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Traducción: Miguel Carroll Pau

Ilustraciones: Katia Sanabria

2ª Edición

Editorial Planeta- 2016

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1- Barba azul

2- Caperucita roja

3 -El flautista de Hamelín

4- El gato con botas

5- El soldadito de plomo

6- La cerillera

7- La lechera

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Índice

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8- La Ratita presumida

9- Los músicos de Bremen

10- Los tres cerditos

11- Peter Pan

12- Pulgarcito

13- Simbad el marino

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De Charles Perrault

Barba

Azul

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Érase una vez un hombre que te-

nía hermosas casas en la ciudad

y en el campo, vajilla de oro y

plata, muebles forrados en finí-

simo brocado y carrozas todas

doradas. Pero desgraciadamente,

este hombre tenía la barba azul;

esto le daba un aspecto tan feo

y terrible que todas las mujeres y

las jóvenes le arrancaban.

Una vecina suya, dama distin-

guida, tenía dos hijas hermosí-

simas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección

cuál querría darle.

Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no

podían resignarse a tener un marido con la barba azul.

Barba azul

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Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias

veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres.

Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro

de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de

sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos.

El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, me-

riendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas

y diversiones.

En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó

a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y

que era un hombre muy correcto.

Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda.

Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que

viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio

importante.

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Le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus

buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se

diera gusto.

- He aquí -le dijo- las llaves de los dos guardamuebles, éstas son

las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí

están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la

llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita,

es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid

todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este pequeño ga-

binete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo

lo podéis esperar de mi cólera.

Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa

de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y em-

prende su viaje.

Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para

ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver

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todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir

mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul

que les daba miedo.

De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes,

los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos

y más ricos.

Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban

de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las ca-

mas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas

y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cu-

yos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada

en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran.

No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien,

sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la

impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento

de su marido.

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Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas

solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera se-

creta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los

huesos dos o tres veces.

Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pen-

sando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo

que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia.

Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó,

pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.

Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al

cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo

cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban

los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran

todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que

él había degollado una tras otra).

Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que

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había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de

reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta;

subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo

lograba, tan conmovida estaba.

Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de

sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mu-

cho que la lavara y aún la refregara con arenilla, la sangre siempre

estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla

del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.

Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el

camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del

viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que

pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.

Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las

dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo

todo lo que había pasado.

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- ¿Y por qué -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?

- Tengo que haberla dejado -contestó ella- allá arriba sobre mi

mesa.

- No dejéis de dármela muy pronto -dijo Barba Azul.

Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio

que traer la llave.

Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:

- ¿Por qué hay sangre en esta llave?

- No lo sé -respondió la mujer- pálida corno una muerta.

- No lo sabéis -repuso Barba Azul- pero yo sé muy bien. ¡Habéis tra-

tado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis

vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.

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Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón,

con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por

no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, pero Bar-

ba Azul tenía el corazón más duro que una roca.

- Hay que morir, señora -le dijo- y de inmediato.

- Puesto que voy a morir -respondió ella mirándolo con los ojos ba-

ñados de lágrimas-, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.

- Os doy medio cuarto de hora -replicó Barba Azul-, y ni un mo-

mento más.

Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:

- Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo

alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir

hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.

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La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le

gritaba de tanto en tanto:

- Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana respondía:

- No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le

gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:

- Baja pronto o subiré hasta allá.

- Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a

continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves

venir a nadie?

Y la hermana Ana respondía:

- No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

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- Baja ya -gritaba Barba Azul- o yo subiré.

- Voy en seguida -le respondía su mujer; y luego suplicaba-: Ana,

hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

- Veo -respondió la hermana Ana- una gran polvareda que viene

de este lado.

- ¿Son mis hermanos?

- ¡Ay, hermana, no! Es un rebaño de ovejas.

- ¿No piensas bajar? - Gritaba Barba Azul-.

- En un momento más -respondía su mujer- y en seguida clamaba:

Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

- Veo -respondió ella- a dos jinetes que vienen hacia acá.

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Pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! - Exclamó un

instante después-, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tan-

to como puedo para que se den prisa.

Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba.

La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y

enloquecida.

- Es inútil -dijo Barba Azul- hay que morir.

Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con

el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza.

La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfalleci-

dos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.

- No, no, -dijo él- encomiéndate a Dios-; y alzando su brazo...

En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba

Azul se detuvo bruscamente.

