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Anke de Vries

Belledonne,

habitación 16

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Ú NO vas a ir. ¿Me oyes? ¡Tú no vas! –la señora Mons se arregló rabiosamente el delantal. –Pero se trata de un funeral... –¡Un funeral! –gritó ella con furia–. Para otros, quizá, pero no

para ti. ¡Oh, no! Para ti, ella no está muerta. Y no lo estará nunca, aunque se esté pudriendo a cincuenta metros bajo tierra.

–¡Oh... cállate! Aquellas palabras sonaron suavemente, pero con cierto tono

amenazador. Robert dudaba. Llevaba ya un rato en la puerta del café y

ninguno de los dos se había dado cuenta de su presencia. –¿Y por qué tengo que callarme? –la mujer estaba furiosa–. ¿Yo,

tu propia mujer? El hombre se rió desdeñosamente. –Tú ni siquiera sabes lo que es una mujer. Robert se fijó en el perfil de la mujer; una nariz que sobresalía

agudamente, al igual que su mentón. Las persianas estaban echadas, para ahuyentar el calor, pero, incluso en aquella semioscuridad, podía imaginarse su torvo ceño.

–Tú eres el único que sabes eso, ¿no? –dijo ella, burlonamente–. Demasiado bien sabes tú lo que es una mujer. Tienes buena experiencia. ¿No es cierto? –Su voz se alteró–. Durante muchos años me has puesto completamente en ridículo. Todo el mundo lo sabe en el pueblo. Primero con Florette, luego con esa Mireille...

–No empieces de nuevo con eso, por Dios... –dijo él con hastío, –Yo no hubiera empezado si no hubieras sacado tú el tema. El hombre se encogió de hombros y se acodó sobre el mostrador

del bar. Se le notaba claramente molesto. –Eso no significaba nada –dijo él. –El señor asegura que no significaba nada –replicó la mujer con

una risa estridente–. La señora Girauld era la única que significó algo, ¿no? Pero está muerta –gritó ella triunfalmente–. Tu hermosa señora Girauld está muerta. Completamente muerta. Se ha ido.

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–Como si aquello no fuera suficiente, agarró una botella de la estantería y la puso violentamente sobre el mostrador.

Robert pensó que debía hacer algo. Aquella mujer, probablemente, no iba a tardar en estampar la botella en la sudorosa cabezota del hombre.

Nervioso, dio un paso hacia atrás, sin acordarse de los escalones de la entrada. Pisó en falso, perdió el equilibrio y se cayó.

–¿Hay alguien ahí? La señora Mons se volvió de un brinco y miró hacia la puerta. Robert se incorporó y se sacudió el polvo de los pantalones. –He tropezado –murmuró. –No es usted el primero al que le pasa, ni probablemente será el

último –dijo el hombre, visiblemente relajado por aquella interrupción.

–Siempre te estoy diciendo que deberías hacer algo con esos escalones desgastados –dijo la mujer antes de desaparecer.

El señor Mons tomó a Robert por el brazo. –Entre, muchacho, entre. Fuera hace mucho calor y no es sano. Robert cogió su bolsa de plástico y siguió al hombre adentro del

café. –¿Quiere beber algo? –preguntó el señor Mons. –Sí, por favor. Una coca. Estoy muerto de sed. El señor Mons sacó también otra para él y se sentó a la mesa

frente a Robert. –¿De vacaciones? –preguntó, secándose los labios con el dorso

de la mano. Robert asintió y examinó al hombre. Tenía una cara peculiar.

Ancha y llena, con unas pocas arrugas. Pelo ralo y húmedo, pegado a la cabeza. Su mirada era especialmente extraña, pensó Robert. Una mirada infantil, amable e inocente. Parecía como si hubieran puesto los ojos en aquella cabeza por equivocación.

–¿Se aloja por aquí cerca? –No. Acabo de llegar y estoy buscando alojamiento. ¿Es esto una

pensión? –sus ojos recorrieron la habitación. –Lo fue, pero ya no lo es. Podría encontrar alguna abajo, en el

pueblo, aunque... estamos en plena temporada. Hay un hotel en la carretera principal, a la derecha.

Robert no dijo nada y bebió un sorbo. –¿De dónde es usted? –De Holanda. –¿De Holanda? ¿No es francés? Habla usted... –Mi madre es francesa. –Ah, ya entiendo –el señor Mons sonrió burlonamente–. Había

creído... Mire –prosiguió al ver la expresión de Robert–. Cuando se

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cayó, usted no dijo nada. Hasta ahora, ningún francés ha dejado de jurar por todos los santos al caerse por esas escaleras.

Puso la mano sobre el brazo de Robert, –Desde luego, sí su padre fuera francés hubiera sido distinto,

pero su madre... bueno, es una mujer y las mujeres no suelen soltar palabrotas con tanta facilidad... aunque...

Era evidente que el señor Mons pensaba en su mujer, porque dijo:

–Todo depende, por supuesto. Así que usted es de Holanda –prosiguió–. El doctor Perrin estuvo una vez allí, en Amsterdam. Los tulipanes le parecieron bellísimos, pero encontró el café repugnante. Al parecer le ponen ustedes una leche que sabe a jarabe.

Robert sonrió. –¿No se llamaba este local antes Belledonne? Hizo la pregunta sin aparentar interés, pero la mano que

descansaba sobre la pierna se crispó visiblemente. –Sí, claro –respondió el señor Mons–, pero eso fue hace mucho

tiempo. No creo que usted hubiera nacido. Robert respiró profundamente. ¡Lo había encontrado! Casi una

semana buscando pero ahora, por fin, lo había encontrado. –¿Por qué le cambiaron de nombre y le pusieron La Taberna? –¿Por qué? No lo sé. Probablemente habría alguna mujer detrás

de ello. Ya sabe cómo son. Les gusta andar cambiando los nombres. Si se llaman Sofía, tienen que ser María y si se llaman María, un buen día contestan cuando las llaman Clara. Me figuro que algo de eso debió de pasar con Belledonne.

–Es un nombre muy bonito. –Estoy de acuerdo. Así se llama la montaña que hay al otro lado

del valle –el señor Mons sacó un pañuelo mugriento y se secó con él el sudor del cuello y de la frente.

–Ya se llamaba La Taberna cuando la compramos nosotros –dijo–. Al principio alquilábamos habitaciones, porque siempre había sido una pensión. La vieja, la mujer ésa, ya sabe..., está loca –el señor Mons giró inquieto la mirada hacia la puerta, a través de la cual llegaba un martilleo sordo.

–Pero ¿cómo sabe usted que esto se había llamado antes Belledonne? –preguntó de pronto sorprendido.

Robert había estado esperando aquella pregunta, pero al escucharla se le hizo un nudo en el estómago.

–Tenía., tenía un tío que estuvo aquí. Aquello sonó completamente normal. –¿Un tío? –Sí. Se llamaba Robert Macy.

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El señor Mons se secó de nuevo la frente y se sirvió del pañuelo para ahuyentar las moscas que se habían posado en el borde de su vaso.

–No me dice nada. Robert Macy... –repitió el nombre lentamente–. ¿Cuándo estuvo aquí?

–Hace años. Al final de la guerra. –Eso debe de ser –dijo el señor Mons–, porque esto se empezó a

llamar La Taberna después de la guerra. ¿Le dio su tío la dirección? Robert negó con la cabeza. El corazón le comenzó a latir de

pronto desacompasadamente. –No, nunca lo he visto. Desapareció. Lo último que supimos de él

es que estuvo aquí. El señor Mons se removió en su silla, que crujió lastimeramente. –¿Por eso ha venido usted? ¿Porque su tío estuvo en esta pensión

hace unos treinta años? Es bonito. Me gustaría que alguien viniera aquí dentro de treinta años preguntando por mí..., aunque sólo fuera para decir que Alban Mons había vivido aquí. Nada más...

Los ojos del señor Mons se entristecieron como presintiendo que eso no iba a suceder.

–Pero al final de la guerra no venía nadie aquí –dijo repentinamente–. ¿Lo sabía?

–No. –Absolutamente nadie. Lo compramos en el cuarenta y ocho a

buen precio, porque iba fatal. Estaba lejos del pueblo y entonces no había turistas como ahora. La gente tenía que olvidarse primero de la guerra. El tipo al que se lo compramos lo había tenido sólo dos años y ya estaba harto. Lo debía haber comprado muy barato, porque llevaba cerrado algún tiempo.

Lanzó una mirada temerosa hacia la puerta. –A veces pienso que esto está maldito. La gente pasa de largo.

Nunca ha ido bien. –¿Por qué no? La vista es maravillosa. –Fuera, sí –asintió el señor Mons–, pero dentro es diferente. La

vieja, ya sabe –señaló casi imperceptiblemente hacia la puerta–. Esa vieja no quiere hacer ningún arreglo. Es muy tacaña. Siempre dice que lo que es bueno para nosotros lo es también para los demás. Pero la gente no se resigna a no poder lavarse y cosas así. Así que dejamos de alquilar habitaciones. Además, no le gustaría tener una criada joven. No soportaría que estuviera cerca de mí –se corrigió a sí mismo–, porque es una condenada celosa.

Movió con resignación la cabeza. –¿Podría alquilarme una habitación? –preguntó Robert–. No soy

exigente. Incluso no me importaría tener que dormir en el suelo.

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El señor Mons le miró. Las cansadas arrugas de su cara se convirtieron en una sonrisa.

–Por lo que a mí se refiere, no hay ningún inconveniente, muchacho. Si se tratara de una chica, hubiera sido imposible. Iré a ver qué puedo hacer por usted, pero no le prometo nada.

Se incorporó trabajosamente, secándose el cuello y la frente con el pañuelo y gimió:

–Dios mío, qué calor hace. Robert aguardó impaciente. Las voces llegaban apagadas a través

de la puerta, pero dedujo por el tono que su pretensión había originado una nueva disputa. Paseó la vista por la habitación. ¿Habría estado tan desnuda y desarreglada treinta años atrás? Desde luego no parecía que se hubiera hecho ningún arreglo desde entonces. Sólo eran recientes los horribles manteles de plástico que cubrían las mesas de madera.

Se sobresaltó cuando la puerta se abrió de golpe y entró la señora Mons. Sus manos no cesaban de alisar el delantal azul; calzaba unas sandalias negras, por encima de las cuales se venían unas piernas desnudas.

–¿Por qué quiere alquilar una habitación? –formuló la pregunta de forma brusca y recelosa.

–Pero si ya te lo he explicado –dijo el señor Mons con voz cansina.

–No te pregunto a ti, sino a él –un dedo airado señaló en dirección a Robert.

–Estoy de vacaciones y... –comenzó Robert cautelosamente, pero ella le interrumpió:

–¿Para usted solo? –Sí, señora. –Pero mañana recibirá la visita de alguna amiga, ¿no? –su

mentón sobresalía más que antes. –No, señora, no tengo ninguna amiga. Vengo solo. –Eso es lo que dicen todos –replicó ella con sorna–. ¿Amigos?

¿Vendrán amigos? –Tampoco tengo amigos. –Pero, por Dios. ¿No ves que viene solo? –gritó el señor Mons. –Eso no quiere decir nada. Una vez que se instale aquí, lo demás

vendrá mañana. Y puede que esto se llene de fumadores de hachís. El señor Mons se encogió de hombros con desesperación. –Hace un año vio en la televisión una película que trataba de

muchachos que fumaban hachís –le explicó a Robert– y ahora cree que todos los chicos van por ahí llevando encima un kilo de droga.

–Yo no fumo hachís –dijo Robert con calma–, ni siquiera cigarrillos.

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Ella le miró. Sus ojos le escudriñaron, pero él mantuvo la mirada lo más tranquilamente que pudo.

–Bien, puede quedarse –decidió tras unos instantes–. Mi marido le enseñará su habitación.

ROBERT siguió al señor Mons escaleras arriba, lo que les llevó su tiempo, ya que el señor Mons tenía que pararse constantemente para respirar. Se llevó una mano al corazón y dijo:

–Es demasiado trabajo para él. Su camisa verde claro estaba empapada de sudor. Todo daba

impresión de abandono. El pasamanos de la escalera estaba desgastado, el papel amarillento de las paredes aparecía despegado en varios sitios y las escaleras estaban desvencijadas y crujían a cada paso.

–Aguarde un momento –suplicó el señor Mons parándose frente a él–. Ya no tengo veinte años. –Cerró los ojos mientras respiraba trabajosamente–. No suelo subir aquí –dijo un momento después–. Dormimos abajo. Ya puede ver por qué –señaló resignadamente el exceso de grasa que le rodeaba la cintura–. No me pida que le sirva el desayuno en su habitación porque eso me llevaría derecho a la tumba.

Su expresión cambió al pronunciar la palabra "tumba". –Luego tengo que pedirle algo –susurró a Robert. Con un gruñido prosiguió la subida. –Señor Mons –dijo Robert cuando llegaron por fin arriba–.

¿Podría darme la habitación dieciséis? –¿Cómo? ¿Qué ha dicho? –Habitación dieciséis. –¿Por qué? –el señor Mons se volvió hacia él. Su mirada se tornó

recelosa. –El dieciséis es un número que me da suerte –Robert improvisó

sobre la marcha–. Cuando juego a la lotería, elijo siempre un número que termine en dieciséis. Aquí hay cinco habitaciones contiguas, desde la diez a la dieciocho. Como todas están vacías, pensé...

–Le daré la catorce –le interrumpió el señor Mons–. Es igual de grande y la vista es la misma.

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Abrió la puerta. La habitación estaba a oscuras, porque las contraventanas estaban cerradas; por el olor se deducía que no se había ventilado en mucho tiempo. Debía de llevar cerrada varios meses.

El señor Mons se dirigió a la ventana y después de algunos forcejeos pudo abrirla. La habitación se llenó del calor asfixiante del exterior.

–Seguramente habrá tormenta –comentó el señor Mons–. Será un alivio, porque llevamos catorce días así y no hay quien lo soporte. ¿Cree usted que se las podrá arreglar aquí?

Robert miró a su alrededor. Había una cama grande de madera y, a su lado, una mesilla de noche. Una mesa desvencijada y un lavabo adosado a la pared. Un enorme armario ropero de color marrón ocupaba la mayor parte de la pared de enfrente.

–Estupendo –dijo Robert–. Una cosa... ¿Hay agua? –Tiene usted un grifo al final del pasillo. Sólo tiene que llenar el

lavabo cuando quiera lavarse –el señor Mons señaló hacia el lavabo–. Luego tire el agua al retrete. Lo encontrará en el pasillo.

–¿Cuál es el precio de la habitación? –Tendrá que hablar con la vieja. Yo no quiero meterme en eso,

aunque tampoco tengo la oportunidad de hacerlo. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

Robert se encogió de hombros. –No lo sé exactamente. El señor Mons le miró amistosamente. –Veré si puedo conseguirle un precio especial –señaló con el

pulgar hacia el suelo, bajo el cual, y a pocos metros de ellos, se oía trajinar a la señora Mons.

Robert se dirigió a la ventana y miró fuera. Desde allí veía el ancho valle con las montañas al fondo, a través de la bruma originada por el calor. Una de las montañas se llamaba Belledonne... ¡Qué tranquilo era aquello! Una tranquilidad pesada, cercana, que casi le oprimía.

Oyó toser al señor Mons detrás de él. Se volvió y vio a aquel hombre gordo, con la vista baja y algo confuso. Llevaba zapatillas. Unas zapatillas grandes y anchas. Claro que, probablemente, no alcanzaría a anudarse los cordones de los zapatos. El señor Mons tosió de nuevo.

–Tengo que pedirle un favor. Al menos, yo le he ayudado a conseguir esta habitación y no ha sido fácil –señaló de nuevo hacia el suelo con el pulgar–. Me costó trabajo y por eso pensé que... bueno, que usted podría...

–Por supuesto –dijo Robert–. ¿Qué puedo hacer por usted? –Asistir mañana a un entierro.

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–¿Al de la señora Girauld? –hizo la pregunta sin darse cuenta. –¿Así que usted la conocía? –balbuceó extrañado el señor Mons. –No, es que... escuché su nombre cuando llegué. –Sí, claro. Cuando usted llegó estábamos hablando de eso y,

además del nombre, pudo oír algo del comentario –dijo con cierta acritud.

–La vieja no quiere que vaya al entierro. Tiene celos hasta de la muerta –añadió.

–¿Y qué tengo que hacer? –Mirar. Sólo mirar y contarme exactamente todo lo que vea. Y

también... La cara del señor Mons enrojeció. Rebuscó en un bolsillo y sacó

un billete de diez francos. –Quiero que compre una rosa con esto. Una, no lo olvide. No se

notará entre tantas coronas y ramos de flores. Además, una rosa no es tan cara... –extendió el billete ante él, casi de manera suplicante. Robert se dio cuenta de que la mujer de Mons no sabía nada de aquello.

–Tiene que escoger la más bonita, ¿eh? Lo hará, ¿verdad? –su voz era implorante–. Debe escoger la más bonita de todas. Que no sea roja. A ella no le gustaban. Una vez me dijo que el rojo era el color de la sangre. Ha de ser amarilla, pero de un color amarillo claro, como el vestido que llevaba la última vez que la vi. Deje la rosa sobre la tumba cuando todo el mundo se haya ido. Cuando esté usted solo. Luego diga... tiene usted que decir: "Esta es la rosa de Alban Mons. Le agradece sus visitas y nunca la olvidará..." Eso es todo.

Su voz se quebró y murmuró: –¿Cree que lo recordará? Aquel era el encargo más inesperado y extraño que Robert podía

haberse imaginado. Si lo contaba alguna vez, no le creerían. Una rosa amarilla para la tumba de la señora Girauld...

Contuvo la tentación de reírse. El señor Mons estaba ruborizado y muy serio.

–¿Hará eso por mí? –Encantado de hacerlo –empezó a decir con cautela–. Pero ¿no

resultará extraño que un desconocido asista al entierro? Ni siquiera la conocía.

Los ojos del gordo brillaron con astucia. –No tiene por qué resultar extraño. En absoluto. Porque usted,

amigo mío, estará en el cementerio por pura casualidad, buscando la tumba de su tío Robert. Después de todo, podría estar muerto, ¿no? Usted tiene suficientes motivos para estar allí, incluso si se celebra un entierro al mismo tiempo.

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Robert asintió. El señor Mons era más listo de lo que había pensado.

–Puede quedarse con la vuelta –dijo cuando Robert tomó el billete–, por las molestias que le ocasione. Pero no diga ni una sola palabra de esto a nadie. De lo contrario... –el señor Mons le miró, pero al momento se encogió de hombros, como dándose cuenta de que una amenaza no serviría de nada.

–No hablaré con nadie de esto –prometió Robert–. Puede estar seguro.

El señor Mons puso una mano sobre el hombro de Robert. –Gracias, muchacho, gracias. Después dio la vuelta y se dirigió cansinamente hacia la puerta. –¿De verdad que sabe lo que tiene que decir? –Tengo buena memoria. –Y elegirá la más bonita, ¿no? La más bonita de todas. –Se lo prometo. Cuando la puerta se cerró por fin, Robert fue a la ventana de

nuevo y respiró a fondo. ¡Dios, cómo apestaba aquel hombre! Para él era un misterio

cómo un hombre como aquél podía haber tenido una amiga. Una amiga que ahora estaba muerta y a la que él tenía que llevar una rosa amarilla. ¡Increíble!

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OBERT no pudo dormir. Las toscas sábanas de lino que le había dado la señora Mons antes de subir se le pegaban al

cuerpo. El ambiente de la habitación era sofocante. Estaba mal ventilada. Retumbaban los truenos, pero no acababa de estallar la tormenta; de vez en cuando entraban destellos de relámpagos.

Dio una vuelta más en la cama y se puso boca arriba. Nizier. Ese era el nombre del pueblo. Le había llevado una

semana encontrarlo. No le había dicho a nadie el motivo de su viaje, ni siquiera a sus

padres. Había estado pensando en ello durante casi un año y había tomado la decisión el mes anterior.

–Me voy de vacaciones a Francia –había dicho a sus padres–, a corretear por allí solo.

–¿No quieres venir con nosotros? Podrías traerte un amigo, como el año pasado.

–No. Esta vez quiero ir solo. –Ya eres mayor –le había dicho su padre–. Yo hice lo mismo

cuando tenía tu edad. No te olvides de llevar dinero suficiente y, si tienes algún problema, no tienes más que mandar un telegrama.

Sus padres eran fantásticos. Nunca estaban encima de él y, por lo general, le dejaban tomar sus propias decisiones aun cuando era hijo único. Sabía que a su madre le habría encantado que fuera con ellos a Escocia, pero le dejaron que decidiera.

La razón por la que estaba en aquel ruinoso café, que antes había sido una pensión, se debía a una simple agenda. Una agenda de hacía más de treinta años y que había pertenecido a cierto Robert Macy.

Le había dicho al señor Mons que Robert Macy era tío suyo, pero era mentira. No tenía la menor idea de quién era aquel hombre.

Robert se incorporó un poco y se puso la almohada bajo la nuca.

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SU ABUELO, el padre de su madre, había muerto hacía un año. Estaba viudo desde hacía mucho tiempo y vivía en París. Después de su muerte, Robert y su madre habían ido a recoger sus pertenencias al piso en que vivía y le sorprendió lo ordenado que había sido su abuelo, aun cuando había vivido solo durante mucho tiempo.

–Aún recuerdo perfectamente cómo se enfadaba con las criadas descuidadas y desordenadas –le había dicho su madre–. Antes de una semana las ponía de patitas en la calle.

Su abuelo era médico. En la estantería y en los cajones encontraron muchas notas sobre sus pacientes, así como sus opiniones personales acerca del curso de las enfermedades. Todo ello ordenado alfabéticamente.

Robert encontró una caja con la letra M. Al abrirla, vio una agenda y una bala. Sorprendido, tomó la bala. Era pequeña y apenas pesaba nada. Luego ojeó la agenda y lo primero que leyó fue: Estoy vivo, estoy vivo. ¡Dios mío! ¡Cómo puede ser verdad!

Había muy poco más. Unas cuantas frases, algunas iniciales, un comentario y un nombre: Robert Macy. Estaba fechada en 1944.

Volvió al archivo de su abuelo, pero no encontró ninguna mención del apellido Macy. Se guardó la agenda en el bolsillo y aquella noche, cuando fue a cenar con su madre al Barrio Latino, le preguntó:

–¿Te dice algo el nombre de Robert Macy? Estaba tan concentrada en el menú que tuvo que repetirle la

pregunta. –¿Robert Macy? –frunció el ceño y se quedó pensativa. –No. Nada. ¿Por qué? –Vi escrito ese nombre cuando estábamos recogiendo las cosas

del abuelo. ¿No es algún familiar nuestro? Al fin y al cabo yo también me llamo Robert.

–Tú te llamas así por mi hermano. Me figuro que sería uno de los innumerables pacientes de tu abuelo.

El camarero llegó en aquel momento, su madre ordenó la cena y se olvidaron de Robert Macy.

Pero, cuando regresaron al piso de su abuelo, Robert volvió a recordar el nombre. En la cama ojeó de nuevo la agenda. La escritura a mano no era clara, sobre todo al principio. La señora de B. es de absoluta confianza, descifró aquello con dificultad. Puedo confiar en ella. Luego venía una P y una L. Después Eleonore, el único nombre que estaba escrito con todas sus letras. Este nombre se repetía varias veces, a veces de forma sucesiva.

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EN LOS MESES que siguieron no pudo apartar de su mente la agenda. Ejercía sobre él un poder de atracción casi mágico. A menudo la sacaba y ojeaba sus páginas, aunque se la sabía de memoria. ¿Quién era Robert Macy? ¿Viviría aún? Le resultó bastante difícil averiguar dónde había vivido aquel año. En los Alpes franceses... En una de las páginas estaba escrito lo siguiente: He vuelto a salir de nuevo, por vez primera, esta noche. La luna iluminaba el valle y Belledonne parecía embrujada. Me he reunido con el señor M. Y un poco más adelante: El señor M. me odia.

Belledonne era el nombre de una montaña. Había logrado averiguarlo. ¿Pero quién era el señor M. que había odiado a Robert Macy? ¿Y por qué? No se daba ninguna explicación en la agenda. Lo que más le intrigaba era el final: Esta noche Pensión Belledonne. Habitación dieciséis. Eleonore.

Aquí terminaba. Robert juntó sus manos detrás de la cabeza. Había comprado

mapas de la región de los Alpes franceses que incluían los más pequeños villorrios y había subrayado los lugares cuyo nombre empezaba con N, porque en la agenda había varias referencias al pueblo N.

Luego había iniciado las pesquisas, buscando y haciendo preguntas en los pueblos cercanos a Belledonne y, al cabo de una semana, se encontraba allí. En un café que anteriormente había sido la Pensión Belledonne. En él había una habitación dieciséis... habitación dieciséis. Contigua a la suya. ¿Qué había sucedido allí? Probablemente nada importante. ¡Quién sabe! Quizá Robert Macy simplemente había dormido allí un par de noches. Su tío... bueno, en cualquier caso, los dos tenían el mismo nombre y había pensado tanto en Robert Macy que a veces tenía la impresión de ser realmente sobrino suyo. ¿Viviría aún en aquella zona? Tenía que empezar sus investigaciones al día siguiente y, si lograba dar con su dirección, le devolvería la agenda y averiguaría qué significaba la bala.

Se imaginó cómo sería. Robert Macy abriría la puerta y le invitaría a entrar. Naturalmente, sería un hombre de mediana edad. Con cara simpática y pelo gris. Releyendo las páginas de la agenda, recordaría un sinfín de cosas.

–¿Quién es Eleonore? –le preguntaría. –¿Eleonore? La persona que salvó mi vida. Yo estaba herido. Sí,

esa bala que tiene usted, la tenía incrustada en mi cuerpo. Gracias a ella, estoy vivo...

Luego, quizá, entraría Eleonore porque, después de todo, no sería extraño que se hubiera casado con ella.

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–Estoy contento de haberle encontrado –le diría–. Me ha costado un año. Mientras estuve buscándole he dicho que usted era tío mío...

Después le invitarían a quedarse con ellos y lo celebrarían con una botella de vino. Robert Macy le empezaría a llamar "sobrino" y beberían juntos con Eleonore, el único nombre que aparecía escrito con todas las letras en la agenda. Eleonore era todavía guapa. Su sonrisa era como la de Marjo, excitante y prometedora.

Robert se incorporó de un brinco. Debía haberse quedado dormido y había estado soñando. Era cierto; había soñado con Eleonore. Eleonore, con la sonrisa de Marjo.

Marjo... Marjo coqueteaba con todos los chicos y a él lo trataba exactamente igual que a los demás. A veces podía estar harto de ella y, al mismo tiempo, encontrarla irresistible. A menudo pensaba que no la quería, pero se desesperaba cuando la veía con otros chicos, pasándoles el brazo por los hombros y coqueteando con ellos con aquella sonrisa perturbadora en los labios.

Robert se echó de nuevo. El ambiente de la habitación era sofocante y húmedo. Por la mañana tenía que ir al entierro de la señora Girauld. Aquello no era lo mismo que ir a ver a Eleonore. Sonrió. Sin duda, la señora Girauld debía haber sido rellenita. Rellenita con, un pelo bonito, algo así como una camarera de películas del Oeste. Estaba seguro de que al señor Mons le gustaban las mujeres así. Y tenía que llevarle una rosa amarilla, sin que se enterara su mujer. Bostezó. Pobre señor Mons. O pobre señora Mons. Ni siquiera sabía a quién tenía que compadecer...

SE DESPEREZO atontado. Tenía la boca seca. Las sábanas estaban pegajosas. No había habido tormenta por la noche, lo que presagiaba otro día de bochorno. Robert se deslizó fuera de la cama y se fue a llenar la jarra del lavabo al grifo del pasillo. Le duró un buen rato, porque el grifo echaba poca agua. De vuelta en su habitación, se lavó. Después se frotó la barbilla y decidió esperar otro día para afeitarse; aún no necesitaba afeitarse con regularidad. Abajo, en el café, las sillas y las mesas estaban arrimadas a un lado. La señora Mons llevaba un pañuelo anudado a la cabeza y estaba fregando el suelo.

–En seguida le sirvo el desayuno –dijo precipitadamente, sin mirarle. Habían acordado la noche anterior que le cobraría quince francos por la habitación y el desayuno. Si quería alguna comida,

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debería avisarlo con anticipación y le costaría ocho francos. Robert le ayudó a colocar de nuevo las sillas y las mesas en su sitio.

–¿Se ha levantado ya su marido? –Ha ido al pueblo por pan –fue todo lo que le contestó. Realizaba

su trabajo con movimientos nerviosos. Reunió el polvo de la habitación en un montón y luego lo recogió con una pala para basura.

–Ahí está –dijo de repente, señalando con la cabeza hacia afuera. Robert suspiró con alivio y se dirigió hacia la puerta.

EL SEÑOR Mons detuvo el Dos caballos y bajó de él. –¡Qué hay, muchacho! Las perspectivas para hoy son las mismas.

¡Qué calor! Comparado con Nizier, aquí se está fresco. Aquello parece un horno... –de su cabeza caían gruesas gotas de sudor y su camisa estaba completamente empapada.

–¡Gracias a Dios! –mientras respiraba con dificultad dijo en voz baja a Robert–: La floristería está en Mont Bleu.

–¡Alban...! –llegó la voz estridente desde el interior. –Sí, sí, ya voy. –¿Dónde está Mont Bleu? –preguntó Robert. –A unos dos kilómetros de aquí. –¡Alban! –se oyó por segunda vez. –Lo hará, ¿verdad? –miró a Robert con inquietud, como si

temiera que hubiera cambiado de idea durante la noche. –Se lo he prometido. Robert sacó las hogazas del coche. El señor Mons le dio unas

palmadas en la espalda. –Gracias, muchacho –le dijo–. Usted tiene buenos músculos. Yo

también los tenía. Debería haberme visto en la feria, cómo ganaba a todos en aquello de "Pruebe su fuerza". Todos me temían, muchacho. Con sólo mirarme se asustaban...

–¡Oh! ¿Sí? –la señora Mons estaba en la puerta y lanzó la pregunta con sorna, sonriendo– ¿De quién?

–¡Guarra! –murmuró el señor Mons– ¡Perra!

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DESPUÉS del desayuno, Robert se dirigió hacia el pueblo paseando. Tenía tiempo de sobra para ir a Mont Bleu a comprar la rosa.

La vista era maravillosa. El ancho valle se estrechaba delante de él y, al fondo, se divisaba el Isére, resplandeciente. Debido al calor, las montañas aparecían difuminadas en la bruma.

