Hitchcock, Alfred - Morir Para Ver

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MORIR PARA VER

HITCHCOCK

Título Original: The Death Can Be Beautiful

Traducción del inglés cedida por Susaeta Ediciones, S.A.

Morir para ver

© 1969 by H. S. D. Publications, Inc.

Publicado por acuerdo con Dell Magazines. New York, EE.UU.

© 1998 Editorial ÁGATA

C/ San Rafael, 4

28108 Alcobendas (Madrid)

Tel.: 91 657 25 80

Fax: 91 657 25 83

e-mail: [email protected]

ISBN: 84-8238-158-X

Depósito Legal: M. 17.974/97

Derechos exclusivos de edición para todos los países de habla española.

Impreso en España / Printed in Spain

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida total o parcialmente, ni almacenada o

transmitida por cualquier tipo de medio ya sea electrónico, mecánico, fotocopia, registro u

otros, sin la previa autorización del editor.

ÁGATA es una marca registrada de Editorial LIBSA, S.A.

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INDICE

RESEÑA ..................................................................................................................................... 4

INTRODUCCIÓN DE ALFRED HITCHCOCK .................................................................. 4

MORIR PARA VER

Una noche de noviembre ........................................................................................................ 9

Ya estaban muertos ................................................................................................................ 17

Y ocho....................................................................................................................................... 34

El día de la ejecución ............................................................................................................. 38

Recordando ............................................................................................................................. 46

Por el humo se sabe dónde está el fuego ............................................................................ 61

Espaldas mojadas ................................................................................................................... 69

Asesinato entre amigas .......................................................................................................... 81

Sus confesiones ....................................................................................................................... 88

Un as en la manga ................................................................................................................ 101

Un mal lazo ........................................................................................................................... 118

Un poli con olfato ................................................................................................................. 127

¡Salud! .................................................................................................................................... 136

El crimen no compensa... .................................................................................................... 154

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RESEÑA

Aquella fría noche de noviembre, Lyle Beckwith salió de la tienda del señor Germán muy

tranquilo. Vestía una gabardina gris y un sombrero viejo del mismo color; y llevaba su maletín.

Caminando con el paso seguro de quien sabe a dónde va, se dirigió hacia la avenida de

Majestic.

Como cada lunes por la noche, todos sus sentidos se hallaban alerta. Se mostraba suspicaz.

Con una mirada rastreó cuidadosamente el terreno en busca de otros peatones, dispuesto a

poner tierra de por medio en caso de ver alguno, al menos para cerciorarse de que podía llevar

a cabo el plan del maletín.

También deberá alertar sus sentidos si decide penetrar en el misterio que estas páginas

guardan en una de las mejores selecciones de narrativa de suspense que fue reunida por

Hitchcock.

INTRODUCCIÓN DE ALFRED HITCHCOCK

Estaba desayunando con el eminente criminólogo Carlton Hugo —obviamente he elegido

un nombre falso para evitar pleitos legales—, al que le pedí que me proporcionase una

definición más precisa de lo que vagamente se ha dado en llamar «tipo criminal».

—No disponemos de tiempo —reconoció—. Hay demasiados aspectos y factores a tener

en cuenta.

Esto me desanimó; pero no me rendí.

—Permítame formular de nuevo mi pregunta —insistí—. ¿Existe un tipo criminal al que

podamos distinguir físicamente?

El criminólogo afirmó con la cabeza.

—Sí. Yo no me sumo, de ninguna manera, a esos críticos que alegan que Lombroso, al no

haber realizado nunca un estudio tanto de los homicidas como de los no homicidas, retrasó

cincuenta años el trabajo de los criminólogos que le precedieron.

—Bueno, eso parece interesante —reconocí.

—En efecto, Lombroso afirmó que los homicidas pertenecen desde su nacimiento a un tipo

distinto de ser humano, que puede reconocerse gracias a una serie de estigmas, o anomalías,

tales como el tener la nariz achatada, la mandíbula prominente, la barba enjuta, y el cráneo

asimétrico, así como por una escasa sensibilidad ante el olor. De todos modos, con los años, esta

línea de pensamiento de la escuela de Lombroso ha ido perdiendo prestigio, aunque yo nunca

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he dudado de la exactitud de sus palabras. De hecho, no hay más que salir a la calle y echar un

vistazo a la gente para encontrar los tipos que él describía.

Esta afirmación me dejó atónito, viniendo de una fuente científica tan autorizada.

—¿Quiere decir que si me encuentro con alguien que tenga la nariz de boxeador y la

mandíbula prominente tendré ante mí a un criminal?

Meditó unos segundos antes de responderme.

—Sí y no. Se dan unas excepciones. La regla no funciona al cien por cien. Sin embargo, por

supuesto, existe un método infalible para reconocerlos.

Entonces se quedó callado.

—Le agradecería que me lo dijera —le pedí.

—Muy bien, pero tendrá que darme su palabra de que no divulgará el secreto.

Me apresuré a asegurarle que podía confiar en mí. Y él, sin más rodeos, dijo:

—El tipo criminal puede ser fácilmente identificado en los combates de lucha libre. Todo

lo que debe hacer usted es mirar a los espectadores. Observe sus rostros congestionados por la

pasión y será capaz de detectar inmediatamente unos tipos criminales característicos.

—Parece sencillo —repliqué—. Pero no creo que todas esas personas sean criminales en

potencia.

—Fíjese en los que animan al villano; me refiero a los que prefieren el mal al bien. Se les

puede reconocer enseguida. Busque narices de boxeador y mandíbulas prominentes. No falla.

Estas palabras me acosaron durante semanas. ¿Cabía la posibilidad de que sus teorías

fueran correctas? Al final, no pude soportarlo más. Le telefoneé para preguntarle si podía

acompañarle la próxima vez que fuera a un combate de lucha libre. Me contestó que sería un

placer.

Una semana después, fuimos a un estadio local para asistir a lo que se anunciaba como

una exhibición profesional de lucha libre. Los contendientes, o actores, como ustedes prefieran

llamarlos, tenían asignados sus papeles de un modo inequívoco.

La bondad estaba representada por el Caballero de Blanco, que era un tipo perplejo que no

dejaba de rascarse la cabeza mientras peleaba con su adversario, la Maldad. Y ésta ofrecía la

forma de villano quebrantahuesos y sacaojos, que se las arreglaba para hacer todo el trabajo

sucio; al mismo tiempo, el árbitro parecía desentenderse de lo que pasaba en el ring.

La multitud veía todo aquello muy furiosa, profiriendo groseros insultos contra el

malvado, que, sin embargo, nunca alteraba su estoica expresión y su frío aplomo.

Yo estudié los rostros congestionados que me rodeaban, y pude determinar que había más

animando al Bueno que al Malo. La Bondad triunfó en los dos primeros encuentros; luego, la

Maldad venció en los dos que siguieron. El último combate de la velada enfrentaba al Simio, un

tipo peludo y enorme, que vestía con mallas negras y volvía a representar al Mal, contra el

Zorro, un joven con cara de niño bueno, que llevaba una capa cubierta de lentejuelas verdes y

doradas. Obviamente, éste representaba al Bien.

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Desde el principio, el Simio se mostró despiadado. Pateó al Zorro repetidamente en los

riñones, en la cabeza y en el tórax; también le metió los dedos en los ojos de una forma cruel; y

mientras le machacaba no dejaba de gritar: «¡Muere, Zorro, muere!». Alternativamente, se reía a

carcajadas e insultaba a sus detractores, que surgían de entre la multitud. Y al encolerizarlos con

estos recursos, recibía como réplica silbidos, abucheos y groserías. En su conjunto, la exhibición

del Simio me pareció muy desagradable.

El Zorro era uno de esos tipos con mala estrella, que parece que siempre están metiéndose

en dificultades. No dejaba de fracasar en todo cuanto intentaba. Si usaba las cuerdas del

cuadrilátero como un tirachinas, para lanzarse como un proyectil contra el Simio, éste lo

esquivaba con lo que el pobre salía volando por la parte opuesta. Sin excepción, todas las veces

caía sobre los espectadores, los cuales le vapuleaban disgustados hasta que le veían subir de

nuevo al ring.

Yo había decidido ser objetivo. No obstante, pronto me vi animando al Zorro, al perdedor.

Ningún hombre merecía tamaño castigo.

Me levanté de mi asiento en la segunda fila y grité:

—¡Vamos, Zorro! ¡Arriba! ¡Ahora te toca a ti!

No me importaron los gritos de los otros espectadores, que pedían que continuase la

carnicería.

El Zorro me oyó. Se plantó en medio del cuadrilátero, rascándose la cabeza y mirándome

directamente a los ojos.

Y entonces, al parecer encorajinado por mis palabras, levantó al Simio por encima de su

cabeza, le hizo girar un par de veces y lo mandó volando fuera del ring.

Todo pasó en un segundo: el Simio fue convertido en un cuerpo volante, mientras daba

alaridos de desesperación, y mostraba los ojos abiertos como platos y la nariz inflamada. Fui

capaz de determinar la dirección de su vuelo. Entonces, me quedé horrorizado, ya que colisionó

con Carlton Hugo. Y éste intentó esquivarlo. No pudo. Cayó de espaldas bajo los casi ciento

cuarenta kilos, según mis cálculos, de un Simio sudoroso. La silla de Hugo se derrumbó hecha

astillas. La gente que nos rodeaba se lo pasó en grande con la escenita.

Al mismo tiempo, el criminólogo emitía unos sonidos agudos indescifrables. Su dignidad

había quedado por los suelos. Parte de su nariz también: el golpe acababa de achatársela para

siempre. El Simio volvió al cuadrilátero con el rostro lleno de mugre. Entonces, para mi

sorpresa, oí como Carlton Hugo animaba al luchador, sin importarle que representara al Mal.

—¡Dale, Simio! —gritaba una y otra vez.

Lamento tener que comunicarles que éste derrotó al Zorro, debido sin duda al sincero

entusiasmo con que Carlton Hugo lo alentaba.

Mientras conducía mi coche de regreso a casa, llevando al criminólogo a mi lado, me puse

a estudiarle. Aunque su mandíbula no era especialmente prominente, su cabeza sí que resultaba

definitivamente asimétrica, y la nariz se le había quedado como la de un boxeador. Aquello fue

suficiente para mí. Ya disponía de una prueba irrefutable. Había encontrado un ejemplar que se

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ajustaba perfectamente al tipo criminal lombrosiano: Carlton Hugo, el criminólogo, lo cual

indica que se pueden encontrar criminales donde menos se espera.

Y ahora que he revelado este chispeante pedacito de sabiduría, me sentiría honrado si se

dignasen a leer los relatos que siguen, cuyos personajes les adentrarán aún más en los entresijos

del mundo del comportamiento criminal y todos sus tipos inhumanos.

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Morir para ver

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Una noche de noviembre

Jack Webb

Lyle Beckwith era un hombre metódico, que creía que cada hombre podía organizar el

futuro tanto como el presente. Para conseguirlo, sólo tenía que ser previsor y estar preparado

ante cualquier eventualidad, incluido el asalto o robo en la calle.

Dicha violencia resultaba una posibilidad en la vida de Lyle Beckwith, porque una noche a

la semana tenía que aventurarse por las calles. Aquella noche, casi siempre los lunes, no iba a

casa a cenar. En lugar de esto, utilizó el coche para dirigirse a la otra parte de la ciudad, donde

llevaba la contabilidad de la tienda de Garman. Allí le pagaban quince dólares semanales por su

trabajo, un buen sueldo, según él estimaba, por unas tres horas diarias. Y esa cantidad le venía

de maravilla, porque con ella pagaba las lecciones de música de sus hijas, Sandra y Sheila,

además de cubrir unos cuantos gastos extra; y todo sin alterar lo que él venía a llamar

«presupuesto básico Beckwith».

Frente a esta pequeña suma semanal, había sopesado todos los peligros. La tienda de

Garman se hallaba a una manzana de la calle Majestic, que estaba bien iluminada y siempre

tenía mucho tráfico. Pero también debía pensar en la seguridad de su automóvil, así que le

pareció mejor aparcarlo en aquélla, preferiblemente cerca de un semáforo. Solía llegar a la

tienda hacia las siete, y se marchaba entre las diez y las diez y media. En teoría, el único riesgo

lo corría al recorrer a pie la manzana que separaba la tienda de la avenida Majestic, al finalizar

el trabajo. A decir verdad, no suponía un gran riesgo.

No obstante, por si acaso, Lyle Beckwith contaba con un plan de acción. Éste incluía su

maletín, un viejo y gastado trasto que disponía de una cremallera de difícil apertura.

Lo llevaba al trabajo todos los días, cosa que podía provocar sospechas, porque la posición

de un contable de oficina no era tan alta que requiera llevarse papeles a casa para echarles un

vistazo. En realidad, el maletín le servía para camuflar el almuerzo; y los lunes, disimular la

cena. Con lo que ahorró con esta práctica consiguió ponerle un corrector dental a su hija Sandra.

Pero, como oficinista que era y considerándose de una clase que ya podía prescindir de ciertas

servidumbres de su trabajo, creía que no estaba bien llevar una fiambrera a la vista. Aparte de

este detalle, era bajito y más bien flaco con lo que el maletín le daba un cierto aire de distinción

que de otra manera no inspiraba.

Además, el maletín suponía el eje alrededor del cual estaba montado su plan de defensa.

Le horrorizaba cualquier manifestación de violencia física. Y si se le acercara algún «fuera—

de—la—ley», no tenía ningún interés en probar en carne propia las oscuras historias que leía en

los periódicos, por no hablar de lo que le costaría si los malhechores le rompían las gafas o algo

peor.

Todo esto podía evitarse, según Lyle había supuesto, sacrificando el maletín. Cuando el

bandido se acercara —estaba seguro de reconocerlo—, simplemente le arrojaría el maletín y

gritaría: «¡Tenga, puede quedárselo!» Después echaría a correr. Las implicaciones de esta

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actitud serían obvias. El maletín contenía algo de valor; por lo tanto, su portador cedería antes

esos bienes que cometer el error de intentar resistirse. ¿Qué bandido en sus cabales iría detrás

del hombre sin apoderarse del maletín? El contable había leído en alguna parte que un

ciudadano, al verse asaltado, había echado algunas monedas al suelo para que le diera tiempo a

huir mientras sus enemigos se paraban a recogerlas. En efecto, el truco del maletín no tenía

nada que envidiar al de las monedas. Y encima, con la dichosa cremallera, el «fue—ra—de—

la—ley» se entretendría unos segundos antes de ver lo que había dentro. Y él tendría tiempo de

sobra para escapar. Por otra parte, el maletín era más barato que un par de gafas nuevas y, en

caso de que sucediera el asalto, tal vez podría hasta convencer al señor Garman para que le

regalara un maletín nuevo.

Era un plan infalible, que hasta tenía sus ventajas. Y es que todo lo que se debía hacer,

según Lyle, era permanecer atento para hacer frente a cualquier eventualidad.

Aquella fría noche de noviembre, Lyle Beckwith salió de la tienda del señor Garman, muy

tranquilo. Vestía una gabardina gris y un sombrero viejo del mismo color; y llevaba su maletín.

Caminando con el paso seguro de quien sabe adónde va, se dirigió hacia la avenida de Majestic.

Como cada lunes por la noche, todos sus sentidos se hallaban alerta. Se mostraba suspicaz.

Con una mirada rastreó cuidadosamente el terreno en busca de otros peatones, dispuesto a

poner tierra de por medio en caso de ver alguno, al menos para cerciorarse de que podía llevar

a cabo el plan del maletín.

No había nadie en las aceras. El camino parecía despejado. De todos modos, cuando llegó

a la esquina de Majestic, se detuvo un momento y exploró con la vista los cuatro puntos

cardinales. Tenía el coche aparcado a media manzana de donde él estaba, y el espacio que le

separaba de aquél no parecía ofrecer aventura o desventura alguna. Dobló por la esquina, con

precisión militar, en dirección al auto.

Pero, antes de que hubiera dado una docena de pasos, el panorama se volvió negro. A

unos siete metros de distancia, dos hombres salieron de entre las sombras de los coches

aparcados en línea. Lyle se paró al instante, y la desconocida pareja hizo lo mismo.

Las gafas corregían la visión de Lyle lo bastante como para que el aspecto de los dos

hombres le despertara los instintos primarios de pavor y supervivencia. No eran de la misma

talla, ya que a uno se le veía más alto y delgado que al otro; pero sin duda iban al mismo sastre.

Ambos llevaban el sombrero con el ala de medio lado, y mantenían las manos metidas en los

bolsillos de las gabardinas. No había ninguna duda de que le estaban esperando, tan quietos

como unas estatuas.

Aquello no era exactamente como Lyle lo había previsto. Se suponía que los tipos no

andarían vestidos como un par de detectives privados o igual que unos corresponsales de

prensa extranjera. En sus pesadillas, a él siempre se le habían acercado con disimulo para

pedirle fuego o algo por el estilo. Sin embargo, el cambio no le hizo perder la confianza, porque

el plan defensivo respondería fácilmente ante aquella pequeña alteración en la estrategia del

enemigo.

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Por un momento, que pareció durar un siglo, sus antagonistas se miraron entre sí,

seguramente a la espera de una señal. Entonces, Lyle tensó sus músculos flojos y civilizados,

manteniéndose a la espera. Si no era él el que iba a por ellos, serían ellos los que iniciarían el

ataque. Así que se preparó cuando los hombres dieron los primeros pasos.

—¡Tengan, para ustedes! —gritó, a la vez que les echaba el maletín.

No esperó para ver la trayectoria del maletín o la reacción de los asaltantes ante la astuta

maniobra. Prefirió girar y correr Majestic abajo en dirección contraria.

Durante uno o dos segundos, lo único que se oyó en la noche fueron sus propias pisadas.

Había vencido a los maleantes con un golpe de sorpresa. Los imaginó con la vista puesta

primero en un botín que habían conseguido, aún antes de pedirlo por las buenas o por las

malas; después, viendo escapar a su víctima calle abajo, lo cual les había mandado finalmente al

diablo al obligarles a agacharse para examinar el contenido del apetecido tesoro. Y la cremallera

—la última dificultad que él había mantenido guardada en la manga— les retrasaría hasta que

él estuviese fuera de su alcance.

Lyle nunca supo hasta qué punto los hombres siguieron todos los pasos por él imaginados

pero, apenas llegó a la esquina, se dio cuenta de que el plan había fallado, porque las pisadas de

los enemigos le seguían muy de cerca.

Al percatarse de ello, aceleró su huida. Hacía veinte años que no corría tan deprisa.

Tampoco le restó ánimos su primer fracaso. Cruzó la calle volando y siguió ganando terreno,

sin darse cuenta de hasta qué punto las cosas se habían desorbitado, hasta que oyó la amenaza.

—¡Alto o disparamos!

Pero el contable no se detuvo.

Se oyeron tres disparos, y unos zumbidos como de abejas mortales sonaron cerca de su

cuerpo.

Al momento supo Lyle que su plan defensivo, que tanto le había confortado durante los

últimos seis meses, se acababa de ir al garete. Y a partir de entonces echó mano del primitivo

instinto de supervivencia, que yace escondido bajo la piel de todos los contables y todos los

seres humanos del siglo veinte.

Cuando saltó de la acera, buscando refugio entre dos coches aparcados, todavía no se

había apagado el eco del tercer disparo. Se quedó allí, agachado un segundo, jadeando, y con

todos sus sentidos en guardia.

El silencio llenaba la avenida de Majestic. Sin embargo, él sabía que aquellos hombres no

habían abandonado la cacería. Al menos parecía haberlos desconcertado. Probablemente no

sabían exactamente por dónde andaba. Se irguió un poco, con el propósito de espiar sus

movimientos a través de las ventanillas de los coches.

Entonces los vio. Estaban en la acera, unos seis autos más abajo del que a él le ocultaba.

Uno de los dos llevaba el maletín. Ambos portaban pistolas, de eso estaba seguro. No es que las

hubiese visto, pero las adivinó por la posición de las manos derechas, con las muñecas altas y

apuntando hacia adelante.

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¿Durante cuánto tiempo iban a perseguirle? ¿Por qué mostraban tanto interés por darle

alcance? Dado que no era ningún experto en criminología, ignoraba cómo funcionaban las

mentes de los homicidas. Tenían el maletín... ¿Qué más querían? ¡Ah, le buscaban a él, eso

estaba claro! Pero ¿no les habría enfurecido el medio empleado para burlarlos? ¿O acaso

pertenecían al tipo de criminales sádicos, que más que el provecho material buscan hacer sufrir

a sus víctimas?

Lyle dispuso de muy poco tiempo para entretenerse con estas especulaciones, debido a

que el tipo que no llevaba su maletín estaba deslizándose hacia la curva, para rastrear por entre

los coches desde la parte de fuera. Intentaban rodearle.

Pero él reaccionó enseguida, sin pensárselo dos veces. Abandonar la protección

abiertamente hubiera sido suicida. Así que aprovechó la única posibilidad de escapatoria con

que contaba. Se echó al suelo y se arrastró con los codos y las rodillas debajo del auto, de un

modo que hubiera hecho las delicias de un sargento de marines.

Sabía muy bien lo indefenso que quedaría si le descubrían así. Sin embargo, intentó no

pensar en ello. Luego, se quedó allí, boca abajo, conteniendo el aliento y con la mente en blanco,

pero con todos los músculos preparados para echar a correr en cualquier dirección.

Se había escondido justo a tiempo. Pronto escuchó unas blandas pisadas, que venían de

los dos lados. Por las mismas supo lo que estaba pasando. Mientras uno se acercaba por la

acera, el otro venía por la calzada. Se movían con sigilo, trabajando en equipo tal y como él

había visto hacer muchas veces en las películas. De repente, se pararon justo ante el coche bajo

el cual él se hallaba. Actuaban perfectamente sincronizados. Durante unos segundos se produjo

un gran silencio. Hasta que una voz susurró:

—¿Dónde habrá ido, Mike?

—Me pareció que estaba por aquí —contestó el segundo enemigo.

—¿Lo ves?

—No.

—Es posible que se haya metido en alguno de estos coches, ¿verdad?

—Habríamos oído la puerta.

Lyle se estremeció y esperó lo inevitable. Lo único que debían hacer sus enemigos era

cambiar una suposición por otra, alterar la frase «en alguno de esos coches» por la de «debajo

de alguno de esos coches». Afortunadamente, uno de ellos cambió de tema.

—Charlie, echa una mirada al maletín ahora que puedes.

—No consigo abrir la maldita cremallera.

«¡Dios bendiga la maldita cremallera!»—pensó el contable.

Si el llamado Charlie la abría y encontraba solamente una fiambrera... ¡Entonces sí que se

pondrían furiosos los dos!

—Bueno, nos lo llevaremos de todos modos.

—De acuerdo.

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—Antes de que yo llegara aquí, ha podido deslizarse por la parte baja de la calzada. Debe

estar más allá. Vamos.

Las voces se apagaron y sólo se oyeron los pasos, que se alejaban. No obstante, Lyle

permaneció inmóvil hasta que el sonido de éstos se perdió calle abajo. Muy pronto los

delincuentes se pondrían a mirar debajo de los coches, y él no quería encontrarse allí para

cuando aquello sucediera. Luego, haciendo uso del mismo medio de locomoción de un gusano,

se arrastró hasta la calzada. Sus perseguidores, según vio enseguida, se hallaban a unos ocho o

nueve automóviles calle abajo. Así que emprendió la retirada con el mayor disimulo, deprisa

pero silenciosamente.

Cuando llegó de nuevo a la esquina, tuvo que tomar una decisión. Podía seguir por

Majestic, en sentido descendente, hasta su coche, o doblar a la derecha en dirección a la tienda

del señor Garman. Quizás éste aún estuviera allí, con lo que le abriría la puerta de la salvación.

Sin ningún motivo en particular, acaso confiando en su suerte, eligió la segunda opción.

A partir de aquel momento, apresuró el paso. Una manzana más... Alguien habría oído los

disparos y quizá la policía ya estuviese alerta... Pero la zona se encontraba plagada de pequeñas

tiendas, todas cerradas a esas horas... ¿Seguiría el señor Garman en la suya?

De todos modos, lo que sucedió a continuación le hizo perder interés por la respuesta a su

última pregunta. Luego, en el momento en que se encontraba a medio camino de la tienda del

señor Garman, vio a los dos hombres aparecer en la esquina, junto al semáforo. Se escondió un

momento en un portal y los observó de lejos.

No se trataba de Charlie y Mike, que en aquellos momentos debían estar registrando los

autos de la avenida de Majestic. Sin embargo, la nueva pareja resultaba idéntica a la otra.

Ambos llevaban unas gabardinas y unos sombreros con el ala de medio lado. Y también

empuñaban pistolas.

A Lyle le tuvo sin cuidado el hecho de que fuesen otra pareja de matones o parte de la

misma banda. De alguna manera supo que iban a por él; y si todavía no lo habían visto, no

tardarían mucho. Y ya no disponía del maletín para poner en práctica su truco una vez más.

Dudó sólo hasta que comprobó que se acercaban a paso rápido. Se dio la vuelta y corrió

con todas sus ganas, sin importarle que su gabardina gris pudiera verse de lejos. Aquéllos

gritaron, pero con el ruido de la carrera no pudo oír lo que le decían. Tampoco se detuvo a

preguntar. Dispararon dos veces... más abejas mortales zumbando por encima de su cabeza.

De pronto, se dio cuenta de que había vuelto a la avenida de Majestic. Le pareció que algo

se movía a su izquierda. Seguramente eran Charlie y Mike. Dobló por la calle de la derecha.

Mientras lo hacía, vio los faros de un coche que venía en sentido opuesto al que llevaba su

segundo par de perseguidores. Circulaba a toda velocidad e iba a meterse por Majestic.

Lyle pensó deprisa. Aquél era el primer vehículo que contemplaba desde que empezó la

cacería; y acaso podía ser el último. Se lanzó en su dirección agitando los brazos como quien se

está ahogando.

El conductor debió verle, porque los frenos del coche chirriaron. No obstante, iba a tal

velocidad que sólo consiguió detenerse a unos catorce metros más allá de Lyle. Y éste corrió

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hacia su salvación... pero sólo para detenerse en seco en pleno vuelo, porque vio que se abrían

las dos portezuelas del auto y que salía una tercera pareja de tipos engabardinados y con las

alas de los sombreros de medio lado. También llevaban pistolas.

En aquel instante, Lyle sí sintió desesperación. Su situación ofrecía todos los ingredientes

de una pesadilla. Por dondequiera que iba aparecía un par de pistoleros. Lo malo era que no

estaba soñando. Y él se consideraba un contable bajito y tirando a flaco, incapaz de hacer más

de una docena de flexiones. ¿Por qué no se rendía?

Claro que no lo hizo. Que él supiera, ninguno de sus antepasados había luchado en las

Termopilas o en la encerrona sioux de Little Big Horn. Se trataba simplemente de ese instinto

que a todos, sea cual sea nuestra talla, peso o condición, nos empuja lo más lejos posible de la

muerte.

Se metió por la calle de la izquierda, entre la segunda y la tercera pareja de pistoleros,

entre los que habían salido del coche y los que le seguían desde la tienda de Garman. Pensó que

Charlie y Mike se acercarían de frente.

Cruzó Majestic, sintiéndose medio rodeado pero sin estar todavía atrapado. Vio un

ladrillo. No se lo arrojó a sus enemigos. Prefirió utilizarlo como martillo para romper el

escaparate de una tienda. Tres golpes: uno a la altura de la cabeza; otro, a la del pecho; y el

tercero, a la de las rodillas. Fueron suficientes para abrir un hueco, por el que se metió,

protegiéndose con la gabardina.

Una vez dentro, actuó siguiendo el instinto de una comadreja, que estando en un corral de

gallinas ve venir al dueño. Sabía que sus perseguidores no dudarían en entrar en la tienda. Y

también era consciente de que no podría escapar indefinidamente de las garras de una banda

compuesta por seis hombres armados.

Por otra parte, no estaba seguro de la clase de almacén en que se encontraba. Tropezó con

varias cajas. Pronto se acostumbró a la oscuridad, y ya sí pudo guiarse hasta la puerta de atrás.

Sorprendentemente, allí descubrió que la puerta no estaba cerrada. La empujó para que se

abriera de par en par; pero, en lugar de salir por ella, se echó en el suelo y rodó hasta el rincón

que le pareció más seguro.

Y lo hizo justo a tiempo. Desde donde había llegado, vio a dos de los tipos dudar un

momento ante la puerta del almacén. Después, se metieron con precaución a través del hueco

que él había hecho en el cristal del escaparate.

—Mira —dijo uno—, la puerta de atrás está abierta. Ha debido salir por ahí.

Enseguida la pareja se abrió camino entre las cajas que Lyle había tirado al suelo,

tropezando y maldiciendo. Pasaron tan cerca de él que casi le pisan. Sin embargo, terminaron

por abandonar el almacén, sin preguntarse si la persona que seguían había pasado o no por allí.

Salieron a un callejón y desaparecieron.

Todo estaba en silencio. Lyle se quedó dónde estaba y descansó. A los tipos de fuera se les

podía ocurrir volver en cualquier momento.

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Como no podía quedarse mucho tiempo descansando donde estaba, al minuto se levantó

y se encaminó hacia el cristal roto, todavía con el ladrillo en la mano. Le daba una cierta

sensación de poder, de modo que no lo soltó.

Se quedó quieto un momento ante el escaparate destrozado. La avenida de Majestic

parecía vacía. Ni autos ni pistoleros, así como ninguna otra criatura viviente, daban muestras de

estar por aquella zona. Solitaria y segura... ¿o era un silencio engañoso? Ya se había llevado

demasiados sustos esa noche. Esperó a ver si no se equivocaba.

Lo cierto es que, mientras esperaba allí, mirando con recelo hacia afuera, algo le dijo que el

peligro acechaba dentro. Sujetó con fuerza el ladrillo. No sentía cansancio. Estaba tenso,

preparado.

Aguantó la respiración, y notó perfectamente que alguien jadeaba. Ahora sí que le tenían

atrapado. Juraría que sólo habían entrado dos hombres a través del hueco del cristal, los

mismos que acababan de salir por la puerta de atrás, pero, de alguna manera, le habían

engañado. Uno de ellos estaba allí, preparado para saltar sobre él en cualquier momento.

El jadeo venía de su izquierda. Lyle se volvió en silencio. Sus ojos ya se habían

acostumbrado a la oscuridad y rastreó el lugar. No vio ni oyó nada. Quizá fuera producto de su

imaginación.

Pero no. Algo o alguien había allí. Esperó, ya que no podía ver qué era. Al cabo de unos

segundos, escuchó de nuevo el sonido de una respiración. Le pareció una situación cómica. El

tipo no pudo aguantar la respiración mucho tiempo. No era ningún superhombre, era de carne

y hueso, como Lyle. Por lo menos tenía tanto miedo como él. Decidió apresarle.

Le llegó la oportunidad, porque uno de los raros autos que pasaban a esas horas por

Majestic atravesó la calle y, a la luz de sus faros, Lyle descubrió a su antagonista.

Estaba pegado a la pared. Llevaba un sombrero, una gabardina y un revólver. Lyle no

dudó un segundo. Había permanecido a la defensiva toda la noche, y en aquel momento le

tocaba a él pasar al ataque. Le golpeó con el ladrillo con todas sus fuerzas. Gracias a Dios los

faros se alejaron. No tenía ganas de contemplar la sangre. Después' de todo, no se consideraba

ningún sádico. Sólo se escuchó un golpe sordo, un grito apagado; y otro golpe, el del cuerpo del

hombre al desplomarse al suelo.

Luego, Lyle no perdió tiempo. Salió por donde había entrado, y se dirigió a su coche. Ya

no vio gabardinas ni sombreros con el ala de medio lado. Abrió la portezuela del vehículo, se

metió, arrancó el motor y se fue a casa.

Lyle no encontró ninguna información en el diario de la mañana, pero la edición

vespertina le resultó esclarecedora: «Un importante despliegue policial atrapó a un ladrón»,

decían los titulares.

«La policía local —seguía el reportaje— actuó con rapidez y eficacia en la localización y

captura de un malhechor. El sujeto entró en la farmacia Majestic, en el número 5021 de la

avenida del mismo nombre, justo antes de la hora del cierre, a las diez de la noche. Amenazó al

empleado con un revólver, vació todo el dinero de la caja registradora en un maletín y huyó a

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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pie. El empleado, Richard Handy, telefoneó a la policía y describió al tipo: un hombre bajito que

llevaba puesta una gabardina gris. En menos de cinco minutos, varios agentes, de paisano, de la

comisaría del Distrito 2 llegaban a la zona. Tras una persecución en la que los representantes de

la ley tuvieron que hacer uso de sus armas reglamentarias en cinco ocasiones, acorralaron al

bandido en la mercería de Milo, en el número 5234 de Majestic. Se había metido en la tienda tras

romper los cristales del escaparate pero, al hacerlo, se lastimó. El ladrón, que ha sido

identificado como Roger Smith, se está recuperando de una fractura de cráneo en el hospital de

Marlborough. El maletín, que contenía más de seiscientos dólares en metálico, ha sido

recuperado intacto...»

El contable pudo reconstruir los hechos fácilmente. El bandido se debió alejar

tranquilamente cuando oyó los disparos. Procuró buscar un lugar donde esconderse hasta que

todo hubiera pasado. Y desde luego había permanecido tan tranquilo, allí dentro, mientras Lyle

servía de blanco para la policía local. Pensando en esto, él no se arrepintió lo más mínimo de lo

que había hecho.

Pero, ¿qué había pasado con su maletín? La policía tenía dos en su poder, pero nadie los

mencionaba. Claro, no tenían ni idea de cómo explicar ese punto. ¿Debería pasarse por la

comisaría del Distrito 2 para reclamarlo? Podría identificarlo sin problemas, sobre todo por la

fiambrera y el termo.

Finalmente, decidió no hacerlo. El ladrón se había metido sin duda en la mercería por

atrás, lo que explicaba que él hubiera encontrado la puerta entornada. Este hecho debía suponer

otro rompecabezas para la policía, que tampoco mencionaban los periódicos. Y además, a ese tal

Milo se le podía ocurrir hacerle pagar el escaparate roto. Y eso supondría un coste de muchos

más dólares que los diez de su maletín. La mente de contable de Lyle se puso a trabajar... y los

cargó en la cuenta (los diez dólares) de la experiencia.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Ya estaban muertos

C. B. Gilford

Joey Marven sudaba. Ah, sí, lo hacía en los entrenamientos diarios, en un estadio que

incluso cuando no se jugaban partidos se llenaba, y se incrementaba los sábados por la tarde,

cuando él, el cerebro del equipo, les empujaba a una victoria tras otra. Sudaba entonces, debido

al esfuerzo. De eso se sentía orgulloso. Lo malo era el otro sudor, el que expelía su conciencia;

ése que no fluye, que se acumula, y que va dejando un poso que crece como un tumor y, al final,

pudre lo que llamamos la integridad de un hombre.

No es que copiara en los exámenes. No tenía por qué, destacaba entre los más preparados

de su clase. No es que robara o anduviese metido en líos de apuestas. Tampoco le hacía falta. Su

beca de atleta y el dinero que le mandaban de casa le bastaba y sobraba.

Sin embargo, en otro sentido, estaba jugando sucio: robaba y realizaba apuestas que no

podía cubrir. Jugaba sucio con otro ser humano, porque le quitaba algo más precioso que el

dinero al apostarse irresponsablemente su futuro y su felicidad... Naturalmente, nos referimos a

una mujer.

Joey Marven había caído en una trampa, y ya era mayorcito para saber que ésta no se abre

sola para liberar a sus presas. Hay que revolverse y quebrar el cepo. Aquél era el único modo de

escapar: utilizando la violencia contra algo o contra alguien. Debería haberlo sabido. Resultaba

igual que en el terreno de juego. Cuando no se encuentra a nadie a quien pasar el balón y los

defensas se echan encima, el jugador debe forzar la máquina. ¡Ah, si hubiera sabido esto al

principio, cuando la trampa se estaba cerrando sobre él!

Un miércoles por la noche, se escurrió fuera de los dormitorios sin que le vieran y fue a

visitar a Tris Kinnard. Sabía que debía hablar con ella por lo menos una vez más, no para

empezar de nuevo, pues ya le había dicho que todo había acabado; desde luego, por su parte así

era. Pero es que la chica se había tomado el asunto muy a pecho, y él quería saber las

consecuencias.

El turno de Tris en La alfombra roja acababa a medianoche, con lo que Joey esperó un rato

después de las doce, y se dirigió, conduciendo el coche, hasta las afueras de la ciudad. Ella vivía

por entonces en un apartamento alquilado, encima de una estación de servicio. Aparcó donde

siempre, en un lugar bien apartado de la carretera y oculto entre los árboles. Allí nadie vería su

vehículo. Comprobó que había luz en el primer piso. Ella estaba en casa.

Salió del coche, sin olvidarse de cerrar la puerta con cuidado. Luego atravesó a pie el

aparcamiento de gravilla, donde no había ningún auto, protegiéndose bajo las sombras. Subió

las escaleras de la parte de atrás, que conducían al apartamento de ella... Realizó unos

movimientos familiares... recorrió unos pasos familiares. Sin embargo, dudó un momento ante

la puerta; por último, llamó con los nudillos.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Sonrió. Nunca había llamado a esa puerta. Si en aquel momento lo hacía de un modo

automático y natural, obedecía a que ya asumía el hecho de que la aventura amorosa había

terminado.

Nadie abrió. Resultaba extraño. Estaba seguro de que ella se encontraba en casa. Podría

haber dejado una luz encendida, pero nunca dos. Llamó otra vez y esperó.

Como tampoco hubo respuesta, probó a accionar el picaporte. La puerta no estaba cerrada

con llave. La abrió, entró y, enseguida, vio a la joven.

Ese hombre, cuyos reflejos semejaban los de un felino, según contaban los cronistas

deportivos, se quedó paralizado. Tris Kinnard se encontraba en la cocina que daba al salón, con

el traje de camarera todavía puesto. Estaba de rodillas... ¡y tenía la cabeza metida en el horno!

Un fuerte olor a gas llegó hasta la puerta, donde Joey seguía inmóvil.

No reaccionó. Estaba aturdido. No pudo sino contemplar la horrible escena. Por la puerta

abierta entró un poco de aire fresco, pero todavía salía gas del horno. ¿Se hallaba Tris

inconsciente? No estaba seguro. ¿Había muerto, quizá?

Mientras, las agujas del segundero del reloj de la cocina no dejaban de avanzar. Joey

continuaba sin hacer nada.

«¿No reaccionaba porque quería que ella muriese?»

Tamaña sospecha le despertó de su letargo. Entró en la cocina, tomó a la muchacha en

brazos y la sacó al aire libre. Su cerebro se puso a trabajar. Bajó las escaleras y la tumbó en la

hierba, a la luz de la luna. Intentó conservar la calma, buscó el pulso en la muñeca... lo percibió:

era débil pero constante. Respiraba débilmente, pero respiraba.

Como Joey había estudiado primeros auxilios, se arrodilló sobre ella y le aplicó la

respiración artificial. El aire fresco podría bastar para reanimarla pero él quería ayudarla

metiéndole un poco de oxígeno en los pulmones. Mientras trabajaba rítmicamente, siguiendo

los pasos que había aprendido, pensó que debería llamar a un médico o llevarla a un hospital.

Ahora bien, eso supondría que se iba a saber todo, y tenía que evitarlo a toda costa.

La cosa le salió bien. Cuando terminó de hacer la respiración artificial, ella ya lo hacía con

normalidad, reaccionaba su organismo. Mantenía los ojos cerrados; sin embargo, su pulso iba

mejor. Viviría.

El joven deportista volvió al apartamento tapándose con un pañuelo la nariz y la boca,

tratando de no respirar. Quitó el gas y abrió todas las ventanas. Tenía que devolverle la

habitabilidad al lugar, porque no contaba con otro sitio donde llevar a la muchacha.

Cuando regresó al lado de Tris, ésta se agitaba, luchando por recobrar el sentido.

Temiendo que ella sufriese una neumonía si seguía allí afuera, en la hierba, la levantó y la llevó

a su coche. Y la tendió boca abajo en el asiento delantero, dejando las dos puertas abiertas.

Entonces se puso a caminar de un lado a otro. Pasó algún vehículo a toda velocidad por la

carretera, pero aparentemente nadie le vio a él o a su coche, a pesar de que seguía con las dos

puertas abiertas. Miraba de vez en cuando a la chica, para comprobar cómo iba. Aunque estaba

mejorando, él quería volver al apartamento tan pronto como fuera posible.

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Subió otra vez. Todavía podía percibirse un leve olor a gas, aunque el aire fresco de la

noche casi había eliminado la atmósfera viciada.

Se sentó en el sofá, dudando de si traerla ya o no. Entonces, por primera vez, vio un sobre

blanco sobre una mesita. Alguien lo había apoyado en un jarrón de forma que fuera bien visible;

pero él no se había percatado hasta aquel momento. ¿La nota de una suicida?

Temblando, se levantó y se acercó a la mesita... ¡No, no, no! Algo andaba mal, lo presentía.

Estaba allí. Tris había escrito el nombre con trazos resueltos: «Joey». Una emoción histérica le

sacudió mientras rasgaba el sobre.

«Joey, cariño —empezaba la carta—. Estaré muerta cuando leas esto, pero ¿a ti qué más te

da? Ya me consideras un estorbo. Has encontrado otra chica. Supongo que debo desearte que

seas feliz con ella. No estoy segura. Lo único que sé es que yo jamás podría ser feliz sin ti. Me

resulta imposible afrontar todos esos años que me aguardan. Espero que Alison Blair te quiera

tanto como yo te he amado, aunque dudo de que pueda quererte tanto como yo. Y tampoco

creo que tú la quieras. ¿Sabes realmente lo que es amar? ¿O sólo conoces la ambición y el

egoísmo? Perdóname, Joey. Sin que me importe lo que seas, te amo. Adiós, Tris.»

Dejó caer la carta, que aterrizó sobre unos recortes de periódicos. Los reconoció porque

eran los mismos que él coleccionaba. «Joey Marven lleva al State a la victoria... Joey Marven

consigue tres pases TD... Joey Marven, nombrado defensa de la semana... Es posible que Joey

Marven sea el primer jugador del State que llegue a ser considerado el mejor de América en los

próximos diez años...»

Escondió el rostro entre las manos, tratando de controlar los temblores que le sacudían.

¡Dios santo; pero si todas las pruebas habían estado allí, en la mesita! Si no se le hubiera

ocurrido venir aquella noche, Tris estaría muerta y quienquiera que la hubiese encontrado

hallaría sin duda la carta. La inculpación se probaba en letras bien grandes, para que se

enteraran la policía, la prensa y el mundo entero.

Joey ya era noticia, pero únicamente en la sección de deportes. A partir de aquel momento,

le concederían la portada: «Una muchacha se suicida por una estrella del fútbol...

Antes de suicidarse, dejó una carta de despedida, en la que menciona a Alison Blair, hija

del potentado Francis Simpson Blair... La camarera fallecida acusa a Joey Marven de preferir la

ambición y el dinero al amor...». ¡Y ahí no acabaría todo! La prensa y los otros medios de

comunicación tendrían de qué hablar durante semanas sobre un nombre importante en el

mundo de los deportes y otro en el de las finanzas.

Significaría el fin de todo aquello que Joey ambicionaba. A los Blair no les importaría dar

un poco de publicidad pero, indudablemente, no de aquella clase. Podía imaginarse

exactamente la cara que pondría el viejo Frank al ver su famoso apellido mezclado en el oscuro

asunto de una camarera, que metió la cabeza en un horno de gas al verse despreciada por un

joven, que pretendía ser su yerno en un futuro próximo.

Y todo había ocurrido en un apartamento de las afueras... ¡Una hija de los Blair y una

camarera desconocida formando parte del mismo triángulo amoroso!

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Joey volvió a sentarse en el sofá, estremeciéndose al pensar en lo cerca que había estado

del desastre. Estaba demasiado ensimismado en sus temores como para oír los pasos que se

acercaban subiendo despacio las escaleras. No se esperaba que Tris apareciera en aquel instante

y le hablara desde la puerta abierta.

Se volvió para mirarla y, en un primer momento, no supo decir si era ella en persona o su

fantasma, que había venido a atormentarle más aún. Una palidez cadavérica cubría el

semblante de la mujer, surcado por unas tremendas ojeras negras. La chica siempre había

tenido un aspecto desvaído, pero lo que Joey, en aquel instante, tenía ante sí parecía un cadáver

recién sacado de la tumba... ¡Los largos, gloriosos y dorados cabellos le colgaban como la parte

superior de una mortaja!

—Joey —preguntó—, ¿por qué lo has impedido?

No lo sabía. Se levantó, dispuesto a sujetarla en cuanto ella se desvaneciese, cosa que no

tardó en ocurrir. La tomó en sus brazos y la llevó al pequeño pero bien arreglado dormitorio.

La puso en la cama con ternura y la cubrió con una manta para protegerla de la brisa

otoñal que todavía entraba por las ventanas abiertas... La cabellera se esparció sobre la

almohada. Luego, los ojos azules que se habían vuelto oscuros, casi negros, le miraron llenos de

reproche.

—¿Por qué lo impediste, Joey? —preguntó de nuevo.

Él se sentó junto a ella. Estaba confuso.

—Porque lo que estabas haciendo era una locura —le respondió.

Tris acarició el talismán que llevaba en una medalla de plata alrededor de su cuello. Era

un diminuto balón de fútbol, el único regalo que él le había hecho y que ella jamás se quitaba.

—Te quiero, Joey. No puedo vivir sin ti.

—Es una locura —insistió—; sólo tienes diecinueve años, Tris. Con el tiempo, esto te

parecerá una estupidez. Ahora no te das cuenta...

Siguieron hablando, cubriendo el mismo terreno que ya habían recorrido muchas veces

desde que el domingo por la noche él le dijera que todo había terminado entre ellos. Domingo,

lunes, martes, miércoles... En tres días la hermosa muchacha se había transformado en un

zombie. Joey se sentía desesperado. Debía convencerla. Mientras hablaban, se acordó de cómo

había comenzado todo entre ellos, y se preguntó cómo algo tan maravilloso había terminado de

esa manera.

Cierto que él tenía toda la culpa, porque antes de conocer a Tris Kinnard ya estaba

saliendo con Alison, a la que prácticamente consideraba su prometida.

Alison había ido detrás de él casi todo el año anterior, el primero que pasó en la

universidad, porque era una estrella del equipo de fútbol. Al principio, le halagó el hecho de

que una chica rica le acosara. Y entonces comenzó a estudiar las posibilidades económicas y

sociales. Los padres de Joey pertenecían a la clase media, y eso era seguramente lo que a él le

esperaba, pero Alison era rica. Se codeaba con la crème de la crème del Estado. El día en que ella

le llevó a casa para presentarle a su padre, éste, Francis Simpson Blair, fue al grano.

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—¿Lo vuestro va en serio?

Joey recordaba la conversación muy bien._

—Verá, señor, no exactamente. Quiero decir... Procedemos de familias con una situación

económica muy distinta...

—Bueno, pero parece que Alison sí va en serio. Te ha traído aquí para presentarte a la

familia; y a pesar de la humildad con que hablas de los tuyos, has tenido el coraje de venir a

visitarnos. Dime, Joey, ¿eres ambicioso?

—Sí, señor.

—¿Tienes el ojo puesto en mi empresa?

—Su empresa goza de una enorme reputación, señor.

—En efecto, y he estado pensando en la mejor forma de que tú pudieras encajar en ella. Al

principio no me gustaba la idea. Me parecía que Alison se había dejado impresionar por tus

músculos, tu encanto y tu reputación. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que es

precisamente tu fama deportiva lo que podemos aprovechar en beneficio de la empresa. Tú

podrías obtener el título de mejor jugador del año la temporada próxima. En ese caso podría

meterte en el fútbol profesional. Supongo que te gustaría ¿no? La gente se interesa hoy en día

mucho por los deportes. Admiran a las estrellas del fútbol. Así que podrías ofrecer un

magnífico escaparate para la compañía. Además, se ve que eres un hombre brillante en los

estudios.

Así fue como Francis Simpson Blair le aceptó como miembro de la familia. De hecho,

todavía no se había realizado ninguna petición formal de la mano de Alison, pero siempre

hablaba dando por supuesto que se casarían cuando Joey acabase la carrera. Probablemente,

ella hubiera preferido casarse antes, pero él siempre se había mostrado remiso por alguna razón

que su novia no acertaba a comprender.

Creyó que había descubierto tan oculta razón cuando, al final del verano, se tomó una

semana de vacaciones para reflexionar sobre sí mismo. Fue entonces cuando conoció a Tris

Kinnard.

Sucedió como ya es clásico en estas cosas: se vieron, se gustaron y se enamoraron como

niños. Estalló la pasión, y fue hermoso, ¡muy hermoso! Pasaron la semana más feliz de sus

vidas. Para él, Tris Kinnard resultó una princesa; para los demás, una perfecta desconocida.

Fue consciente de este hecho desde el principio pero, durante una semana, vivió como si

no le importara lo más mínimo. Ella trabajaba de camarera en el lugar y con el dinero que

ganaba pretendía matricularse en la universidad para empezar alguna carrera. No vivía en casa

porque sus padres se habían peleado. En fin, una chica que no ofrecía un currículo

extraordinario, pero que era bonita y dulce, un sol.

Y al cabo de una hora de haberla conocido, él le declaró su amor, y es posible que fuera

sincero.

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En efecto, aquella misma semana ella colgó su uniforme de camarera. De repente, el

tiempo se había vuelto precioso, y quisieron disfrutarlo juntos. Todo resultó casi como una luna

de miel.

Sin embargo, la semana acabó pronto. Joey debía volver a la universidad... el último año...

entrenamientos tempranos... una gran temporada a la vista... quizás el título de mejor jugador

del año en América... la graduación... Alison... la boda... Probablemente llegaría, en pocos años,

a formar parte del fútbol profesional... y, al mismo tiempo, trabajaría para la empresa de su

suegro... El futuro... la prosperidad... la riqueza... el prestigio...

Ahora bien, ¿qué podía hacer con Tris Kinnard?

Las alternativas eran obvias. Decirle a la camarera que todo se había acabado entre ellos,

largarse por las buenas y volver a la universidad. O confesarle a Alison Blair que se había

enamorado de otra mujer, casarse con Tris, mandar a paseo a la empresa Blair y a todo lo

demás.

Sin embargo, no se inclinó por ninguna de las dos opciones. Era absurdo que abandonase

la alianza con los Blair; y tampoco podía apartar a Tris de su lado, al menos de momento.

Por este motivo intentó mantener un equilibrio, que le impidió ser sincero. Le dijo a Tris

una sarta de mentiras: que tenía que mantener su relación en secreto, ya que había otra mujer

(aquí confesó parte de verdad) de la que debía apartarse, pero que esas cosas llevaban tiempo;

que le esperaba un programa fortísimo de entrenamientos (tampoco era algo muy alejado de la

verdad); y añadió que tenía una familia muy estricta, que vivía a pocos kilómetros de la

universidad; que todos aquellos problemas terminarían arreglándose, y que les haría falta

mucha paciencia.

Tris no se dejó convencer fácilmente. Se fue a la ciudad, encontró un trabajo y un lugar

donde quedarse, y allí, manteniendo una vida discreta, le esperó siempre que él quiso acudir.

Durante unas cuantas semanas, esto funcionó de maravilla. Sus encuentros, no frecuentes, se

sucedían en un clima de clandestinidad, de prohibición, como si interviniera la magia.

Por supuesto, también influían las presiones sociales y humanas: los estudios, el fútbol,

Alison y, lo peor de todo, sus remordimientos de conciencia. Terminó por considerarse un

canalla. No tenía la más mínima intención de dejarlo todo por casarse con Tris. ¿Unirse a una

camarera para el resto de sus días? ¿Condenado a una vida mediocre, junto a una mujer de una

clase social inferior a la suya?

Y fueron la suma de estos remordimientos, no el hecho de que estuviera cansado de ella,

lo que le impulsó a decirle que todo había acabado. Eligió el domingo anterior, por la noche:

—Lo nuestro no puede continuar —le dijo entonces...

—Lo nuestro no puede continuar —le repitió al pálido ser que yacía en la cama.

—Sí, ya lo sé, Joey —aceptó ella. Sus ojos tristes le miraban sin vida, sin pasión—. Tú me

has convencido de eso.