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Al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, co-

rrieron derecho hacia Barba Azul.

Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro

mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos her-

manos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que

pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas

y lo dejaron muerto.

La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía

fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.

Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa

pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar

a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde

hacía mucho tiempo.

Otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el

resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo

olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.

Fin18

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De Charles Perrault

Caperucita

Roja

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Caperucita RojaHabía una vez una niña muy lin-

da que vivía en el bosque con su

mamá, que le había hecho una

capa roja para protegerse del frío

y el viento. A la niña le gustaba

tanto la capuchita que la llevaba

a todas horas, por lo que todo

el mundo la llamaba Caperucita

Roja.

Un día, su abuelita que vivía al

otro lado del bosque se puso ma-

lita y su madre le pidió que le lle-

vase unos pasteles, frutas y miel.

- Querida hijita, llévale estos alimentos a la abuelita y sobre todo

no te apartes del camino, ya que en el bosque hay lobos y es muy

peligroso - le dijo.

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Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles. La fruta y la miel

y se puso en camino.

Caperucita tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la

abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba

con muchos amigos: los pájaros, las ardillas...

De repente se encontró al lobo delante de ella, que era muy muy

grande y con su voz ronca y temible le preguntó a Caperucita:

- Caperucita, Caperucita ¿ a dónde vas tu tan bonita?

- A casa de mi abuelita - le respondió Caperucita.

- Te reto a una carrera- le dijo el lobo - a ver quien llega antes a

casa de tu abuelita. Te daré ventaja, yo iré por el camino más lar-

go, tu puedes tomar este atajo.

- De acuerdo - dijo Caperucita - sin saber que el atajo era en reali-

dad un camino más largo.

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Caperucita se puso en camino atravesando el bosque, no haciendo

caso a su mamá y en un momento dado del camino se entretuvo

cogiendo flores.

-La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso

ramo de flores además de lo que hay en la cesta.- Pensó Caperucita.

Mientras tanto, el lobo se fue muy rápido y sin perder el tiempo a

casa de la abuelita, llamó a la puerta y la anciana le abrió pensan-

do que era Caperucita.

El lobo feroz devoró a la abuelita y se puso en la cama y se vistió

el camisón y el gorro rosa de la abuela.

Caperucita llegó contenta a la casa y al ver la puerta abierta en-

tro y se acercó a la cama y vio sorprendida que su abuela estaba

cambiada.

- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!

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- Son para verte mejor- dijo el lobo imitando la voz de la abuela.

- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!

- Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.

- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!

- Son para ¡comerte mejoooor! - Gritó el lobo abalanzándose sobre

Caperucita roja.

Caperucita comenzó a correr por la habitación gritando desesperada.

Mientras tanto, un cazador que en ese momento pasaba por allí,

escuchó los gritos de Caperucita y fue corriendo en su ayuda.

Entró en la casa y vio al lobo intentando devorarla. El cazador le dio

un golpe fuerte en la cabeza al lobo y cayó al suelo desmayado, sacó

su cuchillo rajó su vientre y saco a la abuelita que aún estaba viva.

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Para castigar al lobo malvado, el cazador le llenó el vientre de pie-

dras y luego lo volvió a cerrar.

Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed

y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras

pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto y

Caperucita roja había aprendido la lección.

Prometió a su abuelita no apartarse nunca del camino como le

había dicho su mamá y no hablar con ningún desconocido que se

encontrara en el camino.

Fin

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De los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm

El flautista

de Hamelín

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Hace mucho tiempo, había un

hermoso pueblo llamado Ha-

melín, rodeado de montañas y

prados, bañado por un lindo ria-

chuelo; un pueblo realmente her-

moso y tranquilo, en el cual sus

habitantes vivían felices.

Pero un día sucedió algo muy

extraño en el pueblo de Ha-

melín, todas las calles fueron

invadidas por miles de ratones

que merodeaban por todas par-

tes, arrasando con todo el grano

que había en los graneros y con toda la comida de sus habitantes.

Nadie acertaba a comprender el motivo de la invasión y, por más

que intentaban ahuyentar a los ratones, parecía que lo único que

conseguían era que acudiesen más y más ratones.

El flautista de Hamelín

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Ante la gravedad de la situación, los gobernantes de la ciudad, que

veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convo-

caron al Consejo y dijeron:

- Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones.

Pronto se presentó un joven flautista a quien nadie había visto

antes y les dijo:

- La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón

en Hamelín.