A medida que se acercaba al pueblo iba notando mayor actividad. La carretera era estrecha y muy expuesta al viento. Pronto vio la plaza del pueblo, con su iglesia. Probablemente el cementerio estaría detrás.

A un lado de la plaza estaba el ayuntamiento y, junto a él, la oficina de correos; al otro lado había una tienda vieja y descuidada, con un rótulo que decía Supermercado escrito con letras grandes. A su derecha había un bar llamado Chez Lucette. Una parra cubría la terraza, manteniéndola sorprendentemente fresca. Decidió pararse más tarde a tomar algo allí. Un poco más allá había un lugar al aire libre para jugar a los bolos. Aunque era muy temprano, ya había algunos hombres jugando. Voces excitadas seguían a los golpes secos de las bolas metálicas.

Como no había tenido tiempo de preguntarle al señor Mons el camino de Mont Bleu, se acercó a una mujer que salía del supermercado.

–Siga recto esa cuesta y, al llegar a la calle principal, tome a la izquierda.

Robert siguió la indicación de la mujer y cruzó la plaza. A su izquierda había un muro que ocupaba todo el lateral de la plaza. Detrás probablemente habría una finca, quizá con un castillo o una vieja mansión.

Llegó en seguida a la calle principal, por la que circulaban coches y camiones. Al cabo de un cuarto de hora llegó a Mont Bleu y encontró fácilmente la floristería. Una mujer bajita regaba tiestos con flores de todos los colores.

–Ya ve, señor. Nosotros bebemos mucha agua con este calor y ellas necesitan también agua –le dijo con simpatía–. Hay que cuidarlas como si fueran niños y hablar con ellas un poco de vez en cuando. Ya sé que suena raro, pero es verdad. Una planta necesita cariño y atenciones, igual que una persona. ¿Cómo hacerlo? Pues hablando con ellas. Mire ésta...

Señaló una planta de hojas lustrosas. –Se la he vendido a la señora Dumas. "¿Cómo tengo que

cuidarla?", me preguntó ella. Y yo le dije: "Un poco de agua y una palabra cariñosa de vez en cuando." ¿Cree usted que me hizo caso? Ella es muy amable con la gente, pero a esta pobre planta no le dirigió ni una sola palabra. ¿Y qué pasó? Pues que la planta se puso mustia, como es lógico, y la señora Dumas vino muy nerviosa a

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decirme que yo le había vendido una mala planta. Aquello me indignó, señor, y le dije: "Tráigala, déjemela un mes y verá lo que pasa".

Llena de orgullo, hizo una pausa mirando a la planta. –¿Y qué hice yo? Nada especial. Un poco de agua y unas palabras

amistosas. Nada más. ¿Qué desea, señor? Ella le miraba, esperando. Robert se hallaba un poco

avergonzado de ir a comprar sólo una rosa, sólo una, en aquella tienda llena de flores y plantas.

La mujer se dio cuenta de su indecisión. –El señor no se ha decidido aún –hizo un gesto de comprensión. –¡Oh, sí! Quiero una rosa amarilla –dijo atropelladamente. –¿Una? –Sí. –Bueno, sí que es raro –dijo pensativamente al tiempo que

sacaba una rosa amarilla de un tiesto–. Muy raro. Especialmente hoy... Yo diría que es una coincidencia. Sí señor, una coincidencia.

–¿Una coincidencia? –Sí, no se me ocurre otra cosa. Conozco una persona que siempre

compraba una rosa amarilla. Una rosa, siempre que venía aquí. A veces compraba también alguna planta o un ramo de flores, crisantemos o claveles. Pero nunca un ramo de rosas amarillas. Nunca. Siempre pedía una sola. El diablo me lleve si no le digo la verdad. ¡Dios mío, qué estoy diciendo, precisamente hoy!

La mujer, que estaba frente a él, se santiguó con presteza. –La pobre mujer se murió ayer, ¿sabe? La van a enterrar hoy por

la mañana, en Nizier; un poco lejos de aquí. Por eso me pareció una coincidencia que usted viniera hoy a comprar una rosa amarilla. ¿No le parece? Se la envuelvo en seguida, señor.

–¿Podría ponerla en una bolsa de plástico? –preguntó Robert. –¡Ah, ya veo! –la mujer rió comprendiendo–. Es una sorpresa.

¿No? No debe saberse que es una rosa –la mujer ya se apartaba con paso indeciso. Al poco rato volvió con una bolsa de plástico.

–Yo también he sido joven –dijo. Envolvió la rosa en celofán y la metió con cuidado en la bolsa. –Aquí la tiene, señor. Espero que le guste a ella. Robert abonó el importe y le dio las gracias por su amabilidad. Ella le miró con simpatía mientras se alejaba. –¡Dios mío! Y luego dicen que los jóvenes de hoy no son

románticos –hizo un gesto con la cabeza–. Una rosa sola... Desde luego es una coincidencia.

Se quedó mirando unos instantes el tiesto lleno de fragantes rosas amarillas, se inclinó, tomó una y llenó de agua un vaso largo y

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estrecho. Cortó un poco el tallo de la rosa con manos expertas, la introdujo en el vaso y la puso en la ventana.

–Bien –dijo en voz baja–. Una persona enciende una vela por su alma y otra pone una rosa amarilla en un vaso. Espero que ella lo pueda ver. –Se asomó al exterior y aún pudo divisar al muchacho, que se alejaba con la bolsa de plástico blanco en la mano.

CUANDO Robert volvió a Nizier, ya estaban tocando las campanas de la iglesia. Seguramente iba a comenzar la misa por la señora Girauld. Le sorprendió el número de gente que había en la calle. Era un pueblo distinto de la aldehuela que parecía dormida una hora antes. La plaza estaba llena de gente vestida con discreción y formando grupos; otros se apresuraban a entrar en la iglesia sin detenerse. El ataúd debía estar ya dentro. Robert acababa de ver un largo coche negro que se apartaba lentamente.

Decidió encaminarse a la terraza de Chez Lucette y beber algo. Allí podría esperar hasta que terminara la misa.

Dos hombres estaban sentados a una mesa. –Debe de estar llena de gente –dijo el más alto, señalando hacia

la iglesia. –El párroco ha soñado siempre con un corral lleno de ovejas.

Bueno, creo que hoy ha conseguido lo que quería. Debe de estar a sus anchas –el señor Grolot, que era quien había hablado, estaba reclinado hacia atrás, con los pulgares enganchados en los tirantes. Tenía una cara rojiza, en la que destacaban dos ojos brillantes.

–Mira, allí va también la señora de Béfort –comentó el otro–. No ha cambiado nada. Está igual que siempre, excepto el bastón, por supuesto.

La señora de Béfort... Robert se estremeció. La señora de Béfort. ¿Sería aquella señora de B?

Siguió la mirada del hombre de la mesa y vio a una señora menuda, vestida de gris. Andaba lentamente, apoyándose en un bastón que movía hacia adelante con cuidado.

–Al parecer, tiene dolores a veces –recalcó el señor Grolot–, pero no lo demuestra nunca. Es capaz de morderse la lengua antes de quejarse.

–¿Cuántos años tendrá?

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–Me figuro que cerca de noventa. Pero está estupendamente, te lo aseguro.

–Hablando de otra cosa, esto ha sido un golpe para el señor Girauld. Me han dicho que ha envejecido diez años... Además, fue todo tan rápido... –comentó el hombre alto.

–Sí. Su hija era todo para él. Todo. Estaba loco con ella. El señor Grolot se volvió hacia la puerta y gritó: –¡Eh, Lucette! Tráeme otro igual. Apareció una chica, de hecho ya mujer. Llevaba un vaso de vino

blanco en una bandeja. Parecía vivaracha y espontánea. Sus movimientos eran ágiles y llenos de gracia.

–Grolot, se le va a hinchar el estómago con tanto vino ya por la mañana –bromeó ella.

El señor Grolot se rió con ganas y se pasó las manos por la tripa. –Esto es lo que se llama la curva de la felicidad, jovencita. Lucette se rió y se volvió hacia Robert. Un par de ojos de color

castaño claro se fijaron en él. –¿Quiere algo de beber? –Una coca, por favor –respondió un poco confuso y dejó en el

suelo la bolsa de plástico. Sus ojos la siguieron. El señor Grolot, que se había dado cuenta,

sonrió y levantó el vaso hacia él. –Sí, muchacho, estoy de acuerdo con usted. Esa Lucette es algo

fino. Lo mejor que tenemos en el pueblo. Robert sonrió tímidamente. En seguida volvió Lucette y le puso

la coca delante. –¿De vacaciones? –su voz era cálida y se mostraba interesada. –Sí. –¿Va a estar mucho tiempo? –Aún no lo sé. Empezaban a oírse cánticos procedentes de la iglesia y, durante

unos momentos, dejaron todos de hablar y escucharon. –Otra vez se oye claramente la voz del párroco –dijo el señor

Grolot–. Lo que más le gusta es oírse a sí mismo. Claro que echará el resto ante ese grupo de gente tan elegante que ha venido de París. Como pasó en Pascua... –sonrió burlonamente–. No paraba de hablar. Después de la misa, le preguntó a la señora de Béfort: "Bien, señora, ¿qué le ha parecido?" ¿Y sabe lo que le contestó?: "Padre, vine a oír la palabra de Dios, pero usted no le ha dado ninguna oportunidad. Sólo he oído la suya..."

Los dos hombres se echaron a reír. –¿Cómo sabe usted eso, Grolot? ¿Estaba cerca de ella? –le

preguntó Lucette con ironía.

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–Me lo contó Pierre. Ya sabes que yo sólo voy en Navidad. De otra forma se convertiría en rutina.

–¿Crees que su ex marido estará ahí también? –preguntó el alto, señalando hacia la iglesia.

–¿Te refieres al de la señora Girauld? –Sí. –No lo he visto. Es raro que todos en el pueblo la llamaran

señora Girauld, incluso cuando estaba aún casada con ese tipo de París. Nadie usó nunca su nombre. Siempre fue y ha seguido siendo la señora Girauld.

–Voy a tomar otro vino –dijo el alto–. Todavía podemos beber tranquilos, pero dentro de un rato estará esto lleno.

ROBERT se levantó media hora después. Pagó y se dirigió al cementerio. Su sorpresa iba en aumento. ¿Cómo podía haber tenido semejante amiga un tipo como el señor Mons? Hasta de París había venido gente al entierro. Se la había imaginado como una mujer llena de curvas, con un nombre como Marie o Lilette y llevando un jersey pasado de moda en sus citas secretas con el señor Mons. Una Lilette Girauld riéndose sin parar cuando el señor Mons la pellizcara. "Tú eres el único hombre para mí" le diría, ya que de un modo u otro aquel hombre gordo debía de haber despertado algún sentimiento en ella. Tenía que ser así porque, de otra forma, ella nunca hubiera sido su amiga, ya que el señor Mons no podía haberle pagado nada. De eso estaba seguro.

Llegó al cementerio casi sin darse cuenta. Era mayor de lo que esperaba. El deslumbrante sol se reflejaba en algunas de las tumbas de mármol blanco. Le hacía daño en los ojos. Algunas estaban bien cuidadas y otras aparecían decoradas con ostentosas flores artificiales colocadas alrededor de una fotografía del difunto. Alguna que otra estaba circundada de una verja metálica, como si alguien temiera que el difunto pudiera escaparse.

Su mirada se detuvo en un panteón de mármol negro. Ocupaba un amplio espacio y parecía bien cuidado. Mármol negro brillante. Girauld... el panteón de la familia Girauld... macizo e impresionante.

¿Sería enterrada allí la señora Girauld? Nada indicaba que fuera a ser así. Quizá se trataba de otra familia con el mismo apellido. No

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podía imaginarse que la amiga del señor Mons fuera enterrada en aquel panteón de mármol negro.

El calor apretaba de firme. El sol caía a plomo, inmisericorde, y ni siquiera había el consuelo de que corriera un poco de brisa. El camino que pisaba estaba seco y lleno de polvo. Robert decidió echar un vistazo, ya que no disponía de mucho tiempo. Las campanas de la iglesia empezaron a sonar otra vez. Debería comportarse de la forma más natural e indiferente posible, como si fuese un visitante que estuviera allí por casualidad aquella mañana. ¿Ante qué tumba debería situarse? No se le ocurrió ninguna así de repente, por lo que decidió ir a sentarse en un banco un poco más lejos. Ya oía el ruido de los pasos en la plaza. Pisadas y algunas toses. Se acercó rápidamente al banco y se sentó. Desde allí podía ver toda la comitiva que se acercaba. Sin darse cuenta, su mano asió con más fuerza la bolsa de plástico blanco.

Primero apareció el párroco, con la cabeza bien erguida, como haciendo ostentación de que la muerte no le atemorizaba. Llevaba gafas con cristales de aumento, lo que hacía que sus ojos parecieran mayores. A continuación venía el ataúd, llevado por unos hombres vestidos de negro. Sobre el ataúd había un sencillo paño negro. Robert vio que no había flores ni coronas. Un anciano caminaba detrás del ataúd. Llevaba bastón y cojeaba ligeramente. Junto a él iba un hombre más joven. ¿Su hijo? Luego, una chica joven, de unos dieciséis años. Caminaba inclinada, mirando al suelo, y la expresión de su rostro era dura e impenetrable. No iba vestida de luto como los demás. Destacando entre los trajes oscuros de los otros, llevaba una falda y una blusa de cuadros y calzaba sandalias.

Era una comitiva larga. Pisadas y más pisadas, mientras los zapatos se ensuciaban de polvo debido a la tierra seca del camino.

¿Se detendría el párroco en el panteón de los Girauld? No. Pasó de largo. Sólo el anciano miró hacia él un momento.

Iban a pasar junto al banco donde Robert estaba sentado. ¿Qué debería hacer? Levantarse, desde luego. Uno siempre se pone en pie cuando pasa un difunto. Se levantó con cierta torpeza y la blanca bolsa de plástico cayó al suelo. Se asió al respaldo del banco e inclinó la cabeza. Al pasar el ataúd a la altura de sus ojos, sólo pudo ver el paño negro con su orla. La chica pisó la bolsa de plástico. Era tarde para recogerla e intentó echarla hacia atrás con el pie.

Algo curioso estaba sucediendo. Los miembros de la comitiva estaban alterados, indudablemente. Se miraban unos a otros y algunas personas cuchicheaban entre sí:

–¿Adonde vamos? –alcanzó a oír–. ¿Tú entiendes algo? El párroco giró a la derecha. Aquella era una zona lisa del

cementerio, cubierta de hierba, lo que hizo aumentar la

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consternación de las personas asistentes. Robert no podía acercarse a ellos, puesto que su presencia se habría interpretado como algo más que una coincidencia. Debía esperar a que terminara el entierro.

No tuvo que esperar mucho. Oyó la voz profunda del párroco y, poco después, la gente pasó ante Robert de vuelta. En sus caras se reflejaba el asombro y parecía que se daban prisa por marcharse de allí.

La chica fue una de las últimas personas en hacerlo. Su expresión no había cambiado. Si acaso, estaba un poco más pálida. Parecía tan fuera de lugar como si se hubiera unido a la comitiva por casualidad. Al pasar a su lado, Robert se dio cuenta de que sus pies, sólo con sandalias, estaban llenos de polvo.

AL QUEDARSE solo, se levantó. Se acercó rápidamente a la tumba. Tenía que cumplir su promesa. El ataúd estaba aún en el suelo, despojado del paño negro. Era un ataúd sencillo, de madera barata. A su lado había un montón de tierra recién formado. La tumba ya estaba cavada y, probablemente, de un momento a otro, se presentarían los empleados del cementerio para proceder al enterramiento. Robert se sintió de repente afectado. Allí, ante él, yacía una mujer a quien no había conocido y cuyo nombre de pila ignoraba. Una mujer a la que él venía a despedir en nombre de otro.

Sacó con cuidado la rosa y le quitó el celofán. –Esta rosa es de Alban Mons. Le da las gracias..., le da las gracias

por todas sus visitas y no la olvidará nunca –dijo en voz baja. Luego se inclinó hacia adelante y depositó la rosa amarilla sobre el ataúd.

Permaneció así un momento; luego se enderezó. Iba a darse la vuelta para marcharse, cuando sus ojos tropezaron con una lápida de piedra gris que había empezado a ladearse con los años. La tierra recientemente sacada de la tumba de la señora Girauld estaba extendida sobre los matojos y la hierba silvestre.

Se detuvo y descifró las letras con dificultad. Aquí yace Robert Macy –leyó.

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OBERT se las arregló para encontrar un sitio en el abarrotado café de la plaza. Las conversaciones eran animadas y nerviosas.

–Que me aspen si entiendo algo de todo esto –decía a gritos el señor Grolot–. Un hombre, que tiene un panteón familiar con sitio para una decena de personas, va y entierra a su propia hija en una tumba corriente al norte del cementerio. Para mí no tiene sentido.

–Eso no es muy propio del señor Girauld. Lo conozco muy bien y sé que su familia lo es todo para él. Cuando mataron a su hijo en la guerra, no reparó en gastos para enterrarle en el panteón familiar.

–Debe de haber sido idea de ella. Siempre me pareció muy especial –la señorita Dreu, que había dicho aquello, frunció la boca con desaprobación.

–Especial, puede ser, pero siempre fue una lady –dijo el señor Corneille.

El señor Corneille llevaba un bigote gris, con el que siempre andaba jugueteando y, desde su viaje a Londres, diez años atrás, le encantaba utilizar palabras inglesas.

–¿Una señora? ¡Vamos! –dijo con sorna la señorita Dreu–. Siempre tenía hombres mariposeando a su alrededor. ¿No se ha fijado en la cantidad de hombres que había en el entierro?

–¡Ah! Por eso no hacía usted más que mirar –Lucette dejó caer la frase a la ligera mientras colocaba unos vasos en la bandeja.

–Tú no estuviste allí. Y sabes muy bien que yo no haría una cosa así –dijo estirando hipócritamente su vestido para taparse las rodillas.

–No le hubiera hecho daño hacerlo –dijo el señor Grolot–, y eso que usted tiene bastante éxito sin necesidad de echar miradas incitantes.. Ya vi cómo se la comía con los ojos el señor Mons el otro día.

La señorita Dreu le echó una mirada muy ofendida. –Ese Mons no tiene nada que hacer con esa mujer que tiene –

dijo alguien cerca de Robert, con sorna–. De todas formas, no creo que le eche ninguna mirada a ese saco de huesos. Prefiere algo como ésta, como Mireille...

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El gesto exagerado que hizo con las manos era bien indicativo de que la tal Mireille no era ciertamente un saco de huesos.

–¿Y qué les parece esa hija suya que ha venido? –empezó de nuevo la señorita Dreu–. Yo creo que es un escándalo. Un escándalo. Iba vestida como una vagabunda. ¡En el entierro de su propia madre!

–Ella apenas había visto a su madre. Me dijeron que vivía con su padre desde el divorcio.

–El viejo Girauld nunca aceptó ese divorcio –comentó alguien–. Siempre le pareció mal.

–Su ex marido estaba en el entierro. ¿Lo vio usted? Parecía muy afectado.

–Pues sería el único –saltó de nuevo la señorita Dreu–, porque su hija no echó ni una lágrima. Eso no es normal.

–Nadie lloró –intervino Lucette–. Conozco a la hija y es una chica encantadora. No se puede juzgar a una persona por si llora o deja de llorar. Conozco gente que llora a mares por nada –miró a la señorita Dreu.

El señor Grolot hizo un gesto de aprobación levantando el pulgar y sonrió a Lucette.

–La muerte de su hija ha debido de ser la puntilla para el señor Girauld –indicó–. Es la primera vez que le veo con bastón. El entierro, desde luego, no tiene ningún sentido para mí. ¿Por qué sola, en el otro lado del cementerio? –miró interrogante a su alrededor.

–No lo puedo entender –exclamó de nuevo. –A esos Girauld les sobra el dinero, y nunca en mi vida he visto

una tumba tan miserable. Sin flores ni coronas; un ataúd de madera barata... Y, además, fuera del panteón familiar. ¡Lucette! ¡Sírveme lo mismo!

ROBERT se levantó y pagó. El calor, que había ido haciéndose más sofocante, y las voces excitadas a su alrededor, le estaban mareando.

–¡Eh! Se olvida de esto –le dijo alguien–. Su bolsa. Recogió la bolsa de plástico y cruzó lentamente la plaza. El sol

caía a plomo y notaba sus efectos en la espalda. La señora Girauld... ¿Quién era aquella mujer que yacía enterrada a un metro de Robert Macy?

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Así que su "tío" estaba muerto. Para él fue un choque leer el nombre en aquella lápida desgastada. "Aquí yace Robert Macy, nacido en 1922 y muerto en 1944". A los veintidós años. De nuevo vino a su mente aquella frase de la agenda: "Estoy vivo, estoy vivo. ¡Dios! ¡Cómo puede ser verdad!..." Palabras de alguien que ya llevaba muerto muchos años.

Robert se detuvo un momento. La carretera, delante de él, se elevaba en cuesta. No le había dicho a la señora Mons que iría a comer. ¿Debía volver al pueblo?

Estaba dudando en mitad de la carretera, un poco atontado por el calor. Se oía a lo lejos una motocicleta que se acercaba. No podía verla aún pero, por el ruido que hacía, era claro que el conductor la llevaba a demasiada velocidad, lo que era peligroso con tantas curvas y con aquella cuesta tan empinada.

Se apartó para dejar pasar la moto. Parte del firme había sido reparado recientemente y aún estaba cubierto de gravilla fina. El ruido estaba cada vez más cerca. Tras la curva, apareció una figura aferrada al manillar. El casco amarillo brillaba con los rayos del sol.

–¡Cuidado! –le gritó Robert–. Se dio cuenta en seguida de lo que iba a pasar. La moto iba demasiado veloz. Tomó mal la curva, patinó, cayó a tierra y lanzó al conductor a la cuneta.

–Suerte que lleva casco –se dijo Robert al tiempo que corría hacia el motorista.

Vio unos vaqueros desgarrados y una sandalia, antes de reconocer a la chica del entierro.

Su brazo presentaba un feo rasponazo y estaba sangrando. Se quitó el casco y lo tiró con rabia. Robert trató de ayudarla a levantarse.

–¡Váyase! –dijo ella con acritud–. ¡Váyase! –trató de incorporarse, pero no pudo–. ¡Váyase! –dijo de nuevo, furiosa.

Trató de incorporarse otra vez, pero no pudo. Se tendió boca arriba y se puso a sollozar.

No eran sollozos de alguien a quien le duele algo, sino un profundo clamor de impotencia que le salía de dentro. Era como si se quejara todo su cuerpo, y sonaba aterradoramente en la carretera desierta, bajo aquel sol abrasador.

Robert se arrodilló a su lado y le pasó una mano por la espalda. –No se mueva –dijo amistosamente–. Creo que tiene algo en el

tobillo. Está sangrando –le quitó con cuidado la sandalia. Ella, sin parar de sollozar, ni siquiera le oía.

Robert miró a su alrededor. La moto estaba aún en mitad de la carretera. Se acercó a ella rápidamente y la arrastró hasta un lateral.

Los sollozos cesaron tan repentinamente como habían comenzado. Su respiración era ahora entrecortada, como la de un

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niño asustado. Se pasó una mano por la cara, que quedó marcada con unas huellas negras. Robert se inclinó de nuevo hacia ella.

–Déjeme ayudarla. –¡Váyase! –dijo ella otra vez, pero ahora el tono agrio había dado

paso a otro casi patético. Robert actuó como si no la hubiera oído. Sin decir palabra la incorporó.

Procure no cargar el peso en ese pie –le dijo. –No puedo –contestó ella, moviendo la cabeza–. Me duele

mucho. Robert la ayudó, con cuidado, a sentarse. –Voy a ver si funciona la moto. Después de varios intentos pudo ponerla en marcha. –Menos mal que funciona. La sentaré detrás y la llevaré al

médico. Ella se restregó de nuevo la cara. –Aún no estará en su casa –dijo. –¿Cómo lo sabe? –Porque está en la nuestra. –Entonces la llevaré allí. –No. El la miró y aguardó una explicación. –No quiero ir a casa –dijo con voz apenas perceptible. Tenía

inclinada la cabeza. Una pernera de su pantalón vaquero estaba remangada y el tobillo aún sangraba alarmantemente.

–No puede ir por ahí de esa forma. Ni siquiera puede mantenerse en pie. Así que la llevaré a la pensión en la que estoy alojado. Vamos, apóyese en mí.

Ella siguió mansamente las instrucciones. Después de sentarse en el sillín de atrás, preguntó:

–¿Por qué estaba usted en el entierro? –Yo estaba allí por casualidad. Fui a visitar la tumba de otra

persona. –¡Ya! Se quedó callada unos instantes. –Ha olvidado su bolsa. Está allí. –No importa. Está vacía. Robert condujo lentamente hasta lo alto de la colina. –¿Va bien? –le preguntó, volviéndose. Ella asintió y Robert notó

cómo se asía fuertemente a su camisa en las curvas. –¿Cómo se llama? –le preguntó cuando se acercaban a la

pensión. –Cristine. Cristine Trabut.

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EL SEÑOR Mons los vio venir. –Ahí viene el muchacho –dijo a su mujer–. Viene en moto y trae

a alguien detrás. Creo que es una chica. –¿Qué te dije? ¿Eh? ¿Qué te dije? –le gritó ella, asomándose al

exterior–. Y nos decía que no tenía amigas. Es como los demás. Puedes estar seguro de que lo voy a echar ahora mismo.

La señora Mons se alisó con furia el delantal y se plantó en la puerta. Un perro guardián no hubiera parecido más peligroso, pensó Robert cuando la vio allí. Paró la moto frente a los escalones de la entrada.

–Ha habido un accidente –dijo rápidamente, antes de que la señora Mons abriera la boca.

–¿Cuántos muertos? –preguntó ella sarcásticamente. Robert miró nervioso a Cristine. ¡Qué oportunidad para hablar

de muertos! –Ya le dije que no quería líos con chicas, así que usted se va a

marchar ahora mismo. –Pero, señora, esta chica se ha caído de la moto. Vea su tobillo... La señora Mons se fijó en la pierna de Cristine. No había mejor

prueba. Su expresión cambió al instante. –Eso no tiene buen aspecto –dijo con aspereza–. ¿Puede andar? Cristine negó con la cabeza. –Venga conmigo –ayudó a bajar a la chica del asiento trasero y

entró con ella en el café. Robert apoyó la moto contra la pared y las siguió adentro. La señora Mons se volvió al llegar a la puerta de la cocina.

–No necesito mirones –le dijo–. Me las puedo arreglar sola. Cerró la puerta en sus mismas narices. Robert miró asombrado al

señor Mons, que había observado toda la escena sin decir palabra. –Así es ella, muchacho –comentó resignadamente–.

Imprevisible. Usted, al menos, no tiene que cargar con ella, pero yo sí. Por cierto. ¿Quién es la chica?

Sólo entonces se dio cuenta de lo extraño que resultaba que ni el señor Mons ni su mujer hubieran reconocido a Cristine.

–Cristine Trabut. –¿Cristine Trabut? –el señor Mons le miró perplejo–. Quiere

decir..., ¿la hija de la señora Girauld? Robert asintió. –Pero, por Dios, ¿qué está haciendo aquí? ¿No debería estar en

su casa con los Girauld? –Después del entierro, salió a dar una vuelta en moto –explicó

Robert–. Se cayó en una curva, no lejos de aquí, y yo estaba cerca. Afortunadamente, no parece que tenga nada serio.

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El señor Mons sacó el pañuelo y, con gesto cansado, se secó la frente y el cuello. Miró hacia la puerta cerrada de la cocina.

–¡Bueno!... Sea como sea, no se parece nada a su madre. Nunca había visto a la chica, aunque había oído que cuando estaba de vacaciones en el pueblo andaba siempre con esa moto. No me extraña que haya tenido un accidente. ¿Cómo estuvo el entierro? ¿Hizo lo que le pedí?

–Sí. Robert se sintió repentinamente muy cansado. No le apetecía

contarle ahora al señor Mons lo que había visto y cómo había ido todo. No ahora, desde luego. Aquella mañana habían sucedido demasiadas cosas. El mismo entierro, aunque él no tenía nada que ver con la familia Girauld, le había afectado en cierto sentido. Luego, Robert Macy. Casi no había tenido tiempo de hacerse a la idea de que estaba muerto, y todo por aquella chica, Cristine... y su desesperado estallido nervioso al borde de la carretera. Había algo... Intentaba encontrar la palabra adecuada. Era algo así como si estuviera desamparada. Sí, eso era. Cristine daba la impresión de estar totalmente desamparada.

El señor Mons debía de haberse dado cuenta de su estado de ánimo, porque no le apremió. Sólo le preguntó si había comido.

–No, aún no. –La vieja está en la cocina. No la vamos a molestar ahora, pero

cuando termine ya le conseguiré algo.

AQUÍ –dijo la señora Mons con tono maternal–. Venga y siéntese aquí –acercó la silla y colocó la pierna de Cristine sobre ella–. Ya verá cómo dentro de unos días anda normalmente.

Se alisó el delantal y se arregló un poco el pelo. –Le voy a preparar algo de comer. Debe de estar hambrienta. Robert miraba con asombro creciente la actitud de la señora

Mons con Cristine. Su comportamiento había cambiado por completo.

–Su mujer es encantadora –dijo Cristine cuando la señora Mons volvió a la cocina.

–Sí... sí, por supuesto.

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Cristine tenía mejor aspecto. Se había lavado la cara y le habían puesto yodo en el brazo. El tobillo lo llevaba sujeto con una venda un tanto aparatosa.

–Se ve que su mujer ha sido enfermera –prosiguió Cristine–. Entiende mucho.

–Sí... sí –no sonaba muy convincente su voz. –Es raro que no me la haya encontrado nunca, aunque no vengo

mucho a Nizier. Y además, este café está un poco apartado. ¿O es una pensión?

–Lo era antes, pero desde hace unos años no alquilamos habitaciones.

–Yo le he visto a usted antes –Cristine hablaba rápidamente, como queriendo evitar que se produjesen silencios–. En casa de Mireille. Ella me hizo el vestido de primera comunión y usted estaba allí cuando fui a encargarlo.

–No me acuerdo –dijo en voz baja el señor Mons, mirando nervioso hacia la puerta de la cocina.

–De eso hace tiempo, desde luego, porque Mireille se fue a vivir a Voiron hace por lo menos cinco años. Está casada con un panadero.

–Sí, sí. Algo he oído –dijo el señor Mons. Su cara estaba roja y su frente aparecía perlada con gruesas gotas de sudor.

–No me extraña que se haya casado con un panadero –comentó la señora Mons, que venía de la cocina trayendo una bandeja con comida–. Esa Mireille sabía hacer muy bien los dulces y siempre había algún idiota que se dejaba engatusar con ellos. Nadie que valiera la pena. Sólo los tontos.