—Muy bien. Entonces vas a olvidarme. Haces las maletas, te vas a alguna otra parte y

encuentras a otro que te quiera más que yo. Hay montones de hombres que se volverían locos

por una chica como tú.

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—Pero yo te amo a ti, Joey

—Ya se te pasará.

—Te amaré siempre. ¡No quiero a nadie más! ¡Deseo morirme...!

—¡No, no puedes hacer eso!

¿Qué más le quedaba por decirle? No iba a sugerirle que, ya que insistía en suicidarse, lo

hiciera lejos de allí, y que además quemara antes los recortes de periódico, y que no le escribiera

ninguna nota de despedida, y que, en fin, le dejara a él fuera del asunto completamente. Es

verdad que ella le amaba, y decía que lo único que deseaba era la felicidad de él, pero ¿quién

sería capaz de fiarse de una mujer? Quizá, si le insinuaba que lo que más le molestaba era el

hecho de que le implicara en su suicidio, ella lo pregonaría todo a los cuatro vientos.

—Tú has elegido tu camino, Joey; y no puedo impedírtelo. Yo también he tomado el mío:

la muerte. ¡Y no me detendrás!

Ella no hablaba en broma. Joey tenía pruebas más que suficientes.

Entonces se le ocurrió una idea. Si ella estaba tan dispuesta a morirse, ¿qué más daba si él

se ocupaba de que, en lugar de dar toda aquella publicidad, lo llevase a cabo en algún lugar

apartado, sin implicarle a él para nada? Sí, él la ayudaría a morirse.

Para ello debería recurrir de nuevo a la mentira, y no dudó en actuar de esa forma. Ya

tenía mucha práctica en tales menesteres. Le dijo que había cambiado de opinión al verla al

borde de la muerte. La posibilidad de no volver a tenerla más a su lado le había hecho entender

que era a ella a quien amaba, y con quien quería casarse, y no a Alison Blair.

Tris no debería haberle creído pero, ante semejante alternativa (amor o muerte), ¿quién

podía culparla si se agarraba desesperadamente a un clavo ardiendo?

La camarera se quedó en el apartamento, sin acudir al trabajo, reponiendo fuerzas durante

todo el fin de semana. Joey tuvo una mala tarde en el estadio. Con sus malos pases casi pierden

el partido, y se pasó la segunda parte en el banquillo. Estaba distraído, era incapaz de

concentrarse en el juego.

El domingo, Joey dijo a Alison que, después del partido, se sentía hecho polvo, tanto física

como moralmente, y que prefería pasar el día a solas. En cambio, citó a Tris en un camino

apartado, a unos trescientos metros de su apartamento. Allí nadie la vio subir al coche.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

Estaba radiante y guapísima otra vez. Tres días de descanso y la recuperación del amor de

Joey le habían devuelto todo el encanto.

—A ningún sitio en particular —respondió él—. Se me ocurrió que podíamos pasar el día

juntos. Dar un paseo... Tomar el aire. Y luego iremos a cenar a alguna parte.

Ella estaba muy contenta. Se puso a aplaudir, se inclinó hasta él y le besó en la mejilla.

El contacto de sus labios le quemó a Joey la piel. Fue como el beso de Judas; pero al revés:

la víctima había besado allí al traidor. Joey tranquilizó su conciencia poniendo como excusa lo

inevitable de la situación. No podía casarse con ella. Ninguna ley le obligaba a hacerlo o a

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enamorarse. Claro que, si no llegaban al matrimonio, si la dejaba de amar, Tris se mataría, pero

él sólo estaba ayudándola a suicidarse. Sí, era un delito pero jamás se podría considerar un

asesinato.

Mientras tanto, el joven deportista conducía el automóvil como el que no va a ninguna

parte, aunque sabía perfectamente adónde iba. Había estado allí mucho antes, no con Tris ni

con Alison, sino con una chica que quedó descartada hacía mucho tiempo. Llegó a pasar una

tarde estupenda con ella. Recordaba bien el lugar. Dos días antes, había acudido allí para

estudiar un plan más detallado sobre el terreno.

Estaba decidido a que el suicidio pareciese un accidente; a poder ser, un accidente tras el

cual tardasen en encontrar el cuerpo. Estuvo estudiando y rechazando varios métodos, entre

otros el gas, para esconder luego las pruebas de su aventura amorosa. Sin embargo, sabía que el

suicidio siempre atraía publicidad, y corría el riesgo de que se le pudiera escapar algún detalle.

Que Tris se ahogara sin ruidos, en un lugar escondido, le pareció más conveniente...

La camarera no tenía ni idea de dónde estaban. Se hallaban a unos ciento cincuenta

kilómetros al sur del campus universitario, en una carretera comarcal muy poco frecuentada,

que atravesaba unas solitarias colinas y unos bosques.

—Vamos a estirar las piernas un poco —sugirió él.

Sus deseos eran órdenes para ella. Caminaron agarrados de la mano por entre los árboles.

De vez en cuando Tris se detenía, se le echaba a los brazos y le besaba apasionadamente. Se

mostraba loca de contento. Luego, era ella la que le adentraba en el pequeño bosquecillo. Le

hacía cosquillas, le estrechaba contra su cuerpo, sin dejar de reírse.

Era un día estupendo para una escapada al bosque. Algunos de los árboles habían perdido

un poco su esplendor, pero todavía las ramas estaban casi atestadas de hojas amarillas, castañas

y rojizas. Hacía calorcito, y el aire traía el aroma de la hierba húmeda.

Como por casualidad llegaron al lago, que en realidad era poco más que un estanque.

Estaba en un pequeño valle, sus aguas eran de un color verde oscuro que le infundía un aspecto

frío, en medio de todas aquellas tonalidades calientes. Tris estaba feliz. Soltó la mano de Joey,

corrió colina abajo dejando atrás un remolino de hojas, y se quedó de pie en la orilla,

maravillada.

—¿No es adorable? —preguntó con los ojos radiantes.

Entretanto, Joey no cesaba de explorar los alrededores con la vista. No había nadie.

Ignoraba quién sería el dueño de esos terrenos, que no estaban vallados. Y no se veía ninguna

casa por allí cerca.

Llegó junto a Tris. Ella se apretó a él, temblando de dicha.

—¡Joey, estamos tan solos aquí...!

Sí, él había planeado aquella soledad. Su mirada no cesaba de recorrer minuciosamente la

superficie del lago, las colinas que lo rodeaban y los árboles. Nadie a la vista, y el espeso follaje

les cubría.

—Mira —dijo Tris—, hay una barquita con remos.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Él lo sabía muy bien. La había visto el día anterior, medio escondida bajo las ramas

colgantes.

—¿Y si damos un paseo, Joey?

El joven deportista le siguió, muy a gusto, la corriente, y nunca mejor dicho. Desataron el

bote, lo empujaron al agua y, después, remaron hasta el centro del estanque. Allí se dejaron ir a

la deriva.

—El agua debe estar estupenda —dijo Joey al poco rato.

Estaba impaciente. Cuanto más tiempo se quedaran allí, más peligroso sería.

—¿Vas a nadar, querido?

—Pues sí.

—Te has vuelto loco. El agua está helada.

Ella hundió la mano y la sacó rápidamente.

—Me da lo mismo.

Tris sabía que en verano a él le encantaba nadar; ella, en cambio, no era capaz de dar ni

una sola brazada. Siempre se quedaba tumbada en la orilla de la playa’ mir{ndole.

Joey remó hasta la orilla, bajó del bote y pidió a Tris que se dirigiera otra vez hacia el

centro. De esta manera, si el agua estaba demasiado fría, podría subirse. Ella le obedeció. En

tierra firme, él se quedó en calzoncillos, oteó una vez más las colinas, no vio a nadie, y se

zambulló en el pequeño lago.

El agua estaba helada, pero él no se hallaba en situación de esperar a la primavera para

llevar a cabo su plan. Nadó hasta el bote, sonrió a Tris. Ella parecía preocupada.

—Joey, vas a pillar una pulmonía.

El joven deportista le respondió buceando hasta el fondo. No era muy profundo, apenas

tres metros. El fondo estaba cenagoso, lleno de lodo y musgo. Pero era blando, tal y cómo él

esperaba. Subió a la superficie, tomó aire y se agarró a la borda del bote, justo donde Tris estaba

sentada.

—¿No tienes frío?

La miró, y pensó en sus argumentos homicidas por última vez. Ella quería morir. Si la

abandonaba, seguro que se quitaría la vida. Y él iba a hacerlo. Luego no se trataba de un

asesinato, sino más bien de la complicidad en un suicidio.

A partir de aquel momento, después de echar una última ojeada a su alrededor y

comprobar que estaban solos, Joey tiró del bote hacia abajo con fuerza y lo volcó. Tris, sin que le

diera tiempo ni siquiera a abrir la boca, cayó al agua.

Joey tardó un momento en encontrarla. Sólo quería asegurarse de que no podía agarrarse a

la barca. Descubrió que ésta también se estaba hundiendo. Ella se agitó desesperadamente a

pocos metros de él; el peso de sus ropas empapadas la arrastraban inexorablemente hacia el

fondo.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Estaba dispuesto a ahogarla él mismo pero, como había previsto, no fue necesario. Ella fue

su propio verdugo, debido a que sus esfuerzos frenéticos la agotaron pronto. Al final, le miró.

Fue, al principio, una mirada de sorpresa, hasta que comprendió la fatalidad de su destino.

Entonces lo aceptó y dejó de luchar. Si él quería que muriera, ella no haría nada para impedirlo.

Se hundió lentamente, como si una mano invisible tirase de ella hacia abajo.

Joey esperó, flotando en la superficie. En aquel momento se encontraba solo. Tris y la

barca se habían hundido. Nada más que emergían unas cuantas burbujas. Por fin, bajó

buceando.

Encontró el cadáver enseguida y lo arrastró consigo mientras buscaba el bote. Cuando lo

encontró, sólo fue cuestión de meter el cuerpo debajo. Eso mantendría a Tris allí durante un

tiempo, y parecería evidente lo' que había ocurrido: el bote volcó y la muchacha se hundió con

él. Al volver a la superficie, comprobó que todo había sucedido según sus planes.

Fue nadando hasta la orilla, donde había dejado su ropa. Se vistió. Estaba empapado, y no

dejaba de tiritar. Volvió a donde estaba el auto. No se veía a nadie en el camino.

Aquella misma noche se dirigió al apartamento de Tris con la llave que ella le había dado,

registró el lugar y se llevó todo lo que pudiera implicarle en la vida de su víctima. Después,

cuando salió, arrojó la llave a un solar.

Aparte de las dos llamadas telefónicas, desde larga distancia, de sus padres, en las que le

expresaban su preocupación por el mal partido del sábado, la semana transcurrió sin

novedades hasta el viernes. El periódico de la tarde traía la noticia. Se había encontrado un

cadáver.

El espantoso hallazgo había tenido lugar en un terreno boscoso, que pertenecía a un

granjero llamado Cari Finch. Había un pequeño lago o estanque en la propiedad. Su dueño

tenía un bote, cuyos remos había encontrado flotando. Enseguida sospechó que la embarcación

se había hundido, por lo que rastreó el fondo del lago y la localizó. Cuando la levantó, el cuerpo

de la muchacha salió a flote...

Todo aquello era de esperar.

Finch había reconocido la ropa de la chica porque, según él, la había visto el domingo

anterior, cuando ella se metió en su terreno con un hombre.

«Los dos estaban en mi propiedad, ilegalmente —citaba el diario— pero no quise echarlos

porque consideré que formaban buena pareja; me pareció tan romántico... Yo los observé un

poco desde lo alto de una colina. Los dos parecían muy felices, sobre todo la chica. Ella corrió y

se metió entre los árboles, y pude oír cómo se reía. Llegaron al estanque. Entonces ella vio el

bote, y me dio la impresión de que quería dar un paseo en él. Luego, subieron juntos y remaron

hasta el centro del estanque. No soy ningún fisgón, así que, como era hora de cenar, me fui de

allí.»

Joey Marven estuvo a punto de desmayarse. Se había encontrado en un tris de ser

descubierto.

«El joven —seguía Finch en el artículo— debe encontrarse en el fondo del lago.»

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Las autoridades, de acuerdo con esta opinión, habían procedido inmediatamente a las

operaciones de dragado. Pero el resultado, curiosamente, había sido infructuoso. El estanque

era pequeño, por lo que el trabajo sólo debería haber llevado unas cuantas horas a lo sumo.

La muchacha todavía no había sido identificada, pero la policía estaba comprobando las

listas de personas desaparecidas. Finch, el granjero, no había visto ningún coche, ni a ninguna

otra persona. Se especulaba con la posibilidad de que la pareja hubiese llegado haciendo dedo,

o en autobús, o que algunos amigos los hubieran dejado allí. De todos modos, las circunstancias

que rodeaban el caso daban lugar a sospechas, por lo que seguirían buscando el segundo

cuerpo.

¿Había visto bien el señor Finch al joven? Este personaje no estuvo cerca de la pareja pero

presumía de tener buena vista. Y aseguraba que le reconocería en cuanto le viera.

Joey Marven estaba empapado de un sudor frío cuando puso el periódico en la mesa.

Tenía una cena con Alison pero no se atrevió a cancelarla. Aquella noche, ella le encontró

particularmente aburrido y le pidió que la llevase a casa temprano.

El día siguiente, el sábado, resultó peor. Durmió poco y mal. Jugó falto de entusiasmo, de

fuerzas y de concentración; y estuvo en el banquillo la mayor parte del segundo tiempo. El

equipo ganó de milagro, por un estrecho margen.

El periódico dominical interesó al asesino en dos puntos. El primero aparecía en el artículo

de fondo de la sección de deportes. «¿Qué le ocurría a Joey Marven?» —se preguntaban. Había

hecho un principio de temporada envidiable; pero los dos últimos partidos los acababa de jugar

de un modo desastroso. El entrenador estaba furioso, sorprendido. Supuso que Joey debía de

tener algún problema extradeportivo.

La otra historia aparecía en la portada. Las autoridades habían dragado el lago propiedad

de Cari Finch, sin que ningún otro cadáver hubiese aparecido. La policía local y el comisario,

aunque todavía no estaban seguros, sospechaban que la muchacha había sido asesinada.

También Francis Simpson Blair se hallaba lo suficiente preocupado por la marcha

deportiva de su futuro yerno como para visitarle.

—¿Qué pasa contigo, Joey? —preguntó.

—No lo sé exactamente, señor.

—Bueno, presta atención. Tienes que averiguar qué es lo que sucede y solucionarlo. No

estamos hablando sólo de un par de partidos de fútbol. Tu carrera en mi empresa se basa en tu

prestigio deportivo. Este es un buen escaparate para el negocio, y debes cuidarlo. Quiero que te

recuperes. Hay algo que te preocupa. ¿De qué se trata? ¿Quieres confiar en mí?

—No hay nada que ocultar, señor.

—Quizá deberías consultar a un médico, un psiquiatra...

—No, por favor. Todo irá bien.

Joey también pertenecía a Alison, que se mostró muy preocupada. Ella era alta y delgada,

elegante, y tenía un rostro huesudo. El fin de semana anterior había estado condescendiente,

maternal. Pero en aquel momento estaba muy contrariada.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—La gente se pasa el día preguntándome qué ocurre. ¿Qué mosca te ha picado? Me da

vergüenza salir a la calle, ver a mis amigas; y eso no puede ser.

—Lo siento —acertó a decir.

—¿Te das cuenta de la posición en que me pones, Joey? Todo lo que haces es noticia... La

gente sabe que salimos juntos, así que cualquier asunto tuyo me concierne.

—Lo siento.

—¿Cómo? ¿Es eso todo lo que tienes que decirme? ¿Qué vas a hacer?

Entonces, él saltó furioso:

—¿Quieres que lo dejemos? ¿Es eso lo que insinúas, que rompamos? ¡Sólo tienes que

decírmelo!

—Yo no he dicho tal cosa. Lo que quiero es que salgas de este bache. Eso es todo.

Simples reproches, así de fácil. Había matado a una muchacha (o la había ayudado a

quitarse la vida), y lo había hecho por ella. Y en aquel momento le exigía que se superase. Como

si fuera tan sencillo.

—En el caso de que me tengas alguna consideración, Joey; si de verdad me quieres,

reacciona.

Al día siguiente, la primera página del diario todavía reservaba un espacio al suceso de

«La muchacha del estanque». Una autopsia había confirmado la muerte por asfixia pero no

había señal alguna de lucha o de violencia.

¿Qué pudo ocurrir? La policía no descartaba que hubiera sido un accidente. Quizás el

acompañante se había asustado, temeroso de que le acusaran de asesinato. Pero ¿por qué no lo

había declarado? ¿Acaso su relación con la muchacha había sido secreta por algún motivo y

temía revelarla?

La búsqueda del joven se hallaba en marcha. El granjero Cari Finch había facilitado una

descripción a la policía. Ropa: una cazadora gris y unos pantalones (eso no iba a ser de mucha

ayuda). La descripción física sí era detallada. A juzgar por la altura del joven cuando estaba al

lado de la chica, debía medir algo más de un metro ochenta. Probablemente pesaría unos

setenta y ocho kilos; era ancho de hombros; de pelo corto, castaño oscuro; bastante bien

parecido... De hecho, ofrecía todas las trazas de un atleta.

«Me atrevería a decir —había dicho Cari Finch— que tenía edad de ir a la universidad y,

en ese caso, seguramente juega al fútbol. Soy un gran aficionado a los deportes, sobre todo al

fútbol. Yo jugué en el State hace años. Ese chico tenía pinta de extremo, o quizá de defensa.»

Joey examinó las palabras impresas. Conocía su propia talla. Medía poco más de metro

ochenta, y la última vez que se había pesado la báscula marcó setenta y nueve kilos... ¡Y Finch

había dicho que reconocería fácilmente al acompañante de «la muchacha del estanque» si le

volviera a ver!

Joey guardó todas sus prendas grises en el armario, y empezó a vestir de azul y marrón

oscuro.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

29

En el entrenamiento del miércoles sólo ensayaron los pases. El partido del sábado era de

los más duros del campeonato. Si alguien podía quitarle el título al State, ésos eran los Lobos; y

ciertamente lo harían si Joey Marven no se encontraba en plena forma. Así que el miércoles

ensayó unos doscientos pases, y el entrenador le observó atentamente.

También lo hicieron un periodista y un fotógrafo, que habían ido a ver el entrenamiento.

Al terminar éste, le pidieron una entrevista. Al entrenador no le importó.

—¿Qué tal lo va a hacer el State este sábado? —preguntaron a Joey.

El joven no había estado poniendo demasiada atención en el entrenamiento aquella tarde.

Llegó a realizar casi todos los pases bien, aunque más por instinto que por concentración. Sin

embargo, estuvo atento a la entrevista.

—Vamos a ganar —dijo automáticamente.

—¿Te encuentras en buena forma, Joey?

—Pues claro.

—Todo el mundo sabe que en los últimos dos partidos tu actuación ha dejado mucho que

desear. ¿Cómo te lo explicas?

—Todos podemos pasar por una mala racha, ¿no?

Siguieron así unos minutos, con preguntas agudas, respondidas sin ganas. Entonces el

fotógrafo les interrumpió.

—¿Qué tal si te hacemos unas cuantas fotos? Nada de acción. Sólo tienes que permanecer

quieto, todo sudado, para que vean que hoy le has dado duro.

El hombre levantó la cámara y enfocó a Joey, en un primer plano. La mente de Joey hizo

«click» al tiempo que la cámara.

«Soy un aficionado al deporte —recordó las palabras del granjero— sobre todo al fútbol...

le reconocería, de volver a verle...»

El joven se revolvió, agarró la cámara y la estrelló contra el suelo. La pisoteó, dejándola

hecha un cisco.

—Eh, ¿qué haces?

—No quiero fotos, ¿entendido? ¡Ni una sola!

Más tarde, Alison le acorraló.

—Joey, he oído lo que les has hecho a esos reporteros esta tarde.

—Estaba furioso, echaba chispas.

—No quería que me tomasen unas fotos. No les di permiso. Nadie puede ir por ahí

realizando fotos de todo lo que se le antoje.

—¡Tú eres un hombre público!

—Yo no quiero ser ninguna figura pública.

Se dio la vuelta, mostrando la rigidez de su espalda y de sus hombros.

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—Tú estás loco de remate. Es la única idea que me viene a la cabeza.

Sí, era una idea bastante exacta. Había perdido la razón desde hacía algún tiempo.

Joey no quería de ninguna manera que su rostro apareciera en ningún periódico que Cari

Finch, forofo de su equipo, pudiera leer. Sin embargo, su actitud produjo el efecto contrario.

El diario incluyó numerosas fotografías de Joey Marven, de las muchas que tenían en su

archivo; además, un comentario extenso de su ataque al fotógrafo. Hacía dos semanas el joven

era el ídolo del campus y de la ciudad pero, en aquel momento, después de meterse con un

periodista, iba a ser el pan de cada día en los editoriales. En pocas fechas recibió más publicidad

que en toda su vida.

Desesperado, comunicó el viernes su decisión al entrenador.

—Mire, mañana no voy a estar para nada. Si me incluye en el equipo, lo estropearé todo.

No quiero jugar. Deseo irme del equipo.

Sin embargo, Francis Simpson Blair había venido para ver el partido del sábado. Y él y

Alison abordaron finalmente a Joey en su cuarto. El potentado se expresaba con más control

que su hija. Su intervención fue fría, racional e implacable:

—Tú solito te has puesto las cosas muy feas, jovencito. Los estudiantes están de tu parte,

no al lado de ese periódico pero, si no juegas esta tarde, les decepcionarás, nos darás de lado a

todos. Y eso no te lo perdonará nadie. En un día perderás toda la consideración, el buen nombre

y las amistades que has ido consiguiendo estos años. A nadie le gusta un cobarde. Es cierto que

has tenido un poco de mala suerte últimamente, no has estado afortunado. Pero no puedes

retirarte así como así, incluso si te hacen morder el polvo. El entrenador es capaz de quitarte del

equipo pero tú jamás debes abandonarlo por ti mismo.

—Señor, no puedo hoy salir al campo de juego...

—Ahora escúchame, hijo, ¿te importa Alison?

—Sí.

—¿Eres consciente de lo que te estoy diciendo?

—Sí.

—¿Quieres mantener tu futuro en mi empresa y en mi familia?

—Sí.

—¡Entonces saldrás a jugar!

—No puedo hacer eso, señor.

El domingo por la mañana, junto con la triste historia de la primera derrota del State en la

temporada, el diario daba la noticia de que «la muchacha del estanque», cuyo cuerpo fue

encontrado a unos ciento sesenta kilómetros, había sido identificada como Tris Kinnard, una

camarera que trabajaba en La alfombra roja, y era residente en la ciudad.

La chica vivía sola en un apartamento, encima de una estación de servicio, en las afueras

de la ciudad. El propietario del inmueble, al no ver señal alguna de que alguien ocupara el

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

31

apartamento durante las últimas semanas, había entrado allí con su llave. Enseguida, su

descripción de la inquilina fue relacionada con el caso de la muchacha del estanque.

Además, este último personaje, un tal Klein, la había identificado. El cadáver hinchado y

deformado resultaba difícilmente reconocible, excepto por el color y el tamaño del cabello. Lo

que el casero recordaba, sin embargo, era una pequeña medalla de plata que ella llevaba

siempre puesta, y que tenía un pequeño amuleto: una pelota de fútbol.

El lunes, por la mañana temprano, Joey habló con el rector de la Universidad y le pidió

una salida honorable. Podría haber huido simplemente pero aún persistía su instinto de

supervivencia, y consideró que eso resultaría demasiado dramático y espectacular.

Seguramente llamaría excesivamente la atención.

El rector se resistió a aceptar que el hecho de que Joey dejara la universidad fuera la mejor

solución. Como tantos otros, le aconsejó que fuera a ver a un médico.

—Después de todo, no vino aquí sólo para jugar al fútbol, señor Marven. Usted ha sido un

buen estudiante. Las dificultades que haya podido tener en el equipo no deben afectar a su

rendimiento en el campo académico. Como sabe, hoy en día todo el mundo necesita llevar un

diploma bajo el brazo.

—Tendré que arreglármelas sin él, por el momento, señor. Sencillamente, no puedo

quedarme.

Confirmó sus temores el diario de la mañana, que compró en cuanto dejó la oficina del

rector. En primera página, había un largo reportaje que hablaba de Tris Kinnard.

A la historia se le podía sacar aún mucho jugo. Un joven, descrito por un testigo como con

aspecto de jugador de fútbol, se había llevado a una muchacha a un estanque con un señuelo

para ahogarla. Se acababa de identificar el cadáver gracias a un amuleto que representaba un

pequeño balón, que colgaba de una medalla de plata. Ella había llegado a la ciudad cuando

empezó el curso y también, no se debía olvidar, con el primer partido de la temporada

futbolística.

Si exceptuamos estas claves, la vida de la víctima era un misterio. Tanto el hombre que la

empleaba como su casero afirmaron que nunca la habían visto con ningún hombre, pese a que

Tris Kinnard era una mujer muy atractiva. Debía tener un novio, y seguramente era el que la

había llevado al lago para ahogarla. Con toda probabilidad, un estudiante de State. No era

necesario que se tratara de un jugador de fútbol; pero siempre cabía aquella posibilidad.

La policía no iba tan lejos como para pretender interrogar a cada uno de los jugadores del

equipo de fútbol de la universidad, únicamente porque la muchacha tuviera una medalla con

una pelotita de fútbol. Pero, desde luego, iban a emprender una investigación de cara a obtener

más datos sobre la vida de Tris Kinnard. Intentarían localizar a sus parientes, descubrir dónde

había vivido antes de llegar a la ciudad, a quién podría haber conocido allí y, por tanto, qué la

había movido a venir a esta ciudad universitaria.

Para Joey Marven, resultaba obvio que tarde o temprano alguien asociaría dos hechos que

estaban evidentemente relacionados: ¡Joey Marven jugó su primer mal partido el día en que Tris

Kinnard murió!

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32

Joey condujo su coche rumbo al sur, lentamente, con la cabeza hecha un lío. No sabía

exactamente por qué iba en aquella dirección.

¿Para borrar pruebas? Demasiado tarde. Quizá con el propósito de enfrentarse a ese tal

Cari Finch, por ver si le reconocía, si le recordaba... Y si le identificaba, ¿qué haría? ¿Ahogarlo

en el estanque? Pensó en esa posibilidad vagamente, sin considerarlo o planearlo en serio, pero

intentando familiarizarse con la idea.

La aguja del cuentakilómetros se inclinó hacia la derecha. Era como si un imán estuviese

atrayéndole con fuerza. Dobló por la conocida carretera comarcal, y aparcó en el mismo sitio

donde lo hizo el día en que llegó allí con Tris.

El paisaje había cambiado, tanto en las colinas como en los bosques. A los árboles no les

quedaban hojas. El suelo, que entonces tenía motas verdes por doquier, mostraba en aquel

momento un tono rojizo o amarillento, alfombrado de hojas muertas. Los colores vivos del

otoño habían dejado paso a la desolación gris del invierno, que se acercaba. Soplaba un viento

helado. La estación de la muerte le estaba rodeando.

Caminó seguro de que seguía la ruta exacta que había tomado antes; sus pies buscaban las

huellas que había dejado aquella tarde de su desgracia. Podía verlas, marcándole el camino que

debía seguir; y caminó hacia adelante, sin remordimientos.

¡Ah, pero no tenía que olvidarlo! Tenían que parecer dos rastros de huellas paralelas: uno,

el suyo; y otro, el de Tris. Miró a su lado, y la vio junto a él... Se reía, le hacía cosquillas, con una

alegría sin esperanza... Ella tomó su mano y tiró de él a lo largo del doble rastro de huellas.

Sintió su mano caliente, casi le quemaba; no podía soltarla, ella apretaba fuertemente. Estaba

muy hermosa. Sus cabellos rubios ondeaban al viento, mientras sus ojos brillaban y sus labios

sensuales sonreían abiertamente.

—Voy a casarme con Alison Blair —le dijo.

Ella no le oyó. Se limitó a llevarle hacia los árboles.

—Claro —añadió—; no puedo negar que te quiero. Sin embargo, no siento lo mismo por

Alison. Ni siquiera me gusta; y yo tampoco le agrado a ella, sólo le atrae la idea de salir con un

famoso futbolista. En cuanto deje de serlo, dejará de quererme. Y para el viejo... ¡sólo soy un

escaparate musculoso, capaz de proporcionar unos cuantos dólares a su compañía! Pero yo

tengo que pensar en mi futuro, debes entenderlo. Por eso voy a casarme con Alison Blair,

aunque siempre te querré a ti.

Al fin llegaron al lago.

—Creí que lo habían dragado —dijo él.

Seguramente habían reparado el dique y además parecía que había llovido. Sí, había caído

mucha agua, las hojas no crujían bajo sus pies. Y el lago jamás había sido muy grande.

Tris soltó su mano, corrió colina abajo, y se quedó de pie en la misma orilla del estanque,

maravillada.

—¿No es adorable? —preguntó.

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Joey recorrió las colinas con la vista. Las ramas de los árboles aparecían desnudas ahora.

Pensó que debería ver al señor Finch, pero no lo logró. Seguro que el hombre estaba

observándoles desde alguna parte, de eso estaba absolutamente convencido. Estaría vigilando.

«Hacían una pareja encantadora. Parecían tan enamorados, era todo tan romántico...»

Sin duda, el molesto personaje iba a incordiarles.

Se unió a Tris en la orilla del pequeño lago.

—Mira —dijo ella—, hay una barquita con remos. ¿Y si navegáramos un poco, Joey?

Por supuesto, remarían lo que fuera necesario. La amaba. Le gustaba complacerla. Amaba

a Tris. ¿Por qué persistía en olvidarse de su sentimiento? Así que desataron el bote, lo

empujaron, y remaron hasta el centro del estanque. Allí se dejaron ir a la deriva.

—El agua debe estar estupenda —dijo él.

—¿Vas a nadar, Joey?

—Pues sí.

—Estás loco. El agua está helada.

De cualquier modo remó hasta la orilla. El joven era un buen nadador y debía mostrarlo.

Tris llevó la barca hasta el centro otra vez. En la orilla, él se quedó en calzoncillos y se zambulló

en el pequeño lago.

—Joey, vas a pillar una pulmonía. ¿No tienes frío?

El agua era su elemento natural. Pertenecía a ella, como los peces.

—Me encanta nadar —le contestó.

—Sigue tu camino, Joey —anunció la joven—, ¡Pero yo recorreré el mío: la muerte!

—No, tú no puedes...

—Jamás conseguirás detenerme. Siempre te querré. Ahora sólo deseo morirme.

Ya que la amaba, era su obligación ayudarla si insistía en sus macabros deseos, pero como

cómplice de una suicida, nunca como un asesino.

Se agarró a la borda y volcó la barca con todas sus fuerzas. Allí la tenía, en el agua, a su

lado. Le miró. Al principio, le miró sorprendida, hasta que comprendió que Joey quería que

muriera. No haría nada por impedirlo. Se hundió lentamente.

—¡Te quiero! —le gritó él—. No me abandones.

Entonces buceó, buscándola desesperadamente. La encontró.

—¡Te amo, Tris!—susurró, abrazándola, dejando que sus cabellos dorados, su cabellera de

sirena, ondularan bajo el agua—. Es a ti a la única que deseo... ¡Lo he decidido ahora y para

siempre!

Tomándola con él, encontró el bote hundido, y se deslizó debajo. Ya encontrarían los dos

cuerpos, como debía haber ocurrido siempre...

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Y ocho

Jack Ritchie

Iba a unos ciento veinte kilómetros por hora; pero la carretera, una recta que se perdía en

el horizonte, era tan fácil de seguir que parecía como si el coche fuera a sesenta.

Los ojos del pelirrojo que tenía a mi lado habían adquirido un brillo salvaje mientras

escuchaba la radio del auto. Cuando acabaron las noticias, la apagó.

Empezó a morderse las uñas.

—Ya han encontrado a siete de las víctimas.

Asentí con la cabeza.

—Lo he oído.

Quité una mano del volante y me froté la nuca, tratando de relajar un poco los músculos

agarrotados.

El tipo me observó y sonrió con timidez estudiada.

—¿Está nervioso?

Le miré de reojo.

—No. ¿Por qué había de estarlo?

El chico seguía sonriendo.

—La policía mantiene todos los caminos controlados en unos ochenta kilómetros

alrededor de Edmonton.

—Sí, también he escuchado eso.

El chico ahogó una risa.

—Es demasiado listo para ellos.

Miré la bolsa que llevaba en el regazo. La señalé.

—¿Vas lejos?

Se encogió de hombros.

—No lo sé.

El joven pelirrojo era un poco corto de estatura y estaba flaco. Aparentaba diecisiete años,

pero su cara de niño podía engañar, y quizá rondara los veinticinco.

Se frotó las manos en los pantalones.

—¿Se ha preguntado alguna vez qué le impulsó a hacerlo?

—No —dije, y mantuve la vista fija en la carretera.

Se lamió los labios.

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—Puede que le hayan empujado a hacer todo esto. Seguramente toda su vida le han

estado obligando. Siempre ha habido alguien diciéndole lo que debía o no debía hacer. Sí, le

han estado presionando por todos los lados.

El chico miró al horizonte.

—Y entonces explotó. Un hombre puede aguantar hasta cierto punto. Pero cuando se

rebasan esos límites estalla.

Quité el pie del acelerador.

El me miró.

—¿Por qué frena?

—La gasolina —dije—. Esa estación es la primera que veo en cincuenta kilómetros. Y

puede que no haya otra en otros cincuenta.

Me salí de la carretera y paré cerca de los tres surtidores. Un viejo se acercó por el lado del

conductor.

—Llénelo —le ordené—. Y míreme el aceite.

El chico estudió la gasolinera. Era un edificio pequeño, la única construcción en aquel

océano de campos de trigo. Las ventanas estaban cubiertas de polvo.

Sólo pude adivinar vagamente la forma de un teléfono público dentro, colgado de la

pared.

Mi acompañante no cesaba de dar pataditas nerviosamente.

—Al viejo le está costando. No me gusta esperar —dijo mientras le veía levantar el capó

para mirar el aceite—, ¿Para qué quiere vivir uno cuando llega a esa edad? Mejor se encontraría

muerto.

Encendí un cigarrillo.

—No creo que él esté de acuerdo contigo.

La mirada del chico volvió a estudiar la gasolinera. Sonrió.

—Hay un teléfono ahí dentro. ¿Quiere llamar a alguien?

Expulsé una bocanada de humo.

—No.

Cuando el viejo volvió con el cambio, el chico se inclinó hacia la ventanilla.

—¡Eh! ¿Por casualidad, no tendrá usted una radio?

El viejo meneó la cabeza.

—No. Me gusta la tranquilidad.

El chico hizo una mueca.

—Sí, señor. ¡Cuando no hay follones, se vive más!

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Una vez de regreso a la carretera, apreté el acelerador y volvimos a ir a ciento veinte

kilómetros por hora.

Mi acompañante pelirrojo estuvo callado un rato. De pronto dijo:

—Hace falta tener valor para matar a siete personas. ¿Usted ha empuñado alguna vez una

pistola?

—Supongo que como todo el mundo, en ciertas ocasiones...

Me mostró sus dientes.

—¿Apuntó con ella a una persona determinada?

Le miré. Sus ojos brillaban.

—Es bueno que la gente te tenga miedo —recalcó—. Entonces dejas de ser un don nadie,

sobre todo si ven que dispones de una pistola.

—En efecto —reconocí—, ¡Ya no eres un don nadie!

El chico enrojeció levemente.

—Sí, te conviertes en el tipo más grande del mundo —añadí—, ¡a no ser que te encuentres

con otro que también empuña un revólver!

—Sí, hace falta mucho valor para matar —repitió el pelirrojo—. La mayoría de la gente no

lo sabe.

—Uno de los que han muerto es un niño de cinco años. ¿Qué tienes que decir al respecto?

Se relamió los labios.

—Pudo haber sido un accidente.

—Nadie va a creer que lo fuera —aseguré, meneando la cabeza.

Dudó un segundo.

—¿Por qué cree que mataría a un chiquillo?

Me encogí de hombros.

—No es fácil saberlo. Disparó contra una persona; luego, contra otra; y otra... Puede que al

cabo de un tiempo ya le diera igual. Hombres, mujeres o niños, ¿qué importancia pueden tener

en medio de una borrachera homicida?

El chico asintió.

—Al final le sacas gusto a la sangre. Sin que te des cuenta. Cuando has acabado con el

primer puñado, ya te da igual...

Permaneció callado unos minutos.

—Nunca lo atraparán. ¡Es demasiado listo para ellos! —repitió.

Aparté los ojos de la carretera un momento.

—¿Cómo lo sabes? ¡Todo el Estado va detrás de él! ¡Cada una de las personas de por aquí

saben qué aspecto tiene!

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El chico se encogió de hombros.

—Puede que no le importe. El hombre hizo lo que debía. Ahora la gente sabrá que es un

tipo grande, importante.

Avanzamos un rato callados; y entonces el chico se revolvió en su asiento.

—¿Usted ha oído la descripción en la radio?

—Claro —respondí—, llevo una semana oyéndola.

Me miró con curiosidad.

—¿Y no sintió miedo al dejarme subir a su coche?

—No.

Todavía sonreía con timidez.

—Usted tiene los nervios de acero, ¿verdad?

—No, no. Yo paso miedo cuando he de sufrirlo, como todo el mundo.

Siguió mirándome.

—La descripción se ajusta perfectamente, ¿no lo ha notado?

—En efecto.

La carretera se perdía en el horizonte, y a los dos lados sólo había una enorme llanura. Ni

una casa, ni un árbol.

El chico soltó unas cuantas risas nerviosas.

—Soy clavado al criminal. Toda la gente me teme. Y eso me encanta.

—Espero que te lo hayas pasado bien —le dije.

—La poli me ha parado tres veces durante los últimos dos días. He conseguido ser tan

popular como el asesino.

—Lo sé —añadí—. Y me parece que todavía vas a conseguir más publicidad. Sabía que te

encontraría en alguna parte, especialmente en esta carretera.

Fui disminuyendo la velocidad.

—¿Y yo? ¿No encaja también conmigo esa descripción?

El chico bostezó.

—Calle, calle. Usted tiene el pelo castaño. Él es pelirrojo, como yo.

Sonreí.

—Pero puedo habérmelo teñido.

Cuando supo lo que le iba a pasar, casi se desmaya porque, al ver mi pistola

encañonándole, comprendió que él iba a ser la número «8» de mis víctimas...

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El día de la ejecución

Henry Slesar

Cuando el presidente del jurado se puso en pie y leyó el veredicto, Warren Selvey, el

fiscal, escuchó las palabras que declaraban culpable al acusado, como si fueran un elogio

personal a sus méritos. En los sombríos tonos de la voz reconoció no una condena del hombre,

que se estremecía en el banquillo de los acusados, sino un tributo a su brillantez.

«Declarado culpable... no —pensó Warren Selvey triunfalmente—. ¡Se ha demostrado la

culpabilidad... gracias a mí!»

Por un segundo, la mirada melancólica del anciano juez se cruzó con la de Selvey; y aquél

no pudo reprimir una expresión de disgusto ante el brillo de felicidad que veía en aquellos ojos.

No obstante, el fiscal no podía esconder el regocijo que le asomaba por sus pupilas, la

satisfacción que sentía al comprobar que sus esfuerzos habían dado fruto.

Recogió los papeles con movimientos torpes, nerviosos, luchando por recuperar su eterna

cara de póker, aunque le dolía la sonrisa reprimida. Con la carpeta bajo el brazo, se volvió,

dando la cara a los asistentes al juicio.

—Perdónenme —dijo gravemente, y se abrió camino hasta la salida, pensando en aquel

momento solamente en Doreen.

Intentó imaginársela, con sus labios rojos que podían cerrarse implacables o entreabrirse

generosamente, según le diera por estar de mal o buen humor. Trató de adivinar sus gestos

cuando oyera las buenas noticias, la impresión que le produciría sentir su cuerpo caliente

apretado contra el suyo, cómo los brazos de ella le estrecharían.

Pero aquella degustación anticipada de los encantos de Doreen fue interrumpida

bruscamente. Los ojos de muchos hombres le buscaban, e infinidad de manos luchaban por

estrechar la suya para felicitarle. Garson, el fiscal del distrito, sonreía sinceramente y sacudía su

cabeza de león aprobando el comportamiento de su cachorro. Vanee, el ayudante del fiscal del

distrito, intentaba componer una mueca que pareciese una sonrisa, pero resultaba evidente que

no se hallaba tan contento de que alguien más joven que él hubiese obtenido tal éxito. También

había periodistas, que le lanzaban preguntas; y fotógrafos, que disparaban sus cámaras una y

otra vez.

En otra época de su vida, esto le hubiera bastado a Warren Selvey para sentirse feliz,

viéndose rodeado de hombres que le admiraban. Pero, en aquellos momentos, tenía, además, a

Doreen; y al pensar en ella se apresuró para cambiar la arena de su victoria por un premio más

privado y placentero.

Más no escapó a tiempo. Garson le tomó del brazo y se metió con él en el coche gris que

les esperaba en la esquina.

—¿Qué tal te sientes? —sonrió de nuevo el fiscal del distrito, dándole unas palmaditas en

las rodillas mientras se alejaban.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

39

—Muy bien. Pero no ha sido nada —dijo Selvey y, entonces, intentó formular algún

comentario que mostrara una modestia que no sentía—: Pero, demonios, Gar, la gloria no me

corresponde sólo a mí. Tus muchachos cumplieron a la perfección.

—Vamos, vamos, no disimules —le dijo Garson—. Te he estado observando durante todo

el juicio, Warren. Olías a sangre. Eras la espada vengadora. Fuiste tú quien le puso en la lista

para la silla eléctrica, no yo.

—¡Jamás digas eso! —exclamó Selvey bruscamente—. Él era culpable, y tú lo sabes. Las

pruebas estaban en su contra. El jurado dio el único veredicto posible.

—De acuerdo. Hicieron lo único que correspondía, según el modo en que tú les

presentaste las pruebas. Con otro fiscal quizás hubiesen actuado de otra forma. ¡Hay que darle

la medalla a quien se la merece, Warren!

Selvey no pudo reprimir su sonrisa ni un segundo más.

Y ésta iluminó su largo rostro, por lo que se sintió aliviado al relajar sus facciones. Se

recostó contra el alto respaldo del coche.

—Puede que tengas razón —aceptó—. Sin embargo, para mí era culpable, e intenté

convencer a los demás de ello. La evidencia de las pruebas no es lo único que cuenta, Gar, y tú

lo sabes. Hay veces que, sencillamente, intuyes la verdad...

—Por supuesto. —El fiscal del distrito miró por la ventanilla—, ¿Cómo está tu mujer,

Warren?

—Ah, Doreen se encuentra perfectamente.

—Me alegro. Es una mujer adorable.

Ella estaba tumbada en el sofá cuando Selvey entró en el apartamento. No había

imaginado este detalle de su triunfal bienvenida al hogar.

Se acercó a ella, y consiguió que sus brazos le rodearan.

—¿Has oído, Doreen?—preguntó—, ¿Te has enterado de lo que ha pasado?

—Lo he seguido por la radio.

—¿Y bien? ¿No sabes lo que eso significa? He conseguido mi primera sentencia favorable,

¡y una de categoría! ¡Ya no soy ningún don nadie, querida!

—¿Qué le harán a ese hombre?

La miró, intentando determinar de qué humor se hallaba.

—Yo pedí la pena de muerte. Asesinó a su esposa a sangre fría. ¿No es lo que se merece?

—Sólo preguntaba, Warren —comentó ella, y apoyó su mejilla sobre su hombro.

—La muerte forma parte de mi trabajo. Lo sabes tanto como yo, Doreen. ¡No irás a

reprochármelo!

Ella le apartó de sí un segundo, aparentemente para decidir si enfadarse o no. Enseguida

se apretó contra él, y pudo sentir aquel aliento cálido que le hacía cosquillas en la oreja.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Se embarcaron en una semana de celebración. Una fiesta íntima, cenando en restaurantes

discretos y sólo encontrándose con los amigos más cercanos. No hubiese estado bien que Selvey

apareciera en público organizando una juerga en tales circunstancias.

La noche del día en que Murray Rodman fue condenado a muerte, se quedaron en casa y

bebieron unos cuantos brandis. Doreen enseguida se mostró alegre y juguetona; luego,

apasionada. Y Selvey creyó que nunca había sido tan feliz como entonces. Con un currículo

bastante mediocre como estudiante de Derecho, después de pasar por un puesto de tercera

categoría en un departamento estatal, había saltado a una posición importante donde era

respetado. Se había casado con una mujer bonita y mimosa, y él tenía el poder de hacerla

derretirse entre sus brazos. Se sintió orgulloso de sí mismo. Siempre le estaría agradecido a

Murray Rodman por la oportunidad que le había brindado.

No obstante, el día en que estaba prevista la ejecución de Rodman, Selvey se vio abordado

por un viejo canoso y algo jorobado, que llevaba puesto un sobrero todo manchado de grasa.

El personaje había salido del umbral de una droguería, con las manos metidas en los

bolsillos de una sucia chaqueta y el ala del sombrero bajada. No se había afeitado en varios días,

de eso se daba uno cuenta enseguida porque llevaba la cara cubierta de una pelusa blanquecina.

—Por favor, señor —dijo—, ¿Puedo hablar con usted un minuto?

Selvey le miró de arriba abajo, y buscó en el bolsillo de la chaqueta por si tenía algunas

monedas.

—No —se apresuró a decir el hombre—. No quiero una limosna. Sólo deseo hablar con

usted, señor Selvey.

—¿Me conoce usted?

—Sí, de eso puede estar seguro, señor Selvey. Lo he leído todo sobre usted.

La mirada dura del fiscal se ablandó.

—Bueno, ahora mismo tengo cierta prisa. He concertado una cita.

—Esto es importante, señor Selvey. ¡Dios es testigo de que lo es! ¿No podemos ir a alguna

parte, tomar un café? Sólo le llevará cinco minutos.

—¿Por qué no me escribe una carta o viene a la oficina? Estamos en la calle Chambers...

—Se trata de ese hombre, señor Selvey, ¡el que van a ejecutar esta noche!

El fiscal examinó los ojos del viejo. Contempló una mirada intensa, penetrante.

—De acuerdo —concedió Selvey—. Hay una cafetería cerca de aquí. Pero que no sean más

de cinco minutos, se lo ruego.

Eran casi las dos y media; la hora del almuerzo había terminado y apenas se encontraba

gente en el local. Ocuparon una mesa al fondo, y se sentaron en silencio mientras el camarero

retiraba los restos de una comida.

Por fin, el anciano se reclinó hacia adelante y dijo:

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—Me llamo Arlington, Phil Arlington. He estado fuera de la ciudad, en Florida. De no

haber sido así, jamás hubiese permitido que las cosas llegaran tan lejos. Porque en todo este

tiempo ni he leído periódicos, ni escuchado la radio o la televisión, ni nada de eso.

—No sé a dónde quiere llegar, señor Arlington. ¿Está usted hablando del juicio de

Rodman?

—Sí, del caso Rodman. Cuando regresé a la ciudad y me enteré de lo que había pasado, no

supe qué hacer. Lo entiende, ¿verdad? Me dolió. Me hirió mucho leer lo que le iba a suceder a

ese pobre hombre. Pero tenía miedo. Entiéndame. ¡Sentí mucho miedo!

—¿Miedo de qué?

El hombre hablaba para el cuello de su camisa.

—Lo pasé fatal tratando de decidir qué hacer. Pero entonces se me ocurrió: ¡Demonios,

este Rodman es joven! ¿Qué edad tendrá, acaso treinta y ocho años? Yo he cumplido sesenta y

cuatro, señor Selvey. Entonces... ¿qué es mejor?

—¿Mejor para qué? —El joven fiscal empezaba a perder la paciencia; miró la hora—.

Explíquese, señor Arlington. Soy un hombre ocupado.

—Pensé en pedirle consejo. —El viejo se pasó la lengua por los labios—. Me dio miedo

acudir a la policía directamente. Consideré que era mejor hablar antes con usted. ¿Les digo lo

que hice, señor Selvey? ¿Les cuento que fui yo quien mató a esa mujer? Respóndame: ¿se lo

confieso?

Al fiscal el mundo se le vino abajo. Sintió cómo sus manos se le helaban alrededor de la

taza de café. Examinó al hombre que estaba sentado enfrente suyo.

—¿De qué está usted hablando? —preguntó—. Rodman mató a su esposa. Lo hemos

probado.

—¡No, no! Ahí es donde yo voy a parar. Me encontraba en la carretera haciendo autoestop,

con dirección al este. Me llevaron hasta Wilford. Estaba dándome un garbeo por la ciudad,

intentando ver cómo me las apañaría para comer o encontrar algún trabajo, lo que fuera. Llamé

a aquella puerta. Y una señora muy amable me abrió. No tenía trabajo para mí; pero me ofreció

un bocadillo. Era de jamón...

—¿Qué casa? ¿Cómo sabe usted que pertenecía a los Rodman?

—Estoy seguro. He visto su foto en los periódicos. Era una señora muy bonita. Si no se

hubiera metido en la cocina después, no habría pasado nada.

—¿Qué? —saltó Selvey.

—Jamás debí hacerlo. De veras, se portó muy bien conmigo; pero yo estaba en las últimas,

sin un centavo. Me dediqué a mirar en el interior de los jarrones del armario. Ya sabe usted

cómo son las mujeres: siempre están metiendo «pasta» en los jarrones, dinero para gastos

inesperados, como pagar el gas o el recibo de la luz o el plazo de la aspiradora. Me pilló y se

puso furiosa. No gritó ni nada, pero yo me di cuenta de que ella estaba dispuesta a meterme en

un lío. Perdí el control...

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—No le creo —dijo Selvey—, Nadie vio a ninguna persona en el vecindario. Rodman y su

mujer se pasaban el tiempo peleando...

El viejo se encogió de hombros.

—Yo no sé nada de ese tema, señor Selvey. No conozco demasiado a esa gente. Pero así

fue como ocurrió, y por ello me gustaría que me aconsejara. —Se rascó la cabeza—. Lo que

quiero saber es... si confieso... ¿qué me harán?

—Lo freirán en la silla —replicó el fiscal con frialdad—. Lo ejecutarán en lugar de

Rodman. ¿Es eso lo que usted quiere?

Arlington palideció.

—No. La prisión, todavía podría soportarlo. ¡Pero eso jamás!

—Entonces olvide tal asunto. ¿Me oye? Señor Arlington, a mí me parece que usted ha

soñado todo lo que acaba de contarme, ¿A usted no? Mírelo de ese modo. Un mal sueño. Ahora

vuelva a la carretera y deje de pensar en ello.

—Pero ese hombre... ¡le van a matar esta noche...!

—Porque es culpable —Selvey golpeó la mesa con el puño—. Yo probé que lo era.

¿Entiende?

Los labios del viejo temblaron.

—Sí, señor —susurró.

Selvey se levantó y dejó un billete de cinco dólares en la mesa.

—Pague la cuenta —dijo bruscamente—. Y quédese con el cambio.

Aquella misma noche, Doreen le preguntó la hora por cuarta vez.

—Las once —respondió hoscamente.

—Sólo una hora más. —Ella se hundió en los cojines del sofá—. Me pregunto en qué estará

pensando el condenado en estos momentos; cómo se sentirá, ahora mismo.

—¡Cállate de una vez!

—¡Vaya! ¡Estamos irritables esta noche!

—Yo ya no tengo nada que ver con el asunto, Doreen. Te lo he dicho cuarenta veces.

Ahora le toca al gobierno del Estado.

La punta de la lengua asomaba por entre los dientes de ella, una señal que él conocía y que

significaba que se avecinaba una tormenta.

—Pero tú le pusiste donde está, Warren, no me lo niegues.

—El jurado lo llevó allí.

—No tiene usted por qué gritarme a mí, señor fiscal.

—Oh, Doreen...

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Se inclinó hacia ella, como disculpándose, cuando sonó el teléfono.

Lo descolgó furioso.

—¿Señor Selvey? Soy Arlington.

El fiscal se estremeció.

—¿Qué quiere?

—Señor Selvey, he estado pensando en lo que hablamos.

No creo que esté bien. No puedo aceptar que deba olvidarlo así como así. Quiero decir...

—Arlington, escúcheme. ¡Deseo que venga a mi apartamento ahora mismo!

Desde el sofá, Doreen exclamó:

—¡Oye!