El joven cogió su flauta y empezó a pasear por las calles de Ha-

melín haciendo sonar una hermosa melodía que parecía encantar

a los ratones.

Poco a poco, todos los ratones empezaron a salir de sus escondrijos

y a seguirle mientras el flautista continuaba tocando, incansable,

su flauta.

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Caminando, caminando, el flautista se alejó de la ciudad hasta

llegar a un río, donde todos los ratones subieron a una balsa que

se perdió en la distancia.

Los hamelineses, al ver las calles de Hamelín libres de ratones, res-

piraron aliviados. ¡Por fin estaban tranquilos y podían volver a sus

negocios!

Estaban tan contentos que organizaron una fiesta olvidando que

había sido el joven flautista quien les había conseguido alejar los

ratones.

A la mañana siguiente, el joven volvió a Hamelín para recibir la

recompensa que habían prometido para quien les librara de los

ratones.

Pero los gobernantes, que eran muy codiciosos y solamente pen-

saban en sus propios bienes, no quisieron cumplir con su promesa:

- ¡Vete de nuestro pueblo! ¿Crees que te debemos pagar algo cuan-

do lo único que has hecho ha sido tocar la flauta? ¡Nosotros no te

debemos nada!

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El joven flautista se enojó mucho a causa de la avaricia y la ingra-

titud de aquellas personas y prometió que se vengaría.

Entonces, cogió la flauta con la que había hechizado a los ratones

y empezó a tocar una melodía muy dulce. Pero esta vez no fueron

los ratones los que siguieron insistentemente al flautista sino todos

y cada uno de los niños del pueblo.

Cogidos de la mano, sonriendo y sin hacer caso de los ruegos de

sus padres, siguieron al joven hasta las montañas, donde el flau-

tista les encerró en una cueva desconocida, repleta de juegos y

golosinas, a donde los niños entraron felices y contentos.

Cuando entraron todos los niños en la cueva, ésta se cerró, deján-

dolos para siempre atrapados en ella.

Entraron en la cueva todos los niños menos uno, un niño que iba

con muletas y no pudo alcanzarlos. Cuando el niño vio que la cue-

va se cerraba fue corriendo al pueblo a avisar a todos.

Toda la gente del pueblo corrió a la cueva para rescatar a los ni-

ños, pero jamás pudieron abrirla.

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Hamelín se convirtió en un pueblo triste, sin las risas y la alegría de

los niños; hasta las flores, que siempre tenían unos colores esplén-

didos, quedaron pálidas de tanta tristeza.

Los gobernantes de Hamelín junto al resto de habitantes del pue-

blo, buscaron al flautista para pagarle las cien monedas de oro y

pedirle perdón y que por favor les devolviese a sus niños.

Pero nunca lo encontraron y jamás pudieron recuperar a los niños.

A partir de aquél día los habitantes Hamelín dejaron de ser tan

ávaros y cumplieron siempre con sus promesas.

Fin

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De Charles Perrault

El gato

con botas

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Había una vez un molinero que

tenía tres hijos. A su muerte les

dejó, por toda herencia, un mo-

lino, un asno y un gato.

El reparto se hizo enseguida,

sin llamar al notario ni al pro-

curador, pues probablemente se

hubieran llevado todo el pobre

patrimonio.

Al hijo mayor le tocó el molino; al

segundo, el asno, y al más peque-

ño sólo le correspondió el gato.

Este último no se podía consolar

de haberle tocado tan poca cosa.

- Mis hermanos -se decía- podrán ganarse la vida honradamente jun-

tándose los dos; en cambio yo, en cuanto me haya comido el gato y

El gato con botas

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me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de hambre.

El gato, que estaba oyendo estas palabras, haciéndose el distraído,

le dijo con aire serio Y sosegado:

- No te aflijas en absoluto, mi amo, no tienes más que darme un

saco y hacerme un par de botas para ir por los zarzales, y ya verás

que tu herencia no es tan poca cosa como tú crees.

Aunque el amo del gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había visto

valerse de tantas estratagemas para cazar ratas y ratones, como

cuando se colgaba por sus patas traseras o se escondía en la ha-

rina haciéndose el muerto, que no perdió la esperanza de que lo

socorriera en su miseria.

En cuanto el gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamen-

te las botas, se echó el saco al hombro, cogió los cordones con sus

patas delanteras y se dirigió hacia un coto de caza en donde había

muchos conejos.

