en hacerlos depositarios y

conservadores de los intereses del resto de la sociedad”.9

De acuerdo con la ley sobre poblaciones del 18 de abril de 1791 todos los residentes en los burgos

debían disfrutar de todas las protecciones de la burguesía rural (sobre todo el habeas corpus, que en

Polonia databa de 1433), podían ocupar puestos públicos (salvo los obispos) y podían poseer y comprar

tierra adyacente a las ciudades, pero no podían participar en los parlamentos locales (Kowecki 1991).

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hereditarios a “los libertadores de Venezuela”, quienes “son acreedores a

ocupar siempre un alto rango en la República que les debe su existencia”. Su

celebrado discurso, conocido como el Discurso de Angostura , merece atención

porque la combinación de llamados a la razón con la aceptación de la

desigualdad pasó a ser típica de las posturas antidemocráticas en la América

española. Bolívar observaba que “los más de los hombres desconocen sus

verdaderos intereses” y sostenía que “Todo no se debe dejar al acaso y a la

ventura de las elecciones: el pueblo se engaña más fácilmente que la

naturaleza perfeccionada por el arte…” Su solución era la institución de un

Senado hereditario: los futuros senadores “Aprenderían las artes, las ciencias y

las letras que adornan el espíritu de un hombre público; desde su infancia

ellos sabrían a qué carrera la providencia los destinaba, y desde muy tiernoselevarían su alma a la dignidad que los espera…” Y todavía se atrevía a afirmar

que “De ningún modo sería una violación de la igualdad política la creación de

un Senado hereditario”.10

En cambio, aun cuando la reforma del sufragio de 1832 en Inglaterra restringía

el derecho al voto mediante criterios de ingreso, Seymour (1915) estaba en lo

cierto al destacar que la consecuencia fundamental de la reforma fue abrir a

todos la posibilidad de adquirir derechos políticos reuniendo dinero. Es fama

que Guizot replicaba a las objeciones al criterio de la riqueza diciendo

“¡Enriquécete!” (cit. en Crook 2002, p. 32). Según el argumento en favor del

suffrage censitaire , la desigualdad política se justificaba por la desigualdad de

las condiciones sociales, pero no había ninguna ley que prohibiera el ascenso

social. Por lo tanto se podía sostener que la desigualdad política no violaba la

norma de universalismo.

Las restricciones de los derechos políticos basadas en la religión

también se revestían de un lenguaje universalista, pero no apelaban a la razón

sino a los valores comunes. De Rousseau y Kant a J. S. Mill, todos creían que

una politéia , un cuerpo político, sólo podía funcionar si se basaba en intereses,

10Lo digo así porque los motivos de Bolívar me parecen sospechosos: estaba tratando de ablandar a los

futuros senadores para que le concedieran la presidencia hereditaria.

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normas o valores comunes. En América Latina el cemento que debía mantener

unidas a las sociedades era el catolicismo: de las 103 constituciones

latinoamericanas estudiadas por Loveman (1993, p. 371), ochenta y tres

proclamaban el catolicismo como religión oficial y cincuenta y cinco prohibían

el culto de otras religiones. Muchos de los argumentos en favor de restringir el

voto a los católicos se dirigían abiertamente contra el principio de soberanía

popular –el pueblo no debe cambiar lo que existe por voluntad de Dios—, pero

también los había pragmáticos. Por ejemplo, en 1853 el pensador mejicano

Lucas Alamán sostenía que “la religión católica merece ser apoyada por el

estado, aun cuando no la consideremos divina, porque constituye el único lazo

común que conecta a todos los mexicanos, cuando todos los demás se han

roto” (cit. en Gargarella 2005, p. 93, que ofrece otros ejemplos).

El problema más difícil es el de las restricciones al sufragio de las

mujeres. Los primeros defensores del sufragio femenino observaban que la

razón no se distribuye por líneas de género, pero el principal argumento en

contra de conceder a las mujeres el derecho a votar era que ellas, igual que los

niños, no tenían voluntad propia. Las mujeres ya estaban representadas por

los varones de su casa y sus intereses debían ser representados a través de

una conexión no electoral, sino tutelar. Por lo tanto el criterio justificativo no

era el género sino la dependencia. En realidad esa justificación se derrumbó en

Inglaterra en la década de 1880 cuando un estudio descubrió que casi la mitad

de las mujeres vivían en hogares donde no había ningún hombre, y en adelante

sólo el puro prejuicio retrasó la extensión del sufragio a las mujeres.

Pero ¿por qué las mujeres no eran independientes del mismo modo que

lo eran los hombres? Si las mujeres no podían tener propiedades estaban

legalmente impedidas de calificar para el sufragio, de manera que eso violaría

la ideología democrática. Pero donde sí podían tener y tenían propiedades a su

propio nombre ¿por qué el hecho de tener propiedades no era un indicador

suficiente? Condorcet (1986 [1785], p. 293), que defendía las calificaciones

relativas a la propiedad, pensaba que debía serlo: “las razones por las que se

cree que ellas [las mujeres] deberían estar excluidas de la función pública,

razones que sin embargo son fáciles de destruir, no pueden ser motivo para

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privarlas de un derecho que sería tan sencillo de ejercer [votando], y que los

hombres tienen no por su género, sino por su cualidad de ser razonables y

sensatos, que tienen en común con las mujeres”. Y las sufragistas chilenas

afirmaban que “Esposas y madres, viudas e hijas, todas tenemos tiempo y

dinero para dedicar a la felicidad de Chile” (cit. en Maza Valenzuela 1995, p.

156).

Como este es un problema acerca del cual es fácil caer en

anacronismos, permítaseme procesarlo a través de un ejemplo. Supongamos

que es en el mejor interés de todas y cada una de las personas evacuar una

población costera si hay un huracán inminente y no evacuarla si el peligro es

remoto. La decisión correcta es buena para todos: todos los hombres, las

mujeres y los niños. La decisión correcta sólo puede ser alcanzada por las

personas capaces de interpretar los pronósticos del tiempo. Esto excluye a los

niños, de manera que la decisión deberá ser tomada por los padres en el mejor

interés de los niños. Sospecho que –con algunas discusiones acerca de dónde

trazar la línea divisoria— la mayoría de las personas hoy aceptaría este

razonamiento: todas las constituciones contemporáneas lo aceptan. ¿Pero por

qué en la toma de esa decisión deben participar sólo los hombres? Si la razón

es que las mujeres tienen prohibido tomar cursos de meteorología en la

escuela, estamos de vuelta en Polonia en 1791. Pero supongamos que sí toman

tales cursos. Ahora el argumento sería que aun si tuviesen la misma capacidad

de ejercer la razón, las mujeres siempre seguirían las opiniones de sus

protectores masculinos, independientemente de las propias. Esto entonces es

otra suposición sociológica, igual que las que vinculaban la razón con la

propiedad, el ingreso o la educación.

Ahora bien, Schumpeter (1942, p. 244) afirmó que si se acepta

cualquier distinción, entonces se acepta también el principio de hacer tales

distinciones: “El punto más notable es que, dadas las opiniones apropiadas

sobre este asunto y otros por el estilo, las descalificaciones basadas en la

posición económica, la religión y el sexo entrarán en la misma clase que otras

descalificaciones que todos consideramos compatibles con la democracia”. Sin

embargo cada distinción se basa en una suposición específica –por ejemplo,

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que los chicos de 12 años no están preparados para votar— que se vincula con

la capacidad de ejercitar la razón. Hoy rechazaríamos y rechazamos la mayoría

de esas suposiciones, aunque no las que se basan en la edad o la salud mental

legalmente garantizada. Además, algunas de esas suposiciones encubrían muy

mal intereses particulares que eran su único impulso.