—¿Me ha oído, Arlington? Antes de que haga ninguna tontería, es necesario que hable con

usted. Debo explicarle su situación legal. Creo que es lo menos que debe hacer por usted

mismo.

Se produjo una pausa al otro lado del hilo.

—Supongo que tiene razón, señor Selvey. Lo malo es que estoy aquí, en el centro de la

ciudad; y para cuando llegue allí...

—Lo conseguirá. Tome el metro; la línea azul es la más rápida. Baje en la calle 86.

Cuando colgó, su esposa le aguardaba de pie.

—Doreen, espera. Lo siento. Este hombre... es un testigo importante que tengo entre

manos. Sólo puedo verle ahora.

— ¡Qué te diviertas! —gritó ella, sin que su tono indicara que eso era lo que quería.

— Y se fue a su habitación.

—Doreen...

Ella cerró la puerta de golpe y echó el pestillo.

Selvey maldijo el mal humor de su mujer entre dientes y abrió la puerta del mueble bar.

Para cuando Arlington llamó a la puerta, el fiscal se había bebido media botella de

bourbon.

El aspecto de la chaqueta sucia y del sombrero manchado de grasa del vagabundo

contrastó con la elegancia del apartamento. Se quitó ambas prendas y miró a su alrededor con

timidez.

—Sólo contamos con tres cuartos de hora —dijo—. Tengo que hacer algo, señor Selvey. Es

preciso.

—Yo sé cuál ha de ser su conducta —comentó el fiscal sonriendo—. Echemos un trago y

hablemos de todo esto una vez más.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—Me parece que no debería... —Tenía la mirada fija sobre la botella que Selvey sostenía en

la mano. Éste sonrió confiado.

Hacia las once y media la voz de Arlington sonaba ronca y torpe. Su mirada ya no era tan

intensa, y su interés por la suerte de Rodman había perdido ya toda la fuerza.

Entretanto, Selvey había seguido llenando el vaso de su visitante.

El anciano masculló entre dientes una serie de historias sobre su niñez, sobre la

respetabilidad que una vez tuvo y sobre todos aquellos que habían jugado sucio con él,

empujándole a la situación en que se hallaba. Al cabo del rato, comenzó a dar cabezadas, y los

párpados, pesados, se le cerraron.

Sin embargo, las campanadas del reloj de pared le sacaron de su sopor con un sobresalto.

—¿Qué es eso?

—Nada... el reloj —respondió Selvey.

—¿El reloj? ¿Qué hora es?

—Son las doce, señor Arlington. Ya no tiene por qué preocuparse. El señor Rodman ha

pagado por su crimen.

—¡No! —El anciano se puso de pie y empezó a recorrer el salón de un lado para otro—.

¡No! ¡No es verdad! ¡Yo maté a esa mujer! ¡No él! ¡No le pueden ejecutar por algo que él no ha...!

—Tranquilícese, señor Arlington. Ya no se puede hacer nada por él.

—¡Sí, sí! Hay que decírselo... a la policía...

—Pero ¿para qué? Rodman ha sido ejecutado. Cuando sonó la última campanada de ese

reloj, ya había muerto. ¿En qué va ayudarle a estas alturas con su confesión?

—¡Tengo que hacerlo! —exclamó el anciano lloriqueando—. ¿No lo ve? Jamás podría

soportarlo, señor Selvey. Por favor...

Se acercó tropezando hasta el teléfono. El fiscal puso la mano sobre el aparato con fuerza.

—¡No! —ordenó.

Los dos lucharon por coger el auricular pero el más joven se salió con la suya fácilmente.

—No me detendrá, señor Selvey. Iré yo mismo, en persona. ¡Confesaré, y les diré lo que

usted ha hecho...!

Seguidamente, fue tambaleándose hasta la puerta. Selvey lo agarró por detrás.

—¡Maldito loco! Me estás poniendo muy difíciles las cosas. Rodman ha muerto...

—¡Me da lo mismo!

Selvey le asestó un puñetazo en el rostro. El viejo vagabundo se tambaleó, gimiendo de

dolor, pero persistió en su intención de alcanzar la puerta. La furia del fiscal aumentó y le

golpeó de nuevo; y después, le echó las manos al cuello. En ese momento, naturalmente, le

asaltó una idea: después de todo, había poca vida palpitando en aquella garganta. Mediante

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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una pequeña presión, consiguió que la respiración frenética, la voz aguda, chirriante, y las

palabras maldicientes cesaran...

Continuó apretando más y más.

Y luego, lo soltó.

El viejo cayó al suelo, resbalando contra el cuerpo del fiscal.

De repente, en la puerta del dormitorio apareció la bella esposa con una expresión rígida,

fría.

—Doreen, escucha...

—Lo has estrangulado —musitó.

—¡En defensa propia!—gritó Selvey—. Entró por la fuerza, quería robar en el

apartamento.

Ella dio un portazo y echó el pestillo. El fiscal homicida fue a la puerta y empezó a

golpearla, desesperadamente. Intentó forzar la entrada y la llamó a gritos, pero ella no le hizo

caso. Entonces, escuchó cómo marcaba un número de teléfono.

Las cosas ya iban mal, sin necesidad de que encima Vanee estuviera entre los policías que

entraron en el apartamento. El ayudante del fiscal del distrito no disimulaba la manía que le

tenía a Selvey, sobre todo después del éxito en el caso Rodman. Seguro que echaría por tierra,

en un abrir y cerrar de ojos, la historia del vagabundo que entraba en la casa del joven jurista

por la fuerza, con la intención de robar. Además, averiguaría, con la colaboración de la

«amante» Doreen, que el fiscal esperaba la visita del vagabundo. El enemigo iba a disfrutar con

el caso.

Pero no se podía decir que estuviera disfrutando. Parecía más bien confundido. Miró el

cadáver, que seguía en el suelo del apartamento de Selvey, y preguntó:

—No lo entiendo, Warren. De verdad que no me entra en la cabeza. ¿Para qué querías tú

matar a un viejo inofensivo como éste?

—¿Inofensivo? ¿Inofensivo?

—Pues claro. Inofensivo. Es el viejo Arlington. Lo reconocería enseguida, en cualquier

parte.

—¿De qué lo conoces? —Selvey estaba aturdido.

—¡Sí, claro, me tropecé con él cuando trabajaba en el condado de Bellaire! Un viejo loco

que va por ahí confesando crímenes. Pero matarle, Warren... ¿para qué?

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Recordando

Helen Nielsen

Cuando las puertas de la prisión se cerraron tras el paso de Eddie Wanamaker, él sabía

que Hilda estaría esperándole. Ella no había dejado de acudir ninguno de los días de visita a lo

largo del año de cárcel al que él había sido condenado por homicidio involuntario, lo que en el

caso de Eddie no significaba sino una terminología legal para definir el hecho de haber matado

a un hombre con un automóvil, aunque él no se acordaba de que lo iba conduciendo; es más,

estaba seguro de que esa noche se hallaba en otra parte.

—Cariño...

El abrazo de Hilda, y sus besos, le hicieron olvidar toda la amargura. Fue aquél un

momento maravilloso. Por primera vez en un año el sueño de la caricia se hacía realidad,

parecía como si nada hubiera sucedido.

Sin embargo, claro que había ocurrido. En cuanto acabó el contacto amoroso, el recuerdo

amargo le vino a la memoria. Luego, se metió en el Ford, junto a Hilda.

—Tengo todo nuestro equipo de camping y tus aparejos de pesca en el portaequipajes —

dijo ella—. La temporada de la trucha se abrió en Indian George la semana pasada.

—Prefiero ir a casa —dijo Eddie.

—Pero las truchas...

—Quiero empezar enseguida. He tenido todo un año para darle vueltas al asunto. Ahora

mismo voy a ponerme manos a la obra.

Hilda estaba guapísima. Llevaba seis años casada con Eddie Wanamaker, y todavía

parecía sacada de una fotografía del anuario del colegio de Emerald City. Era de tez blanca

pero, como le gustaba conducir con la capota del Ford quitada, tenía la piel morena por el sol.

Sus ojos eran grises, y la barbilla era clavada a la del abuelo en el retrato que el doctor Huston

tenía colgado en su despacho. Sí, el mismo lugar donde le había pretendido la primera vez.

Pero ahora ella tenía miedo, y él había salido de la cárcel dispuesto a hacérselo pasar mucho

peor.

—Por favor, cariño, todo ha acabado. Déjalo estar.

—He pasado un año en la cárcel —recordó Eddie.

—Pero nadie te echa la culpa de lo que pasó. Papá no lo hace, y Paul te está esperando

para que vuelvas a trabajar con él. Por favor, intenta olvidar.

—¡Olvidar!—repitió el ex convicto con amargura—. Me llamo Eddie Wanamaker. Era un

buen nombre hasta hace poco más de un año. No descansaré hasta recuperar mi prestigio.

La miró, creyendo que esta acción le devolvería la calma; pero sólo encontró temor en sus

ojos. De repente, se dio cuenta de lo que no se había atrevido a pensar durante todo aquel año

largo y frío.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—Tú estás convencida de que yo conducía aquel coche. ¡Jamás me has creído! —musitó

con voz dolida.

Ella no negó nada. El año se interponía entre ellos como un muro invisible; y sólo había un

modo de echarlo abajo.

—¡Vámonos! —ordenó él—. Si salimos ahora, puede que lleguemos a casa cuando

empiece a oscurecer.

Emerald City había sido en tiempos una ciudad de polvo y de adobe, y por entonces el sol

y el viento conspiraban para llenarla de una desolación casi infernal, hasta que el Ejército del

Aire decidió que era un lugar ideal para una base. La instalación militar, que en un principio

fue de entrenamiento, se llenó un día de misiles; y el adobe floreció en una ciudad que contaba

en aquellos momentos con más de 20.000 habitantes, en su mayoría de menos de treinta y cinco

años, que se reproducían con rapidez.

Hacía siete años, cuando todavía la población seguía creciendo a un buen ritmo, Eddie

había bajado del autobús en la terminal de la ciudad, con poco más que la chaqueta de cuero de

las Fuerzas Aéreas y sus pantalones. Llevaba el pelo de un tono cobre rojizo, iba bien afeitado, y

estaba solo en el mundo. También lucía en el hombro una distinción por alguna batalla luchada

con valor en la guerra de Corea del Norte; y guardaba en su bolsillo una suma estimable por su

licencia. Había venido a Emerald City por dos razones: la primera, porque no tenía ningún sitio

adonde ir; la segunda, porque un día, dos años antes, se había torcido el tobillo en Main Street

y, en el despacho del doctor Huston, le había curado la muchacha más adorable que jamás

había visto en toda su vida. Por entonces Eddie era más bien tímido; pero el uniforme, la

torcedura, y las dos cervezas que se había tomado antes de la caída le concedieron el coraje

suficiente. Le pidió una cita a la enfermera para esa misma noche. Tres días después le dijo que

se casara con él.

—Cuando yo acabe el bachiller —replicó Hilda—, y tú acabes el servicio militar. Entonces,

vuelve y búscame.

Dos años después, Eddie regresó. Ya no necesitó la ayuda de una cerveza para fortalecer

su ánimo, y la idea le hubiese parecido un poco absurda. Pero él había estado buscando un

hogar desde que a los doce años se escapara de un orfanato. Además, Hilda y Emerald City

suponían los sueños que había estado cultivando durante toda la guerra de Corea.

La encontró en la sala de recepción de la clínica del doctor Huston; pero no estaba sola. Un

apuesto joven, que tendría unos diez años más que Eddie, se encontraba hablando con ella

utilizando unos modos que de ninguna manera resultaban profesionales. El ex militar se echó

atrás pero, entonces, tuvo lugar el primer milagro de su vida. Hilda apartó la vista de aquel

joven, lo vio a él y, al reconocerlo, sonrió.

—¡Es Eddie! ¡Eddie Wanamaker!—exclamó—, ¡Has vuelto!

A lo largo de todo el camino desde la estación de autobuses, él había estado ensayando un

discurso agudo y brillante. En aquel momento lo soltó:

—Hola.

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—Paul... Éste es Eddie Wanamaker.

Paul se apellidaba Fenton, y abandonó su postura informal para estrecharle la mano con

fuerza. Siguieron los saludos típicos que se dan al extraño que regresa; y, luego, las preguntas:

¿Cuánto tiempo pensaba quedarse? ¿Qué planes tenía? Entretanto, Eddie no apartaba los ojos

de Hilda a la vez que contestaba. Le gustaría quedarse si encontraba un trabajo. No tenía ni idea

de lo que podía hacer, aparte de disparar una ametralladora. De pronto, Paul le enseñó una

insignia de una guerra anterior, y le ofreció un trabajo de representante en su compañía.

—Sólo es necesario saber conducir y tener personalidad —explicó—. El producto se vende

solo.

—¿Qué producto? —preguntó Eddie.

—Emerald City —dijo Paul—. Ten mi tarjeta. La oficina está en esta misma calle. Pásate

mañana y hablaremos de los detalles. Y, respecto a ti, jovencita —miró a Hilda de un modo que

puso a Eddie celoso—, pasaré a recogerte a las siete y media. No llegues tarde. Bastante

nervioso estaré.

En el acto, salió de la clínica apresuradamente. Con el tiempo, Eddie se daría cuenta de

que aquél siempre tenía prisa, pero de momento no se atrevió a preguntar el motivo. Había una

cita en particular que ponía nervioso a cualquier hombre. Ahora bien, ¿se casaba la gente a las

siete y media?

—Es la reunión de «Los Cien Hijos Predilectos» —explicó Hilda—, los hombres más

importantes, en el mundo profesional y en el de los negocios, de Emerald City. Tienen su cena

anual por la noche. Papá ha sido presidente este año. Y hoy nombran a Paul.

La alta sociedad. De repente, Eddie se sintió incómodo en su vieja chaqueta de las Fuerzas

Aéreas.

—Bueno, supongo que me daré una vuelta para echar un vistazo al lugar —se le ocurrió—.

Ya sabes cómo son las cosas. Recuerdas una ciudad y te crees que es maravillosa; y, luego,

vuelves y se ha convertido en otro lugar. Quizá no me quede, después de todo.

Y entonces ocurrió el segundo milagro en la vida de Eddie.

—¡No quiero que te vayas! —exclamó Hilda.

Aquella noche Eddie dio un paseo por unas calles tan oscuras y solitarias como las de

tantas ciudades, aunque algo las había transformado en las más hermosas.

—¡No te vayas!

—Muy bien —había contestado él en voz alta—. Me quedo. ¿Oyes eso, Emerald City? ¡Me

llamo Eddie Wanamaker, y voy a vivir en este lugar!

Sin embargo, los recuerdos ya tenían siete años...

De regreso a la ciudad, Hilda se metió por Main Street muy lentamente. Era tarde y todas

las tiendas permanecían cerradas, pero ella se dirigió directamente hasta la oficina de Paul y

disminuyó la velocidad para que Eddie pudiera ver el nuevo cartel: Fenton y Wanamaker,

Compañía de Desarrollo de Terrenos.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

49

Fenton y Wanamaker. Un año antes, Eddie hubiese obligado a Hilda a que parase el coche

para así bajar y empezar a dar apretones de manos en la acera. Sin embargo, en aquel momento,

el hecho de ver su nombre en el letrero sólo engordó las sospechas que había estado

alimentando durante un año en una celda con barrotes de hierro en las ventanas.

«Es así como él tranquiliza su conciencia?» —pensó Eddie.

En cambio, dijo en voz alta:

—De acuerdo, ya lo he visto. Vamos a casa.

Sam Nickols había muerto en el acto. Aquello fue algo que todo el mundo agradeció...

incluso su esposa y sus dos hijos. El pesado parachoques del Cadillac del doctor Huston, a una

velocidad estimada en unos noventa y cinco kilómetros por hora, lanzó a Sam a unos siete

metros de distancia, estrellándolo de cabeza contra una boca de riego que había en la esquina

de Main Street y Joshua. Seis manzanas más abajo, en la misma Main Street, el vehículo agresor

se estrelló contra una farola.

Y fue en aquel lugar donde, demasiado bebido para saber cómo había ido a parar allí, la

policía había encontrado a Eddie echado contra el volante. Estaba aturdido; pero en el hospital

en el que se le ingresó con carácter de urgencia sólo le encontraron una herida, de origen

desconocido, encima de la oreja izquierda. Y un enfermero le extrajo un fragmento de cristal

verde, que luego se averiguó que pertenecía a una botella. Su abogado habló mucho acerca de

esta botella en el juicio. Eddie Wanamaker no aguantaba la bebida... todos los que le conocían

podían atestiguarlo. Sin embargo, él había estado bebiendo; se detectó en las pruebas, tanto en

el aliento como en la sangre, ya que se le hicieron inmediatamente después de arrestarle. Dónde

pudo consumir el alcohol era algo que nadie podía explicarse. El abogado de Eddie aseguraba

que, dondequiera que fuese, se habría producido alguna escena violenta.

Aquél fue el eje en torno al cual se articuló la defensa. Un ciudadano de reconocido

prestigio en la comunidad... era impensable que se hubiera apoderado del automóvil de su

suegro de un modo subrepticio, sacando el duplicado de la llave de contacto del parachoques

trasero, donde él sabía que se guardaba, cuando le bastaba pedirla abiertamente.

Se trataba de un hombre herido, que conducía un coche... Eso era lo que había pasado.

Una persona aturdida... no la vieja historia del borracho irresponsable. El jurado escuchó todo

aquello, y lo creyó hasta el punto de dictar una sentencia leve; pero Eddie jamás consiguió

recordar la escena violenta, o cuándo se introdujo en el auto del doctor Huston, y ni siquiera en

qué momento atropelló a Sam Nickols. Y a él le parecía que incluso un hombre que estuviera

completamente borracho debía acordarse de cosas tan importantes.

El día siguiente al regreso de Eddie a Emerald City era domingo. Como se sentía exhausta

después del largo viaje, Hilda durmió hasta muy tarde; pero Eddie tenía cosas que hacer. Sam

Nickols vivía en una de las casas construidas antes de la guerra, en East Fourth Street.

Probablemente estaba pagada, ya que había sido el único contratista de fontanería de la ciudad

hasta hacía cinco años. A su viuda, que había quedado con dos hijos, no podía haberla dejado

sin nada de dinero. Pero sólo para asegurarse de que no iría a encontrarse con unos

desconocidos, Eddie consultó la guía telefónica y averiguó, para su sorpresa, que la señora

Nickols vivía en Mustang Road. Esto formaba parte de la sección del «Panorama del Desierto»,

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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una urbanización que todavía era un proyecto de Paul cuando Sam encontró la muerte. Eddie

dejó a Hilda durmiendo y sacó el coche del garaje.

El «Panorama del Desierto» había desbordado ampliamente el proyecto de Paul. Mustang

Road se hallaba atiborrada de construcciones; los alrededores se veían en distintos estados de

construcción. El ex convicto aparcó el Ford enfrente de la casa de la señora Nickols. Era uno de

los edificios más ricos, y estaba situado en una esquina. Cuando se hallaba a punto de llegar a la

puerta, oyó voces que venían de la parte de atrás. Se acercó a un lateral y vio a los hijos de los

Nickols, que subían a un autobús que les aguardaba allí mismo. Esperó a que se alejaran y, al

darse la vuelta, comprobó que la viuda le estaba observando.

—Señora Nickols —dijo—, tanto usted como sus hijos tienen un aspecto magnífico.

—Vamos tirando —se justificó ella—. Salimos del paso.

Eddie miró a su alrededor. Era una buena casa. Todas las que se alzaban en la zona del

«Panorama del Desierto» eran aún más grandes que las de la «Vista de la Montaña». Parecía

que la señora Nickols estaba sacando a su familia adelante.

—Llegué aquí anoche —expuso Eddie—, Decidí coger el coche y echar un vistazo a esta

área, para ver cómo iba el negocio por aquí.

Ella no era ninguna estúpida. Sabía que no obedecía a la casualidad el hecho de que él

hubiese venido hasta su casa.

—Señora Nickols, ya sé que probablemente no le guste hablar de lo sucedido; pero hay

algo que quiero saber. ¿Vio usted a Sam...? Quiero decir... si habló con él... en algún momento,

hacia las tres de la tarde, el mismo día en que murió.

La viuda no se esperaba la pregunta. Pareció aturdida.

—¿Las tres? Por supuesto. Vi a mi marido durante la cena.

—¿Y le pasaba algo?

—¿A qué se refiere?

—¿Estaba disgustado? ¿Parecía preocupado o enfadado por alguna razón?

—No recuerdo... —comenzó, y luego sus ojos brillaron—, Claro que estaba algo nervioso.

Era la noche de la elección de miembros para «Los Cien Hijos Predilectos»... pero eso no se lo

tengo que decir a usted. Lo sabe perfectamente. Sam siempre se mostraba tenso cuando tenía

que pronunciar algún discurso. Yo me sentía tan contenta de que hubiera llegado el fin de su

presidencia...

—Sí —reflexionó Eddie—. Eso podía explicar ciertas cosas.

—Perdone, señor Wanamaker.

El ex convicto no se explicó. En lugar de eso, formuló otra pregunta:

—Entonces, ¿no dijo esa tarde nada sobre una discusión que había tenido con Paul?

—¿Una discusión con el señor Fenton? ¿Por qué iba a...? No...

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—¿Acaso mencionó que habían aparecido algunas dificultades con los contratos de la

«Vista de la Montaña»?

—No recuerdo nada de eso. Sam y Paul Fenton habían hecho negocios juntos durante más

de diez años. ¡Pero si mi marido instaló las cañerías en la primera casa que Paul construyó en

Emerald City! Y eso fue mucho antes de que usted llegase aquí, señor Wanamaker. Se

enfrentaban a algunos problemas, como es lógico. Todos los hombres de negocios los tienen. Y

es verdad que sufrían algún conflicto laboral...

—Lo sé, lo sé —dijo Eddie—; pero el caso es que el trabajo de Sam salió por más de lo que

se había presupuestado en las obras de la «Vista de la Montaña». Unos veinte mil dólares más

de lo previsto.

—¿Veinte mil dólares?

—Parte de ellos se debían a problemas laborales; pero para Paul el principal motivo era el

que Sam se ocupaba de más trabajos de los que su empresa podía llevar adelante. ¡Y los dos se

enfrentaron en una discusión la misma tarde en que su marido murió!

La señora Nickols se puso pálida.

—No le creo, señor Wanamaker; ¡me niego a creer lo que acabo de oírle!

—Me crea o no, es la verdad —insistió Eddie—. Yo entré en medio de la discusión.

Cuando Sam se marchó, Paul me dijo que había terminado con él y que a partir de entonces se

proponía contratar a George Carlson.

—¿Que había terminado con Sam?

—Eso es lo que dijo Paul. Traté de convencerle de lo contrario. Sabía que eso arruinaría a

Sam; pero él me respondió: «Si uno de los dos ha de arruinarse, no .quiero ser yo el primero».

—Señor Wanamaker —le interrumpió la viuda—, ¿por qué me está usted contando todo

esto?

Eddie frunció el ceño.

—Hay algo que me ha venido preocupando durante más de un año. ¿Mencionó Sam el

motivo por el que se encontraba en Main Street, a sólo unas pocas manzanas de la oficina de

Paul, la noche de su muerte?

—Había ido a una reunión de los «Cien Hijos Predilectos» —contestó.

—Sí, pero ellos se reunían en el Community Hall, en Memorial Park, a ocho manzanas de

allí.

—A Sam le gustaba caminar...

—Pero su casa estaba en Fourth Street, en sentido contrario —recordó Eddie.

—Claro que si había ido a ver a Paul Fenton... —Se detuvo en aquel punto, preocupada

por sus propias palabras—. No. Eso carece de sentido. El señor Fenton también estaba en la

reunión. ¡Ay, no lo sé! Deje de añadir leña al fuego, señor Wanamaker. Todo este tiempo he

intentado no guardarle rencor. No lo estropee. No me venga con sus historias. Déjenos en paz, a

mí y a mis hijos. Y haga el favor de olvidar todo aquello: se ayudaría a sí mismo y a los demás.

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—Lo siento —dijo Eddie—, Quizá no debería haber venido.

—Quizá no... sobre todo si cree que puede sembrar cizaña entre Paul Fenton y yo. Él es un

buen hombre, señor Wanamaker. ¡Espero que aprecie todo lo que ha hecho por usted! Al menos

yo le agradezco lo que he recibido de él.

Eddie ya se había dado la vuelta para irse. Se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Qué ha recibido de Paul?

—Bastantes cosas para los niños y para mí. Puede que lo que usted ha dicho de que Sam se

salió del presupuesto fuera cierto. Se enfrentaba a un montón de dificultades laborales y perdió

bastante dinero con esos contratos. No quedó mucho, después de pagar todas las deudas. Pero

el señor Fenton dijo que los niños se merecían una casa decente. Y él nos dio ésta, señor

Wanamaker, con la escritura y todo, ¡simplemente por los viejos tiempos!

Ella había querido impresionarle, y lo consiguió. La casa valía por lo menos 25.000 dólares.

Paul había sido generoso. Desde el porche podía verse una hilera de nuevas edificaciones.

Eddie las miró hasta que vio las chimeneas y las cañerías.

—Señora Nickols —dijo—, no puedo leer el cartel desde aquí. ¿Puede decirme quién está

montando toda la fontanería en las construcciones de Paul?

Ella dudó unos minutos.

—¿No lo sabe?

—Sí —dijo en voz baja—, claro que lo sé. George Carlson.

Un nombre en un letrero y un nombre en una escritura... Dos magnánimos gestos por

parte de Paul Fenton. Eddie dejó a la viuda de Sam Nickols y volvió a Main Street. Los

domingos por la mañana sólo salían las gentes que iban a misa y los niños que se dirigían a la

piscina municipal. La ciudad tenía un buen aspecto a la luz del día... Era su ciudad. Dejó atrás el

Memorial Hall. En su interior, él lo sabía, en una de las paredes había una placa con los

nombres grabados de todos los presidentes de los «Cien Hijos Predilectos». El nombre del

doctor Huston estaba allí; el de Paul Fenton también; y el de Sam Nickols; y después de éste...

Una noche, hacía poco más o menos un año de aquello, Eddie llegó a casa borracho de

alegría. Encontró a Hilda en la cocina, la estrechó entre sus brazos y le dio un beso que la dejó

sin aliento.

—Eddie, ¿qué pasa?

—¡Te quiero! —exclamó él.

—Sí, ya lo sé; pero no lo demuestres con tanto entusiasmo. ¿Has estado tomando

vitaminas?

Y entonces le contó lo de su almuerzo con Sam Nickols, presidente de los «Cien Hijos

Predilectos», y lo de la elección que iba a tener lugar al cabo de seis semanas. Porque de repente

Eddie se había vuelto muy importante, ya que Sam iba a proponer su nombre para la

nominación a presidente. Hilda sonrió y le dijo lo orgullosa que estaba de él; pero no sabía

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hasta qué punto era importante para quien había hecho una promesa a la ciudad de quedarse y

labrarse un nombre...

Eddie siguió Main Street abajo. Una o dos veces se encontró con una cara familiar y pasó

de largo. No quería enfrentarse a sus amigos hasta que hubiera acabado con lo que debía hacer.

Cruzó por delante de la oficina de Paul, que tenía un nombre nuevo, cargado de significado, en

la puerta. Muy pronto llegó a la clínica del doctor Huston. Frenó y se quedó mirándola un rato.

Había algo que no cuadraba. Una pieza grande se había perdido en aquella fatídica noche,

porque es posible deshacer las cosas más grandes, y esconder sus fragmentos uno por uno.

Fue a casa. El Cadillac del doctor Huston estaba aparcado en la puerta. Eddie entró y le

encontró en la cocina, tomando café con su hija. Hilda le miró ansiosamente.

—Eddie... ¿Dónde has estado? —preguntó—. Me he preocupado cuando me desperté y vi

que te habías ido. Llamé a papá para ver si estabas con él. Como no te había visto, vino aquí.

—Me fui hasta el «Panorama del Desierto» para comprobar cómo marchaba todo por allí.

—¿El «Panorama del Desierto»?

Los dos parecían muy interesados.

—La viuda de Sam Nickols vive ahí ahora —añadió Eddie—. Tiene una casa magnífica,

que hace esquina... Paul se la regaló, con escritura y todo.

No era una primicia para Hilda ni para su padre.

—Bueno, fue casi casi un regalo —admitió el doctor Huston—. Supongo que a la viuda de

Sam le parecerá algo caído del cielo pero, de hecho, supuso un negocio. La casa de Sam, que

Paul obtuvo a cambio, no vale gran cosa en estos momentos. Pero si la zona comercial se

desarrolla en aquella dirección, seguro que recuperará su dinero.

—¿Qué estás diciendo?—sonrió Eddie—. ¡Triplicará lo invertido! Así es como Paul trabaja,

pues él nunca regala nada.

—Vaya una forma de hablar de Paul —saltó Hilda—. Piensa en todo lo que ha hecho por

ti, Eddie. Te consiguió un abogado para el juicio; ha estado luchando por obtener tu libertad

bajo palabra, y se ha esforzado lo indecible por ayudarte desde el principio...

Para Hilda aquel «principio» empezó la noche en que murió Sam Nickols. Eddie

retrocedió aún más en el tiempo: seis años, cuando había sentido la suficiente confianza en sí

mismo como para pedir a la bella enfermera que se casara con él. Ella puso la fecha: para

Navidades, con Santa Claus y los ciervos y el trineo. Al día siguiente, le dio la noticia a Paul. Y

éste dijo lo que se acostumbraba en estos casos, pero las palabras no concordaban con la

expresión. Eddie significaba el intruso que le había robado su chica... Eso es lo que su gesto

dejaba bien a las claras...

La voz del doctor Huston lo devolvió al presente.

—Hilda está preocupada, Eddie. Teme que te vayas a meter en algún lío. Déjalo estar,

hazme caso. Paul te nombró su socio como prueba de su lealtad... Y quizá no saque ni un

centavo de la propiedad de Fourth Street. Sólo pretendía alejar a la señora Nickols de un lugar

que le traía penosos recuerdos. Paul y Sam trabajaron juntos durante años. Ya sabes que este

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último instaló las cañerías en la primera casa que Paul construyó, y no le cobró un centavo hasta

que se vendió y se recibió el dinero.

—Y eso le concedía a Sam ciertos derechos sobre Paul, ¿o no?

—¿Derechos?

—Sí. Me refiero a la imposibilidad de Paul de dejar de contratar con la empresa de Sam...

Quizá se tratara de más de una casa. Puede que el difunto tuviera a Paul en el bolsillo.

—¡Eddie, calla, por el amor de Dios! —suplicó Hilda—, ¿No ves lo que quiere hacer, papá?

Todavía sigue obsesionado con la idea de limpiar su nombre. ¡Dile que lo olvide, por favor,

aunque sólo sea por...!

—¿Limpiar su nombre?

—Yo no me acuerdo de haber atropellado a Sam —insistió el ex convicto—. Y existen

ciertos agujeros que no encajan en la historia. Por ejemplo, se dijo en el juicio que yo le había

robado a usted el coche, doctor Huston, haciendo uso de la llave que guardaba en el

parachoques trasero. Pero, si hice tal cosa, y es algo de lo mucho que no recuerdo, ¿dónde

sucedió? ¿En qué lugar estaba aparcado el Cadillac?

—En el Memorial Hall —apuntó Hilda—, Era la noche de la elección de los «Cien Hijos

Predilectos».

—No, tú sabes que la verdad es muy distinta. ¿Dónde estaba aparcado, señor Huston?

—En Main Street —contestó.

—¿En Main Street? ¿Por qué, doctor?

—Porque yo estaba preocupada —intervino Hilda—, Tú viniste temprano a casa aquella

noche. Eso no me importó... Sabía que estabas muy nervioso por lo de la elección; pero bebiste

más de la cuenta; y eso sí que me intranquilizó. Habías tomado mucho alcohol. Tenías una

botella...

—¿Una botella?—preguntó Eddie—. ¿Acaso era verde?

—No sé de qué color podía ser. Creo que de whisky... una pequeña. No me quisiste dirigir

la palabra. Sólo me dijiste que todo había terminado.

—¿A qué me refería al hablarte así?

—No lo sé. Intenté meterte en la ducha y vestirte para la reunión; y, luego, te fuiste otra

vez. No utilizaste nuestro coche; preferiste ir a pie. Creí que caminar te sentaría bien, que te

despejaría, con lo que olvidarías tus preocupaciones, y pronto regresarías a casa. Pero no lo

hiciste. La reunión en el Memorial Hall comenzó a las ocho. Eran cerca de las ocho y media

cuando llamé a Paul, que se encontraba allí.

—¿Por qué precisamente a Paul? —preguntó Eddie.

—Yo puedo constatar esa llamada —dijo el doctor—. Estaba en el hall cuando mi hija

llamó. Paul volvió del teléfono y me dijo que tenía que ausentarse un rato. Me preguntó si

podía usar mi coche, porque las baterías del suyo estaban descargadas. Le di mis llaves...

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—Entonces fue Paul el que utilizó el Cadillac —saltó Eddie.

—Te estaba buscando —explicó Hilda—. Vino aquí primero y, después, salió a localizarte.

Yo quise acompañarle pero él pensó que sería mejor que alguien se quedara en casa por si tú

volvías. Te buscó por todos los bares de la ciudad y, por último, regresó a la oficina. Dejó el

coche fuera.

—¿Por qué nadie habló de todo esto en el juicio? —preguntó Eddie.

—Debido a que tu abogado quería que todos asumieran lo que era obvio: que tú habías

ido a la reunión en el Memorial, y que por eso utilizaste mi coche —intervino el doctor

Huston—. Ésta era la clave de tu defensa. Si se hubiera sabido que estuviste bebiendo antes de

salir de casa aquella noche, no te habrían dictado una sentencia tan favorable. De eso puedes

estar bien seguro.

—¿Así opina Paul?

—Me parece lo más lógico, ¿no?

—Lógico... —Eddie parecía divertido—. Sí, lo mires por donde lo mires, es lo más lógico.

—Su semblante se endureció, y caminó en dirección a la puerta—: Gracias. Si hubiera sabido

eso hace un año...

—Eddie —le llamó Hilda—, ¿adónde vas?

—A buscar una botella —contestó él—, ¡Una botella verde!

Después, salió de allí dando un portazo. Hilda hizo un movimiento como para seguirle

pero su padre la detuvo.

—Deja que se vaya —aconsejó—. Permite que él mismo salga de este embrollo. Luego,

volverá.

—Pero va a beber...

Ella se soltó de la mano de su padre y se fue a un rincón. Telefoneó a Paul... quien se

sorprendió al saber que no estaba en compañía de Eddie, hundidos en el agua hasta las rodillas

y pescando truchas.

—El muy idiota insistió en volver a casa directamente —explicó ella—. Se le ha metido en

la cabeza averiguar lo que pasó la noche en que Sam murió. Ha ido a ver a la señora Nickols, y

papá le ha dicho que fuiste tú quien utilizó el Cadillac.

Paul meditó un momento y respondió con ánimo de tranquilizarla:

—No te preocupes. Hablaremos mañana. Tengo que enseñar una casa a un cliente esta

tarde, y por la noche iré a la oficina a terminar un trabajo atrasado.

—No. ¡Olvídate esta noche de ir a la oficina!

—¿Por qué?

—No vayas, Paul. ¡Por favor! Tengo miedo. ¿Y si Eddie recuerda...?

Había diecisiete bares en Emerald City, desde el nuevo en el Motel Oasis Motor, que era

de muy alto copete, hasta los tugurios del barrio mejicano, pasando por el tranquilo local «del

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viajero». Eddie fue a verlos todos. Primero, sólo entró a preguntar, en alguno de ellos, sobre si

la noche en que murió Sam Nickols a él le habían golpeado en la cabeza con una botella verde...

¿Recordaba algún camarero el incidente? No podía esperar mucho más que miradas suspicaces

o divertidas cuando se atrevía a formular una pregunta semejante. Hacía más de un año de ese

suceso. La mayoría de los camareros ni se acordaban de Sam Nickols, y menos aún de Eddie

Wanamaker, aunque de este último se acordaban únicamente por una asociación con la

publicidad que se dio al asunto. ¿Y Paul Fenton? ¿Le conocía usted? En el Oasis, la respuesta

fue afirmativa. No sólo resultó conocido, sino que se recordaba también la noche de la muerte

de Sam Nickols.

—Pensé en ello al día siguiente, cuando leí el periódico —le dijo a Eddie uno de los

camareros—. Fenton vino la noche anterior... Bueno, más o menos hacia las nueve o las nueve y

media. Había poca gente. Nunca hay demasiada cuando se celebra la reunión de los «Cien Hijos

Predilectos»... hasta las once y pico, en el momento en que algunos de ellos se pasan por aquí a

tomar una copa. Me sorprendió ver al señor Fenton a esa hora. Me dijo que buscaba al señor

Wanamaker.

Estaba bastante oscuro en el Oasis. Por eso Eddie no fue reconocido. Y ese lugar tampoco

era un garito para no bebedores.

—¿Estuvo el señor Wanamaker por aquí? —preguntó sin mostrar un excesivo interés.

—Que yo sepa, no... Eso es lo que le dije a Fenton. Llegaron varios de los hombres de

negocios que conozco... Fenton, Nickols, el doctor Huston... No sé, unos cuantos. Pero

Wanamaker no era un bebedor. Eso es lo que se declaró en el juicio. Dígame, ¿a qué vienen

todas estas preguntas? ¿Se ha escapado el señor Wanamaker de la cárcel?

—Lo está intentando —respondió Eddie.

Así que Paul estuvo buscando por todos aquellos lugares que frecuentaría cualquier

hombre bebido. En alguno de ellos se debían haber encontrado, y seguramente allí se habría

roto la botella verde.

Eddie siguió con su investigación a lo largo de todo el día. Por la tarde, las calles se

transformaron en unos corredores despoblados, y el calor se tornó insoportable. Sólo los

chiquillos que habían ido a la piscina municipal, y un hombre en busca de su pasado, se

atrevieron con el sol de mediodía. El último pasó por Main Street. A veces, Paul abría la oficina

los domingos. Se detuvo ante la puerta; estaba cerrada. En el interior, el teléfono no cesaba de

sonar. Sin la llave, Eddie no pudo sino esperar a que dejara de sonar.

El teléfono sonó seis veces antes de que el contestador automático informara a Hilda de

que no se esperaba al señor Fenton hasta las ocho de la noche. Ella miró el reloj. Eran casi las

cuatro. Su padre había salido para atender un aviso, y aquello significaba que todavía tendría

que esperar sola unas cuatro horas, a no ser que a Eddie se le ocurriera volver. Y seguro que no

lo haría antes de la noche...

El ex convicto se tomó su primera cerveza a eso de las seis. Había estado luchando contra

la sed toda la tarde, pero, al llegar a un bar que había en la esquina de la terminal de autobuses,

perdió la esperanza. Ya no quedaba otro sitio donde buscar, y nadie recordaba, ni lo intentaba

al menos, un incidente que había ocurrido un año antes y que sólo le importaba a un hombre. Se

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bebió la cerveza tan deprisa que se le subió a la cabeza enseguida. No había comido nada desde

el desayuno y, a medida que el calorcillo del alcohol se le metía en la sangre, le vino a la mente

una idea muy curiosa. Agudizó los sentidos y todos los detalles que no eran esenciales se

difuminaron. Entonces, pudo enfocar lo más importante. Recordó una escena: un bar pequeño y

oscuro. Con un vaso en la mano y una botella ante sí... ¡Una botella marrón! Eddie pidió otra

cerveza, y llenó su vaso con cuidado para que la espuma no se derramara. En dos taburetes a su

izquierda, una pareja de pilotos de la base estaban bebiendo cerveza que procedía de unas

botellas verdes... ¡Verdes! Mientras él tomaba otro trago, su mente intentó poner algunos datos

en orden. Le habían pegado un botellazo en la cabeza, y la botella era verde. Esto era

importante... ¿no? Paul Fenton le odiaba por haberse casado con Hilda... también debía tenerlo

muy presente. Para Eddie la prueba definitiva del odio que se le tenía llegó el día en que Paul

Fenton echó por tierra sus posibilidades de ser elegido presidente de los «Cien Hijos

Predilectos».

El poder de abstracción de Eddie, en aquel instante notablemente incrementado, le

permitió ausentarse del bar y volver a la oficina de Paul. Eran las tres y pocos minutos de la

tarde del día de la muerte de Sam, y éste acababa de salir de la oficina.

—No puedes dejar de contratar a Sam —Eddie había protestado—. Le arruinarías.

—¡Si uno de los dos ha de ir a la ruina, no seré yo el primero!

—Pero sólo por una discusión... Nada más por haber perdido la cabeza...

—No mi cabeza, Eddie... He perdido 20.000 dólares... una cantidad que no se puede

despreciar. Lo siento por Sam; reconoce que él se lo ha buscado. Siempre ha querido tener unos

cuantos contratos de más... Muy bien, ya no son suyos. A partir de ahora, haré los negocios con

George Carlson.

Paul era un hueso duro de roer. Incluso entonces, Eddie sospechó alguna intención oculta.

—Supongo que te darás cuenta de lo que esto significa para mí.

—¿Qué tienes que ver en todo este asunto, Eddie? —preguntó Paul.

—La elección de esta noche. Sam iba a proponerme para la presidencia anual de los «Cien

Hijos Predilectos». ¿Qué crees que hará ahora?

A esa pregunta Paul nunca respondió...

El ex convicto apartó la vista de su cerveza. Los dos pilotos seguían atacando el contenido

de sus botellas verdes. Le entró un repentino sentimiento de nostalgia. Los uniformes

cambiaban pero los hombres que los vestían siempre parecían estar más solos que los demás.

Conocía ese sentimiento, aunque había luchado contra él y había llegado casi a vencerlo. Vino a

Emerald City y se labró un porvenir... un porvenir que se echó a perder en una noche. Y no

había averiguado nada en todo un día de investigaciones. En aquel momento ya había

oscurecido. Los dos pilotos pagaron la cuenta y regresaron a la parada del autobús; y oyó a lo

lejos el ruido de unos motores y el alboroto de la gente que llegaba en el último minuto para

marcharse. Un niño gritó:

—¡Papá, aquí está nuestro autobús! ¡Papá...!

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Entonces, Eddie se incorporó con un estremecimiento. Había ocasiones en las que algo que

estaba ocurriendo parecía haber sucedido antes. Un niño gritando, un par de botellas verdes en

la barra... Para entonces ya estaba fuera, en la acera. Como si se hallara en trance, siguió las

huellas de su memoria, cuyo rastro había perdido y estaba reencontrando. Hacía más de un

año, la noche de la elección del presidente de los «Cien Hijos Predilectos», había ido también al

bar de la esquina de la terminal de autobuses. Y se tomó las primeras dos cervezas que Hilda le

había olido en el aliento. Quizá la mente seguía un esquema fijo. Llegó a un callejón sin salida y

de ahí volvió al primer punto de referencia, del mismo modo que acababa de regresar al mismo

bar...

Ya se encontraba en la acera. Un niño había gritado, pero este sonido sólo era significativo

porque le había recordado aquel otro bien distinto...

—¡Cuidado! ¡Tiene una navaja!

De repente, la escena le vino a la mente con claridad. Había sido una pelea callejera entre

dos bandas de adolescentes endurecidos por la vida prematuramente. Recordó el resplandor de

un metal, y cómo él se adelantó y agarró fuertemente la muñeca que sujetaba la navaja, hasta

que el jovencito la soltó de dolor y la dejó caer al suelo. Entonces, Eddie volvió la cabeza justo a

tiempo de ver la botella verde que estaba a punto de estrellarse contra su cráneo...

El recuerdo fue tan intenso que le dolió la cabeza; sentía punzadas en el cerebro.

Involuntariamente, se llevó la mano a la cabeza, y la puso sobre la oreja izquierda. Ya sólo tocó

el exagerado corte de pelo que le habían hecho en la cárcel. Seguía encontrándose en la acera,

ante la puerta del bar de la esquina de la terminal de autobuses... Sí, pero no había ninguna

pandilla de gamberros armando follón, ni botellas verdes... Porque aquello había ocurrido un

año atrás, y ya sabía cómo había perdido la memoria el día en que murió Sam, pero poco más.

¿Qué había sucedido después? Todavía se hallaba a varias manzanas del lugar donde el doctor

Huston dejó el Cadillac. Como en un trance, volvió caminando adonde aparcó el Ford.

A las ocho en punto, Hilda telefoneó de nuevo a la oficina de Paul. Esta vez recibió una

contestación personal. No, aquél no había visto a Eddie. Tampoco sabía nada de éste. Sí, había

ido a hablar con la señora Nickols. No, no podía irse todavía, le quedaban unas cartas por

escribir. ¿Qué podía hacerle Eddie si venía a la oficina? Hablarían, y luego Paul le mandaría

para casa.

—Pero si ha estado bebiendo —repuso Hilda—; ya sabes cómo se pone con sólo un par de

cervezas.

—Deja que sea yo el que se preocupe de eso —la tranquilizó Paul—. Acabaré estas dos

cartas y me iré. Me pasaré por tu casa y te ayudaré a buscar a Eddie. No puede haber ido muy

lejos.

Ella colgó el auricular y se sentó en silencio durante un rato. Y este mismo silencio la

atemorizó más y más a medida que se iba prolongando. Cuando no pudo soportarlo, buscó en

el armario algo con que abrigarse y salió a la oscuridad. Fue caminando con paso rápido hacia

Main Street...

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Paul Fenton. Resultaba curioso que Eddie pudiese pensar sólo en un nombre, y en el

botellazo que había recibido en la cabeza un año antes. Era como si el tiempo hubiera

retrocedido y aquélla fuera la noche de la elección del presidente de los «Cien Hijos

Predilectos», cuando él no pudo acudir a la cena, y no porque Paul Fenton se vengara de que le

hubiera robado su chica, al impedirle el honor de ser elegido presidente. Algo tiraba de él como

un imán.

Paul Fenton. Eddie fue conduciendo hasta Main Street, y dobló hacia la izquierda. Ya

estaba representando un papel que había vivido antes. No era tan tarde como el año anterior

pero era domingo, por lo que las calles también estaban desiertas y oscuras. Siguió llevando el

Ford muy despacio, hasta que divisó las luces de la oficina de Paul. Esperó en la curva, con las

manos apretando fuertemente el volante. Aunque no estaba seguro de lo que quería hacer, se

decidió en el momento en que vio apagarse las luces y su enemigo salió a la calle. Le vio vacilar

un segundo mientras echaba el cerrojo a la puerta; luego, se dio la vuelta y salió caminando en

dirección al semáforo. Llevaba algo en las manos... unas cartas. Tendría que cruzar la calle al

final de la manzana para echarlas al buzón... Era tarde y los dos estaban solos.

Eddie tenía el coche en marcha pero con las luces apagadas. Las dejó así y salió de la

curva. Paul había llegado a la esquina. Se detuvo antes de cruzar la calle; de todos modos no vio

el vehículo que se le echaba encima sin los faros encendidos. El ex convicto sólo tenía que

apretar el acelerador...

—¡Eddie, no! ¡Paul, cuidado!

Eddie oyó el grito de Hilda incluso antes de verla; y, cuando la contempló no pudo hacer

otra cosa que apretar el freno y darle gracias a Dios por haber hecho que el Ford parase a

tiempo. Ella había salido de la penumbra, gritando y corriendo hasta meterse entre el coche y

Paul; pero no fue el hecho de descubrirla lo que puso fin a la búsqueda que el ex convicto había

emprendido para ordenar unos fragmentos de su memoria... ¡Recordó toda la verdad! Algo que

le obligó a apoyarse contra el respaldo, temblando. Y, entonces, supo lo que había ocurrido

hacía un año...

Paul abrió la oficina, y Hilda le ayudó a sentar a Eddie en una silla. No estaba herido;

tampoco borracho; pero en todos los días de su vida nunca había sentido tanto pánico. Jamás se

había considerado un cobarde ni tenía miedo a un enemigo «exterior»; pero la verdad que

llevaba dentro le aterrorizó... Miró a Hilda.

—Tú lo sabías todo, ¿no? —preguntó.

—Intenté convencerte para que lo olvidaras —respondió ella.

—Pero tú sabías que yo había asesinado a Sam Nickols.

—No, Eddie. No fue un asesinato.

—Sí, Hilda. ¡Asesinato con toda la crudeza de la palabra!—insistió Eddie—. Lo he

recordado hace unos pocos minutos. Yo venía por Main Street. La calle estaba oscura y desierta;

y entonces vi a alguien salir de la oficina, igual que esta noche. Creí que era Paul. Quería

matarle.

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—Eddie...

—¡Quería matarle!—repitió Eddie—. Entonces vi el coche de tu padre aparcado en la

curva y me acordé de dónde guardaba una llave. Atropellé a Sam deliberadamente... No fue un

accidente. Quería matar a Paul...

Eddie se volvió y miró a su enemigo de siempre. Lo mismo hizo Hilda, pues aquél sabía la

verdad. Debió haber visto el accidente desde la oficina; pero guardó el secreto durante todo el

tiempo. ¿Por qué? ¿Acaso para perdonarle? ¿O fue porque odiaba a Eddie Wanamaker y se dio

cuenta de que este sentimiento acababa de destruir a Sam Nickols? Detrás de Paul, el nuevo

nombre en el letrero era como un chiste. Socios. Sí, desde luego que lo eran.

Quedaba una cosa más que Eddie quería saber.

—¿Por qué vino Sam aquí la noche en que murió? —preguntó.

—Por lo mismo que yo. Te estaba buscando —dijo Paul.

—¿A mí? ¿Para qué?

No por la misma causa que Paul... Tampoco porque Hilda se lo hubiese pedido. Sólo

podía haber un motivo por el cual Sam le quería ver; y Eddie lo adivinó antes de que Paul se lo

dijera:

—Sam no permitió que mi decisión de dejar de contratarle te afectara a ti. Cuando yo salí

de la reunión, te propuso para presidente. Pasó por aquí para comunicarte que habías sido

elegido presidente de los «Cien Hijos Predilectos» de Emerald City.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

61

Por el humo se sabe dónde está el fuego

James Holding, Jr.

Para ir a Washingtonville, Pennsylvania, sales de Pittsburgh por la Ruta 78 hacia el este,

luego sigues treinta y dos kilómetros hasta la entrada de Riverton a la autopista de

Pennsylvania. Antes de llegar a Washingtonville, dejas atrás un supermercado enorme recién

puesto y atraviesas un valle poco profundo, pasando a ambos lados de la carretera siete

gasolineras, tres tiendas de comestibles, dos sucursales bancarias, y un solar lleno de camiones

que están allí esperando la carga, además de varios bares razonablemente limpios cuyos

principales clientes son camioneros.

Justo antes de salir de este valle poco profundo por la cuesta oeste, puedes echar una

mirada rápida al montón de casas apiñadas al borde de la carretera. Has llegado a

Washingtonville. Y como el accidente ocurrió en la carretera 78, casi a tiro de piedra del

ayuntamiento, entró en la jurisdicción de la policía local. Y fue el teniente Randall el que se hizo

cargo del caso. Pero este personaje jamás habría capturado al asesino sin la ayuda de una

camarera llamada Sarah Benson.

El 16 de diciembre, a las cinco y media de la mañana, un Plymouth del año 1954, que

seguía la ruta 78 hacia el este, subió con dificultad la cuesta de la colina que anunciaba el límite

oeste del pequeño valle de Washingtonville. El coche acusaba algunos problemas con el motor;

avanzaba muy lentamente dando tirones y sacudidas. En aquel lugar acababan de retirar el

palmo y medio de nieve que había caído el día anterior, y grandes montones blancos se

agrupaban a ambos lados de la carretera. Todavía no había amanecido, y hacía un frío de mil

demonios.

Dentro del coche, Hub Grant dijo a su mujer:

—A ver si tenemos suerte y encontramos una gasolinera o un garaje al otro lado de la

colina. Habrá que hacerle algo al cacharro este si queremos que nos lleve a Connecticut.

Ella asintió con ansiedad.

—Es tan temprano, Hub. Me temo que no encontraremos nada abierto a estas horas.

Deberíamos haber parado en uno de esos moteles que hemos pasado.

—Ojalá lo hubiéramos hecho —admitió el marido.

El coche llegó a la cima. El valle de Washingtonville apareció ante ellos cubierto por un

manto de nieve, silencioso. Únicamente lo alumbraban unas cuantas farolas solitarias.

Y aquél fue el momento en que el motor del Plymouth eligió para pararse por completo.

