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Enrique y Mercedes Montalt Alcayde

Solo estar

Desclée De Brouwer

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En el número 36: “No se comienza a ser cristiano por una deci-sión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un aconteci-miento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Papa Benedicto XVI

En el número 40: No se puede transmitir el Evangelio sin saber lo que significa estar con Jesús, vivir en el Espíritu de Jesús la expe-riencia del Padre; así también, paralelamente, la experiencia de estar con Jesús impulsa al anuncio, a la proclamación, al compar-tir lo que se ha vivido, habiéndolo experimentado como bueno, positivo y bello.

XIII Asamblea general ordinaria del sínodo de los obispos. La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Lineamenta.

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Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

1. Saltar. Doña Palmira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

2. Saltar del tren. Buscando . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

3. Estoy aquí para ti. Las margaritas blancas y la campanilla morada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49

4. El arte de la espera. El tío Paco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

5. Hacia el centro. Bondad; Antonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

6. Los regalos de “sentarse”. Plenitud; la vieja silla de mimbre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85

7. El tránsito por el desierto interior. Gaviota ¿qué quieres decirme? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107

8. “Solo estar”. Simplicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

Índice

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Este libro es expresión tenue y simple de la búsqueda de ple-nitud que creemos que todo ser humano tiene. Todas las etapas de nuestra existencia que vamos recorriendo tienen su sentido, y al dirigir la mirada hacia ellas no nos detenemos en lo alcanzado, que es poco, o en lo estropeado, que es mucho, en lo equivoca-do, muy a menudo o en lo que dejamos de hacer; la mirada siem-pre suele ser lo esencial. Tampoco creemos que las etapas futuras darán con la clave definitiva y todo se cumplirá. Estamos expe-rimentando que la certeza está ya, ha llegado, está aquí y ahora, como una donación del Dios trinitario, y es muy enriquecedor y sereno.

Hay ocho apuntes. El primero, “Saltar. Doña Palmira”, es el movimiento, la vida que fluye, y doña Palmira nos descubre que siempre hay algo más recóndito y maravilloso, que es el hecho de caminar y saltar. Cada uno tendrá una vida singular y única, pero es posible entrever un fondo desde el que nos identificamos y somos. Es ahí cuando experimentamos al observador, al testigo.

El segundo apunte “Saltar del tren. Buscando”, expresa lo que se experimenta en el “fondo” cuando estamos en calma. En el cuento, el aldeano vive en calma y es feliz y el hombre de la gran ciudad siempre ocupado. Tal vez se trata de no luchar, no hacer, no pensar, vaciarse, ser silencio, estar disponible.

Presentación

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Siendo interiores, entregamos el ser. El tercer apunte, “Estoy aquí para ti. Las margaritas blancas y la campanilla morada”, señala las riquezas asombrosas cuando estoy disponible, y estoy presente para ti.

En el cuarto apunte, “El arte de la espera. El tío Paco”, es la exquisitez de vivir rendidos, de saberse sostenidos y amados en lo que soy.

El quinto apunte, “Hacia el centro. Bondad: Antonio”, la vida secreta del Dios trinitario es relación, donación continua de sí mis-mo que gesta al otro de sí como su tú radical. Somos la extensión de ese tú, somos hijos en el Hijo; es lo que nos hace ser. El centro es Dios, fuente del ser, y cuanto más unidos estamos a Él, más esta-mos en el centro, más llegamos a ser nosotros mismos. Y el ser se nos da para que lo demos. La madurez de cada ser se alcanza cuan-do encuentra el equilibrio entre la conciencia de ser único y singu-lar y el ofrecimiento de su singularidad como un don al compartir. Y lo mismo sucede con las religiones. Cada una de ellas está llama-da a vivir su plenitud y a la vez tiene abierta la posibilidad de ofre-cerla a los demás. Estamos llamados a compartir plenitudes. Y la madurez de un grupo se verifica, hacia dentro, por la capacidad de potenciar la singularidad de cada uno de sus miembros; hacia fue-ra, por la capacidad de afirmar un nosotros no ofensivo. Antonio en su singularidad vive inmerso en el Todo; agradecido al Ser que le hace ser, y generoso al compartir su bondad por doquier. “En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondi-do estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Lc 10, 21).