Para decirlo en forma analítica, la desigualdad no viola el autogobierno

si (1) las preferencias de los excluidos son idénticas a las de los que tienen

derecho a influir en las decisiones colectivas, y (2) los que son elegidos para

decidir están claramente calificados para hacerlo. Las teorías de la

representación difieren en si consideran como aporte a las decisiones colectivas

las preferencias reales o las ideales, estando estas últimas limitadas por

algunos requisitos normativos, como que incluyan preocupación por los

demás, o que consideren el bien común, etcétera.11 Obviamente, esta distinción

desaparece si todas las personas tienen naturalmente tales preferencias

ideales. Si no es así, se hace recaer sobre las instituciones la carga ya sea de

promover esas preferencias educando a los ciudadanos –tema común de

Montesquieu a Mill— o bien de tratar esas preferencias de alguna manera

privilegiada, restringiendo el sufragio o atribuyendo peso a los votos. Como

observa Beitz (1989, p. 35), esta última solución –defendida por Mill en 1857— 

no es injusta si los que no tienen esas preferencias ideales ni las condiciones

necesarias para desarrollar esas preferencias están dispuestos a aceptarla.

Además ese sistema, aunque inegualitario, se puede justificar en términos

universalistas si todos pueden adquirir esas preferencias o las condiciones

para adquirirlas.

Como quiera que pensemos de esta lógica, el resultado final fue que el

nacimiento fue reemplazado por la riqueza, la aristocracia por la oligarquía.

 Todavía unos pocos elegidos iban a gobernar en el mejor interés de todos. La

sociedad se dividiría en “los ricos, los pocos, los gobernantes, y los pobres, los

muchos, los gobernados”: un representante de Connecticut consideró que era

muy apropiado (cit. en Dunn 2004, p. 23). El autor del borrador de la

11Por un tratamiento reciente de esta distinción, v. Ferejohn (1995) y Sunstein (1995).

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Constitución francesa de 1795, Boissy d’Anglas, declaró que “Debemos ser

gobernados por los mejores… un país gobernado por propietarios está dentro

del orden social, el que está dominado por no propietarios está en estado de

naturaleza” (cit. en Crook 2002, p. 46).A mediados del siglo XIX en Colombia el

consenso era que “Queremos una democracia ilustrada, una democracia en la

que la inteligencia y la propiedad dirijan el destino del pueblo: no queremos

una democracia bárbara en la que el proletarianismo y la ignorancia ahoguen

las semillas de la felicidad y lleven a la sociedad a la confusión y el desorden”

(Gutiérrez Sanin 2003, p. 185). El derecho de hacer leyes pertenece a los más

inteligentes, a la aristocracia del conocimiento, creada por la naturaleza,

declaraba en 1846 un constitucionalista peruano, Bartolomé Herrera

(Sobrevilla 2002, p. 196); el teórico peruano José María Pando sostuvo que“una aristocracia perpetua... es una necesidad imperativa”; el venezolano

Andrés Bello quería que los gobernantes constituyeran un “cuerpo de sabios”,

mientras que el escritor conservador español Donoso Cortés yuxtaponía la

soberanía de los sabios a la soberanía del pueblo (Gargarella 2005, p. 120).

 Todavía en 1867, Walter Bagehot (1963, p. 277) advertía que

Es preciso recordar que una combinación política de las clases más

bajas, como tales y para sus propios fines, es un mal de la primera

magnitud; que una combinación permanente de ellas (ahora que

muchas de ellas tienen el sufragio) las haría supremas en el país; y que

su supremacía, en el estado en que hoy están, significa la supremacía

de la ignorancia sobre la instrucción y del número sobre el

conocimiento.

En los mismos términos se presentaban las justificaciones del

colonialismo. Desde las primeras conquistas españolas, la dominación colonial

se justificaba con la afirmación de que los pueblos incivilizados necesitaban

“por su propia naturaleza y en su propio interés, ser colocados bajo la

autoridad de príncipes o naciones civilizados y virtuosos” (Juan Ginés de

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Sepúlveda, cit. en Young 1994, p. 59). Hasta Cecil Rhodes declaró que el

colonialismo servía a intereses universales: “Cuanto más del mundo

habitemos, mejor será para la raza humana” (cit. en Young 1994, p. 89).

 Tal vez no fuese un círculo completo, pero era un círculo. Y dejaba un

legado que dio origen a conflictos en muchos países duraron más de cien años.

Las nuevas distinciones pronto fueron percibidas como pruebas de que la

democracia no cumplía sus propios ideales. Ni los pobres ni las mujeres creían

que los hombres con propiedades representasen sus mejores intereses: iban a

luchar por el sufragio, y el sufragio era un arma peligrosa.

4.5 Democracia y propiedad

En una sociedad que es desigual, la igualdad política, si es efectiva,

abre la posibilidad de que la mayoría iguale la propiedad o los beneficios de su

uso, por ley. Es éste un tema central en la historia de la democracia, tan vivo y

polémico hoy como el día que se inventó el gobierno representativo. Porque a

diferencia de la libertad o la felicidad, la propiedad, el tipo de propiedad que se

puede usar para generar ingresos, siempre ha sido y sigue siendo de una

minoría, y por eso el derecho a la propiedad tiene que chocar con el interés de

las mayorías. De ahí una tensión entre la democracia y la propiedad que era

previsible y fue prevista.

Para esbozar la historia de esa tensión debemos empezar por los

Levellers o “Niveladores”, que según Wootton (1993, p. 71) fueron los primeros

demócratas que pensaron en términos de gobierno representativo dentro de un

estado nacional. Aun cuando ellos lo negaron reiteradamente y con

vehemencia, sus opositores temían que los Levellers quisieran hacer a todo el

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mundo igual a través de una redistribución de la tierra.12 En las palabras de

Harrington (1977, p. 460): “Por ‘nivelar’, los que usan la palabra parecen

entender: cuando un pueblo sublevándose invade las tierras y los patrimonios

de los más ricos, y los divide por igual entre todos”. Algunos de ellos –los que

se llamaban a sí mismos True Levellers  [Verdaderos Niveladores] o Diggers 

[Excavadores] — realmente establecieron una comunidad en tierras comunes.

La demanda de igualdad económica apareció durante la Revolución

francesa en el “Manifiesto de los plebeyos” de Babeuf de 1795. Hasta ahí, si

bien el gobierno revolucionario confiscó tierras de la Iglesia y de nobles

emigrados, esas tierras no fueron redistribuidas entre campesinos sino

vendidas a burgueses ricos (Fontana 1993, p. 122). Babeuf no quería igualar la

propiedad, sino eliminarla: “No proponemos dividir las propiedades, porque

ninguna división igualitaria duraría. Proponemos abolir por completo la

propiedad privada.” Afirmando que los estómagos son todos iguales, Babeuf

quería que cada uno colocara sus productos en un fondo común y recibiera de

él una porción igual. Por lo tanto, nadie podría aprovecharse de su mayor

riqueza o habilidad. Fundamentaba su programa comunista con el principio de

le bonheur commun , que debería conducir a “la communauté , comodidad para

todos, educación para todos, igualdad, libertad y felicidad para todos” (las citas

son de Palmer 1964, p. 240-241). Su exigencia de igualdad económica se

basaba en principios morales. Babeuf afirmaba que la igualdad tanto política

como económica era el desenlace natural de la Ilustración y ambas estaban

dentro del espíritu de la Revolución francesa. ¿Por qué el hecho o el postulado

de que todos los hombres nacen iguales debía justificar la igualdad política

pero no la económica? ¿Por qué las razones debían ser tratadas como iguales

pero los estómagos no? Si la lógica no dicta esa distinción, podemos sospechar

que sólo la dictan los intereses. ¿Acaso la compulsión económica a vender lospropios servicios a otro no ata a la subordinación a otro tanto como el

sojuzgamiento político? Por lo menos Rousseau (1964, p. 154) pensaba que

12En América Latina la exigencia de una redistribución de la tierra se ha alzado en forma intermitente,

en particular en Méjico Por Hidalgo y Morelos y en el Uruguay (entonces Banda Oriental) por Artigas en

1813.