Pero Hub se aprovechó de la pendiente para echarse a un lado de la carretera. El morro

del coche quedó sepultado en un montón de nieve, que afortunadamente sirvió de colchoneta

para el golpe. También comprobaron que había una gasolinera a pocos metros. El hombre salió

del coche y fue hasta allí caminando, en medio de la oscuridad. Todavía no había ningún

indicio de que el amanecer se aproximara. Poco más tarde, comprobó que la gasolinera estaba

desierta y que no la abrían hasta las siete durante las mañanas de invierno.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

62

Hub volvió al coche.

—No hay nadie. —Miró carretera abajo, en dirección a Washingtonville—, Supongo que

deberemos ir caminando valle abajo. Debe haber algo abierto. ¡Madre mía, qué frío hace aquí

fuera! Tú espérame sentada, cariño, y deja las puertas cerradas. ¿Vale?

—Bueno —aceptó ella—. No tardes demasiado.

—Vendré enseguida, espero.

Cerró la puerta de un golpe y caminó en dirección al hipermercado.

Eran las cinco horas y cuarenta y un minutos.

En aquel mismo momento, Sarah Benson se encaminaba desde su casa, situada en las

afueras de Washingtonville, hacia la carretera 78, allá donde ésta bordeaba la periferia de la

ciudad, junto al hipermercado. Llevaba un pesado abrigo, con una bufanda verde; su pelo era

castaño rojizo. A ella le tocaba aquella semana abrir El Descanso de los Camioneros de Wright y

preparar la primera cafetera gigante del día para los camioneros entumecidos por el cansancio y

el frío. Los más madrugadores no tardarían en llegar. La mayoría de ellos eran clientes

habituales; sabían que la Cafetería de Wright se abría a las seis en punto, que el brebaje que se

servía allí estaba bueno y caliente, y que Sarah Benson era la camarera más bonita que había

entre Nueva York y Chicago.

Cuando llegó a la carretera, ella se dirigió a su lugar de trabajo, que estaba a unos noventa

metros, carretera abajo, del aparcamiento del hipermercado. Hacía un frío horroroso, se debían

estar rondando los cero grados, pensó Sarah.

Y todavía la calle estaba oscura. No había nadie por allí. Sólo de vez en cuando un auto o

un camión pasaba a su lado a toda velocidad. De pronto, cuando estaba hurgando en su bolso,

buscando la llave de la Cafetería de Wright, oyó los pasos de un hombre a su espalda, en la

carretera.

Se volvió sorprendida y contempló una silueta oscura que se acercaba por el oeste, cuya

larguirucha figura se dibujaba contra el blanco de la nieve apilada a ambos lados de la carretera.

El hombre la vio al mismo tiempo, según parece, porque levantó un brazo y la llamó:

—¡Eh, oiga, un momento, perdone...!

Sin que importara lo que quisiera decir, no logró terminar la frase. Un coche vino hacia él

como un cohete, carretera abajo y por el carril derecho, por el que iba Hub Grant. Los faros

delanteros del coche le cegaron de pronto. Sarah vio cómo intentaba torpemente echarse a un

lado, sobre la nieve, para tratar de esquivar el golpe del vehículo que venía a toda velocidad.

Pero fue demasiado tarde...

Presa de pánico, la bella camarera contempló cómo el coche resbalaba de un modo salvaje,

al pisar el freno el conductor, y escuchó un chirrido de la goma al frotar contra el asfalto. Acto

seguido, sus ojos recorrieron, con todo detalle, como si se lo hubieran pasado a cámara lenta, el

arco descrito por el cuerpo del peatón después del desagradable sonido de su impacto contra el

parachoques. Finalmente, presenció cómo aquel desgraciado iba a aterrizar sobre un montón de

nieve, componiendo una grotesca postura, con los brazos y las piernas extendidos, a menos de

dieciocho metros de donde ella se encontraba.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Únicamente fue un reflejo tardío el hecho de que se le ocurriera mirar el coche. Vio cómo

disminuía la velocidad, hasta casi detenerse, y se encendían las luces de los frenos. Sarah creyó

que se pararía pero, en aquel momento, con un golpe desesperado de energía aceleró y se alejó

por la carretera hacia la colina del este.

La camarera no pudo dar crédito a sus ojos.

—¡Pare! —gritó hacia el coche mientras éste se perdía a lo lejos—. ¡Pare! —creyó que le iba

a dar algo—. ¡Ha atropellado a un hombre!

Al mismo tiempo que chillaba, las luces del coche asesino guiñaron un momento y, luego,

desaparecieron por la colina oriental.

Sarah intentó controlar el temblor de sus piernas y el súbito dolor que sentía en el

estómago. Corrió hacia el hombre que yacía inmóvil sobre la pila de nieve. Cuando comprobó

que no se podía hacer nada por él, regresó a la cafetería, abrió la puerta con la llave, encendió

las luces y llamó por teléfono a la policía de Washingtonville.

Eran las cinco horas y cincuenta y cinco minutos.

El teniente Randall llegó al lugar del accidente a la misma hora que la ambulancia, es

decir, a las seis y cinco, cuando ya asomaba el primer débil rayo de luz. Para entonces, un

montón de coches y un camión habían parado junto a la pila de nieve, atraídos por el

espectáculo que el cadáver y la sangre ofrecían, y también debido a la esbelta figura de Sarah

Benson, que esperaba a los representantes de la ley en pie, al lado del cuerpo sin vida.

Cuando Randall pisó la acera, hizo que un policía quitara de en medio a los curiosos, una

vez que se supo que ninguno de ellos había sido testigo del accidente. Luego, ordenó que la

víctima fuese trasladada al hospital de Washingtonville, donde, según el parte médico, ingresó

cadáver. Horas más tarde, se conoció la causa del fallecimiento: múltiples lesiones internas y

externas, así como fractura de cráneo.

El teniente se hallaba sentado ante una de las mesas de El Descanso del Camionero, junto a

la única testigo del accidente, la señorita Sarah Benson. Esta procuraba ayudar en cuanto podía,

aunque todavía no se había recuperado de la impresión del accidente. Se estaba tomando una

taza de su propio café, para combatir los nervios.

Pese a que a Randall le urgía obtener una descripción lo más exacta del vehículo

«asesino», tan pronto como le fuese posible, no pudo dejar de advertir la belleza de la testigo...

lo bien que su cabello cobrizo contrastaba con la piel delicada y los ojos azules.

—¿Qué clase de coche era? —le preguntó.

—No lo sé. Estaba oscuro. Y como venía hacia mí, los faros me cegaron. No podría decir

nada sobre él.

El policía suspiró.

—Me lo temía. Pero usted siguió viéndolo después de que atropellara al hombre, según

me ha dicho... ¿Eso cuándo fue? ¿Mientras se iba alejando?

—Sí.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—¿Y no pudo reconocer el modelo?

—No. Sólo sé que era de color oscuro. De eso estoy prácticamente segura. Y las luces de

frenado estaban encendidas, de un rojo brillante, antes de que el conductor decidiera

emprender la huida.

—Y esas luces de frenado —preguntó Randall—, ¿de qué forma eran?

—Me parece que redondas —contestó Sarah.

—¿Le parece? ¿No está segura?

—Estaba muy asustada...

—¿Eran grandes y redondas, o pequeñas y redondas...? —insistió el teniente.

—Supongo que redondas, y ni pequeñas ni grandes —dijo Sarah—. En realidad no me

fijé...

—Usted ha visto el coche por detrás —la interrumpió Randall con rudeza—. Sabe que las

luces de frenado estaban encendidas, y no había nada entre usted y el coche. Seguro que vio el

número de matrícula, o por lo menos la placa. Piense un poquito.

—Lo estoy haciendo, oficial.

—Y bien, ¿la matrícula era de Pennsylvania? ¿O de Nueva York? —Todavía tenía

esperanza—. ¿La vio?

Ella movió la cabeza lentamente.

—Me temo que no.

—¡Maldición, tiene que haberla visto! —exclamó Randall.

La chica le sonrió, consciente de lo ansioso que estaba de que le proporcionase alguna

pista sobre el coche.

—No —insistió ella en voz baja—, no vi ninguna placa.

El teniente se sonrojó.

—Lo siento, señorita Benson. Pero una descripción del auto, o cualquier detalle, resultan

imprescindibles si queremos capturar al conductor. Supongo que lo entiende, ¿no?

Y si no vio la placa o la matrícula, ¿tampoco le llamó la atención algo en particular? No sé,

una abolladura en el parachoques trasero; alguna ventanilla rota; una pegatina fosforescente...

Ella cerró los ojos y trató de eliminar el horror que había sentido hacía unos minutos.

Permaneció callada durante un rato. Luego, abrió los ojos y dijo:

—No recuerdo nada más. Sólo esa nube de vapor blanco que salía del tubo de escape y

que me ocultaba en cierto modo la parte de atrás del coche...

Randall se puso de pie.

—Bueno, pues gracias de todos modos. Tendremos que arreglárnoslas como podamos con

esta descripción tan general. Seguro que la parte de delante del coche ha quedado dañada. Al

menos, sabemos eso. Encontramos una pieza metálica que se le desprendió del golpe, y también

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eso ayudará. —Se volvió y, por un momento, guardó silencio. Luego, pidió a la camarera—:

¿Podría venir hoy a la comisaría y firmar una declaración? Siempre es bueno disponer de un

testigo ocular.

Sarah se terminó de beber el café y tomó el abrigo que había colgado en una percha, detrás

del contador.

—Iré ahora mismo —dijo—. Jenny se hará cargo del local mientras tanto.

Aquélla era una muchacha pálida y larguirucha, que ya estaba sirviendo café a cuatro

camioneros en un extremo del largo mostrador de Wright.

—¡Magnífico!—exclamó Randall—. Yo mismo la llevaré. Vamos.

Eran las seis horas y veinticuatro minutos.

Cuando Amos White llegó a las siete menos cuarto para abrir su gasolinera, encontró un

Plymouth medio metido en una pila de nieve, a la derecha de un solar que había al lado de la

estación de servicio. Lo ocupaba una joven sentada sola en la parte delantera, con cara de

preocupación, que mantenía la barbilla metida dentro del cuello vuelto de su jersey de lana.

Amos abrió la estación. La mujer salió del coche y le preguntó con timidez si podía usar el

teléfono. El hombre dijo que sí, y la oyó llamar a la policía. Hizo lo que pudo para consolarla en

los primeros minutos tras enterarse de que había quedado viuda. Se le acababa de informar de

que su marido, Hub Grant, había sido atropellado por un auto, que conducía una persona

todavía no identificada.

El reloj de Amos marcaba las siete en punto.

Todos estos hechos sucedieron en poco más de una hora, en Washingtonville, en la

mañana del 16 de diciembre. Después, durante las siguientes seis horas, hasta la una de la tarde,

no se produjo ninguna novedad.

Por lo menos eso le pareció al teniente Randall. Por supuesto, él facilitó los confusos datos,

que tenía en su poder, a la policía estatal, a la del condado y a la local. Y solicitó su cooperación

para la localización y captura del auto y del conductor, respectivamente. También efectuó un

peinado del tramo de la carretera 78, que iba desde el hipermercado hasta la colina oriental, con

la vaga esperanza de encontrar algún otro testigo que le facilitara una descripción más detallada

del coche que la que le había proporcionado Sarah Benson.

Pero no tuvo suerte.

Ésta no le acompañó hasta la una, hora en la que estaba comiéndose un sandwich de pan de

centeno con jamón, a la espera de alguna noticia sobre el coche. Repentinamente, el sargento de

guardia le llamó desde el piso de abajo de la comisaría, para avisarle de que había una mujer

que quería verle. Él ordenó que la acompañara; y, al cabo de un momento, Sarah Benson entró

en la oficina.

El teniente tragó apresuradamente el bocado que estaba masticando y se levantó con

torpeza.

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—Bien —dijo—. Aquí estás de nuevo, Sarah.

Ella enarcó las cejas levemente al ver que, por primera vez, Randall la tuteaba, pero no

hizo comentario alguno. Se sentó en una silla, frente a él.

—Aquí estoy de nuevo, teniente. Se me ha ocurrido algo que podría serle de ayuda.

—Perfecto —se animó el policía—. ¿De qué se trata?

—¿Recuerda usted mi declaración sobre el auto? —empezó ella a decir.

—Desde luego. —Sacó la declaración mecanografiada de un cajón y se la entregó—. ¿Qué

ocurre... hay algún error?

Sarah leyó despacio el papel.

—Una nube de vapor blanco salía del tubo de escape y no pude ver la placa ni ninguna

otra señal que pudiera servir para identificar el vehículo.

Randall se quedó mirándola.

—¿Y qué pasa con eso? Ya me hablaste de ello esta mañana. El tubo de escape echaba

mucho humo. Probablemente necesitaba una reparación. Yo he dado esa información a los

muchachos.

En aquel momento ella se había animado.

—Esa nube de vapor —insistió inclinándose hacia adelante en la silla—, no era sólo ese

humo que sale de la carburación. Me pareció más blanca, como una neblina o el vaho que te sale

cuando respiras en una mañana fría.

—¿Sí? ¿Y qué sucede con ese vapor blanco? —preguntó Randall.

Ella no respondió directamente.

—¿Conoce usted la Cafetería de Wright, donde yo trabajo? Justo enfrente, cruzando la

carretera, se encuentra el aparcamiento donde Jensen deja todos los camiones, mientras sus

conductores esperan una carga o una orden de trabajo.

El teniente asintió.

—Bueno, yo he estado observando todos esos camiones durante los días de invierno. Y he

notado que el humo que arrojan por el tubo de escape, después de haber permanecido

aparcados allí durante toda la noche, es idéntico al que vi salir del auto que atropelló a ese

hombre esta mañana.

Randall se quedó mirándola, sin comprender.

—Y cuando los camiones aparcan justo delante de la cafetería, después de haber estado

rodando durante horas, nunca echan esa clase de vapor tan blanco.

Randall abrió los ojos de par en par y dio un puñetazo en la mesa.

—¡Claro! —exclamó.

Ella sonrió.

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—Eso es —añadió—. Llamé a mi hermano por teléfono para comprobarlo. Porque él

trabaja de mecánico en un garaje, en Pittsburgh. Y me dijo que tenía razón.

Randall echó mano al teléfono. Por encima del hombro, para despedirse, le dijo:

—¡Un millón de gracias, Sarah! Te llamaré.

Cuando la llamó más tarde a su casa, ella misma le respondió:

—¡Ah, hola, teniente Randall! ¿Hay noticias?

—¡Muchas y buenas! —exclamó satisfecho—. La policía estatal detuvo al homicida

saliendo de Allentown hace una hora. ¡Y todo gracias a ti, Sarah! La parte delantera del coche

está abollada, y le falta un trozo que seguramente será el que encontramos en el lugar del

accidente; además, tiene restos de sangre y cabellos en el parachoques. El caso casi ha quedado

archivado. —Vaciló con una timidez desacostumbrada—. Me gustaría darte más detalles

personalmente, Sarah.

—Adelante, teniente —respondió ella—. Estoy escuchando.

—Bueno, yo quería decir... —se rascó la cabeza, irritado—, íntimamente.

Sarah ignoró ese matiz.

—Entonces, ¿la pista del vapor blanco les ayudó de veras?

A él le pareció detectar un tono irónico.

—Claro que ayudó —en su voz pudo ella distinguir la impaciencia—, Hasta que tú me

hablaste del asunto, no se me ocurrió que el hecho de que el tubo de escape echara vapor blanco

significaba que el motor acababa de encenderse. Yo estaba empeñado en creer que el coche

vendría de lejos y que habría atravesado la ciudad sin detenerse. Pero el vapor blanco dejó claro

que el conductor tenía que ser alguien de por aquí, o un conductor que hubiera pasado la noche

en un lugar de la zona. El vehículo no llevaba rodando sino unos minutos antes del accidente...

Además, había pasado la noche a la intemperie. Entonces probé lo más fácil, ¡y acerté de lleno!

—¿De dónde salió el coche? —preguntó ella.

—Del motel Buena Vista. El individuo paró allí a las tres de la tarde. Venía del oeste, y

durmió hasta las cinco de la mañana. Poco después reemprendió su camino. Su coche fue el

único en abandonar tan temprano cualquiera de los moteles u hoteles de la ciudad. Conducía

un Ford azul oscuro, con la matrícula de Pennsylvania VN I67. Todo se hallaba en el libro de

registros del motel Buena Vista. En cuanto pasé la información, los muchachos no tardaron más

de veinte minutos en capturarlo.

—Bien —dijo ella.

El teniente cambió de tema bruscamente.

—¿Y por qué te tomaste tantas molestias...? Telefonear a tu hermano y todo lo demás...

¿tan sólo para ayudar a la policía?

—Quería que atrapasen a ese tipo. —El recuerdo del horror le volvió a la mente y se le

notó en la voz. Entonces se rió y dijo—: Y aparte de eso, me parece que me gustas, teniente.

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—¡Bueno!—exclamó Randall—. Magnífico. Esperaba que hubiera algo de eso también.

Tengo otra idea que me encantaría discutir contigo ahora mismo.

—Si se trata de la misma idea que se les ocurre a los camioneros en la cafetería, olvídate —

advirtió ella.

El oficial de la policía aclaró su garganta.

—Creo que sirves para el trabajo de la investigación, Sarah. ¿Me dejas que te invite a cenar

para que podamos hablar de eso?

Ella dudó sólo lo suficiente para preocuparle un poquito. Entonces le contestó con

dulzura:

—Sería encantador.

Randall colgó y echó una mirada al reloj redondo y descolorido que tenía en la pared de la

oficina. Eran las cinco horas y cuarenta y cinco minutos.

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Espaldas mojadas

Murray Wolf

Lo contaré ahora. De cabo a rabo, y espero que bien. Me ha llevado cinco años aprender a

escribirlo. Una época que ha pasado entre el tiempo de la navaja y este otro tiempo de la

pluma...

Era verano, y Antonio se estaba riendo de mí. También nos encontrábamos en la noche de

la fiesta, y él se burlaba porque no había quien me apartara de la ventana. Y yo quería seguir

mirando la ciudad, los edificios y las luces que se perdían a lo lejos, en la niebla.

—Quítate de la ventana, Juan —me ordenó Antonio—. La ciudad seguirá ahí de todos

modos.

Sus amigos se unieron a las carcajadas y a los comentarios irónicos:

—Puede que tenga miedo de que, aunque la ciudad siga ahí fuera, a él se lo lleven muy

lejos —intervino Pepe—. Quizá le asuste que la policía de la frontera lo atrape y lo envíe de

vuelta a México.

Me moví deprisa, a pesar de dar la espalda a la ciudad, y me enfrenté a ellos. Sentí un

pinchazo frío en el estómago.

«Sí —pensé—, de eso tengo miedo; da igual que Antonio diga que es una tontería. Porque

él asegura que ahora estoy aquí, y que sólo tengo que aprender inglés y entonces las cosas irán

bien.»

—Mira que he visto antes tipos con la cabeza dura —habló Miguel—; pero como éste...

—¡Recuerda que es primo mío! —exclamó Antonio.

Ya no se estaba riendo. Se inclinó hacia Miguel con una mirada extraña, amenazante.

—Desde luego —aceptó este último—. Tienes razón.

Entonces se pusieron a hablar en inglés. Traté de escuchar, de entenderles, pero no pude

quedarme con lo que decían. Bebían vino, el mismo tinto que yo tomaba en casa, que estaba en

San Isidro, allí en las montañas de Sonora. También la habitación reunía muchos de los olores

familiares, como el del vino, el del chile o el de los ajos, aunque no era igual que en mi pueblo.

Miré hacia la ciudad de Los Angeles, con las palmeras, el tráfico incesante, la gente...

Tanta... más de la que yo había imaginado que podría existir en todo el mundo.

Mi primo Antonio no sabía la suerte que tenía. Contaba mi misma edad, diecisiete años,

aunque de hecho era tres meses más joven que yo; sin embargo, ya disponía de una habitación

grande para él solo, donde cabían una cama, una silla y una mesa; además, podía estar con sus

amigos sin tener que tropezar todo el rato con mamá, con papá y con las hermanas. También

poseía muy buena ropa. Todos sus amigos llevaban puesta una chaqueta de un púrpura

brillante, con una cabeza de toro y unas palabras grabadas. «Down with the Bulls», decían las

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chaquetas; y mi primo aseguraba que era un chiste, aunque yo no le veía la gracia por ninguna

parte. Significaba «Abajo con los Toros».

—Vamos, Juan —me dijo Antonio—. Ten, toma un poco de vino.

Sacudí la cabeza.

—Más tarde.

—Ya se ha puesto ciego con las luces —se volvió a burlar Miguel.

Pepe se rió también pero mi primo no lo hizo. Y al cabo de un minuto los otros callaron, y

todos estuvieron bastante tiempo en silencio.

«Ya llevo dos semanas aquí» —pensé—. Hace quince días que crucé la frontera...»

El pueblo parecía lejano, en el tiempo y en la distancia. Resultaba increíble suponer que

allí, en casa, mi madre y mis hermanos pequeños se encontrarían cenando y preguntándose

dónde estaría yo... No volveré jamás, me prometí a mí mismo, mirando a través de la escalera

de incendios, por encima del tejado de la casa de enfrente, más allá de Chavez Ravine, hacia los

altos edificios y la corriente infinita de vehículos que llenaban de luces la carretera.

«Quizá más tarde —pensé—, cuando tenga dinero, podré traerme conmigo a mamá y a los

chicos.»

Estaba cavilando sobre esto, esperando que llegara pronto el día en que pudiese enviar

dinero a casa, cuando oí unos golpes en la puerta. Todos los amigos de Antonio llamaban igual,

con dos golpes rápidos; luego, un momento de silencio, y dos golpes más.

—Entra —ordenó mi primo.

La puerta se abrió y entró un paisano, uno bajito y rechoncho, al que llamaban Switch, que

significa «el navajas». A mí no me hacía gracia que él hubiera venido. Me desagradaba Switch,

aunque nunca se lo había dicho a Antonio. ¿Por qué iba a hablar mal de los amigos de mi

primo? Pero el recién llegado era un bocazas; a las muchachas les decía rameras, y no sólo a las

chicas de Mamá Ortega. Una vez oí cómo hablaba así de Rosa, la hermana de Antonio; y ésta

era una buena muchacha, fría como un iceberg cuando le decías algún piropo o le hacías un

cumplido. Otra vez le vi intentar pellizcarla pero ella le dio una bofetada y le dijo:

—Se lo diré a mi hermano.

Switch, simplemente soltó una carcajada y se dio la vuelta.

—¿Eso es todo lo que sabéis hacer?—preguntó Switch—, ¿Estar ahí sentaditos, pegándole

al vino, como abuelitos?

—¿Qué otra cosa se te ocurre?—dijo mi primo—. ¿Irnos al YMCA a lo mejor?

Todos se rieron. Yo les seguí la corriente y me carcajeé también, aunque no entendí el

chiste. Switch se dejó caer en la cama, al lado de mi primo, y echó mano a la botella de vino.

—Yo sé dónde hay una fiesta —anunció—. Allí encontraríamos montones de comida y

muchas bebidas... No se lo podrán acabar sin ayuda.

—¿Quién da la fiesta?—preguntó Antonio—, ¿Alguno de los «Ases»?

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—Hace demasiado calor para organizar peleas callejeras —advirtió Miguel, agarrando la

botella.

—No —replicó Switch—, No son los «Ases». Me refiero a una fiesta privada. La da un

chaval «anglo». Ya sabéis, Terry Fletcher, en la avenida 60.

—Parece buena idea —opinó Pepe—. Se alegrarán de ver— nos, ¿verdad?

—Sí —recalcó Switch—. ¡Se llevarán un alegrón!

Miguel alcanzó su chaqueta púrpura. Se la había quitado poco antes, cuando dijo que

hacía demasiado calor.

—¿A qué esperamos? —preguntó.

Mi primo dudó un instante. Me miró de reojo y, luego, se fijó en los otros.

—No sé qué hacer con Juan —dijo, inseguro.

—Vamos, tráete al chaval... —Switch se dirigió a mí—, A qué te gustaría ir a una buena

fiesta de cumpleaños, ¿eh?

No me agradó su forma de decirlo, con esa sonrisa torcida; pero es que nunca me caía bien

el modo en que el «navajas» decía cualquier cosa.

—¿Es una fiesta? —pregunté.

—Sí. Eso es lo que va a ser. Una fiesta.

—Me encantaría ir.

Antonio volvió a dudarlo. Luego, se dio la vuelta, abrió su armario y sacó una chaqueta

púrpura. Tenía una de las mangas rasgada, y estaba descolorida; pero lucía la cabeza del toro en

la espalda.

—Menos mal que no la he tirado a la basura —dijo mi primo—. Ten, Juan. Póntela.

Me quedaba un poco estrecha de hombros pero no me importó. Me abroché la cremallera

y me miré en el espejo roto que colgaba en la puerta del armario.

«Ahora tengo pinta de yanqui» —pensé. Por primera vez me sentí diferente.

—Vamos —dijo Switch.

En la otra habitación, Mamá López acababa de recoger los restos de la cena. Rosa estaba de

pie y nos miró.

—¡Hola, nena! —la saludó Switch en inglés.

Ella se apartó de él. Miró a su hermano; luego, se fijó en mí y preguntó:

—Juan, ¿tú vas con ellos?

Yo no supe explicarme el motivo de la tristeza que detecté en su voz.

—Sí —dije—. Nos vamos a una fiesta.

Por primera vez se acercó a mí. Me tomó una mano y la apretó entre las suyas. Estaba tan

guapa que dolía mirarla, porque se hallaba en esa edad en la que se pasa de niña a mujer. Olía a

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jabón y a perfume, y, por debajo de esos aromas artificiales, su naturaleza emanaba la dulzura

que tenían las muchachas de San Isidro.

—No vayas, Juan.

Switch se rió.

Mama López se volvió hacia él, como si estuviera a punto de decirle algo; luego, sacudió la

cabeza en señal de disgusto y se metió en la cocina.

—¿Te vienes a la fiesta, Rosa? —pregunté.

—No —replicó enojada, y apartó su mano de la mía y me dio la espalda.

—Vamos.

Antonio se dirigió hasta la puerta. Por su voz me pareció que estaba avergonzado.

Yo los seguí a la calle. Me habría gustado que Rosa viniese con nosotros, pero

seguramente las chicas no asistían a esta clase de fiestas. Yo no lograba acostumbrarme al modo

de vida de Los Angeles.

A aquellas alturas, después de dos semanas, ya no me daba tanto miedo la manera de

conducir de mi primo, a pesar de que se metía a toda velocidad entre los demás coches, cuyos

conductores le respondían haciendo sonar sus bocinas y gritando cosas que yo no entendía.

Además, cuando ya empezaba a impresionarme, salimos de la carretera y circulamos por una

calle ancha y tranquila, con grandes casas a ambos lados. Todas ellas lucían sus jardines llenos

de flores y árboles.

Al final de la manzana había un edificio con todas las luces encendidas. La música se

escapaba por las ventanas abiertas, y eran sonidos gringos que todavía no había aprendido a

apreciar. Escuché risas de hombres y de mujeres, y me pregunté, mientras aparcábamos

enfrente de la casa, por qué no me habían dejado que trajera a Rosa. A no ser que las mujeres

que allí se encontraban se parecieran a las de Mamá Ortega...

—Ése de ahí es el coche de Luis —dijo Switch—, Le dije a él y a los Barros que vinieran.

Mejor que seamos siete u ocho, y si no perdemos la cabeza...

Nos acercamos al edificio iluminado a pie, al mismo tiempo que la risa y la música crecían.

Tres muchachos que no había visto nunca salieron del otro vehículo y se unieron a nuestro

grupo. Ellos también llevaban puestas las chaquetas púrpuras.

—¿Llamamos? —preguntó uno de los nuevos.

—No hace falta —contestó Switch con una sonrisa irónica—. Estamos «invitados».

Me enderecé dentro de la chaqueta mientras él abría la puerta de un empujón. Allí dentro,

todo lo que puede ver fue una sala enorme, como sacada de una película, con los muebles

arrinconados y varias parejas bailando. Estaban reunidas tantas muchachas bonitas, con unos

vestidos tan elegantes, que era imposible fijar la vista en una sola de ellas.

Los otros me empujaron hasta el interior. Yo me quedé en la puerta, mirando. Nunca

había soñado con una fiesta como aquélla. Jamás creí que existiera una casa de tal estilo, salvo

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

73

quizás en Hollywood... Todos esos suelos pulimentados, los grandes ventanales que cubrían

una pared y la terraza que podía verse desde allí, que daba a una piscina.

No sé cuánto tiempo me quedé observando, antes de que la música cesara y las parejas,

una a una, se volvieran hacia nosotros. La habitación que antes había rebosado de risas y

conversaciones en voz alta, que se escuchaban por encima de la música, se hundió en un

silencio absoluto. Todo el mundo estaba callado.

—¿Qué pasa? —pregunté en español.

Nadie me contestó.

Switch atravesó caminando la habitación, dirigiéndose hasta la mesa llena de comida, que

había cerca de una pared de madera. La gente se apartó a su paso, abriéndole un pasillo a través

del cual llegó a donde quería.

Sin embargo, en la otra puerta de la habitación había un chico esperándole. A éste le

acompañaba una chica, que se puso detrás de él al acercarse Switch, de forma que yo no pude

verla bien.

—Hola, Terry —saludó «el navajas».

—¿Qué estás haciendo aquí?

Yo sabía suficiente inglés como para distinguir las palabras y entender su significado, pero

no pude, comprender por qué su voz había sonado tan ahogada.

—¡Ah, ya nos imaginamos que el hecho de que no nos mandaras las invitaciones había

sido un error, Terry! Sabíamos que tú querías que viniésemos.

Había tal silencio que podía oír las voces y las zambullidas en la piscina. Alguien debía

haberse lanzado desde el trampolín más alto para caer en mala postura, a juzgar por el sonido

del agua y por las risas de algunas de las muchachas. Aquéllos ni siquiera sabían que nosotros

habíamos llegado.

—Muy bien, Switch —aceptó Terry—, De acuerdo.

Se separó de la mesa y con un gesto de los brazos nos ofreció la comida: pequeños

bocaditos de carne troceada, quesos y unos pescaditos pequeños, y otras cosas que no sabría

nombrar.

—Adelante. Podéis serviros.

Mi primo Antonio alcanzó un poco de pan y un trozo de carne.

—Eso es exactamente lo que vamos a hacer —dijo.

Su voz no se parecía en nada a la que yo conocía. Ofrecía un tono duro que se notaba

forzado.

«También él tiene miedo» —pensé. Me sentí mejor al darme cuenta de que mi primo, que

había nacido en Los Ángeles, tampoco se hallaba a gusto en una casa como aquélla. Yo sonreí y

me acerqué a la pareja más cercana.

—Hola —les dije—. Me llamo Juan.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

74

Todavía me parecía raro oírme hablar en inglés.

La chica se apartó de mí. El muchacho que la acompañaba, un rubio más o menos de mi

edad, me dijo «hola» balbuceando; luego, miró hacia otro lado, como si yo no existiera. Su nuez

se movía de arriba abajo dentro de su garganta.

Repentinamente, un hombre y una mujer mayores aparecieron por una puerta que había

cerca de donde Switch se encontraba. El señor le puso a Terry una mano en el hombro.

—Soy Ralph Fletcher —se presentó. Su voz demasiado fuerte contrastó con el silencio de

la habitación—. Esta es mi casa. Me parece que ni yo ni mi hijo les hemos invitado a la fiesta.

—¡Bah, no se preocupe, señor Fletcher!—exclamó Switch—. No le guardamos

resentimiento alguno por ese despiste.

La mujer se deslizó hacia un lado, en busca del teléfono que había en una mesita. «El

navajas» se interpuso entre ambos. Sonreía, y parecía más feliz que nunca cuando se metió la

mano en el bolsillo y sacó una navaja.

La mujer se quedó de piedra. Dio un gritito y se abrazó a su marido.

—Tranquila, Martha —dijo el señor Fletcher.

Switch apretó un botoncito y saltó la cuchilla de la navaja. La habitación se tornó aún más

silenciosa e inmóvil. A mí también me puso nervioso, y eso que le había visto jugar con las

armas blancas; porque siempre lo estaba haciendo, y a veces la tiraba contra el suelo o contra

una puerta, pero lo más frecuente es que se limitara a abrirla y cerrarla.

—No querrá llamar a nadie, ¿verdad, señor Fletcher?—preguntó—, ¿Por qué va a

aguarnos la fiesta a todos...?

Levantó el hilo del teléfono y lo sostuvo en su mano izquierda.

—Por supuesto que no —dijo, cortándolo con la navaja.

Las dos mitades cayeron a sus pies. ¿Por qué había hecho aquello? A mí no me cabía en la

cabeza.

—¡Que empiece la música! —gritó—. ¡Vamos a divertirnos un poco!

Entonces, mi primo Antonio asió de la muñeca a la chica que tenía a su lado. El chico que

estaba con ella comenzó a protestar, aunque sin gran energía. La música empezó a sonar, un

baile en aquella ocasión, con el ritmo que siempre me había gustado oír, música de fiesta.

Aquella chica estaba tensa; claro que Antonio era un bailarín magnífico. Se sabía todos los

pasos. Y la llevaba como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Entretanto, los demás se

echaban hacia atrás y los miraban. Nadie podía dejar de contemplarles, pensé, cuando mi primo

bailaba.

Al poco rato, Pepe y Miguel y los demás se les unieron. Switch simplemente se quedó

junto a la mesa, hablando con el señor y la señora Fletcher. Por culpa de la música no pude oír

lo que decían. Entonces, «el navajas» se volvió de cara a los chicos que habían estado bailando

cuando nosotros llegamos.

—¡Eh, vosotros, uníos también a la diversión! No os quedéis ahí de mirones...

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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La fiesta comenzó de nuevo, y todo el mundo se puso a bailar; pero no me pareció que

fuese como antes. Por una sola razón, y es que nadie reía. Pensé que sería por Switch y su

navaja.

Yo me volví hacia la chica a la que había saludado anteriormente. Parecía asustada.

—¿Bailas? —le pregunté.

Ella no respondió. El chico que la acompañaba la empujó hacia mí.

—No les contraríes —le aconsejó.

Bailé con ella mientras duró aquel tipo de música; sin embargo, no fue nada divertido.

Parecía plomo entre mis brazos. Pensé que la chica no era como las de Mamá Ortega, ni nada

parecido; resultó demasiado hostil. Intenté bailar con otra chica, aunque no tuve más éxito que

con la anterior.

«Si hubiera venido Rosa» —me dije. Seguramente, ella nunca había asistido a una fiesta

tan extraña.

Poco después me cansé de bailar. De alguna manera aquello se iba haciendo cada vez más

aburrido. No era como una fiesta de mi pueblo. Nadie se divertía. Yo seguía pensando que los

gringos sí que se estaban divirtiendo, hasta que aparecimos nosotros. Quizá nunca debimos

haber venido. Seguro que no les gustábamos.

Estas suposiciones hicieron que me sintiera mal. Ni tan siquiera mi chaqueta púrpura

consiguió que me aliviara. Salí de la pista, y vi a la señora Fletcher. Estaba en la terraza; se la

veía muy pálida, como si estuviera muy mareada. Algo iba mal, yo me daba cuenta pero no

sabía qué.

En aquel momento no había nadie nadando. Los muchachos habían salido de la piscina y

estaban todos por la zona de los trampolines, en un extremo de la terraza. Entonces, vi a Switch.

Se hallaba en el lado opuesto de la piscina, junto a una casita que en principio creí que sería

donde estaba el motor de la depuradora, aunque enseguida me percaté de que estaba hablando

con una chica.

Mi primo Antonio seguía bailando y no quise molestarle. Pepe y Miguel también se

dedicaban a lo mismo. Sentí que quería irme a casa. No me gustaba aquella fiesta; no era del

tipo de fiestas que a mí me divertían. Yo no pegaba en semejante ambiente.

Quise decirle a alguien que me iba. Pero me cuidé de que mi primo no se preocupara. Me

encaminé adonde estaba Switch. Aunque no me gustaba hablar con él, era el que tenía más

cerca.

Cuando me acercaba a él, abrió la puerta de la casita de un empujón y entró llevando

consigo, a la fuerza, a la muchacha. Ella empezó a gritar; entonces noté como si Switch le

estuviera tapando la boca con la mano, porque eran gritos ahogados. Me detuve y miré hacia

atrás, en dirección al grupo que había al otro lado de la piscina. Estaban demasiado lejos; no

habían oído nada. Probablemente, tampoco pudieron ver lo que estaba sucediendo.

No sabía qué hacer. Era posible que aquel tipo de cosas ocurrieran en las fiestas de Los

Ángeles. Pero me extrañaba. Pensé que mi primo Antonio nunca obligaría a una chica a que se

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fuera con él a la fuerza, y menos si ella se ponía a llorar. Me acordé del día en que «el navajas»

había pellizcado a Rosa, y lo enojada que ella se había puesto.

—¡Eh! —grité—. ¡Switch!

La puerta de la casita no estaba cerrada. Tiré de ella y me metí tras él. Dentro estaba muy

oscuro; todo lo que pude ver fue el perfil de unos muebles y, contra la pared opuesta, la sombra

de dos figuras luchando. Escuché los gritos de pánico de la muchacha.

—Suéltala —ordené.

—Esto no es asunto tuyo, chaval...

En aquel momento sí que pude contemplarlos. Switch sujetaba las manos de la muchacha

en su espalda con la derecha, mientras le tapaba la boca con la izquierda.

—¡Fuera de aquí! —me gritó.

—No me iré hasta que la dejes en paz.

—¿Por qué te preocupas por ella? No es más que una ramera.

—Entonces, ¿por qué está llorando?

Me dirigí hacia él. No había modo de discutir con «el navajas»; sabía que suponía una

pérdida de tiempo. Sólo había una manera de conseguir que la soltara. De pronto comprendí

por qué nunca me había gustado aquel tipo, la razón que me había llevado a no entender que

mi primo tuviese un amigo semejante. Era un ser perverso.

Mantenía a la muchacha apretada contra él, demasiado sujeta. Cuando llegué a su lado, la

apartó de sí bruscamente. Se llevó la mano al bolsillo y vi, en la tenue luz, brillar la navaja.

—Te dije que no te metieras en esto, imbécil...

La muchacha apoyó la espalda contra la pared. Su vestido rasgado dejaba ver el hombro, y

se adivinaba su seno; por un momento no pareció darse cuenta de mi presencia. Contemplé su

esbelta figura y pensé: «No es ninguna ramera, sólo una niña...».

Y justo entonces se puso a llorar y se cubrió el pecho con las dos manos a la vez que se

echaba un poco más atrás.

Yo seguía avanzando lentamente hacia la navaja. En aquel momento no me hallaba fuera

de lugar. Tampoco me sentía dispuesto a excusarme por algo que no sabía si estaba bien o mal.

«El navajas» era un perverso; no me cabía ninguna duda de que le podía considerar

abominable. Tenía que ayudar a la chica.

La hoja de la navaja relució, como haciéndome un guiño. Me reí. Yo también había jugado

en las montañas con aquellas armas.

Salté y esquivé el acero. Sin embargo, no calculé bien la distancia; sentí que me rajaba la

chaqueta púrpura, a la altura del codo. Entonces, antes de que Switch pudiera atacarme otra

vez, le agarré la muñeca con una mano y le doblé el brazo al mismo tiempo que le daba una

patada.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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El perverso soltó un grito mientras caía al suelo. No supe si le había roto el brazo o no,

pero tampoco me importaba.

—Ya que peleas con navajas —le advertí—, ¡deberías aprender a manejarlas mejor!

En mi pueblo había una docena de hombres superiores a Switch. Hasta yo era más diestro,

y eso que no me gustaban las navajas.

Mi enemigo seguía quejándose, en el suelo. Le quité la navaja, la cerré, y me la metí en el

bolsillo de la chaqueta. Entonces le tendí una mano a la chica.

Ella se apartó de mí. No paraba de llorar, y seguía cubriéndose el pecho con las manos.

Todavía gimoteaba cuando saqué a Switch y lo tendí en el suelo de la terraza.

Los Fletcher fueron los primeros en venir. Se quedaron mirando a «el navajas». Al poco

rato, las parejas dejaron de bailar y formaron un corro a nuestro alrededor.

—Lo siento —dije—. Intentó hacer daño a la chica.

Ella me había seguido. Se tocaba su vestido rojo y miraba a Switch. Por fin había dejado de

llorar, cosa que me alivió. Odio ver llorar a una mujer.

Mi primo Antonio me estaba mirando desde el otro lado de la piscina, a través del gentío.

En su rostro percibí una nueva expresión, tal vez de odio.

—Mejor será que nos vayamos —le dije en español—. No creo que caigamos bien a esta

gente.

Antonio desapareció, se perdió entre las personas que iban llenando la terraza. Miré a mí

alrededor. No vi ninguna chaqueta púrpura. Sólo la de Switch. Me pregunté si debía

escabullirme como los demás y buscar la casa de mi primo por mi cuenta o quedarme con él.

Mientras seguía indeciso, escuché las sirenas.

La policía había entrado en la casa, y venía hacia mí antes de que yo me hubiera dado

cuenta de lo que aquel sonido estridente significaba. Me sentí, de repente, aterrorizado.

«Han venido para echarme del país —pensé—; me devolverán a mi pueblo.»

Me volví dispuesto a escapar, pero un muro rodeaba la piscina y la única vía de salida era

pasar a través de los hombres uniformados.

Eché una mirada en torno a mí, a la hermosa casa y a las muchachas, tan lindas con sus

ropas ricas y suaves, y me dije: «Si me echan, no volveré a ver esto nunca más.»

—No tengas miedo —me dijo el señor Fletcher—, Les diré lo que has hecho. Sabrán que

nos has ayudado.

Yo no entendía nada. Me quedé allí, de pie, ante la mirada expectante de todos los

muchachos gringos, que hablaban en inglés tan deprisa que yo no podía comprender lo que

decían. Entonces los policías se apiñaron a mí alrededor, y uno de ellos me agarró del brazo.

—¡Bueno, tú, vamos!

Los muchachos se apartaron, dejándonos paso. Detrás, oí cómo Switch lloraba y me

maldecía, mientras también a él se lo llevaban. A mí me dio vergüenza su comportamiento.

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—Lo siento —dije, dirigiéndome a los chicos—. Me temo que os hemos aguado la fiesta.

No me respondieron.

En el furgón policial, en dirección a la cárcel, Switch me dio la espalda. Por mi parte, mejor.

Bastantes problemas había sufrido. Sin embargo, las esposas me hicieron pensar que había

hecho algo muy malo, por lo que merecía un castigo. Un delito mucho peor que haber cruzado

la frontera sin papeles. El vehículo llegó a la carretera y atravesó parte de la ciudad velozmente

hasta llegar a la comisaría.

Yo quise saltar del furgón, echar a correr por la ciudad y huir, pero no pude. Sabía que no

existía posibilidad en ese sentido.

Una vez en la cárcel, un policía me separó de Switch y me metió en una pequeña celda. Me

empezaron a hacer preguntas sobre lo que había pasado; pero hablaban demasiado deprisa y

apenas comprendía lo que me decían. Sacudí la cabeza.

—Que venga José —ordenó uno de ellos—. Con él se podrá entender.

Yo no sabía lo que debía hacer: si contarles lo de Switch o no. Después de todo, era

amigo de mi primo. Entonces la puerta se abrió y los Fletcher entraron: el padre, la madre y el

hijo. Yo bajé la mirada, dirigiéndola hacia las esposas que seguían apretadas a mis muñecas.

El señor Fletcher se me acercó.

—Quería darte las gracias —dijo—. Además, debo decirte que te ayudaré, si puedo.

—¿La chica está bien? —pregunté.

—Todavía está un poco nerviosa —respondió—. Ya sabes lo que podía haberle pasado.

Asentí. Pensé en Rosa, cuando retrocedió ante Switch. Recordé cómo ésta siempre le

evitaba, procurando meterse en otra habitación cuando aquél venía a casa, a no ser que Antonio

estuviese allí.

—Es perverso —susurré.

Un policía que acababa de entrar en la celda se acercó a mí. Era mexicano; al verle me sentí

mejor.

—Sí —afirmé en español—. Es un canalla.

Y entonces me preguntó qué había pasado.

Yo le conté todo al policía mexicano. No era tan arrogante como los demás; no gritaba. Se

limitaba a asentir con la cabeza y a decir:

—Sí, entiendo. Sí, ya veo por qué actuaste de esa manera...

Me sentí aliviado al terminar de contárselo todo. Y aún mejor en el momento en que me

metieron en otra celda donde no tenía que oír los insultos de Switch.

Por la mañana vino mi familia. Antonio, Rosa y su madre, que estuvo llorando todo el

rato. Rosa se inclinó hacia mí y juntamos nuestras manos a través de los barrotes que me

separaban de la sala de visitas.

—¡Juan, Juan... te dije que no fueras a esa fiesta!

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—Sí; y tenías razón, Rosa.

Sus dedos estaban fríos. «Es tan guapa —pensé—, mucho más guapa que las chicas de la

fiesta.» No quería verla llorar por mi culpa.

—Si no hubiera ido —le dije—, habría sido mucho peor. Ya sabes qué le habría hecho

Switch a esa chica.

—Me da igual —sollozó—. Me da igual...

Se alejó de mí y fue a donde estaba su madre. Entonces se acercó Antonio. Durante el

tiempo en que Rosa había estado conmigo, él se había mantenido distante, observando.

—Estarás satisfecho, Juan —dijo—. Mi primo, mi propio primo...

Yo me quedé mirándolo.

—Van a juzgar a Switch —dijo—. Te habrás enterado, ¿no?

Asentí con la cabeza. «Pero, además —pensé—, ¿qué me importa que lo juzguen? Los que

son capaces de dañar a otras personas no deberían andar por ahí sueltos.»

—Te acogimos —dijo Antonio—, te dimos un hogar... porque eras de nuestra familia. —

Escupió en el suelo—. Eres un asqueroso espalda mojada que te metes donde no te llaman.

Su mirada no era la de siempre. Parecía que me odiaba y que me habría matado de haber

tenido la oportunidad.

—Has cantado —dijo—. Deberías alegrarte de que te expulsen, Juan. Deberías alegrarte de

que te devuelvan a México porque, si te quedases aquí, no ibas a vivir mucho. Lo sabes,

¿verdad?

Lo único que me importaba de lo que estaba diciendo era lo de la expulsión. Le creía.

Estaba convencido de ello desde que me había detenido la policía.

—Lo siento —dije—. Siento haberos dado problemas.

Ya se estaba yendo, cuando se dio la vuelta y se acercó de nuevo a la rejilla.

—La chaqueta —dijo—. Devuélvemela ahora mismo, ¿me oyes? ¿Por qué se me ocurriría

prestártela? maldito...

Me quité la chaqueta. Me daba mucha pena tener que deshacerme de ella, aunque

estuviese rota y descolorida.

—Tírala al suelo —dijo mi primo—. Quiero asegurarme de que ya no la tendrás cuando te

devuelvan.

La dejé caer al suelo. Quería explicarme, pero no podía. No conocía las costumbres y,

aunque las conociese, a lo mejor tampoco habría podido explicarme. Daba la impresión de que

Antonio habría preferido que Switch violase a la chica. No lo podía comprender.

Miré a Rosa por encima de su cabeza. Había dejado de llorar y estaba muy tensa, como

intentando contener las lágrimas. Me hizo señas con la mano cuando los guardias vinieron a

por mí.

—Adiós, Juan —dijo.

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—Adiós, Rosa.

Ya se había ido cuando nos recogió el furgón con rejas, a mí y a otros mexicanos que

habían cruzado la frontera para la vendimia. El furgón se dirigía hacia la frontera. No tenía

ventanas, pero los guardias me dejaron mirar por las gruesas mirillas que había en la parte

posterior; pude ver, por última vez, la autopista y los grandes edificios de aquella hermosa

ciudad.

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Asesinato entre amigas

Nedra Tyre

Mientras tomaban su café de media mañana, la señora Harrison y la señora Franklin

discutieron sobre cómo iban a matar a su casero, el señor Shafer. El día anterior habían decidido

que la única opción razonable que les quedaba era asesinarle.

—Creo que me pondré un poquito más de azúcar en el café, si no te importa, Matilda —

dijo la señora Franklin. A los setenta y seis años, ya era un poco tarde para intentar corregir su

goloso paladar—. Éstos son los mejores pastelitos de queso que he probado en mi vida. Tendría

que haber nacido cocinera para que me salieran así de buenos. Y mira que he seguido tu receta

al pie de la letra más de una vez, pero no les doy el punto.

La señora Harrison se mostraba radiante. Era un placer invitar a una persona tan amable

como Mary Sue Franklin, a la que consideraba su amiga desde el segundo grado de la escuela.

Se comieron los pastelitos de queso, se tomaron el café, se quitaron algunas migas, usando

la servilleta con exquisita delicadeza, y volvieron al asunto del asesinato del señor Shafer.

—Bueno, ciertamente, no podemos hacerlo con una pistola —advirtió la señora

Harrison—. Esas armas me ponen los pelos de punta con sólo mirarlas. Jamás me animaría a

apretar el gatillo. Por otra parte, ¿de dónde íbamos a sacar una? No se pueden comprar sin un

permiso oficial; es imposible dispararlas sin una licencia.

—¡No, no! Nada de pistolas —convino la señora Franklin. Luego, suspiró—: Una lee un

montón de cosas sobre asesinatos pero, cuando te pones a ello, no es fácil planearlo.

Incluso entonces, mientras tocaban aquel tema, podían oír al señor Shafer tronar por los

pasillos como un minotauro, en busca de su próxima víctima.

—Me tomaré otro pastelito; y después te dejaré, Matilda. Tengo que ir a la tienda.

¿Necesitas algo de allí? Te lo traeré con mucho gusto.

—No, muchísimas gracias, Mary Sue. Pero mañana tenemos que atar cabos sueltos. El

señor Shafer cada día está más insoportable.

La señora Franklin se ofreció para fregar la vajilla; sin embargo, la señora Harrison se

opuso, en vista de lo cual, la señora Franklin se fue, pasillo abajo, a su propia habitación, que

también contaba con una pequeña cocina, para buscar la bolsa de la compra. Al salir se encontró

con el señor Shafer, que acababa de subir por la escalera de atrás.

—¿De qué habéis estado cotilleando hoy, viejas fisgonas? —bramó—. ¿Acaso planeando

un golpe de Estado?

A la señora Franklin le iba la guerra dialéctica. Una mujer nunca se siente demasiado vieja

para mantener una discusión discreta. Pero contra el señor Shafer se debía utilizar toda la

artillería pesada. Mostró su sonrisa más dulce e intentó una pequeña reverencia.

—No, querido —respondió en el tono más gentil y desenfadado que pudo—. Sólo

buscábamos un buen método para asesinarte.

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El señor Shafer no mostró ni el más mínimo interés. Jamás se había preocupado en su vida

por nada ni por nadie.

—Malditas fisgonas —masculló entre dientes; y aún se le oyó refunfuñar—: ¿Por qué

habrá tantas viejas? Uno no puede dar un paso sin tropezarse con una.

Apagó una bombilla que no daba más luz que una luciérnaga. Luego, pegó un portazo.

Toda la casa se estremeció.

Y lo peor de todo es que él no tenía ningún derecho a estar allí. El lugar había pertenecido

a su esposa; y ésta, al morir, se lo había dejado a su hija en el testamento, pero el señor Shafer le

había hecho la vida tan imposible a esta última, que la obligó a largarse después de una de sus

escenitas violentas. Y entonces él se adueñó de todo.

A la mañana siguiente, las viejas amigas hablaron de nuevo sobre el asesinato del señor

Shafer.

La señora Franklin pidió, como siempre, más azúcar para su café y le dijo a la señora

Harrison que era la mejor tarta de manzana que había comido jamás.

—El toque se halla en la canela, eso es todo —expuso la señora Harrison con modestia—.

En la canela y en un poco de zumo de limón.

Se comieron el pedazo de tarta de manzana, y volvieron al tema.

—Bueno, no podemos envenenar al señor Shafer —resaltó la señora Harrison—, ¿Qué

sabemos nosotras de venenos?

—Siempre estamos a tiempo de aprender —contestó la señora Franklin.

—¿Cómo vamos a aprender, Mary Sue? Si vamos a la Biblioteca y pedimos un libro sobre

venenos, seguro que luego se acuerdan de nosotras. Yo conozco a todos los que trabajan allí. Y,

además, cuando compras algún veneno, el dependiente te toma el nombre y la dirección. La

policía nos pillaría enseguida.