El sexto apunte, “Los regalos de sentarse. Plenitud; la vieja silla de mimbre”, señala el efecto asombroso del sentarse: nos hace felices no solo al interior de nuestra alma, sino que en el mundo exterior es hallado el Todo y todo me impulsa a amar y a alabar a

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P R E S E N T A C I Ó N

Dios. Y en la sentada repetimos sin cesar el nombre de Jesucristo que es lo más querido y dulce que puede existir en el mundo. Y así recitando el nombre de Jesucristo restablezco mi paz interior; si estamos enfermos pongo mi vida en Jesucristo y sentimos menos dolor; si alguien nos ofende, solo presto atención al bienestar que siento al pronunciar mi mantra: Jesús al espirar y Cristo al ins-pirar, y desaparecen la rabia o la tristeza. En la sentada no me preocupo de nada, ni nada me ocupa; al repetir mi mantra, estoy plenamente alegre. Juan, que se sienta en la silla de mimbre, no solo encuentra descanso para su cuerpo fatigado, sino bienestar, alegría, paz y plenitud.

Dios tiene muchos caminos para fundamentarnos en Él y en este séptimo apunte “El tránsito por el desierto interior. Gavio-ta, ¿qué quieres decirme?” se señala que la condición humana no tiene salida desde sí, si Dios no nos salva. En cuanto la persona se sitúa frente al amor absoluto de Dios revelado en la cruz, entonces, a posteriori, se hace la luz sobre la condición humana; esta no tiene salida, pero Dios nos ha salvado y nos salva: “donde sobreabundó el pecado, sobreabundó la Gracia”, Dios es el Señor que salva, no solo el amigo del hombre.

En el último apunte “Solo estar. Simplicidad,” trata sobre nuestra relación con el tú de Dios. Tal vez sea en la oración el lugar más alto, más hondo, más puro donde recibimos y entregamos nuestra identidad. Entramos y salimos continuamente de noso-tros a Dios y de Dios a nosotros. El misterio de Dios está saliendo continuamente de sí, y eso significa que solo alcanzamos la forma divina –que es nuestra más profunda identidad– saliendo de noso-tros mismos hasta perdernos. En la oración podemos experimen-tar que uno no es la fuente de sí mismo. Percibimos la vida como recibida, S. Weil dirá “no existo, soy existida”; que la existencia es un don; todo nos es entregado y solo tenemos sentido en y para la comunión. Uno ya no se coloca en el centro, sino que se encamina hacia Él.

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En el trasfondo de estas páginas están presentes sabios y mís-ticos: san Francisco de Sales, P. Louis Lallemant, Javier Melloni, Pablo D´Ors, Thomas Merton y Fran Jalics. Expresamos nuestro reconocimiento y agradecimiento.

Agradecemos a nuestra sobrina Mayte Soler Mompo los dibu-jos que ilustran los capítulos.

Por último agradecemos a Manuel Guerrero, de la Editorial Desclée De Brouwer, por su apoyo e interés.

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“El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. (1 Cor 13,4-7)

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Saltar. Doña Palmira

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Doña Palmira, mujer entrada en años, se preguntaba una y otra vez: ¿mi vida tiene sentido? Y no encontraba respuesta.

Pasan los años, y en la recta final esta inquietud por el sabor de la vida era más frecuente.

Mucho trajinaba su cabeza que le proporcionaba variadas y con­tradictorias sensaciones. Ella pensaba: “con el correr del tiempo estaré más tranquila, más pausada, más dedicada a mí”. Pero su pensamiento no correspondía a lo que ella creía merecer.

Sus estados de ánimo, sus sentimientos, sus emociones le sobre­venían y le afectaban porque eran tan opuestos que se llegaba a creer que era una persona bipolar.

“Ansío estar sola ¡que dicha! Encontrar un refugio en la so ledad. Esto de estar sola ¡no funciona! Necesito gente a mi alre dedor aunque me cansen con sus parlanchinas y vacías conversaciones”.

“Soy vulnerable a las personas ancianas, solas o discapacitadas, me entrego a ellas y sufro con su sufrimiento. Pero también crítica y egoísta ante otras situaciones donde debiera sentir compasión”.

“Muestro fortaleza ante los demás, animando, apoyando, y me pre­gunto ¿quién soy yo para aconsejarles, si yo en su lugar estaría más hundida?”.

Mi entorno me considera persona prudente, pacífica, entregada, pero sé que esa es mi apariencia porque dentro de mí hay una olla a presión. Tengo que mostrar mi cara amable, la otra, aquella que me hace sentir mal me la guardo para mí. Si tengo que decir algo me lo callo, si he de seguir la corriente la sigo, si me ofenden prefiero evadir­me de la situación sin aclarar nada.

Siempre llegaba a la misma conclusión. “No me aclaro quién y cómo soy”.

Pero una cosa sí tenía, le gustaba narrar pequeños detalles que observaba atentamente y en momentos imprevistos era capaz de ex ­

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perimentar vivencias tan profundas que necesitaba plasmarlas en una hoja de papel.