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“ningún ciudadano debería ser tan opulento que pudiera comprar a otro, y

ninguno tan pobre que se viera obligado a venderse”.

Pero también podemos pensar sobre bases no morales sino puramente

positivas que la democracia, por la vía de la igualdad política, debe conducir a

la igualdad económica. En realidad, en algún momento la igualdad política y la

económica llegaron a estar conectadas por un silogismo: el sufragio universal,

combinado con el gobierno de la mayoría, concede el poder político a la

mayoría. Y como la mayoría es siempre pobre, confiscará las riquezas.

Posiblemente ese silogismo fue enunciado por primera vez por Henry Ireton en

el debate sobre la franquicia en Putney en 1647: “Así [el sufragio masculino

universal] puede llegar a destruir la propiedad. Es posible que se elijan

hombres, por lo menos la mayor parte de ellos, que no tengan ningún interés

local o permanente. ¿Por qué entonces esos hombres no votarían en contra de

toda propiedad?” (cit. en Sharp 1998, p. 113-114). Le hizo eco un polemista

conservador francés, J. Mallet du Pan, quien en 1796 insistía en que la

igualdad legal debe conducir a la igualdad de riqueza: “¿Quieren una república

de iguales entre las desigualdades que los servicios públicos, las herencias, los

matrimonios, la industria y el comercio han introducido en la sociedad?

 Tendrán que eliminar la propiedad” (cit. en Palmer 1964, p. 230).

Nótese que, a pesar de que con frecuencia se le cita mal –y de eso yo

también soy culpable— 13 Madison (The Federalist  núm. 10) creía que esa

consecuencia era aplicable a las democracias directas, pero no a las

representativas. Tras identificar la “democracia pura” como un sistema de

gobierno directo, Madison continuaba diciendo que “tales Democracias nunca

han sido espectáculos de turbulencia y contención; nunca han sido halladas

incompatibles con la seguridad personal o el derecho de propiedad, y en

general su vida ha sido tan breve como violenta su muerte” (subrayado mío).

Sin embargo “una república, y con esto quiero decir un gobierno en que

funciona el esquema de representación, abre una perspectiva diferente y

13El error consistía en eliminar el “tales” de la cita que sigue. V., por ejemplo, Hanson (1985, p. 57), o

Przeworski y Limongi (1993, p. 51-69).

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promete la cura que hemos estado buscando”. Sin embargo algunas décadas

más tarde no se mostraba tan optimista: “no es posible disimular el peligro

para quienes tienen propiedades, si no tienen defensa contra una mayoría sin

propiedades. Los grupos de hombres no son menos arrastrados por el interés

que los individuos… De ahí la carga de los derechos de propiedad…”14

Desde que fue acuñado, ese silogismo pasó a dominar los temores y las

esperanzas ligados a la democracia. Los conservadores concuerdan con los

socialistas15 en que la democracia, y específicamente el sufragio universal,

necesariamente deben minar la propiedad. La naturaleza interesada de los

retorcidos argumentos utilizados para restringir el voto a los propietarios se

hizo evidente: el sufragio era peligroso porque amenazaría a la propiedad. El

filósofo escocés James Mckintosh predijo en 1818 que “si las clases laboriosas

obtienen el voto, la consecuencia necesaria deberá ser una animosidad

permanente entre la opinión y la propiedad” (Collini, Winch y Burrow 1983, p.

98). David Ricardo estaba dispuesto a extender el voto sólo a “la parte de ellos

que no se puede suponer que tenga interés en anular el derecho a la

propiedad” (Collini, Winch y Burrow 1983, p. 107), Thomas Macaulay (1900, p.

263) en su discurso de 1842 sobre los cartistas resumía vívidamente el peligro

representado por el sufragio universal:

La esencia de la Carta es el sufragio universal. Si se niega eso, no

importa mucho qué otra cosa se concede. Si se concede eso, no importa

en absoluto qué otra cosa se niega. Si se concede eso, el país está

perdido… Mi firme convicción es que, en nuestro país, el sufragio

universal es incompatible, no sólo con tal o cual forma de gobierno, y

con todo aquello para lo cual el gobierno existe: es incompatible con lapropiedad, y en consecuencia es incompatible con la civilización.

 

14Nota escrita en algún momento entre 1821 y 1829, en Ketcham (1986, p. 152).

15Según Rosanvallon (2004), esta palabra en particular apareció en Francia en 1834.

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Nueve años más tarde, desde el otro extremo del espectro político, Karl

Marx (1952, p. 62) expresó la misma convicción de que la propiedad privada y

el sufragio universal son incompatibles:

Las clases cuya esclavitud social la constitución debe perpetuar, el

proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía, entran en posesión

de poder político a través del sufragio universal. Y a la clase cuyo viejo

poder social sanciona, la burguesía, le quita las garantías políticas de

ese poder. Obliga al dominio político de la burguesía a aceptar

condiciones democráticas, que a cada momento ponen en peligro las

bases mismas de la sociedad burguesa. A unos les exige que no siganadelante, de la emancipación política a la social; a los otros, que no

retrocedan de la restauración social a la política.

Según Marx, la democracia inevitablemente “desencadena la lucha de

clases”: los pobres utilizan la democracia para expropiar la riqueza; los ricos se

ven amenazados y subvierten la democracia “abdicando” el poder político en

favor de las fuerzas armadas permanentemente organizadas. Así, la

combinación de democracia y capitalismo es una forma intrínsecamente

inestable de organización de la sociedad, “sólo la forma política de revolución

de la sociedad burguesa, pero no su conservadora forma de vida” (1934 [1852],

p. 18), “sólo un estado de cosas espasmódico, excepcional… imposible como

forma normal de la sociedad” (1971 [1872], p. 198).

La “contradicción fundamental de la constitución republicana”

identificada por Marx no se materializaría si la posesión de propiedades seexpandía espontáneamente o si los desposeídos por alguna razón se abstenían

de utilizar sus derechos políticos para confiscar la propiedad.16 Por otra parte

16James Mill, por mencionar sólo uno, desafió a los opositores a “presentar un caso, solamente un caso,

desde la primera página de la historia hasta la última, en que el pueblo de cualquier país haya mostrado

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Maier (1975, p. 127) señala que “si el observador temía que la nivelación social

continuara hacia la proletarización, entonces el progreso de la democracia tiene

que aparecer como una tendencia alarmante. Porque eso sugeriría… que todas

las democracias deben tender en realidad hacia la democracia social. Es decir,

que el advenimiento del gobierno popular y la expansión del electorado

inevitablemente conducirán a programas para impulsar la ulterior igualación

social y la redistribución de la riqueza”. De hecho la idea de que la democracia

en terreno político debe lógicamente conducir a la igualdad social y económica

llegó a ser la piedra fundamental de la Socialdemocracia. Como observa Beitz

(1989, p. XVI), históricamente un objetivo principal de los movimientos

democráticos ha sido tratar de reparar en el plano político los efectos de las

desigualdades de la economía y la sociedad.