Al día siguiente, mientras preparaba la tarta de chocolate, la señora Franklin dijo:

—Desde luego, ahogarlo queda descartado.

Se dedicaba con tanto entusiasmo al dulce, que tenía un bigote de chocolate, el cual, por

primera vez desde que habían comenzado a hablar de crímenes, le infundía cierto aire siniestro.

—No, supongo que no podemos ahogarlo. Y, entre otras cosas, el único sitio que tiene

bastante agua para eso en toda la ciudad es el laguito del parque y ¿cómo nos las apañaríamos

para llevar allí al señor Shafer?

—Ese monstruo no iría nunca con nosotras. Odia a las mujeres.

—Odia a todo el mundo, querida.

El jueves, cuando terminaron el helado de piña, ninguna de las dos supo plantear ninguna

otra sugerencia acerca de cómo matar al señor Shafer.

—Me siento tan inepta, tan inútil, Mary Sue. Tenemos una cabeza sobre los hombros. Se

nos tiene que ocurrir algo.

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—Puede que la idea nos llegue mañana —apuntó la señora Franklin, que nunca

abandonaba su optimismo.

—¿Y un hacha?—preguntó la señora Harrison un día después, nada más apurar las

últimas migas del pastel de queso—, Esta noche me he despertado, y este recurso me ha venido

a la mente, tan claro como el día. —Sus ojos brillaban.

—Demasiada sangre —advirtió la señora Franklin—, Nos llenaríamos la ropa de sangre; y

luego, aunque la quemáramos, la policía encontraría los restos y nos descubriría.

—No estoy diciendo que le troceemos como a un pollo —insistió la señora Harrison,

alarmada por el hecho de que su amiga pudiera haber pensado una cosa así de ella—, ¡No me

creerás capaz de tamaña atrocidad! Yo decía nada más darle con ella un golpe en la cabeza.

—Pero tampoco tenemos hacha; y si vamos a comprarla a la ferretería, seguro que no se

olvidan de nosotras y se lo dicen a la policía.

—Mira, Mary Sue, es necesario que lo pensemos detenidamente. Tiene que haber alguna

forma, y hemos de encontrarla pronto. El señor Shafer echó al pobre señor Grove anteayer,

porque no quiso deshacerse de su gatito; y anoche también puso al señor Floyd de patitas en la

calle, debido a que, según ese monstruo, tose mucho por su asma y no le deja dormir.

—Bien, ¿se te ocurre algún modo, Matilda?

—No, Mary Sue. Pero daremos con ello, ya seas tú o yo. Estoy convencida. Y mientras

hallamos el mejor método, se presentan un montón de cosas que estudiar. Por ejemplo, saber a

qué hora sería mejor. En una pensión con tanta gente tendremos que realizar un esquema de las

horas de salida y de entrada de todo el mundo; y averiguar a qué hora no habrá nadie que

pueda vernos.

Se pasaron una semana entera diseñando un esquema horario, tras vigilar las entradas y

salidas de los otros inquilinos.

Por último, no parecían dudar del éxito de su plan. Hablaban como si el crimen ya hubiera

tenido lugar.

—Es un poco triste —dijo la señora Harrison—. Ni un alma en este mundo llorará al señor

Shafer.

—¿Tú crees? Sí, tienes razón. Nadie derramará una sola lágrima por él —reconoció la

señora Franklin.

—¿Crees que deberíamos mandar flores para el funeral?

—¡Dios mío, Matilda, no se me había ocurrido esa cuestión! De verdad que no lo sé.

—¿Por qué no juntamos un poco de dinero y enviamos un lirio? Organizar una gran

ofrenda floral parecería un poco fuera de lugar.

—Por supuesto tendremos que ir a la misa.

—Sí porque, si no, los otros inquilinos sospecharían. Pero ¿no opinas que sería mejor que

nos sentáramos en los bancos de atrás?

—No sé. Yo creo que ni muy atrás ni tampoco muy cerca. Lo mejor será por el medio.

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—Ya lo sé, Matilda. Lo tengo —afirmó la señora Franklin, que iba ya por el segundo

pedazo de la tarta de nueces—. Es fácil. Me sorprende no haber pensado antes en ello. ¿Lo

adivinas?

—Bueno... ¿Es alguno de los métodos que ya hemos discutido?

—No, claro que no. Ninguno era bueno. Nos atraparían con las manos en la masa.

—Pues no lo sé. Pareceré estúpida, pero no tengo ni idea.

—Un simple empujón.

—¿Un empujón?

—Sí, sencillamente, echar al señor Shafer escaleras abajo. Los escalones del sótano están

muy empinados, y allí está oscuro. El monstruo baja todos los días, como un reloj, a las once de

la mañana. Podemos pillarle por sorpresa. Un empujoncito por detrás, si es preciso

ayudándonos con una escoba o una fregona... ¡y ya está! El mundo se habrá librado de uno de

los seres más malvados que han pisado la tierra.

—¿Cualquier día a las once?

—Sí, excepto los domingos, claro está. Nosotras vamos a misa a las once. No podríamos

hacerlo en ese día festivo. Jamás he sentido ni la más mínima intención de faltar a misa sólo por

hacernos cargo del señor Shafer.

El hecho de haber encontrado la solución puso a la señora Franklin colorada. Sus mejillas

encarnadas la embellecieron más que nunca, hasta parecer casi una jovencita. Nadie hubiese

dicho que acababa de cumplir los setenta y seis años el pasado nueve de enero.

—He tenido una idea repentina, Mary Sue. Ese nuevo inquilino, el señor Allen, el que

llegó la semana pasada... nunca sale de aquí. Estará a las once.

—No supondrá ningún problema —dijo la señora Franklin—. Es duro de oído. Y, además,

está siempre tan absorto con sus cuadros que sólo un terremoto le sacaría de su cuarto.

—Bien, entonces será mejor que acabemos con este asunto cuanto antes.

—Debemos darnos prisa, es lo mejor —reconoció la señora Franklin.

Evidentemente, ellas no se lo proponían de verdad. ¿O tal vez sí?

¡Ah, las dos ancianas deseaban tener el coraje de matar al señor Shafer pero, en realidad,

no podrían hacer daño ni a una mosca! El casero era, sin duda, una mala persona: un grosero

que las insultaba y hacía a todo el mundo la vida imposible. A ambas les habría gustado poder

irse a vivir a otro lugar, y deshacerse así de él, pero, por más que habían buscado, nunca habían

encontrado nada mejor. Además, les gustaba vivir allí, cerca de las tiendas, al lado de la iglesia,

junto a la clínica del doctor.

Adoraban el viejo vecindario aunque, con el tiempo, las casas se habían ido convirtiendo

en pensiones. Si pudieran deshacerse del señor Shafer y de su crueldad... pero era imposible.

Sus conversaciones habían sido «mucho ruido y pocas nueces», con todos aquellos planes.

Simplemente, se limitaron a jugar con su imaginación. No era nada más que una diversión,

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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como dos vagabundos que se ponen a hablar de lo que harían si les tocara la lotería, cuando ni

siquiera tienen dinero para comprar un décimo.

La primavera llegó la mañana siguiente, precisamente el día en que la señora Harrison y la

señora Franklin decidieron el modo más oportuno de matar al señor Shafer. No pudieron hacer

caso omiso del acontecimiento. Pospusieron su acostumbrado café hasta la tarde. La primera

dijo que iba a la ciudad a ver qué aspecto tenían los sombreros de aquella temporada; y no es

que ella pudiera comprarse alguno, ¡qué más quisiera! Y la segunda contó que iba al parque a

contemplar los narcisos y los azafranes.

El señor Shafer las oyó irse.

—Malditas arpías —protestó—. Quizás ahora pueda tener un respiro, mientras ellas están

fuera.

En aquel momento, la única otra persona que quedaba en la casa era Lawrence Allen, que

vivía en la habitación de al lado de la señora Franklin. Pero, aunque las paredes eran delgadas,

no notó que se marchaban las ancianas. Apenas percibía el menor sonido. Cierto que le traía sin

cuidado su progresiva sordera y que la gente tuviese que gritar para hablar con él. Todo le era

indiferente en tanto en cuanto no perdiera la vista y, además, fuese capaz de levantar su mano

derecha para pintar. Toda su vida había estado aguardando la ocasión de dedicarse a este arte.

Se había negado siempre a ser un pintor que sólo utilizara el pincel los domingos y después del

trabajo. Pintarrajear jamás había sido lo suyo. Cuando él pintara, lo haría hasta que los ojos se le

cerrasen, y desde el amanecer. Ya que la juventud y la «madurez», con todas sus

responsabilidades, habían quedado atrás, tenía derecho a ser un pintor. Había mantenido a sus

padres; luego, a su propia familia; su mujer había muerto, y sus dos hijos ya eran unos adultos

maduros, que le habían dado varios nietos. Después de una existencia repleta de deberes y

obligaciones, Allen no debía nada a nadie, sólo a sí mismo. Hasta podía pasar con una comida

diaria. Nada le impediría pintar; y, después de haber estado meses buscando un lugar, que,

además de tener buena luz, pudiese pagar con la escasa pensión que recibía de la seguridad

social, ya lo había encontrado. Para él la vida en una pequeña habitación y una comida al día

podía significar el Paraíso.

Acababa de colocar un lienzo, de tomar el pincel, cuando se abrió la puerta de su

habitación. El señor Shafer apareció en el umbral.

—¿Qué demonios pasa aquí? ¿Qué significa esta peste?

Incluso los deficientes oídos de Allen sufrieron con los berridos del casero.

—¡Saque toda esta porquería de aquí! Esto es una habitación, no un taller. Jamás lo

toleraré. Le digo a usted que no lo aguanto. Apesta como una pocilga. Parece un basurero. Yo

no tenía idea de lo que pasaba aquí dentro. Saque todos estos malditos trastos de la habitación.

¡Enseguida!

El «monstruo» salió de allí y se quedó en el vestíbulo. A Allen se le cayó el pincel de entre

los dedos. Le temblaron las manos y se le secó la boca. Corrió tras el casero, suplicándole:

—Pero usted no puede hacerme esto, señor Shafer. He estado buscando una habitación

con buena luz por toda la ciudad. No puede obligarme a abandonarla. ¡Nunca me iré!

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Su voz desesperada hizo retumbar las paredes de los corredores desiertos.

Shafer se encaminó a la escalera de atrás, y respondió a Allen también con gritos:

—¡Se lo digo de una vez por todas! Usted y todos sus malditos trastos, ¡fuera de aquí!

El viejo pintor le siguió, insistiéndole para que cambiara de opinión. Se sentía aprisionado,

aturdido. Tenía que convencerle. No podían echarle así como así. Era injusto. No lo harían.

Tartamudeó mientras rogaba. Luego vociferó exigente.

—Escúcheme, señor Shafer. ¡Tiene que comprender mi necesidad...!

Algo percibió el casero en la voz de Allen, que le obligó a volverse hacia él.

—Saque sus trastos de ahí o le...

No terminó de formular su amenaza. Lo que vio en la expresión del rostro del viejo pintor

le aterrorizó. Corrió hasta el porche de atrás y, cuando llegó allí, le cerró la puerta a Allen en la

cara. Después, se lanzó hasta los empinados escalones del sótano. Eran exactamente las once en

punto, la hora en que la señora Harrison y la señora Franklin habían considerado más

conveniente para asesinarle. Fue entonces cuando se precipitó escaleras abajo; pero, ante el

temor provocado por lo que había visto en los ojos de Allen, sus pies vacilaron... Perdió pie en

el primer escalón, tropezó y cayó torpemente.

Lawrence Allen no escuchó el golpe de la caída. La furia que había sentido contra Shafer le

había dejado aturdido. Sin embargo, el portazo le había devuelto a la realidad. Gracias a Dios,

recuperó el control de sí mismo. Quién sabe lo que habría hecho si el casero no hubiera cerrado

aquella puerta. El viejo pintor volvió a su habitación, recogió su pincel del suelo y se puso a

trabajar los colores. Esto le calmó. Le devolvió el optimismo, la confianza. De un modo u otro

estaba seguro de que encontraría la manera de quedarse con la habitación.

Tras la muerte del señor Shafer, la señora Harrison y la señora Franklin no tuvieron

mucho de qué hablar. Resultó como si ya se hubieran dicho todo lo que guardaban en sus

repertorios, en especial sobre el asesinato de su «monstruoso» casero. La buena hija de éste

regresó y se hizo cargo de la pensión, con lo que se transformó en un lugar feliz. El señor Grove

volvió con su gatito; y el señor Floyd con su asma.

A la hija del señor Shafer no le importaba que el señor Allen pintara. De hecho, le alentaba

a hacerlo siempre que le veía. No pasó mucho tiempo antes de que la Exhibición Anual del

Estado le aceptara a aquél dos cuadros.

Mary Sue Franklin y Matilda Harrison siguieron siendo amigas; pero desde entonces

parecieron un tanto resentidas. De vez en cuando le hervía la sangre a la segunda. Muerte

accidental, un mal paso... La policía podía creer lo que quisiera. Pero, por supuesto, ella sabía

que Mary Sue Franklin lo había hecho. Ésta no le había podido engañar tan fácilmente... ¡Vaya

historia ésa de ir al parque «a ver los narcisos»...! ¡Ja! Seguro que en cuanto la señora Harrison le

dio la espalda, regresó a la pensión y mató de un empujón al señor Shafer, a las once en punto,

justo a la hora que las dos habían acordado.

En cuanto a la señora Franklin, le molestó que, habiendo sido suya la casi totalidad del

proyecto de asesinato, Matilda Harrison se hubiera decidido a ponerlo en práctica sólita, sin

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consultarle para nada. Y lo bueno era que ella siempre había pensado que su ex amiga era una

mujer más bien tirando a tímida. Le sorprendió que al final hubiera resultado ser de la clase de

personas que van dando «empujones mortales» por la vida... éste no era un juego de palabras.

Bueno, semejante conducta sólo probaba que una no podía fiarse de nadie, ni siquiera de su

mejor amiga. ¡Decir que se iba a la ciudad para ver cómo venía este año la moda de los

sombreros!, cuando todo el tiempo había permanecido escondida detrás de la puerta del

vestíbulo, esperando enviar de un empujón al señor Shafer al infierno...

Las viejas siguieron tomando juntas su café matinal; sin embargo, tuvieron siempre un

meticuloso cuidado de no darse la espalda nunca, y cuando se miraban a los ojos, cada una veía

en las pupilas de la otra el brillo de un intento homicida...

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Sus confesiones

Lawrence Block

Por la mañana, Warren Cuttleton salió de su cuarto amueblado en la calle 83 Oeste, y se

fue caminando a Broadway. Era un día claro, soplaba un aire fresco, pero no helado, y el sol

brillaba, aunque sin cegar. En la esquina, le compró el Daily Mirror al quiosquero ciego, que le

vendía el periódico todos los días y que, al contrario de lo que reza el estereotipo, no le

reconocía ni por la voz ni por sus pisadas. Se llevó el diario a la cafetería donde desayunaba

habitualmente y lo mantuvo doblado con cuidado bajo el brazo mientras pedía un bollo y un

café. Se sentó solo en una mesa pequeña, y se dispuso a tomarse el dulce y la bebida oscura y

caliente mientras leía el Daily Mirror de cabo a rabo.

Cuando llegó a la página tres, dejó el bollo e hizo a un lado la taza de café. Le había

llamado la atención la historia de una mujer, asesinada la noche anterior en Central Park. La

víctima, llamada Margaret Waldek, trabajaba de enfermera en el hospital de la Quinta Avenida.

A medianoche terminó su turno; de regreso a casa, cuando atravesaba el parque, alguien se le

echó encima, la violó y la apuñaló repetidamente en el pecho y en el abdomen. Los detalles

estaban descritos con una minuciosidad morbosa, e iban acompañados de una fotografía de

Margaret Waldek de bastante mal gusto. Warren terminó de leer el artículo y miró la

desagradable fotografía.

¡Y recordó!

La memoria se le despertó de golpe. Un paseo por el parque. La brisa nocturna. Una

navaja grande y fría en una mano. El mango del arma blanca que se había vuelto resbaladizo

por culpa del sudor de la palma y de los dedos. La espera, solo en el frío. Unos pasos, más

cerca, su propio movimiento abandonando el camino y metiéndose entre las sombras.

Y la mujer. Unido a la furia horrible del ataque, al miedo y al dolor en el rostro de la

mujer, los gritos de ella ensordeciéndole. Y la navaja, arriba y abajo, subiendo y descendiendo

con fuerza. Los alaridos creciendo, hasta convertirse en agónicos y, de pronto, parándose

abruptamente. La sangre...

Warren Cuttleton se mareó. Luego examinó su mano, esperando ver el filo de una navaja

brillando en la palma. En su lugar, sostenía un bollito a medio acabar. Lo soltó. El trozo de

dulce cayó sobre el mantel. Y él creyó que iba a vomitar.

—¡Dios mío! —musitó en voz muy baja.

Nadie pareció oírle. Le invocó otra vez, en un tono algo más alto; y después encendió un

cigarrillo con manos temblorosas. No supo apagar la cerilla, de tan débiles, y mal dirigidos, que

eran sus soplidos. La tiró al suelo y lo hizo con la suela del zapato. Respiró hondo.

Había matado a una mujer. A alguien que ni conocía, ni había visto antes. Lo que él era lo

decían bien claro los titulares... ¡Un asesino, un criminal, un sádico! Constituía una amenaza

para la ciudad, y la policía le encontraría y le haría confesar; más tarde, habría un juicio, una

condena y una apelación; y un rechazo de este recurso legal; mientras tanto, él permanecería en

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una celda pequeña, donde acabaría por salir a dar un paseo largo, que le llevaría a sufrir una

sacudida eléctrica. Entonces, afortunadamente, caería en la nada absoluta.

Cerró los ojos. Apretó los puños y se los llevó contra las sienes. ¿Por qué lo había hecho?

¿Qué andaba mal en su cabeza? ¿Por qué, por qué él había matado?

¿Cómo alguien era capaz de quitar la vida a otra persona?

Se quedó sentado a la mesa hasta que se fumó tres cigarrillos, encendiendo cada uno con

la colilla del anterior. Cuando terminó el último, se levantó de la mesa y fue al teléfono. Echó

unos centavos y marcó un número. Después esperó hasta que alguien contestase a su llamada.

—Soy Cuttleton —dijo—. No me esperen hoy. Me encuentro mal.

Una de las chicas de la oficina había atendido el teléfono. Le contestó que lo sentía mucho

y que esperaba que se mejorara. Él le dio las gracias y colgó.

¡Que se encontraba mal! Nunca se había ausentado por enfermedad durante los veintitrés

años que llevaba trabajando en la Compañía Bardell, salvo dos veces que sufrió una fiebre muy

alta. Le creerían, claro está. Porque no mentía, ni engañaba a sus superiores, y ellos lo sabían.

Sin embargo, le molestó hacerlo en aquella ocasión.

Realmente, no había dicho una mentira, ya que no se sentía bien. En el camino de vuelta a

su habitación, compró el Daily News, el Herald Tribune y el Times. No le dijo nada nuevo el

primer periódico, ya que publicaba también la historia del crimen en la página tres, pero tanto

lo que contaba así como la fotografía era similar a lo del Daily Mirror. Resultó más difícil

encontrar la historia en los otros dos, pues lo habían publicado en la segunda sección, como si

se tratara de algo trivial. Esto no le cupo en la cabeza.

Por la tarde, compró el Journal American, el World Telegram y el Post. Este último incluía

una entrevista con la hermanastra de Margaret Waldek, una cosa tristísima. Warren Cuttleton

lloró amargamente mientras la leía, derramando una cantidad igual de lágrimas por la víctima

que por sí mismo.

A las siete en punto, se dijo que la suerte estaba echada. Había matado, y como respuesta

le iban a ejecutar.

A las nueve en punto, creyó que jamás le descubrirían. Releyó los diarios, y se dio cuenta

de que la policía no contaba con ninguna prueba substancial. No se decía nada de huellas

dactilares pero, de todos modos, él sabía que las suyas no estaban en ningún archivo. Nunca se

las habían tomado así que, a menos que alguien le hubiera visto, la policía jamás hallaría la

forma de conectarle con el crimen. Y él no recordaba que le hubieran visto.

Se fue a la cama a medianoche. Durmió poco y mal, reviviendo cada uno de los horrorosos

detalles de la noche anterior... las pisadas, el ataque, la navaja, la sangre, y su huida del parque.

Se despertó por última vez a las siete, sobresaltado en el momento más cruel de la pesadilla,

chorreando de sudor...

No había escapatoria si iba a soñar esas cosas una noche tras otra... ¡sin remedio! Jamás se

había considerado un psicópata; el bien y el mal resultaban conceptos que le importaban, y

mucho. Redimirse, abrazado a una silla eléctrica, le pareció el menos terrible de los castigos

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posibles. Ya no deseaba esquivar a la Justicia, sino que ésta le echara mano, para que, al

castigarle por el asesinato, le librara del mismo.

Salió y compró un periódico. No se había producido ningún progreso en la investigación.

Leyó una entrevista en el Mirror con la sobrinita de Margaret Waldek, y lloró de nuevo.

Warren Cuttleton nunca había estado antes en una comisaría. Se hallaba sólo a unas

cuantas manzanas de la pensión donde vivía pero jamás había pasado por allí, conque tuvo que

buscar la dirección en la guía telefónica. Al llegar, se puso a mirar a su alrededor en busca de

alguien que pareciese investido de la suficiente autoridad. Al final, se dirigió al sargento de

guardia y le explicó que deseaba hablar con un agente en relación con el caso Waldek.

—Waldek... —intentó recordar el sargento de guardia.

—La mujer del parque.

—¡Ah! ¿Tiene información?

—Sí —respondió el señor Cuttleton.

Después esperó en un banco de madera mientras el suboficial preguntaba arriba quién

estaba a cargo del caso Waldek. Luego, bajó y le dijo que fuese a la primera planta a ver al

sargento Rooker. Y así lo hizo.

Rooker era un joven de rostro meditativo. Le respondió que sí, que se hallaba a cargo del

caso Waldek y que, para empezar, ¿podría decirle su nombre, su dirección y otros detalles?

Warren Cuttleton le dio todos los datos que le pidió. Rooker los anotó con un bolígrafo en

una hoja amarilla. Luego, le miró, apartando la vista del papel, mostrándose solícito.

—Muy bien, esto ya está —señaló—. Ahora, ¿qué es lo que trae para nosotros?

—Me traigo a mí mismo —respondió el señor Cuttleton.

Y, como el sargento Rooker frunciese el ceño con curiosidad, explicó—: Fui yo. ¡He

matado a esa mujer, a Margaret Waldek! Yo lo hice.

Seguidamente el sargento Rooker y un segundo policía se lo llevaron a otro cuarto, y le

hicieron un montón de preguntas. Lo explicó todo exactamente como lo recordaba, desde el

principio al final. Les contó la historia, intentando no sucumbir al horror de las partes más

desagradables. Sólo se derrumbó en dos ocasiones. No es que llorara pero el pecho se le

inundaba y la garganta se le cerraba, por culpa de la angustia, y le era imposible continuar.

Preguntas...

—¿Cómo consiguió la navaja?

—En una tienda de artículos rebajados y usados.

—¿Dónde?

—En la avenida de Columbus.

—¿Recuerda la tienda?

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Warren Cuttleton se acordaba del dependiente, también de un representante, y hasta de

haber pagado por la navaja; y de lo que hizo al llevársela. Sin embargo, no supo dar el nombre

de la tienda.

—¿Por qué la mató?

—No lo sé.

—¿Y por qué eligió a Margaret Waldek?

—Supongo que porque fue ella la que... pasó por allí.

—¿Por qué la atacó?

—Tenía que hacerlo. Algo... algo me poseyó, una necesidad que no entendí entonces, ni

entiendo ahora, una sensación apremiante. ¡Simplemente, debía hacerlo!

—¿Por qué la mató?

—No lo sé. La maté... la navaja... subiendo y bajando... Por eso compré la navaja, para

asesinarla.

—¿Lo planeó usted?

—Quizá... de una manera vaga.

—¿Dónde está la navaja?

—No la tengo. La tiré por una alcantarilla.

—¿Qué alcantarilla?

—No me acuerdo. En alguna parte.

Se llenó la ropa de sangre. Eso es seguro, porque ella se desangró. ¿Tiene las ropas en

casa?

—Me deshice de ellas.

—¿Cómo? ¿En otra alcantarilla?

—Oye, Ray, uno no le aplica el tercer grado a un tipo cuando éste se halla a punto de

confesar de motu propio.

—Perdone, Cuttleton, ¿ha escondido las ropas cerca de su casa?

Algo le vino a la memoria, pero muy confuso, una cuestión relacionada con el fuego.

—Un incinerador —dijo.

—¿El incinerador de su edificio?

—No, de algún otro. En el mío no tenemos. Fui a casa y me cambié de ropa, de eso sí que

me acuerdo; luego, la metí en una bolsa, me fui corriendo a otro edificio, la eché en el

incinerador y regresé a toda prisa a mi habitación. Me lavé. Tenía las uñas llenas de sangre, eso

también lo recuerdo.

Le hicieron quitarse la camisa. Le miraron los brazos, el pecho, la cara y el cuello.

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—Ni una herida —dijo el sargento Rooker—. Ni una sola marca. Y a ella le hemos

encontrado restos en las uñas, porque arañó al asesino.

—Ray, quizá se arañó a sí misma.

— ¡Mm! O puede que a él le cicatricen enseguida las heridas, ¿no? Vamos, Cuttleton,

esto no tiene pies ni cabeza.

Fueron a otra habitación, le tomaron las huellas dactilares y le catalogaron como

sospechoso de asesinato. El sargento Rooker le dijo que podía llamar a un abogado si lo

deseaba. Él le respondió que no conocía a ninguno. Una vez fue a ver a un notario, para que le

arreglase unos papeles, hacía mucho tiempo, pero su nombre se le había olvidado.

Le llevaron a una celda. Entró allí y le encerraron con llave. Se sentó en una banqueta y

fumó un cigarrillo. Por primera vez, en casi veintisiete horas, no le temblaban las manos.

Cuatro horas después, el sargento Rooker y otro policía entraron en su celda. El primero

dijo:

—Usted no mató a esa mujer, señor Cuttleton. Ahora bien, ¿por qué nos ha dicho que sí?

Él, desesperado, les miró fijamente a los ojos.

—En primer lugar, usted tenía una coartada y no nos dijo nada al respecto. Fue a un cine

de sesión continua que hay a dos manzanas de su casa. Lo sabemos porque el taquillero le

reconoció al ver una fotografía que le enseñamos; y ha dicho que usted compró una entrada a

las 9,30. También le identificó el acomodador, que recuerda que usted tropezó cuando iba al

servicio y él le tuvo que echar una mano; y esto último sucedió pasada la medianoche. Una de

las mujeres que viven en el piso de abajo declara que usted fue directamente a su habitación. El

individuo que estaba hospedado enfrente asegura que a la una usted ya estaba en su cuarto,

que no salió y que apagó las luces unos quince minutos después. Ahora, contéstenos, en

nombre del Cielo... ¿Por qué nos ha dicho que había matado a esa mujer?

Era increíble. Warren Cuttleton no se acordaba de ninguna película. No recordaba que

hubiera comprado una entrada ni que hubiera tropezado con alguien cuando iba al servicio del

cine. Nada de nada. Sólo se veía acechando; luego, el sonido de unas pisadas, el asalto, la navaja

y los gritos... la navaja perdida en una alcantarilla y las ropas quemadas en algún incinerador; y,

al final, él mismo quitándose las manchas de sangre.

—Más aún. Hemos detenido al presunto asesino, un hombre llamado Alex Kanster,

convicto dos veces por asalto frustrado. Fuimos a verle en un registro rutinario, y le

encontramos una navaja ensangrentada debajo de la almohada. Tenía el rostro lleno de

arañazos, y le apuesto tres contra uno a que a esta hora ya debe haber confesado que fue él

quien mató a Margaret Waldek, y no usted. En base a esto... ¿a qué viene toda esta farsa? ¿Por

qué ha llegado aquí dispuesto a causarnos problemas? ¿Cómo sigue mintiendo?

—¡Yo les estoy diciendo la verdad! —exclamó el señor Cuttleton, indignado.

Rooker estuvo a punto de decir una inconveniencia, pero se abstuvo. El otro policía dijo:

—Ray, tengo una idea. Que venga alguien que sepa manejar el detector de mentiras.

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El señor Cuttleton estaba confuso. Le llevaron a otra habitación y le ataron con unas

correas a una máquina muy rara, que tenía un gráfico. Y le hicieron muchas preguntas: ¿Cómo

se llamaba? ¿Cuántos años tenía? ¿Dónde trabajaba? ¿Había matado a Margaret Waldek?

¿Cuánto eran cuatro y cuatro? ¿Dónde compró la navaja? ¿Cuál era su apellido? ¿Dónde

escondió sus ropas?

—Nada —reconoció el otro policía—. No hay reacción. ¿Lo ves? El tipo cree lo que dice,

Ray.

—Puede que sólo sea que no reacciona con el aparato. Se han dado muchos casos.

—Entonces dile que mienta.

—Señor Cuttleton —propuso el sargento Rooker—. Voy a preguntarle cuánto son tres y

cuatro. Y quiero que usted conteste que son seis. Simplemente conteste «seis».

—Pero si son siete...

—De todos modos diga seis, señor Cuttleton.

—Bueno... si se empeña...

—¿Cuánto son tres y cuatro?

—Seis.

¡Sí, sí que reaccionaba! Se podía ver en el gráfico cómo la mentira había disparado la aguja,

que hasta entonces no había sufrido cambios bruscos.

—Lo que pasa —explicó el otro policía—, es que se lo cree, Ray. No está tratando de

causarnos ningún problema; él está convencido de lo que dice, ya sea verdad o mentira.

Conoces el poder de la imaginación, el modo en que los testigos juran y perjuran haber visto

cosas, y simplemente es una perturbación de los recuerdos. Este hombre ha leído la historia y,

desde el principio, se ha creído el protagonista.

Estuvieron hablando con él un rato, tanto Rooker como el otro policía, explicándole cuál

era su problema. Le dijeron que se sentía culpable de algo que no había hecho, que sufría

alguna depresión psicológica de las que se hallan latentes en la persona, y que todo aquello le

obligaba a acusarse de haber asesinado a la señorita Waldek cuando, de hecho, era inocente.

A Warren Cuttleton le costó hacerse a la idea de que los dos policías no estaban

completamente locos porque, si alguien se hallaba un poco tarado, era él mismo. Y a esta

conclusión no llegó hasta que le demostraron todas las pruebas ante sus propios ojos, y vio que

era imposible que hubiera sido él el asesino. No había manera de echar por tierra los sólidos

argumentos de los policías. Tenían razón. Debía creerles.

¡Bueno!

Se fió de ellos. Sabía que tenían razón y que, por tanto, él (su memoria) estaba confundido.

Pero aquello no alteraba el hecho de que él recordase el crimen. Cada uno de sus espeluznantes

detalles le seguía hiriendo en la memoria. Obviamente, esto sólo venía a subrayar su innegable

locura.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—Bien. Supongo que a estas alturas —reconoció, muy oportunamente, el sargento

Rooker—, usted cree que es un obseso. No deje que todo esto le amargue la vida, señor

Cuttleton. Esta urgencia que usted padece de confesar un crimen que no ha realizado no es tan

poco común como podría creer. Cada suceso violento que sale a la luz pública atrae hacia

nosotros una docena de confesiones falsas; y algunos de los infelices pondrían la mano en el

fuego para demostrarnos que dicen la verdad. Usted lleva el deseo de matar encerrado en

alguna parte de su ser; y es algo que le obliga a sentirse culpable. Y este complejo de

culpabilidad es el que le ha empujado a confesar un crimen que, si bien no ha cometido, quizá

deseara haberlo hecho. Nos sucede de vez en cuando. La mayoría de los seres humanos no

están tan convencidos como usted, ni tan acertados en los detalles. El detector de mentiras es lo

que me reveló que usted se creía culpable. Pero no se preocupe, ya verá como es algo que usted

mismo puede controlar.

—Es un cuestión psicológica —añadió el otro policía.

—Es probable que le suceda otra vez —siguió Rooker—, Si es así, intente superarlo. Ahora

sabe que no se tratará más que de un mal sueño; ya ve que se acabaron las confesiones, ¿de

acuerdo?

Primero, se sintió como un niño estúpido. Después, fue como si alguien le hubiese aliviado

de una carga tremenda. No habría silla eléctrica. Tampoco arrastraría un complejo perpetuo de

culpabilidad.

Aquella noche durmió a pierna suelta, sin pesadillas.

Aquello pasó en marzo. Cuatro meses después, en julio, ocurrió de nuevo. Warren

Cuttleton se despertó, bajó a la calle, fue a la esquina, compró el Daily Mirror, se sentó en la

cafetería con su bollito y su taza de café, abrió el periódico por la tercera página y leyó la

historia de una colegiala de catorce años a la que, durante la noche anterior, camino de su casa,

en la zona del Astoria, un hombre la había matado en un callejón abriéndole la garganta con

una cuchilla. También se incluía una fotografía muy expresiva del cuerpo de la muchacha, con

la garganta abierta de oreja a oreja.

De repente, ante él, los recuerdos estallaron como unos relámpagos en la noche,

iluminándolo todo.

Vio la cuchilla en su mano, la muchacha luchando por deshacerse de sus garras... Evocó la

dulce sensación de su jovencísima piel asustada, sus quejidos, la sangre saliendo a borbotones

por la garganta herida...

La escena evocada resultó tan viva, que pasó un rato antes de que se diera cuenta de que

no era la primera vez que la memoria le jugaba una mala pasada. Se acordó de lo que había

sucedido en marzo. Aquello terminó no siendo cierto. Lógicamente, esto tampoco.

Pero no podía equivocarse una y otra vez. Lo recordaba. Cada detalle, tan claramente...

Luchó consigo mismo diciéndose que el sargento Rooker le había alertado para que no se

sorprendiera si le asaltaba de nuevo ese impulso irresistible de revivir un crimen que no había

protagonizado. Tampoco debía confesarlo después. Pero la lógica no resiste el ataque de la

certeza, aunque ésta sea absurda. Si uno sostiene una rosa en su mano, y siente la suavidad de

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sus pétalos, y se ve embriagado por su perfume dulce, y además sus espinas le pinchan, todas

las deducciones más racionales del mundo no bastarán para convencerle de que la rosa no

existe. Y, a veces, las flores del recuerdo son tan difíciles de arrancar como las reales y tangibles.

Aquel día Warren Cuttleton fue a trabajar. Esto no le causó ningún bien, ni a él ni a sus

patrones, ya que le resultó imposible prestar atención a los papeles acumulados en su mesa.

Sólo podía pensar en la locura que había cometido matando a Sandra Gitler. Sabía que no podía

haberlo hecho; sin embargo, al mismo tiempo, estaba convencido de que era el asesino.

Una chica de la oficina le preguntó si se sentía mal, ya que tenía un aspecto terrible. Un

compañero de la empresa quiso saber si se había sometido a un chequeo médico últimamente.

A las cinco en punto, Warren Cuttleton se fue a casa. Luego, le costó un gran esfuerzo

mantenerse alejado de la comisaría, pero lo consiguió.

Los sueños fueron terribles, vividos con una intensidad insoportable. Se despertó,

sobresaltado, una y otra vez. Llegó a dar un grito. Por la mañana, cuando ya se había rendido a

la evidencia de que no podría dormir, comprobó que las sábanas estaban empapadas de sudor.

La humedad había traspasado el colchón. Después, permaneció largo tiempo bajo el chorro de

agua helada de la ducha; se vistió, y se fue a la comisaría.

La última vez él confesó pero ellos probaron que era inocente. Parecía imposible que

pudieran haber cometido un error, del mismo modo que debía considerarse absurdo que

hubiese matado a Sandra Gitler; pero quizás el sargento Rooker volviera a espantar al fantasma

de la muchacha. Haría la declaración, probarían su inocencia y, a partir de entonces, podría

dormir todas las noches.

No se detuvo ante el sargento de guardia, sino que subió directamente a hablar con

Rooker, el cual le guiñó un ojo.

—¡Warren Cuttleton!—exclamó el suboficial—. ¿A confesar?

—No quería venir. Ayer me recordé a mí mismo matando a la chica, en Queens. Sé que lo

hice aunque estoy convencido de que no la asesiné. Pero...

—Usted está seguro de ser el criminal.

—Sí.

El sargento Rooker le comprendió. Llevó a Cuttleton a un cuarto, en lugar de a una celda,

y le dijo que le esperara un momento. Regresó a los pocos minutos.

—Llamé al oficial encargado del caso Queens —informó—. Ha averiguado unas cuantas

cosas sobre el asesinato, cosas que no han salido en los periódicos. ¿Recuerda usted haber

grabado algo en el vientre de la muchacha... un tatuaje, unas palabras o un signo parecido?

Le vino a la memoria. La cuchilla dibujando en la piel desnuda, quizás unas palabras.

—¿Qué grabó ahí, señor Cuttleton?

—Yo... no consigo acordarme...

—Usted puso «Te quiero». ¿Lo recuerda?

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Sí, lo pudo recordar mentalmente. La cuchilla penetrando la carne tierna, inventando una

escritura nueva, otro modo de decir «te quiero», en un intento de dar a entender a la muchacha

que aquel acto horrible llevaba un mensaje de amor subyacente a la destrucción. ¡Ah, ya lo creo

que se acordaba! Aparecía nítido en su mente, tanto como si fuera de cristal...

—¡Señor Cuttleton! Señor Cuttleton, no era eso lo que había grabado en el vientre de la

muchacha: eran palabras irrepetibles, no había en ellas nada de amor, porque eran groseras y

obscenas. Por eso no lo publicaron en los periódicos, entre otras cosas, para descubrir enseguida

las falsas confesiones. Esto lo considero, créame, una gran idea. Hemos añadido

inmediatamente un nuevo dato al archivo caótico de su memoria, y usted se lo ha creído. Es el

poder de la sugestión. No sucedió, así como tampoco llegó a tocar a esa chica; pero ha recogido

la falsa información y la ha aceptado como verdadera, tal y como recordó todo cuanto leyó en

los periódicos.

Warren Cuttleton se quedó allí sentado un rato, mirándose las uñas mientras el sargento

Rooker no apartaba la vista de él. Entonces, lentamente dijo:

—Siempre supe que no podía haberlo hecho. Pero eso no me ha sido de mucha ayuda.

—Ya veo.

—He tenido pesadillas. En todas ellas, he revivido el suceso, igual que la otra vez. Sabía

que no debía venir, que iba a hacerle perder el tiempo. Pero es que hay cosas que se saben y

otras que se ignoran, sargento.

—Y usted necesitaba que probasen su inocencia, ¿no es así?

Asintió miserablemente. El sargento Rooker dijo que no importaba; que sí, que ese tipo de

cosas hacían perder el tiempo a la policía; pero que ellos disponían de más tiempo del que

mucha gente se pensaba aunque, por desgracia, menos del que muchos creían; y que el señor

Cuttleton podía acudir a él siempre que necesitara confesar algún crimen.

—Venga a mí directamente —se ofreció el suboficial—. Así todo será más sencillo, porque

yo le comprendo. Sé lo que sufre con esto; y alguno de los demás muchachos, con menos

experiencia, podrían no entenderle tan fácilmente.

Warren Cuttleton dio las gracias al sargento Rooker y se despidió con un apretón de

manos. Salió de la comisaría y tropezó en la puerta con un marinero a quien le acababan de

quitar un albatros de los hombros. Aquella noche durmió sin que le asaltara ningún mal sueño.

Volvió a suceder en agosto. Una mujer fue estrangulada en su apartamento de la calle 27-

Oeste. El arma homicida había sido un cable de la luz. Warren Cuttleton recordó haber

comprado un alargador el día anterior, justo con aquella intención.

De nuevo acudió al sargento Rooker inmediatamente. No hubo ningún problema. La

policía acababa de capturar al asesino pocos minutos después de que salieran los diarios de la

mañana. Fue el conserje de la finca donde vivía la víctima. Le detuvieron y confesó.

Una tarde de septiembre. Había estado lloviendo toda la mañana pero, en aquel momento,

había aclarado. Warren Cuttleton regresaba a casa después de un día de mucho trabajo en la

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oficina, y se detuvo en una lavandería china para recoger unas camisas. Luego, entró en una

farmacia y compró un frasco de aspirinas. En el camino de regreso a su pensión, pasó por

delante de una ferretería.

Y entonces ocurrió algo muy raro...

Entró allí como un robot, igual que si algún extraño hubiera tomado posesión de su

cuerpo, se hubiera metido dentro de él. Esperó pacientemente mientras el dependiente vendía

un paquete de tornillos a un narigudo. Y, luego, compró una pequeña piqueta para romper el

hielo.

De regreso a su habitación, sacó las camisas de la bolsa —seis de color blanco, que había

comprado en la misma mercería—, y las colgó cuidadosamente en las perchas del armario. Se

tomó dos aspirinas y metió el frasco en el cajón superior de la cómoda. Después, sostuvo la

piqueta entre sus manos, sintiendo la suavidad del mango de madera y acariciando el frío acero

de la hoja. Puso la punta del dedo gordo en el extremo del filo, y sintió lo deliciosamente

cortante que resultaba...

Se metió la piqueta en el bolsillo. Se sentó a fumar un cigarrillo, lentamente; y, luego, salió

del cuarto y fue caminando a Broadway. En la calle 86 se metió en la boca del metro en la

estación IRT, introdujo una ficha en la entrada giratoria y tomó el tren que iba a Washington

Heights. A la salida, fue caminando en dirección a un pequeño parque. Allí estuvo esperando

un cuarto de hora.

Abandonó el lugar. El viento helado soplaba con fuerza, había oscurecido. Fue a un

restaurante, en realidad, un pequeño mesón situado en la avenida Dyckman. Pidió un

solomillo, muy hecho, con patatas fritas y una taza de café. Degustó la cena con fruición.

En los servicios del mesón sacó la piqueta del bolsillo y la acarició una vez más. Tan bien

afilada, tan fuerte... Dirigió una sonrisa a la pequeña arma, la besó con los labios algo

separados, para no cortarse... Tan bien afilada, tan fría...

Pagó la cuenta, le dio una propina al camarero y salió del local. Ya era de noche, y hacía

un frío como para congelar el pensamiento. Atravesó caminando las calles desiertas. Encontró

un callejón. Esperó, inmóvil y en silencio.

Tiempo...

Sus ojos se hallaban fijos en la boca del callejón. Pasaron varios transeúntes... chicos,

chicas, hombres, mujeres... Warren Cuttleton no se movió de donde estaba. Siguió esperando.

Al final, no habría nadie en las calles, excepto él y la persona que aguardaba con impaciencia.

La hora sería perfecta y ocurriría lo que tendría que ocurrir. Actuaría de la forma más rápida y

certera.

Repentinamente unos tacones altos se le acercaron con un ritmo staccato. No se oía nada

más, ni coches, ni otras pisadas. Despacio, con cuidado, se dirigió a la boca del callejón. Su

mirada descubrió quién hacía ese ruido con los tacones: era una mujer joven, joven y bonita, con

unas curvas muy atractivas y el cabello negro, con labios rojos, sensuales... una hermosa

criatura. ¡Sí, su mujer, la que había estado esperando...! Aquella misma, sí, ¡ahora!

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Ella se puso al alcance de la mano homicida, sin que sus tacones altos alterasen el ritmo.

Era una maravilla verla moverse. De pronto, unos dedos le cerraron la boca, se apretaron contra

sus labios rojos. El otro brazo se cerró en torno a su cintura, y el hombre la atrajo hacia él. Ella

perdió el equilibrio y el homicida la arrastró hasta la boca del callejón...

La mujer podía haber gritado, si no fuera porque él le estampó la cabeza contra el suelo de

cemento del callejón. Luego, contempló su mirada vidriosa. Intentó pedir auxilio; sin embargo,

el asesino se lo impidió tapándole la boca. Ella tampoco llegó a morderle, ya que él tuvo

cuidado de que eso no sucediera.

Entonces, mientras la víctima luchaba por deshacerse del abrazo mortal, el obseso le clavó

la piqueta en el corazón.

Por último, la dejó allí, muerta, abandonada. Arrojó el arma a una alcantarilla. Encontró la

boca del metro y subió al tren que iba en dirección a la estación de donde había partido, la IRT.

Llegó a su habitación, se lavó la cara y las manos, se metió en la cama y se durmió. Lo hizo de

un tirón, sin que ningún mal sueño o pesadilla viniera a turbar su conciencia agotada.

Por la mañana, cuando se levantó a la hora habitual, se sintió como siempre: descansando,

fresco y listo para el trabajo diario. Se duchó, se vistió, fue a la calle y le compró el Daily Mirror

al quiosquero ciego.

Leyó el artículo. Una joven danzarina exótica, llamada Mona More, había sido asaltada en

Washington Heights. El criminal la mató con una piqueta de las que se usan para el hielo.

Lo recordó. Al momento, todo volvió a su mente: el cuerpo de la muchacha, la piqueta, el

asesinato...

Apretó los clientes hasta que le dolieron. ¡Con qué realismo lo imaginaba todo! Se

preguntó si un psiquiatra podría ayudarle pero este tipo de médicos eran tan caros... Sus

sesiones nada más que estaban al alcance de los ricos. Por otra parte, él tenía su propio

psiquiatra, uno personal y que no cobraba un céntimo por el exorcismo... ¡su sargento Rooker!

Sin embargo, Warren Cuttleton lo recordaba todo. ¡Todo! Se acordaba de haber comprado

la piqueta del hielo, de haber tirado a la muchacha al suelo, de cómo había hundido la piqueta

en el corazón de su víctima...

Aspiró profundamente. Se dijo a sí mismo que ya iba siendo hora de mostrarse metódico

con todo aquello. Fue al teléfono y llamó a la oficina.

—Soy Cuttleton —dijo—. Hoy llegaré algo tarde, como dentro de una hora. Tengo cita con

el médico. Iré tan pronto como pueda.

—¿Es algo grave?

—¡Oh, no! —dijo—. Nada serio.

Y, de hecho, tampoco estaba diciendo ninguna mentira. Después de todo, el sargento

Rooker venía a ser su psiquiatra personal, y un psiquiatra también es médico. Él contaba con

una cita previa, porque el policía le había dicho que acudiera a verle en cuanto le volvieran a

aparecer las pesadillas. No se trataba de nada serio; esto también formaba parte de la verdad,

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porque él sabía que su inocencia se hallaba fuera de toda duda, por muy crueles que resultaran

sus recuerdos.

Rooker casi le sonrió.

—¡Hombre, mira a quién tenemos por aquí! —exclamó—. Debería habérmelo figurado. ¡El

señor Cuttleton! Un crimen muy de su estilo, ¿no? Una mujer asaltada y asesinada, ésa es su

forma, ¿verdad?

El recién llegado no pudo sonreír.

—Yo... esa More. Mona More.

—¿Verdad que todas esas cabareteras se ponen unos nombres salvajes? Mona More...

como Mon Amour. Eso es francés.

—¿Sí?

El sargento Rooker asintió.

—Y fue usted, por supuesto.

—Ya sé que no soy el asesino pero...

—Debería usted dejar de leer los periódicos —le aconsejó el policía—. Vamos, adelante

con el exorcismo; le extirparemos su complejo de culpabilidad.

Fueron a la habitación. El señor Cuttleton se sentó en una silla con el respaldo recto. El

sargento Rooker se quedó de pie, junto a la mesa, y le preguntó:

—Mató a esa mujer, ¿verdad? Muy bien, ¿dónde consiguió la piqueta del hielo?

—En una ferretería.

—¿Alguna especial?

—Una que hay en la avenida Amsterdam.

—¿Y por qué una piqueta del hielo?

—Me excitaba la idea. El mango era tan suave y fuerte... y tenía la hoja muy afilada.

—¿Dónde la ha metido?

—La tiré por una alcantarilla.

—Vaya, usted no cambia de método. Habrá habido un montón de sangre, con una piqueta

de ese tipo... ¿Un río de sangre?

—Sí.

—¿Se empapó la ropa de sangre?

—Sí.

El asesino recordaba cómo se le había llenado la ropa de sangre, lo mucho que había

corrido para llegar a casa, procurando que nadie le viera.

—¿Y las ropas?

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—En el incinerador.

—Aunque no en el de su edificio.

—No, no. Me cambié de ropa en casa y fui a otro edificio, que ahora mismo no recuerdo,

donde quemé toda la ropa.

El sargento Rooker dio una palmada contra la mesa.

—Esto ya está resultando un juego de niños —reconoció—. O es que me estoy

convirtiendo en un especialista. A la cabaretera le clavaron la piqueta en el corazón, una herida

diminuta que le causó la muerte instantánea. Este tipo de heridas no sangran, por lo que no

provocan riadas de sangre.

Ya ve que su historia no tiene ni pies ni cabeza. ¿Se siente usted mejor?

Warren Cuttleton asintió, lentamente.

—Pero todo parecía tan real... —musitó.

—Siempre es así. —El sargento Rooker agitó la cabeza—. ¡Pobre hombre! Me parece que

ve usted demasiadas películas de crímenes. Me pregunto cuánto tiempo le durará todo esto. —

Ensayó una sonrisa irónica—. ¡Si continúa con su complejo de culpabilidad, uno de los dos va a

perder la cabeza!

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Un as en la manga

Elijah Ellis

Weldon golpeó con el puño la puerta del apartamento. Luego, la llamó, impacientemente:

—¿Jeanne? ¿Me oyes? ¡Soy yo, Dave!

Nadie respondió. Y él maldijo su suerte. De acuerdo, se había retrasado una hora, llegaba

tarde a la cita pero no era culpa suya que el director del periódico le hubiera encargado un

trabajo a última hora, justo cuando salía del edificio del Daily Pioneer. De eso hacía poco más o

menos una hora.

Aporreó la puerta en un último intento, esperó un segundo y dio la vuelta. Recorrió el

pasillo enmohecido, en dirección a las escaleras, repasando mentalmente cuantos refranes

misóginos recordaba.

Sin embargo, frunció el ceño, con un gesto que reservaba para expresar sorpresa o

perplejidad. No conocía a Jeanne muy bien. Sólo habían salido unas cuantas veces pero ella no

parecía de la clase de mujeres que montan una bronca porque su hombre llega un poco tarde, al

menos sin antes darle la oportunidad de explicarse.

Por otra parte, al hablar con ella por teléfono, había insistido en verle aquella misma tarde.

Le había dicho que tenía algo importante que discutir con él. Cuando llegó a las escaleras,

Weldon dudó unos instantes y volvió la vista hacia el apartamento de Jeanne.

De repente oyó un ruido que provenía de las escaleras. Un hombre enjuto y bajito, el

conserje del edificio, venía resoplando por el esfuerzo de llevar a rastras una enorme

aspiradora. Weldon recordó que cuando había llegado al edificio, hacía unos minutos, aquél

estaba barriendo el vestíbulo.

—Buenas —dijo el periodista, y se echó hacia atrás para dejarle pasar.

El otro se limpió el sudor del rostro con la manga de la camisa.

—Si alguien dice que barrer, fregar o pasar la aspiradora no es trabajo duro, que venga a

mí, que yo le soltaré cuatro cosas.

—Vale —asintió Weldon—. Escuche, ¿por casualidad ha visto salir a la señorita Dennis en

esta última hora? Es la chica del apartamento veinticuatro...

—Ya sé quién es —el conserje se mordió los labios—. Pues no, no la he visto, ¿por qué?

El periodista se encogió de hombros.

—Tenía una cita con ella pero no contesta.

—¡Ja!—gruñó el hombre—. Seguramente ha cambiado de opinión —miró a Weldon de

arriba abajo—: La verdad es que no me extraña.

—Sí, bueno, pero estoy algo preocupado por ella. Vive sola y podría haber sufrido algún

accidente... No sé, haberse resbalado en la ducha o algo así. ¿Le importaría abrir su

apartamento? Sólo para asegurarme de que no ha pasado nada...

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Después, se sacó del bolsillo un billete de un dólar. El hombre lo atrapó y le acompañó

hasta el apartamento de Jeanne Dennis. Llamó a la puerta pero nadie salió a abrir. Sacó un

manojo de llaves del bolsillo de su camisa, encontró la que necesitaba y la introdujo en la

cerradura...