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Puso salvado y hierbas dentro del saco, se tendió en el suelo como

si estuviese muerto, y esperó que algún conejillo, poco conocedor

de las tretas de este mundo, viniera a meterse en el saco para co-

mer lo que en él había echado.

Apenas se hubo recostado, cuando tuvo la primera satisfacción; un

distraído conejillo entró en el saco. El gato tiró enseguida de los

cordones para atraparlo, y lo mató sin compasión.

Muy orgulloso de su presa, se dirigió hacia el palacio del Rey y pidió

que lo dejaran entrar para hablar con él. Le hicieron pasar a los apo-

sentos de Su Majestad y, después de hacer una gran reverencia al

Rey, le dijo:

- Majestad, aquí tenéis un conejo de campo que el señor marqués

de Carabás -que es el nombre que se le ocurrió dar a su amo- me

ha encargado ofreceros de su parte.

- Dile a tu amo -contestó el Rey- que se lo agradezco, y que me

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halaga en gran medida.

Otro día fue a esconderse en un trigal dejando también el saco

abierto; en cuanto dos perdices entraron en él, tiró de los cordones

y las cogió a las dos.

Enseguida fue a ofrecérselas al Rey, tal como había hecho con el

conejo de campo. Una vez más, el Rey se sintió halagado al recibir

las dos perdices, y ordenó que le dieran una propina.

Durante dos o tres meses el gato continuó llevando al Rey, de cuando

en cuando, las piezas que cazaba y le decía que lo enviaba su amo.

Un día se enteró que el Rey iba a salir de paseo por la ribera del río

con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y le dijo a su amo:

- Si sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más que

bañarte en el río en el lugar que yo te indique y luego déjame

hacer a mí.

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El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejaba, sin saber

con qué fines lo hacía. Mientras se bañaba, pasó por allí el Rey, y

el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

- ¡Socorro, socorro! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!

Al oír los gritos, el Rey se asomó por la ventanilla y, reconociendo

al gato que tantas piezas de caza le había llevado, ordenó a sus

guardias que fueran enseguida en auxilio del Marqués de Carabás.

Mientras sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la

carroza y le dijo al Rey que, mientras se bañaba su amo, habían

venido unos ladrones y se habían llevado sus ropas, a pesar de que

él gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda; el gato las había

escondido bajo una enorme piedra.

Al instante, el Rey ordenó a los encargados de su guardarropa que fueran

a buscar uno de sus más hermosos trajes para el marqués de Carabás.

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Page 43: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

El Rey le ofreció mil muestras de amistad y, como el hermoso traje

que acababan de darle realzaba su figura (pues era guapo y de

buena presencia), la hija del rey lo encontró muy de su agrado, de

modo que, en cuanto el marqués de Carabás le dirigió dos o tres

miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró loca-

mente de él.

El rey quiso que subiera a su carroza y que los acompañara en su

paseo. El gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar re-

sultado, se adelantó a ellos y, cuando encontró a unos campesinos

que segaban un campo, les dijo:

- Buenas gentes, si no decís al rey que el campo que estáis segan-

do pertenece al señor marqués de Carabás, seréis hechos picadillo

como carne de pastel.

Al pasar por allí, el rey no dejó de preguntar a los segadores que

de quién era el campo que estaban segando.

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Page 44: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

- Estos campos pertenecen al señor marqués de Carabás -respondie-

ron todos a la vez, pues la amenaza del gato los había asustado.

El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a

todos aquellos con quienes se encontraba, por lo que el rey estaba

asombrado de las grandes posesiones del marqués de Carabás.

Finalmente el Gato con botas llegó a un grandioso castillo, cuyo

dueño era un ogro, el más rico de todo el país, ya que todas las

tierras por donde el Rey había pasado dependían de aquel castillo.

El gato, que por supuesto se había informado de quién era aquel

ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él para presentarle sus

respetos, pues no quería pasar de largo sin haber tenido ese honor.

El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro y

lo invitó a descansar un rato.

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Page 45: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

- Me han dicho -dijo el gato- que tenéis la habilidad de poder con-

vertiros en cualquier clase de animal, que podéis transformaros en

león o en elefante, por ejemplo.

- Es cierto -dijo impulsivamente el ogro-, y os lo voy a demostrar

convirtiéndome ipso facto en un león.

El gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante de un

león y, con gran esfuerzo y dificultad, pues sus botas no valían para

andar por las tejas, se encaramó al alero del tejado.