Los socialistas entraron a las elecciones con fines distantes. El

Congreso de La Haya de la Primera Internacional proclamó: “la organización del

proletariado en un partido político es necesaria para asegurar la victoria de la

revolución social y su objetivo último, la abolición de las clases”. El primer

programa socialista sueco especificaba que “la Socialdemocracia difiere de los

demás partidos en que aspira a transformar completamente la organización

económica de la sociedad burguesa y hacer realidad la liberación social de la

clase trabajadora…” (Tingsten 1973, p. 118-119). Hasta el más reformista de

los socialistas, Alexandre Millerand, advertía que “el que no admita la

necesaria y progresiva sustitución de la propiedad capitalista por la propiedad

social no es un socialista” (cit. en Ensor 1908, p. 51). Sin embargo en el

camino hacia esos objetivos últimos, los socialistas veían numerosas medidas

capaces de reducir las desigualdades sociales y económicas. El Parti Socialiste

Français , dirigido por Jean Jaurès, proclamó en el congreso de Tours de 1902:

“El Partido Socialista, rechazando la política de todo o nada, tiene un programade reformas cuya realización busca de inmediato”, y enumeraba cincuenta y

cuatro medidas específicas (Ensor 1908, p. 345 y sigs.). En 1897 los

socialdemócratas suecos reclamaban imposición directa, desarrollo de

hostilidad hacia las leyes generales de la propiedad, o manifestado el deseo de subvertirlas” (cit. en

Collini, Winch y Burrow 1983, p. 104).

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actividades productivas estatales y municipales, crédito público, legislación

sobre las condiciones de trabajo, seguro contra la vejez, la enfermedad y los

accidentes, así como los derechos propiamente políticos (Tingsten 1973, p.

119-120).

La cuestión que perseguía a los socialdemócratas era si, como lo

planteó en 1886 Hjalmar Branting, “la clase alta respetaría la voluntad popular

aun cuando exigiera la abolición de sus privilegios” (Tingsten 1973, p. 361).

¿Había límites a la soberanía popular, ejercida por mayorías electorales? ¿No

sería necesaria la revolución, como temía en 1905 August Bebel, “como medida

puramente defensiva, destinada a salvaguardar el ejercicio del poder

legítimamente adquirido a través del voto”? (cit. en Schorske 1955, p. 43). Y sin

embargo hay una cuestión previa que no consideraban: ¿hay algún

ordenamiento político capaz de generar igualdad económica? ¿Es posible

establecer la igualdad por medio de leyes, aun cuando la clase alta no acceda a

la abolición de sus privilegios? ¿O es que cierto grado de desigualdad

económica es inevitable aun cuando todos quieran abolirla? ¿Fracasaron los

socialdemócratas, o realizaron todo lo posible?

4.6 La democracia y la distribución del ingreso

Según Dunn (2003, p. 22) la democracia se convirtió sorpresivamente

de un programa revolucionario en un programa conservador:

El origen de la fuerza política de la idea de la democracia en esta nuevaépoca era su combinación de igualdad social formal con un orden

práctico basado en la protección y reproducción de un sistema cada vez

más dinámico de desigualdad económica… En 1750 nadie veía ni podía

haber visto la democracia como un nombre natural o una forma

institucional adecuada para la protección efectiva de la riqueza

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productiva. Pero hoy ya lo sabemos. A pesar de las probabilidades

percibidas por anticipado, eso es exactamente lo que la democracia

representativa ha demostrado a largo plazo.

¿Debemos sorprendernos nosotros también?

Mi argumento es que el pecado fue original. En la segunda mitad del

siglo XVIII la democracia era una idea revolucionaria, pero la revolución que

ofrecía era estrictamente política. Según mi lectura, en origen la democracia

era un proyecto simplemente ciego a la desigualdad económica, por muy

revolucionario que haya sido políticamente. Los argumentos de base moral

para la redistribución o la abolición de la propiedad fueron marginales y

efímeros. Además, al restringir el sufragio, las instituciones representativas

sustituyeron la aristocracia por la oligarquía.

Sin embargo es difícil entender la coexistencia del sufragio universal

con la distribución desigual de la propiedad. El silogismo según el cual los

pobres usarían su posición de mayoría para expropiar a los ricos fue casi

universalmente aceptado. Y todavía hoy lógicamente tiene sentido.

Consideremos tan sólo el juguete favorito de los economistas políticos, el

modelo de la mediana del votante (Meltzer y Richards 1981): cada individuo se

caracteriza por una dotación de trabajo o capital y todos los individuos se

pueden ordenar del más rico al más pobre. Los individuos votan sobre la tasa

de impuesto que se debe aplicar a los ingresos. Las sumas generadas por ese

impuesto se distribuyen por igual entre todos los individuos o se gastan en

bienes públicos valorados igualmente, de manera que la tasa de impuesto es lo

único que determina la extensión de la redistribución. Una vez decidida la tasa

de impuesto, los individuos maximizan las utilidades decidiendo en forma

descentralizada cuánto de sus dotaciones destinarán a la producción. El

teorema de la mediana del votante afirma que el equilibrio de la regla de la

mayoría única existe, que ese equilibrio es la elección del votante con

preferencia mediana, y que el votante con preferencia mediana es el que posee

ingresos medianos (en el sentido estadístico). Y cuando la distribución de los

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ingresos está sesgada hacia la derecha, es decir, si el ingreso mediano es

menor que el medio, como lo es en todos los países para los que existen datos,

el equilibrio de la regla de la mayoría se asocia con un alto grado de igualdad

de ingresos después de los impuestos y transferencias fiscales, atemperada

sólo por las pérdidas de peso muerto de la redistribución.

Además, la demanda de igualdad social y económica persiste. Las élites

ven la democracia en términos institucionales, pero los públicos masivos, por

lo menos en Europa oriental y en América Latina, la conciben en términos de

“igualdad social y económica”. En Chile, el 59 por ciento de los que

respondieron esperaban que la democracia atenuara las desigualdades sociales

(Alaminos 1991), mientras que en Europa oriental la proporción que asociaba

la democracia con igualdad social oscilaba entre 61 por ciento en

Checoslovaquia y 88 por ciento en Bulgaria (Bruszt y Simon 1991). La gente

espera que la democracia produzca igualdad social y económica. Por lo tanto la

coexistencia de la democracia y la desigualdad sigue siendo un misterio.

Consideremos primero algunos hechos:

(1) Si dicotomizamos los regímenes políticos en democracias y

autocracias, descubrimos que la extensión de la desigualdad, medida por la

razón de los ingresos del 20 por ciento más alto a los del 20 por ciento más

bajo de todos los que perciben ingresos, no difiere mucho entre ellos en cada

nivel de ingreso per cápita.17 Nótese que algunas democracias aparecen en

países con altos niveles de ingreso en los que no hay autocracias. La parte

inclinada hacia arriba de las democracias ricas se debe a Estados Unidos, que

es desusadamente desigual para su nivel de desarrollo.18

 

17Aquí las democracias son regímenes en los que hay elecciones con alguna oposición, de la base de

datos ACLP. Las autocracias son simplemente no democracias. Los datos provienen de Deininger y

Squire (1996) y cubren, con números muy variables de observaciones por país, el período posterior a

1960. No incluye a los grandes exportadores de petróleo.18

Estados Unidos es el país más desigual, en términos de ingreso real disponible, entre veinticuatro

democracias de alto ingreso estudiadas por Brantolini y Smeeding (2008, Tabla 2.1).

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acá entra la Figura 4.1, p. 74

Análisis estadísticos muestran que las estimaciones de la diferencia

promedio entre regímenes son pequeñas y no robustas.

acá entra la Tabla 4.1, p. 74

(2) Las distribuciones del ingreso parecen ser asombrosamente estables

en el tiempo. La evidencia más fuerte, aunque para un período relativamente

corto, proviene de Li, Squire y Zou (1997), que registran que alrededor del 90

por ciento de la variación total de los coeficientes Gini se explica por la

variación entre distintos países, al tiempo que son pocos los países que

muestran alguna tendencia en el tiempo. Los ingresos ganados muestran casi

ninguna variación durante el siglo XX (Piketty 2003).