Entonces, sin usarla, abrió la puerta con el tirador; y, después, miró a Weldon sin ninguna

simpatía.

—La puerta no estaba cerrada —dijo, y la abrió con un empujoncito.

—Ni siquiera lo intenté —musitó el periodista.

Siguió al conserje y, desde el umbral, llamó:

—¿Jeanne? ¿Hay alguien aquí?

Todo estaba en silencio. No se veía a nadie en la salita cómoda y bien amueblada. Desde

donde estaba, también se podía comprobar que la pequeña cocina estaba vacía. Sólo quedaba el

dormitorio. Weldon cruzó la sala, ante la mirada de reprobación del conserje, dio un par de

toques en la puerta y entró...

Jeanne estaba tirada en la cama. Llevaba puestos unos pantalones y una blusa veraniega.

Parecía dormida...

¡En aquel preciso momento, el periodista vio el mango del cuchillo, clavado en el pecho de

la mujer! Gritó. Cerró los ojos y agitó la cabeza violentamente.

Tras él, el conserje preguntó:

—¿Qué pasa?

Adelantó un paso y vio, por encima del hombro de Weldon, el cadáver de Jeanne en la

cama.

—¡Dios Santo! —alcanzó a decir.

Entró en la habitación, muy despacio, la miró de cerca.

—Está muerta —musitó el periodista, desconcertado. —Sí.

El rostro arrugado del conserje había palidecido. Entrecerrando los ojos, sin apartar su

atención de Weldon, salió de la habitación.

—Sí —repitió.

Se dio la vuelta con un movimiento rápido y, dando un salto, se plantó ante el teléfono

que había en la sala. Lo descolgó, marcó el número de la telefonista, y dijo:

—¡Con la policía! ¡Deprisa!

El periodista salió del dormitorio. Cerró la puerta de una patada, y se quedó mirando al

vacío. Luego, sus ojos se centraron en el hombre que hablaba por teléfono porque éste decía a

gritos:

—Sí, ésa es la dirección. ¡En efecto, he dicho asesinato! ¡Vengan enseguida! ¡Me parece que

tengo al tipo que lo hizo!

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Aquellas palabras le despertaron de la postración que le tenía agarrotado. Fue hacia el

conserje.

—¿Qué...? ¿Está loco, amigo?

El otro colgó, se echó mano al bolsillo de los pantalones y sacó una navaja. Apretó un

botoncito y la hoja salió disparada.

—¡Ahí quieto! ¡Si mueve un solo dedo, le abro en canal!

Weldon le miró, incrédulo.

—Oiga, que yo no...

—Guárdese sus historias para la poli. —El conserje se metió la mano que tenía libre en el

bolsillo de la camisa, sacó el dólar que le acababa de dar, lo arrugó y se lo tiró a los pies—. ¡Y

ahí tiene su pasta!

—¡Eh; pero en el nombre del...!

Repentinamente, el periodista saltó hacia la cocina. Había oído algo allí dentro, un sonido

apenas perceptible pero familiar, como si alguien hubiese cerrado con muchísimo cuidado la

puerta con el tirador. Sin embargo, no llegó muy lejos, porque el pequeño conserje salió

disparado como una flecha tras él. Le adelantó, giró sobre sí mismo y se enfrentó, con la navaja

firme en su puño y las piernas abiertas.

—¡Un paso más y le meto esto en la barriga! —dijo, y su expresión indicaba que no

amenazaba de broma.

Weldon se detuvo, maldiciendo inútilmente. Todavía se hallaba lanzando imprecaciones,

cuando, poco después, dos policías de uniforme irrumpieron en el apartamento, seguidos de un

par de hombres vestidos de paisano. Entonces, llegó un personaje al que el periodista conocía,

el capitán Snyder, comandante de la escuadra de policías del distrito norte.

Libre en aquel momento de la estrecha vigilancia del conserje, Weldon se dirigió al oficial

con un tono de urgencia:

—Snyder, alguien se ha metido por la puerta de servicio y se ha colado en la cocina. De

eso no hace ni un par de minutos, seguramente el asesino. Elija algunos hombres...

—¡Bueno, bueno!—exclamó el capitán—. ¡Si tenemos aquí al orgullo del Daily Pioneer!

¿Qué hace en este edificio?

—¡Maldita sea! Le estoy tratando de decir que el asesino se acaba de largar por la puerta

de servicio —gritó Weldon.

—¡Miente!—intervino el pequeño conserje—. Aquí no había nadie, por lo menos cuando

nosotros dos llegamos hace cinco minutos.

El capitán Snyder meneó su cabeza, grande y pelona.

—Mis hombres están cubriendo todas las salidas. —Se volvió hacia uno de los agentes de

paisano que rondaban por allí—. Llévese a este hombre al corredor e interróguele. Weldon,

siéntese en el sofá y permanezca callado. Estaré con usted enseguida.

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Los policías de paisano escoltaron al conserje fuera del apartamento. El periodista levantó

los brazos en señal de disgusto, e hizo lo que se le había ordenado, mientras observaba

hoscamente cómo los policías cumplían con su rutina, dirigidos por el capitán, que parecía estar

en todas partes al mismo tiempo. Llegó el médico y se metió en el dormitorio con dos

enfermeros de la morgue, que llevaban una camilla. Por fin, el oficial se acercó a Weldon, y se

quedó mirándole unos segundos.

—Bien, vamos a ello —dijo.

—¿Seguro que tiene tiempo para escucharme?

Al capitán no le hizo gracia el comentario pero sonrió.

—Weldon, hay unos cuantos periodistas que me caen bien, pero usted, desde luego, no

está entre ellos. Ahora empiece a contarme lo que sabe.

Él lo hizo. Al final, Snyder exclamó:

—¡Guau! No está mal. Al menos, su historia coincide con la de Jenson, excepto en un

detalle: el conserje no cree que usted oyera irse al asesino por la puerta de servicio. Es más,

opina que fue usted quien le clavó el puñal a la mujer y que luego, al cruzarse con él en las

escaleras, le fue con el cuento de que había estado llamando a la puerta y no le contestaban. Y

puede que tenga razón...

Antes de que Weldon pudiera responder, los dos enfermeros salieron del apartamento

llevándose el cadáver, cubierto con una sábana, en la camilla. El doctor se acercó a Snyder. Se

limpió las manos con un pañuelo y dijo:

—Un solo golpe. Con un cuchillo de cocina ordinario, provisto de una hoja de un

decímetro de ancho. El acero penetró en el corazón, provocando un daño irreversible en...

—¡Vale, vale!—cortó Snyder—. ¿Hace cuánto tiempo?

Al doctor le molestó aquella pregunta.

—¿Cómo voy a saberlo? Se me olvidó traer la bola de cristal. Yo diría... —miró su reloj—,

cálculo que habrá ocurrido hace una hora, más o menos, hacia las cuatro de la tarde. Ahora

bien, se trata de una adivinanza, no de una opinión científica.

Snyder asintió.

—¿Algo más?

—Pregúnteme después de que le haga la autopsia —el doctor vaciló—. ¡Ah, sí, otro

detalle! Me he dado cuenta de que el cadáver tenía las uñas muy limpias, aunque la del dedo

corazón de la mano derecha estaba partida. Pudo oponer alguna resistencia y, en la pelea,

arañar al asesino. Después, éste tuvo la suficiente presencia de ánimo como para limpiarle

cuidadosamente todas las uñas, apartando los restos de piel que hubieran podido quedar

incrustados. De todas maneras, lo comprobaré.

El doctor se fue. Snyder se volvió hacia Weldon.

—Quítese la camisa y la camiseta.

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Weldon gruñó pero se desnudó de cintura para arriba. Su velludo torso no tenía ninguna

marca.

—¿Contento? —preguntó con sarcasmo.

El capitán se encogió de hombros.

—No de un modo especial. ¿Sabe que me tiene mosqueado? Esa historia suya de que oyó

que alguien cerraba la puerta del servicio con cuidado... Claro que podría tratarse de un error

sin mala intención, pero...

El periodista se pasó las manos por el pelo.

—Todo lo que puedo decirle es lo que oí. El imbécil de Jenson me detuvo antes de que

pudiese seguirle. Pero hay una puerta entre la cocina y el cuarto de baño, y otra entre el cuarto

de baño y el dormitorio. A ninguno de los dos se nos ocurrió mirar en el cuarto de baño, y el

asesino quizás estaba allí escondido. Así que, en cuanto tuvo la menor ocasión, salió por la

cocina al pasillo, y se largó del edificio por la escalera de incendios.

—Sí —aceptó Snyder. Encendió un cigarrillo, y echó una calada prolongada—; salvo por

un detalle. ¿Cómo ha podido quedarse aquí nuestro misterioso asesino durante toda una hora?

¿Para velar a la difunta? La mujer murió hacia las cuatro. Tres cuartos de hora más tarde, según

su versión, usted se hallaba fuera, en el pasillo, aporreando la puerta, y ésta no se encontraba

cerrada con llave. En cualquier momento usted pudo haberla abierto; y entonces...

—No sé. En mi nerviosismo ni siquiera lo intenté.

—Eso es lo que ha dicho antes. De cualquier modo, todo este tiempo el criminal ha

permanecido ahí dentro, sentadito, tan tranquilo. Usted se va; y al poco rato vuelve con el

conserje. Los dos entran y se ponen a jugar al perro y al gato. Y el asesino todavía permanece en

el apartamento. Luego, por fin, se esfuma. —El capitán hizo una mueca irónica—. ¿Qué le

parece el cuento, Weldon?

El periodista suspiró.

—Sí, supongo que cometí un error. En ese punto, quiero decir.

Uno de los policías que estaban registrando la casa entró en la sala. Llevaba un pequeño

sobre de celofán en una mano y un par de camisas blancas en la otra, con sus perchas y todo.

—¿Capitán? Aquí tiene un par de regalitos. —Le alargó el sobre de celofán—. Hemos

encontrado un trozo de uña, probablemente el que se le partió a la mujer en la pelea. Parece que

tiene rastros de sangre. Sabremos más cuando lo llevemos al laboratorio.

—Bien. ¿Y esas camisas?

El policía se encogió de hombros.

—Estaban colgadas en el armario. Son de hombre, de la talla dieciséis y media, y con una

nota de lavandería. Nosotros...

—Un momento —dijo Weldon. Se quedó mirando el remiendo que una de las camisas

tenía en la manga; luego, con manos temblorosas, las examinó todas, miró las notas de la

lavandería, y gritó:

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—¡No!

Los otros dos hombres le miraron con curiosidad.

Weldon tragó saliva.

—Son mías.

El capitán habló primero:

—Debo entender que conocía a la dama de una manera un poco más íntima de lo que nos

ha dicho.

—No. —Weldon agitó la cabeza con violencia—. Le juro que yo no he traído esas camisas

aquí. La última vez que las vi, estaban colgadas en el armario de mi cuarto. Le aseguro que...

—No se moleste —le aconsejó Snyder—. Además, salga de aquí. Estoy harto de verle y de

escuchar los rollos que me cuenta. Le veré más tarde.

Al abandonar la salita, el periodista pasó por delante de unos cuantos policías. Todos le

miraron en silencio. A Weldon le parecieron perros hambrientos echándole el ojo a un hueso

jugoso y reluciente.

Una vez abajo, atravesó el corredor en dirección a la entrada del edificio. Y en el vestíbulo

vio que un policía estaba hablando con Jenson. No se dirigieron la palabra pero sí se cruzaron

las miradas y en ninguna de las dos había buenos deseos.

El periodista pensó en el conserje a la vez que se metía en su viejo coche deportivo, y

siguió haciéndolo mientras conducía. Era un tipo habilidoso con la navaja. Suponiendo que el

enano aquel se hubiera cargado a Jeanne Dennis, por lo que fuese, al ver que llegaba Weldon

intentó cargarle con el mochuelo, ¡y vaya un mochuelo! Pensó que era una posibilidad.

Pero aquello no explicaba cómo habían ido a parar al armario de Jeanne sus dos camisas. Y

tampoco comprendía lo que había oído, aquella puerta cerrándose... y estaba convencido de que

no había sido una ilusión, aunque al final le hubiese dado la razón al capitán, más que nada por

no ponerse en una situación aún más difícil, con una historia tan inverosímil.

Entonces, Weldon se metió por una de las arterias principales de la ciudad, en dirección al

centro.

«Claro que también puede ser que hayan sido dos, Jenson y algún otro —pensó el

periodista—. Pero ¿para qué se entretendría tanto tiempo el segundo, hasta una hora después

de que Jeanne hubiese muerto?»

Su mente se movía como el mecanismo oxidado de un reloj fuera de uso. Vio un bar,

aparcó donde pudo y entró.

El primer whisky doble se lo bebió de un trago. Luego, fue al teléfono, llamó al periódico y

proporcionó el esqueleto de la historia al hombre que se ocupaba de escribir los primeros

borradores. Ya vestiría él aquel esqueleto más tarde, y añadiría la carne que le faltaba. El Pioneer

era un diario vespertino, y la última edición de la mañana no estaría lista hasta el mediodía.

Cuando acabó, el otro le pidió que no colgara:

—Brand está aquí, y quiere hablar contigo. No te retires.

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Weldon enarcó sus espesas cejas. Peter Brand, el director, no solía quedarse tanto tiempo

en la sala de redacción y siempre se iba en cuanto la última edición del día se hallaba lista, a no

ser que ocurriera algo gordo.

—¿Dave? ¿Dónde has estado? ¿Qué pasa? —El editor no parecía muy contento—. Nos

están llegando unos rumores muy feos, que te relacionan con un crimen.

El periodista suspiró. Luego, contó al director lo que había sucedido.

Su interlocutor refunfuñó:

—¡Sí que la hemos hecho buena! ¡Cuando el Times se entere, se va a chupar los dedos! —

Su voz sonaba un tanto fría—. No veo qué se puede hacer por ahora. Cena y pásate luego por

aquí. Yo te esperaré por si surge algo. Y... ¿Dave?

—¿Sí?

—No abras la boca si te encuentran los muchachos del Times. Y menos aún si ves a alguien

de la radio o de la televisión...

Brand colgó.

Perjurando en voz baja, Weldon también dejó el teléfono, aunque con mayor violencia. Le

hizo una seña al camarero.

—Póngame una botella y un vaso. —Apoyó los codos contra la barra y miró con interés, el

vaso lleno otra vez, pero en él no encontró ninguna respuesta.

¿Qué sabía de Jeanne Davis? En realidad, muy poco. La había conocido dos semanas

antes, en una fiesta que daban en una suite de uno de los grandes hoteles de la ciudad. El

anfitrión era el congresista de su distrito; y los invitados, algunos de los propietarios de los

periódicos y de las emisoras de radio y televisión más importantes de la ciudad. También se

encontraban allí unos cuantos políticos, y cualquiera que estuviese interesado en comer unos

cuantos sandwiches y tomarse una copa o dos gratis.

Weldon fue porque Peter Brand le había insistido en que asistiera. El director y su mujer

también estaban allí, ya que el congresista y él eran buenos amigos. Al cabo de un rato, la fiesta

degeneró y tanto el excesivo ruido como la demasiada cantidad de alcohol aconsejaron a

Weldon una retirada estratégica.

Al llegar a la puerta, una voz de mujer le dijo entre risas:

—¡Hola, señor Weldon! ¿Huyendo del caos?

El periodista miró con interés a una mujer que nunca había visto, pero que merecía a todas

luces que se la contemplara con detenimiento.

—Hola... yo... ¿nos conocemos?

—Ahora sí —respondió ella—. Soy Jeanne Dennis. Uno de mis amigos de ahí dentro me

ha dicho quién eres. Quería decirte que me encanta la serie de artículos que estás escribiendo en

tu periódico.

Weldon tosió, algo que su timidez le obligaba a hacer cuando no sabía qué decir.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—Gracias.

Jeanne y él estuvieron conversando unos minutos, o más bien gritándose, que era el único

modo de hacerse oír por encima del ruido reinante en la fiesta. Descubrió que ella había

acudido allí con su hermano, el cual tenía relación con una agencia de publicidad que había

trabajado para el congresista.

—Francamente —dijo Jeanne, y acompañó sus palabras con un gracioso encogimiento de

hombros—, ojalá me hubiese quedado en la cama. Esto es una casa de locos.

El periodista, impulsivamente, le preguntó:

—¿Quieres largarte? Te puedo llevar a casa, o...

Ella vaciló, echó una vaga mirada a su alrededor, vio la estancia llena de humo y ruido, y

aceptó:

—Bueno, vale.

Se abrieron paso a través de los distintos grupillos que abarrotaban la «suite». Al llegar a

la puerta, Weldon miró hacia atrás. Peter Brand se hallaba de pie, junto a la mesa de los

refrescos, mirándole. El joven levantó una mano y la agitó en señal de despedida, pero el

director frunció el ceño y le dio la espalda.

En el corredor del hotel, Weldon exclamó:

—¡Guau! Me alegro de irme. ¿Y tu hermano? ¿No le esperas?

Jeanne soltó una risita:

—¡Bah! Ya se las arreglará. Estará bien.

Algo en el tono de su voz obligó al periodista a mirarla a los ojos. Pero no era asunto suyo.

Ella no tenía mucha prisa por llegar a casa, ya que se pararon en un drive—in a tomarse un

sandwich y un café cada uno. De aquella conversación, Weldon averiguó que ella llevaba poco

tiempo en la ciudad y que trabajaba de secretaria en uno de los edificios de oficinas del centro.

—La verdad es que esto no me va —aseguró Jeanne—. Todo es demasiado grande y hay

mucho ruido. Yo soy una chica que viene de una ciudad pequeña.

Mirándola detenidamente, el periodista hubiese dudado antes de llamarla «chica». Debía

tener unos treinta años pero se conservaba muy bien.

Más tarde la acompañó a su casa; ella no le pidió que entrase. Sin embargo, accedió, con

evidentes muestras de placer, a cenar con él y ver alguna película en el cine la noche siguiente.

Después de aquello, habían salido un par de veces. Jeanne nunca le volvió a hablar de su

vida privada. De hecho, procuraba cambiar de tema en cuanto Weldon le hacía alguna pregunta

sobre el pasado. Había otra cosa que no le había preocupado mucho entonces pero que le

intrigó en todo momento: de vez en cuando sorprendía en ella una expresión de aburrimiento o

acaso de cansancio. Pero, si no disfrutaba, ¿por qué iba a querer salir con él? Desde luego, no

porque fuese bien parecido, que no lo era, ni por el dinero, que tampoco tenía.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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El periodista había estado en el apartamento de Jeanne sólo en dos ocasiones antes del día

del crimen. Pero jamás habían llegado a nada, sólo unos cuantos besos y unas caricias inocentes.

Y, por supuesto, él no había dejado ninguna camisa allí...

De esta forma se hallaban las cosas aquel viernes. Sorprendentemente, ella le había

llamado al periódico y, por el tono de su voz, le pareció a él que estaba nerviosa cuando le pidió

que se pasara aquella tarde por su apartamento a tomar una copa.

Pero, en el último momento, Peter Brand le encargó un reportaje que le había llevado casi

una hora. Esto le obligó a llegar al apartamento de Jeanne a las cinco, en lugar de a las cuatro,

como tenía planeado.

El periodista echó una mirada a la botella que tenía frente a él. Estaba medio vacía. Un

trago más y se hallaría en condiciones de aguantar la marea en el Pioneer. Seguía en el bar.

El forense había afirmado que la muerte se había producido hacia las cuatro. Si él hubiese

llegado puntual a la cita, ella todavía estaría viva.

Weldon salió del local y fue con el coche hasta el centro de la ciudad, donde se alzaba el

edificio del Pioneer. Dejó el vehículo en el aparcamiento de la esquina y fue caminando hasta la

entrada principal. El cielo estaba encapotado y en el aire se respiraba la tormenta. Anochecía.

Una vez en la sala de redacción, situada en el tercer piso, se dirigió al habitáculo

acristalado del director.

Peter Brand se encontraba sentado ante su mesa de despacho, reclinado contra el respaldo

de la butaca y mirando al techo. Era un hombre alto, ya bien entrado en los cuarenta, con una

cara triste y melancólica y un cabello negro cuyas patillas empezaban a encanecer. Vio a

Weldon y le dijo:

—Pasa y siéntate, Dave.

El periodista se acomodó frente al director, con la enorme mesa de despacho entre ambos.

Encendió un cigarrillo. El whisky se le había subido a la cabeza y se dio cuenta de que no había

probado bocado desde la mañana. Miró a Brand en silencio, esperando.

—¿La has matado tú?

—¡No, claro que no!—respondió Weldon—, Salí con ella unas cuantas veces. Eso es todo.

Nada serio. En realidad, apenas la conocía.

—Ya veo —susurró Brand—. Bien, tengo ahí fuera a un hombre y a un fotógrafo

trabajando en este asunto. El capitán Snyder no suelta prenda. Ha dicho que «cabe esperar un

arresto en las próximas horas pero que, de momento, no hay declaraciones». Ya sabes.

El joven periodista se agitó en la silla. Estaba incómodo. Se preguntó lo que Brand estaría

pensando en aquel momento. Seguro que nada bueno.

—Pete, lamento todo este lío —se disculpó Weldon—, pero es una de esas cosas que le

pasan a uno sin enterarse...

El director soltó una carcajada.

—Sí, claro, algo casual. Seguro que con eso tranquilizo a mi mujer.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Su interlocutor refunfuñó en silencio. El Daily Pioneer pertenecía a la esposa de Brand, Iris,

que lo había heredado de su padre, junto con una buena suma de dinero. En la práctica, no

obstante, Brand era el jefe.

Pero aquello no significaba que Iris careciese de voz y voto en los asuntos del periódico.

Todavía no había soltado las riendas del negocio y cualquier asunto que pudiera enturbiar su

brillante posición social la enojaba, y mucho.

Weldon preguntó en voz baja:

—¿Prefieres que dimita voluntariamente o espero a que me eches?

Brand se miró las palmas de las manos.

—De momento, vamos a dejar las cosas como están. —Se arremangó la mano izquierda

para ver la hora—. Tengo que irme. Esta noche tenemos invitados.

—De acuerdo. —Weldon se puso en pie lentamente—. Yo...

En aquel momento, Brand explotó:

—¿No se te ocurre nada sobre el caso? Algo que la mujer te haya podido decir; una

referencia pasajera a un novio anterior; una razón que explicara su miedo... No sé, un motivo

lógico...

—No, Pete. Nada de lo que desearías.

El director echó hacia atrás la silla y se levantó. Sus ojos oscuros incomodaban a Weldon.

—Ojalá pudiera confiar en ti plenamente, sentirme seguro de que no tienes absolutamente

nada que ver con todo este lío.

—Te estoy diciendo que no fui yo. ¿De qué me iba a servir hacer una cosa así? Te juro que

sé tanto de esto como tú.

Abandonaron juntos la oficina, bajaron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo. Afuera, las

nubes habían crecido y cubrían el cielo, amenazando lluvia. Cayeron unas gotas mientras

doblaban por la esquina en dirección al aparcamiento.

Brand se detuvo al lado de su automóvil, que era de los grandes y lo cuidaba como a un

hijo.

—¿Adónde vas ahora —preguntó, abriendo la portezuela.

—Supongo que a casa. A esperar que Snyder venga con las esposas preparadas.

—Muy divertido —se quejó el director. Meneó la cabeza, se metió en el coche y salió del

aparcamiento.

Weldon fue hasta su viejo deportivo. En aquel instante, arreció la lluvia. Hacía juego a la

perfección con lo que él sentía. Estuvo un rato conduciendo por la ciudad al tuntún. Luego, fue

a casa. Su «hogar» consistía en dos habitaciones y un baño en un apartamento que no había

conocido la escoba, la fregona o el estropajo en todos los días de su vida; estaba situado al final

del distrito de los negocios.

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Entró allí, encendió las luces y miró a su alrededor. Fue a su habitación y abrió el armario.

De un vistazo se dio cuenta de que faltaban dos camisas, las que habían estado colgadas en un

extremo. No tenía ni idea de cuándo se las habían robado.

Al darse la vuelta, observó la ventana que daba a la escalera de incendios; jamás se

preocupaba de cerrarla. Cualquiera que quisiera entrar o salir por allí podía hacerlo fácilmente:

la ventana abierta equivalía a una tarjeta de invitación o a un cartel de bienvenida.

Pero ¿para qué? ¿Acaso con la intención de que diese la impresión de que Weldon y

Jeanne eran algo más que amigos? Porque uno no va dejándose camisas en casa de los

conocidos... Y así, en el caso de que la policía aceptara la idea de que la muerta y él fueran

amantes, la tesis que le inculpaba del asesinato resultaba mucho más probable; ya fuesen celos,

odio o cualquiera de las otras aberraciones que nacen de los líos amorosos ocultos.

Lo único que estaba claro era que el asesino le conocía; o por lo menos sabía cosas suyas,

como dónde vivía y que Jeanne y él habían salido juntos unas cuantas veces. Por algún motivo,

a aquél le interesaba demostrar que Weldon mantenía una relación muy estrecha con ella, y

pretendía colocarle el muerto.

Weldon se puso a registrar minuciosamente su apartamento, para ver si se le había

«perdido» alguna otra cosa. Pero, a primera vista, todo se encontraba en orden. De todos

modos, él no era lo que se dice un buen «amo» de su casa. Aunque una docena de personas se

hubieran metido allí a celebrar una fiesta, él sería incapaz de notar ninguna diferencia.

Se acordó de la única vez que Jeanne había subido allí. Quería ver dónde vivía. Una breve

mirada le bastó para comentar:

—¿Es que ha pasado por aquí un tornado?

En todo caso fue un comentario formulado con buen humor. No obstante, el periodista

musitó una vaga excusa y se la llevó de la casa tan pronto como pudo...

Los efectos beneficiosos del whisky que se había tomado antes ya se le habían pasado.

Sentía náuseas, y le empezaba a doler la cabeza. Destapó un quinto de bourbon, se sirvió un

vaso, cuando de pronto sonó el teléfono. Pasó a la sala con desgana y descolgó el auricular.

—¿Sí? —preguntó fatigadamente.

—¿Weldon? ¿Es usted? Aquí Snyder.

—Ideal —comentó Weldon con amargura.

—Vamos, tómeselo con calma. ¿Qué grupo de sangre es el suyo?

—El cero. ¿Por qué?

—Un muchacho con suerte. Lo comprobaremos y, si no es cierto, se la cargará. Pero...

El periodista le interrumpió.

—¿Le importaría decirme de qué está hablando?

—Ese pequeño trozo de uña que los chicos encontraron en el apartamento de Jeanne... en

la alfombra del dormitorio... Bueno, pues la uña pertenece a la mujer. Tenía rastros de sangre y

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algún fragmento microscópico de piel. Sangre del tipo AB. No corresponde con el de la chica.

Así que...

—¿Se le ha ocurrido por casualidad analizar la sangre del idiota del conserje, ese tal

Jenson?

El capitán soltó una risita sarcástica.

—Pues sí. Primero, no le hizo ninguna gracia tener que quitarse la camisa. No presentaba

ninguna señal... al menos reciente. Y cuando le pinchamos el dedo para lo de la sangre, casi le

da algo. Pero es del mismo tipo que el suyo, le guste o no, Weldon. ¡Del cero!

—¡Qué pena, hombre!—exclamó el periodista—. ¿Y ahora qué? ¿Ha encontrado al

hermano de Jeanne? Ya le hablé de él.

—No, no lo hemos localizado. En realidad, me parece que ni siquiera existe. Acabamos de

comprobar que no trabaja en la agencia de publicidad relacionada con nuestro congresista;

tampoco en ninguna otra agencia de las que hemos investigado.

Weldon consideró aquello un momento.

—Estoy empezando a pensar que Jeanne Dennis tampoco existía.

—Es curioso pero, en eso, estamos de acuerdo. No había nada en su apartamento o en su

bolso... ningún documento que nos sirviese para identificarla. Ni un carnet de conducir, ni una

carta, ni una factura; nada en absoluto, excepto una pequeña maleta que encontramos en el

armario con unas iniciales grabadas. Pero éstas son «L. N.», no «J. D.». Y había algo más en la

maleta... ¡mil cuatrocientos dólares y pico, en metálico!

—¡Mil cuatrocientos pavos!

—Todavía no está usted libre de sospecha, Weldon; le aconsejo que no piense en hacer

planes para abandonar la ciudad precipitadamente. —La voz del capitán se endureció—. Pero

supongo que puede sentarse ante la máquina de escribir, para redactar uno de sus bellos

artículos sobre las torturas a que la policía somete a los ciudadanos; y sobre la estupidez

generalizada de nuestros agentes. Lo último que escribió sobre el departamento me encantó. De

verdad.

El capitán colgó. Weldon se quedó mirando al teléfono, que aún sostenía en la mano. Con

una sonrisa forzada, lo colgó a la vez que echaba mano de la botella de bourbon. Se iba sintiendo

mejor, en más de un sentido. De repente, le entró un hambre de lobo.

Se dio una ducha rápida, se afeitó, se vistió y, cuando estaba cerrando la puerta del

apartamento, oyó el teléfono.

—¿Y ahora qué?

Descolgó y oyó una voz que decía asustada:

—¿Dave Weldon? Oiga, Weldon, tengo que verle. Enseguida.

—¿Quién es?

—Al Jenson... Ya sabe, nos hemos visto esta tarde. Siento lo que ha pasado, pero tiene que

ayudarme. Usted es el único que puede. No debo ir a la policía, ya no. Pero...

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—Bueno, cálmese, ¿quiere?

—Sé quién fue el que mató a esa mujer. Antes no estaba seguro; sin embargo, ahora sí. —

Su voz emitió una mezcla de carcajada y sollozo de angustia—. He visto a ese tipo un par de

veces, visitando a la chica siempre de noche. Y esta tarde le he vuelto a ver. Entró por la puerta

de atrás, y subió por la escalera de incendios. Hacia las cuatro. Lógicamente, él no sabía que le

había visto...

—¿A quién, Jenson? ¡Dígame su nombre! —gritó Weldon, apremiándole.

Jenson siguió balbuceando, como si no le hubiera oído.

—Sabía cómo se llamaba. Hace unos días me molesté en averiguarlo. Supuse que alguna

vez podría serme útil. Y luego, esta tarde, cuando usted y yo encontramos muerta a esa mujer,

bueno, pensé que me había llegado una buena oportunidad para un chantaje. Por eso actué de

aquel modo. Le impedí a usted que persiguiera al tipo cuando se escabullía por la puerta de la

cocina. Más tarde, en el momento en que la poli se largó, le telefoneé para decirle que le

convenía venir a mantener una charla conmigo. Llegó hace una hora, más o menos. No intentó

disimular. Fue al grano, y me preguntó cuánto quería. Y me hizo una oferta...

Entonces, Jenson se calló, jadeante. Weldon no dijo nada. Temía que al hombre le entrara

el pánico y colgase. Se cambió el teléfono de oído, y se secó el sudor de la palma de la mano

contra la camisa.

Jenson tragó saliva y siguió:

—Lo que quería... es que le ayudase a echarle a usted toda la culpa. Yo no sé lo que es;

pero usted tiene algo que él necesita como el pan de cada día. Le tiene miedo, ¿sabe? ¡Ah, pero

yo no iba a meterme en eso...! A mí nadie me pringa en un crimen, ¡eso jamás! Se lo dije, y me

sacó una pistola. Me tiró a dar pero yo salí del edificio de un salto y eché a correr, con él

pisándome los talones. Creí que volvería a disparar en cualquier momento, pero no lo hizo,

aunque todavía me venía persiguiendo. Al final, le di esquinazo... Al menos eso creo... Weldon,

ayúdeme.

—¿Dónde está?

—En una cabina, junto a una gasolinera, a dos manzanas del edificio. En la esquina de la

calle 3 y Harvey. Venga...

—Pero ¿quién era, Jenson? ¡Dígamelo!

El conserje gritó de nuevo, al otro extremo del hilo. El periodista titubeó un segundo,

mordiéndose el labio inferior. Luego, colgó y salió corriendo del apartamento.

«Primero, Jenson. Luego, ponte en contacto con el capitán Snyder. ¡Pero el más importante

es Jenson!» —pensó.

Weldon llegó a la esquina de las calles 3 y Harvey en cinco minutos. Pero habría dado lo

mismo que hubiese aparecido allí al cabo de cinco años, por lo que se refiere al conserje.

El periodista aparcó y se acercó caminando a la multitud agolpada en la esquina de

enfrente de la gasolinera, que estaba cerrada. Un coche de policía también acudió haciendo

sonar su alarma. Weldon se abrió paso a través del gentío, hasta que vio la cabina. Los cristales

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de la puerta estaban esparcidos por el suelo y el cuerpo tendido, la mitad dentro y la otra mitad

fuera de la cabina. Un policía de uniforme permanecía inclinado sobre el cadáver.

Un hombre estaba diciendo muy alterado:

—En mi vida he visto cosa igual. Lo mismo que en el cine o en la tele. Yo estaba ahí

enfrente, en el porche de mi casa, y vi al coche ese que se acercaba despacito; se paró en la

curva, y «pam, pam, pam». Como le digo. Y, luego, se metió por aquella calle con las ruedas

chirriando. Y el pobre hombre salió de la cabina dando tumbos...

Weldon no esperó a oír más. Volvió a su coche y, al sentarse, cerró el puño y lo descargó

contra el volante. Después, se alejó.

El sargento de guardia de la comisaría del distrito norte le dijo que el capitán Snyder ya se

había ido a casa. El periodista le dio las gracias, salió del viejo edificio y regresó al coche. Quizá

pillara a Snyder.

Arrancó el motor y se dio cuenta de que no sabía la dirección del capitán. Como su

apartamento estaba a menos de una manzana de donde se encontraba en aquel momento, se

dirigió hasta allí. Subió las escaleras hasta el segundo piso, y entró en su hogar. Tomó la guía de

teléfonos y buscó la letra «S».

Jenson había dicho que Weldon tenía algo que el asesino quería; algo tan precioso por lo

que valía la pena matar. Aquél había soltado un montón de cosas pero sin pronunciar el

nombre del asesino; y, sin este dato, lo demás no servía de nada.

¿O sí? Ese algo... una cosa... el objetivo que el criminal deseaba obtener

desesperadamente... Tenía que ser algo que Jeanne le había dado. Era lo único que tendría

sentido, si no fuera porque ella nunca le había entregado nada.

Weldon echó una mirada en torno suyo. Sí, Jeanne Dennis había estado allí una vez; pero

él había permanecido a su lado todo el rato. Tampoco pudo haber escondido ninguna cosa por

la casa. Aunque, de pronto, recordó un detalle...

Ella le dijo que tenía que ir al cuarto de baño; y en este lugar sí que estuvo sola.

El periodista entró al cuarto de baño, pasando por el dormitorio contiguo. Echó a un lado

la ropa sucia que había amontonada en un rincón. No encontró nada; ni en la bañera de hierro,

ni detrás de ésta; ni en el botiquín, excepto hojas de afeitar, cepillos de dientes y objetos por el

estilo... Aquello era todo lo que había. Sin embargo, la idea había sido buena, le daba un cierto

consuelo.

Cuando fue a abrir la puerta, se fijó en el retrete. Sintiéndose un poco estúpido, fue hacia

él, levantó la tapa del tanque de agua y hurgó con la mano. Y allí estaba, sumergido en las

aguas oscuras, un paquetito envuelto en plástico.

Lo sacó, lo abrió de un tirón y vio que dentro del paquete impermeable había otro y

dentro de este halló un papel cuidadosamente doblado, y algo más... un anillo de oro, que

parecía de boda. Weldon lo examinó, bastante confundido. Desenvolvió el papel muy despacio.

Era una licencia de matrimonio, fechada hacía diez años en alguna ciudad de Maryland, muy

lejos de allí.

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El periodista leyó los nombres que había anotados en el certificado. Uno era el de Lola

Norris. Recordó que se había encontrado una maleta con las iniciales «L. N.» en el apartamento

de Jeanne Dennis.

Y después, el otro nombre, el que correspondía al novio, le saltó a Weldon a la cara. Tuvo

que sentarse en la taza del retrete, mientras lo releía sin poder creerlo.

Las letras estaban bien claras.

—Peter John Brand —pronunció en voz alta.

—Ese soy yo —dijo una voz en la puerta—. No, quédate quieto, Dave. ¡Procura

obedecerme en todo!

Weldon descubrió al director del Pioneer, contempló la pistola que tenía en la mano y,

luego, le miró a los ojos. Brand agitó el arma ligeramente.

—¿Tú? ¿Pe-Pete..? —tartamudeó Weldon—. No lo entiendo...

El cañón de la pistola apuntó al pecho del periodista.

—Dame ese maldito papel. ¡Y el anillo!

Weldon se los entregó, tras una rápida mirada de reconocimiento y Brand se los metió en

el bolsillo de la chaqueta. Aquél agitó la cabeza, aturdido.

—Pero ¿qué...?

—Es un cuento muy sencillo. Corto y sórdido. Hace mucho tiempo, me casé en Maryland

con una muchacha llamada Lola Norris. Al cabo de unos seis meses, me harté de ella.

Y me largué, sin más. Ni siquiera me molesté en solicitar el divorcio. Como sabes, acabé

aquí. Pasó el tiempo. Si alguna vez pensé en ella, fue sólo elucubrando si habría conseguido el

divorcio.

»No tardé en conseguir prestigio en el Pioneer. Y antes de que pasara mucho tiempo, ya me

había enrollado con la hija del jefe...

Weldon se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Por su rostro corrían gotas de sudor.

—Y entonces, ¿qué?

Brand siguió:

—Me casé con la dama. Por suerte, el viejo murió pronto, así que yo tenía resuelto el

porvenir. Pero había subido demasiado. En todos los periódicos se hablaba del nuevo director

del Pioneer, y Lola se enteró. Luego, se las arregló para que algún imbécil le prestara dinero, y se

vino para acá. Se hacía llamar Jeanne Dennis; pero se trataba de mi adorada Lola. No se había

divorciado, lo cual me convertía en bígamo. ¿Te imaginas la cara de mi mujer si se hubiera

enterado? Le di un montón de pasta a Lola para que se estuviera calladita, pero no le duró ni

dos meses y, si no se le acabó, quiso más. El resto te lo puedes imaginar. Su ambición no tenía

límite; exigía más y más...

Entonces, Brand trató de sonreír; pero le salió forzada la mueca.

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—Bueno, pues tenía que largarse. Pero, al final de la fiesta del hotel, me dijo que guardaba

un as en la manga. La vi contigo aquella noche. Terminé por creerla cuando me dijo que te

había dado un sobre cerrado, con instrucciones para abrirlo en caso de que algo le pasara, que

incluía nuestra licencia de matrimonio y el anillo de boda...

Weldon le interrumpió:

—Ella nunca mencionó ese asunto...

El director asesino suspiró.

—Sí, eso lo sé ahora, pero demasiado tarde. Échale la culpa a Lola... o a Jeanne, como

prefieras llamarla.

Brand hizo un gesto de ir a apretar el gatillo.

—¡Espera!—gritó el periodista—. Deja que me fume un cigarrillo.

Brand frunció el ceño. Bajó el revólver un poco.

—Vale. Será el último de tu vida.

Weldon sacó un paquete del bolsillo y se metió un pitillo entre los labios. Lo encendió

como pudo, con manos temblorosas. El corazón le daba unos saltos que parecía que se le iba a

salir del pecho. Si sólo por un instante Brand bajase la guardia...

Mientras, el director estaba diciendo en tono informal:

—Por teléfono mantuve una breve conversación con Lola esta mañana; y me dijo que

había quedado contigo para tomar una copa en su apartamento. Supuse que iba a irse de la

lengua. Seguramente te contaría lo del paquete en el tanque de agua del retrete.

El director asesino se rió.

—¡Mira que meterlo ahí! Anoche revolví toda la basura que tienes en esta ratonera; fue

cuando vine a por las camisas. Y se ve que hurgué por todos lados menos donde se encontraba.

—¿Y para qué querías las camisas? —preguntó Weldon.

—¡Ah, eso! Pues nada, un pequeño montaje teatral. Me las llevé al apartamento de Lola en

cuanto te encargué el reportaje. A ella le clavé el cuchillo nada más abrirme la puerta; aún le dio

tiempo para clavarme las uñas en el brazo.

Se arremangó el izquierdo. Tenía cuatro arañazos paralelos en el antebrazo. Weldon hizo

un ligero movimiento, y Brand volvió a apuntarle con la pistola.

—¿Listo? Entonces, siéntate. Cuando subí a su apartamento, yo llevaba una camisa de

manga corta. Tuve que ir a casa a cambiarme. Ya ves, tuve que matarla; la acosté en la cama, y

te esperé, Dave. Hasta dejé la puerta abierta, para que pudieras entrar sin problemas. Te iba a

meter una bala en la sien; luego, te pondría la pistola en la mano, y te colocaría junto a Lola.

Una pelea de amantes, seguida de asesinato y suicidio. Pero a ti se te ocurrió traer a esa rata

contigo. Así que no tuve más remedio que salir de allí por la puerta de atrás... Y esperar.

—No habrá sido fácil —resaltó el periodista con un hilo de voz.

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—Y entonces ese Jenson me llamó a la oficina. Pero supongo que quien mal empieza, peor

acaba, ¿eh, Dave?

Weldon trató de humedecerse los labios resecos.

—Así que fuiste a ver a Jenson, y le seguiste cuando te dio esquinazo. Luego, le

sorprendiste hablando conmigo por teléfono.

—Algo así. Bueno, Dave, odio tener que hacer esto, pero ya va siendo hora de que regrese

a casa. Iris podría empezar a preocuparse. Y nosotros no queremos que eso suceda, ¿verdad?

La boca del cañón de la pistola le amenazaba. Ya no había tiempo. Weldon tensó los

músculos, pensando en realizar algún último y desesperado esfuerzo. Pero, de repente, algo

empujó a Brand por detrás. Y éste dio un grito, al mismo tiempo que la bala daba en el techo,

haciendo saltar trozos de cal.

Weldon cerró los ojos. Lo siguiente que vio fue al asesino, boca abajo en el suelo, y al

capitán Snyder arrodillado sobre él para ponerle las esposas.

El oficial de la policía obsequió al periodista con una rápida sonrisa.

—Fui a la comisaría, y el sargento me dijo que me andaba buscando. Como había oído que

se habían cargado ajen— son, pensé que podría haber alguna conexión. Entonces, decidí hacerle

una visita. He llegado hace unos cinco minutos... —señaló a Brand con el dedo—. A éste le

gusta charlar, ¿eh?

Weldon intentó decir algo pero no pudo. Se limitó a agitar la cabeza. Al final, consiguió

hablar:

—¿Me dice usted que ha estado aquí todo este tiempo sin mover un dedo? ¿Y por qué

no...? — Weldon aspiró profundamente; luego, soltó el aire muy despacio—: Ha sido un detalle

encantador, capitán.

—Ya ve —bromeó el policía—. Quería escuchar lo que Brand le contaba. Y, además, me

pareció que a usted no le haría daño sudar un poquito.

—Maravilloso. —Weldon dio un suspiro; y enseguida sonrió—. ¿Qué opina de un buen

filete y un trago de bourbon? —Como el policía asintiera, el periodista dijo—: Pues vamos. Yo le

invito. Conozco un sitio...

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Un mal lazo

Arthur Porges

El mayor Hugh Morley ya llevaba unas cuantas mañanas despertándose al amanecer, para

dejar su cuerpo roto, tras realizar unas maniobras dolorosas y complicadas, en la silla de ruedas

que siempre le esperaba junto a la cama. Allí sentado, a través de la ventana lateral, podía ver a

Goering cuando pasaba junto a la casa, camino del arroyuelo.

La había bautizado él mismo, y el nombre le parecía acertado, pues aquella serpiente de

cascabel resultaba particularmente peligrosa. Siempre llevaba puesto el mismo traje, muy

llamativo, y era algo regordeta. Como la mayoría de las criaturas salvajes, la serpiente era fiel a

sus costumbres y dominaba su propio territorio. Vieja y sabia, o sabia por vieja, o vieja por

sabia, con su casi metro sesenta de longitud y un grosor similar al del brazo de un hombre

adulto, así como con sus diez anillos de buen tamaño, había aprendido a evitar a la gente. Si

tenía que atravesar el rancho, acostumbraba a hacerlo por los lugares menos concurridos. Pero,

lógicamente, desconocía que contaba con un admirador secreto, que había estado siguiendo sus

movimientos con auténtica satisfacción.

Aquel día, la serpiente necesitaba agua; había sido un mal año, con pocas lluvias. Muchos

animales salvajes se habían visto obligados a invadir granjas y jardines en busca del líquido

necesario. Y Goering no podía dejar de pasar cerca de la casa, porque entre su madriguera, que

había encontrado debajo de una roca, y el arroyuelo había un barranco profundo, que le

resultaría, a todas luces, difícil de recorrer, además de suponerle una pérdida de tiempo.

—Aquí llega de nuevo, como un reloj —musitó el mayor a primeras horas de la mañana.

Sabía que con la misma puntualidad el crótalo volvería a media tarde, siguiendo su eterna

ruta... Una excursión un tanto más arriesgada, ya que en esos momentos podría haber alguien

por allí. Pero el tráfico era normalmente escaso en aquellas veintidós hectáreas llenas de maleza,

habitadas tan sólo por Morley, su hermana Grace y Malcolm Lang, su detestable cuñado. Por

eso, Goering no tenía nada que temer. La mujer huiría despavorida, en cuanto el bicho le sacase

la lengua, echando la casa abajo con sus gritos. En ese caso, la serpiente tendría tiempo para

colarse por algún agujero. En cuanto a Lang, lo más probable es que se encontrara tan borracho

que si, por una de aquellas casualidades de la vida, también viese al reptil, seguro que creería

que eran seis.

El mayor tenía muchas razones para odiar a su cuñado, porque Lang, borracho perdido,

tal era su estado habitual, el año anterior, se había salido con el coche de la carretera, a casi cien

kilómetros por hora y, sin disminuir de un modo apreciable la velocidad, se había metido en el

patio delantero de la casa, con tan mala fortuna que había golpeado a Morley, lanzándole por

los aires hasta el granero, que estaba a unos seis metros de allí. Si los viejos maderos de la pared

del granero no hubiesen amortiguado el impacto, la víctima no habría sobrevivido. Y en aquel

instante, atormentado por los dolores que le asaltaban en varias partes y con distinta

intensidad, e incapaz de bajar sin ayuda hasta el segundo piso en el que estaba su habitación,

Hugh Morley no estaba convencido de que, en su caso, la supervivencia fuera una bendición.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Antes del accidente, había sido un deportista muy activo; y el hecho de adaptarse a su presente

vida de invalidez contemplativa le resultaba duro, muy duro. Naturalmente, en este mundo

irracional en el que le había tocado vivir, Lang sólo se había hecho, en el siniestro, una pequeña

herida en la frente. Por lo demás, el vehículo había quedado para el desguace.

Pero el alcoholismo criminal de aquel hombre no había sido sino el último y peor de sus

actos despreciables.

Desde que se casó con Grace, Lang puso la situación difícil al mayor Hugh Morley. Tanto

éste como su hermana habían heredado una buena cantidad de dinero a la muerte de su padre;

pero el mayor, especulador por naturaleza, no tardó en perder hasta el último centavo de su

parte. Después de aquello, no le vino nada mal vivir con Grace, que a sus treinta y dos años

parecía que ya nunca encontraría un marido. El militar debió olvidar que el dinero obra

milagros. Porque ella era grandota, con unos rojos mofletes, y exhibía una naturaleza y modo

de moverse casi bovinos. También resultaba fácil de manejar, y él confió en hacer uso de la

parte económica de su hermana para incrementar la fortuna de la familia... Hasta que apareció

Lang. El mayor no podía probar si fue la herencia o el amor verdadero lo que provocó aquel

extraño romance, aunque él lo tuviese muy claro. De todos modos, nada pudo hacer él para

evitarlo. Grace ya se encontraba en la situación de aceptar encantada la oferta de cualquier

hombre de buen ver, y sin hacer preguntas. Incluso ella llegó a creer que su destino le había

deparado la misión de redimir a Lang Malcolm de la maldición del alcohol. Con todos estos

condicionantes, se convirtió en una víctima fácil. Y las protestas de su hermano no fueron

suficientes para impedir que el borracho fuese desangrando a su esposa, tarea a la que se

entregó casi desde el mismo día de la boda. Por fortuna, el proceso fue lento, tal vez porque

Malcolm abusaba de la bondad de Grace y, luego, bebía a modo de autocastigo. En la mayoría

de las discusiones familiares, ella se ponía de parte de su marido, excepto en la obligación de

dejar a su hermano en la habitación de arriba.

Por el accidente, Morley recibía doscientos dólares mensuales de su compañía de seguros,

y los seguiría cobrando mientras viviese pero, como él necesitaba una clase de cuidados que, de

ser posible obtenerlos, costarían mucho más que esa cantidad, quedaba «esclavizado» a la

necesidad de que alguien se hiciera cargo de él. Forzado por las circunstancias a vivir con el

hombre que le había dejado paralítico, su odio hacia éste no disminuía, sino todo lo contrario.

Encima, asistía impotente al martirio que la indefensa Grace venía padeciendo, por haber

preferido a un maldito borracho antes que la soltería, unida a un hombre embrutecido por el

alcohol y que estaba dilapidando su dinero... dinero que el mayor creía que aún se hallaba en el

ámbito de su responsabilidad, aunque su padre se lo hubiera dejado a ella.

Al cabo de unos meses de soportar aquella desagrable existencia, Morley empezó a jugar

con la idea de que la única salida a su problema era el asesinato. Si Lang desapareciese para

siempre, y de tal manera que ni la más leve sospecha pudiera recaer sobre él o su hermana, la

vida volvería a ser para los dos al menos tolerable. Estando incapacitado para la caza y la pesca,

al mayor todavía le quedaba el consuelo de la Bolsa. Y colocando unas acciones aquí y otras

allá, creía honestamente que podría incrementar la fortuna de Grace que, si bien algo

disminuida, todavía resultaba considerable.

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Sin embargo, para un hombre roto, confinado en una silla de ruedas, el asesinato de un

enemigo móvil, que mantenía permanentemente su distancia, suponía un problema harto

difícil. Es cierto que, al ser un experto tirador, no hubiese tenido ningún problema en meterle a

su cuñado una bala entre las cejas a una distancia no superior a los doscientos setenta metros,

desde la ventana; pero eso significaría una condena segura a la cámara de gas. No, se trataba de

librarse del «indeseable» sin que le apresaran. Y allí era donde Goering iba a intervenir. La cosa

consistía en poner juntos a la serpiente y a su víctima, bajo las circunstancias más convenientes.

Y Morley disponía de un plan de acción que cumplía ambas condiciones.

Aquél sería el día. Grace se iría a la ciudad; y Lang se quedaría en casa. A menos que el

mayor cometiese un error de cálculo improbable, agarraría una curda de impresión. Y él

confiaba en que Goering tuviera veneno en cantidad y con la toxicidad suficiente; y a juzgar por

su envergadura, le debía sobrar. El borrachín no se daría cuenta de lo que le iba a pasar;

además, el alcohol aceleraría el proceso de su muerte, ya que dilataría las venas y distribuiría el

veneno con más rapidez hasta los centros vitales del organismo humano. Y aquello era

importante; no obstante, al inválido le preocupaba que Lang dispusiera de tiempo para entrar

en la casa y dejar un mensaje a la policía, algo que sería incapaz de destruir estando «clavado»

en el piso superior.

Cuando Grace le subió el almuerzo, le indicó lo siguiente:

—Me voy ahora mismo, querido. He dejado algunas galletas; sólo tienes que calentarte el

café que te he preparado y podrás merendar. Si surge algo especial —añadió tímidamente—,

Malcolm se encontrará por aquí. Sólo tendrás que llamarle.

—¡Malcolm!—rugió el mayor, de modo que el borracho le oyese claramente—, ¡Cinco

minutos después de que te hayas ido esa esponja humana ya apestará a vino!

Ella puso mala cara.

—De verdad, querido... Ojalá no hablaras así, porque él se siente tan desgraciado por...

todo.

—¡Ja!—gruñó Morley. Le dio a su hermana unas palmaditas cariñosas en las manos

grandes y carnosas—. No te preocupes por mí. Pásatelo bien en la ciudad. Arrasa las tiendas, y

cómprate todos los vestidos que te apetezcan...