Su voz era distinta cuando hablaba a Cristine. Robert se preguntaba si sabría que Cristine era hija de la señora Girauld. Probablemente, no, ya que, de otra forma, no se comportaría con Cristine como lo estaba haciendo.

–Robert tampoco ha comido –dejó caer el señor Mons. La señora Mons le miró enfadada. –No me lo había avisado. Bien, puede comer, pero le costará

ocho francos. –Yo también le pagaré –dijo Cristine rápidamente. –Usted, tranquila –llenó el plato de Cristine autoritariamente,

como si fuera su madre–. Coma esto, le sentará bien. Fue una comida extraña. Robert no podía entender ni a la señora

Mons ni a Cristine. Ninguna de las dos había mencionado el entierro. ¿Le habría dicho Cristine quién era?

Hablaban de cosas corrientes. La señora Mons se tiró un buen cuarto de hora explicándole la forma de hacer mermelada. Cristine escuchaba atentamente, o al menos lo parecía.

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–¡Coma! –decía la señora Mons de vez en cuando, y Cristine comía como una niña obediente.

Mientras tanto, Robert disponía de tiempo suficiente para observarla, ya que los demás no le prestaban a él la menor atención. No sabría decir si era guapa o interesante. Pensó que ambas cosas, especialmente por la forma en que cambiaba la expresión de su cara. Tan pronto escuchaba atentamente, y su cara parecía una máscara, como preguntaba algo angustiada y daba la impresión de estar a punto de echarse a llorar.

Su aspecto era el de un chico, aunque, indudablemente, la blusa tan grande que llevaba podía inducir a error. Sus manos eran pequeñas y huesudas y no cesaba de desmigar trozos de pan. Además, se mordía las uñas. Al darse cuenta de que Robert la estaba observando, entrelazó sus manos rápidamente, como si hubiera sido pillada en falta.

Robert se estaba preguntando todo el tiempo qué fibra de la señora Mons habría tocado Cristine. Él señor Mons estaba callado; sólo se oía su ruidosa respiración, una especie de resuello pesado y regular.

–¿Puedo quedarme un poco más? –preguntó Cristine a la señora Mons cuando terminó de comer.

–Claro que sí. Venga conmigo a la cocina. Levantó a Cristine de la silla y, sosteniéndola, la sacó de la

habitación.

AUNQUE viviera cien años no lo entendería –dijo el señor Mons, señalando hacia la puerta, a través de la cual llegaba el sonido apagado de una conversación–. Siempre ha sido un misterio para mí, y lo seguirá siendo.

El ambiente se iba haciendo cada vez más pesado. El calor era sofocante, igual que el día anterior. Robert se encontraba sudando e incómodo y soñaba con una ducha fría.

Ayudó al señor Mons a atender a algunos turistas que querían algo fresco. Se veía claramente que aquel hombre gordo sufría con el calor. Su cara estaba empapada y roja y el sudor le corría copiosamente por el cuello. Robert procuraba mirarle lo menos posible, mientras la necesidad de una ducha fría se le hacía cada vez más imperiosa.

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El señor Mons se derrumbó pesadamente en una silla. –Para mí es un misterio, muchacho. Un completo misterio –se

bebió con avidez un vaso de cerveza fría y se limpió la espuma de los labios–. Siempre se porta así cuando le pasa algo a alguien. Si uno se rompe un hueso o se da un golpe en la cabeza, ella se vuelca. Así es como me cazó hace años... –dijo con resignación–. Yo tenía apendicitis. Nunca me hubiera imaginado que una cosa tan pequeña pudiera doler tanto. Me operaron y ¿quién cree usted que fue mi enfermera? Exactamente... –señaló con el pulgar hacia la puerta de la cocina.

–Me cuidó con esmero y, desviviéndose por mí, lo hizo todo con el mismo tono que hace un momento, cuando estábamos en la mesa. Para no alargar la historia: me enamoré de ella porque creí que sería siempre así. ¡Cómo he maldecido aquella dichosa apendicitis, después de casarme con ella! Lo que no puedo entender es por qué cambia de ese modo cuando uno está enfermo. Es como si estuviera harta de la gente sana. Al principio yo solía fingir, pero en seguida se dio cuenta del truco. Hay que estar realmente enfermo o que le pase algo a uno, como a esa chica, en el tobillo. Pero créame lo que le digo. Tan pronto como esa chica pueda andar normalmente y no necesite de sus cuidados, se acabó. No me pida que se lo explique, porque no lo sé. Eso ha sido un misterio para mí durante treinta años y bastante desgracia tengo de estar casado con ese misterio.

El señor Mons se abanicó con el pañuelo. –Tener un accidente de moto –prosiguió como ensimismado–, y

precisamente hoy, el día del entierro de su madre. No la hubiera reconocido porque, como ya le dije, no viene a menudo por aquí.

–¿Cómo era realmente su madre? ¿La conocía usted bien? –preguntó cautelosamente Robert.

–¿Que si la conocía bien? –se le iluminaron sus ojos de niño–. Era una de esas mujeres que no es fácil encontrar, muchacho. Su voz sonaba triste.

–¿Qué quiere usted decir? –Lo comprendería en seguida si la hubiera conocido. Era una

mujer muy especial y había algo en ella, algo..., algo misterioso. Cada palabra suya tenía un significado diferente, incluso las frases más corrientes. Vivía en París, pero venía a veces para estar con su padre, el señor Girauld. De vez en cuando se acercaba hasta aquí cuando estaba en el pueblo. La veía acercarse...

La voz del señor Mons se quebró. –Amigo mío, sé lo que estará pensando: "Ese gordo Mons estaba

chalado por ella". No, no era eso. Es más, nunca me hubiera atrevido a poner un dedo sobre ella, porque era demasiado... demasiado...

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Aunque lo intentó, no encontró la palabra adecuada. –Cuando ella llegó aquí –prosiguió–, sólo me miraba a mí. ¡Y de

qué forma!... Un poeta podría explicar aquella mirada, pero un tipo como yo se hace un lío con las palabras, y usted podría sacar una impresión equivocada. Eso lo estropearía todo. Usted puede decir que una frase corriente, como "es agradable estar aquí ", no significa nada en especial. Yo también la consideraría corriente viniendo de cualquier otra persona, pero no si la decía ella, porque le daba un tono especial, como si viniera de otro planeta. Le bastaba decir cosas como esas para tenerme encandilado. Yo le acercaba rápidamente una silla. Si el tiempo era bueno, se sentaba fuera, desde donde podía ver el Belledonne. Si hacía frío, buscaba un sitio junto a la ventana, desde donde veía los montes nevados. Luego pedía té... Yo solía escaparme hasta Grenoble y comprar para ella el mejor té. A veces le preparaba una mezcla de varios tipos de té, cosa que le encantaba. Nunca lo decía, pero yo lo sabía. No hablaba casi nunca, pero aquellos silencios... bueno, aquellos silencios a mí me decían mucho. Nunca se me ocurrió criticarla como hacían en el pueblo. ¡Figúrese! Estaba divorciada y viajaba mucho. Era arqueóloga y había estado en Grecia y en Egipto y en todos esos sitios que se ven en la televisión. En el pueblo chismorreaban mucho acerca de todo eso, pero yo nunca hice caso. Creían que excavar era cosa de hombres y no de mujeres. Era envidia, muchacho, porque sólo había que mirarla para darse cuenta de que era una auténtica mujer. Estoy seguro de que ella sabía que yo nunca la criticaba. Por eso venía aquí. Estoy seguro de ello. A veces traía una rosa amarilla que dejaba sobre la mesa mientras tomaba el té.

Su mirada infantil se perdió en la lejanía. –Una vez le pregunté por qué llevaba siempre una rosa amarilla y

no una roja. Me costó trabajo hacerle aquella pregunta porque siempre estaba abstraída en sus pensamientos y no quería molestarla. Se necesitaba valor para preguntarle algo.

–No me gusta el rojo –me contestó–, porque es el color de la sangre. ¿A quién se le puede ocurrir algo así? Sólo a ella. Parecía como si me hubiera hecho esta confidencia: "Alban, usted es la única persona que sabe por qué no me gusta el rojo". Eso crea una especie de lazo, ¿no cree? Yo nunca le he contado esto a nadie. Usted es la única persona que lo sabe. Acaba usted de llegar y ni siquiera le conozco. De todas formas, ya no está viva...

Robert había escuchado atentamente aquellas deshilvanadas frases del señor Mons. ¡Así que la señora Girauld nunca había sido su amiga! Sólo una visitante ocasional, a la que encantaba recrearse con el paisaje.

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–Una vez sucedió algo que no olvidaré nunca –prosiguió–. La vieja estaba en Limiers, a treinta kilómetros de aquí, en casa de su hermana. Fue el pasado otoño y había una niebla terrible.

Ella surgió de repente entre la niebla. Era como si saliese de una nube gris. Con una rosa amarilla. No había un alma por aquí. Se sentó junto a la ventana, como de costumbre. Le traje su té y entonces me preguntó de pronto:

–¿Le importaría que contemplase e! paisaje desde una de las habitaciones?

Le dije que no iba a ver nada con la niebla. –Veré a través de la niebla –me respondió. Puedo recordar lo que dijo, palabra por palabra. Cogí las llaves y

subimos las escaleras. Se detuvo frente a la habitación número dieciséis y pensé que quería entrar en ella. Cuando logré abrir la ventana y las contraventanas, no se veía nada. Había una niebla gris y espesa, que casi se podía palpar. Se paró frente a la ventana abierta, sin sentarse.

–¿Le importaría dejarme sola un rato? –me preguntó. Le rogué que no estuviera demasiado tiempo, pues podía

enfriarse. Sin embargo, tardó una hora en bajar, completamente aterida de frío.

–Beba un vaso de vino conmigo, señor –dijo. –Sólo si es por cuenta mía –le respondí–. Aquello era arriesgado

por mi parte y temí por un momento que rehusara. Pero se limitó a sonreír, por lo que deduje que aceptaba. Fui a la bodega y subí la mejor botella que tenía, un Chateauneuf du Pape del 49, que fue un año excelente. No podía hacer menos, aunque me costara una semana de riñas desagradables con mi vieja.

Así que abrí la botella y llené los vasos. Le dije que debería volver cuando se fuera la niebla, pues con ella no se veía nada.

Me dijo entonces que se marchaba de nuevo al día siguiente. Cuando se fue, subí al piso superior. Subir dos veces las escaleras

es casi un paso hacia la tumba, pero lo hice por ella. También por mí, desde luego, porque la vieja preguntaría qué hacía aquella ventana abierta.

La habitación dieciséis estaba vacía, por supuesto. No había nada fuera de su sitio. Sólo la rosa. La había olvidado y estaba sobre la cama. Me la bajé y la puse en la botella de la que habíamos bebido juntos. Puede usted decir que ese es un gesto sentimental. Quizá sí, pero cuando uno es viejo y gordo, no hay nada malo en ser un sentimental, especialmente si uno tiene una mujer como la mía. En fin, tuve que tirar la rosa cuando la vieja volvió a casa al día siguiente, ya que de otra forma me habría complicado la vida.

El señor Mons hizo un gesto de impotencia.

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–¿Sabe usted que no la han enterrado en el panteón familiar? –¿Que no está en el panteón familiar? ¿No está con los Girauld? El señor Mons le miró horrorizado. Robert negó con la cabeza. –¿Dónde, entonces? –En una esquina del cementerio. Robert dudada. ¿Debería decirle al señor Mons lo que había

visto? ¿Que estaba enterrada junto a la tumba de Robert Macy? Antes de decidirse, se abrió la puerta de la cocina. –Alban, esta chica quiere irse a casa. Tienes que llevarla. –Claro, claro –el señor Mons ya se estaba incorporando. –Iré con usted –Robert se ofreció inmediatamente. La señora Mons acompañó cariñosamente a Cristine hasta el

coche. Llevaba en la mano la sandalia que no le entraba en el pie a causa del vendaje que le había colocado.

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A CASA de los Girauld estaba en las afueras de Nizier. Era una casa grande y triste de piedra gris, cubierta casi totalmente de

hiedra. Un ancho camino con plataneros a ambos lados conducía hasta la parte posterior de la casa, en la que se veían varios coches estacionados. El freno del Dos caballos rechinó cuando el señor Mons detuvo el coche frente a la puerta de entrada.

La puerta se abrió de inmediato. Salió una mujer mayor, vestida de luto riguroso, que al ver a Cristine exclamó:

–¿Dónde has estado? Todos estaban preocupados por ti, especialmente tu abuelo. El pobre ya está bastante mal para que encima le hagas esto.

Cristine se encogió de hombros con indiferencia y no contestó. –Ha tenido un accidente –explicó Robert. –¡Un accidente! ¡Encima eso! –se lamentó la mujer–. ¡Cómo si el

día no fuera ya suficientemente triste! En ese momento aparecieron dos hombres. Uno andaba por los

cincuenta años y el otro era mayor y se apoyaba en un bastón. –¿Qué ha pasado, Cristine? –Nada importante, papá. Me caí de la moto. Este chico estaba allí

y me llevó a casa del señor Mons, donde su mujer me ha atendido. No ha pasado nada, no os preocupéis.

–Conduces a excesiva velocidad –interrumpió la mujer–. Todo el pueblo lo comenta.

–Ya basta, Berthe –dijo el hombre mayor. Parecía una orden–. Me alegro que estés de vuelta –le dijo a Cristine al pasar ésta a su lado, apoyada en su padre y en Robert.

–Entre usted también, por favor –invitó con un gesto al señor Mons. Este, que no sabía qué hacer, se había quedado tímidamente junto al Dos caballos. Entró detrás del anciano y, torpemente, susurró unas palabras de pésame.

–Estamos todos muy tristes –dijo al señor Girauld– ¡Ha sido todo tan imprevisto! –Su voz era cansada. Había algunas personas en la habitación a la que pasaron. Robert supuso que serían familiares o amigos. A Cristine la sentaron en una silla.

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Aparentemente impasible, miraba al frente contestando de mala gana a las preguntas que le dirigían.

–Dejadla tranquila –dijo el anciano–. Ha vuelto y eso es lo que importa–. Cristine le dirigió una mirada agradecida.

Robert observó a su alrededor. Estaban en una habitación repleta de muebles franceses antiguos: un sofá tapizado de terciopelo rojo oscuro, varias mesas de patas delgadas, alrededor de las que había sillas de aspecto serio. Había también una vitrina con algunos recipientes de porcelana y figuras.

Algunos retratos de familia colgaban de las paredes, la mayoría con marcos dorados ovalados. Uno de ellos destacaba sobre los demás. Era un retrato moderno de mujer. Los colores eran llamativos y vivos. Representaban una mujer en un jardín, protegida con una sombrilla a rayas, y llevaba un vestido azul. El sol brillaba entre los árboles y caía sobre la hierba. El lienzo era brillante en sí, pero, al mismo tiempo, parecía contener un mensaje en los ojos de la mujer. Era como si aquellos ojos no percibieran la luz del sol, como si estuvieran en otra parte. En una mano sostenía una rosa amarilla...

Robert estaba tan ensimismado observando aquel cuadro, que no oyó la pregunta del señor Girauld.

–Lo siento –se disculpó al darse cuenta de que al anciano le estaba hablando–. Estaba mirando el retrato.

–Es mi hija. La han enterrado esta mañana. –Sí, lo sé –murmuró Robert torpemente. Quiso añadir algo más,

pero no encontró las palabras adecuadas. –Le preguntaba si quería algo de beber –repitió el señor Girauld. –Sí, por favor. Robert continuó de pie y oyó que le preguntaba lo mismo al

señor Mons. Este parecía sentirse incómodo en aquel lugar y sudaba más que nunca. Hablaba con voz más fuerte de lo habitual para disimular su timidez y mantenía una conversación con el padre de Cristine.

–Sí, su mujer, la señora Girauld, venía a menudo hasta nuestra casa –dijo en voz alta–. Le gustaba mucho andar, ¿verdad?. Yo siempre le decía que un paseo como aquel le sienta a uno bien. Ella decía que le encantaba andar y que resistía varias horas. Le gustaba mucho la vista del Belledonne y venía para contemplar la montaña. En fin, eso ya pertenece al pasado. Sí, desde luego, yo conocía muy bien a su esposa, la señora Girauld.

El señor Mons sacó el pañuelo y se secó con él el cuello y la cara. –¿No sabe ese individuo que estaban divorciados? –Robert oyó

que decía alguien en voz baja cerca de él. De pronto sintió pena por aquel hombre sudoroso, que resultaba grotesco entre aquellas

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paredes llenas de cuadros. En su confusión, probablemente había olvidado que el padre de Cristine estaba divorciado de su mujer.

Afortunadamente, intervino el señor Girauld. –¿Que si quiero algo de beber? –resopló el señor Mons–. Sí, por

favor, señor. Es muy amable de su parte ofrecer algo en estas circunstancias. En un día bien triste para toda la familia. ¡Qué digo! Para todo el pueblo, señor. A su hija la querían todos. ¡Sí! Todos.

El señor Mons estaba dispuesto a seguir con su perorata, pero el señor Girauld le interrumpió secamente, preguntándole qué quería que le sirviera.

–Algo con mucha agua, por favor, con mucha agua. ¡Dios mío! ¡Qué calor hace! Hace un calor para morirse. ¡Oh!, lo siento, no quise decir eso–. El señor Mons hizo un gesto torpe, tratando de disculparse.

–Aún no le he dado las gracias por ocuparse de mi nieta –dijo el señor Girauld, cambiando de tema.

–¡No tiene importancia! –el señor Mons hizo un gesto como rechazando el agradecimiento–. Ninguna importancia.

La mujer de luto entró con una bandeja llena de vasos. Miró desdeñosamente al señor Mons, pero éste no se dio cuenta.

–También le estoy agradecido a usted –dijo el señor Girauld, volviéndose hacia Robert–. ¿Está aquí de vacaciones?

–El señor Robert ha alquilado una habitación en nuestra casa –respondió el señor Mons antes de que Robert pudiera contestar.

–¿No ha estado su pensión cerrada durante algún tiempo? ¿Alquilan habitaciones de nuevo?

–Sólo al señor Robert –el señor Mons puso una mano campechanamente en el brazo de Robert–. Hemos hecho una excepción con él. Un tío suyo se alojó en nuestra pensión hace mucho tiempo. Dice que fue al final de la guerra. ¿No es así, Robert? ¿Cómo se llamaba su tío?

–Robert Macy. –¡Ah, sí! Robert Macy. Su tío... El señor Mons interrumpió su charla y miró con ojos asustados al

señor Girauld. El anciano parecía haber perdido de repente el equilibrio. Extendió los brazos hacia adelante, como buscando apoyo. El bastón cayó al suelo.

–¡Dios mío! –gritó la mujer de luto–. ¡Señor, señor!... –corrió hacia él y, ayudada por Robert, lo sentaron en una silla.

–Pasará, es sólo un ligero mareo –susurró el señor Girauld, cerrando los ojos. Respiraba con dificultad. Cristine permanecía sentada, como paralizada, pálida como una muerta. Súbitamente, como movida por un resorte, se incorporó, corrió hacia el anciano y se arrodilló ante él. Desesperada, le abrazó.

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–¡Abuelo, tú no! ¡Tú no! –¡Un médico! –dijo la mujer–. Traigan un médico. ¡Pronto!

ROBERT se levantó y encendió la luz. Un mosquito le estaba importunando. Su reloj marcaba las dos y media. Se sentó en el borde de la cama, somnoliento y molesto. No debería haber bebido tanto. ¡Qué mal se sentía! Su cabeza estallaba y la habitación le daba vueltas. El mosquito se posó en la sábana, a menos de un metro de él. Cogió una toalla e intentó aplastar al condenado animal, pero sus movimientos fueron lentos y el mosquito se escapó.

Lentamente, se dejó caer de espaldas en la cama y cerró los ojos. Los sucesos ocurridos aquel día se atropellaban en su mente y algunas frases le retumbaban en la cabeza. Frases a medias, y de nuevo un grito.

–¡Abuelo, tú no! ¡Tú no! Eso es lo que gritó Cristine aquella tarde, el día anterior por la

tarde. Saltó del asiento y se abrazó a su abuelo. –¡Tú no! Había observado la escena en silencio. El anciano derrumbado en

la silla, respirando con dificultad, y Cristine, ante él, gritando. La mujer enlutada la apartó con rudeza. Luego se enteró de que era el ama de llaves.

–Deja de gritar, chica –le dijo a Cristine–. Eso es peor. –¡Un médico! –dijo–. ¡Traigan un médico! ¡Seguro que es el

corazón! –Yo iré –balbució el señor Mons, asustado. En su precipitación,

tropezó con una silla que rodó por el suelo. Llevaron con cuidado al señor Girauld a otra habitación. Robert y Cristine quedaron solos. Ella parecía muy acongojada y se mordía ruidosamente las uñas. Pocas veces se había sentido tan molesto. Las voces apagadas que llegaban del pasillo, las pisadas presurosas y Cristine, frente a él, mordiéndose las uñas...

–Deje eso –le dijo sin pensarlo. –No... no puedo –Cristine apretó los puños–. No puedo evitarlo.

¿Cree usted que se va a morir? Hizo la pregunta atropelladamente, mirándole. –No, claro que no. Es el calor y la tensión del entierro.

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–¿Lo cree así? –su expresión se relajó un poco–. ¿De verdad lo cree? No le había pasado nunca. Mi abuelo nunca está enfermo.

–Este calor afecta a todo el mundo, incluso al señor Mons. Ya lo ha visto.

Robert siguió intentando calmarla con palabras tranquilizadoras mientras las encontró. Luego siguió un silencio, durante el cual Cristine comenzó de nuevo a morderse las uñas y él buscaba desesperadamente decir algo para tranquilizarla.

El señor Mons regresó con el médico, que se dirigió sin demora a la otra habitación.

Antes de marcharse, le dijo Cristine: –Volverá usted otra vez, ¿verdad? –Parecía de nuevo

desamparada y le miraba indecisa. El asintió. –¿Mañana? –De acuerdo. Desde la puerta Robert volvió la cabeza. ¡Dios! ¡Qué desgraciada

parecía aquella chica, sentada en la silla en medio de la habitación! Después se marcharon juntos él y el señor Mons.

ROBERT trató de cazar el mosquito que estaba martirizándole de nuevo. Esta vez no escaparía. Dio un manotazo, pero el mosquito se escapó, volando. Maldito insecto. El esfuerzo le revolvió el estómago. ¿Por qué había bebido tanto vino? ¿Por qué estaba tan deprimido? Primero había dado un largo paseo por las afueras de Nizier, pero aquel calor húmedo no había hecho más que dejarlo sediento y no había logrado vencer su decaimiento. Fue andando hasta la plaza. La terraza estaba llena de gente que charlaba animadamente. Encontró un sitio en un rincón y se acercó Lucette con su sonrisa franca y su mirada directa. Sus caderas se balanceaban cuando andaba; tenía unas piernas largas y bronceadas. El no era el único en mirarlas.

Pidió una jarra de vino que se bebió sin darse cuenta. A medida que pasaban las horas de la tarde se bebió otra. Una gran languidez fue apoderándose de él. El tiempo parecía haberse detenido, las luces bailaban a su alrededor y las palabras de las conversaciones se fueron convirtiendo en sonidos, altos y bajos. En medio de todo ello se movía Lucette con la bandeja llena de vasos relucientes. Se movía

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sin cesar y le recordó a Marjo, Marjo que estaba lejos, en Holanda, con su hermoso busto.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó Lucette cuando, al fin, él se levantó con dificultad. Quiso asentir con la cabeza, pero le dio miedo de que ésta le rodara por el suelo, separada de su cuerpo. También quiso decirle algo bonito. ¿Le dijo algo? No podía acordarse. Recordaba vagamente que ella había agitado su pelo y se había echado a reír a carcajadas, que eran algo así como un fuerte aplauso que seguiría resonando en sus oídos mientras trataba de encontrar el camino de regreso a la pensión. El día había sido largo y complicado. Caminó arrastrando pesadamente los pies. Recordaba también los grillos. Unos grillos que resonaban en sus oídos como si fueran sierras eléctricas. Y el cielo, sobre él, que parecía un oscuro pozo sin fondo.

FINALMENTE había llegado a casa. Una luz brillaba aún en la cocina. El señor Mons estaba sentado a la mesa.

–¡Cuidado con la vieja! –le recordó al entrar–. Le prepararé un café. –Se levantó al instante, dándose cuenta de la situación.

Robert se desplomó en una silla y siguió nebulosamente los movimientos del señor Mons mientras éste llenaba la cafetera con agua. Sus movimientos eran tan distintos de los de Lucette que Robert, de pronto, se echó a reír de forma estúpida.

–Usted está realmente mal. No puede tenerse sobre sus piernas –le dijo el señor Mons. Al oír la palabra "piernas" Robert se atragantó, tosió y se limpió las lágrimas que le caían por las mejillas.

–Bueno, muchacho, el vino le sale por las orejas. Está un poco trompa. Vamos, bébase el café.

Le acercó un tazón y Robert se bebió de un trago aquella bebida caliente y oscura.

El señor Mons le miró, moviendo la cabeza. –Ya puede darle gracias al Señor de que no esté aquí la vieja y le

vea en tal estado. Le echaría de aquí esta misma noche. Robert hizo un gesto despreocupado y golpeó el borde del tazón. –¿Cree usted... cree usted que señora de B. puede significar

señora de Béfort? Pronunció la frase con dificultad, porque se le trababa la lengua

como si tuviera la boca llena.

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–Es posible que sea así –dijo sonriendo el señor Mons. –¿Y señor M.? ¿Es usted el señor M.? La cara del señor Mons se puso como una luna llena burlona. –Es usted listo. Claro que soy el señor M. El señor Mons,

¿comprende? –Sí, sí –balbució Robert–. ¿Y Eleonore? ¿Quién es Eleonore? La cara de luna llena tuvo que acercarse a Robert para que éste se

diera cuenta de la ironía que rezumaba. –Es la vieja, muchacho. La vieja. El señor Mons soltó una carcajada. –La vieja –repitió Robert, aturdido–. Esa vieja... –¿Cree que puede subir las escaleras solo? –preguntó el

señor Mons–. Yo no puedo subir otra vez. Bastante me he movido hoy.

Se levantó y tomando a Robert por un brazo le ayudó a incorporarse.

–Señor Mons, muchas gracias –farfulló Robert. –Ya tiene bastante por hoy –dijo el señor Mons sonriendo

burlonamente–. Le tendrían que haber visto sus padres... Encaminó a Robert en dirección a la escalera y esperó hasta que

lo oyó entrar dando traspiés en su habitación. Luego volvió a la cocina.

ROBERT dio una vuelta en la cama. Se sentía fatal. Frío y calor al mismo tiempo.

¡Qué vacaciones! El año pasado, por estas fechas, estaba en los lagos, navegando con un par de amigos.

Lagos, agua. No, no quería pensar en agua ni en barcos. Los barcos se mueven, subiendo y bajando con las olas. Unas olas enormes que le suben a uno y luego le bajan hasta las profundidades.

Sintió ganas de vomitar. Se levantó, atragantándose. La habitación se alargaba y la cama se movía hacia un lado.

Dando arcadas, llegó finalmente al lavabo.

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A SEÑORA de Béfort estaba convencida de que iba a recibir la visita de la señora de Leclair y sólo pensar en ello la exasperaba.

Sabía perfectamente el objeto de aquella visita: el entierro de Pauline Girauld...

En realidad, la señora de Leclair la fastidiaba, pero no lo suficiente como para romper su amistad con ella. La señora de Leclair tenía una memoria de elefante para los detalles más nimios. Aún era capaz de describir con toda precisión el vestido que había llevado en su boda Juliette de Béfort, hacía más de medio siglo. Según ella, era de color crema, con caídas suaves y con pequeños detalles de cordoncillo en los bordes inferiores.

Aunque se conocían desde hacía más de sesenta años, no se llamaban entre sí por el nombre de pila.

Eran vecinas y sus chalés estaban uno al lado del otro, a poca distancia de la casa de los Girauld.

El de la señora de Leclair estaba bien conservado e incluso le habían cambiado el tejado el año anterior, ya que era una mujer rica. Su marido le dejó una fortuna que había amasado fabricando servilletas y pañuelos de papel.

La señora de Béfort vivía sobriamente. Pasaba los meses de verano en el arruinado chateau y los inviernos en Grenoble. Las persianas de la sala estaban cerradas a medias. Las gruesas paredes, de varios siglos de antigüedad, resultaban muy apropiadas para resistir el terrible calor de aquellos días.

La señora de Béfort oyó que el reloj daba las tres. Poco después escuchó unas pisadas en la habitación contigua y unos golpes suaves en la puerta.

–La señora de Leclair pregunta por usted –dijo Marie, su ama de llaves.

La señora de Béfort suspiró. –Querida señora –escuchó aquella voz que le era tan familiar–.

¿Cómo está usted? –Muy bien, gracias. –¿Y sus hijos?

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–Estupendamente. La señora de Béfort siempre respondía lo mismo, incluso cuando

su hijo estuvo en el hospital con una pulmonía, porque raramente contaba algo malo de su familia. Pensaba que eso no era incumbencia de los demás.

La señora de Leclair se instaló en una de las sillas que había frente a su amiga. Siguió con el sombrero puesto. Dejó sobre su bolso negro los guantes de ganchillo que había llevado puestos durante el paseo.

–¡Bien! ¿Qué piensa usted de esto? –empezó sin más preámbulo. –Bueno, pues que hace un calor terrible –respondió

inocentemente la señora de Béfort. –No me refería a eso. ¿Qué piensa usted de Pauline Girauld? –Desgraciadamente, está muerta. ¡Pobre mujer! –Por supuesto que está muerta. Eso lo sabemos todos. Le

pregunto qué piensa de su entierro. La señora de Béfort permaneció callada. Ya no podía seguir

eludiendo el tema. De todas formas, sabía que esto iba a suceder. La señora de Leclair no fue capaz de refrenar más tiempo su indignación.

–¡Increíble! ¡Completamente increíble! –exclamó–. Al parecer lo había dispuesto así, hace años, ante notario. En su testamento. Que la enterrasen en ese sitio, el más feo del cementerio... Me pareció muy dolorosa la expresión de su padre. Para él es un insulto, se lo digo yo. Todo el mundo sabe que Paulina era, por lo menos, peculiar. Pero organizar un espectáculo como éste, después de muerta, es el colmo. ¡El colmo! Que no la enterraran en el panteón familiar... ¿Se acuerda cómo se movió el señor Girauld para traer a su hijo a Nizier, cuando lo mataron? Los Girauld permanecen unidos, decía siempre. ¡Y ahora esto...!