(3) Los aumentos de la desigualdad parecen ser mucho más rápidos que

sus declinaciones. En particular después de 1982, ha habido algunos

aumentos de desigualdad espectaculares. En Polonia, donde bajo el

comunismo la distribución era bastante igualitaria, la razón del ingreso

mediano al medio (forma conveniente de caracterizar las distribuciones

lognormales del ingreso) era de 0,82 en 1986, mientras que en Méjico en 1989

era de 0,59. Para 1995 la misma razón en Polonia era de 0,62, casi igual a la

del muy desigual Méjico. En Estados Unidos, la desigualdad del ingreso

oscilaba alrededor de un nivel constante hasta alrededor de 1970 y después

aumentó bruscamente (Bartels 2008, p. 35). Por su parte, las series temporalesmás largas muestran que si bien en algunos países democráticos la

participación en el ingreso de los recipientes más elevados declinó, la

redistribución fue bastante limitada.19 Parecería que ningún país igualó

19Estas afirmaciones no son contradictorias: la principal razón de esa declinación fue que las guerras y

las grandes crisis económicas destruyeron grandes fortunas que no pudieron ser acumuladas de nuevo

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rápidamente los ingresos de mercado sin algún tipo de cataclismo: la

destrucción de la gran propiedad como resultado de la ocupación extranjera

(japonesa en Corea, soviética en Europa oriental), revoluciones (Unión

Soviética), guerras o emigración masiva de los pobres (Noruega, Suecia).

Como el problema es muy candente, las explicaciones abundan.20 Sólo

puedo enumerar variedades genéricas.

(1) Una clase de explicaciones sostiene que por una variedad de razones

los pobres no quieren igualar la propiedad, el ingreso o siquiera las

oportunidades. Las razones de esto vienen en diversas variantes:

(1.1) Falsa conciencia debido a no comprender la distinción entre

propiedad productiva e improductiva.

(1.2) Dominio ideológico debido a que los propietarios son dueños

de los medios de comunicación (Anderson 1977).

(1.3) Divisiones entre los pobres por religión o raza (Roemer 2001,

Frank 2004).

(1.4) Los pobres tienen expectativas de hacerse ricos (Bernabou y

Ok 2001).

(1.5) Mala información sobre los efectos de políticas particulares

incluso entre las personas que defienden normas igualitarias (Bartels

2008).

(1.6) Creencia de que la desigualdad es justa porque es

consecuencia de los esfuerzos antes que de la suerte (Piketty 1995).

(2) Otra variedad de explicaciones afirma que aun cuando una mayoría

apoye normas igualitarias, los derechos políticos formales son ineficaces contra

la propiedad privada. Aquí de nuevo hay algunas distinciones importantes:

 

debido al impuesto a la renta progresivo. Por la dinámica a largo plazo de la parte de los ingresos más

altos, v. los artículos en Atkinson y Piketty (2007).20

Varias de esas explicaciones aparecen en el libro de Bartel (2008), donde sin embargo la historia es

mucho más compleja y matizada de lo que esta esquemática lista puede sugerir.

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(2.1) Los ricos ocupan posiciones de poder político, que utilizan

para defenderse con éxito de la redistribución (Miliband 1970, Lindblom

1977). La “élite del poder” coincide con la élite económica.

(2.2) Independientemente de su composición de clase, los

gobiernos de todos los colores partidarios deben anticipar el

intercambio entre redistribución y crecimiento. Redistribuir propiedad

productiva o incluso ingresos es costoso para los pobres. Enfrentados a

la perspectiva de perder su propiedad o no poder gozar de sus frutos,

los propietarios ahorran e invierten menos, reduciendo así la riqueza

futura y los futuros ingresos de todos. Esa “dependencia estructural del

capital” impone un límite a la redistribución aun para los gobiernos que

quieren igualar los ingresos (Przeworski y Wallerstein 1988).

Ninguna de estas explicaciones sale incólume cuando se presentan la

evidencia y los argumentos en contra. Personalmente, no me convence la

afirmación de que los pobres no quieren vivir mejor, ni siquiera a expensas de

los ricos. Por otra parte, la relación entre redistribución y crecimiento es

teóricamente discutible y la evidencia empírica es inconcluyente (Banerjee y

Dufflo 2003). Hay formas de redistribución –las que adoptan la forma de

subsidios a la educación o a la inversión por quienes tienen crédito limitado— 

que obviamente fomentan el crecimiento. Sin embargo una pura redistribución

del consumo podría retardar el crecimiento.

Pero toda esta forma de pensar choca con el incómodo hecho de que

muchos gobiernos han sido elegidos con el apoyo de los pobres, han querido

igualar el ingreso y han tratado de hacerlo. Por lo tanto, en la medida en que

fracasaron, debe haber sido por razones distintas de no querer o no tratar.

Como ahora nos estamos acercando a los límites de la democracia, es precisodesarrollar esta argumentación con cierto cuidado.

Nótese ante todo que hay distintas maneras de igualar ingresos. Una es

gravar los ingresos del mercado y o bien financiar el consumo de los pobres o

gastar lo recaudado en bienes de consumo público valorados igualmente por

todos. Esto es lo que hacen muchos gobiernos, en diversos grados: la

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redistribución es más extensa bajo gobiernos de izquierda (por referencias y

análisis v. Beramendi y Anderson 2008). La redistribución por la vía de

impuestos y transferencias (“el fisco”), sin embargo, no reduce la subyacente

desigualdad de la capacidad de ganar ingresos. Financia el consumo privado o

público con escaso efecto sobre el potencial para ganar ingresos. Por lo tanto,

esa forma de redistribución debe ser emprendida una y otra vez, año tras año,

sólo para aliviar la desigualdad de los ingresos ganados. Y como es costosa,

tanto en términos de incentivos como en los meros gastos administrativos, es

una solución no permanente sino urgente.

El segundo mecanismo es a través de una igualación de los potenciales

para ganar ingresos. Como los ingresos son generados por esfuerzos aplicados

a recursos productivos –ya sea tierra, capital físico, educación o destrezas— 

para igualar las capacidades de ganar ingresos debeos pensar en términos de

la distribución de esos ingresos.

¿Pero cuáles son los recursos que pueden igualarse en las sociedades

modernas? Cuando surgió por primera vez la idea de propiedades iguales,

recursos productivos significaba tierra. La tierra es relativamente fácil de

redistribuir: basta con quitársela a unos y dársela a otros. Por lo tanto las

reformas agrarias han sido frecuentes en la historia del mundo: sólo entre

1946 y 2000 hubo por lo menos 175 reformar agrarias con redistribución. Sin

embargo hoy la distribución de tierras tiene un papel relativamente menor en

la generación de la desigualdad de ingresos. En cambio, otros recursos

productivos se resisten a una operación tan sencilla.

(1)Los comunistas redistribuyeron capital industrial colocándolo en

manos del estado y prometiendo que los beneficios que no se invirtieran serían

distribuidos entre las familias por igual. Ese sistema generó un gradoconsiderable de igualdad, pero por razones en las que no hace falta entrar aquí

resultó ser dinámicamente ineficiente: inhibía la innovación y el progreso

técnico.