Después de comer con más prisa que de costumbre, el mayor condujo la silla de ruedas

hasta la ventana frontal. Tal como había previsto, Lang salió con una botella del whisky más

caro, y se echó en la hamaca que se encontraba a pocos metros de la casa, allá donde la sombra

del eucalipto moderaba el calor del sol de mayo.

«La primera pieza del juego ya está situada en su puesto» —se dijo Morley aliviado.

Si su cuñado hubiese decidido beber dentro de la casa, su propósito tendría que aplazarse

para mejor ocasión.

Después de echarse cuatro buenos tragos, Malcolm miró hacia arriba, en busca del

paralítico, y gritó:

—¡A mí nadie me dice cuándo tengo que beber!

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Pero ya se le iba trabando la lengua.

«Ni siquiera prueba bocado —pensó el mayor, regocijándose ante tan beneficiosa

realidad—. El gorrino va a estar listo para la matanza antes de lo previsto. ¡Ya puedo oler las

morcillas, los jamones y las longanizas que me va a proporcionar!»

Los pronósticos se cumplieron muy pronto. Lang se quedó dormido en la hamaca, con el

rostro colorado, roncando estertóreamente y olvidado del mundo. Parecía bastante improbable

que incluso la muerte le sacara del limbo en el que, por anticipado, se encontraba. Y Hugh

Morley confió en que el corazón se le parara sin haberse despertado...

Goering llegó una hora después, de vuelta del arroyo y en una expedición de caza. El

mayor se encontraba listo, sentado junto a la ventana lateral. Sostenía en la mano una caña de

pescar de dos metros y medio, provista de un carrete con ocho kilos de hilo de nylon. Con

mucho cuidado había hecho un lazo corredizo en la punta y éste, aunque estaba abierto, se

cerraría en cuanto Morley pegase el oportuno tirón.

Pero no parecía que Goering se comportase igual que siempre. Efectuó varias paradas

desacostumbradas; y, de vez en cuando, elevaba su cabeza ominosa y aplanada para prever

incidentes. Por dos veces hizo sonar su cascabel y se retorció sin una causa aparente.

«Bueno —pensó el inválido—. Cuanto más irritable, mejor.»

Aquello le obligó a hacer acopio de todas las habilidades que le quedaban, para manipular

la caña a través de la ventana. Un pequeño error, y todo se iría al traste. Pero el juego que debía

conducir a un homicidio no era lo mismo que lanzar un pequeño corcho a muchos metros de la

orilla. Por el contrario, tuvo que colocar el lazo justo delante de la serpiente, que se irguió

iracunda, haciendo sonar su cascabel mientras se arrastraba. Fue la oportunidad que Hugh

Morley esperaba, y no la desperdició. De un tirón, digno de un experto trampero, le metió el

lazo por la cabeza a la serpiente, unos treinta y cinco centímetros, y la atrapó.

El enorme reptil luchó, atónito, contra el misterioso enemigo que así le maltrataba, pero el

inválido se mantuvo firme; luego, manejó con pericia el carrete, soltando o recogiendo hilo,

según fuera menester, con el fin de alzar a Goering. Entonces, ¡legó la parte más delicada.

Necesitaba meter a la serpiente por la ventana lateral y, más tarde, dejarla caer por la delantera,

sin sufrir el veneno mortal de su mordedura.

Se echó hacia atrás con la silla de ruedas, e introdujo la carga fatídica con cautela. Después

giró siguiendo los ángulos justos, hasta que consiguió arrojar rápidamente a la serpiente por la

otra ventana.

«La vieja Goering pesa lo suyo —pensó el mayor—. Como mínimo, siete kilos.»

Se acercó al marco de la ventana, aprovechando toda la longitud de la caña. Por fortuna,

por aquellas fechas, tenía los brazos incluso más musculosos que antes del accidente, pues

habían añadido a su natural oficio el hecho de actuar como piernas. Y así fue capaz de dejar caer

al reptil justo en el respaldo de la hamaca. Luego, respiró hondo y titubeó un momento. Si por

una casualidad Malcolm volvía en sí, o aparecía algún testigo inesperado, siempre le quedaría

el recurso de decir que se trataba de una broma... que sólo pretendía darle un susto y que, por

supuesto, no tenía la intención de permitir que la serpiente se acercara demasiado...

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Sin embargo, una vez que Goering mordió a Lang, el mayor siguió pensando: «Todavía

puedo alegar que la broma me salió mal, que cometí un error de cálculo...».

Entonces recordó el horror del accidente, las semanas de agonía y el cuerpo roto que en

aquel momento le mantenía impedido en una silla de ruedas. Lang se lo había buscado;

además, jamás sabría quién había sido su verdugo, por lo que su destino era mejor que el de su

asesino...

Poco antes, el reptil había caído sobre el pecho del borracho, retorciéndose, zumbando,

asomando y escondiendo su lengua bífida. En cuanto se dio cuenta de que tocaba superficie

firme, lanzó su cabeza hacia adelante como un rayo y mordió. Hizo blanco dos veces: primero,

en el cuello de Lang; y luego, en el rostro. A pesar del resentimiento que Morley sentía por su

víctima, ante aquel espectáculo, palideció y las manos le temblaron. Pero Malcolm nunca llegó a

saberlo. Borracho perdido como estaba, hizo un gesto como para espantar a una mosca y volvió

a caer en los brazos de Morfeo. Mientras, el mayor, cuya palidez iba adquiriendo un tono

verdoso, dejaba que Goering le mordiera a su cuñado una vez más. Aquello bastaría. Poco más

tarde, Lang adquirió un aspecto horrible; su cuerpo se retorció convulsivamente, a la vez que el

veneno fluía por sus dilatadas arterias. Ya nunca recobraría la conciencia, aunque aquél era un

estado del que apenas había gozado en vida.

Entonces, se presentó la parte más difícil del plan homicida. El mayor también disponía de

un palo de un metro, al cual había atado una navaja de bolsillo con la hoja abierta. Debía

recoger el carrete para alzar a la serpiente y, luego, cortar el lazo. De ninguna manera podía

eliminar al reptil, porque nadie se iba a tragar el cuento de que Lang había tenido la

oportunidad de matarlo. Si hubiera estado tan sobrio como para levantarse de la hamaca,

entonces Morley podría haber acuchillado al reptil para dejar el palo con la navaja junto al

cadáver. Pero tal y como estaba el cadáver, tumbado en la hamaca, resultaba imposible deducir

que hubiera intentado defenderse de su atacante. Tampoco existía la posibilidad de echar el

cuerpo al suelo por medio de un anzuelo, porque luego no habría modo de esconderlo. Y eso le

llevaría a Hugh Morley directamente a la cámara de gas.

Poco a poco, subió a la cautiva Goering hasta la ventana. Debía colocar la caña de modo

que quedase sujeta a la silla de ruedas; después, sostenerla con una mano mientras con la otra

manejaba el palo de la navaja. Pero el gran reptil dio una repentina y poderosa sacudida con su

musculoso cuerpo; al inválido se le escurrió el extremo de la caña de pescar, golpeándose ésta

con fuerza contra el alféizar, y el hilo se rompió. La serpiente cayó a tierra, con el lazo todavía

sujeto por la mitad de su cuerpo alargado. Por último, se escapó apresuradamente.

Mientras el reptil se alejaba, Morley siguió perdiendo color hasta que se quedó tan pálido

como un espectro... ¡Si alguien encontraba a la serpiente, con el lazo de hilo de pescar...!

Súbitamente, el inválido se relajó. Pensó en las ventajas del «pecado original», ya que Dios

condenó a las serpientes a arrastrarse por siempre jamás. Y aquella maldición divina le

ayudaría, porque el hilo pronto se rompería por el constante rozamiento del arrastre; y eso si

Goering, enrabietada, no lo rompía antes con sus colmillos.

De todas formas, a Morley le habría gustado deshacerse del resto del hilo, de modo que

nadie pudiera relacionar «los cabos sueltos», y nunca mejor dicho. Claro que resultaría absurdo

pedir a Grace que lo escondiese; y tampoco lo podía echar a la basura para que lo quemaran,

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inmovilizado allí arriba como estaba; además, aquel material no ardía bien, pues se limitaba a

fundirse y arrugarse. No, tendría que quedarse con él; pero el riesgo era mínimo. Nadie

encontraría a Goering con el fragmento de hilo de pescar...

Sólo había un pequeño punto débil en todo el plan. Alguien podría sorprenderse de que

una serpiente mordiera en la cara a quien estaba en una hamaca, tumbado a algunos

centímetros del suelo. Pero, de todos modos, el respaldo se hallaba muy bajo, y una serpiente de

buena envergadura podría llegar hasta allí. El hecho de que ninguna «acostumbrase a atacar si

no la molestaban» era algo extraño; pero jamás constituiría una prueba absoluta. Y lo más

importante, por mucho que se sospechara de las circunstancias de la muerte de su cuñado,

tanto él como su hermana se hallarían a salvo... ella, porque estaba lejos de allí, en la ciudad; y

él, debido a que se encontraba confinado en su cuarto del primer piso de la casa. Además, la

utilización de una caña de pescar resultaba algo demasiado sofisticado, que nunca entraría en

las deducciones del más astuto de los comisarios.

«Es una pena, eso sí, que no pueda evitar a mi hermana la impresión del descubrimiento

—pensó el mayor—, Pero si telefoneo a la policía para informar de la muerte de Lang, se me

exigirá que explique cómo lo hizo la serpiente. Y mejor será que no me arriesgue con una

pormenorización detallada del incidente. Tampoco puedo saber si está muerto, ya que no sería

fácil determinar ese punto desde aquí. Así que todo se lo dejaré a la pobre Grace.

Afortunadamente, es de naturaleza plácida y lo superará. Tampoco se ha perdido tanto, digo

yo.»

Como era presumible, cuando Grace llegó, se produjo una escena bastante triste, ya que se

encontró a su marido muerto en la hamaca y exageradamente hinchado. Pero la expresión del

difunto era tranquila; es posible que el alcohol hubiese acelerado un final que le sobrevino sin

dolor.

Y el comisario, desde que llegó, se mostró muy confuso respecto al caso.

—No me entra en la cabeza que una serpiente ataque a un hombre que está tranquilo en su

hamaca, despreocupado del mundo... A no ser que Lang la molestase, arrojándole una piedra o

algo parecido. E incluso en ese caso... no sé, no sé. —Repentinamente su expresión se

endureció—. ¡Este año hay demasiados reptiles en la región! Pasado mañana limpiaremos las

zonas más peligrosas. Supongo que no les importará que incluyamos su rancho en la cacería.

Los Lawson me han dicho que están de acuerdo, lo mismo que los Wilerson y los Harper.

—No creo que sea el momento... —se apresuró a decir Morley.

Pero Grace le interrumpió al comentar:

—Por supuesto... ¡Ojalá se le hubiera ocurrido a-antes d-de que el po-pobre Malcolm...!

Y se puso a llorar otra vez.

—¿Qué estaba usted diciendo? —preguntó el comisario, mirando al mayor.

—Nada. Pensaba que podríamos evitar a mi pobre hermana el follón que se organizará,

con todo el mundo dando gritos y golpeando ramas; pero...

Se encogió de hombros. Si es que atrapaban a Goering, cosa que dudaba, ya se le habría

caído el lazo. De todos modos, no se atrevió a protestar más.

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—Bien, entonces quedamos de acuerdo —se despidió el comisario—. Supongo que eso es

todo por ahora.

Mientras éste se alejaba con el coche, Morley se quedó pensativo; sin embargo, enseguida

se animó. No sospechaba nada el poli, aquello era evidente, aunque le chocaban un poco las

especiales circunstancias del caso, tan inusuales. En cuanto a la cacería, era una pena que Grace

la hubiese aceptado tan deprisa. Sin duda iban a matar a un montón de reptiles, muchos de

ellos inofensivos; pero los más veteranos, como Goering, se quedarían sanos y salvos en lo más

profundo de sus madrigueras. Y, además, el viejo crótalo no iba a arrastrar el hilo más de

veinticuatro horas, antes de que la cacería comenzara. Para entonces, el acusador fragmento de

nylon no sería sino detritus y basura.

Hacia las tres de la tarde de la gran cacería de serpientes, el tropel de hombres jóvenes

llegó al rancho Lang. La mayor parte de ellos venían armados con azadas o palos, pero a

algunos de los viejos, los más responsables, se les permitía llevar escopeta. Se dispersaron en un

gran arco por entre la maleza, gritando, dando golpes con sus palos y acabando con todo lo que

se les ponía por medio. Los que iban a la cabeza parecían sentirse seguros, calzados con sus

altas botas. Cubrieron el área durante dos horas; finalmente, el ruido se perdió en la distancia, a

medida que se acercaban al rancho de Harper. La batida había terminado para Grace y el

mayor.

Ella se encontraba algo deprimida pero relativamente tranquila. Nunca había esperado

mucho de la vida; y en aquel instante, de repente, se daba cuenta de las ventajas de contar con

un tiempo libre, dinero y sentimientos propios... sobre todo esto último.

Morley también se sintió mejor. Su vieja y cálida relación con Grace se restablecería

pronto, lo sabía; y en el futuro podría alejarla de cualquier cazador de fortunas. Antes de que

Lang apareciese, algunos de los vecinos del lugar se habían insinuado a su hermana pero, salvo

el comisario, no reunían la categoría suficiente, ni tan siquiera para Grace, que no colocaba el

listón muy alto en este terreno. La verdad es que el comisario nunca tuvo oportunidad de

aprovecharse de su ventaja. Malcolm Lang era más joven, e indiscutiblemente más apuesto;

además, se adelantó a todos. Por otra parte, el representante de la ley ya estaba casado, lo que

supuso un alivio para Morley.

«¡Deja que alguno de los otros payasos se acerquen y verán lo que es bueno!», pensaba

éste. Sabía lo mucho que se jugaba, y estaba dispuesto a seguir jugando sucio si fuera necesario.

A la mañana siguiente a la batida, el inválido se llevó una sorpresa desagradable. El

comisario Dawson subió a su cuarto, a visitarle... por un asunto privado, según le había dicho a

Grace, que se quedó abajo.

—Buenos días, oficial —dijo el mayor, muy tranquilo en apariencia—. ¿Qué le trae por

aquí de nuevo?

—Bueno —dijo el recién llegado mientras sus ojos grises recorrían la habitación hasta

detenerse en el armario—; encontramos algo interesante en la batida de serpientes. A los demás

no les llamó la atención; pero a mí sí... Espero que me comprenda; yo seguía dándole vueltas al

motivo que habría tenido una serpiente para atacar a un hombre borracho en una hamaca.

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Morley sintió una fuerte descarga de adrenalina, y de otras hormonas, en todos sus

órganos internos, pero su rostro impasible no le delató... o eso creyó él.

—Lo que sucede —expuso el mayor con voz cansina—, es que los animales no obedecen

nuestras reglas, ¿sabe? Unos cuantos individuos sentados en un aula deciden lo que las

serpientes pueden hacer, pero nadie se lo cuenta a ellas. ¿No es así? Usted es un hombre del

campo, por lo que habrá visto las locuras que los animales hacen de vez en cuando.

—Lo que no hacen es llevar un lazo de nylon —respondió el comisario secamente—.

Encontramos una piel de serpiente. El reptil que la llevaba debió mudarla en los últimos dos

días. ¡Y qué me cuelguen si no llevaba un trozo de hilo de pescar! Es más, uno especial para

tiburones. He oído que usted era un experto en pesca de superficie, ¿me equivoco?

El corazón del mayor aceleró el ritmo de los latidos. Las cosas se estaban poniendo feas,

repugnantes.

—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó, manteniendo un tono de voz calmado.

—Estaba pensando que, si yo echara una ojeada a ese armario, podría dar la casualidad de

que encontrase el hilo de donde salió el lazo. Parecía que se había roto.

Morley estaba furioso, aunque su expresión no le traicionara. ¡Qué estúpido había sido!

Goering se portaba de una forma tan rara, y hasta le había notado un color extraño. Cualquier

cabeza de chorlito habría adivinado que la serpiente estaba a punto de mudar la piel. El plan

podría haber esperado para mejor ocasión. Pero, claro, ¿cómo iba a saber que el hilo se le

rompería? No era más que un golpe de mala suerte; cosas que pasan y que uno no puede

predecir ni controlar.

—¿Y en qué situación me deja todo esto?—preguntó, mirando al comisario de frente—.

¿Estoy arrestado? ¿Qué piensa hacer?

—Yo sé cuál debería ser mi conducta —dijo Dawson.

Pero la ambigüedad de su respuesta chocó a Morley más que el peligro que le acechaba un

momento antes.

—Su hermana es una buena mujer—reconoció entonces el comisario—. Después de haber

perdido a Lang, si le juzgásemos a usted por asesinato, le destrozaríamos. Le perdería a usted

también; reconozca que le tenemos atrapado, con la piel, el hilo, el móvil que utilizó para matar

a Lang. Sí, ella es una mujer muy buena; y este rancho lo considero excelente. Seguramente, no

ha oído usted hablar de que mi mujer ha pedido el divorcio. —Estaba utilizando un tono

abstracto a la vez que miraba al techo—. Nunca nos llevamos demasiado bien ella y yo...

El mayor no abrió la boca, aunque hubiera deseado matar también a aquel hombre. Luego,

con más tranquilidad, dijo:

—Sí. Grace es una buena mujer. Pero no creo que esté pensando en volverse a casar;

después de lo de Malcolm, le ha tomado gusto a la libertad.

—¡Ah, pero si usted habla en favor mío!—exclamó el comisario—. Seguro que ella me

aceptará. Yo no soy Lang; se puede vivir conmigo sin problemas. Sólo me hace falta tener un

buen plato ante mí y un poco de cariño; con eso me convierto en el tipo más adorable del

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mundo. Ella le guarda mucho respeto. Si usted me ayuda, no pondrá reparos. —Fijó otra vez la

vista en el techo—. Hay montones de personas que salen a cazar serpientes con un palo y un

lazo. Nadie en la batida notó que el hilo era de pescar. Y en cuanto a lo demás, no existe

ninguna ley que prohíba usar hilo de pescar para atrapar reptiles. Se acabarían las preguntas.

Un hombre no va a acusar a su propio hermano... o cuñado. A su mujer no le gustaría nada que

lo hiciese, por supuesto —añadió, mirando a Morley con los ojos cargados de dureza—.

Naturalmente, yo guardaría esa piel en lugar seguro; la consideraría como un souvenir. Una piel

de serpiente disecada dura años, y a un hombre se le puede ocurrir relacionarlo con algo que

sucedió tiempo atrás y que, en un principio no le llamó la atención... Eso quizá sucediese y a

uno lo pueden condenar años después de cometido el delito. Como dije, si usted me hace el

favor de hablar con Grace...

—Le hablaré... dentro de unos días.

—Perfecto —aceptó Dawson, visiblemente satisfecho—.

Por cierto, de vez en cuando me tomo una copita, pero jamás me pongo tan ciego como

Lang. Y no tengo la intención de echar la siesta bajo su ventana. En cualquier caso, creo que

guardaré también todos estos aparejos abajo, ya que le van a ser de poca utilidad en su estado.

Además, siempre me ha hecho ilusión disponer de una excelente caña. Bueno, ha sido un placer

hablar con usted, pero tengo que bajar. Grace ha empezado a preparar una tarta de manzana

que debe estar riquísima.

Morley le vio partir en silencio, tristemente. Después de todos sus planes y esperanzas,

sólo había conseguido cambiar un buitre por un águila ratonera.

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Un poli con olfato

Edwin P. Hicks

El corpulento ex policía Joe Chavisky no podía dormir, por lo que saltó de su cama, en la

habitación número 10 de Happy Hollow Courts, en el lago de Pine Valley, se vistió y se fue al

bar. Una copa de helado de vainilla y una conversación informal con Sam Willoughby bastarían

para quitarle de la cabeza la obsesión de la gran perca que confiaba pescar a la mañana

siguiente. Entonces conseguiría conciliar el sueño. Resultaba curioso que un hombre de su edad,

con más de mil días de pesca a sus espaldas, todavía se pusiera nervioso antes del concurso

anual.

Eran las diez y cuarto. Un coche con matrícula de Oklahoma se hallaba aparcado enfrente

del restaurante. Tenía un dedo de porquería y estaba lleno de manchas de aceite; y de alguna

manera a Joe le pareció que había algo extraño. Reconoció la aparición de su viejo instinto de

poli y esbozó una sonrisa. Era duro hacerse a la idea de que sus tiempos de oficial y, sobre todo

su juventud, habían quedado atrás.

Sentó sus ciento veinte kilos en un taburete, al lado de la caja registradora. La máquina de

discos funcionaba a todo volumen: uno de esos vaqueros subnormales contaba con su voz nasal

la triste balada de una sirena rubia que se le había llevado lejos de casa y de la gente que le

quería.

La mesa de al lado de la máquina de discos se encontraba ocupada por cuatro tipos de

muy mala pinta: dos muchachos y dos rubias metidas en pantalones ajustados y blusas de

escote generoso.

Sam Willoughby no estaba allí, y su esposa tenía los ojos hinchados de llorar, por lo que se

mostró extremadamente nerviosa al servirle el helado.

—¡Ay, Joe!—se lamentó la señora Willoughby—. ¡Cómo te agradezco que hayas venido!

Sam se ha ido a casa, enfermo; y me temo que se trata de una apendicitis. ¡Estoy tan preocupada

por él...!

—¿Por qué no cierras y te marchas con él, a casa?

La mujer hizo un gesto hacia la mesa ocupada.

—Justo cuando estaba a punto de cerrar, entraron esos cuatro —dijo muy compungida—.

Acabo de servirles. No me gusta la pinta que tienen, y parece como si no fueran a irse nunca.

—Dame su cuenta —se ofreció el ex policía—. Les atenderé yo sí piden algo más. Tú ve a

casa y cuida de Sam. También me encargaré de cerrar.

—¿De verdad, Joe?

—Claro. Y si tú o Sam necesitáis algo... no sé... que os lleve al hospital o algo de eso...

avísame. Estoy en la habitación 10.

—Joe, eres estupendo —reconoció la señora Willoughby.

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Y se marchó enseguida.

Dejó al ex policía absorto con su helado y pensando en el enfermo de apendicitis. De

pronto, uno de los tipos le gritó:

—¡Eh, gordo! ¿Te has quedado a cargo de esto?

Joe se volvió y le miró. El que había hablado tenía la oreja derecha como una coliflor.

Seguramente, se la habían aplastado en alguna pelea. También, por la misma razón, tenía la

nariz desviada hacia la izquierda. El otro era moreno, con el cabello negro como el azabache.

—Sí —respondió el ex policía, controlándose. No le gustaba que le llamasen gordo—. Estoy

a cargo del bar. ¿Quieres algo?

—Cerveza —pidió el flaco—. Una ronda. Y rapidito.

Joe abrió cuatro botellas y las llevó hasta la mesa, dos en cada mano.

—Vaya manera de traernos las cervezas —protestó el que estaba incordiándole—, ¿No

sabes hacerlo mejor, gordo?

El amante de la pesca de perca gruñó, añadió a la cuenta las cervezas y se volvió hacia la

caja registradora.

—A ti no te gusta que te digan gordo, ¿verdad, gordo?

—Pues no, la verdad es que me sienta bastante mal.

—Es una pena.

De pronto, el tipo que parecía ser «el duro» le metió maliciosamente el pie, para ponerle la

zancadilla. Pero Joe le dio un pisotón, lleno de rabia, y el «bromista» se puso a aullar y a

maldecir.

—Te lo estabas buscando —dijo, riéndose, una de las rubias.

—Ah, ¿sí? Bueno, ya veremos quién acaba aquí divirtiéndose.

Pidieron otras cervezas y siguieron poniendo los discos más bastos, a todo volumen. Joe

miró la hora. Eran las once menos diez. Pensó que los ocupantes de las habitaciones del motel

estarían profundamente dormidos. Nadie más acudiría aquella noche. Confió en que los cuatro

se bebieran sus botellas y se largaran sin causar más problemas.

Pidieron más cerveza.

—Cerramos a las once —advirtió al poner las botellas en la mesa.

—¡Nos iremos cuando nos dé la gana, gordo! —exclamó el de siempre.

El ex policía añadió el precio de las cervezas a la cuenta y volvió a su taburete. Menos mal

que no había podido dormirse. Ni qué decir tiene lo que habría pasado si la señora Willoughby

hubiera estado sola al llegar aquel cuarteto. Sam tenía un revólver del 45 en el cajón de la caja

registradora, y nadie iba a tomarle el pelo, pero la pobre mujer hubiese estado indefensa,

porque el cuarteto quería guerra.

En aquel momento, estaban discutiendo en la mesa... el joven matón, que le había buscado

las cosquillas a Joe, y una de las mujeres que estaba sentada enfrente, con el más moreno. La

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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otra intervenía de vez en cuando con estúpidas observaciones soltadas en tono estridente. Al

tipo moreno y callado le llamaban Pedro; y al otro Frenchy.

Ya eran las once, y Frenchy estaba pegando puñetazos en la mesa, exigiendo más cerveza.

—No puedo serviros más. Es la hora de cerrar —anunció Joe—. Tendréis que iros.

—¡He dicho que nos pongas más cerveza! —gritó Frenchy.

El ex policía fue hasta la mesa.

—¡Y yo he dicho que paguéis y os larguéis!

Frenchy se puso en pie con una velocidad sorprendente, considerando todo el alcohol que

llevaba dentro. Pero la mujer que estaba a su lado le sujetó del brazo. Entonces, él se volvió y le

dio una bofetada.

Joe agarró a Frenchy por el cuello de la camisa, pero el rufián reaccionó metiéndole un

gancho en la barbilla, que le mandó contra la barra. Joe volvió a por él de un salto, le agarró

entre sus brazos y apretó hasta que el aire salió de los pulmones del joven violento como el

sonido de un acordeón roto. En aquel momento fue cuando el ex policía se dio cuenta de que

tenía frente a él a un gato montés, porque le mantenía bien sujeto por arriba pero, por debajo, el

bruto aquel le estaba castigando a base de patadas, rodillazos y pisotones.

Tuvo que arrojarle al suelo, para sentarse encima de él. Luego, le hundió sus enormes

manazas en los bíceps, sin parar, hasta que dejó de sentir el hueso entre sus dedos.

—Dejad el dinero de la cuenta encima de la mesa —ordenó a los otros—, ¡y después salid

de aquí! En cuanto estéis fuera, echaré a este payaso a la calle y cerraré.

Ellos pagaron sin rechistar.

—¡Ahora, fuera! —gritó el ex policía.

—¡Eh, usted! No sabe en lo que se ha metido —advirtió la mujer a la que Frenchy había

abofeteado—. Ahora tendrá que matarle. ¡Venga, adelante! Me gustaría ver cómo se lo carga.

—¡Fuera! ¡Largo! —repitió Joe, cada vez más furioso.

Salieron los tres, y él, desde dentro, escuchó cómo discutían las mujeres.

—Tienes razón —amenazó Frenchy—, No sabes lo que acabas de hacer. En cuanto te vi

cruzar esa puerta, ya me entraron ganas de meterme contigo. Me encanta picar a tipos de tu

envergadura.

—Mira —dijo Joe—. Soy un policía retirado, y estoy dispuesto a olvidar la pelea. Ahora te

voy a soltar; y tú te largarás de aquí como un buen chico. No me gustaría tener que lastimarte.

Después se levantó y se puso en guardia, por si el flaco arremetía contra él de nuevo.

Frenchy se dirigió hacia la puerta. Y lo siguiente que Joe vio fue una silla por los aires dirigida

hacia él, y detrás al tipejo con los pies en el aire. Consiguió esquivar el primer impacto pero no

el segundo. Recibió una patada en la sien y otra en el hombro. Se dobló con los golpes; pero

consiguió atrapar a Frenchy por detrás, apretándole la barriga con un brazo mientras le doblaba

el cuello con el otro, presionándole la nuca hacia abajo. Y lo siguió haciendo hasta un momento

en que temió romperle el cuello. Luego, le echó por la puerta abierta pero, antes de que pudiese

cerrarla, ya tenía otra vez a su enemigo propinándole tales puñetazos en la cara que se la dejó

como si le hubieran dado con un martillo.

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El gigantón paró un gancho de izquierda, y con su derecha metió un revés tremendo en el

rostro de Frenchy. El golpe no dio de lleno, porque el blanco se había movido ligeramente; pero,

con todo, aquél se fue a tierra. Entonces, Joe se le echó por detrás, y se lo «tragó» como a un

paraguas abierto, porque le descargó unos cuantos puñetazos sin un asomo de piedad. Sin

embargo, acertaba algunos, y erraba la mayoría, debido a que no dejaba de recibir rodillazos, ya

que el tipejo esquivaba los golpes con unos movimientos rapidísimos de cabeza, que

recordaban a los de un boxeador contra las cuerdas, que esperara el golpe de gracia.

Cierto que Joe Chavisky, un veterano del combate cuerpo a cuerpo, que tantas veces había

debido practicar en sus treinta años de servicio, era un tipo duro de pelar. Una vez le rompió el

cuello con las manos a un hombre que se había vuelto loco; y lo mató... Pero, de no ser así, el

maníaco se habría cargado a dos adolescentes. En aquel instante, cuando la única vida que

corría peligro era la suya, creyó que podría cuidar de sí mismo. Dejó que Frenchy se pusiera en

pie una vez más.

¡Fue un error! La batalla comenzó de nuevo... De un lado, el gigante, un peso pesado con

una agilidad inverosímil para su edad; del otro, un peso ligero, un perro rabioso que parecía

dispuesto a no abandonar jamás.

Joe aún consiguió tirar al otro al suelo unas cuantas veces más, pero siempre se levantaba.

Frenchy no sólo parecía disfrutar con el combate, sino que dio muestras de algunos

conocimientos de judo y sus reflejos le crecían por segundos.

Además, las dos mujeres y Pedro habían vuelto para ver la pelea; y animaban a uno o al

otro, según les diera.

El ex policía empezó a notar el cansancio. Igual que si hubiera peleado quince rounds

entregándose por completo y sin un solo momento de descanso.

¡Encima Frenchy estaba sonriendo! Parecía recibir nuevas fuerzas cada vez que Joe le

castigaba.

Y el gigante no había estado tan furioso en toda su vida. Al borde de la histeria, se puso a

gritar a Pedro y a las dos mujeres:

—¡A ver si hacéis que se detenga! ¿Qué diablos le pasa?

—¡Mátale, grandote! ¡Cárgatelo de una vez! —le gritó la mujer que se había peleado con

Frenchy, pero sin dejar de reír.

El tipejo tenía la resistencia de un lobo. Parecía que no había modo de detenerle. Los

grandes puños de Joe le derribaron una docena de veces; pero siempre volvía a por más.

El ex policía empezó a jadear. Su rostro sangraba. El ojo izquierdo lo tenía medio cerrado.

Le habían acribillado a golpes y patadas en el pecho, el estómago y los riñones. La pelea debía

acabar cuanto antes. Si duraba mucho más, quizá no tuviese nunca la oportunidad de contarlo,

porque se estaba viniendo abajo... y aquello le sucedía a él, Joe Chavisky, que otras veces había

podido con media docena de hombres.

Tuvo que realizar un esfuerzo supremo. Atrapó la esquiva cabeza de su oponente, le

agarró del pelo con la izquierda, y le aplastó la cara y la sonrisa con el puño derecho. Entonces,

Frenchy cayó al suelo como un trapo. Estaba K.O. ¡Quizás estuviera muerto! Joe no estaba

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seguro. Ya no se sentía con fuerzas para nada. Apenas sosteniéndose sobre sus castigadas

piernas, arrastró al enemigo fuera del bar y lo dejó allí, tirado en la calle, en medio de la noche.

Después, regresó a ciegas; y todavía no había cerrado la puerta, cuando las dos rubias se le

echaron a los brazos.

—¡Nuestro campeón! —exclamó una de ellas—. Frenchy se estaba buscando un castigo

como éste desde hace meses. ¡Espero que te lo hayas cargado!

El gigantón ex policía se las sacudió de encima. No le quedaba aliento para malgastar en

vanas palabras. Fue a la caja registradora, sacó el 45 del cajón y amenazó a los tres que

quedaban con él:

—Muy bien, ¡largo!—ordenó—, ¡Fuera de aquí! ¡Todos!

Apuntó con el revólver a Pedro, que se volvió hacia la puerta sin decir una sola palabra.

De pronto, por el rabillo del ojo, Joe alcanzó a ver el brillo de una botella de cerveza en la mano

de una de las rubias; pero fue demasiado tarde para esquivarla.

Alguien le sacudió con fuerza. Joe miró la hora. ¡Eran las doce menos diez! El hombre que

le había obligado a recuperar el sentido era un patrullero de la policía federal. A su lado había

un oficial de paisano.

— ¡Venga, Chavisky, despierta! —decía el primero—, ¿Qué ha pasado aquí?

—Tuve una pelea con un gato salvaje y una de las zorras que iban con él me dio en la

cabeza con una botella de cerveza.

—¿Y cómo explicas esto? —le preguntó el hombre de paisano.

El gigantón reconoció al sheriff Garton, de Blakely City.

¡«Esto» era el cadáver de Frenchy! Le habían metido un balazo en la cabeza, y otro cerca

del corazón.

El 45 que Joe había sacado del cajón estaba en el suelo, muy cerca de su mano. El

patrullero levantó el arma con un pañuelo y olió el cañón.

—Sí que ha sido con este revólver. ¿Le has matado tú, Joe?

—No —dijo éste—, ¡desde luego que no! Me deshice del tal Frenchy al cabo de una media

hora de pelea. Le eché a la calle, me acerqué a la caja registradora, saqué el arma, que pertenece

a Sam Willoughby, y estaba tratando de hacer que se fueran aquellos tres... un tipo moreno y

dos rubias, cuando una de ellas se me acercó por detrás y me dio un botellazo. Se encontraban a

tope de cerveza, y habían estado discutiendo entre ellos. Supongo que ese Pedro, el moreno, se

habrá cargado a Frenchy y, después, quiso echarme a mí la culpa...

Tuvo que callarse porque la parte posterior de la cabeza le ardía. Se puso la mano allí, se

tocó un chichón del tamaño de un huevo de gallina; y, luego, dejó de tocarse, se miró los dedos

y vio que los tenía llenos de sangre. Tuvo que apoyarse en una silla para no perder el equilibrio,

y miró a su alrededor con ojos vidriosos. Todas las sillas y las mesas estaban colocadas...

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Más tarde, el sheriff Garton mandó traer un botiquín, de primeros auxilios, del coche y le

vendaron la cabeza al gigantón. También registraron a Frenchy, aunque no encontraron mucho.

Llevaba un carnet de conducir en la cartera, a nombre de Henry Gazzola, Douglas, Arizona...

probablemente robado... y unos cincuenta dólares en metálico. Aquello era todo. Tenía los

brazos llenos de tatuajes, y uno de ellos era el bosquejo de un corazón con dos iniciales dentro:

«G. F.»

Lo demás formó parte de la rutina. Joe acompañó al sheriff Garton a Blakely City, en su

propio coche; y éste pidió una ambulancia por radio para que se llevaran el cadáver. El

patrullero federal se quedó en el restaurante.

Ya en la comisaría, Joe proporcionó a la policía de Blakely City una descripción de Pedro y

de las dos mujeres, así como el número de matrícula del coche que conducían. Un dato que, casi

por inercia, por eso que algunos llaman deformación profesional, se había aprendido a la menor

sospecha, al verlo aparcado enfrente del restaurante. Resultó que la matrícula era del condado

de Sequoya, en Oklahoma. La oficina del sheriff en aquella ciudad informó por radio que

habían robado la placa de otro coche en un aparcamiento público, varias noches antes. Lo más

probable era que volvieran a hacerse con otra placa antes del amanecer, incluso con otro coche.

Por si acaso, se bloquearon las carreteras que conducían a Texarkana, Fort Smith, Little

Rock, Shreveport, Mena, y DeQueen; pero el trío no encontraría dificultades para colarse por

algún agujero de aquella red tan insuficiente, ya que se dejaban sin vigilar montones de

carreteras secundarias.

Entretanto, Joe le contaba todo lo que sabía a los oficiales de Blakely City, incluido el jefe

del distrito federal; también a McCray, jefe del departamento de policía de Blakely City, así

como al sheriff Garton y al fiscal acusador.

—Bueno... ¿qué opinas? Parecen los mismos que hicieron lo del supermercado aquel, en

Springfield, Missouri, ¿verdad? —preguntó McCray al sheriff.

Garton asintió. Enseñaron a Joe un informe policial del FBI y unas fotos carcelarias que

habían llegado aquel mismo día. El gigantón los reconoció. Sí, eran Pedro y Frenchy. Se les

buscaba por el robo del supermercado de Springfield, unos 8000 dólares, desde hacía diez días.

El hombre que llamaban Frenchy era en realidad Gaspar François, alias Frenchy Beauchamp.

Había sido pugilista, y llegó a viajar realizando una exhibición atlética para un circo. En este

recorrido, derrotó a cuantos se le habían enfrentado, tanto en combates de boxeo como de lucha

libre; y, después, cumplió un año de cárcel por un atraco a mano armada. A Pedro y a él se les

buscaba en Arizona por haber atracado un banco, además de por lo del supermercado. Pedro

González contaba con una ficha que no tenía nada que envidiar a la de su amigo; y había

pasado tres años en prisión, acusado de asesinato.

Todo el mundo quedó agotado. La investigación proseguiría al día siguiente. Joe regresó

en su coche a la habitación de Happy Hollow. Le dolía la cabeza, y debía tener rotas un par de

costillas. Llevaba el rostro hinchado y lleno de moratones, y le dolían todos los huesos. Sin

embargo, se sentía mucho mejor en aquel momento, después de haber leído el informe sobre

Frenchy. No era ningún granuja ordinario, ni hablar... Había sido un veterano boxeador que

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todavía se hallaba en plena forma... al menos hasta aquella noche. Así pues, era comprensible

que estuviese exhausto.

Lanzó un quejido mientras se metía entre las sábanas. Tenía todo el cuerpo dolorido.

Aquella pandilla de imbéciles le había fastidiado la pesca. Oyó, a lo lejos, la llamada de una

lechuza... y al momento la respuesta del macho, como un eco. Las ranas croaban en un estanque

que había cerca de la ensenada. Una zorra gañía desde una colina.

Todo aquello ocurrió durante la hora que Joe necesitó para conciliar el sueño. Antes, pensó

otra vez en lo que podría haberle pasado a la pobre señora Willoughby, de no haber ido él a

tomar su helado, si ella se hubiera tenido que enfrentar a semejante cuarteto. Y se dedicó a

repasar los acontecimientos que habían tenido lugar aquella noche... utilizando la mente como

un poli con treinta años de experiencia a sus espaldas.

A las siete de la mañana, Joe ya estaba levantado. Se duchó, se vistió y miró hacia el lago,

que quedaba enmarcado por la ventana de su habitación. La neblina ya había desaparecido y se

apreciaba alguna ondulación en la superficie del agua. Era un día ideal para la pesca, pero a él

le habían dejado sin concurso hasta el año siguiente.

Tanto el señor como la señora Willoughby se hallaban en el restaurante.

—¿Qué tal tu apendicitis? —preguntó Joe.

Sam sonrió, avergonzado.

—Supongo que no era más que un dolor de barriga —dijo.

Habían fregado el suelo. Willoughby se quedó mirándole.

—Gracias, Joe. ¡Nunca olvidaré lo que hiciste por Sue... y todo lo demás!

Uno o dos grupos de pescadores estaban desayunando, hablando con desenfado de lo que

esperaban atrapar cuando llegaran al lago, mientras engullían sus huevos con jamón. Joe los

observó con curiosidad. Unos buenos rivales deportivos, que habrían estado echando sus cañas

antes de la salida del sol. Aparentemente, no tenían ni idea de lo que había sucedido en el

restaurante la noche anterior. Ninguno de ellos habría oído los dos disparos que acabaron con

la vida de Frenchy. Seguro que acababan de dormir como ángeles.

Willoughby trajo un par de tazas humeantes de café y se sentó en la mesa, frente al

gigantón ex policía.

—Ni la más mínima mención de los disparos en los diarios de Blakely City, Joe. Supongo

que ocurrió demasiado tarde para que lo incluyesen en sus páginas.

La señora Willoughby llegó con el resto del desayuno de Joe.

—Buenos días, señor Chavisky, ¡y gracias!

Todo el maquillaje que se había puesto no era suficiente para ocultar sus ojos hinchados.

—Sólo quiero decirte, amigo —susurró Sam, una vez que se retiró su esposa—, que siento

lo que pasó anoche. Podrían haberte matado. ¡Siempre te agradeceré que te hicieras cargo de

Sue!

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El gigante no dijo nada. Y el otro se quedó mirándole.

—¿Qué ocurre, Joe?

Pero éste se limitó a fijarse en el dueño del bar, sin contestar.

—¡Maldita sea, Joe! ¿Qué te pasa?

—Creí que eras amigo mío.

—Soy el mejor que tienes...

—Entonces, ¿por qué intentaste cargarme anoche con el crimen?

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué significa «cargarte con el crimen»?

—¿Por qué me pusiste el revólver en la mano?

—¿Quién ha dicho que te hice esa faena?

—Yo —contestó Joe.

Sam Willoughby bajó la vista.

—Cuando Sue te contó lo que estaba pasando aquí, volviste al restaurante y aparcaste en

la parte de atrás. Llegaste cuando a mí ya me habían dejado fuera de combate...

En aquel momento, el dueño del restaurante le miró a los ojos.

—Me tienes en tus manos, Joe —reconoció—. Entré por detrás, mientras estaban

limpiando la caja registradora... esas dos mujeres y el otro individuo. Al verme, salieron

corriendo. Yo fui a por el 45, pero no estaba en el cajón donde siempre lo guardo. Entonces, lo vi

en el suelo, junto a ti, y lo agarré. Y en eso, otro individuo, al que antes no había visto, entró

aquí como un loco. Recogió del suelo la botella que te habían roto en la cabeza y se arrojó

encima de ti como un felino. Yo grité al ver que él te iba a cortar el cuello. Por eso le metí dos

tiros y se quedó ahí, doblado. Entonces, telefoneé al sheriff, diciéndole que yo era uno de los

que se encontraba pasando la noche en el motel y que había oído unos disparos. Me quedé

vigilándote hasta que me figuré que la policía estaría al llegar; luego, me fui para casa con las

luces del auto apagadas.

—Eso no responde a mi pregunta —dijo Joe—. ¿Por qué trataste de inculparme?

—Supuse que no tendrías ningún problema en ese sentido, Joe, habiendo sido un

respetable oficial y todo lo demás. Me parece que cometí un error, ¿verdad?

—Seguro que sí —reconoció el gigante—. Si no fuera por el detalle de intentar que yo

apareciera como culpable, no habrías tenido ningún problema. Un jurado te hubiera declarado

inocente. Ahora te has metido en un buen lío.

—Joe, ¿piensas ayudarme?

El aludido se inclinó hacia él, le tomó la mano y se la apretó.

—¡Claro, Sam, claro! Después de todo, me salvaste la vida.

—Sue se va a llevar un alegrón cuando se entere, Joe. Estaba desesperada la pobre. Pero

¿cómo supiste que fui yo, y no ese tipo moreno o una de las chicas?

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—No lo supe hasta que me acosté esta mañana, después de haber ido a declarar a Blakely

City. Me acordé de algo... algo que había estado dando vueltas todo el rato... Lo que te perdió es

que pusiste en orden todas las sillas y mesas que habíamos derribado en la pelea. Ya me chocó

en cuanto recobré el conocimiento pero, con el dolor de cabeza que tenía, supongo que no

discurría con claridad. ¿Qué pandilla de delincuentes se pone a limpiar y ordenar un lugar

después de una pelea?

—¡Bueno, bueno, Joe! Supongo que cada uno tiene su deformación profesional, ¿no,

amigo? Hasta este momento, después de que tú me lo has dicho, ni siquiera me había dado

cuenta...

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¡Salud!

Richard Deming

Yo no llegué hasta las once de la noche, confiando en que la casera ya se habría ido a la

cama para entonces. Sin embargo, ella me estaba esperando levantada, y su puerta se abrió en

cuanto pasé por delante, a pesar de todo el cuidado que puse para no hacer ruido.

—¡Señor Willard!

Compuse una mueca de desagrado y me volví hacia ella. Se hallaba de pie, en el mismo

umbral, con sus gruesos brazos cruzados sobre el enorme pecho. Echaba chispas por los ojos.

—¿Sí, señora Emory? —pregunté dócilmente.

—¡Estamos a diecisiete!

—Sí, señora, ya sé que le prometimos el alquiler atrasado para hoy; no obstante, han

aplazado el combate que teníamos previsto...

—¡Qué combate ni qué niño muerto!—me interrumpió la casera—. Me da la impresión de

que no va a participar en otra pelea en su vida. ¡O me pagan esta noche, usted y el señor Jones,

o se largan! ¡Esta misma noche!

—¿A estas horas? Sea razonable, señora Emory. Le garantizo que al mediodía, a más

tardar...

En aquella ocasión me interrumpió un portazo. Alguien había entrado en la pensión.

Reconocí a mi entrenador y compañero de cuarto por sus piernas larguiruchas. Eso era todo lo

que podía verse de él, porque lo demás, incluida su cabeza, permanecía oculto tras el montón

de paquetes que cargaba.

Corrí para ayudarle con el peso. Dentro de una de las bolsas de papel que le quité

tintinearon unas botellas, lo que supuso una garantía de felicidad.

Ambrose Jones asomó la cabeza por entre dos paquetes.

—¡Ah, señora Emory!—exclamó con un tono excesivamente jovial, que llegó hasta resultar

natural— ¡Esta noche tiene usted un aspecto particularmente repugnante!

Si los paquetes no le hubiesen delatado antes, el saludo que le propinó a nuestra casera

habría bastado para decirme que Ambrose se hallaba forrado de dinero, de un modo u otro.

Siempre insultaba a las mujeres de esa clase cuando tenía los bolsillos llenos. Además, por su

tono desenfadado, deduje que también había bebido algo más de la cuenta.

La señora Emory conocía los síntomas, e ignoró el insulto porque sabía que eso significaba

que iba a cobrar el alquiler atrasado. Nos abrió la habitación con su llave maestra y

descargamos los paquetes sobre las camas gemelas. Luego, Ambrose sacó con una floritura un

fajo de billetes.

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—¡Tenga usted, mi benevolente gárgola!—exclamó, a la vez que ponía cuatro billetes de

veinte dólares a la vieja en la palma de la mano—. ¡Dos semanas atrasadas y otras dos más

como anticipo!

La casera emitió un gruñido entre despreciativo y satisfecho; y después, salió del cuarto.

Entonces, mi entrenador cerró con llave y me abanicó con el fajo para mostrarme que los de

veinte eran los más pequeños que tenía. La mayoría eran de cincuenta dólares.

—¿Para cuándo esperas que la poli empiece a llamar a la puerta? —pregunté.

—Escucha, Sam —me soltó en tono de reproche—; esto sólo representa un adelanto por un

trabajo que nos han encargado. Mil dólares; claro que algo me he gastado en la tienda y en

pagar el alquiler a la señora Emory. ¡Cuando cumplamos con nuestra parte, recibiremos cuatro

mil más!

La única cosa que se me ocurrió fue que había arreglado un combate con el campeón, y

que yo tendría que dejarme ganar. Pero eso no podía ser. ¿De qué iba a servir eso al campeón?

Si yo llevaba dos años sin aguantar más de un round—, y desde mi último combate habían

pasado ya seis meses.

Mientras me entretenía en semejantes elucubraciones, Ambrose iba abriendo bolsas. Había

ropa cara para los dos. También conservas, comida congelada, queso, caviar y ostras ahumadas.

Y para beber, champagne, whisky escocés, bourbon y varias mezclas.

Mi entrenador metió la comida en el armario. Y mientras él separaba su ropa de la mía, yo

me preparé un buen sandwich.

Luego le pregunté:

—¿A quién tenemos que matar?

—A un tipo llamado Everett Dobbs —contestó con brillantez a la vez que llenaba dos

vasos de champagne.

—Déjate de bromas, Ambrose. ¿De qué se trata? —insistí.

Elevó las cejas y se metió un par de ostras en la boca. Una vez que se las engulló, me contó

lo siguiente:

—Ya te lo he dicho. Nuestra cliente es una tal Cornelia Dobbs, una mujer de mediana

edad, cuya belleza empieza a declinar y que está harta de su marido. Me la encontré en un bar.

Me invitó a un par de copas y, luego, introdujo en el tema del crimen. Ella me tomó por un

asesino a sueldo, supongo que por mi pinta y debido a que est{bamos en Monty’s.

Aquello empezaba a resultar comprensible. De hecho, muchos de los clientes de Monty’s

eran criminales.

—Así que la engañaste con el cuento de qué necesitabas un anticipo como garantía.

—¿Qué dices? ¡Acepté éticamente un adelanto! ¿Me estás acusando de falta de honradez

profesional?

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Encontré vasos largos en el cajón de arriba, abrí una botella de bourbon y me serví un poco.

Lentamente, nos la fuimos acabando, acompañándola con algunas conservas, ostras y queso. Al

mismo tiempo, Ambrose me fue desvelando los detalles del negocio.

Everett Dobbs era un especulador de propiedades retirado y poseía la mitad del capital de

todo el Condado. Nuestra futura víctima y su esposa vivían en una de las grandes mansiones

del área de Glen Ridge. Y él se pasaba la mayor parte del tiempo en el club, que era donde

Cornelia quería que nos lo cargásemos.

Según la señora, su marido salía del club todas las noches hacia las once, casi siempre solo,

y subía al coche para ir a casa. También proporcionó a Ambrose una descripción del auto y el

número de la matrícula. El plan era el siguiente: esperarle en el aparcamiento, abordarle y

llevárnoslo en su propio coche. Uno de los dos lo conduciría mientras el otro llevaría el nuestro

detrás. Y luego arreglaríamos las cosas para simular un fatal accidente. Claro está, para

entonces ella se habría preparado alguna coartada.

A mí no me cabía ninguna duda de que, en aquel momento, Ambrose hablaba en serio. Y

yo estaba seguro de la existencia de Cornelia Dobbs y de que mi entrenador había accedido a

matar al esposo por cinco mil dólares, a pesar de que él tendía a perder el sentido de la realidad

cuando estaba borracho. Me figuré que al pasársele la resaca, a la mañana siguiente, se

asombraría de sus ideas de la noche anterior.

De hecho, pensé que me sería difícil convencerle de que no devolviese el anticipo de mil

dólares. Cornelia tendría dificultades para recuperarlos sin meterse en problemas, pero

Ambrose disponía de un código ético muy peculiar. Era muy capaz de arreglar un combate;

pero siempre mantenía su palabra.

Me encontraba todavía dando vueltas a los argumentos a favor de quedarnos con el dinero

y decirle a la mujer que se perdiera, cuando Ambrose se quedó dormido bajo los efectos de su

curda.

En efecto, se despertó con la resaca que yo había predicho. En el momento en que fue

capaz de abrir los ojos, sin que la luz le taladrase la cabeza, me sonrió débilmente y se apoyó en

un codo para incorporarse.

—Parece que no debe uno mezclar ostras y champagne.

—No —bromeé—. Seguro que te han sentado mal las ostras.

Se levantó, enrolló en una toalla su delgadez y se metió en el cuarto de baño para ducharse

y afeitarse. Y cuando salió, yo hice lo mismo.

Ambrose disponía de un poder de recuperación admirable. En el instante en que regresé al

cuarto, se encontraba vestido y las ojeras le habían desaparecido. No hablamos hasta que yo me

puse toda la ropa.

Entonces, le propuse lo siguiente:

—No tienes que devolver el dinero. Ella no nos podrá obligar a hacerlo.

—¿Devolverlo? ¿Por qué iba a realizar una tontería semejante?

—Lo que quiero decir es que ella no puede acudir a la policía.

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Frunció el ceño.

—¿Para qué iba a hacerlo?

—Por incumplimiento de contrato, ya que no nos cargamos a su marido.

El entrenador me miró como si estuviera buscando los tornillos que me faltaban.

Y mostré impaciencia al decir:

—Supongo que no irá en serio lo de convertirnos en asesinos profesionales.

—¿Por cinco mil dólares? Claro que sí. Te lo expliqué todo anoche.

—Pero estabas borracho como una cuba. Nosotros jamás hemos hecho una cosa de ese

tipo.

—Tú y yo no somos nada —me reprochó—. Ya has dejado de ser un boxeador. Te han

retirado de la profesión, lo que me convierte a mí en basura. ¿Qué categoría le corresponde al

entrenador de un ex boxeador?