La señora de Leclair levantó las manos hacia el techo. –El señor Girauld nunca superará esto, se lo digo yo. ¡Qué

persona tan rara, esa Pauline! Ya sé que no se debe juzgar a los demás, pero era una persona extraña. Incluso cuando era niña. Una chica solitaria y reservada, a quien su padre adoraba. Siempre estuvieron muy unidos. Aún la veo cuando salía a caballo y pasaba trotando frente a él. O cuando iba a cazar... entonces Paulina solía llevar...

Seguía otra descripción detallada. La señora de Béfort contuvo un bostezo y dejó de prestarle atención. Realmente es insoportable, pensó llena de hastío.

–Sí, Pauline siempre volvía con algo –prosiguió la señora Leclair, al tiempo que abría el bolso y sacaba un pañuelo diminuto con el que se limpió la comisura de los labios.

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–Pauline siempre volvía con algo –repitió–, cosa que nunca hizo el señor Girauld. El pobre hombre no era capaz de matar nada. Ni siquiera un gorrión. Eso lo sabía todo el mundo. Pero ella mataba impecablemente liebres y conejos e incluso jabalíes, según me han dicho. ¡De un solo tiro! Sí, su padre la adoraba. –El cierre del bolso volvió a oírse.

–En fin, señora de Béfort, probablemente usted ya sabía todo esto. Ella solía venir aquí a menudo, ¿no?

La señora de Béfort asintió. –Especialmente durante la guerra, cuando el señor Girauld

estaba en la resistencia. Si no me falla la memoria, en aquella época usted lo veía muy a menudo –prosiguió la señora de Leclair, incansable–. Es un hombre muy valiente y noble. ¡Por algo le condecoraron después de la guerra! Pauline no estuvo presente en la ceremonia; creo que por entonces estaba en Suiza. Cuando la vi, mucho más tarde, estaba desconocida. Para mí y para todo el mundo. Luego se casó con Trabut, pero después se divorció de él. Y durante todo ese tiempo preocupada con este entierro. No tenía tiempo ni siquiera para ocuparse de su propia hija. ¿La ha visto usted? Creo que no se parece ni a su madre ni a su padre. No le encuentro ningún parecido. ¿No cree usted que puede ser...?

La señora de Béfort rechazó impacientemente la insinuación. –De cualquier forma, es una chica curiosa –sentenció la señora

de Leclair–. Distinta a su madre, pero también extraña. Una chica sin rumbo fijo, sin raíces. Vive con su padre en París, pero él está siempre viajando. Así que está sola mucho tiempo. ¿Y qué pueden hacer las chicas de esa edad, si las dejan solas? Nada bueno. No quiero ni pensarlo.

–Yo en su lugar no lo haría –le dijo fríamente la señora de Béfort. –Pero el señor Girauld está encariñado con su nieta. La va a

estropear. Hace cualquier cosa por ella. Por ejemplo, esa moto, o como quiera que se llame eso. La chica es una amenaza pública.

En aquel momento se oyó un golpe suave en la puerta y se asomó el ama de llaves.

–¿Qué pasa, Marie? –Una persona pregunta por usted. –¿Quién es? –No me he quedado bien con el nombre. Es un joven. –Quizá quiera acampar en el jardín. –No. Ya se lo he preguntado yo. Quiere hablar con usted. –Dígale que pase. En el fondo, la señora de Béfort se alegraba de aquella

interrupción y miró al muchacho que entraba. Robert se detuvo indeciso.

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–Tiene usted visita –dijo–. Me temo que he venido en un momento inoportuno.

–Sí, tengo visita –dijo la señora de Béfort con una sonrisa. Le indicó una silla y le invitó a sentarse–. Siéntese y dígame quién es usted.

Ella lo observó mientras tanto. Tenía aspecto como de haber dormido mal. Llevaba el pelo largo, igual que sus nietos. Pero había algo en aquel muchacho que le gustaba. Tenía una expresión noble y amistosa. Casi tímida.

Robert se sentó. Estaba indeciso y sentía una fuerte opresión en el estómago.

–Me llamo Robert Reuling –comenzó a decir, casi tartamudeando–. Soy holandés, de La Haya, y... –se detuvo.

–Creo que quería preguntarme algo –le animó la señora de Béfort.

–Sí, señora... Después de haber llegado hasta ese punto, de pronto encontraba

todo muy difícil. Estaba allí, sentado frente a la señora de Béfort de la agenda...

Aquella mañana, mientras bebía varias tazas de café para combatir la resaca, había estado considerando la forma en que debería iniciar su investigación y si, en el fondo, valía la pena realizarla. Robert Macy estaba muerto desde hacía mucho tiempo.

Pero, ¿cómo había muerto? ¿Tendría familia? Ahora que había empezado a decir que Robert Macy era tío suyo, tenía que seguir con ello. El señor Mons se lo había dicho también a los Girauld y era imposible empezar ahora con otra historia. Parecería raro.

–¿Sí? –la pregunta le recordó que la señora de Béfort estaba esperando. Tenía que decir algo.

–¿Conoció usted a una persona llamada Robert Macy? La reacción de ambas mujeres fue distinta. La del sombrero le

miró con franco desagrado. La otra, encorvada en su silla, pareció mostrar un mayor interés y en sus ojos apareció un destello de luz que no escapó a Robert.

–¿Robert Macy? –hablaba cuidadosamente–. ¿Cómo ha llegado hasta usted ese nombre?

–Era tío mío. La sangre se le agolpó en las mejillas al decir eso. Comprendió

que sería difícil engañar a la mujer sentada frente a él. Ella permaneció un momento en silencio, mirándole inquisitoriamente, con mirada fría.

–¿De verdad? Esta pregunta le dio otra oportunidad, pero ya no podía volverse

atrás.

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–Sí, señora –respondió tragando saliva. –Su "tío" murió hace mucho tiempo –recalcó la palabra "tío"

muy significativamente. –¿Cómo y dónde murió? –Usted lo debe saber, ya que es su sobrino,

¿no? Sus palabras tenían un tono sarcástico. De pronto se levantó y

dijo bruscamente. –Le ruego que se marche. Robert se levantó también; estaba confundido por completo y no

sabía qué hacer. Sin embargo, la orden para que se fuera era bien clara.

La señora de Béfort salió delante de él. El bastón golpeó con fuerza en el suelo de madera.

–No se preocupe. Le acompañaré yo misma –le dijo al ama de llaves que se apresuraba a acompañarlo.

–Señora, yo... –murmuró Robert, pero no pudo seguir. Las palabras se perdieron en su garganta. Ella ni siquiera se volvió, sino que siguió andando. Robert hizo un último y desesperado esfuerzo:

–Señora... Ella le abrió la puerta y no se dignó decirle "adiós". Salió con la cabeza baja y oyó cerrarse la puerta tras él.

LA SEÑORA de Béfort permaneció quieta unos momentos, apoyada en el bastón. Parecía más pequeña, como si se hubiera encogido. Antes de decidirse a volver a la sala, donde la esperaba su amiga, oyó el timbre que sonaba de nuevo.

–Pase, doctor Perrin –dijo con voz cansina cuando vio quién era. –He visto salir a ese chico –observó el doctor Perrin–. Ayer

estaba en casa de los Girauld. –¿En casa de los Girauld? ¿Y qué hacía allí? –Llevó, junto con el señor Mons, a Cristine que se había caído de

la moto. Era algo que tenía que suceder cualquier día, por supuesto. El chico estaba allí por casualidad y la ayudó. Se aloja en casa de los Mons.

–Son los dueños del Belledonne, ¿no? –No. El café se llama La Taberna. –Sí, claro –murmuró la señora de Béfort.

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Una vez en la sala, el doctor Perrin hizo una detallada exposición de los sucesos de aquel día. Su voz aguda resonaba en la habitación; a veces era interrumpida por las excitadas exclamaciones de la señora de Leclair.

–¿Un ligero ataque, dice usted? Pobre señor Girauld. ¿Y Cristine? ¡Mira que salir de esa forma después del entierro de su propia madre! ¡Qué cosas! Y luego, otro accidente...

La señora de Béfort escuchaba en silencio, pero en seguida dejó vagar sus pensamientos. La inesperada visita del muchacho la había afectado. ¿Quién era y cómo había llegado a él el nombre de Robert Macy? Era la primera vez, después de muchos años, que oía aquel nombre de nuevo. Y, además, de boca de un extranjero; un extranjero que era un par de años más joven de lo que era Robert cuando murió.

–Creí que esa pensión estaba cerrada desde hacía varios años –dijo de pronto, poco después.

–Y lo estaba –dijo el doctor Perrin–, pero el señor Mons me contó que habían hecho una excepción con ese muchacho, porque un tío suyo había estado antes en la pensión. Según creo, al final de la guerra. ¿Vino a visitarla?

Se volvió hacia la señora de Béfort, que no reaccionaba. –Una visita muy breve –soltó la señora de Leclair–. Vino, se

sentó y se levantó en seguida. Preguntó acerca de un tal Robert Macy y la señora de Béfort le dijo que ese hombre estaba muerto. Nada más.

Había cierto tono de reproche en su voz. No por el hecho de que hubiera despedido al muchacho tan bruscamente, sino porque le hubiera encantado saber algo más del tal Robert Macy.

La conversación derivó hacia temas más generales. Tanto, que la señora de Béfort se quedó de nuevo ensimismada en sus pensamientos.

–¿Quién era ese chico? ¿Por qué vino preguntando por aquel hombre?

–Creo que la señora de Béfort está en otra parte –indicó el doctor Perrin, después de repetir la pregunta por tres veces. Se inclinó hacia ella y le puso la mano sobre el brazo. Ella sintió el calor húmedo de la mano a través del fino tejido del vestido y retiró rápidamente el brazo. ¿Por qué tendría una voz tan fuerte y unas manos tan húmedas?, pensó.

–Debe ser el calor. Es agobiante –cerró los ojos unos momentos. –No debería quedarme mucho tiempo. Aquello sonaba a gloria, pero, desgraciadamente, lo conocía

desde hacía mucho tiempo. Su voz tonante estuvo martilleándola durante una buena hora más.

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ROBERT se encaminó lentamente hacia la puerta donde había dejado la moto de Cristine. Tenía que llevársela.

La primera visita que había realizado a alguien de la agenda había constituido un fracaso total. Señora de B. Estaba seguro de que era ella. Recordaba las palabras de Robert Macy: "Hay que confiar totalmente en la señora de B..." Ella lo había conocido, pero no le diría nada porque se había dado cuenta de que le había mentido. Si hubiera estado a solas con ella, le hubiera contado la verdad. Pero tenía una visita.

Se detuvo en la puerta dudando. ¿Volver de nuevo? No, ahora no. Quizá en otra ocasión. Por supuesto, si ella quería verlo.

Puso en marcha la moto y se dirigió hacia la plaza. La terraza de Lucette estaba tranquila. Sólo un grupo de hombres estaban sentados a una mesa. Habían estado allí también el día anterior.

Robert apoyó la moto en un árbol. En cuanto lo vieron, los hombres empezaron a sonreír burlonamente.

–¡Vaya! Aquí llega Romeo –dijo en voz alta el señor Grolot. –¡El poeta! –gritó otro. Se rieron ruidosamente y le hicieron

señas para que se acercara. –¿Quiere beber algo? Luego nos contará todo. Robert no entendía nada de aquello. Se acercó a la mesa y le

estrecharon la mano jovialmente. –Bueno. ¡Qué! ¿Ha dormido bien? –la pregunta llegó

acompañada de una palmada en la espalda. –No mal del todo –respondió Robert. –No mal del todo. –El señor Grolot hizo ostensibles gestos de

complicidad a los demás–. Dice que nada mal. Seguramente la cama se movería un poco, ¿no? –Grandes carcajadas siguieron a las palabras del señor Grolot.

Robert no sabía qué hacer. –Creo que anoche bebí un poco de más –admitió. –Aún está pálido. Eso le pasa por andar tras las faldas de Lucette. –¿Lucette? –miró a unos y otros sorprendido. –Anoche la confundió con otra persona –gritó el señor Grolot–,

pero hoy no tiene usted aspecto de poder repetir. Nuevas risas siguieron a esto. En ese momento apareció Lucette. Parecía menos animada que la

noche anterior, a la luz pálida del día. Se había recogido el pelo, lo que la hacía un poco más mayor. En su cara había una expresión bonachona.

–¿Qué? ¿No tienen nada mejor que hacer que molestar al chico? Sería una suerte que todos se comportaran como él cuando están borrachos.

Lucette le miró con curiosidad.

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–¿Quiere algo? –le preguntó. Robert asintió. –No le des más vino, Lucette, o te tomará de nuevo por

Eleonore... El señor Grolot se dio un manotazo en el muslo. –¡Uf! Esa Eleonore tiene que ser algo bueno. –Apoyó las manos

sobre la mesa y miró burlonamente a Lucette: –Eleonore... andas de una forma... Tus caderas, Eleonore... Quiso seguir, pero Lucette le dio un empujón. –¡Ya está bien! Robert tenía la espalda empapada de sudor. –¿De verdad que la llamé así? –murmuró. –¡Si sólo fuera eso! –exclamó el señor Grolot de nuevo. Los

demás se echaron a reír y Robert se dio cuenta, desalentado, de que no se había parado en aquel nombre.

–¡Ya está bien! –repitió Lucette. Se rió un poco y se dirigió hacia el interior del café.

–Voy también –dijo Robert y fue tras ella. –¡No le quites ojo, Lucette! –gritó el señor Grolot–. Puede que

parezca un ternero inocente, pero tiene las intenciones de un toro. –¿Qué diablos dije anoche? –le preguntó cuando estuvieron

solos. –¡Oh! Sólo quieren tomarle un poco el pelo. No tienen ninguna

mala intención. –Lucette eludió la pregunta–. ¿Qué quiere? ¿Una coca?

Asintió y se pasó la mano por el pelo. Por todos los diablos. ¿De qué estuve hablando anoche?

Lucette quitó la tapa de la botella y vertió el líquido burbujeante en un vaso.

–No le diría nada inconveniente, ¿eh? –Bueno, vamos a ver –ella le miró casi con ternura–. ¿Cómo se

llama usted? –Robert. –¿Algo inconveniente, dice usted? Claro que no, Robert. –

Denegó con la cabeza y apoyó los codos en el mostrador. –¿Quién es Eleonore? ¿Su novia? –No. –¿Alguien de quien está enamorado? –Tampoco. –¿Es que se le ocurrió ese nombre de pronto? –Probablemente. –¿Y cree usted que me va a mí? Eleonore... Ella le miró medio sonriente, medio esperando. El dudaba.

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–¿Quiere que conteste por usted? En realidad usted está pensando: No, ese nombre no le va. Pero usted es demasiado galante para decirlo, sobre todo cuando está sereno. –Se rió entonces con franqueza y se le soltó el pelo un momento.

–Eleonore... –volvió a repetir el nombre pensativamente. –Ese nombre no le va a alguien como yo, que atiende un bar. ¿Se

imagina usted a ésos diciendo: "¡Eh!, Eleonore, dos cervezas", o "sírveme otro vaso de vino, Eleonore..."? No, desde luego no me va.

–Lucette me parece bonito –dijo Robert–. Incluso más bonito que Eleonore.

–Usted dice cosas preciosas, aunque no haya bebido –dijo ella riendo.

Robert empezó a sentirse más relajado. –Veo que lleva la moto de Cristine. ¿La conoce? –La conocí ayer. –¿En el entierro? –No, después. Tuvo un accidente con la moto. Patinó y yo estaba

allí por casualidad. –No sería nada serio, ¿eh? –Lucette parecía preocupada. –No. Salió bien del percance. Sólo unas cuantas rozaduras y una

herida en un tobillo. La llevé a la pensión del señor Mons y luego la acompañamos a su casa.

Lucette asintió con la cabeza y se puso a lavar unos vasos. –Cristine es una chica encantadora, pero hay que conocerla bien.

En el pueblo no son muy amables con ella. A nadie le gusta que ande por ahí con la moto, ni cómo va. Esas brujas sólo se fijan en la ropa que lleva y los viejos piensan que está demasiado flaca y no se paran en más. Nadie se preocupa por ella ni le demuestra un poco de afecto. No me refiero a estarla abrazando o besando todo el tiempo, sino a que de vez en cuando alguien le dé un cachete cariñoso en la mejilla. Ella necesita mucho todo eso, porque creo que nunca lo ha tenido. Se las ha tenido que arreglar siempre sola; de hecho, igual que yo, pero yo me las apaño mejor que ella. ¿Qué piensa usted?

–¿De quién? ¿De Cristine? Lucette asintió. Robert se bebió la coca pensativo. –No podría decírselo. La verdad es que hemos hablado muy

poco. –¿Va a verla otra vez? –Probablemente. –Está bien, Robert. Escúcheme ahora. –Se inclinó sobre el

mostrador y lo cogió de la muñeca–. Usted está de vacaciones, ¿no? Es un turista. Y necesita algo para divertirse, s'amuser un peu, como decimos nosotros. Pues bien, le voy a pedir una cosa: no vaya con

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Cristine por divertirse, si no significa nada para usted, porque ella vale mucho más que unas vacaciones. –Su mirada era casi desafiante y acentuó la presión de su mano sobre la muñeca de Robert.

–¿Por qué me dice eso? –¿Por qué? Pues porque yo también he estado de vacaciones y no

hace mucho. Un chico te dice unas palabras bonitas al oído y tú te las crees, sobre todo si las cosas no marchan bien en casa, como en el caso de Cristine. Si alguien es amable contigo, te vuelves boba. Ella debería andarse con cuidado. De noche todos los gatos son pardos cuando uno se bebe dos vasos de vino. Entonces todas las mujeres pueden ser Eleonore para usted. Pero ni Cristine ni yo somos Eleonore. La única diferencia es que yo soy suficientemente mayor para no creérmelo y Cristine no.

Después de decir esto soltó bruscamente la muñeca de Robert y se puso a secar afanosamente unos vasos.

–Le dije que Lucette me parecía más bonito que Eleonore, ¿no? –¡Oh! ¡Vamos! Deje de hablar así. –Lucette hizo con la mano un

gesto malhumorado. –Usted se preocupa mucho por Cristine. –Sí. –¿Por qué? Ella le miró un poco pensativa y se encogió de hombros. –¿Es que tiene que haber una razón para todo? No lo sé.

Simplemente es así. –¡Eh! ¡Lucette! ¿Es que no nos vas a traer nada? –dijo uno de los

hombres de fuera–. Nos tienes secos. No animes tanto a ese chico, que bastante mal está ya.

Lucette miró a Robert. –No haga caso de lo que dicen esos tipos. Cogió una botella de la estantería, llenó una jarra de agua y salió.

Poco después Robert oyó un estallido de carcajadas en la terraza. Cuando volvió Lucette, él quiso pagar. –Déjelo –dijo–. Le invito. –Gracias. Muy amable. –Permaneció allí titubeando y

mirándola–. Dígame, Lucette. No recuerdo casi nada de lo de anoche. ¿Qué es lo que le dije?

Lucette sonrió. –Eso es lo que le preocupa realmente, ¿no? Bien, ya que quiere

saberlo, se lo diré. En realidad no me llamó Eleonore, pero dijo que mis piernas no estaban mal y que movía las caderas de una forma que no podía apartar los ojos de ellas.

–¿De verdad... de verdad dije eso? –Se está poniendo rojo, amigo. Más rojo que el vino que se bebió

ayer.

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–¿Y lo dije delante de todos esos? –No se preocupe. La verdad es que no fue un borracho

escandaloso, sino tranquilo. Lo que pasa es que algunas personas aguzan el oído para ciertas cosas.

–No recuerdo una sola palabra –murmuró Robert–. Sólo recuerdo que iba andando por una carretera.

Lucette se rió burlonamente. –Yo misma le animé a ello. "¿Qué debo hacer?", me preguntó

usted. Y yo le dije: ''andar". "Eso es fácil", respondió usted. De todos modos, me santigüé para que llegara bien a casa del gordo Mons.

–Lo siento, Lucette. No se enfadaría, ¿verdad? –¿Quién? ¿Yo? Estoy acostumbrada a todo. Y, además, ya sabe

usted que a ninguna mujer le desagrada que alaben sus piernas o sus caderas. Y si le desagrada es una hipócrita. Bueno, ahora tengo que trabajar. Ya me ha entretenido bastante.

Ella se dio la vuelta. –¡Eh, Lucette! –¿Qué quiere ahora? –Creo que usted es guapa, aunque yo sólo haya bebido una coca,

y que anda de una forma que es capaz de encandilar a todo Nizier. –¿Esas tenemos? Y, además, a las cuatro de la tarde. Debe de ser

el calor. –Por encima de todo eso, es usted encantadora. –Es lo que me quedaba por oír. –Lucette se rió de buena gana–.

Ahora, váyase de una vez o le cobraré la coca. Hasta la vista, Robert. Recuerdos a Cristine.

ROBERT cambió de marcha y aceleró. Había sujetado el casco en la parte posterior de la moto. Sintió en el pelo un chorro de aire templado.

¡Qué bien se sentía de pronto! Raras veces se había sentido tan bien, libre y alegre. ¿Sería a causa de Lucette? Nunca se había atrevido a decir cosas como aquellas a nadie, ni siquiera a Marjo. Y para él suponía un éxito poderse sentar a su lado al tiempo que ella, con aquel gesto de lentitud y laxitud que la caracterizaba, se echaba el pelo hacia atrás o encendía un cigarrillo. No le interesaba hablar con ella, sino acariciarla, y ni siquiera se atrevía a intentarlo. Le tenía paralizado y le hacía sentirse frustrado.

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En realidad ni siquiera estaba enamorado de ella, pero le tenía trastornado y, a veces, deseaba ardientemente apagar aquella sonrisa de sus labios con su boca.

Todo lo que concernía a Lucette era natural. Alegre y espontánea, derrochaba cordialidad. ¿Sería porque era mucho mayor? Debía de andar por los treinta. Pero no era una tímida que facilitara a uno encontrarse a sus anchas. Cuando uno hablaba con ella, nada parecía estúpido.

Robert soltó el manillar y levantó los brazos. Tuvo que agarrarse rápidamente al balancearse la moto. Si no lo hubiera hecho, le podía haber sucedido lo mismo que a Cristine. Se imaginó la escena: él y Cristine, uno frente a otro, y ambos con el tobillo vendado. La señora Mons, vestida de enfermera, con una expresión maternal en su cara inescrutable. Al menos, mientras tuviera que llevar las vendas. Robert soltó una carcajada, pero aquella sensación de relajamiento se esfumó tan pronto como enfiló el sendero que conducía a la casa de los Girauld.

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L AMA de llaves abrió la puerta. –He venido a traer la moto de Cristine. ¿Cómo está?

–Un poco mejor –contestó de mala gana. –¿Y su abuelo? –El médico vendrá de un momento a otro. Estaba claro que no tenía intención de dejarle entrar. –¿Puedo ver a Cristine? Antes de que pudiera contestarle, se oyó una voz desde dentro: –¿Eres tú, Robert? –Un momento después apareció Cristine. –¡Vuelve a tu silla! –le ordenó el ama de llaves–. El médico

dice... –El médico dice muchas cosas –dijo Cristine con indiferencia–.

Entra, Robert. El ama de llaves se encogió de hombros y se marchó con cara

ofendida. Robert siguió a Cristine, que se dirigió cojeando hacia una silla.

–¿Cómo te encuentras? Estaban en la misma habitación del día anterior, que ahora

parecía mayor, al no haber otras personas. Los ojos de Robert volvieron sigilosamente al cuadro de la mujer con la sombrilla.

–Mucho mejor –oyó que le respondía Cristine. –¿Y tu abuelo? No pude sacarle nada a vuestra ama de llaves. Es

el ama de llaves, ¿no? Ella asintió. –No es muy amable que digamos. Cristine se echó a reír. De pronto le pareció simpática. –No le hagas caso. Como yo. Afortunadamente, mi abuelo está

mucho mejor. Ya se ha levantado esta mañana. Ahora está descansando un rato y más tarde vendrá el médico, aunque él cree que no es necesario. Nunca está enfermo.

–¿Puedes andar? –Sólo un poco. –¿Te gustaría dar un paseo en moto? Ella le miró asombrada.

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–¿Quieres decir, bueno...? –Podemos ir juntos en la moto. No me apetece pasarme la tarde

con estos antepasados tuyos de los cuadros. Podrían enterarse de todo lo que habláramos. Así que te cogeré en brazos e intentaremos marcharnos sin que nadie nos vea, porque estoy seguro de que el ama de llaves trataría de impedirlo.

Robert la ayudó a incorporarse. –Yo te sujetaré. Tú, abre la puerta de la calle con cuidado –le dijo

en voz baja. –¿No te duele el pie? –le preguntó solícito cuando estuvieron

fuera. –Nada. No noto nada. –Ponte el casco. ¿Y tú? –Me gusta más ir sin él y, además, no pienso correr mucho. El ama de llaves oyó el ruido de la moto al ponerse en marcha. Al

principio no se le ocurrió que pudiera haber nada de particular en aquel ruido tan familiar. Luego le asaltó la idea: ¿Le habría dejado de nuevo Cristine la moto a ese chico? Después de todo, era un extraño. Iría a preguntarle para estar segura. No hay que fiarse de nadie;

Se dirigió a la sala y se detuvo en la puerta. No había nadie. –¡Dios mío! –murmuró–. ¡Se han ido! ¿Qué va a decir el señor?

ROBERT volvió la cabeza. –¿Todo bien? Cristine no podía oírle, pero adivinó la pregunta y dijo que sí. El

camino era estrecho y corría algo de viento. Robert giró finalmente hacia un sendero de tierra y detuvo la moto. Cristine se quitó el casco.

–Oye, aquí se está bien. Mucho mejor que allí dentro de casa. –Espera aquí un momento y te ayudaré –apoyó la moto en un

árbol, volvió y la tomó en brazos de nuevo. –Desde luego, no pesas mucho –dijo. A continuación la sentó con

cuidado en la hierba. Desde aquella sombra podían divisar el valle, todavía brumoso.

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–Mira, allí está la iglesia –le indicó Cristine. Robert siguió la indicación de su dedo–. A la izquierda está la finca de la señora de Béfort. Mira, se ve parte de la cerca. Un poco más arriba está la casa de los Leclair. Es aquella del tejado nuevo gris.

El asintió. –¿Cuánto tiempo vas a estar en Nizier? –le preguntó. –Hasta mediados de septiembre. Para entonces empiezan otra

vez las clases. –Tú vives en París, ¿no? –se tumbó boca arriba en la hierba y

cruzó las manos debajo de la cabeza. –Sí, con mi padre. –Mi madre es de París. Mi abuela vivía en Le Marais, rue de la

Bretonnerie. ¿La conoces? –Creo que está cerca de la Ile de la Cité. –Exacto. –Nosotros vivimos junto al Bois de Boulogne. Robert permaneció callado. ¿Debería preguntarle algo acerca de

su madre? Resultaba raro que Cristine no supiera aún que él había depositado una rosa amarilla sobre el ataúd de su madre, pero no podía decírselo.

–¿Tu madre murió aquí, en Nizier? –le preguntó cautelosamente.

Ella asintió y Robert notó inmediatamente un cambio en su cara. –¿Estabas aquí? –No. Cristine enrolló una brizna de hierba alrededor de uno de sus

dedos. Robert vio las uñas comidas. –¿Fue el corazón? –Quizá. –Cristine se encogió de hombros. –¿Por qué quizá? Ella apretó aún más la brizna de hierba alrededor del dedo, cuyo

extremo se puso rojo. –No creo que ella quisiera seguir. –¿Seguir qué? –Seguir viviendo. –¿Qué quieres decir? –Pues eso, lo que he dicho. Que no creo que ella quisiera seguir

más. –¿Es que...? –Robert se sentó. Cristine desenrolló lentamente la brizna de hierba. Le dejó una

marca visible en el extremo del dedo, que permaneció rojo unos instantes.

–¿Se suicidó? –ella le miró fijamente. Sus ojos parecían más oscuros, debido a la sombra del árbol–. No, suicidio no. No era su

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forma de actuar. Yo he creído siempre que la gente que llega a ese extremo es porque está sometida a una presión tremenda. Quizá me equivoque, porque no sé mucho de eso, pero mi madre nunca estuvo sometida a ninguna clase de presión. No lo estaba. Nada. Era... era... ¡Bueno! ¡Qué importa!

Se encogió de hombros de nuevo, al parecer con indiferencia, aunque su boca se torció nerviosamente.

–¿Conocías bien a tu madre? –Nadie la conocía bien. Nadie. Aquel comentario resultaba amargo. –Pero nadie se muere de esa forma, sin una causa. –De acuerdo. Su corazón se paró. Sé que tomaba unas pastillas

para el corazón. Se murió de repente, sentada en una silla, con la vista fija en el vacío. A ella le gustaba sentarse así, a menudo. No sufrió nada. Al menos eso dicen todos. –Cristine volvió la cabeza hacia otro lado y comenzó a morderse las uñas. A él le hubiera gustado hablar de otra cosa, pero no sabía cómo empezar.

Robert le pasó afectuosamente el brazo por los hombros, pero ella lo rechazó bruscamente. Luego se volvió hacia él y Robert observó con asombro que sus ojos brillaban extrañamente.

–Voy a decirte algo, Robert. Algo que no conoce nadie. Nadie. Tengo que superarlo, porque si no...

–¿De qué se trata? –preguntó alarmado. –Algunas veces la odiaba... Es cierto, la odiaba algunas veces... La expresión de su cara cambió y se volvió adusta. –Tú no la conocías. Sólo has visto ese retrato; me di cuenta de

que lo mirabas. Todo el mundo la admiraba. Era guapa, pero eso era sólo una máscara.

–¿Qué quieres decir? –Que no tenía nada dentro. Ni sentimientos, ni... –Cristine

empezó a tartamudear–. No había nada de cariño dentro de ella. Estaba vacía. Tan vacía que, a veces, me apetecía pegarle...

Robert percibió una enorme tensión en la última frase, una tensión que se reflejó inmediatamente en la expresión de Cristine.

–Mi madre no quería nada ni a nadie. Ni siquiera a mi padre; ni a mí. No protestó en absoluto cuando mi padre me reclamó después del divorcio. ¿No crees que es extraño? Ni lo hizo después nunca, porque lo encontraba normal. Le tenía sin cuidado.

La voz de Cristine adquirió un tono anhelante y nervioso. –Tenía un piso en París y, cuando estaba allí, yo la llamaba a

veces, pero mis visitas resultaban terribles, porque no teníamos nada que decirnos. En realidad, yo deseaba hablar con ella, pero no podía porque tenía la impresión de que había un muro de cristal que nos separaba. Yo la veía, pero no podía tocarla. Quiero decir que no

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podía interesarla en mis sentimientos. Es difícil explicarlo. Cada vez que me veía, parecía sorprendida. Sorprendida de tener una hija. Incluso yo misma parecía sorprendida.