(2) Alternativamente, se pueden redistribuir títulos de propiedad en

forma de acciones. Pero esa forma de redistribución tiene sus propios

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problemas. Uno, que mostró la experiencia checa de privatización, es que

pueden ser y probablemente serán rápidamente reconcentrados. En general,

las personas que son más pobres se los venden a las más ricas. Otro problema

es que la dispersión de la propiedad reduce los incentivos de los accionistas

para monitorear a los administradores. Se han propuesto varias soluciones a

esos problemas, pero ninguna parece ser muy eficaz.

(3) Muchos países igualan el capital humano invirtiendo en educación.

Pero las personas en contacto con el mismo sistema educativo adquieren

diferentes capacidades de ganar ingresos en función de sus distintos

antecedentes sociales y económicos. Además, como las personas nacen con

diferentes talentos y como el uso de esos talentos es socialmente beneficioso,

se deseará educar más a las personas más talentosas.

(4) Por último, es posible generar capacidades de ganar ingresos

mediante políticas que apunten estrictamente a aumentar la productividad de

los pobres (“crecimiento pro pobres”), como suavizar las limitaciones del

crédito, capacitar para destrezas específicas, subsidiar la infraestructura

necesaria, concentrarse en las enfermedades a las que los pobres son más

vulnerables, etcétera. Sin embargo esas políticas requieren un alto nivel de

competencia administrativa para diagnosticar las necesidades y dirigir las

políticas hacia los blancos específicos.

Así, igualar los recursos productivos parece ser difícil por razones

puramente tecnológicas, no sólo políticas o económicas.

Finalmente, aun si se igualaran los recursos productivos, la igualdad

perfecta no puede sostenerse en una economía de mercado. Montesquieu

(1995, p. 151-155), al preguntar “¿Cómo las leyes establecen la igualdad en

una democracia?” –título del capital 5 del Libro 5— toma como punto de

partida la igualdad de tierra. Y continúa:

Si el legislador, cuando hace esa división, no dicta leyes para

mantenerla, hace solamente una constitución transitoria; la

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desigualdad entrará por el costado que las leyes no defienden, y la

república estará perdida. Por lo tanto, aun cuando la igualdad real será

el alma del estado, es tan difícil de establecer que un rigor extremo en

este aspecto no siempre es conveniente. Es suficiente, continúa, con

reducir las diferencias hasta cierto punto, después de lo cual

corresponderá a leyes particulares igualar, por así decirlo, las

desigualdades, mediante los gravámenes que imponen a los ricos y la

ayuda que conceden a los pobres.

Recuérdese que Babeuf creía que la redistribución de la propiedad no

resolvería el problema de la desigualdad, “puesto que ninguna división igualdurará nunca”. Supongamos que se han igualado los recursos productivos. Sin

embargo, los individuos tienen capacidades diferentes, imposibles de observar,

para convertir los recursos productivos en ingresos. Además, están sujetos a

las vicisitudes de la suerte. Supongamos que diferentes individuos (o proyectos

emprendidos por ellos) tienen tasas de retorno ligeramente diferentes: algunos

pierden a razón de -0,02 por año y otros ganan a razón de 0,02. Después de

veinticinco años, el individuo que genera un retorno del 2 por ciento será 2.7

veces más rico que el individuo que pierde 2 por ciento al año, y después de

cincuenta años (digamos de los 18 a los 68 años de edad) ese múltiplo será de

7.4.21 Por lo tanto, aunque se igualaran los recursos productivos la

desigualdad volvería a infiltrarse.

El tema –que examinaremos en el próximo capítulo— es hasta qué

punto las opciones redistributivas están rígidamente limitadas porque la lógica

de la competencia electoral obliga a los partidos a ofrecer y seguir políticas

similares, y hasta qué punto es poco lo que los gobiernos pueden hacer. Estacuestión es importante porque afecta nuestro juicio sobre la democracia.

Supongamos que fuera posible reducir la desigualdad económica por debajo de

21El supuesto de que las tasas de retorno anuales están correlacionadas para cada individuo a lo largo

del tiempo refleja el hecho de que las personas difieren en rasgos no observados que afectan su

capacidad de utilizar los recursos productivos.

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los niveles existentes en democracias desarrolladas sin disminuir los ingresos

futuros, y que no se está reduciendo debido únicamente a los rasgos

institucionales de la democracia, cualquiera que sea nuestra opinión sobre

ellos. Evidentemente, el juicio sobre ese intercambio (trade-off ) dependerá de

otros valores a los que tendríamos que renunciar si optamos por la igualdad.

Pero no existe tal intercambio. Simplemente, cierto grado de desigualdad

económica es inevitable. La democracia es impotente contra él, pero lo mismo

sucede con cualquier otro ordenamiento político concebible. Piénsese en el

Brasil: en los últimos dos siglos ha sido una colonia, una monarquía

independiente, una república oligárquica, una dictadura militar populista, una

democracia con una presidencia débil, una dictadura militar de derecha y una

democracia con una presidencia fuerte. Y sin embargo, hasta donde sabemos,la desigualdad permaneció igual. Hasta los comunistas, que querían uravnit 

(igualar) todo, y que efectivamente igualaron recursos en forma de propiedad

pública, tuvieron que tolerar la desigualdad que surge de los talentos y las

motivaciones diferentes. La búsqueda de igualdad tiene sus límites.

Esto no quiere decir que no debamos hacer nada. A menos que los

gobiernos la combatan continuamente, a menos que mantengan un papel

activo en la protección de los pobres y la transferencia de recursos productivos

a los que tienen menos capacidad de ganar ingresos, la desigualdad tiende a

aumentar. Como ha demostrado el experimento neoliberal, cuando los

gobiernos dejan de desempeñar ese papel el aumento de la desigualdad puede

ser muy rápido. Además, en varias democracias la magnitud de la desigualdad

económica es simplemente aterradora. Entre las democracias contemporáneas,

la razón del 20 por ciento más alto al 20 por ciento bajo, que es probablemente

la medida más intuitiva de la desigualdad, va de menos de 6 en Finlandia,

Bélgica, España y Corea del Sur a alrededor del 33 por ciento en Brasil y Perú.Aun la razón de 6 es demasiado grande: significa que en un país con un

ingreso per cápita de 15 000 dólares (más o menos el promedio para esos

países en 2002, en dólares PPP de 1995), un miembro del 20 por ciento más

alto tiene un ingreso de 27 000 dólares, mientras que un miembro del 20 por

ciento más bajo recibe 4 500. La mayoría de los que respondieron a la encuesta

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en España y Corea del Sur pensaban que esa desigualdad era excesiva. Sin

embargo la diferencia entre muchas democracias latinoamericanas y las

europeas, más igualitarias, es enorme. Es verdad que la democracia encuentra

límites, pero hay muchas democracias que están muy lejos de esos límites.

4.5 Cerrando el círculo

La democracia es un mecanismo que trata a todos los participantes

igual. Pero cuando individuos desiguales son tratados igual, su influencia en

las decisiones colectivas es desigual. Imaginemos un partido de básquetbol.

Hay dos equipos, reglas perfectamente universalistas y un juez imparcial para

administrarlas. Pero un equipo está formado por jugadores de 1,90 de estatura

 y el otro por hombres que apenas pasan de 1,50. El resultado del partido está

determinado de antemano. Las reglas del juego tratan a todos los jugadores

igual, pero eso sólo significa que el resultado del juego depende de los recursos

que cada uno lleve a la cancha.

En una penetrante crítica de los “derechos burgueses”, Marx (1844)

caracteriza como sigue esa dualidad entre reglas universalistas y recursos

desiguales:

El estado, a su manera, anula las distinciones de nacimiento, rango

social, educación, ocupación, cuando declara que el nacimiento, el

rango social, la educación y la ocupación no son distinciones políticas,

cuando proclama, sin considerar esas distinciones, que todos losmiembros de la nación participan por igual en la soberanía nacional…

Sin embargo el estado permite que la propiedad privada, la educación y

la ocupación actúen a su manera, es decir como propiedad privada,

como educación, como ocupación, y ejerzan la influencia de su

particular naturaleza.