En aquel punto debió verme muy perdido, porque en un tono más amable me explicó:

—Ésta es nuestra oportunidad, Sam. Con un poco de dinero podríamos encontrar otro

boxeador. Yo llevaría las cuentas, y tú le entrenarías.

—¡Pero a costa de asesinar, Ambrose!

—¡Bah! No será para tanto. ¡Ya una vez mataste a un hombre en el ring!

—¡Fue un accidente! —exclamé—. No es lo mismo. Por un crimen así nos llevarían a la

cámara de gas.

—Eso si nos pillan. ¿Tú sabes por qué apresan a casi todos los criminales?

—Claro. Porque no son tan listos como los polis.

—La mayoría no —reconoció Ambrose—. Según las estadísticas, un ochenta por ciento de

los crímenes que se cometen en este país son llevados a cabo por amigos o familiares de las

víctimas. A la policía le resulta muy fácil en estos casos. Sólo tiene que interrogar a cuantos se

han relacionado en vida con la víctima; y, al final, encuentran al que apretó el gatillo, golpeó

con el hacha o echó el veneno en el café.

—Lo cual supone que al final nos pillarán.

El entrenador sacudió la cabeza lentamente.

—¿Cómo? Nosotros no lo hemos visto nunca, y él a nosotros tampoco. No existe contacto

a partir del cual la policía pudiera seguirnos la pista.

Aquello tenía sentido, pero llevaría un poco de tiempo adaptarse a la idea del asesinato.

Por eso comenté:

—Lo malo es que siempre se sospecha de la esposa. Suponte que se pone nerviosa y nos

acusa.

—Ella aguantará. Va a disponer de una coartada perfecta y, aparte de eso, la cosa parecerá

un accidente.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Me rasqué una oreja mientras pensaba en ello. Finalmente, pregunté:

—¿Y si el tipo no sale del club solo?

—Pues entonces esperamos hasta la noche siguiente, y avisamos a Cornelia para que

prepare otra coartada.

Sólo me quedaba una duda:

—¿Y cómo recibiremos los otros cuatro mil?

—Ella los traer{ a Monty’s mañana por la noche.

—No sé, pero el asunto no me acaba de convencer —susurré; luego, me animé un poco—:

Vamos a ver si desayunamos, y puede que me hagas entrar en razón mientras comemos.

Y lo hizo.

Nos pasamos el día metidos en planes y preparativos. Más tarde, fuimos con el coche al

club de Glen Ridge, y echamos una ojeada al aparcamiento. Luego, seguimos la ruta que Dobbs

tomaba todos los días para ir a su casa, hasta que encontramos un lugar adecuado para el

«accidente».

La carretera serpenteaba por Glen Ridge, una colina en cuya cima había una curva muy

cerrada, que sólo se hallaba protegida por una valla de madera. Si un conductor no lograse

torcer a tiempo y cayese tras romper la valla, iría a parar unos catorce metros más abajo, justo

sobre un tramo inferior de la misma carretera.

—Creerán que sufrió un accidente cuando regresaba a casa —dijo Ambrose—. Cornelia

me ha contado que su esposo bebe más de la cuenta, así que parecerá que un borracho más no

ha sabido tomar una curva...

Salimos hacia el club a las nueve, por si a Everett Dobbs se le ocurría aquella noche

marcharse un poco más temprano. Ambrose aparcó nuestro cacharro y fuimos en busca del

coche de la víctima. Como Cornelia se lo había descrito a mi entrenador, y le había dado el

número de matrícula, lo encontramos sin problemas, a pesar de que estaba bastante oscuro y

había otros cincuenta vehículos aparcados allí.

En cuanto lo localizamos, Ambrose puso el nuestro en un sitio libre que había justo detrás

del de Dobbs. Y nos sentamos a esperar.

Ambrose había traído consigo un quinto de whisky escocés para él y un cuarto de bourbon

para mí, como remedio para aliviar la apatía. Además, no nos venía mal para tranquilizar

nuestros nervios.

—Quizá sea mejor que no vayamos tan deprisa con el alcohol —sugerí.

El entrenador frunció el ceño en la oscuridad y echó otro trago.

—Estoy tan sobrio como una esfinge —afirmó.

A las diez, una figura solitaria salió del club y nos saludó con la mano. Era un hombre alto

y delgado, que llevaba un traje oscuro y, por sus andares, podía adivinarse que iba borracho

perdido.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—Si este sujeto es Dobbs, llega una hora antes —advirtió Ambrose.

—Por su aspecto, le deben haber echado del club. Jamás habría aguantado hasta las once.

El hombre metió una llave en la cerradura del coche que estábamos vigilando.

—Parece que aquí está nuestra víctima —musité—. Yo solo puedo ocuparme de este

payaso. Tú sígueme.

Salí del coche y me sorprendí al ver que el bourbon se me había subido a la cabeza, cosa

que se reveló con mi falta de equilibrio. Me puse derecho y fui adonde el individuo aquel

todavía estaba luchando con la cerradura.

—¿Algún problema? —pregunté.

—Pues sí señor, no hay modo de hacer que la cerradura se esté quieta —dijo—, ¿Podría

mirar a ver si usted tiene suerte y atina?

Me entregó las llaves. En efecto, la cerradura se movía, según pude notar; pero me las

arreglé para introducir la llave al segundo intento.

— ¡Bravo! —exclamó el tipo cuando abrí la portezuela—. ¿Les puedo invitar a un

trago por las molestias?

Decidí que sería más sencillo que viniese con nosotros sin forzarle, antes que matarle allí

mismo.

—Claro —acepté—; pero no aquí. Sé de un lugar mejor.

—¡Magnífico! —gritó entusiasmado—. Cualquier sitio que sea bueno para mis amigos es

bueno para mí. —Nos tendió la mano—. Me llamo Dobbs, socios.

Le estreché la diestra.

—Willard —dije—. Sam Willard.

—Es un placer, viejo. Y ahora déme las llaves, por favor.

—Mejor será que conduzca yo —aconsejé—. Sé dónde está el sitio ese, y usted no.

—Sea usted mi invitado —me saludó de nuevo, a la vez que intentaba una pequeña

reverencia, que le hizo perder el equilibrio.

Le agarré para que no se cayera de morros, le ayudé a meterse en el coche, y me puse tras

el volante.

Arranqué el motor sin problemas. Nuestro cacharro nos siguió de cerca. De inmediato,

Dobbs cayó dormido. Sin ningún incidente que reseñar, llegamos a la curva que habíamos

elegido, en la cumbre de Glen Ridge. Se hallaba justo en la cima, de modo que encontramos una

pequeña pendiente hacia abajo. Aparqué justo en el punto más alto de la colina, y Ambrose

aparcó nuestro auto detrás. No había ningún otro coche a la vista.

Dobbs todavía se encontraba dormido, y yo temí despertarlo si le colocaba en el sitio del

conductor. Me figuré que nadie sería capaz de determinar que él no había estado al volante

después de una caída de casi quince metros.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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Ambrose vino hacia mí mientras yo salía del coche. Dejé la puerta abierta, metí la primera,

quité el freno y me incliné para apretar el acelerador con la mano. Apenas lo presioné, sólo lo

bastante para que el vehículo empezara a rodar. Luego, lo puse en punto muerto, saqué la

cabeza y cerré de un portazo.

Había unos siete metros hasta la valla. El coche adquirió velocidad en la pendiente y la

destrozó como si fuera de cartón. Después, el sonido de la vegetación arrancada de raíz produjo

un tremendo estrépito.

Volvimos a nuestro coche corriendo, Ambrose dio marcha atrás y giró el volante.

Enseguida regresamos por donde habíamos venido.

—Quizás hubiera sido mejor haber seguido en la otra dirección —comentó, preocupado,

mientras tomábamos la curva—. Ahora tenemos que pasar obligatoriamente por donde el coche

se ha estrellado. Y la carretera podría estar bloqueada.

—¡Bah! —comenté—. Seguramente habrá seguido ladera abajo.

Tomamos otra curva y aparecimos exactamente debajo del punto por donde habíamos

arrojado a Dobbs y a su vehículo. La calzada estaba llena de cristales; vimos un parachoques y

una rueda. Presumiblemente, el resto del coche había seguido colina abajo, hasta perderse en la

maleza que cubría parte de la ladera. Había demasiada oscuridad para que pudiéramos

comprobarlo.

Ambrose redujo hasta una velocidad de unos ocho kilómetros por hora, para evitar en lo

posible los fragmentos que habían quedado desperdigados por el camino. De pronto, una figura

alta salió, sacudiéndose el polvo de los pantalones, de entre la maleza. Mi entrenador pisó el

freno.

El hombre se arregló un poco la corbata y la chaqueta, y se acercó a la ventanilla de mi

lado. Tenía la ropa destrozada; pero él no parecía haber sufrido ni un solo rasguño.

Metió la cabeza por la ventanilla y nos dijo:

—Perdónenme, caballeros, pero, al parecer, he tenido un pequeño accidente. Debo

haberme quedado dormido al volante...

Me estaba mirando; pero no había en sus ojos ni el menor asomo de reconocimiento.

Aparentemente, era uno de esos tipos que, cuando se emborrachan, pierden por completo la

capacidad de recordar nada de lo que hacen, porque era obvio que había olvidado totalmente

nuestro encuentro anterior y todo lo demás...

—No estoy seguro de dónde me encuentro —confesó en tono de disculpa—. ¿Por

casualidad lo saben ustedes?

—Glen Ridge —contesté.

—¡Ah, sí! —Miró a su alrededor vagamente—. Ahora lo reconozco. Y digo yo, ¿no será eso

que hay ahí parte de mi coche?

Se refería al parachoques, que había quedado de lo más abollado.

—Me temo que sí. Y no creo que haga falta buscar el resto. Dudo mucho que funcione. —

Salí del coche—. Entre.

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—Bueno, muy amable de su parte, caballeros —dijo, sentándose entre los dos—. ¿Me

permiten que les invite a una copa?

—Tenemos algo que puede servir de momento —le ofrecí, pasándole el bourbon.

Dio un trago generoso mientras mi compinche arrancaba el motor. Cuando me devolvió la

botella, yo también bebí con ganas. Ambrose sacó su botella de whisky de la guantera y, a su

vez, se refrescó el gaznate.

—¿Y ahora qué? —pregunté a mi entrenador.

—Estoy pensando —contestó.

—Supongo que sufrí el accidente cuando iba hacia el club —comentó Dobbs—; pero no

puedo entrar ahí con esta pinta. Caballeros... ¿les importaría dejarme en mi yate?

—¿Qué yate? —preguntó Ambrose.

—Lo tengo anclado en el club náutico de Lakeshore. —De repente, su rostro se iluminó—.

Se me ha ocurrido una idea. ¿Les gusta a ustedes la pesca nocturna?

Hasta en medio de la oscuridad que nos envolvía, pude ver lo mucho que Ambrose se

interesaba por el nuevo proyecto.

—¿Qué clase de yate tiene?

—Nada... uno pequeño, de unos seis metros.

Mi entrenador y yo intercambiamos miradas. A los dos se nos había ocurrido lo mismo.

—¿Quiere decir que le gustaría ir a pescar esta noche? —preguntó Ambrose.

—Si ustedes, caballeros, disponen de tiempo para que les invite...

—Lo sacaremos de donde podamos —aceptó mi compinche.

El muelle del club náutico se hallaba bien iluminado, y se podían ver unas cincuenta

embarcaciones, desde pequeños fuera borda hasta enormes yates con cabinas para sus

pasajeros, cada uno en un embarcadero individual. Ninguno de los propietarios parecía

compartir el entusiasmo de Dobbs por la pesca nocturna, ya que no había coches aparcados

frente al muelle.

Una vez que dejamos el coche, nuestro anfitrión nos condujo a la amarra número doce. La

embarcación era un pequeño yate, muy mono, con un puente de mando en la cubierta. En la

proa llevaba el número de identificación y un nombre pintado: El Generoso.

Ambrose llevó consigo la botella de whisky a bordo. Dobbs y yo nos habíamos acabado el

bourbon por el camino. Mi compañero de botella estaba de nuevo en tales condiciones, que

tuvimos que ayudarle a subir a cubierta.

Luego, nuestra víctima fallida abrió la escotilla y nos guió al estómago del buque, bajando

por la escalera sin tropezar una sola vez, lo que me pareció todo un milagro. Yo le seguí,

apoyado en la barandilla. Accioné mi mechero, encontré un interruptor de la luz y encendí una

bombilla que colgaba del techo. Ambrose se nos unió.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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En el interior de la cabina había cuatro literas y un par de armarios. Dobbs abrió uno de

éstos y sacó dos cañas de pescar.

—Los anzuelos están colocados del revés —nos advirtió, dejando caer las cañas y

desplomándose él mismo sobre sus rodillas.

Le ayudé a ponerse en pie mientras mi compañero recogías las cañas. Ambrose las llevó

sobre los hombros a la vez que yo ayudaba a Dobbs a subir las escaleras. Pero éste se dejó caer

en una hamaca y se quedó dormido al cabo de un minuto.

—¿Sabes llevar este trasto? —preguntó el entrenador.

—Yo he manejado botes —contesté—. No en agua dulce, pero debe ser igual que en agua

salada. Echaré una ojeada a los mandos.

Me metí en la caseta del timón y, con la ayuda del mechero, encontré el panel de control.

Tardé un poco en acostumbrarme a la oscuridad; no obstante, acabé descubriendo la función de

los distintos mandos. Luego, arranqué el motor, lo dejé en marcha y encendí las luces de

señalización.

Ambrose entró también en el pequeño puente de mando.

—¿Conoces bien el muelle? —preguntó.

—Ya te he dicho que nunca he venido a este lago.

—Es verdad. Acabas de contarme que es la primera vez que navegas en agua dulce.

—Así es. No conozco el muelle, ni el puerto deportivo; pero habrá boyas para marcar el

canal.

Ambrose apuntó con la mano hacia lo lejos.

—Aquello de allí parece un espigón. Ten cuidado y no choques contra él.

Miré en aquella dirección y vi vagamente un rompeolas de cemento, que casi cerraba la

boca del puerto. Sin embargo, dos luces rojas, separadas entre sí unos catorce metros, flotaban

en el agua, señalándonos por dónde podríamos pasar sin peligro.

—Yo sé cómo navegar —gruñí—. ¡Ve y suelta las amarras!

Se acercó con paso vacilante al extremo de la proa y, después de luchar un rato a tientas

con la cuerda, soltó el yate. Saqué la embarcación marcha atrás, la hice girar en redondo y la

dirigí hacia las boyas que indicaban la salida del puerto.

Así pues, dejamos el espigón atrás y llegamos a lago abierto. El oleaje era muy débil pero

bastó para que Ambrose protestara. Abrí la válvula de admisión a tope y nos alejamos de la

costa con rumbo perpendicular a la misma.

Aunque mi entrenador me había dicho que me alejase un par de kilómetros, yo fui incapaz

de prestar la debida atención a la brújula. Y temí que, si nos adentrábamos tanto en el lago, al

final nos perderíamos por no ver las luces del puerto. Al cabo de unos setecientos metros puse

el punto muerto y dejé que el yate fuese a la deriva; luego, salí a cubierta. Nadie tan borracho

como Dobbs sería capaz de recorrer aquella distancia a nado.

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Por otra parte, éste todavía seguía durmiendo. Ambrose estaba agarrado a la barandilla de

popa y respiraba con dificultad. Había mudado de color.

—¿Estás mejor?

—Me siento bien. ¿Nos encontramos lejos?

—Lo suficiente —dije, y levanté a Dobbs de su hamaca.

El borracho apoyó la cabeza en mis hombros, como un bebé.

Le arrastré hasta la popa y le arrojé por la borda. Cayó al agua ruidosamente, se le oyó

chapotear con desesperación. Luego, todo quedó en silencio.

—¡Socorro! —nos llegó aún su voz desde lejos, en la oscuridad.

El yate se alejaba con rapidez, arrastrado por la marea. Yo volví a la cabina, metí el

embrague y dirigí la embarcación con dirección al puerto. Ambrose se vino conmigo.

Mientras nos acercábamos a la luz de la boya que yo no había destrozado, pensé en un

detalle que se me había escapado. Entonces comenté:

—¿Cómo se va a tragar la policía que Dobbs llegó tan lejos si dejamos el yate en el

embarcadero del muelle?

Ambrose me dio unas palmaditas en el hombro.

—Menos mal que tienes un entrenador que piensa por ti, pues, si contaras con tanto

cerebro como músculo, serías premio Nobel. Claro que, si la cosa fuese al revés, seguro que te

debería considerar un inválido. Cuando hayamos atracado, apuntaremos la embarcación hacia

mar abierto y dejaremos el motor encendido y la marcha puesta. Al final, se le acabará la

gasolina y lo encontrarán a la deriva. Cuando localicen el cadáver de Dobbs, y la autopsia

muestre que estaba lleno de alcohol, parecerá obvio que se cayó por la borda debido al exceso

de bebida.

Yo no fui tan estúpido como para dejar de observar un agujero enorme en sus planes.

Estábamos llegando al canal.

Cerré la válvula de admisión un poco y dirigí el yate con cuidado hacia el extremo del

espigón.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó Ambrose.

—No es tan fácil apuntar una embarcación como una pistola —indiqué—. Aunque me

pasara la vida intentándolo, no conseguiría nunca que el yate se metiera entre las dos boyas

desde la posición de amarre. Se estrellaría contra la parte interior del rompeolas, lo cual daría

qué pensar a la policía. Así que será mejor atracar en el mismo espigón para, desde allí, dirigirlo

lago adentro; y, luego, recorreremos a pie el espigón hasta el principio del muelle.

La maniobra fue larga y costosa, y requirió varios intentos; pero, al final, me las arreglé

para colocar el barco con cuidado junto al muro de cemento y con la proa hacia fuera.

Una docena de gaviotas que dormitaban en el espigón salieron volando cuando el yate

rascó el cemento.

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Ambrose saltó al rompeolas y sujetó desde allí el barco por la barandilla. Yo pude notar

cómo saltaba un trozo de cemento, pero el daño no iba a resultar muy serio.

Puse el timón de forma que el yate se alejara en dirección perpendicular al espigón, metí el

embrague y dejé el motor apenas acelerado. Sólo lo suficiente para que la embarcación se alejara

sola. Después salí de la cabina de mando. Sin embargo, Ambrose no consiguió sujetar el barco y

tuve que dar un buen salto para alcanzar el muro.

Nada más llegar al rompeolas fui a parar sobre Ambrose, al que derribé. Otra bandada de

gaviotas, un poco más lejos, salieron volando.

Mi compinche se puso en pie, estudió sus manos y trató de averiguar el estado del trasero

de sus pantalones. Sacó un pañuelo y se limpió cuidadosamente.

—El muro está recién pintado —se quejó.

—Eso no es pintura —le dije—. Son cagadas de gaviota.

Una expresión de disgusto asomó en su rostro. Limpió la parte de atrás de sus pantalones

con el pañuelo; y luego arrojó este último al agua. Yo me puse a caminar delante, a lo largo del

espigón, en dirección al puerto. Gaviotas dormidas se levantaron al oírnos, para situarse de

nuevo en otras partes del muro. Al llegar al final, vi una luz roja y me detuve.

—¿Qué pasa? —preguntó Ambrose.

—Ojalá me equivoque. Lo sabremos dentro de un momento.

En efecto, descubrimos lo que yo me temía. La luz roja pertenecía a la boya que quedaba

para marcar el canal. Todavía quedaban unos veintidós metros de agua entre nosotros y la

playa.

Ambrose dijo amargamente:

—Nunca debería dejarte pensar.

—Parece que tendremos que mojarnos. Hay que nadar un poco.

—¡Yo no sé nadar! —anunció Ambrose.

Solucionamos el problema después de una discusión poco amistosa. Ambrose se agarró a

mi cinturón mientras yo cruzaba a braza la escasa distancia. Llegamos por fin a lo que parecía

ser el muelle público. Había algunos remolcadores; pero ningún ser humano se encontraba allí.

—Al menos ahora tengo los pantalones limpios —dijo Ambrose, volviéndose para ver su

trasero.

Todavía quedaba un kilómetro a lo largo de la playa hasta donde estaba aparcado nuestro

coche. Caminamos en silencio. A pesar de que la noche era muy agradable los dos estábamos

helados dentro de nuestras ropas empapadas. De vez en cuando oía el castañeteo de los dientes

de Ambrose.

Al llegar al muelle del club, contemplé las luces de un barco que acababa de entrar en el

puerto y que se dirigía hacia nosotros.

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Los dos nos detuvimos frente al amarradero número doce y vimos cómo El Generoso

atracaba allí. Se apagaron las luces de señalización, y una figura alta y espigada bajó y amarró el

yate. Entonces nos vio.

—¡Hola, amigos!—exclamó Dobbs en tono cordial, examinando con interés nuestras ropas

mojadas—. ¿También pasados por agua?

—Pues sí —dijo Ambrose, que empezaba a divertirse.

—¿Han perdido su barco?

Otra vez se había olvidado de todo. Ni siquiera se acordaba de nosotros. Yo le contesté:

—Sí.

—Mala suerte —nos consoló Dobbs con simpatía—. Yo la tuve mejor —señaló sus propias

ropas, también empapadas—. No estoy seguro de lo que me ha sucedido porque he estado

bebiendo un poco pero, de repente, me vi en el agua y lejos de mi yate. Pueden apostar lo que

quieran a que eso me devolvió la sobriedad en un segundo. Estuve nadando un rato, que se me

hizo eterno, hasta que El Generoso volvió a mí tan despacito que pude subir a bordo.

—Es usted un tipo con suerte —reconoció Ambrose amargamente, torciendo el gesto.

En tono de disculpa, Dobbs nos dijo:

—Les prestaría con gusto ropa seca; pero sólo tengo una muda a bordo. ¿Viven ustedes

lejos de aquí?

—Justo en el centro de la ciudad —respondió mi entrenador.

—Bueno, si se esperan hasta que me cambie, podrán venir conmigo. Tengo una casa cerca

de aquí, donde podrán secar su ropa. No es muy grande pero dispone de una secadora y

también cuenta con algo de beber.

Decidimos esperarle.

Dobbs desapareció y, a los diez minutos, reapareció llevando puestos unos zapatos de

lona, unos pantalones blancos de dril y un suéter de cuello vuelto. Al saltar al muelle, casi

pierde el equilibrio, pero no llegó a caerse. Entonces me di cuenta de que el baño le había

devuelto gran parte de su sobriedad, aunque todavía se hallaba en precarias condiciones.

Luego, miró a su alrededor y se sorprendió al comprobar que el único coche que había en

el aparcamiento era el nuestro.

—¿Cómo demonios he llegado hasta aquí? —preguntó—. Creo recordar que el mío está en

el taller de reparaciones.

«Debe conservar un vago recuerdo del accidente» —pensé.

Ninguno de los dos le revelamos que su vehículo no se encontraba en un taller, sino que

sus pedazos cubrían una extensa área de Glen Ridge.

—Tal vez he venido en taxi —se le ocurrió. Entonces me tendió la mano—: Me llamo

Dobbs.

—Willard —me presenté.

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Al tenderle la mano a Ambrose, a éste se le ocurrió dar su apellido:

—Jones.

—Encantado —sonrió Dobbs—. ¿Qué les sucedió para perder su barco?

—Volcó —contestó mi entrenador con brevedad—. Era sólo una barquita y, por fortuna, le

dio por hundirse hacia la parte interior del espigón.

Dejamos que Dobbs se acomodara en el asiento de atrás, para que no se mojase. Desde allí,

se dedicó a indicarle a Ambrose por dónde debía ir. Fuimos dos manzanas al sur; y luego tres al

oeste.

—Métase por ahí.

Pasamos entre dos pilares, en uno de los cuales había un letrero que decía Funeraria

Dobbs. Aparcamos junto a la casa.

Mientras nuestro anfitrión luchaba con la llave, le susurré a Ambrose:

—Creí que este hombre se dedicaba a inversiones inmobiliarias.

—Pero se retiró del negocio —me contestó él—. Supongo que se ha metido en otro.

Al fin Dobbs consiguió accionar la llave y nos pasó a un pequeño recibidor. Por una puerta

que había abierta, a la izquierda, vimos un despacho. Aquél nos condujo, escaleras abajo, hasta

el sótano.

Pasamos de un cuarto lleno de ataúdes vacíos a otro en el que había una pila, un par de

mesas metálicas con ruede— citas y un mostrador que tenía toda clase de herramientas. Debía

ser la habitación que usaban para embalsamar.

Dobbs sacó de un armario unas pequeñas telas plegadas, que parecían sábanas aunque

estuvieran hechas de un material más pesado. Nos dio una a cada uno.

—Lamento no tener otra ropa que dejarles mientras la suya se seca —se disculpó—; pero,

entretanto, pueden envolverse en esto.

Vaciamos nuestros bolsillos encima de una de las dos mesas de embalsamar, nos quitamos

las prendas húmedas y nos pusimos las sábanas a modo de togas. Luego, nuestra víctima,

fallida por partida doble, se llevó toda nuestra ropa, incluidos los zapatos, a un pequeño cuarto

adyacente. Un momento después, oímos el ruido de una secadora.

Cuando Dobbs volvió, Ambrose le preguntó:

—¿Qué es esto que nos hemos puesto?

—Sudarios —contestó el borracho, tranquilamente.

No llegué a estremecerme pero deseé vehementemente que hubiera puesto la secadora a la

temperatura máxima.

Dobbs se acercó a un mueble bar, y sacó tres vasos y una botella de whisky. Vi que allí

había más botellas. Colocó los vasos en una de las mesas de embalsamar y los llenó.

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—Vengan aquí dentro. Estarán más cómodos —dijo, y nos pasó a un pequeño cuchitril. En

aquel lugar, dejó la botella en una mesita y se sentó en una butaca mientras Ambrose ocupaba

otra y yo elegía un sofá.

—¡Salud! —exclamó el tipo afortunado, levantando el vaso.

Alzamos los nuestros y brindamos. Dobbs vació el suyo de un trago. Nosotros preferimos

beber tan sólo la mitad.

Y así transcurrió la siguiente media hora. Por cada vaso de whisky que Ambrose y yo

bebíamos, Dobbs vaciaba dos. Al cabo de ese tiempo, no quedaba ni una gota en la botella. El

sujeto intentó levantarse de la butaca sólo para descubrir que, de momento, le resultaba una

misión imposible.

—Dígame, viejo amigo —le pidió a Ambrose—, ¿le importaría traernos otra botella?

El baño en el lago me había devuelto gran parte de la sobriedad pero, en aquel momento,

volvía a sentirme un poco mareado. En cambio, mi compinche y entrenador parecía hallarse en

perfecto estado. Al levantarse, se envolvió en su toga y se metió en el cuarto de embalsamar. Me

percaté de que se llevaba consigo la botella vacía de whisky.

—¿Cuánto tardará la ropa en secarse? —pregunté a Dobbs.

—¿Cómo...? ¿Qué dice usted, amigo...?

—¿No recuerda que ha metido nuestra ropa en la secadora?—insistí—, ¿Cuándo estará

lista?

—¡Ah, su ropa... sí, claro! Está en la secadora, creo...

—Pero, ¿cuánto tardará? —pregunté pacientemente.

—¿La secadora? Unos cuarenta y cinco minutos. ¿No había otro caballero aquí, con

nosotros, hace un momento?

—Ha ido a por más whisky —le informé.

—¿Sí? No hacía falta. Tengo de sobra en el cuarto de embalsamar.

Intentó mirar su reloj de pulsera, pero se rindió y preguntó:

—¿Qué hora tiene, viejo amigo?

Según mi cronómetro eran las once y media, pero no podía ser. Entonces me di cuenta de

que se había parado. No era sumergible.

—No lo sé —dije—. Deben ser las doce y media.

Ambrose regresó con dos botellas. Dio una a Dobbs, me sirvió a mí, y se sirvió a sí mismo

de la otra, llenando completamente su vaso. Nosotros bebimos despacio pero él acabó todo el

contenido de un trago. Luego, pareció sorprendido.

—¿Qué clase de whisky era ése? —preguntó con voz chillona.

Alcanzó con sus manos la botella que Dobbs le había dado, y miró la etiqueta. Como sus

ojos no conseguían distinguir las letras, yo mismo me acerqué y eché una mirada.

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—Es whisky —verifiqué.

El tipo afortunado, aunque por poco tiempo, asintió con alivio, y se sirvió otro vaso.

Enseguida regresé al sofá, me senté y miré a Ambrose, que no le quitaba los ojos de encima.

Mi entrenador levantó su vaso y dijo:

—¡Salud!

Dobbs volvió a vaciar su vaso y, de nuevo pareció confundido.

—¡Qué raro! —exclamó, mirando el vaso.

Ambrose se levantó, se arregló la toga un poco y le llenó un tercer vaso. Sin embargo,

nuestra obstinada víctima se quedó mirándolo pensativo.

Estuvimos allí sentados, en silencio, unos diez minutos. Ambrose y yo nos acabamos

nuestras bebidas y yo volví a llenar los vasos. Pero Dobbs todavía no había atacado su tercer

vaso. ,

—¡Salud!»—insistió mi compinche, levantando el suyo.

Luego, el dueño de la funeraria levantó la mano con extrema lentitud. Le llevó un par de

minutos decidirse a beber pero, al final, logró hacerlo. Acabó con el brazo derecho descansando

en el de la butaca, y con el vaso aún entre los dedos.

Ambrose preguntó:

—¿Cuánto tardará la ropa en secarse?

Nuestro anfitrión no respondió. Yo le dije:

—Tres cuartos de hora.

—Entonces ya debe estar lista —calculó él.

Encontramos que la secadora se había parado. La ropa ya estaba seca, pero los trajes se

habían arrugado y los zapatos estaban para tirarlos a la basura.

Después de vestirnos, Ambrose volvió a plegar los sudarios con mucho cuidado y los

colocó en el armario, donde antes habían estado. Recogimos el contenido de nuestros bolsillos,

que habíamos dejado en una de las mesas, y nos lo guardamos.

—¿Qué hacemos con él? —pregunté, señalándole con el pulgar.

—Me parece que también está listo.

Con paso vacilante entró en el cuchitril. Yo le seguí. Dobbs permanecía sentado en la

butaca, mostrando una sonrisa fija en el rostro. Ambrose le sacudió. No hubo respuesta.

Mi compinche intentó retirarle el vaso pero no pudo. Lo tenía sujeto con demasiada

fuerza.

—¿Qué le pasa? —pregunté.

—Se ha bebido casi un cuarto de litro de líquido embalsamador.

Miré a Dobbs con incredulidad.

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—¿Quieres decir que por fin está muerto?

—Frío como un témpano. Mejor será que nos lo llevemos de aquí.

—¿Para qué? —pregunté.

Ambrose no supo responder enseguida. Pensó en ello un momento y me expuso:

—Me parece que será mejor cobrar esta misma noche y largarnos de la ciudad, en lugar de

esperar hasta mañana por la noche. ¿Y qué mejor prueba de que hemos cumplido con nuestra

parte del contrato que enseñar el cadáver?

Me tocó en aquel instante juzgar sobre la conveniencia de hacer lo que mi amigo decía. Es

cierto que no dudaba de que el plan fuera estratégico. Si dejábamos a Dobbs donde estaba, la

policía pensaría que había cogido tal borrachera que no pudo distinguir el whisky del líquido

embalsamador, que era lo que más o menos había sucedido. Pero ir por ahí con un cadáver en el

coche, a mi entender, era algo muy arriesgado; claro que Ambrose había apuntado: ¿qué mejor

prueba que el mismo cadáver?

Luego, él me dijo que le quitara al muerto el vaso de la mano, pero yo también fui incapaz

de doblarle los dedos.

—¡Al diablo!—exclamó Ambrose—. Da lo mismo. Mételo en el coche tal y como está.

Estaba tan rígido como un palo, y así permaneció cuando lo tomé en mis brazos. Parecía

que estaba sentado en el aire, y todavía sujetaba el vaso con la mano derecha.

Ambrose se llevó la botella de whisky que habíamos empezado, y también la del líquido

embalsamador. Apagó la luz del cuchitril y se metió con los dos recipientes en el cuarto de

embalsamar.

Dejó un momento la botella de whisky en una mesa y vació la otra en la pila. Yo sostuve

entre mis brazos el cuerpo de Dobbs mientras él limpiaba nuestras huellas de todos los vasos y

de la botella; luego, enjuagó ésta y la tiró a una papelera. Seguidamente, agarró la de whisky y

me siguió hasta el cuarto donde estaban los ataúdes. Se cuidó de apagar la luz del cuarto de

embalsamar al pasar por la puerta.

También dejó a oscuras la estancia de los ataúdes desde arriba de las escaleras.

Una vez que alcancé el recibidor con el cuerpo en brazos, cerró las puerta tras él. Pero no

apagamos la luz del recibidor ya que nos la habíamos encontrado encendida. Por último,

Ambrose colocó el cerrojo interior antes de cerrar la puerta.

Dejé a Dobbs en el asiento trasero del coche. Allí se quedó sentado como un niño bueno,

con la sonrisa helada y levantando su vaso como para brindar. Mi compinche puso el motor en

funcionamiento y dio marcha atrás, para volver a la calle.

Había un gran trecho hasta la casa de Everett y Cornelia Dobbs. Cuando pasamos por el

lugar donde habíamos provocado el accidente, vimos que alguien había apartado a un lado la

rueda y el parachoques, pero el suelo seguía lleno de cristales.

Debían ser las dos de la madrugada cuando, por fin, llegamos a la casa. Había una piscina

con luces encendidas bajo el agua. Como no vimos a nadie por allí, interpreté que las dejaban

iluminadas como precaución, para que nadie cayera dentro en la oscuridad de la noche.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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El edificio tenía dos pisos. Ambrose aparcó justo enfrente del porche, y los dos fuimos a

llamar a la puerta. Por la ventana, vimos un lucecita encendida en el salón. Ambrose pulsó el

timbre.

—Supongamos que no está —dije.

—Sí que la encontraremos. Me reveló su plan al detalle. Había quedado aquí con unas

amigas para jugar al bridge; y ésa sería su coartada. Calculaba que se irían hacia la medianoche,

e iba a pedirle a la mujer que hubiese traído en coche a las demás que la telefoneara para

asegurarse de que habían llegado a casa sin problemas. Eso la pondría a salvo hasta las doce y

media. A esta hora tenía pensado irse a dormir, con el fin de que la policía la tuviera que sacar

de la cama para comunicarle el fallecimiento de su esposo.

Pasaron unos minutos, y Ambrose tuvo que volver a tocar el timbre antes de que la puerta

se abriera. Una rubia teñida, de unos treinta y ocho años, se asomó en batín.

—¡Ah, señora Dobbs! —exclamó Ambrose con una reverencia formal que casi le hizo

perder el equilibrio—. Éste es mi socio, Sam Willard.

Ella ni me miró.

—¡Pero en nombre del cielo...! ¿Qué está usted haciendo aquí?

—He venido para comunicarle que la misión ha sido cumplida. Tenemos la prueba en el

coche.

Salió del porche y nos miró: primero a Ambrose, y luego a mí.

—¡Pero eso es imposible!

—Eche una mirada en el asiento de atrás del coche —le pidió Ambrose, estirando el brazo

en aquella dirección.

—¿De qué está hablando? —preguntó enojada—. Everett me llamó desde el club. Tuvo

que prestar su auto a Hermán, y él se quedó allí a dormir.

Bajó los tres escalones del porche y miró dentro del coche. Sus ojos se abrieron como

platos.

—¡Hermán! —gritó—. ¿Qué le ocurre?

Nosotros la habíamos seguido. Ambrose preguntó:

—¿Hermán?

Ella se le echó encima, enfurecida.

—Este es el hermano menor de Everett, ¡imbéciles!, el hombre con el que me quiero casar.

¿Qué habéis hecho con él?

Una cosa sí que tenía Ambrose: ya podía estar de alcohol hasta las cejas... ¡que nunca

perdía su aplomo! Dijo con prontitud:

—Nada, señora. Sólo está borracho perdido. Haremos lo posible para que llegue a casa

sano y salvo. Lamentamos el error. Como se metió en el coche de su marido, diciendo que se

llamaba Dobbs, supusimos que era él.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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—¿Y para qué lo habéis traído aquí? —nos increpó.

Mi entrenador aún demostró que su lucidez no tenía fin, pues se le ocurrió lo siguiente:

—Pensamos desnudarle, ponerle su bañador y ahogarle en la piscina.

—¡Cállese! —chistó—. Hermán no sabe nada de mis planes. O al menos los desconocía.

—Bah, no puede oírnos —la reconfortó Ambrose—. Está inconsciente.

Se despidió de ella con otra de sus reverencias, rodeó el coche y se puso al volante. Yo me

senté a su lado. Ambrose puso la marcha atrás, giró y volvimos por donde habíamos venido. Al

doblar por la primera esquina, paró el motor y apagó las luces del coche.

—¿Y ahora qué, genio? —pregunté.

—Esperaremos hasta que la casa se quede a oscuras, para estar seguros de que ella se ha

metido en la cama.

Al poco rato, todas las luces se apagaron, menos la lucecita que se dejaba encendida toda

la noche en el salón.

—Muy bien —me ordenó Ambrose—. Sácalo.

Salí del coche y cogí como pude el cadáver en brazos. Ambrose me mostró el camino hasta

la piscina. Había unas cuantas hamacas en el césped. El me indicó que pusiera en una de ellas a

Hermán Dobbs.

También había traído consigo la botella de whisky. Se quedó de pie, contemplando

durante un momento la sonrisa helada del cadáver; luego, le llenó por la mitad el vaso que

todavía sujetaba en la mano.

—¡Salud! —exclamó tristemente—. ¡Ahora larguémonos de aquí, recojamos nuestras cosas

y vayámonos para el sur!

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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El crimen no compensa...

Ed Lacy

Bill Jackson era un tipo bajito que vivía de su agudo ingenio. Trabajaba de expedidor, pero

eso era algo que hacía para asegurarse el pan de cada día mientras dedicaba lo mejor de sí

mismo a los concursos. Había ganado una serie de premios... 1000 pastillas de jabón, que acabó

vendiendo a una droguería por veinte dólares, camisas, un fin de semana en el campo, una caja

de bombones, varios libros, un aparato de televisión, un par de relojes y otras cosillas. Trabajaba

duro, muy duro, y dedicaba bastante tiempo a cada concurso, hasta que un día ganó un premio

de 50.000 dólares y dejó de ser expedidor.

Por desgracia, una cantidad como aquélla atrajo la atención de los recaudadores de

impuestos. Bill se quedó de piedra al darse cuenta de que debía entregar 28.000 dólares al Tío

Sam, más otros cuatro de los grandes para engrosar las arcas del Estado. De su premio le

quedaron 18.000 dólares.

Y como ya se había acostumbrado a un tren de vida demasiado alto para él, los estaba

fundiendo a marchas forzadas, hecho que consideraba muy lamentable.

Como era un joven inteligente, Bill se dijo: «Participar en concursos es mejor que trabajar;

pero como negocio resulta poco productivo. Algo va mal en una empresa si sólo obtienes un 40

% de beneficios. Así que se acabaron los concursos. Tengo que encontrar una ocupación que

requiera una mente preclara, y que me deje el 100 %.»

Como Bill estaba gastando su dinero con rapidez, iba al banco cada dos por tres para hacer

efectivo algún cheque. De esta manera, vio en varias ocasiones al director de un supermercado

importante haciendo depósitos de más de 15.000 dólares todos los lunes por la mañana. El

personaje pertenecía a ese grupo de hombres que, por gozar de una gran envergadura, son

valientes hasta la insensatez. Nunca llevaba escolta. Por primera vez en su vida, Bill decidió

utilizar el ingenio para dar el golpe. Los beneficios de un asalto serían todos suyos y, como era

un tipo inteligente, escogió un método que no requiriese el uso de la violencia ni de ninguna

clase de arma de fuego. Con tranquilidad, durante varias semanas, siguió atentamente los pasos

del director desde que salía del supermercado hasta que llegaba al banco.

El director abría el supermercado a las 8.30 de la mañana; y los clientes podían entrar a las

9 en punto. Durante la hora siguiente, aquél permanecía ocupado en su oficina.

Y a las 10 colocaba el dinero en un pequeño maletín y se iba en coche al banco. Bill decidió

que la mejor ocasión la tendría justo antes de que su víctima se metiera en el coche.

Una vez que quedó claro este punto, se dedicó a reflexionar sobre la mejor manera de

engañar a la policía. Se pasó días explorando la zona del supermercado. Varias manzanas al

este de la tienda, había una entrada que conducía a la avenida del río. Ésta se hallaba, en parte,

en fase de construcción; una valla de madera provisional separaba la carretera del río en un

corto trecho. Estudió estos dos elementos con cuidado. La carretera estaba sólo a metro y medio

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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de la superficie del agua, que debía ser profunda, pues grandes buques surcaban el río a

menudo.

Como si de un concurso se tratara, Bill anotó con cuidado todos los factores posibles. Y los

examinó detenidamente hasta dar con la solución.

El próximo domingo sería fiesta nacional, lo que significaba que los bancos cerrarían los

lunes, aunque el supermercado sí que abriría. De esta manera, el martes, el director llevaría el

maletín bien repleto. Una vez que concretó el día, Bill investigó algunas técnicas de maquillaje.

Se gastó veinte dólares experimentando con polvos y tintes para mudar el aspecto, tanto de su

cabello como de su rostro. Después, compró unas bombonas de oxígeno por 150 dólares, y

corcho por valor de 10 dólares. El viernes adquirió ropa de segunda mano por 30 dólares; robó

unas cuantas placas de matrículas, y se hizo con un coche de segunda mano por 500 dólares,

que tenía muy mala pinta pero funcionaba bien. Dio un nombre falso al comprarlo.

El martes por la mañana, muy temprano, camufló su cara con unas verrugas y cicatrices

bastante conseguidas, añadió un bigote y se tiñó el pelo de rojo. Acto seguido, condujo su coche

a un lugar aislado, al otro lado del río, y lo dejó allí, cerrado y lleno de toallas, bolsas de la

compra y una muda de ropa en el asiento de atrás. Hacia las siete y media ya estaba de vuelta

en la ciudad. Montó en el otro vehículo, es decir, el usado, y comprobó que las bombonas de

oxígeno y el corcho seguían escondidos en el asiento de atrás. Por último, aparcó justo enfrente

del supermercado. Entonces, empezó a sudar un poco. Es posible que algún policía recordara el

número de la matrícula robada, tirara del hilo y llegara al ovillo. Se metió un pequeño tubo

metálico en el bolsillo y dio un paseo.

A las ocho y veinte llegó el director, y se enfadó al ver que el sitio donde aparcaba siempre

su coche estaba ocupado. Tuvo que dejarlo calle abajo, donde sus empleados no lo vieran... tal y

como Bill había previsto.

A las diez en punto, el director salió de la tienda cargado con el maletín. Cuando se

acercaba a su auto, un joven pelirrojo, mal vestido, que cojeaba, se le aproximó por detrás.

Parecía como si fuera a preguntarle por una dirección, porque le mostró un papel, pero lo que

había escrito con mayúsculas en la nota era la frase siguiente: «ESTO ES UN ATRACO». Al

mismo tiempo, le clavó la punta del tubo en el costado, y dijo con un acento muy marcado:

—Tengo un 45. Un movimiento en falso y disparo. A ver si eres buen chico, me pasas el

maletín y caminas. ¡Y sin mirar atrás, o te vuelo los sesos! ¡Total, la compañía de seguros paga,

no creo que seas tan idiota como para jugarte la vida!

El director era enorme, pero no en estupidez. Entregó el maletín al pelirrojo y caminó calle

arriba, con rapidez pero también con confianza. Bill se metió en el viejo cacharro con el botín y

se fue. Al dejar atrás a su víctima, oyó cómo llamaba a gritos a la policía. Entonces, Bill frenó un

poco, una manzana más allá, bajó la ventanilla, y ató los corchos al pesado maletín. Esperó

hasta escuchar las sirenas de la policía, «porque debía estar seguro de que le veían bien», y se

dirigió hacia la avenida del río.

Antes de cruzar el puente, paró de nuevo para ponerse las bombonas de oxígeno.

Entonces, con el coche patrulla pisándole los talones, aceleró por el puente vacío. Al llegar a la

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valla de madera, pareció que perdía el control de la dirección, ya que se salió de la curva, chocó

contra la valla y se hundió en el agua.

El impacto del agua no le aturdió tanto como él había temido. Antes de que el coche

alcanzara el fondo fangoso del río, se puso la careta y empezó a respirar oxígeno de los tanques

que llevaba en la espalda. Con el maletín a cuestas, salió buceando con calma por la ventanilla y

cruzó el río por debajo del agua, dejándose llevar por la rápida corriente, y asomándose de vez

en cuando a la superficie para comprobar su situación. Por fin, vio su coche y se dirigió a la

orilla, todavía sumergido. Después, se quitó las bombonas y las arrojó al río, sabiendo que se

hundirían. Al llegar al coche, desenganchó la llave que había unido a su cinturón y, chorreando,

se sentó al volante y escapó.

Unos minutos más tarde, se metió en un solar vacío, como si tuviera problemas con la

rueda. Allí se cambió de ropa en el asiento de atrás, se quitó lo que quedaba de su maquillaje y

regresó a su apartamento sin prisa pero sin pausa. Llevaba dos bolsas de la compra llenas de

ropa húmeda, ¡y el maletín!

Vació el dinero en la bañera y convirtió su ropa húmeda en trapos. Cuando ésta se secó, la

metió en un montón de basura que había estado almacenando con este propósito y echó todo en

el incinerador del edificio.

Cerró la puerta, y se deleitó contando su tesoro... 21.158 dólares en metálico, más 3531

dólares y 72 centavos en cheques y talones, los cuales hizo trizas sin vacilar un segundo y los

echó al inodoro. Una vez que tiró de la cadena, se quedó más tranquilo. Luego, puso la radio y

oyó las últimas no— citas sobre el robo del supermercado: el ladrón se había ahogado al caer al

río el coche que conducía. La policía había ordenado el dragado del río; pero, debido a su

profundidad y a las fuertes corrientes, temían no encontrar jamás ni el dinero ni el cuerpo. Bill

bostezó satisfecho... ¡Aquello sí quiera un negocio redondo! Por medio de una inversión de

unos 710 dólares, había conseguido veintiuno de los grandes, con pocas posibilidades de que le

atrapasen, y sin ningún compromiso fiscal.

Los periódicos de la tarde daban más detalles de la historia. La policía declaraba que el

coche, que ya habían sacado del río, había sufrido muchos daños, pero el conductor del coche

patrulla había afirmado que se trataba de un viejo Chevrolet, que no estaba pintado por

completo y cuyo intermitente trasero de la izquierda estaba roto. Por otra parte, el director del

supermercado estaba tratando de identificar al ladrón entre varios retratos de pelirrojos que la

policía le había proporcionado, etc., etc.

Bill metió el dinero en un bote, lo dejó en su armario y salió a pasear por la ciudad, como

siempre.

Lo mismo hizo durante el resto de la semana; pero el sábado por la noche advirtió que

alguien le seguía. Y así era. El anciano que le había vendido a Bill el viejo Chevrolet, le dijo:

—Vamos a tomarnos una cerveza, amigo. Estoy agotado. Me he pasado todo el día

recorriendo la ciudad para encontrarte. Cuando leí lo del Chevrolet, que no estaba terminado

de pintar y que tenía un intermitente roto, reconocí el cacharro que te había vendido. Y al

recordar que tú no me habías regateado, me figuré que quizá no estuvieras en el fondo del río.

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Hitchcock, Alfred Morir para ver

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No soy avaricioso. Los periódicos dicen que sacaste 25.000 dólares. Bueno, 10.000 dólares

bastarían para borrar mi memoria.

Bill quedó en ir a verle por la mañana, con el dinero como es lógico, se pasó el resto de la

noche pensando. Salir huyendo quedaba descartado; si el tipo daba a la policía su verdadera

descripción, le atraparían antes o después. Escapar nunca había entrado en sus planes. Y

también sabía que el chantaje creaba hábito, y que tendría que pasarse el resto de su vida

pagando.

El domingo acudió a su cita, y le dio los 10.000 dólares al feliz viejo, que le juró

insistentemente que nunca volvería a causarle problemas. Bill cruzó el río y fue a una pequeña

ciudad de la que había oído hablar, pero que nunca había visitado. Y se metió en el bar que

tenía peor pinta. Se tomó unas cuantas cervezas, y le habló al camarero de los problemas que

tenía con el hermano de su cuñado, por lo que estaba buscando a alguien que se los solucionase

por 100 dólares. Hizo lo mismo en unos cuantos bares más; y al final le presentaron a un tipo

que parecía recién salido de la cárcel. El angelito le dijo que le pegaría una paliza a cualquiera

por 300 dólares y lo dejaría inválido por 800... Pago al contado. En voz baja, Bill preguntó a

cuánto estaba el asesinato.

El tipo dudó un momento, pero añadió enseguida:

—¡Por nueve de los grandes, me cargo hasta a mi hermano!

Bill dijo que se lo pensaría, que volvería la noche siguiente. En su habitación sopesó los

pros y los contras... del mismo modo que hacía cuando en un concurso le intentaban dar pistas

falsas. ¿Y si el asesino le chantajeaba? No, porque si se negaba a pagar, no podría contárselo a la

policía, ya que eso significaría la silla eléctrica para él. Y hasta en el caso de que detuvieran al

asesino, ¿qué podría decir? No sabía cómo se llamaba la persona que le había contratado, y ni

siquiera la ciudad donde vivía. Y, por lo que la policía averiguaría, Bill no tenía ningún motivo

para matar al viejo. Era arriesgado pero no tanto. 9000 dólares resultaba un poco caro, pero

tenía que recuperar lo que le había dado al vendedor de coches usados.

A la noche siguiente, el ingenioso joven cruzó el río en un autobús, encontró al asesino a

sueldo e hizo un trato. Dijo que sólo podía darle 8000 dólares, para que aquél no pensase que

estaba forrado de billetes. Luego, le indicaría quién era la víctima y rompería los billetes por la

mitad. Una de las mitades se la quedaría el asesino aquella misma noche; y la otra, se la daría

Bill cuando terminara el «trabajo».

El tipo duro dijo que le gustaban los tratos claros y que a qué estaba esperando.

Regresaron a la ciudad en autobús, y tomaron otro hasta llegar cerca del lugar donde el

viejo vendía sus coches. El resto del camino lo recorrieron a pie. Y al final se encontraron con un

montón de escombros carbonizados. Un transeúnte explicó que el viejo se había bebido casi

toda la cerveza de la ciudad, y que le estalló la estufa de petróleo que tenía en la oficina. Había

muerto en el acto.

Aliviado, Bill se llevó al asesino a un callejón desierto y le dijo:

—Se acabó el trato. Te doy 500 dólares por las molestias, y te olvidas del asunto...

Sin embargo, el tipo sacó un revólver y le amenazó:

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—Ni hablar. ¡Nadie se echa atrás conmigo! ¡Dame los ocho grandes!

—¡Maldito canalla! —dijo Bill, manteniendo las manos arriba, mientras el otro le sacaba el

dinero del bolsillo. El joven ingenioso era demasiado pequeño para ser un luchador pero, de

repente, preso de la ira, se echó encima del asesino a sueldo mientras estaba distraído contando

el dinero.

Fue un puñetazo con suerte, que derribó al enemigo. A éste se le cayó la pistola de la mano

pero no los ocho mil. Inmediatamente, se puso en pie y echó a correr con el dinero. Bill recogió

la pistola y le siguió. El otro dobló por una esquina y, al ir a cruzar una calle llena de tráfico, se

metió bajo las ruedas de un camión, que le aplastó como si fuera un gusano.

Desde la acera, Bill vio cómo el dinero se empapaba de sangre. Quedó horrorizado.

Finalmente, se metió la pistola en el bolsillo y se alejó caminando.

En la actualidad, Bill ha vuelto a los concursos, ya que de 21.000 dólares sólo le quedaron

unos 3000, y eso era peor que cualquier impuesto. De manera que ha abandonado el mundo del

crimen, y está estudiando con muchísimo interés un acertijo... ¡en la cárcel!

Un policía contempló cómo Bill tiraba la pistola por una alcantarilla; y al ingenioso joven

le ha caído un año y un día por tenencia ilícita de armas. Pero, como dispone de casi

veinticuatro horas diarias para los acertijos, está seguro de que pronto va a ganar algo gordo,

descomunal...