Pensaba que era algo casual y, desde luego, demasiado tarde para intentar arreglarlo.

Robert quiso interrumpirla, pero Cristine hablaba sin respiro. –Un día, hace unos meses, fui a verla. Había un hombre con ella,

cosa nada extraña ya que siempre tenía algún hombre zumbando alrededor de ella, aunque nunca por mucho tiempo. Creo que no tenía ningún lío con ellos, eso es lo extraño. Pienso que podría haber cambiado si se hubiera enamorado de alguno. Bien, como decía, fui a verla y aquel hombre, que no recuerdo bien si se llamaba Pierre o Philippe, se desvivió conmigo. Era encantador y se comportó de una forma maravillosa. Yo me di cuenta de ello, pero mi madre ni se enteró o no quiso enterarse. De repente me puse furiosa, realmente furiosa. Le dije a aquel Pierre o Philippe que mi madre era un bloque de piedra, con la diferencia de que la piedra se calienta al sol. El protestó y trató de defender a mi madre. Yo empecé a gritarle, pero en realidad le estaba gritando a ella. Y luego le tiré a la cabeza todo lo que encontré a mano. Ella, mientras tanto, permanecía sentada... sentada allí...

–¡Cristine! –Robert se inclinó hacia ella, pero Cristine ni lo vio. Parecía estar reviviendo aquella tarde.

–Le grité a él que la odiaba, que la odiaba. Fue terrible. "Entonces, ¿por qué has venido", preguntó él. "Porque, a lo mejor, quizá algún día ella me odie a mí también. Al menos, así sentirá algo –le grité–, pero ella no tiene nada dentro, ya lo verá usted mismo pronto. Usted sólo ve ahora la máscara, pero yo le demostraré que dentro no tiene nada".

Cristine sacudió la parte superior de su cuerpo, como hacen las personas que sufren.

–¿Sabes lo que hice? Me dirigí a una vitrina y cogí un vaso. Yo sabía que tenía tres mil años. Alguien me lo había dicho, aunque no mi madre. Estrellé el vaso contra el suelo, a sus pies. Luego rompí otro objeto, creo que un ánfora, no recuerdo bien. Pierre, o como quiera que se llamara aquel hombre, me apartó de un tirón. Si al menos lo hubiera hecho ella... Pero ella no hizo nada. ¿Por qué no se levantó y me golpeó o me echó de allí? Ella había descubierto aquel vaso en una de sus excavaciones...

La voz de Cristine se quebró. –La llamé al día siguiente, porque no me atrevía a ir. Me dijo que

era mejor que no fuera más. Le grité por teléfono que lo sentía, que no lo haría nunca más y cosas así, y que estaba dispuesta a

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reconstruir el vaso, pegando los trozos, pero fue inútil. –Cristine se frotó los ojos.

–¿La volviste a ver después de aquello? –preguntó Robert. –Sí, sólo una vez, más o menos un mes después. Yo solía pasear

por la calle donde ella vivía para ver si estaba en casa. Lo sabía si veía su coche, un Citroën azul claro. Aquel día lo vi y llamé al timbre. Abrió la puerta y me dejó entrar...

Los labios de Cristine temblaban. –¿Y qué pasó? –preguntó Robert. –Parecía cansada –prosiguió Cristine, vacilante–. Aquello

constituía una novedad, porque la cara de mi madre era siempre la misma, inexpresiva y tranquila, como si nada fuera con ella, como si no sintiera nada. Me dijo que se iba de viaje.

–¿A hacer excavaciones de nuevo? –le pregunté. –Sí –me contestó. Hablaba de forma distinta. No sé, es difícil de explicar. Había

algo raro en su tono. Parecía insegura y tropezó dos veces con una mesa. Aquello no era normal en ella. No conozco a nadie que se mueva como lo hacía ella; no hacía ningún movimiento repentino o brusco.

–No entiendo por qué te gustan tanto esas excavaciones –le dije. El pasado ya no cuenta.

–Entonces sucedió algo extraño –balbució Cristine–. Mi madre se detuvo en el centro de la habitación y me miró. Me miró y me vio. De verdad. Tienes que creerme. Parecía increíble, pero me vio por vez primera. Lo noté en sus ojos. Sentí... sentí... como si yo estuviera naciendo... –tragó saliva unas cuantas veces y prosiguió–. Sentí deseos de decirle algo, pero las palabras no me venían. Permanecimos así, mirándonos. Una situación realmente estúpida...

–Has crecido –dijo mi madre, sorprendida, y yo no hice más que repetir que sí. Es todo lo que pude hacer.

–¿Tienes novio? –me preguntó un poco después. –Dije que lo tenía, mintiéndole. Me preguntó cómo se llamaba. –Jacques –dije–. Se llama Jacques. –Hablame de él –me dijo. ¿Cómo es? –Tiene el pelo oscuro –dije tartamudeando– y es un poco más

alto que yo. Tiene los ojos pardos –me inventé que tenía una cicatriz en el brazo izquierdo, que jugaba muy bien al tenis y que solíamos ir juntos al cine. Hasta hablé de una película de Hitchcock que había visto sola.

–¿Lo sabe tu padre? –me preguntó. –No. No lo sabe nadie. Sólo tú.

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–Mi madre se sentó en un sofá y yo me acurruqué junto a ella. Sentía que ella estaba de verdad allí. Me cogió una mano y miró las uñas.

–No deberías morderte las uñas –me recriminó cariñosamente y yo le expliqué que no podía evitarlo y que me las mordía sin darme cuenta, cuando estaba nerviosa o asustada.

–¿Estás ahora asustada o nerviosa? –preguntó. –Yo dije que no, pero en el fondo quería decir que sí, porque me

sentía nerviosa y muy confusa, ya que estaba hablando con ella por vez primera, aunque la conversación era una mentira, puesto que Jacques no existía. No me atrevía a decirle cuánto me asustaba que volviera a encerrarse en sí misma de nuevo. Así que permanecí quieta.

–Estuvimos sentadas en el sofá un rato. Yo estaba muy cerca de ella y seguimos charlando. No recuerdo muy bien sobre qué. Ella estaba como embriagada, aunque a mí me parecía que estaba hablando con más claridad que nunca. Me habló un poco del pasado, pero hizo un revoltijo de todo. Recuerdo que dijo algo de un caballo llamado "Josline" y de mi abuelo. Habló de él con admiración. Me habló de su valor durante la guerra y de la cantidad de personas que había salvado. "A muchos –dijo–. No a todos, por supuesto, porque eso era imposible, pero sí a muchos".

–Yo quería saber más acerca de ella y le pregunté: –Y tú, mamá, ¿qué hacías durante la guerra? –Daría cualquier

cosa por no haber hecho aquella pregunta. Me di cuenta inmediatamente de su cambio. No tenía que mirarla para darme cuenta de ello. Me abracé a ella y le supliqué:

–No me dejes. Quédate conmigo. –Pero no había nada que hacer. Su expresión se había esfumado

de nuevo detrás del muro de cristal y ella se encerró otra vez en su concha...

Cristine se interrumpió. Robert observó su espalda encorvada y su pelo, no muy largo y húmedo por el calor. ¡Parecía tan desamparada y sola...!

Sin dudarlo, la atrajo hacia sí. –No comprendo bien todo eso –dijo–, pero creo que tú querías

mucho a tu madre. Ella inclinó la cabeza y empezó a sollozar como el día anterior. –Llora –dijo él–. Llora. Yo estaré a tu lado y no te dejaré. Robert la acarició como a un niño y le habló para animarla.

Frases inconclusas, palabras reconfortantes. Dichas, más que nada, para consolarla. Al fin, Cristine se tranquilizó.

–No sé por qué te he contado todo esto –dijo enjugándose las lágrimas–. Apenas te conozco.

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–¡Y eso qué tiene que ver! Ella le miró y movió lentamente la cabeza. –Puede que nada. Estaba ya tranquila, como todo lo que les rodeaba. Las hojas de

los árboles estaban inmóviles. El calor aplastante que hacía parecía sofocar hasta los ruidos.

Robert se echó boca arriba y entornó los ojos. Empezó a ver pequeñas manchitas amarillas y negras y, de repente, se sintió muerto de cansancio.

Nizier. Un punto en el mapa, difícilmente apreciable. En el transcurso de los dos días que llevaba allí, él y el pueblo habían chocado indudablemente. Sucesos y emociones se habían sucedido demasiado rápidamente.

Nizier y Cristine. Abrió los ojos y miró a su lado. Estaba tumbada junto a él. Su

rostro era infantil y estaba muy cerca. Se miraron en silencio. Al fin, Robert se incorporó con presteza, apoyándose en un codo.

–Cuando se te cure el tobillo te llevaré a la montaña –dijo, al mismo tiempo que le apartaba una mata de pelo de la mejilla. Ella sonrió temblorosa.

–¡Eh!, cuidado, tienes una araña en el cuello –la previno. Apartó con un golpe seco de sus dedos la araña, pero se le engancharon en una cadena delgada de la que colgaba un medallón redondo. Tenía la imagen de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Le dio la vuelta y Robert tuvo que contener su respiración.

Eleonore –leyó–. Eleonore.

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OBERT corría. El cielo se había tornado amenazadoramente negro y soplaba un viento traicionero procedente de las

montañas. La lluvia le golpeaba con fuerza, como una cortina de plata, mientras los truenos retumbaban sin cesar y los relámpagos le deslumbraban.

Lo que hacía, tratando de llegar a Nizier, era peligroso. No había un techo donde cobijarse, así que siguió corriendo, con la respiración entrecortada, mientras el agua le chorreaba por todas partes y le empapaba los zapatos. Hubo un destello cegador de luz, seguido de un estruendo espantoso.

–¡Demonios, éste ha caído cerca! –pensó para sí. Tenía que encontrar un refugio, porque podía alcanzarle algún rayo. El viento se hizo de pronto tan fuerte que casi le sacó del camino. Las ramas volaban a su alrededor. Se metió, agachándose, en un matorral y se aplastó contra la tierra fría.

¡Vaya tormenta! Nunca había conocido un temporal tan furioso. Tan pronto estaba todo oscuro como boca de lobo, como en un instante cambiaba a un amarillo ardiente. La tormenta descargaba, bramando y produciendo un ruido ensordecedor, que lo asustaba. Algo crujió detrás de él. Seguro que era un árbol. Avanzó un poco y se metió lo mejor que pudo en una zanja. Las ramas le golpeaban en la cara y estaba completamente empapado de agua.

La tormenta pareció ceder por un momento, pero después volvió a arreciar el estampido de los truenos con toda intensidad, peor aún que antes. Esperó a que pasara, con la cabeza entre las manos. Empezó a oír un ronco bramido cerca de él. ¿También la tierra empezaba a rugir? Levantó la cabeza. ¿Sería un desprendimiento de tierras? ¡Oh, Dios mío, eso no! Sus dientes castañeteaban. Se mordió el labio y se acurrucó todo lo que pudo.

¿Habría cesado el estrépito? Levantó de nuevo la cabeza y prestó atención. Un estruendo terrible le hizo agacharse de nuevo. La tormenta estaba descargando justamente encima de él con toda su violencia. Tuvo de pronto la impresión de que le estaban apedreando

R

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y se incorporó, gritando de dolor y tratando de encontrar un resguardo mejor. Era pedrisco y caían unas piedras enormes.

De repente cesó el pedrisco y todo fue calmándose. Robert permaneció donde estaba. Cada vez había más silencio, pero no tenía fuerzas para levantarse. ¿Cuánto tiempo permaneció allí? ¿Un segundo, diez minutos, una hora? El tiempo parecía no existir.

Finalmente, levantó la cabeza. La tarde era fresca y transparente y el cielo se iba despejando de nubes. Se incorporó con dificultad y miró a su alrededor. ¡Qué desastre! Era evidente, aún a la escasa luz de la tarde. La tierra estaba cubierta de granizo. Cogió uno y observó que no se derretía inmediatamente. Algunos árboles se habían tronchado y el camino estaba sembrado de ramas.

Sintió un escalofrío. Sus ropas estaban chorreando y tenía la cara y los brazos llenos de barro.

Robert se encaminó hacia Nizier.

LA TERRAZA de Lucette estaba desierta. En el suelo había trozos de vidrio y la ventana estaba rota. La puerta del bar estaba abierta, pero no vio a nadie dentro. Tampoco estaban encendidas las luces.

–¿Lucette? –su voz era sepulcral en aquella habitación vacía y oscura.

No hubo respuesta y repitió la llamada. Oyó unas pisadas presurosas y un momento después apareció Lucette. Chorreaba agua, su pelo estaba revuelto y su blusa rota. Se miraron unos momentos con sorpresa.

–¡Dios mío!, ¿qué le ha sucedido? –exclamó Lucette–. ¿Le ha pillado la tormenta?

Robert asintió. –En seguida le proporcionaré ropa seca, pero antes tiene que

ayudarme. Se trata de mi tío. No quiere salir. –¿Su tío? –Sí. Se encuentra en el sótano, que se ha inundado. Está loco. Robert la miró sin comprender. –¿Loco? ¿Quién está loco? –Mi tío Lucien. Está completamente loco, pero es inofensivo. No

es capaz de matar una mosca. Lo que pasa es que cuando hay tormenta se asusta y se refugia en el sótano. Estoy aterrada; puede

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ahogarse porque el sótano está inundado y el agua le llega a la cintura. ¡Vamos, rápido!

Robert siguió a Lucette en aquella semioscuridad. –El río se ha desbordado. Esto sucede a menudo con tiempo

malo. He cogido una linterna –le dijo Lucette apresuradamente, mientras bajaba unos escalones de piedra. Oyeron un grito.

–Está muy asustado –le explicó–. Tenga especial cuidado en no excitarle.

–¡Bang, bang, muerto! –Se oía gritar en la oscuridad–. ¡Bang, bang, muerto! –La voz venía de algún rincón.

Lucette escudriñó a la luz de la linterna el sótano, medio inundado. Se veían tablas flotando por doquier y algunas cacerolas que subían y bajaban a pocos metros de ellos, como patos en un estanque. Los anaqueles de vino casi habían desaparecido bajo el agua.

Lucette dirigió la luz de la linterna hacia un rincón, donde se encontraba un hombre bajito chapoteando en el agua. Esta salpicaba alrededor de sus oídos.

–Tío Lucien, soy yo, Lucette. Tu sobrina. Vamos, ven aquí. –Ella le alargó una mano.

Tío Lucien parecía fascinado. Su cabeza calva parecía aún más pelada a la luz de la linterna. Su boca colgaba abierta y sus ojos eran dos agujeros aterrorizados.

–¡Bang, bang, muerto! –exclamó al tiempo que chapoteaba de nuevo en el agua.

–¡Te vas a matar a ti mismo, si te quedas ahí en el agua! –se quejó Lucette–. La tormenta ya pasó hace tiempo, tío Lucien. No debes tener miedo ya. Sal de ahí, porque de lo contrario te vas a enfriar.

Lucette avanzó hacia él, hablándole tranquilizadoramente. –Estoy con un amigo. Se llama Robert y es de Holanda. Ya sabes,

donde hacen ese queso que tanto te gusta. El domingo tomaste un poco. Te daré un trozo si sales de ahí, te lo prometo –su voz era mimosa.

–Estoy dispuesta a darte un kilo, pero primero tienes que salir de ahí.

Tío Lucien señaló hacia Robert. Hubo un momento de silencio. Murmuró algo ininteligible. Entonces Robert se dirigió tras Lucette, metido hasta la cintura en aquella agua fría.

De pronto, tío Lucien empezó a chapotear con fuerza en el agua. –¡Bang, bang, muerto! –gritó una vez más y alargó el brazo hacia

un anaquel.

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–¡Mierda, eso no! –susurró Lucette–. Vas a tirar todas las botellas. Ya lo hizo en otra ocasión. Tenemos que sujetarlo antes de que llegue a él. ¡Ayúdeme!

Dirigió la luz directamente a la cara del tío Lucien, tratando de deslumbrarle. Robert siguió a Lucette. El agua salpicaba por todas partes. Tío Lucien, sorprendido por aquella operación, gritó e intentó escabullirse. Robert le sujetó con fuerza.

–¡Señor Moustache! ¡Señor Moustache! –gritaba desesperadamente el tío Lucien, tratando de defenderse con las manos.

–¡Sujételo bien! –dijo Lucette–. En cuanto estemos arriba se calmará.

Cogió un brazo de su tío y lo pasó por detrás del cuello de ella. –¡Vamos, tío Lucien, ya casi estamos fuera! Un paso más y

estaremos fuera del agua. Entre los dos le empujaron escaleras arriba. El tío Lucien se

había vuelto sumiso y dócil y murmuraba frases ininteligibles. Lucette le ayudó a sentarse en una silla de la cocina.

–Así me gusta, que seas bueno –le dijo Lucette mientras le quitaba los zapatos y calcetines.

El tío Lucien gruñía inocentemente y miraba desolado al suelo donde se estaba formando un buen charco de agua. Luego Lucette empezó a quitarle los pantalones.

–No se quede ahí quieto. Écheme una mano –le dijo a Robert–. No puedo quitarle estos condenados pantalones.

Le desnudaron en silencio, le secó Lucette y le puso un pijama. Luego le llevó a la cama.

Cuando regresó encontró a Robert con la camisa de tío Lucien aún en la mano. Buscó una vela y la encendió.

–¿Vive usted aquí sola con su tío? –Sí. –¿Y cómo puede? –¿Qué quiere decir? –Bueno... está loco. –Completamente. Está como un cencerro. ¿Pero qué quiere usted

que haga? ¿Echarle porque no está en su sano juicio? –Estuvo a punto de tirarle las botellas abajo en el sótano. En

realidad, ya lo había hecho antes –Robert señaló hacia su blusa rota–. Estaba asustado.

–¿Y qué hubiera hecho usted si yo no hubiera venido? –preguntó Robert.

–¡Ah, sí! Si... –Lucette se encogió de hombros–. Si mi tía hubiera tenido bigote, hubiera sido ella mi tío, y puede usted seguir

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imaginándose cosas así. Usted vino en el momento preciso. ¿Qué más quiere?

–Hablando de bigote ¿Quién es ese señor Moustache (1) del que parecía tan asustado?

–No tengo ni idea. Probablemente conoció a alguien al que llamaban así, y que de alguna forma lo asustó. Siempre que hay una tormenta grande empieza a gritar: !Bang, bang, señor Moustache! No hay forma de sacarle de ahí. Cuando el cielo empieza a cubrirse de nubes yo siempre me digo: ¡Vaya, ya tenemos otra visita del señor Moustache!

Lucette se echó a reír, pero en seguida se puso seria. –No dirá nada de esto en el pueblo, ¿eh, Robert? Quiero decir

que a nadie le importa nada de esto. Si lo supieran, es probable que quisieran encerrarlo y para mí eso sería horrible, ya que mi tío es la bondad personificada. Siempre le he conocido así, desde que era niña, y, quiera o no, le tengo cariño. Quizá a mi me falte también un tornillo, pero si no estuviera aquí conmigo, le echaría de menos.

–¿Pero no tiene miedo cuando se pone como hoy? –No, miedo no... ¿Sabe una cosa? Es extraño. Cuando empieza a

gritar, como esta tarde, a veces se me ocurre pensar que se vuelve cuerdo durante unos segundos. Se aterra exactamente igual que una persona normal. Usted lo ha podido ver personalmente. Sólo dura un momento. Cuando el tío Lucien es, digamos, un "loco normal", está tranquilo y tiene una sonrisa que le llega de oreja a oreja.

De pronto, Lucette se echó a reír. –También nosotros debemos parecer dos idiotas. Dos ratas

ahogadas. Le traeré ropa seca. Tendrá que ser algo del tío Lucien, pues no hay otra cosa. Si quiere, puede darse una ducha para quitarse todo ese barro. Tendrá que dársela a oscuras, porque no creo que vuelvan a dar la luz hasta dentro de unas horas.

Lucette abrió un cajón, buscó algo en un armario y le dio unas prendas.

–Le diré dónde está la ducha. –Cogió de nuevo la linterna. Las escaleras crujían. De una de las habitaciones provenían unos

sonoros ronquidos. Tío Lucien, pensó Robert. –Aquí está. – Lucette abrió una puerta. –Tome la linterna. Yo conozco la casa y puedo volver a tientas. Ella le sonrió en la oscuridad. A Robert se le amontonaban las

emociones del día. Quería decirle muchas cosas. Pero las palabras son siempre limitadas. En cuanto las dices, parece que mientes.

1 Moustache = bigote, en Francés (N. T.)

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–¿Es que todo tiene que tener una explicación? –había dicho Lucette aquella tarde.– ¿Es necesario expresar con palabras el cariño que uno puede sentir repentinamente por alguien?

Lucette estaba callada. ¿Sentiría algo por él? Ella levantó un brazo y le acarició la mejilla.

–Aunque acabo de conocerte, también me gustas –dijo–. Tú también me gustas...

CUANDO Robert bajó encontró a Lucette en la cocina. Ella se había puesto unos vaqueros y un jersey.

–Los bomberos no paran. Su coche no hace más que ir de un lado a otro. Me figuro que sus hombres estarán trabajando a tope, pues debe de haber muchas inundaciones.

Sonrió al verlo con las ropas del tío Lucien. –No estás muy sexy que digamos con esos pantalones. La

bragueta te llega casi hasta las rodillas. Robert se echó a reír. –Me figuro que no habrás comido nada –prosiguió ella–.

Siéntate y te daré algo. Mientras hablaba puso sobre la mesa una hogaza de pan y un

poco de queso que sacó de una alacena. Luego se sentó frente a él y se acodó en la mesa. Dos velas lucían en ella.

–Háblame de la tormenta. ¿Cómo has podido ser tan desprevenido como para que te pillara fuera? Podrías haberte refugiado en algún sitio, ¿no?

Robert partió un trozo de pan y lo untó de mantequilla. –Estaba en un sitio donde no había ningún techo para

guarecerme. He ido allí dando un paseo. –¿Sólo? –Sí. Después de marcharme de aquí esta tarde, he ido a casa de

Cristine y la he llevado a dar un paseo en moto. Hemos estado hablando largo y tendido en un lugar de las afueras. Luego la he llevado de vuelta a casa y me he ido a dar un paseo. La tormenta me ha pillado de improviso. No había visto nunca nada igual y, para serte franco, estaba bastante asustado.

–Me lo imagino. Aquí, en las montañas, hay tormentas terribles.

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Robert cortó otro trazo de pan de la hogaza, que disminuía rápidamente de tamaño. Su estómago era como un pozo sin fondo, aunque intentaba no atiborrarlo de comida.

–¿Quieres algo más? –preguntó Lucette cuando se acabó el pan. –Sí, por favor. Estoy hambriento –confesó él. –Es por las emociones del día. Primero te pilla la tormenta, y

luego tío Lucien. Eso no pasa todos los días. Te voy a freír unos huevos...

Se levantó y se dirigió a la alacena. Poco después la cocina olía a huevos fritos. Robert no recordaba que aquel olor le hubiera gustado nunca tanto como ahora. Al mismo tiempo se sentía cada vez más dominado por el escenario en que se encontraba; la cocina, poco iluminada; Lucette junto al fuego, dándole la espalda, las velas en la mesa... Lucette, que no le había hecho ninguna pregunta más acerca de Cristine... Lógicamente debía de pensar que no era asunto suyo.

Robert estaba viviendo aquel instante con intensidad y le hubiera gustado alargarlo, pero se dio cuenta de que no podría.

Lucette puso un plato frente a él y le acercó más pan. Luego le llenó un vaso de cerveza. Apartó la sartén del fuego y le sirvió los huevos.

–Me encanta ver comer a la gente hambrienta –dijo sentándose junto a él.

–¿Hace mucho que tu tío está así? –le preguntó él, poco después. –Siempre le he conocido loco. Pero antes era una persona

normal. –Sonrió ligeramente–. Bueno, todo lo normal que puede ser una persona. De todas formas, él no se siente desgraciado, de eso estoy segura. Es tan feliz como cualquier otra persona del pueblo.

–¿Qué hacía antes? –Era el cartero. Conocía a todo el mundo y todos le conocían a él.

Me lo contó mi madre. Se conocía cada centímetro cuadrado de terreno, los caminos y atajos de la zona. Ahora, el pobre infeliz apenas conoce el camino para irse a la cama.

–¿Pero cómo se volvió loco? –Los alemanes le detuvieron al final de la guerra, en la afueras

del pueblo. Yendo hacia el café de los Mons, hay un barranco a la izquierda. No es muy profundo, pero sí lo suficiente para romperte la cabeza.

–Bien, aquellos cerdos le tiraron allí. Tuvo suerte de salvar la cabeza, pero nada más. Su cerebro resultó tan dañado que a partir de entonces fue incapaz de distinguir la a de la b ni de leer él solo una dirección de manera que la carta llegara a su destino. Mi madre le recogió porque era soltera. Solía decir que es mejor vivir con un buen loco que con un mal marido. Mi madre se equivocó con mi padre. Era un inútil que incluso colaboró con los nazis. Se largó con

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todos los ahorros de mi madre y nunca más le volvimos a ver. Mi madre se quedó con una criatura, que era yo, con el loco del tío Lucien y con las deudas. Es todo lo que le dejó mi padre. Ella trabajó hasta el agotamiento. Yo la empecé a ayudar en cuanto pude, y al fin pudimos comprar este local. Ella quería ser independiente... Bueno, lo fue desde luego, pero muy poco, porque cuando llevábamos aquí un año cayó enferma y un mes después la enterrábamos al otro lado de la plaza, junto a la iglesia.

Lucette hizo un gesto hacia la ventana. –Por lo menos allí está en paz y no tiene ya problemas, o al

menos eso pienso. ¡Bastantes había tenido en vida, la pobre! Permanecieron en silencio unos momentos. ¿Y tú? ¿Yo? –¿Eres feliz? Lucette se quedó sorprendida. –¡Caramba! De pronto te vuelves profundo. ¿Por qué no habría

de ser feliz? Claro que sí, bastante feliz... –se sonrió–. Feliz con toda clase de cosas pequeñas, como, por ejemplo, verte ahí, atracándote de comida. Eso me encanta y me hace sentirme a gusto. O cuando veo a tío Lucien sentado al sol, con su calva reluciente como un mueble barnizado. Cuando la gente está chismorreando en mi terraza, bromeando unos con otros. Y también... –Lucette se rió con ganas–, también cuando discuto con el párroco y él me suelta su sermón. Es gracioso. No entiendo cómo ese hombre puede enfadarse tanto. No soporta mi minifalda –le confesó a Robert–. Siempre está despotricando contra ella. Yo le digo que lo que le pasa es que tiene envidia porque él no la puede llevar, y que a mí no me gustaría ir por ahí con esa especie de saco negro que lleva él. ¿Y sabes lo que dice entonces? –Lucette se acodó en la mesa, con los ojos brillantes.

–Nuestro Señor no aprueba que vayas vestida así. Bueno, yo le contesto que probablemente El tiene otras cosas más importantes que hacer que medir con una regla el largo de mi falda. Además, Nuestro Señor no fue tan estricto con los vestidos, puesto que arrojó al desierto a Adán y Eva con una hoja de parra solamente. Comparada con ellos, yo soy una santa.

Robert echó hacia atrás la cabeza y se rió con ganas. –Disfruto con cosas así. –Lucette tomó un sorbo de cerveza del

vaso de Robert–. Llámalo felicidad, si quieres. Son cosas pequeñas, y seguramente nada importantes, pero hacen que me sienta a gusto.

Lucette hizo un gesto hacia la ventana. Ella le miró sonriente. –¿Por qué no te has casado? Hubo un momento de silencio.

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–¿Quieres saberlo? Está bien, Robert, te voy a contestar sin cobrarte nada. Pues porque el hombre del que me enamoré estaba casado y tenía seis hijos.

¿Y? –Me enteré por casualidad, ya que él no vivía por aquí. Le dije

que tuviera el séptimo hijo con su mujer. –Después de decir aquello, en tono irónico, se quedó callada unos momentos, y luego se encogió de hombros–. Me pasé muchas noches en vela, maldiciéndole a él, a su mujer y a sus seis hijos. Pero todo aquello pasó y, cuando le volví a ver, mucho después, me alegré de no haber seguido con él. Por cierto, que siguió mi consejo, porque ya tenía entonces ocho hijos.

–¿Y ahora? ¿No hay nadie? –Eres muy curioso. No, no hay nadie. Y no encuentro tan terrible

estar sola. Quizá te parezca raro, pero es la pura verdad. Robert apuró lentamente la cerveza. –¿Y qué pasa contigo? Quieres conocer todo acerca de los demás,

pero no cuentas nada de tus cosas. –No hay mucho que contar. –¿De verdad? –No, nada. Lucette abrió tanto los ojos que su cara cobró un aspecto cómico. –Entonces, ¿por qué depositaste una rosa amarilla en la tumba

de la madre de Cristine? –¿Cómo sabes eso? –preguntó rápidamente. –¡Así que es verdad! Robert no contestó. –¿Por qué lo hiciste? –No puedo decírtelo. –¿Lo ves? No cuentas nada. ¿La conocías? El negó con la cabeza. –¿Cómo sabes que hice eso? Lucette se acodó sobre la mesa y se inclinó un poco más hacia

adelante. –Cuando viniste ayer a beber algo, llevabas en la mano una bolsa

de plástico, de la que salía un tallo. Te vi dirigirte al cementerio y, cuando regresaste, la bolsa estaba vacía. Salí detrás de ti porque te habías dejado olvidada la bolsa en la silla. ¿Te acuerdas? Todo el mundo hablaba del entierro; lo pudiste comprobar tú mismo. Por qué no reposaba en el panteón familiar... que no hubiera flores ni coronas... Por la tarde me acerqué para echar un vistazo. No había nadie. Llevaba unas flores que había cogido en el jardín. Al fin y al cabo, la conocía, aunque no mucho. Entonces vi la rosa y aquello me hizo pensar... Tú volviste aquí a la caída de la tarde y bebiste demasiado. Se me ocurrió pensar que a lo mejor estabas loco por la

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señora Girauld y que tratabas de ahogar tus penas bebiendo. A decir verdad, pensé que eras demasiado joven para ella, pero hoy pasan tantas cosas raras... Lo pensé hasta que empezaste con Eleonore. Aquello no tenía sentido, porque la señora Girauld se llamaba Pauline. Por cierto, ¿quién es Eleonore?