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De entonces acá, la misma dualidad ha sido diagnosticada

reiteradamente. El presidente del Comité de Borrador de la Constitución de la

India de 1950, B. R. Ambedkar (cit. en Guha 2008, p. 133), veía a la futura

república india entrando en una “vida de contradicciones”:

En la política reconoceremos el principio de un voto por cada hombre y

un valor por cada voto. En nuestra vida social y económica, en razón de

nuestra estructura social y económica, continuaremos negando el

principio de un valor por cada hombre. ¿Hasta cuándo seguiremos

viviendo esa vida de contradicciones? ¿Hasta cuándo continuaremos

negando la igualdad en nuestra vida social y económica? Si

continuamos negándola por mucho tiempo, lo haremos al precio de

poner en peligro nuestra democracia política.

¿Cómo es que la desigualdad socioeconómica se transforma en

desigualdad política? ¿No es posible mitigar el impacto de la desigualdad

socioeconómica mediante medidas regulatorias o la organización política de los

pobres?

Lamentablemente, sabemos muy poco del papel de los recursos no

políticos –y me concentro estrictamente en el dinero— en la conformación de

los resultados políticos. Una conclusión general de encuestas realizadas en

veintidós países por el National Democratic Institute for International Affairs

(Bryam y Baer 2005, p. 3) es que “Muy poco es lo que se sabe sobre los detalles

del dinero en los partidos políticos o en las campañas. Los patrones de

financiamiento de los partidos políticos son extremadamente opacos…” En

gran parte esa falta de conocimiento se debe a la naturaleza misma del

fenómeno: legalmente o no, el dinero se infiltra en la política en formas que

quieren ser opacas. Además, los mecanismos por los cuales los recursos

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financieros afectan políticas concretas son difíciles de identificar aún cuando

se dispone de la información.

Esquemáticamente, se podría pensar que el dinero sesga los resultados

del proceso democrático si (1) los pobres tienen menos probabilidades de votar,

(2) las contribuciones políticas afectan las plataformas que proponen los

partidos, (3) los fondos de campaña afectan decisiones burocráticas o

 judiciales, (4) las contribuciones políticas afectan el proceso legislativo, (5) en

decisiones burocráticas o judiciales influye el soborno. Consideremos esos

canales por separado.

Fuera de Estados Unidos, las diferencias de clase –ingreso o

educación— en la asistencia electoral son pequeñas. Calculando con los datosque presenta Anduiza (1999, p. 102) para catorce países del oeste de Europa,

vemos que la diferencia promedio entre la asistencia del 25 por ciento de

ingresos más altos y el 25 por ciento con los más bajos es de apenas 6 por

ciento. La diferencia más grande, en Francia, era del 16,4 por ciento. De

acuerdo con el análisis de Norris (2002, p. 93-94) de datos de veintidós países,

la diferencia en asistencia entre el 20 por ciento más alto y el 20 por ciento

más bajo era de 9,6, pero su muestra incluye a Estados Unidos. Los datos de

Norris (2004, p. 174) agrupan datos de treinta y un países, de nuevo

incluyendo a Estados Unidos, y allí la diferencia es del 8 por ciento. Pasando

de Europa y sus vástagos más ricos a los países más pobres, de nuevo

encontramos que el ingreso no tiene mayor impacto en la asistencia. Yadav

(2002) observaba que en la India los miembros de las castas reconocidas y de

las tribus registradas tenían tasas de asistencia más elevadas que la gente más

acomodada durante la década de 1990; hallazgo que confirma Krishna (2008)

para aldeas del norte del mismo país. Empleando datos de Afrobarometer para

quince países africanos, Bratton (2008) encontró que los pobres tenían

ligeramente más probabilidades de votar que los no pobres. Booth y Seligson

(2008) realizaron un estudio reuniendo los datos de seis países

centroamericanos más Méjico y Colombia y encontraron que no hay relación

entre la asistencia y el ingreso. Estados Unidos está claramente del otro lado:

según Verba, Schlozman y Brady (1995, p. 190), el 86 por ciento de los que

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tenían ingresos de 75 000 dólares o más iban a votar, pero de los que tenían

ingresos de menos de 15 000 sólo la mitad hacía otro tanto.

El impacto de la educación parece variar más entre diferentes países.

 Tanto Bratton (2008) como Booth y Seligson (2008) encuentran que las

personas educadas tienen algo más de probabilidades de votar en sus

respectivas regiones. Norris (2002, p. 93-94) estima que la diferencia de

asistencia entre los que terminaron el college  y los que desertaron de la

secundaria es del 9,5 por ciento, mientras que su muestra de treinta y un

países en 1996 muestra una diferencia del 14 por ciento (2004, p. 175). Sin

embargo Norris destaca que la educación no tiene ningún efecto sobre la

asistencia en Europa occidental. Los datos de Anduiza (1999, p. 99) muestran

que la diferencia de asistencia entre los de educación “superior” y los de

“inferior” es de apenas 2,3 por ciento en quince países europeos, con seis

países donde la gente con menos educación acude a votar en mayor número

que los más educados. La máxima diferencia en favor de los más educados se

da en Suiza, que destaca de lejos con 19,2 por ciento. Los datos de Goodrich y

Nagler (2006) muestran que la diferencia promedio entre el 25 por ciento más

alto y el más bajo en cuanto a la educación es de 8,3 por ciento en quince

países sin incluir a Estados Unidos, con Suiza de nuevo muy lejos con 22.7 por

ciento. Pero también muestran que para Estados Unidos esa diferencia es de

39,6 por ciento.

En consecuencia, en conjunto parecería que los más pobres no votan a

tasas claramente más bajas que las de los más ricos. Es posible que sea verdad

que muchas personas muy pobres votan –a cambio de favores clientelares— 

por candidatos más ricos que una vez elegidos buscan su propio interés antes

que el de quienes los votaron (Bratton 2008, Gallego 2009). Por eso la elevada

tasa de asistencia de los pobres no significa que el dinero no pese. De hecho en

veintidós países estudiados por Bryan y Baer (2005, p. 13), la mitad de los

gastos de campaña provenía de “fondos personales”, cualquiera que fuese su

procedencia, y podemos sospechar que esas contribuciones no eran

desinteresadas. Sin embargo subsiste el hecho de que fuera de Estados Unidos

la relación entre la clase y la asistencia es muy débil.

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Los efectos de las contribuciones políticas en las plataformas de los

partidos, las decisiones de voto individuales y el proceso legislativo son difíciles

de identificar. Consideremos dos posibilidades diferentes, pero no mutuamente

excluyentes. (1) Los grupos de interés particulares, “lobbies”, utilizan las

contribuciones políticas para influir en las plataformas de los partidos. Si un

grupo de interés consigue persuadir a todos los partidos grandes de que

adopten programas de su gusto, entonces no le preocupa qué partido gana y

no necesita hacer contribuciones a las campañas destinadas a influir en los

votantes. Además, si un lobby logra establecer una relación a largo plazo con

un partido, no necesita comprar votos legislativos cada vez que aparece en la

agenda un tema que afecta sus intereses. (2) Los candidatos tienen

preferencias diferentes en relación con las políticas. Los intereses particularessaben quién es quién. Contribuyen a los candidatos cuya posición los llevaría a

adoptar políticas favorables a los intereses especiales. Los fondos de campaña

compran votos. Los candidatos elegidos, mientras ocupan su cargo, apoyan las

políticas que prefieren, y así defienden los intereses de algunos intereses

especiales. (3) Los intereses especiales compran legislación al contado, es decir,

hacen contribuciones a los legisladores a cambio de sus votos sobre asuntos

determinados.