Tal era la fuerza que emanaban esos momentos que la llevaban a sentir lo insensible, a ver en la oscuridad, a oír su cerrado corazón, a saborear la verdadera realidad, a tocar lo intocable. Son momentos donde, doña Palmira, era ser y estar, sintiendo el fluir de la vida.

No era bipolar, tampoco una locura, ni mucho menos fantasía; era sencillamente la vida que experimentaba tal y como es.

La naturaleza era su gran maestra de vida, llena de sabiduría le mostraba el esplendor de “estar” y “ser”.

“La hormiga”

Doña Palmira se detiene ante un ciprés viejete muy alto. Abajo sus ramas son secas y las hojas descoloridas pero muy agarradas al tron­co. Arriba sus ramas son vigorosas y las verdes hojas se elevan al cielo.

Se acerca, y suavemente pasa su mano por el tronco agrietado, rugoso. No le da pena, al contrario, le transmite fuerza y plenitud. De pronto observa que una hormiga corre presurosa arrastrando a otra hormiga; nada la detiene, ni los surcos, ni los agujeros, ni la corteza rasgada. Lleva mucha prisa y la sigue observando tronco arriba has­ta que la pierde de vista. Y queda embelesada con el viejo ciprés y las hormiguitas.

Con este relato ¿qué pretendes transmitir doña Palmira?

Querida amiga, el ciprés es el recorrido de mi existencia con viven­cias llenas de recodos, grietas, durezas, asperezas, lisuras, sequedad, fuerza, vigor, frescura.

La hormiga desfallecida es mi ser que no puede seguir y es conduci­do por la fuerza y bondad del Ser representado en la hormiga trepadora que me dice “sube, sube, no desfallezcas, estoy contigo porque tu ser

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es mi ser, no temas”. Y las seguí contemplando hasta llegar a la cima donde se perdieron en la espesura fresca y verde del ciprés. Y allí gocé del ser con el Ser.

Deja que la vida te conduzca, no pongas resistencia; y recorrerás el ciprés de abajo a arriba, desde la raíz hasta la infinitud. En la trave­sía encontrarás obstáculos, incluso penosas dificultades. Cógete fuerte­mente a la vida y ella no dejará que desfallezcas.

“El muro”

Frente a la ventana de su habitación existe un muro y encima del muro un jardín esplendoroso lleno de vida, que esparce su fuerza des­parramando por el impenetrable muro una vistosidad de hojas multico­lores que caen suavemente por las paredes. Doña Palmira lo observa detenidamente, y sutilmente le recorre una frescura por su cuerpo que le hace sentirse bien. Sin embargo, existe una porción de muro donde la naturaleza no encuentra espacio. Doña Palmira dirige su atención a esa porción pétrea y su cuerpo se tensa dominado por la solidez y dureza del muro. Intenta evitarlo, se siente mal.

Sigue observándolo y descubre unos redondos agujeros que pene­tran hacia dentro, donde solo ve oscuridad.

Ese muro le intriga ¿por qué está aquí enfrente de mi habitación?

Quiero descubrir qué es lo que me quieres transmitir.

Pasaban días y días, lo observaba, lo miraba, sus ojos recorrían todo el conjunto. Surgían momentos agradables cuando se detenía ante la parte del muro con vida, era como si le contagiara su vitalidad. Rehuía del muro duro y estéril, aunque sentía curiosidad por esos agujeros penetrantes.

Muchas horas de silencio, de soledad, atenta plenamente a la con­figuración del muro que está ahí.

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Sentía deseos de destruirlo y descubrir el jardín esplendoroso que estaba por encima de él.

Una profunda amargura le invadía porque ese muro era su propio muro que había construido lentamente en su interior. Y aunque en sus momentos contemplativos alcanzaba el ser su plenitud y gozaba de la grandeza de la vida, en su cotidianidad aparecía el muro duro, implaca­ble que le impedía recibir y darse.

Doña Palmira, creo que este muro dices tener, aunque yo no lo per­ciba, te llena de sufrimiento ¿podrás algún día derribarlo?

Querida amiga, solo puedo decirte que soy una criatura débil. Veo con claridad la plenitud y percibo el vacío de la infinitud en momentos contemplativos, pero he de decirte que no soy constante, que no pongo intención, que me pierdo en el mundanal ruido y quizá tengo un mie­do terrible a derribarlo porque me voy a encontrar con aquello que con tanto celo guardo en mi interior y mi ego no permite que trascienda, es el guardián de mi celda.

Sé que estoy muy equivocada, sé que perturba mi día a día, sé que soy esclava de mi muro. Pero también sé que puedo penetrar a través de esos agujeros negros y entrever mi pequeñez y mis miserias, con ellas también voy creciendo, ahondando en mis oscuridades, aunque no derribe el muro porque el muro está ahí.

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