–No lo sé, Lucette. De verdad que no lo sé. –¿Y cómo se te ocurrió ese nombre? –Lo leí en alguna parte. Lucette le miró fijamente y no dijo nada. –No sé si creerte –dijo por fin–, aunque, después de todo, nada

de eso me concierne. Se levantó y se puso a limpiar la mesa. Robert también se puso de

pie. –Ahora me tengo que marchar. Es tarde. Gracias por todo,

Lucette. Ella hizo un gesto como queriendo indicar que no había de qué y

le acompañó a la puerta. –¡Hasta la vista, Robert! Permaneció allí hasta que se perdió el ruido de las pisadas. "Un drole de garçon –pensó–. Un chico extraño".

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L SEÑOR Mons, una vez más, le estaba esperando levantado. Robert le vio a través de la ventana mal iluminada, sentado en

una silla de madera, con el cuerpo inclinado hacia adelante y con los brazos cruzados sobre el mantel de plástico. Tenía la mirada fija en la llama oscilante de una vela. Al parecer, el río se había desbordado también allí.

Robert golpeó con suavidad en el cristal de la ventana. El señor Mons oyó el ruido y miró a su alrededor. Cuando vio a Robert, se levantó pesadamente y abrió la puerta.

–¿Ha comido fuera hoy también? –preguntó–. Anoche no podía tenerse en pie y hoy viene con unas ropas que podrían ser de su abuelo.

–Me pilló la tormenta –explicó Robert–. Quedé completamente empapado y lleno de barro. Tenía que pasar por la plaza y Lucette, amablemente, me dejó estas ropas de su tío.

–Así que ya la conoce también –recalcó el señor Mons–. Pronto va a ser como del pueblo. ¿Le apetece una bebida?

Se dirigió al frigorífico y sacó dos botellas de cerveza. Las destapó rápidamente, como si temiera que Robert rehusara.

–¡Vaya vendaval! –dijo, llenando los vasos–. Llevamos varias horas sin luz, pero creo que no hemos salido mal del todo. Al menos por lo que se puede ver. Han volado un par de persianas y se han roto dos cristales. Pero, quién sabe. A lo mejor mañana nos encontramos alguna otra sorpresa. Ahora tengo que arreglármelas con la luz de esta vela, con la que difícilmente se puede leer un periódico. La vieja se ha ido a la cama hecha una calamidad y yo no puedo echárselo en cara. –Se veía que el señor Mons tenía ganas de charlar–. ¿Así que ha estado en el bar de Lucette? ¿Vio a su tío? Está loco de remate, pero al menos lleva una vida agradable con Lucette. ¡Qué quiere que le diga! No me importaría estar en su pellejo. Al menos tendría algo bonito que mirar. ¡Dios Todopoderoso! Esa Lucette es un bocado sabroso. ¿Usted comprende que no se haya casado? Los hombres zumban a su alrededor, como moscas en torno a la miel, pero los mantiene a

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distancia. Ella está a lo suyo. Bueno, ¿ha encontrado algo acerca de su tío?

–Sí, he encontrado su tumba. –¿Su tumba? ¿Aquí en Nizier? Robert asintió. –Está enterrado al final del cementerio, al lado de la señora

Girauld. El señor Mons le miró boquiabierto. –¿Al lado de la señora Girauld? ¡Si que es una coincidencia! Al

lado de la señora Girauld... –repitió en voz baja. –Murió hace mucho tiempo. Al final de la guerra. –Al lado de la señora Girauld... –repitió una vez más el señor

Mons–. Así que, sin proponérmelo, yo le facilité la pista de dónde estaba su tío.

–¿Cuánto tiempo hace que vive en Nizier el doctor Perrin? –preguntó Robert, cambiando de tema.

–Unos seis años. Y si quiere saberlo, le diré que es demasiado. Es muy distinto del doctor Pascal. ¡Aquél sí que era un buen hombre! Ese Perrin está siempre presumiendo y le apabulla a uno con palabras en latín que no significan absolutamente nada. O si no, siempre está queriendo pincharte o sacarte sangre. Yo le llamo sanguijuela. Y sobre todo, es un cabezota. No hay nada que me moleste más que una persona obstinada, que cree que todo lo sabe mejor que nadie. Fíjese lo que me pasó la última vez. Me acababa de dar un golpe en la rodilla cuando acertó a pasar por aquí el doctor Perrin. Me preguntó cómo iban las cosas. ¿Qué quería usted que hiciera? Hay que decir algo; así que le dije que me había lastimado la rodilla. Se puso las gafas y ¿sabe usted lo que tuvo la desfachatez de decirme? ¡Pues que el dolor procedía de la espalda! Yo le dije: "Doctor, puede que yo no sepa cómo somos por dentro, pero yo siento dolor aquí, y no allí. –El señor Mons se frotó indignado la rodilla–. ¡Todo lo quiere arreglar con inyecciones! No, a mí que me den personas como el doctor Pascal. Era un hombre todo corazón.

Apartó un poco la vela y apoyó medio cuerpo sobre la mesa. –¡Todo corazón! –repitió–. Sabía exactamente cómo tratar a sus

pacientes, y nada de pinchazos ni cosas de esas. Solía venir sin nada. No, siempre llevaba la pipa. No me sorprendería que hubiera operado a alguien con la pipa en la boca. Ni siquiera llevaba casi nunca ese aparato con las gomas, ya sabe...

–El estetoscopio. –Sí, eso. Era enormemente distraído y algunas veces lo perdía,

pero se le podía perdonar. "No necesito el estetoscopio, Alban", decía entonces. "Desabróchese la camisa. Puedo reconocerle sin él". Después me daba unos golpecitos en el pecho, con los ojos cerrados,

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porque decía que así se oía mejor, lo que es cierto. "Marcha como un reloj", decía después de un rato. "Como un reloj. Lo que le pasa es que está demasiado gordo. Come demasiado. Podría prescribirle una dieta, pero usted no la iba a seguir". Cuando le preguntaba por qué tenía palpitaciones, me daba una palmadita y me decía en voz baja: "Probablemente ha estado mirando demasiado a Lucette. Todos los que están cerca de ella acaban teniendo algún mal. O es el corazón o la presión muy alta..." Pero después se ponía serio y cogía un papel. Dibujaba el corazón y todas esas venas y vasos que llevan la sangre, hasta que uno le entendía. Ni una palabra en latín. Algunas veces me daba unas píldoras, pero nunca muchas, porque no le gustaba. Lo contrario del doctor Perrin. Este es capaz de enterrarle a uno con polvos y píldoras. Pero no el doctor Pascal. "Cuanto menos de esa basura, mejor", solía decir. Luego se quedaba un rato, para charlar y beber algo. Le dedicaba a uno todo el tiempo preciso y se interesaba por las cosas más simples. Cuando venía, uno se encontraba mejor. Mucho mejor...

El señor Mons se quedó mirando la vela. Su mente estaba en el pasado.

–¡Y su pipa! –prosiguió–. Usted podía adivinar por su pipa si estaba serio. Quiero decir, si se estaba muriendo alguien. En esos casos el doctor Pascal nunca abandonaba a uno. Permanecía junto a la cama hasta que todo se acababa. Tenía la pipa en la boca, pero no la encendía... Era como si supiera de antemano lo que iba a suceder. Contaban una historia de un amigo suyo que había tenido un accidente. Estaba medio deshecho en el hospital. El doctor Perrin permaneció a su lado día y noche, con la pipa apagada. Pero de repente, de madrugada la encendió. Estaba completamente prohibido fumar, pero él nunca fue un hombre que hiciera mucho caso de las reglas. Poco después volvió en sí su amigo. "Cuando olí ese asqueroso tabaco que usas supe que iba a salir de ésta", fueron las primeras palabras de su amigo. "Amigo mío", dijo el doctor Pascal, "casi me quedo sin fumar por culpa tuya, pero no te he dado ese placer...".

El señor Mons afirmó con un gesto de la cabeza. –Era el mejor. Todo corazón. Es una pena que se haya marchado. –¿Dónde vive ahora? –En Milans, en el Dröme. Está a unos veinte kilómetros de

Montelimar. Compró allí una casa vieja y la está restaurando poco a poco. También hace su propio vino, aunque dicen que no hay quien lo beba.

El señor Mons prosiguió su charla, pero la atención de Robert estaba en otro sitio. Doctor Pascal... ¿Sería la P de la agenda? El

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doctor Perrin no podía ser, ya que sólo llevaba viviendo seis años en Nizier.

Cuando al fin pudo subir a su habitación, la decisión ya estaba tomada. Iría a Milans al día siguiente para ver al doctor Pascal. Quizá pudiera contarle algo sobre Robert Macy.

¿Por qué no lo dejaba todo? Al fin y al cabo, ya sabía que Robert Macy estaba muerto. Muerto y enterrado. Todo aquello era ya cosa pasada... Sí, pero, ¿qué pasaba con Eleonore? ¿Aquel nombre grabado en la medalla?

Cuando fe preguntó a Cristine que de dónde había sacado la cadena con la medalla, ella le dijo que la había encontrado en el joyero de su madre. "Me hubiera gustado llamarme Eleonore –le había confesado–. ¡Es un nombre tan bonito!"

Cristine... Si volvía pronto de su visita al doctor Pascal, iría a verla de

nuevo.

AQUELLA misma noche, la señora de Béfort permanecía de pie frente a la ventana. Un vientecillo fresco acariciaba su cara.

Frente a ella, el valle envuelto en la oscuridad. La tormenta había derribado muchos árboles en su finca. Pierre había ido a decírselo.

Ella hizo un gesto de resignación. Los árboles frutales llevaban varios años sin producir nada.

–¿Y el huerto, Pierre? –¡Ah, señora! La mayor parte de él ha quedado destrozado. Las

piedras eran como huevos de paloma. No habíamos tenido una granizada así desde hace muchos años. Cayeron verdaderas piedras, señora. Esperemos que no haya habido ningún muerto.

Los había habido, por supuesto. Ella había oído que siete. El locutor de la radio lo había dicho de forma breve y lacónica: A causa del temporal habían muerto siete personas en la región de los Alpes, cerca de Grenoble. La mayoría eran conductores y pasajeros, cuyos coches habían sido sorprendidos por desprendimientos de tierras y por la caída de rocas.

La señora de Béfort acercó una silla a la ventana. Solía hacerlo cuando no podía conciliar el sueño, cosa que últimamente le sucedía con frecuencia. Cuando no podía permanecer en la cama y tenía que levantarse, lo atribuía a desazón en las piernas, y lo primero que

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hacía era pasear por la habitación. Nueve pasos en una dirección, nueve pasos en la opuesta, hasta que acababa cansada. Luego se acercaba a la ventana. ¡Qué diría el doctor Perrin si lo supiera!

No estaba nada contenta de sí misma. No tenía que haber reaccionado de forma tan impulsiva, echando al muchacho de aquella manera. Robert Reuling, de Holanda... un sobrino de Robert Macy. ¡Imposible! Pero, ¿por qué había dicho que lo era? Y en todo caso, ¿cómo conocía aquel nombre?

Había estado tan ensimismada, tratando de encontrar todas las piezas de aquel rompecabezas, que se había despreocupado de la conversación que mantenían el doctor Perrin y la señora de Leclair. Sólo había respondido, un poco al azar, cuando alcanzó a oír el nombre de Lucette.

–Parece que Lucette está otra vez de uñas con el párroco –había dicho el doctor Perrin–. ¿Qué piensa usted de eso, señora?

–Lo mismo de siempre –respondió ausente. Al menos, percibió muy claramente el silencio que siguió a su

respuesta. La señora de Béfort sonrió y observó la oscuridad. Divisó una

estrella fugaz. Podía formular un deseo. ¿Qué podía desear a su edad? Era vieja y dentro de poco ya no estaría allí. Así, pues, un lugar en el cielo... eso ya lo había pedido más de una vez el año pasado. Y si fuera posible, lejos de la señora de Leclair, murmuró para sí. La señora de Béfort hizo un gesto con la cabeza. Nuestro Señor tenía que acordarse de muchas cosas.

Se sentó de nuevo con alguna dificultad. Su cadera estaba empezando a dolerle. De pronto, tuvo una idea... Invitaría al muchacho. Sí, eso es lo que iba a hacer. Marie llamaría por teléfono a la pensión del señor Mons para invitar a almorzar a Robert, y así podrían charlar tranquilamente.

Aquello la animó. ¿Qué le gustaría a un muchacho como aquel? Un buen trozo de carne, eso seguro. Era joven y a su edad se

tiene un apetito saludable. ¿Y de postre? Natillas, pensó. A Robert Macy le hubieran gustado

también. Había sido capaz de encontrar huevos para él en los momentos más difíciles.

¡Natillas!... Resultaba extraordinario que aún se acordara de aquello. Sus pensamientos volvieron muchos años atrás. Recordó cosas que, de propio intento, había arrinconado durante años, para olvidarse de penas y amarguras. ¡Habría sido todo tan diferente sólo si... ¡Ah!, si...

De nuevo miró hacia la oscuridad de fuera. ¡Dios mío, otra estrella! Allá arriba debían estar jugando a los bolos.

–Lejos de mi amiga –murmuró.

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OBERT saltó de la cama y se asomó a la ventana. Hacía una mañana clara, con un cielo azul transparente. Resultaba difícil

imaginarse la tormenta de la tarde anterior, aun cuando había dejado rastros evidentes de su paso. Por todas partes se veían ramas caídas, así como algunos árboles arrancados de cuajo, asomando sus raíces retorcidas por entre los montones de tierra negra.

Después de desayunar se dirigió andando al pueblo. La carretera ya le resultaba familiar; la suave bajada hacia el pueblo, con sus diferentes curvas. El barranco, poco profundo, pero peligroso. Por allí habían tirado al tío Lucien. Se detuvo y miró hacia abajo. Se estremeció al imaginarse a sí mismo, allá abajo, con los brazos y piernas extendidos, como un muñeco roto. Siguió andando apresuradamente y trató de olvidar aquel horrible pensamiento, concentrándose en la vista que tenía ante sí: el valle, las montañas y los pueblecitos de las laderas, las manchas de terreno verde –aquellos de allí eran pinares–, y más arriba, las cumbres nevadas. La tormenta se había llevado el calor sofocante; el aire era fresco y respiró profundamente.

Cuando llegó a la plaza, se dirigió al bar de Lucette. Estaba ocupada, barriendo trocitos de vidrio. Las sillas estaban apiladas, con las patas hacia arriba.

–Vengo a devolver la ropa de tío Lucien –dijo Robert. –Si te esperas un momento, te traeré un poco de café. Entra y

saluda al tío Lucien. Está atrás, en el patio –hizo un gesto en dirección a la cocina.

Robert vio lo que quedaba de las velas consumidas la noche anterior. Un pegote de cera estaba pegado al tablero de la mesa.

El tío Lucien estaba sentado en una silla de juncos. Su calva brillaba con el sol de la mañana. Tan pronto vio a Robert, su cara se iluminó con una gran sonrisa. Era una expresión tan inocente que Robert sonrió a su vez. Acercó una silla de la cocina y se sentó a su lado.

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–¡Hola, tío Lucien! –dijo en holandés–. Tiene usted mucho mejor aspecto que ayer. Aquel señor Moustache le estaba fastidiando de verdad. ¿No?

La sonrisa del tío Lucien se hizo aún mayor y sus labios murmuraron una frase incomprensible.

–Le he traído sus ropas –le dijo Robert–. Gracias por dejármelas. El tío Lucien lanzó un gruñido de satisfacción y lo cogió de la

mano. Robert se sintió confuso, pero no la retiró. El tío Lucien murmuró palabras ininteligibles y, a continuación, empezó a tirar suavemente del pelo de Robert.

–Me figuro que quiere que le preste un poco para su cabeza –no se atrevió a moverse, porque ignoraba las reacciones del tío Lucien.

–Ya veo que os habéis hecho muy buenos amigos –dijo Lucette, que llegaba para tranquilidad de Robert–. Cuando alguien le cae bien le tira del pelo. ¡Eh, tío Lucien, ya está bien!

Lucette despeinó a Robert, bromeando. –Lo que te pasa es que tienes envidia de estos preciosos rizos.

Bueno, yo también. Espera un momento que te voy a poner el sombrero porque, si no, puedes coger una insolación. No es que sirva para mucho, pero es mejor así. Toma...

Le puso el sombrero con gesto maternal, mientras su tío seguía con la sonrisa de oreja a oreja.

–Voy a dar un poco de café a Robert. Pero no te preocupes, porque volverá y le podrás tirar del pelo.

–Preferiría que me tiraras tú –comentó Robert. Lucette se echó a reír. –¿Cómo está el sótano? –le preguntó él, cuando estuvieron

dentro del bar. –El agua se va yendo sola –le contestó ella

despreocupadamente.–. La verdad es que el sótano está siempre húmedo.

Se sentaron frente a la ventana y observaron la plaza, en la que jugaban unos niños. Sus gritos llegaban con claridad al bar aquella tranquila mañana.

–¿Qué planes tienes para hoy? –preguntó Lucette. –Voy a hacer un viaje por los alrededores. –En eso se nota que eres un turista. ¿Vas a ir solo? –Sí. –¿Cómo? –Haré autostop –terminó el café y se levantó–. Gracias de nuevo,

Lucette. Te veré luego. –Hasta la vista, Robert.

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Cruzó la plaza y salió a paso vivo. En seguida llegó a la carretera principal. Se detuvo a un lado e hizo un gesto bien conocido con el pulgar.

Pasaban coches a gran velocidad. Numerosas matrículas extranjeras, coches con las bacas repletas de equipajes y roulottes pasaron frente a él.

Al cabo de un cuarto de hora tuvo suerte. Un camión frenó y se detuvo.

–¿Adonde va? –le preguntó. –A Montelimar. –Suba. Tengo que pasar por allí.

LA CASA del doctor Pascal estaba en las afueras de Milans. Robert había preguntado la dirección en una verdulería del pueblo.

Era aquella una zona de colinas, con un paisaje agradable, de colores suaves, muy distinto de la horrible zona rocosa de los alrededores de Nizier. Había mucha retama, espesos arbustos amarillos que estaban a punto de perder el color, zonas de espliego en medio de campos de girasol. Vio también campos de maíz y viñedos, pero las uvas no estaban maduras aún.

Al llegar a una bifurcación tomó hacia la izquierda, como le habían dicho en Milans. Al poco rato divisó entre unos robles el tejado viejo de una casa. A medida que se acercaba, iba haciéndose visible la casa. Una casa del siglo XVII –pensó–, bien restaurada.

Había una mujer sentada en un banco, a la sombra. Llevaba un sencillo vestido de algodón y estaba desgranando judías. Era una escena tranquila.

–¿Busca a alguien? –le preguntó aquella mujer, con voz entrañable.

–He venido a ver al doctor Pascal. –Mi marido está trabajando en el jardín. Voy a avisarle. Siéntese. Le indicó una silla reclinable y se fue hacia la parte posterior de

la casa. Robert no esperaba que el doctor Pascal tuviera una mujer tan

joven. Pensaba, por lo que le había contado el señor Mons, que el doctor Pascal debía tener más de setenta años.

Pronto oyó pasos que se acercaban y aparecieron ante él los dos. El doctor Pascal era más bajo de lo que se había imaginado. Era

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delgado, muy delgado, y llevaba unos pantalones de color oscuro y una camisa de rayas, bastante sucia. Tenía unas greñas grises, que apuntaban en todas las direcciones. Sin embargo, Robert pensó que no era su pelo despeinado lo que más llamaba la atención, sino sus ojos; eran de un azul poco corriente y penetrantes. El doctor Pascal extendió la mano.

–Me ha dicho mi mujer que tenía visita. Creo que no nos conocemos, ¿verdad?

Se sentó en una silla de jardín, sacó la pipa y comenzó a hurgar en ella con un objeto puntiagudo.

Robert respiró profundamente. –No, doctor, no nos conocemos. Vengo a contarle una historia extraña.

El doctor Pascal le miró con aire divertido. –Querido muchacho, a mi edad ya no me sorprende nada. –¿Prefiere que me vaya? –preguntó la señora Pascal. –No, no. Puede escucharla también. –Entonces no será tan terrible –comentó el doctor Pascal, al

tiempo que sacaba un paquete de tabaco. –¡Bueno, adelante! Pero primero dígame quién es usted. El tono amistoso del doctor Pascal hizo que Robert se sintiera

más relajado. –Me llamo Robert Reuling y soy holandés. De La Haya. Mi padre

es holandés y mi madre francesa. –¡Ah! Por eso es por lo que no habla tan mal nuestro idioma. Yo

diría que lo habla muy bien. –Sus ojos sonreían–. ¡Adelante, muchacho!

–Mi abuelo murió hace un año. Vivía en París y era médico, como usted. Después de morir, mi madre y yo fuimos a su casa para recoger sus cosas. En uno de los cajones encontré esto... –Robert sacó del bolsillo de la chaqueta la agenda–. Perteneció a un tal Robert Macy.

–Robert Macy –murmuró el doctor Pascal, entornando los ojos, Robert Macy... Ese nombre me suena. ¡Sí, claro! Era el muchacho que cogieron los alemanes al final de la guerra, al mismo tiempo que a Lucien... –Se volvió hacia su mujer–. Ya sabes quién es, el tío de Lucette, ese que no está muy bien de la cabeza.

Su mujer asintió. –¿Es que... es que él conoció al tío Lucien? –preguntó Robert,

sorprendido–. Entonces, la letra L es por él. Vea usted, la letra L aparece en la agenda. En realidad, hay muy poco escrito en ella. ¿Puede usted contarme algo acerca de él?

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EL DOCTOR Pascal dio unas chupadas a la pipa pensativo. –Hace mucho tiempo, al final de la guerra. No puedo darle

muchos detalles, porque yo no estaba allí entonces. Macy se las había arreglado para escaparse de un campo de concentración, en el que habían matado a su familia. Permaneció oculto varios meses y pudo sobrevivir. No me pregunte cómo. No estaba demasiado bien cuando lo encontró Lucien y lo llevó a casa de la señora de Béfort. Esta lo tomó a su cargo y lo cuidó. La señora de Béfort es una mujer muy especial, que salvó a un montón de gente, y que no quiso ni oír hablar de una condecoración después de la guerra. Yo sospecho que fue a causa de Macy. Nunca se perdonó el no haber sido capaz de mantener vivo al muchacho hasta el final de la guerra. Fuera como fuese, no fue culpa suya. La verdad es que su muerte se debió a una histoire d'amour, una historia de amor. Cuando se recuperó, Macy empezó a tener relaciones con una chica que solía ir a la casa. Ambos lo pasaban mal y solían reunirse clandestinamente en una pensión desocupada. La señora de Béfort no sabía absolutamente nada de aquello. Robert Macy se había hecho tan experto, después de tantos meses de escapar, que no le resultó difícil encontrar una salida a través de los sótanos del chateau. Lo pillaron una noche y lo mataron al instante. A Lucien lo tiraron por un barranco, aunque salvó la vida. Y eso es, más o menos, todo lo que sé.

–La chica... la mujer de la que Robert Macy estaba enamorado, ¿se llamaba Eleonore?

–¿Eleonore? No... –el doctor negó con la cabeza. –El nombre de Eleonore aparece varias veces en la agenda. Es el

único que aparece escrito con todas sus letras. –No. Se llamaba Pauline. –¡Pauline! –saltó Robert–. ¡Pauline Girauld! –Sí, por supuesto. ¿La conoce usted? –No. Ha muerto hace poco. –¡Ah!... No lo sabíamos –dijeron al unísono. Robert les contó entonces cómo había ido a Nizier. Que había

encontrado la pensión Belledonne después de una semana de búsqueda y le había dicho al señor Mons que Robert Macy era tío suyo. Les contó su visita a la señora de Béfort y la forma en que le había dado con la puerta en las narices cuando le dijo que era sobrino de Robert Macy.

–No se puede ir a la señora de Béfort con una mentira. Ella sabía muy bien que Robert Macy no tenía familia –dijo el doctor.

–La señora Girauld acababa de morir cuando llegué a Nizier. Está enterrada al lado de Robert Macy.

–Espero que por fin haya conseguido lo que quería. Era una mujer desgraciada –dijo la señora de Pascal.

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–¿La conoció usted? –Le hice un retrato hace años. Robert la miró sorprendido. –¿Una mujer con una sombrilla azul? –Sí. –He visto el cuadro. Luego les habló de Cristine, del accidente de moto y de su visita a

casa de los Girauld. –¿Cómo se le ocurrió pensar que yo sería P.? –preguntó el doctor

después de terminar Robert. –Por el señor Mons. Estuvimos hablando anoche. No podía ser el

doctor Perrin, porque no lleva viviendo en Nizier mucho tiempo. Me habló de usted y eso me dicidió a venir a verle. Ahora ya he averiguado también quién es L., Lucien. Lo vi en casa de Lucette.

–Sí, pobre hombre. Afortunadamente, lleva una buena vida con Lucette.

Robert jugueteó con la agenda. –También se menciona a un tal señor M. ¿Sabe usted quién

podría ser? El doctor Pascal dio una chupada a su pipa. –¿Señor M., dice? Déjeme pensar... No puede ser el señor Mons,

porque llegó a Nizier después de la guerra. Está el señor Morel, el carnicero. Pero tampoco puede ser él, porque llegó por los años cincuenta. La familia Matin tampoco, puesto que viven allí sólo desde hace unos diez años...

El doctor Pascal negó con la cabeza. –No creo que pueda ayudarle en esto. La señora Pascal le preguntó a Robert si le gustaría quedarse a

almorzar, y él aceptó agradecido. Mientras ella andaba ocupada en la cocina, el doctor le enseñó el

jardín y le explicó cómo hacía el vino. –Luego lo probará. Le daré un par de botellas para la señora de

Béfort. Así tendrá una buena excusa para ir a verla de nuevo –dijo sonriendo.

La comida fue muy agradable y Robert se encontró muy a gusto. La forma en que se comportaban el doctor Pascal y su mujer le recordó la forma de ser de sus padres, especialmente los comentarios irónicos que hacía a veces la señora de Pascal a su marido y provocaban unas reacciones de buen humor.

La señora de Pascal conocía bien La Haya, así como los pintores de su escuela. Robert estaba asombrado de la cantidad de nombres, mencionados por ella, que él desconocía. En cualquier caso, ella no hizo que se sintiera avergonzado por su ignorancia. Era animada y

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entretenida y él tomó la firme decisión de visitar al Museo Mesdag tan pronto como volviera allá.

La Haya... ¡Le parecía tan lejana! Allí vivía Marjo. La guapa y desafiante Marjo. Probablemente, en

aquellos momentos estaría tumbada en la playa o coqueteando con algún muchacho. Aquello lo dejaba frío. Apenas pensaba ya en ella. Aquel problema parecía haberse resuelto y olvidado con los sucesos de Nizier.

Después del almuerzo, la señora de Pascal le mostró su estudio; se trataba de una habitación grande, llena de lienzos pintados con colores cálidos, como el cuadro de la señora Girauld. La habitación olía a lienzo y pintura. En un caballete, un paisaje sin terminar.

Sus ojos recorrieron las paredes y se detuvieron en el retrato de una niña.

¡Cristine! La reconoció en el acto. Con la misma expresión de inseguridad y desamparo. Sujetaba una muñeca entre sus brazos; la apretaba contra sí como si buscara apoyo en el juguete de plástico.

–Es Cristine –dijo Robert. –Sí. Lo pinté hace unos siete años. No he conocido ningún niño

que fuese tan buen modelo. Bastaba con decirle unas palabras y se quedaba sentada y tranquila. Usted ha dicho que la conoce. ¿Cómo es ahora?

Robert observó la cabeza de la niña. –No muy distinta –aseguró convencido–. Aún tiene esa misma

expresión. La señora de Pascal le mostró algunos lienzos que acababa de

pintar y charló con él acerca de ellos, pero los pensamientos de Robert estaban en otra parte.

–¿Puedo comprarlo? –preguntó de pronto. –¿Cristine? –Ella le entendió de inmediato –Sí. Robert la miró con inquietud. Ella negó con la cabeza. –No, ese retrato no está en venta. –¿De verdad que no? –Robert parecía contrariado–. Yo... yo

pagaría un buen precio por él. Aún me quedan algunos cheques de viaje.

La señora de Pascal sonrió. –Ya he dicho que no está en venta, pero se lo regalo. –¿Quiere decir...? –tartamudeó Robert. –Exactamente lo que he dicho. Me agrada que el cuadro de

Cristine vaya a parar a buenas manos. –Descolgó el cuadro de la pared. No pesaba, porque no tenía marco.

–Se lo voy a empaquetar.

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Robert no acertaba con las palabras apropiadas para darle las gracias.

–Está bien –le dijo riendo la señora de Pascal–. Vamos, salgamos fuera.

ERAN casi las cinco cuando se marchó. La tarde se iba desvaneciendo. Antes de marcharse, el doctor Pascal bajó al sótano y volvió con dos botellas de vino.

–Para la señora de Béfort. Dígale que iré a verla pronto. Juntos lo vieron alejarse. –Veo que también lleva un cuadro –

dijo el doctor. Su mujer asintió. –Me figuro que será un paisaje. –No. –¿No es un paisaje? –Es el retrato de Cristine Trabut. La señora de Pascal parecía satisfecha mientras decía aquello. –Creía que le tenías un gran cariño. Siempre has dicho que es

uno de tus mejores cuadros. –Y aún lo digo. –¿Entonces por qué se lo has vendido? –No se lo he vendido. Se lo he regalado. –¿Regalado? –Sí. Me dijo que Cristine no había cambiado apenas. Que su

expresión era la misma... Resulta extraordinario que haya notado una cosa así. –Hizo un gesto–. ¡Quién sabe! A lo mejor Cristine encuentra algún asidero en ese muchacho. Sea como sea, ella ha debido despertar algún sentimiento en él, ya que si no, no hubiera deseado tanto poseer ese retrato.

–Señora de Pascal –dijo el doctor cariñosamente, pasándole el brazo por los hombros–, usted es una mujer supersentimental y superromántica.

–¿Por qué crees que me casé contigo? Puedes asegurar que no fue por tu precioso pelo negro –se echó a reír y se abrazó a él.

–Aparte de eso, pienso que es un muchacho extraño –prosiguió ella–, capaz de sacrificar sus vacaciones para averiguar lo que le había pasado a un tal Robert Macy.

–En fin, ahora ya lo sabe.

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–Es verdad. Excepto la identidad del señor M. Tú tampoco lo sabes.

El doctor Pascal se encogió de hombros. –¿Qué importancia puede tener el señor M., si Robert Macy lleva

treinta años bajo tierra? –Tienes razón –respondió su mujer, besándole el pelo.