Grossman y Helpman (2001) intentan distinguir el papel del dinero en

la compra de plataformas y de votos en el contexto de Estados Unidos. En su

modelo, los partidos maximizan la posibilidad de ganar una mayoría de los

puestos, mientras que los grupos de interés especial maximizan el bienestar de

sus miembros. Nótese que los votantes vienen en dos clases: los votantes

estratégicos maximizan los beneficios esperados, mientras que los votantes

impresionables son influenciados favorablemente por la propaganda electoral.

Los intereses especiales pueden hacer contribuciones a las campañas, lospolíticos eligen políticas y los votantes votan; no necesariamente en ese orden

porque las contribuciones pueden desempeñar un papel doble: pueden ser

utilizadas al comienzo de la campaña para inducir a los partidos a anunciar

plataformas al gusto de los intereses especiales, o bien pueden ser utilizadas

después que se han anunciado las plataformas para lograr que los votantes se

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inclinen por el partido más cercano a los intereses especiales. Si hay un solo

grupo de interés, las conclusiones son que: (1) para influir en su plataforma, el

grupo contribuye a los dos partidos, dando más al partido que de antemano es

su favorito para ganar; (2.1) Si las plataformas resultantes son iguales, al

interés especial le es indiferente qué partido gana y ya no contribuye más. (2.2)

Si las plataformas resultantes difieren, el grupo contribuye fondos adicionales

para inclinar la elección en favor del que va delante. “En general”, concluyen

Grossman y Helpman (2001, p. 339), “las contribuciones sesgan el resultado

político apartándolo del interés público, influyendo en las posiciones de los

partidos y posiblemente también modificando las posibilidades de cada uno en

las elecciones”. El motivo electoral –contribuciones pensadas para inclinar las

elecciones en favor del partido cuya posición anunciada es más del gusto delinterés especial— es más débil cuando son varios los grupos de interés que

compiten por influencia, porque cada uno puede aprovechar el impulso de las

contribuciones de los demás. Por último, las plataformas reflejan las

contribuciones y se apartan del bienestar del votante promedio. Los partidos

actúan como si estuvieran maximizando un promedio ponderado de

contribuciones de campaña y de la suma del bienestar de votantes

estratégicos.

Los estudios empíricos del impacto del dinero están limitados casi

exclusivamente a Estados Unidos y generan resultados divergentes, con

frecuencia mostrando que el dinero no tiene mayores efectos (Stratman 2005).

La dificultad de esos estudios es identificar la dirección de la causalidad en dos

relaciones: (1) ¿Los partidos (los candidatos) ganan porque gastan más dinero o

tienen más dinero para gastar porque se espera que ganen? (2) ¿Los

legisladores votan en favor de intereses especiales porque reciben

contribuciones de ellos o es que reciben contribuciones porque se percibe quesus preferencias coinciden con los intereses de los intereses especiales? Por

último, sabemos que los ganadores gastan más dinero en las campañas que los

perdedores y que los legisladores tienden a votar en favor de los grupos de los

que reciben contribuciones, pero los mecanismos que generan esas

correlaciones siguen siendo opacos.

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La regulación referente a la transparencia, la financiación pública y la

financiación privada difiere mucho entre los países. Pierre, Svåsand y Widfeldt

(2000) informan que hasta 1989, la proporción de los subsidios estatales en el

total de ingresos de los partidos políticos de Europa occidental oscilaba entre el

25.1 por ciento en Austria y 84.2 por ciento en Finlandia. Según IDEA

(www.idea.int/parties/finance), de 116 países para los cuales se disponía de

esa información para 2002, setenta y cinco tenían algún tipo de regulación del

financiamiento político, mientras que cuarenta y uno no tenían ninguna.

Cincuenta y nueve países tenían provisiones para hacer públicas las

contribuciones a los partidos políticos, mientras que cincuenta y dos no las

tenían. La mayoría de los países admiten las contribuciones privadas, incluso

de quienes tienen contratos con el gobierno (ochenta y seis las permiten,veintisiete no). En cambio, en ochenta y tres países hay algún plan de

financiamiento público directo de los partidos políticos mientras que en

sesenta y uno no lo hay, y en ochenta y uno países los partidos reciben tiempo

gratuito en televisión durante las campañas electorales, y en treinta y cuatro

no. Otra fuente (http\\aceproject.org) dice que 156 países permiten la

financiación privada y veintiocho no, mientras que 106 ofrecen financiamiento

público directo, 110 indirecto y cuarenta y seis ninguno. Nótese que ninguno

de los argumentos en contra del financiamiento público –que hace a los

partidos dependientes del estado, y que provoca apatía en la movilización de

miembros— parece ser real por lo menos en el contexto de Europa occidental

Pierre, Svåsand y Widfeldt (2000).

Hasta donde sé, no hay estudios comparativos sobre el efecto de esos

regímenes regulatorios en los resultados de la política, aunque se afirma que

las financiaciones de campaña no tienen ningún papel importante en algunos

países, como por ejemplo Holanda, Dinamarca o Suecia, mientras que sí lotienen en Italia, el Reino Unido y Estados Unidos (Prat 1999). Y la regulación

no es la única manera de igualar la influencia política de grupos

económicamente desiguales. El campo de juego político parece ser más igual en

los países en que los pobres han sido organizados por partidos políticos

asociados con sindicatos poderosos.

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Los escándalos de corrupción abundan: aparecen valijas llenas de

dinero en la oficina del primer ministro, los contratos del gobierno se conceden

a empresas que tienen a ministros del gobierno como copropietarios, los tratos

amistosos son comunes, se descubre que los partidos políticos tienen cuentas

en Suiza, los gobiernos locales tienen arreglos sistemáticos de sobornos con las

grandes empresas constructoras, es una lista interminable. Además, esos

escándalos en modo alguno se limitan a los países menos desarrollados o a las

democracias jóvenes: los ejemplos dados provienen de Alemania, España,

Francia, Italia y Bélgica. Pero reducir el papel político del dinero a casos de

“corrupción” sería profundamente equívoco y políticamente erróneo.

Conceptualizada como “corrupción”, la influencia del dinero se convierte en

algo anómalo, fuera de lo normal. Se nos dice que cuando intereses especialessobornan a legisladores o gobiernos, la democracia se ha corrompido. Y

entonces no hay nada que decir cuando intereses especiales hacen

contribuciones políticas legales. Los británicos aprendieron a fines del siglo

XVIII que “influencia” no es otra cosa que un eufemismo por “corrupción”, pero

la ciencia política contemporánea ha preferido olvidar esa lección. Para existir y

participar en las elecciones, los partidos políticos necesitan dinero; como los

resultados de las elecciones son importantes para intereses privados, éstos

comprensiblemente buscan hacerse amigos de los partidos e influir en los

resultados de las elecciones: la lógica de la competencia política es inexorable.

Por último, es de importancia secundaria que los mismos actos sean legales en

algunos países e ilegales en otros; las prácticas del financiamiento político en

Estados Unidos constituirían corrupción en varias democracias. La corrupción

de la política por el dinero es un rasgo estructural de la democracia en las

sociedades económicamente desiguales.

Dada la escasez de información sistemática y las dificultades paradistinguir el papel de diferentes mecanismos de acceso al dinero en la política,

la conclusión sólo puede ser especulativa. Hasta cierto punto es posible regular

el acceso del dinero a la política, pero el dinero tiene incontables maneras de

infiltrarse en la política. La regulación puede reducir la medida en que la

desigualdad política refleja la desigualdad económica, pero no es posible

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