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10

ROBERT regresó bastante tarde a Nizier, porque fue menos afortunado que a la ida y tuvo que esperar varias horas al borde de la carretera hasta encontrar alguien que lo llevara. Durante aquellas horas estuvo pensando en Robert Macy. Le sorprendía que, entre tantos hombres, aquél hubiera jugado un papel tan importante en la vida de la madre de Cristine. Estaba seguro de que Cristine ni siquiera lo sospechaba.

Había un autobús estacionado en la plaza. La terraza de Lucette estaba repleta de turistas; hombres de cara ancha y mujeres con la tez roja por el sol y con sombrero.

Quiso pasar de largo, pero oyó que lo llamaban. Era Lucette, que llevaba una bandeja de vasos tintineantes y que parecía sofocada; en su labio superior se veían gotas de sudor.

–Cristine ha estado aquí –le dijo apresuradamente. –¿Cómo está? –Ya te lo contaré luego. Ahora no tengo tiempo. Robert tomó rápidamente la bandeja que llevaba Lucette y entró

en el bar, donde empezó a fregar los vasos. –Dentro de media hora habrá pasado lo peor. –Lucette volvió a la terraza, donde le llovían los encargos. –¡Cinco cocas, doce cervezas y siete tónicas! –repitió en voz alta,

leyendo lo que había anotado en un papel. –¿Cómo está Cristine? –preguntó de nuevo, al tiempo que

buscaba en el frigorífico las botellas que ella necesitaba. –Se va a París mañana. –¿Qué? –preguntó boquiabierto. Lucette asintió, se echó hacia atrás el pelo y dijo, mirando hacia

la terraza: –Un momento, bitte (2). De nuevo se alejó. Robert no tuvo oportunidad de hablar con ella la siguiente media

hora. Lucette estaba haciendo un buen negocio. Sus manos llenaban vasos, daban cambio y retiraban vasos vacíos de las mesas. 2 En alemán: por favor. (N. T.)

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Finalmente, el grupo se levantó y volvió al autobús. –¡Puff, vaya día! –Lucette se derrumbó en una silla–. Ha sido así

todo el día. Ha empezado esta mañana, cuando han venido a colocar el cristal de la ventana que se había roto durante la tormenta. Después ha llegado un grupo de un club de vacaciones y han estado dando vueltas por aquí varias horas por la plaza, porque todos querían jugar a los bolos. Al mediodía, un autobús de Reims, y esta tarde, esos alemanes. Y, al mismo tiempo, los clientes habituales. –Se pasó la mano por la frente con gesto cansado.

–Cuéntame lo de Cristine –le apremió Robert. –Vino esta mañana en moto. Aún cojeaba bastante. No habló

mucho; sólo que se iba mañana. –¿Por qué tan pronto? Me dijo que se iba a quedar aquí todas las

vacaciones. –No lo sé. La verdad es que parecía disgustada. Le preocupaba

algo y lo peor de todo es que no tuve tiempo de preguntarle qué era. Había gente entrando y saliendo y un montón de niños en la plaza a los que no podía quitarles ojo. Lo he sentido mucho.

–¿Tiene teléfono? Lucette asintió. –¿Puedo llamarla? –Por supuesto. Está en el pasillo. Robert marcó el número que le dio Lucette. –Cristine Trabut –le respondieron en seguida. –Soy Robert. He estado fuera todo el día. Ahora estoy en el bar

de Lucette. Ella me ha dicho que te vas mañana a París. –Sí. –Su voz sonaba con acento cansado. –¿Por qué? –No lo sé. Mi abuelo quiere que me vaya. Hemos tenido una

pelea. Yo... –balbució. –¿Una pelea? ¿Por qué? –Porque yo no quiero irme. Quiero quedarme aquí todas las

vacaciones. No me había peleado nunca con mi abuelo. Hasta ahora. –¿Y qué va a pasar? –Me tengo que ir de todas formas. ¡Es horrible! Voy a casa de

una tía a la que apenas conozco. Mi abuelo lo ha dispuesto todo. –¿Pero por qué? –Eso es lo raro. No lo sé. Todo esto es muy extraño y estoy

asustada. No creo que pueda sobreponerse a la muerte de mi madre. Se está comportando de una forma muy rara y a veces me llama Pauline. Así se llamaba mi madre y... –Cristine empezó a tartamudear de nuevo–. Estoy asustada de verdad, Robert. Es... yo...

–¿Puedo verte antes de que te vayas? –El tren sale de Grenoble a las ocho de la mañana.

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–¡Demonios! –murmuró Robert frunciendo el ceño–. Dame tu dirección e iré a verte.

–¿De verdad? ¿Irás de verdad? Su voz sonaba tan esperanzada que a Robert se le encogió el

estómago. –Alquilaré una moto e iré a recogerte. Recorreremos juntos

París. Cristine se echó a reír. –¿Cuándo? –Tan pronto como pueda. ¿Cuál es tu dirección? –Mi tía se llama... De repente se detuvo. Robert oyó otras voces. Cristine hablaba

con alguien más. –Robert, yo... –luego un zumbido. Mantuvo el auricular en la mano un rato y luego colgó. –¿Va todo bien? –le preguntó Lucette. –No lo sé. Permaneció de pie, en medio del bar, sumido en sus

pensamientos. –No ha dicho apenas nada. Sólo que se marchaba a París

mañana. Voy a ir allí, Lucette. Hasta la vista. Recogió su bolsa y el retrato empaquetado. –Hasta la vista, Robert. Ir hasta casa de los Girauld suponía un cuarto de hora largo de

camino. No se explicaba por qué iba. Estaba convencido de que era con su abuelo con quien Cristine había estado hablando antes de que se cortara la comunicación. Había oído con toda claridad una voz de hombre.

La puerta de hierro que daba acceso al jardín estaba ya cerrada. La casa estaba detrás, en la oscuridad, como una mancha negra.

¿Qué hacía allí? ¿Quería ver a Cristine de nuevo? Si era así, tendría que llamar al timbre, pero todas las luces estaban apagadas.

Permaneció un rato indeciso. El silencio era intenso, roto sólo por algún grillo o algún animal que corría entre la maleza. Vio un par de arbustos junto a la puerta y ocultó debajo de ellos las botellas de vino y el cuadro. Luego se encaramó a la puerta, lo que no resultaba difícil, siempre que se tuviera cuidado con los extremos puntiagudos de los barrotes que había en la parte superior.

Se dejó caer con cuidado al otro lado y, procurando no pisar la gravilla, caminó sobre e! césped, en dirección a la casa. Las persianas estaban cerradas. ¿Cuál sería la habitación de Cristine? ¿Estaría dormida ya? Miró hacia arriba. Todo estaba a oscuras y en silencio, como si la casa estuviera deshabitada. De pronto le pareció escuchar un ruido, el chirrido de una puerta, dentro de la casa. Pero también

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podía haber sido su imaginación. Avanzó, tanteando con la mano la piedra áspera.

En la parte posterior de la casa vio un poco de luz. ¿Cristine? Su corazón palpitaba a medida que avanzaba sigilosamente hacia la luz. Las persianas no estaban bien cerradas. La habitación parecía ser un estudio o una biblioteca y sus paredes estaban llenas de libros.

Se acercó de puntillas para ver mejor y tuvo un sobresalto. El señor Girauld estaba sentado a una mesa. Robert lo veía de perfil. Parecía aún más envejecido y exhausto y sus brazos descansaban sobre la mesa. Frente a él, una botella y un vaso a medias. Tomó el vaso y se lo acabó de un trago. Luego lo llenó otra vez.

Robert se sintió de pronto avergonzado de estar allí. No tenía ningún derecho a espiar al señor Girauld.

Iba a marcharse, cuando el señor Girauld se levantó con dificultad, apoyándose en la mesa. A Robert le impresionó la expresión deprimida de su cara. Nunca había visto nada igual. El señor Girauld se dirigió a una de las estanterías de donde tomó un libro encuadernado en piel, con el que volvió a la mesa. Lo abrió, sacó algo de él y abrió un cajón de la mesa. Robert contuvo la respiración y la sangre se le agolpó en las sienes. ¡Una pistola! ¡Era una pistola! El señor Girauld la dejó sobre la mesa y la contempló. Era pequeña, de color negro, casi un juguete. Luego la cogió de nuevo, la retuvo un poco en la mano y la volvió a dejar en la mesa.

Robert quiso gritar, pero no hizo nada. Siguió mirando, como alelado, mientras el señor Girauld jugueteaba con la pistola; la dejaba, la volvía a coger y la mantenía frente a él, con el brazo extendido, como si fuera a disparar allí en la habitación. Una de las veces volvió el cañón hacia sí.

Robert comenzó a temblar. ¿Qué podía hacer? ¿Iría a suicidarse el señor Girauld, desesperado por la muerte de su hija? Después de todo, Cristine había dicho que estaba asustada porque su abuelo se estaba comportando de una forma muy rara. El señor Girauld seguía empuñando la pistola. De repente... la dejó en el cajón, lo cerró y llenó el vaso.

Robert respiraba entrecortadamente. Sus manos estaban frías como el hielo y tenía que hacer esfuerzos para que sus dientes no castañetearan. Se apartó de la ventana y tuvo que apoyar la frente contra la pared. Al cabo de unos minutos se tranquilizó. La luz estaba aún encendida.

Al fin se armó de valor para mirar otra vez. El señor Girauld seguía en el mismo sitio, ausente y deprimido. Finalmente, después de un buen rato, se levantó. Volvió a la estantería y colocó el libro en su sitio. Recogió la botella y el vaso y apagó la luz.

La casa quedó sumida en la oscuridad y el silencio.

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ROBERT no podía conciliar el sueño. A medida que pasaban las horas, la situación se le hacía más clara. El abuelo de Cristine iba a suicidarse cuando ella estuviera en París. Por eso la enviaba fuera. Cuanto más pensaba en ello, más preocupado se sentía. Tenía que hacerse con aquella pistola antes de que fuese demasiado tarde. Había intentado abrir la ventana, después de marcharse el señor Girauld, pero estaba bien cerrada. Una pared transparente de vidrio duro y brillante se interponía entre él y el arma.

Se quedó adormilado un poco, pero se despertó en seguida. Cristine... Cristine estaba asustada. ¿Habría intuido lo que planeaba hacer su abuelo? ¿Conocía la existencia de la pistola? Probablemente estaría dormida en aquel momento, en aquella casa cuadrada, en la soledad de aquellas paredes repletas de retratos de familia.

Se la imaginó dormida, encogida entre las sábanas, con aquel gesto de la boca, como si estuviera a punto de echarse a llorar en cualquier momento. O, por el contrario, ¿desaparecería aquel gesto cuando estaba dormida?

Colocó sus manos tras la cabeza y miró hacia la oscuridad. En realidad, Cristine no era muy atractiva. Al menos, no tanto como Marjo, con aquel busto exuberante. Marjo tenía una forma de mirar que le trastornaba a uno.

Cristine despertaba sentimientos totalmente diferentes. Era como si estuviera pidiendo angustiosamente protección y llorara en silencio en demanda de ayuda. Necesitaba a alguien, alguien que fuera bueno con ella, como había dicho Lucette, en quien ella pudiera confiar y que la rodeara de cariño todo el tiempo que fuera preciso hasta lograr que desapareciera aquel gesto de su boca.

Robert encendió la luz y se deslizó fuera de la cama. El retrato seguía bien empaquetado. Desató las cuerdas y lo desenvolvió, quitando el papel marrón que lo protegía. Le impresionó aún más profundamente que cuando lo vio por vez primera, la expresión de la cara de la chica y, también, la forma en que aferraba la muñeca.

Pasó con cuidado un dedo sobre la superficie rugosa del cuadro. Los colores y el lienzo reflejaban maravillosamente su personalidad. "No tengas miedo –murmuró al cuadro–. No tengas miedo."

Apagó la luz y se acostó de nuevo. Al día siguiente tenía que ir a casa de la señora de Béfort. El señor Mons le había esperado levantado, como de costumbre, para decirle que el ama de llaves había llamado por teléfono.

–Preguntó por usted y yo le dije que iba a estar fuera todo el día. Lo llamaba para invitarle a almorzar, así que tendrá que ir mañana. Yo no sabía que usted conocía a la señora de Béfort –le dijo el señor Mons en tono de reproche.

–La he visto sólo una vez.

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–Amigo mío, me gustaría estar en su pellejo. Nadie me ha invitado nunca después de verme sólo una vez. También vino a verle Cristine.

Robert se volvió hacia el otro lado. Sus pensamientos iban de Cristine a la señora de Béfort. Estaba sorprendido de que lo hubiera invitado, pero le agradaba la idea.

El tiempo pasaba lentamente. Se levantó a las cuatro y media y guardó el cuadro en el armario.

Las escaleras crujieron cuando bajaba. Un olor a rancio y a falta de ventilación provenía del café. El olor a viejo y agrio de los Mons. Respiró al salir fuera.

Aún estaba oscuro. En el ancho y silencioso valle que se extendía a sus pies se divisaba algo de bruma. Sólo rompió la paz el lejano sonido de un camión. El paseo mañanero le sentó bien. Una brisa ligera agitaba sus cabellos. La mañana parecía tan tranquila, que daba la impresión de que no existía aquel cajón con la pistola dentro.

El camino cruzaba campos de maíz y pastizales, en donde se habían construido casas modernas, casitas de campo como las llamaban los aldeanos, algunas de las cuales mostraban ostentosas ventanas con rejas de hierro forjado. Estropeaban el paisaje y desentonaban con las paredes antiguas, a veces en ruinas, que llevaban allí siglos.

Un conejo cruzó el camino y brincó tranquilamente hacia un sendero lateral. Las fuertes pisadas de Robert sonaban seguras en aquella hora tan temprana, pero no lograban disminuir la tensión interna que lo consumía.

ERAN las cinco de la mañana, más o menos, y empezaba a amanecer, cuando llegó por segunda vez frente a la puerta de hierro. La escaló rápidamente y se deslizó por el césped del jardín. Las persianas aún estaban cerradas. Se dirigió hacia la parte de atrás de la casa, manteniéndose pegado a la pared y cuidando de no hacer ningún ruido.

Había allí algunos edificios que, probablemente, habrían sido establos en otros tiempos. Una de las grandes puertas de madera estaba entreabierta.

Robert se deslizó dentro y vio un coche, un Peugeot gris. Allí no podía esconderse, porque lo encontrarían inmediatamente. A la

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escasa luz que había, divisó una escalerilla. Subió y se encontró en una especie de desván en el que había tablones, muebles rotos, trozos de hierro y ovillos de cuerda. El suelo estaba en bastante mal estado y tuvo que tener cuidado de tantear dónde ponía los pies. Buscó un lugar seguro y se acurrucó entre los tablones de madera. Todo estaba cubierto con una gruesa capa de polvo.

De repente se sintió muerto de cansancio. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿Qué tenía él que ver con aquella pistola que había en el cajón de la mesa? Si el señor Girauld quería meterse una bala en la cabeza, era asunto suyo. Sí señor, asunto suyo. Pero pensó que sabía todo lo que estaba pasando y, si sucedía algo, ¿compartiría la responsabilidad por no haber intentado evitarlo? ¿Es uno también culpable, si permanece como observador y no hace nada para ayudar?

La oscuridad exterior se iba desvaneciendo, pero la pesadez de sus párpados, que se hacía cada vez mayor, acabó sumiéndole en un sueño intranquilo.

LO DESPERTÓ un ruido que, al principio, no pudo reconocer. Lo que le rodeaba le ayudó a hacerse cargo de la situación. Se encontraba en el desván de un viejo establo y alguien estaba abriendo la puerta que había bajo él. La luz inundó el interior. Robert miró a través de las ranuras del suelo. Un hombre bastante joven trataba de abrir la puerta del Peugeot. Poco después oyó el ruido del motor y el coche fue conducido fuera. Oyó unas voces y Robert avanzó un poco. A través de una ventana llena de suciedad vio cómo metían una maleta en el maletero del coche. Allí estaba Cristine. Parecía más pequeña y delgada que nunca. Su abuelo permanecía impasible a su lado. El ama de llaves estaba muy activa, organizándolo todo. Cristine le estrechó la mano como una buena chica y subió al coche. Su abuelo subió delante, al lado del conductor. "Voy a abrir la puerta", dijo el ama de llaves, y se alejó. Robert empezó a moverse, tenía que llegar a la casa antes de que volviera aquella mujer.

–Bajó por la escalerilla, justo a tiempo de ver desaparecer el Peugeot en un recodo. Sin pensarlo, salió corriendo hacia la cocina, cuya puerta estaba abierta. Se detuvo un momento a pensar. La biblioteca estaba en la parte de atrás, a la derecha de la cocina.

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Abrió una puerta que daba al pasillo. No, aquella no. Entonces la siguiente. Tampoco. Acertó con la tercera. Reconoció la estantería de roble, la mesa... En primer lugar, abrió la ventana para poder escapar por ella más tarde. Después, el libro con la llave. ¿Estaba en la cuarta o en la quinta balda contando desde arriba? Había colecciones completas de Stendhal, Balzac, Anatole France y también de Proust, André Maurois y Mauriac, todas ellas encuadernadas en piel. Sus manos temblaban cuando las pasó por los lomos. ¡Por todos los diablos! ¿Cuál era el libro? No tenía mucho tiempo. El señor Girauld era bastante alto y, según recordaba, tuvo que empinarse un poco para alcanzarlo. Así, pues, tenía que ser la balda dedicada a Stendhal.

Cogió de la balda un libro al azar. Nada. Su corazón empezó a palpitar y la boca se le quedó seca. Después, el siguiente. Tampoco era aquél.

Crujió una puerta. Debía de ser el ama de llaves. En su nerviosismo se le cayó un libro de las manos. Se quedó helado. ¿Lo habría oído? Aguardó tenso, con la cabeza inclinada. Notaba su corazón palpitando a través de la camisa.

No sucedió nada y, mientras respiraba aliviado, lo vio de repente. Los libros estaban colocados muy juntos, y sus lomos estaban perfectamente alineados, como si nunca los hubieran sacado de allí para leer. Pero dos parecían estar un poco más hundidos. Rápidamente cogió uno de ellos. ¡Aquél era! Estaba en la cuarta balda. Su sensación de triunfo se esfumó al escuchar pasos en el pasillo. ¿Qué pasaría si ella entraba? No había ningún sitio donde ocultarse y, si se abría la puerta, lo pillarían con las manos en la masa y lo acusarían de allanamiento de morada. Para alivio suyo, las pisadas pasaron de largo y siguieron hacia la escalera. Se tranquilizó.

Ahora el cajón... Su mano temblaba tanto que le costó trabajo introducir la llave en la cerradura. La giró y abrió el cajón.

Allí estaba la pistola, pequeña y dura, como si fuera un juguete inocente. La cogió y se la guardó en el bolsillo. Cerró el cajón y guardó de nuevo la llave en el libro.

Sólo entonces se fijó en el título. Memorias de un turista... Muy gracioso. Stendhal –pensó–. No lo olvidaré en toda mi vida.

De nuevo oyó las pisadas. Corrió hacia la ventana, abrió las contraventanas y saltó fuera.

Jadeando, se apoyó en la pared y se secó el sudor de la frente. La habitación permanecía en silencio, así que rápidamente cerró la ventana y la contraventana.

La puerta estaba aún abierta. Una vez que estuvo fuera, corrió y corrió para poner la mayor distancia entre él y la casa. Al fin se dirigió por un sendero lateral y se tumbó en el suelo. Apretó la cara

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ardiente contra la hierba, sacó la pistola del bolsillo y la arrojó a un lado.

Poco a poco se fue calmando. Se volvió boca arriba. El cielo era azul y sólo se veían algunas nubecillas.

Su reloj marcaba las siete y media. Dentro de media hora, Cristine estaría en el tren, en un asiento junto a la ventanilla. ¿Pensaría en él?

–¿De verdad? –le había preguntado la tarde anterior cuando le dijo que iría a verla a París–. ¿Irás de verdad?

De pronto se dio cuenta de que no tenía su dirección.

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E INCORPORÓ al cabo de un rato, recogió la pistola y se la guardó en el bolsillo. Se sentía muy deprimido. Lo que había

hecho era inútil. Si el señor Girauld quería quitarse la vida, lo podía hacer perfectamente, ya que no sería difícil comprar otra arma. Pero, por otro lado, la desaparición de la pistola podría hacerle recapacitar. ¡Quién sabe! A lo mejor lo tomaba como una señal de que el destino no quería que llevara adelante su plan. Eso, al menos, esperaba Robert. Volvió al pueblo, sumido en sus pensamientos, y se dirigió al viejo caserón de la señora de Béfort. Le abrió el ama de llaves.

–El señor Mons me transmitió la invitación a almorzar. Vendré con mucho gusto.

–La señora de Béfort le espera a las doce y media –replicó el ama de llaves.

Se fue paseando tranquilamente hasta la pensión, donde subió a su habitación y guardó la pistola en el fondo de su saco de viaje. Se echó en la cama y cayó en un sueño intranquilo.

SE DESPERTÓ poco antes de las once y media. Se lavó, se cambió de ropa y cogió las dos botellas de vino que le había dado el doctor Pascal.

La señora de Béfort le esperaba en el mismo salón de la vez anterior.

Robert estaba un poco nervioso. Ella le miró fijamente. –Le agradezco mucho su invitación, señora. Pero, primero, tengo

que rogarle que me perdone. ¿Sí? –No le dije la verdad.

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–Por favor, siéntese. Le señaló una butaca, pero no hizo nada para suavizar la

situación. –Robert Macy no era tío mío. Lo único que tenemos en común es

el nombre. –¿Cómo llegó a conocimiento suyo ese nombre? –Por esta agenda –dijo, sacándola del bolsillo. –La encontré, hace un año, en un cajón de mi abuelo. Acababa de

morirse y mi madre y yo fuimos a recoger sus cosas. En la agenda hay muy poco escrito, pero lo suficiente para haberme tenido pendiente de ella todo un año. Yo no sabía nada de Robert Macy cuando decidí buscarlo. Seguí su pista hasta Nizier. Desgraciadamente, ahora sé que lleva muerto mucho tiempo.

La señora de Béfort cogió la agenda. La contempló un buen rato sin abrirla.

–¿Por qué se hizo pasar por sobrino suyo? Robert hizo una inspiración profunda. –Son cosas que pasan sin darse uno cuenta, señora. Estuve

buscando durante una semana la pensión llamada Belledonne. Finalmente, la encontré. Yo quería estar allí, por lo que dije que un tío mío había estado antes. El señor Mons contó mi historia a otras personas, y ya no podía volverme atrás. Hubiera parecido raro que de pronto contara otra cosa. Yo quería contarle a usted la verdad, pero tenía visita y... –se detuvo vacilante.

–El día que usted vino estaba un poco trastornada –le interrumpió la señora de Béfort–. Oír hablar de Robert Macy, especialmente a un extraño, me alteró.

–Lo siento de veras, señora. Ahora que ya sé lo que sucedió, lo comprendo muy bien.

–¿Qué sabe usted acerca de él? –Que usted lo escondió aquí y que lo mataron los alemanes al

final de la guerra. –¿Quién le contó eso? –El doctor Pascal. Fui a verle ayer. Me dio estas botellas de vino

para usted y me encargó que le dijera que vendría a verla pronto. La cara de la mujer se distendió y sonrió. –El doctor Pascal es un viejo amigo. Me encantará su visita.

Bueno, vamos a comer y podremos seguir hablando. Durante la comida Robert le contó su charla con el doctor Pascal.

La señora de Béfort escuchaba con atención, asintiendo de vez en cuando.

–Hay una cosa que no entiendo –dijo Robert después de contarle todo–. ¿Cómo llegó esta agenda a manos de mi abuelo?

–¿Qué era su abuelo?

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–Médico. –¿En París? –Sí, señora. Vivió allí toda su vida. La señora de Béfort sonrió. –Su abuelo encontró esta agenda al final de la guerra, no lejos del

lugar donde mataron a Robert Macy. Robert la miró, asombrado. –¿Entonces, usted conoció a mi abuelo? –Sólo lo vi una vez. La señora de Béfort permaneció un momento en silencio. –Fue en casa de Lucien. Después de aquella noche desgraciada.

La muerte de Robert Macy aún me trastorna, a pesar de los años transcurridos. No sólo por su falta de lógica y su crueldad, sino también por la forma en que sucedió. Como usted sabe, Lucien fue el primero que lo encontró. Le preparamos un escondite en uno de los sótanos de esta casa. El doctor Pascal sólo pudo atenderle muy poco tiempo, porque también tuvo que esconderse. Habían puesto precio a su cabeza. Robert mejoraba visiblemente día a día. Tenía unos deseos enormes de vivir. Habían matado a toda su familia y él era el único que había escapado con vida. El vivir, para él, era como un deber. Un deber para con sus padres, su hermano y el resto de su familia...

–¿Quién sabía que estaba aquí con usted? –Nadie. Lo sabía, claro está, Lucien, pero era de absoluta

confianza. Estaba en la resistencia, igual que el señor Girauld. También el doctor Pascal.

–¿Y Eleonore? ¿Quién era Eleonore? –¡Ah! Eleonore... –la señora de Béfort hizo un gesto–. Hace años

que no he oído ese nombre... Una vez, cuando aún estaba huyendo, Robert encontró una cadena con una medalla en la que estaba grabado ese nombre. Se la regaló a Pauline Girauld, la chica que conoció aquí y de quien estaba enamorado, igual que ella de él. Aún recuerdo lo que le dijo cuando se la dio: "Esto es todo lo que tengo". También solía hacerle rosas de papel. Tonterías, pero en tiempos de guerra son, precisamente, esas cosas tontas las que gustan y las que permanecen luego en el recuerdo. Aún me acuerdo de ellas: rosas de papel amarillo, que él prendía en su vestido o en su pelo: "Cuando termine la guerra, te regalaré una cada día –le decía–. Una de verdad."

–Eleonore es el único nombre que escribió con todas sus letras –dijo Robert–. Me fijé que han enterrado a Paulina junto a él.

La señora de Béfort asintió. –Sí. Ahora están los dos muertos. Robert se acordó de Cristine.

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–¿Lo... lo quiso mucho ella? –preguntó. –Creo que mucho. Por entonces, ella era joven e inocente. La

guerra, y la violencia que engendraba, apenas la afectaron. Robert ni siquiera hablaba con ella de lo que le había pasado antes. En aquellos días sólo existía para él el presente y ella era ese presente. Dudo que Pauline se diera cuenta del peligro que corría Robert cuando se veían en secreto en Belledonne. De hecho, lo mataron una noche, camino de la pensión. Lo encontramos al día siguiente por la mañana –la expresión de la señora de Béfort se tornó aún más triste.

–¿En el barranco? –preguntó Robert. –No. En la pensión, en la habitación dieciséis. Ella estaba con él. –Pero... ¿cómo fue hasta allí? –Nunca he sabido toda la historia. Ella le estaba esperando

aquella noche y oyó unos disparos. Fue a ver lo que había pasado y lo encontró en la cuneta, al otro lado de la carretera, donde está el barranco. Ella no sabía que Lucien estaba en el fondo. Lucien debió resistirse, porque había signos evidentes de lucha. Es difícil comprender por qué era Robert Macy una presa tan codiciada por los alemanes. Un tiro mortal, en medio de la frente. ¡Un hombre que había escapado tantas veces y que estaba tan habituado al peligro...!

La señora de Béfort movió dubitativamente la cabeza. –Junto a la agenda había también una bala, señora. ¿Será la bala

que lo mató? –No. Probablemente es alguna que extrajo su abuelo de la pierna

de Lucien. Le dispararon también, pero lo que le dañó el cerebro fue la caída hasta el fondo del barranco.

La señora de Béfort permaneció un instante en silencio. –No nos enteramos de nada hasta el día siguiente por la mañana.

Yo bajé al sótano para despertar a Robert, como habíamos convenido. Porque había que estar seguros, ante todo, de que no había peligro en subir. Su escondite estaba vacío. Busqué por todas las habitaciones y luego fui al pueblo. Allí me enteré de que habían encontrado a Lucien en el fondo del barranco. Estaba vivo, pero su estado era grave. Le estaba atendiendo un médico. Así es como conocí a su abuelo, que estaba de paso. Luego fuimos juntos al barranco. Allí no se veía nada. Pero al reconocer el lugar, su abuelo se agachó y cogió algo del suelo. Esta agenda... Debió de caerse del bolsillo de Robert. Después vimos un rastro, como de alguien a quien hubieran arrastrado, que llegaba hasta la pensión. Allí encontramos a los dos. Pauline lo había llevado hasta allí y había estado toda la noche a su lado...

La voz de la señora de Béfort se quebró.

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–ROBERT llevaba varias horas muerto –continuó con dificultad– y Pauline estaba completamente trastornada. Lo enterramos aquella tarde, sin decir nada. Pauline no estuvo presente. Su padre había vuelto tarde a casa aquel día y se la llevó con él. El estaba fuera muy a menudo, debido a su trabajo en la resistencia. Estaba horrorizado de lo que había pasado. Intentó consolarla por todos los medios, pero fue inútil. He pensado muchas veces que el hombre que mató a Robert Macy se cobró otra víctima más: Pauline. Cambió por completo y cada vez se fue encerrando más en sí misma.

Se quedó mirando al vacío. –Nunca volvió a hablar de él. Después de la guerra nos vimos

poco. Ella estaba fuera muy a menudo con sus viajes y, cuando venía a Nizier, evitaba esta casa. Se casó más tarde y tuvo una hija a la que, según me han dicho, usted ha conocido.

–Sí, señora, pero ahora está lejos. Se ha marchado a París. Siguieron comiendo en silencio y, al cabo de un rato, Robert

preguntó: –¿Por qué conservó mi abuelo la agenda? –Porque yo lo quise así –confesó tranquilamente la señora de

Béfort–. Leí la primera frase de la agenda y no he podido olvidarme de ella: "Estoy vivo. ¡Dios mío! ¿Cómo puede ser verdad...?" Resulta muy doloroso para mí.

El ama de llaves llegó con el postre. –Natillas. Espero que le gusten –la voz de la señora de Béfort aún

sonaba triste. Miró al muchacho, sentado frente a ella, que se servía el postre.

Treinta años antes, Robert Macy había estado sentado en el mismo sitio, tomando el mismo postre, que le encantaba.

–Tome más. Tome más. –Le pasó la fuente. –Está delicioso, pero usted no come nada, señora. –A mi edad se tiene poco apetito. Robert la miró. La señora de Béfort es de absoluta confianza –

había escrito Robert Macy–, y él lo comprendía. –Le estoy muy agradecido por haberme contado todo –le dijo. –Me temo que es una historia bien triste. –Sí, es cierto. De repente le asaltó un pensamiento. –En la agenda se nombra a un tal señor M. ¿Sabe usted quién

puede ser? La señora de Béfort estaba sumida en sus pensamientos, por lo

que tuvo que repetir la pregunta. –¿Señor M.? –ella negó con la cabeza–. No, creo que no sé quién

es ese señor M. Probablemente se trata de alguien a quien conoció antes.

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–Sí, probablemente. ¡Oh, no! ¡No puede ser así! –Robert cogió la agenda y la ojeó–. Mire aquí: "Cita con el señor M."

–¡Ah...! –la señora de Béfort sonrió. –Quizá quiera decir señor Moustache. –¿El señor Moustache? ¿Quién es? –su propia voz le resultaba

extraña. –Era el apodo que le puso Lucien al señor Girauld. Por entonces

llevaba bigote, que no se afeitó, a propósito, cuando se unió a la resistencia. Decía que si algún día le descubrían, buscarían a alguien con bigote y que entonces se lo afeitaría para que no lo reconocieran. Lucien lo admiraba enormemente e hizo el propósito de dejarse crecer también el bigote cuando terminara la guerra. Sobrevivió a la liberación, pero el pobre hombre no estaba en su sano juicio.

–Sí, ya lo sé. Lo he visto –murmuró Robert. Recordó la escena de tío Lucien en el sótano, gritando, agitando

los brazos en el aire y con el terror reflejado en el rostro. "Señor Moustache. Bang, bang, muerto..."

Un terrible pensamiento se fue abriendo camino en su mente. –Quizá se refería al señor Girauld –apuntó la señora de Béfort. –Sí, quizá –contestó Robert.

NO PODÍA quitarse aquel nombre de la cabeza. Señor Moustache... Así que era el señor Girauld. No olvidaba la frase de la agenda: "El señor M. me odia".

Cuando se despidió de la señora de Béfort, le preguntó sí le gustaría quedarse con la agenda, pero ella no quiso aceptar.

–No voy a vivir mucho tiempo. Guárdela usted, como hizo su abuelo. Ahora ya conoce usted su historia.

Robert Macy... Resultaba sorprendente que aquel hombre hubiese jugado un papel tan importante en la vida de la madre de Cristine, sin que ésta supiera una palabra del asunto. Su madre había estado viviendo todos aquellos años con un fantasma, el fantasma de un hombre muerto. Pensó en la desesperación de Cristine de hacía unos días. Ella también había tenido que sufrir a causa de la muerte de Robert Macy.

Robert se aproximaba al barranco. Cristine había patinado con la moto no lejos de allí. Apresuró el paso, se acercó al borde del barranco y miró hacia abajo. Luego miró alrededor. Al otro lado de

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la carretera había un sendero. ¿Habrían estado esperando allí los alemanes a Robert Macy?

Un tiro en la frente. Muerte instantánea. ¿Le habrían matado como a cualquier otro transeúnte? ¿Cómo podían saber que estaba escondido? ¿Le traicionaría alguien?

Siguió caminando despacio, sumido en sus pensamientos. Pronto llegó a la pensión. El señor Mons estaba sirviendo a unos clientes. Robert se fue rápidamente a su habitación. Quería estar solo y no deseaba hablar con nadie.

Arriba, en el pasillo, se detuvo frente a la habitación dieciséis. Allí se habían encontrado en secreto Robert Macy y Pauline y habían pasado juntos la noche en que mataron a Robert...

El señor Mons no sabía nada de aquello. El se había forjado su propia historia acerca de la señora Girauld. Para él era la dama de la rosa amarilla, que venía de vez en cuando para disfrutar del paisaje. Pensaba que venía porque él no la criticaba como hacían sus otros convecinos. No tenía la menor idea de la verdad auténtica.

Habitación dieciséis. Robert trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Seguramente sería cosa del señor Mons, ya que era la habitación de la señora Girauld. Permaneció allí un rato. Pauline Girauld había pasado una noche, detrás de aquella puerta, con Robert Macy muerto. Eleonore... todo lo que él poseía.

Su dolor y desesperación tenían que haber sido terribles, mientras sujetaba entre sus brazos el cuerpo sin vida. Amaba profundamente a Robert Macy, había dicho la señora de Béfort. Aquella misma noche, ella, Eleonore, había muerto también. Un poco cada hora. Desde entonces, se había negado a seguir viviendo.

Robert volvió a la realidad y entró en su habitación. Se dirigió al armario y sacó su saco de plástico. La pistola estaba allí, entre sus ropas.

La cogió y la observó detenidamente. Era francesa. No sabía si estaba cargada. Sacó con cuidado el cargador de cinco balas. Tenía tres.

Las sostuvo en la palma de la mano. ¡Parecían tan pequeñas y repugnantes! De pronto se le subió la sangre a la cabeza. Las tres balas parecían ser del mismo calibre que el de la que encontró junto a la agenda.

Se levantó y buscó en el bolsillo de la chaqueta. Su mano temblaba.

¡Estaba en lo cierto! Eran del mismo calibre... Claro que podía ser pura coincidencia. Seguramente habría

cientos de pistolas de aquel calibre. Quizá, miles. Sin embargo, su corazón estallaba y la boca se le quedó seca. Oía a Cristine diciendo: "Estoy asustada, Robert. Mi abuelo no parece ser capaz de soportar

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la muerte de mi madre. A veces me llama Pauline..." Se acercó a la ventana. Desde allí podía oír a los turistas, sus bromas y sus risas.

Dentro de él oía aún la voz de Cristine. También los gritos de tío Lucien en el sótano.

Se tapó los oídos con las manos, pero las voces no cesaban.

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LEGÓ a Grenoble pasado el mediodía. Bajó del autobús en el centro de la ciudad, repleto de cafés con terrazas y toldos, a cuya

sombra charlaban animadamente numerosos veraneantes de rostros tostados por el sol. Robert se adentró por una calle estrecha y preguntó a un transeúnte la dirección de una armería. El hombre lo miró receloso, pero le explicó con detalle hacia dónde tenía que dirigirse. A la izquierda, luego recto y luego... Tuvo que preguntar un par de veces más, hasta dar finalmente con la tienda.

Rifles de caza, revólveres, pistolas... La puerta de la tienda estaba cerrada, pero un letrero exterior invitaba a llamar al timbre.

–¿Está cerrada? .–preguntó Robert al hombre que le abrió. –¡Oh, no! Tenemos cerrada la puerta por precaución –explicó.

Una vez que Robert hubo entrado, cerró de nuevo con llave. –No he venido a comprar nada –dijo Robert directamente–.

Necesito una información. Dejó una de las balas de la pistola sobre el mostrador, junto con

la disparada. –¿Son iguales? –preguntó. –Depende de cómo lo mire –contestó el hombre–. Ambas son del

calibre 6,35, pero una ha sido disparada y la otra no. –¿Ha sido disparada con esto? –Robert sacó la pistola. –¡Eh! ¿Va usted siempre con eso encima? –preguntó el hombre

cogiendo la pistola. Sacó con manos expertas el cargador y dijo, encogiéndose de hombros:

–Es posible, claro, pero no puede decirse con seguridad. Podría igualmente haberse disparado con otra pistola.

Robert se quedó pensativo. –¿Usaban los alemanes en la guerra pistolas como ésta? –¿Los alemanes? –el hombre levantó tanto las cejas que Robert

pensó por un momento que iban a desaparecer bajo su pelo–. ¿Los alemanes? Bueno, está claro que usted no vivió la guerra. ¿Cree usted que Hitler mandaba a sus soldados a la guerra con juguetes como éste? ¡Vamos, hombre! Los alemanes usaban Lugers. Mire, aquí tengo una.

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Se dirigió a una estantería, corrió la luna y sacó una pistola. –Esta es mucho más pesada. Cójala. También es más precisa

para distancias mayores y las balas son de nueve milímetros. Robert sopesó el arma. Desde luego, era mucho más pesada. –Sí se le dispara a alguien a un metro de distancia, ¿se le alojaría

la bala en la cabeza? –La bala le atravesaría la cabeza –dijo el hombre–. No sucedería

lo mismo con esta pequeña que usted trajo. Esta no es tan potente, aunque sí lo suficiente como para matar a alguien. Es cuestión de puntería, claro está.

–¿Así que una pistola pequeña como ésta no se utilizó en la guerra?

–Bueno, en la guerra se utilizó todo lo que disparaba. Yo llevé una pistola como ésta en el bolsillo, durante mucho tiempo, cuando estaba en la resistencia, porque era manejable y no abultaba. Hoy las vendo a las mujeres, que las llevan por si tienen que defenderse alguna vez. ¿Comprende?

Robert asintió. –¿Por qué quiere saber todo esto? –Un amigo mío tiene que escribir una historia para un periódico.

Es una historia de guerra, pero no tiene ni idea acerca de armas. Una de las personas de la editorial tenía esta pistola y dijo que la había utilizado en la guerra. A mi amigo le pareció muy pequeña y yo me ofrecí a proporcionarle la información necesaria.

El hombre se echó a reír. –Bueno, ya diría otra cosa si hubiera disparado contra los

alemanes con una pistola como ésta. Dígale a su amigo que venga; me encantará hablar con él de la guerra.

–Se lo diré –dijo Robert, guardándose la pistola–. Gracias por su ayuda.

Un momento después estaba de nuevo en la calle. El tráfico era denso. Anduvo hasta el centro y buscó un sitio en una terraza. Su aspecto era como el de los otros veraneantes. Un turista , relajado y desocupado. Pidió al camarero una coca. Se la bebió lentamente. Ninguna de las personas que hablaban y reían a su alrededor sabía lo que él llevaba consigo. La pistola estaba en su bolsillo junto a la agenda en donde aparecían escritas aquellas palabras: "Estoy vivo, estoy vivo..."

Robert Macy. Un hombre, ya muerto, a quien no había conocido, pero con cuyo pasado se había visto mezclado... Un pasado que aún no había muerto.

Pagó y caminó lentamente por las calles de Grenoble, pero aquellas viejas casas de color gris no revestían ningún interés para

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él. Llegó a un parque en el que había unos niños jugando y se sentó en un banco.

Pasaron por su mente fragmentos de conversación. Había algo que ella no podía entender, había dicho la señora de Béfort. Robert Macy era un hombre que conocía bien el peligro. ¿Por qué no había huido de los alemanes aquella noche, en lugar de ir a caer directamente en sus manos? ¿Por qué, al menos, no había luchado, como hizo el tío Lucien? El tío Lucien... ¡Aquellos gritos en el sótano! Trató de reconstruir mentalmente todo lo que había sucedido en Nizier desde su llegada. El entierro de la señora Girauld, la madre de Cristine... Su deseo de ser enterrada al lado de Robert Macy... El señor Girauld, que se había desvanecido al oír el nombre... Luego, la súbita partida de Cristine. ¿Por qué? Y ahora, la pistola. Había creído que el señor Girauld la iba a utilizar para suicidarse, desesperado por la muerte de su hija. La pistola, el arma del señor Moustache... Robert se tapó la cara con las manos. ¿Qué hacer? Robert Macy estaba muerto. Lo habían matado una noche, durante la guerra. ¡Asunto terminado!

Pero él sabía otras cosas. Tenía en su poder una agenda con unas frases escritas en ella, que sólo él entendía. "El señor M. me odia". ¿Por qué odiaría a Robert Macy?

Se levantó súbitamente. Sabía lo que tenía que hacer. Ir y preguntar la dirección de Cristine en París. Le diría al señor Girauld que quería ir a verla. Se lo había prometido a Cristine. Pero, ¿iba a permitir el abuelo de Cristine una amistad entre su nieta y un sobrino de Robert Macy, la persona a quien había odiado?

La dirección... ¿Qué pasaría si el señor Girauld se negara a dársela? No quería pensar en ello o, mejor dicho, no se atrevía a pensar en ello.

HABÍA ido ya muy lejos y no podía volverse atrás. Durante varias horas estuvo dando vueltas, mientras su excitación iba en aumento. Había pensado muy bien lo que tenía que decir, pero cuanto más tiempo pasaba, a la puerta de la entrada de la casa, más rápidamente se le iban las ideas de la cabeza. Se daba cuenta, no obstante, de que tenía que afrontar el tema hasta el final, por amargo que éste fuera.

Oyó pasos que se acercaban. Permaneció allí, medio paralizado por el miedo. Nunca había estado tan asustado. Tan asustado y solo.

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El ama de llaves abrió la puerta. –¿Puedo hablar con el señor Girauld? –oyó su propia voz, como

si fuese otro el que estuviese hablando. –El señor Girauld no quiere que le molesten. –Tengo que preguntarle una cosa. Se trata de Cristine –insistió. –¿No puede esperar hasta mañana? –No, porque mañana me marcho. El ama de llaves le miró recelosamente, pero se dio la vuelta y

desapareció por el pasillo. Robert aguardó. Poco después apareció el señor Girauld, apoyándose en su

bastón. –Entre. Aquello parecía más una orden que una invitación. A Robert se le hizo un nudo en el estómago. Hubiera querido

salir corriendo y perderse en la noche. En lugar de eso, siguió al hombre alto del bastón hasta la biblioteca. El mismo sitio donde había estado por la mañana. Allí estaba la mesa con el tercer cajón, ahora vacío, y las estanterías con las Memorias de un Turista, de Stendhal, con llave dentro. Y, frente a él, el señor Moustache.

–Creo que quería preguntarme algo. Su voz era fría y distante. No le ofreció asiento, así que Robert

permaneció en pie. Miró al hombre que tenía al otro lado de la mesa. Parecía

envejecido, con arrugas profundas y ojos hundidos. Robert tragó saliva.

–Sí. Me... me gustaría saber la dirección de Cristine en París, por favor.

–¿Sí? –la mirada que le dirigió no tenía la menor amabilidad. –La llamé anoche, pero se cortó la comunicación. Quisiera ir a

verla. –¿De verdad? –el señor Girauld se expresaba con tono

sarcástico–. En ese caso, siento decirle que se olvide del asunto, porque no tengo la intención de darle su dirección.

¡Se había negado! La sangre se le agolpó en la cabeza a Robert y le costó trabajo tragar saliva.

–¿Por qué no? –preguntó con voz ronca. –Desde la muerte de su madre, tengo la responsabilidad de

ocuparme de mi nieta. Y no me gusta que la visite un extraño. –Yo no soy un extraño. Soy un amigo suyo –dijo Robert con

firmeza–. ¿Por eso la ha mandado usted fuera? –Eso no le importa –la voz del señor Girauld era cortante–. Por

lo que a mí respecta, esta conversación se ha terminado. La cosa estaba clara. Robert tenía que marcharse.

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–Pero yo soy amigo suyo. Yo... yo le prometí –empezó a decir de nuevo, pero el señor Girauld le cortó:

–No tengo nada más que decirle. Robert hizo acopio de valor. –¿Es a causa de Robert Macy? Ya estaba dicho. No se produjo ningún cambio en la cara del

hombre que estaba frente a él, pero Robert le notó cierta rigidez en el cuerpo.

–¿Robert Macy? –Sí, el hombre que está enterrado junto a su hija –mantuvo la

mirada fija en el señor Girauld. –¿Y qué tiene que ver con todo esto? Robert tenía la boca seca y la habitación empezaba a darle

vueltas. –Usted lo odiaba, ¿no? Hubo un silencio, un silencio tan pesado y opresivo que retumbó

en sus oídos. Oyó la voz del señor Girauld como si le hablara desde muy lejos.

–¿Qué trata de decir? ¿Qué quiere usted? –La verdad. Era difícil decir lo siguiente. –La verdad –repitió–. Robert Macy fue asesinado. El señor Girauld se irguió. –Su tío cayó en manos de los alemanes. Todo el mundo lo sabe. –¡Los alemanes! –dijo Robert burlonamente–. ¡Los alemanes! –

no pudo contenerse y su voz sonó como si fuese la de otra persona. De su boca salieron palabras que se referían a un asesinato cometido treinta años atrás.

–¡No fueron los alemanes! ¡Fue usted! Usted lo esperó en el sendero que hay junto al barranco y lo mató de un tiro. Un tiro en la frente. Robert Macy nunca se hubiera acercado al enemigo, pero sí a alguien a quien conocía y ese alguien era usted, aunque él ya sabía que usted lo odiaba. Pero nunca pensó que usted sería capaz de asesinarle.

El señor Girauld se asió con fuerza al borde de la mesa. –¿Se da usted cuenta de la acusación que está lanzando contra

mí? –Sí, porque Robert Macy dejó algo que usted no sabe: una

agenda con algunos comentarios escritos en ella. El rostro del señor Girauld se quedó helado por un momento,

pero inmediatamente se recuperó, y dijo sarcásticamente: –¿Y dice en ella, por casualidad, que yo lo maté? Robert se sonrojó. –No es sólo la agenda. Está también Lucien.

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–¡Lucien! Mi querido muchacho... –Sí, el loco Lucien. Gracias a él encontré su rastro. Cuando está

asustado grita su nombre. El nombre que usted usaba en la guerra, señor Moustache.

El señor Girauld se echó hacia adelante, con los ojos medio cerrados.

–Y hay algo más. Algo más, señor Moustache... –Robert comenzó a temblar–: La bala, la bala de la pierna de Lucien.

–¿La bala? –murmuró el señor Girauld. –Sí, la bala. La bala disparada por la pistola que yo cogí de su

cajón esta mañana. La llave está en Memorias de un turista. Algo extraño pasó en el rostro del señor Girauld. La mejilla

izquierda se fue contrayendo hasta que quedó paralizada, dejándole una mueca absurda y terrorífica. Se precipitó hacia la biblioteca, cogió el libro y volvió a la mesa. Parecía haber olvidado la presencia de Robert. Introdujo, nervioso, la llave en la cerradura. Abrió el cajón. Vacío...

El señor Girauld respiró con fuerza. Luego miró a Robert con ojos inyectados de odio.

Robert estaba aterrorizado. La cara del señor Girauld estaba contraída con una mueca que le hacía casi irreconocible. Era evidente el odio que lo dominaba.

–¡Sale juif! ¡Puerco judío! Robert retrocedió y tropezó con una silla. ¡Puerco judío...! ¡Así

que era aquello! Robert Macy era judío, un judío refugiado. –¿Qué se creía usted? ¿Pensaba que yo le iba a dejar poner un

solo dedo sobre Cristine? ¿Igual que ese tío suyo, aquel asqueroso judío? ¡Aquel intruso! ¿Cómo se atrevió...? ¡Y Pauline, que lo era todo para mí, rebajándose con aquel judío...!

Robert escuchaba temblando. Aquel hombre estaba a pocos metros de él, destilando un odio incontenible. Escupía las palabras.

–Sí, yo maté a su tío y lo volvería a hacer de nuevo. Cada vez que le veía mirarla y acariciarla con los ojos, me imaginaba matándolo. Pauline, Pauline, mi propia hija. ¿Cómo pudo hacerlo? Yo lo esperé aquella noche. Dicen que los judíos son listos. ¡El no lo era! Vino directamente hacia mí cuando lo llamé. Yo disparé... –el señor Girauld extendió el brazo en dirección a Robert.

–Pero, ¿y Lucien? –preguntó Robert. –¡Lucien! ¡Ese imbécil! Estaba por allí cerca, de casualidad, y

reconoció mi voz. Quería ir en busca de ayuda. ¡Ayuda para aquel judío! No tenía elección posible.

El señor Girauld volvió de pronto a la realidad. El odio ciego que lo había poseído se había desvanecido. Robert no sabía qué era peor, si el hombre cargado de odio, sin control de lo que decía, o aquella

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figura vacilante que buscaba tanteando una silla. Robert se sentía enfermo, totalmente enfermo. Sentía un nudo en la garganta y trataba desesperadamente de tragar saliva. Finalmente dijo con dificultad:

–Robert Macy no era tío mío. El señor Girauld miraba al vacío. Las palabras no parecían

afectarle. Su expresión era distante. –¡Sale juif! –murmuró–. ¡Puerco judío!

ROBERT echó a correr. Dio un traspiés, se rehízo y siguió corriendo a ciegas. Su respiración era entrecortada y su resuello le daba miedo. Se detuvo al fin. La noche era fresca, pero no lo calmó. Estaba enardecido e inquieto. Había escapado de la casa de los Girauld. Esta vez no había visto al ama de llaves y había salido solo. Lo único que quería era salir de aquella casa, salir fuera, lejos de aquel hombre. Por eso había echado a correr. Ni siquiera sabía dónde estaba. En algún lugar, en las afueras de Nizier. Por fin se dejó caer en una hondonada poco profunda. ¡Puerco judío! ¡Asqueroso judío...!

Aquellas palabras le retumbaban en los oídos y lo perseguían aquellos ojos que destilaban un odio inhumano. Nunca había tenido en cuenta la posibilidad de que el señor Girauld matase a un hombre porque era judío. Un judío que amaba a su hija y que era correspondido por ella.

Algo estalló en su interior. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Lágrimas por Robert Macy, a quien no había conocido nunca, por la madre de Cristine y, también por Cristine.

Cristine... probablemente no la volvería a ver. No sería posible después de lo que había sucedido aquella noche.

Robert hundió la cabeza entre las manos. Le asaltó una profunda sensación de soledad. Mientras, a su alrededor, iba cayendo la noche.

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L SEÑOR Mons se sentó a la mesa con gesto cansado. –Su último desayuno, amigo mío –le dijo–. Coma todo lo que

pueda, que lo necesita. Se inclinó hacia adelante y le dijo en tono confidencial,

haciéndole un guiño: –Lo necesita, pero para mí es un misterio que usted salga todas

las noches. Aunque a mí no me engaña, se lo aseguro. Detrás de todo esto hay una chica. Sólo hay que verle. Blanco como el papel y con unas ojeras tremendas. ¡Ay, amigo! Si yo estuviera en su lugar, haría lo mismo. ¿Cómo es ella?

Robert sonrió débilmente. –No quiere decir nada, ¿eh? Está bien, muchacho. Yo tampoco lo

diría. Luego vienen los problemas. Pienso que debe valer la pena. Disfrute. Disfrute mientras pueda. Yo no puedo hacerlo a menudo. Pero piénselo bien antes de casarse.

El señor Mons señaló hacia la cocina. –Piénselo bien. Se lo dice la voz de la experiencia. –No lo olvidaré –murmuró Robert. El señor Mons echó hacia atrás la silla. Miró a Robert, con rostro

repentinamente serio. –¿Volverá usted? –le preguntó–. Ya sabe, quizá el año que viene,

o si no, al otro. Aunque no habla mucho, creo que usted me comprende. En fin, lo que quería decirle es que, por lo menos, usted escucha lo que digo. La vieja nunca me hace caso y no conozco a mucha gente en el pueblo. Sé muy bien lo que piensan de mí: un viejo loco, dominado por su mujer. Así es desde luego, pero también tengo mis sentimientos. Y ahora usted ya sabe lo de la señora Girauld. Es usted el único que lo sabe. Ella ya no está aquí y no hay que esperar nada. Ya ve... –El señor Mons movió tristemente la cabeza.

–Cuando ella vivía –ya sabe a quién me refiero– aún me decía a mí mismo: mañana, quizá venga mañana. Porque podía pasar en cualquier momento. ¿No es cierto? Pero ahora, ya todo eso se ha acabado. La señora Girauld está muerta. Ella no hablaba mucho, era

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como usted, pero siempre volvía. Por eso... –el señor Mons sacó el pañuelo y se sonó ruidosamente–. Por eso... –repitió–. Claro que no es lo mismo, pero ya ve usted, yo digo que uno debe tener ilusión por algo, ¿no es verdad?

Robert se sentía mal, probablemente debido a todo lo que había sucedido la noche anterior, pero también por la necesidad angustiosa de amistad del hombre grueso que se sentaba frente a él. El señor Mons era una persona solitaria, feliz de encontrar a alguien que le escuchara.

–Tan pronto como vuelva por esta parte del mundo, vendré a verle –le prometió en tono amistoso.

–De acuerdo, muchacho. Le tomo la palabra. La habitación de arriba, la catorce, es para usted. Nadie la usará. Diré que está reservada para mi amigo de Holanda y nadie pondrá los pies en ella. ¿Quiere un poco más de café? Déjeme que le sirva un poco...

DESPUÉS de desayunar recogió todas sus cosas y las guardó en el saco de plástico. La pistola, la guardó en el bolsillo. Se despidió del señor Mons y tomó el camino del pueblo. La mañana era clara y fresca y corría una suave brisa de verano. Las montañas destacaban con sus abruptos relieves. Sus pasos eran regulares, pero a medida que se aproximaba al barranco se fueron haciendo más lentos.

Se detuvo junto al barranco y puso en el suelo el saco y el retrato envuelto de Cristine. Miró las rocas del fondo. Eran unas piedras escarpadas, de color gris, con algunas zonas planas.

Comenzó a bajar con cuidado. Sus pies buscaban los puntos de apoyo precisos y sus manos se agarraban con firmeza a las rocas. Avanzaba lentamente. Al fin llegó al fondo y se detuvo. ¿Sería allí donde había caído el buenazo y sonriente tío Lucien?

Sacó la pistola y la miró por última vez. Durante la noche, dando vueltas en la cama, había tomado la firme decisión de que nadie debía conocer la verdad, la terrible verdad. Y Cristine, menos que nadie. Había que ocultarle la verdad, porque si llegaba a conocerla destrozaría su vida.

Cristine... Le vino a la mente su recuerdo: insegura y asustada, con aquel gesto característico de su boca.

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Buscó una grieta entre las rocas. Dejó caer la pistola y oyó el ruido de su caída. Subió de nuevo a la carretera con una sensación de alivio, cogió el saco y el retrato y continuó su camino.

Sus pisadas volvieron a hacerse regulares: uno-dos-uno-dos. De repente se detuvo en mitad de la carretera. Entornó los ojos y frunció el ceño. ¿Qué había hecho? ¿Cómo era posible que hubiera hecho aquello? El señor Girauld era un criminal. ¡Un criminal de guerra!

Sólo ahora se daba cuenta de ello. Aquel hombre había asesinado y, sin embargo, podía ir por todas partes, tranquila y libremente. Había vivido en libertad durante treinta años. Un asesino, que había matado a otra persona, cegado por el odio y que quizá sería capaz de matar otra vez. El mismo señor Girauld se lo había dicho en un momento de furia, cuando no se daba cuenta de lo que decía.

¡Qué había hecho! Se había desprendido de la única prueba que tenía en sus manos...

Robert abrió los ojos. El ancho valle estaba ante él con las enormes y majestuosas montañas de picos nevados allá al fondo. El aire era puro y el cielo azul. Pero, a pesar de eso, el paisaje le parecía borroso, las montañas empequeñecidas y todo lo que le rodeaba parecía haber perdido su lozanía y color.

En la plaza del pueblo divisó grupos de gente que hablaban con excitación. La terraza de Lucette estaba ya completamente llena.

Robert reconoció a la alta y flaca señorita Dreu. Se tapaba la boca con una mano, como si no quisiera oír sus propias palabras.

–Lo encontró Berthe –pudo oír. Robert se dirigió a la terraza. En cuanto lo vio Lucette, lo arrastró

dentro del bar. –El viejo está muerto. El señor Girauld. –¿El abuelo de Cristine? La sangre se le agolpó en el rostro. –Ha sido un accidente. El ama de llaves lo encontró esta mañana.

Parece ser que tú estuviste con él ayer tarde. –Sí, es cierto –respondió Robert–. Pero, ¿qué ha pasado? Antes de que Lucette pudiera contestarle, lo llamaron desde la

terraza. Era el señor Grolot. –¡Eh, usted, holandés! Venga aquí. ¿Ya se ha enterado? El señor

Girauld está muerto. Ha sido durante la noche. Berthe dice que usted fue a verlo ayer por la tarde. ¿Cómo estaba entonces?

–Estaba vivo –a Robert le costó trabajo encontrar las palabras–. Estaba vivo. ¡Dios mío! Cómo puede ser verdad...

¡Las mismas palabras de la agenda! Se pasó una mano por la frente. Se sentía mal.

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–Se ha quedado pálido como un muerto –dijo alguien–. Tome, beba un poco.

Le acercaron un vaso con una bebida de color verde. Bebió un buen trago. Sabía a anís.

–Parece usted indispuesto –dijo el señor Grolot. –¿Cómo estaba el señor Girauld? ¿Se comportaba normalmente?

–preguntó un hombre de bigote gris. Era el señor Corneille. –¿Normalmente? –repitió confuso–. No lo sé. –¿No le llamó la atención nada? –No. Bueno sí. Parecía muy cansado –contestó. –¿Cansado? ¿Nada más? Robert negó con la cabeza. –Pero... pero ¿qué ha pasado? –No se sabe con certeza. Después de marcharse usted, pensó leer

un rato. Esto es lo que le dijo a Berthe. Ya sabe, el ama de llaves. El se quedó en la biblioteca y Berthe se fue a la cama. Duerme en la otra parte de la casa y se queda roque en cuanto se acuesta. No la despierta ni una bomba. Al levantarse esta mañana, llamó a la puerta del dormitorio del señor Girauld. No obtuvo respuesta. Siguió llamando y al final abrió la puerta. La cama estaba sin deshacer. Bajó las escaleras y lo encontró...

–¿Cómo? ¿Cómo lo encontró? –Estaba caído en el suelo, en medio de un charco de sangre, con

la escopeta al lado. Berthe cree que a lo mejor se puso a limpiar la escopeta de su hija, aunque es una hora muy rara para empezar un trabajo como ese. Solían ir a cazar juntos, o, mejor dicho, ella era la que disparaba mientras él miraba. El no se atrevía a matar ni un gorrión y no entendía de armas de fuego. Como puede ver...

Robert bebió dos tragos más. –Se nota que le ha impresionado a usted. ¿Para qué fue allí? –Para pedirle una dirección. –¿Pero no le llamó la atención nada? –insistió el señor Grolot. –No, murmuró Robert. No... ¿Por qué? El señor Grolot miró a su alrededor. –¿Por qué? ¡Oh!, por nada. Era sólo una pregunta. El señor Corneille se atusó el bigote. –Aunque hubiera encontrado algo raro –dijo–, ya no tiene

importancia. The man is dead (3) –añadió en inglés. –¡Deje de hablar en ruso! –le increpó la señorita Dreu–. ¿Qué

tiene usted contra su propio idioma? Pero el señor Corneille no la escuchó. –The man is dead –repitió solemnemente.

3 Está muerto.

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Robert se levantó. La cabeza parecía que iba a estallarle y la terraza le daba vueltas. Entró en el bar. Su bolsa seguía allí, junto al cuadro envuelto de Cristine.

–¿Te marchas? –preguntó Lucette, mirándole expectante. –Me quedo –respondió casi sin voz. –Cristine te va a necesitar –dijo Lucette–. Y yo también. Toma...

LE PASÓ una bandeja llena de vasos y Robert se puso a fregarlos.

FIN