Viendo luego el gato que el ogro había tomado otra vez su aspecto

normal, bajó del tejado confesando que había pasado mucho miedo

.

- También me han asegurado -dijo el gato- que sois capaz de conver-

tiros en un animal de pequeño tamaño, como una rata o un ratón,

aunque debo confesaros que esto sí que me parece del imposible.

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- ¿Imposible? - replicó el ogro- Lo veréis.

Y diciendo esto se transformó en un ratón que se puso a correr por

el suelo. El gato, en cuanto lo vio, se arrojó sobre él y se lo comió.

Mientras tanto el Rey, que pasó ante el hermoso castillo, decidió

entrar en él.

Inmediatamente el gato, que había oído el ruido de la carroza al

atravesar el puente levadizo, corrió a su encuentro y saludó al Rey:

- Sea bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de

Carabás.

- ¡Pero bueno, señor Marqués! - exclamó el Rey. ¿Este castillo tam-

bién es vuestro? ¡Qué belleza de patio! Y los edificios que lo rodean

son también magníficos. ¿Pasamos al interior?

El marqués de Carabás tomó de la mano a la Princesa y, siguiendo

al Rey, entraron en un majestuoso salón, donde los esperaban unos

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Page 47: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

exquisitos manjares que el ogro tenía preparados para obsequiar a

unos amigos suyos que habían de visitarlo ese mismo día, aunque

éstos no creyeron conveniente entrar al enterarse de que el Rey se

encontraba en el castillo.

El rey, al ver tantas riquezas del Marqués de Carabás, junto con

sus buenas cualidades, y conociendo que su hija estaba perdida-

mente enamorada del marqués, decidió casar a su hija con el joven

marqués, ya que a éste también se le veía beber los vientos por la

Princesa.

La boda se celebró inmediatamente, convirtiéndose de este modo

el hijo menor del molinero en un príncipe; y el gato, que se quedó

a vivir en el palacio junto con su amo, devino un gran señor, que

sólo corría ya detrás de los ratones para divertirse.

Y así, todos vivieron felices el resto de sus días.

Fin

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De Hans Christian Andersen

El soldadito

de plomo

Page 50: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

El soldadito de plomoHabía una vez veinticinco solda-

ditos de plomo, hermanos todos,

ya que los habían fundido en la

misma vieja cuchara.

Fusil al hombro y la mirada al

frente, así era como estaban,

con sus espléndidas guerreras

rojas y sus pantalones azules. Lo

primero que oyeron en su vida,

cuando se levantó la tapa de la

caja en que venían, fue:

- ¡Soldaditos de plomo!

Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas,

pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila so-

bre la mesa.

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Page 51: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de

uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna,

pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para

terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pier-

na como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien

vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros mu-

chos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndi-

do castillo de papel.

Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su in-

terior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo.

Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadan-

do, unos blancos cisnes de cera.

El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era

una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo.

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Page 52: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de

clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada

sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante

lentejuela tan grande como su cara.

La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes

que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el

soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como

él, sólo tenía una.

“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero

qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo

una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un

lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré

de conocerla.”

Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que es-

taba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela,

que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

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Page 53: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los reco-

gieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A

esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas,

peleándose y bailando.

Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel

alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no

consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mor-

tales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra.

Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y con-

tribuyó al escándalo con unos trinos en verso.

Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plo-

mo y la bailarina.

Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos

al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apar-

tar un solo instante de ella sus ojos.

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Page 54: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y

-¡crac!- se abrió la tapa de la caja de rapé. Más, ¿creen ustedes que

contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo

así como un muñeco de resorte.

- ¡Soldadito de plomo! - gritó el duende-. ¿Quieres hacerme el favor

de no mirar más a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

- Está bien, espera a mañana y verás -dijo el duende negro.

Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al solda-

dito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la

corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se

precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible.

Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y

con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

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Page 55: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero

aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encon-

trarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí estoy!", lo habrían

visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía

uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la

lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó,

pasaron dos muchachos por la calle.

- ¡Qué suerte! -exclamó uno-. ¡Aquí hay un soldadito de plomo!

Vamos a hacerlo navegar.

Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito

en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras

los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas.

“¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué

corriente tan fuerte había!”

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Page 56: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El bar-

quito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta

rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y

sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil

al hombro.

De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha

alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.

"Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el

duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera

aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces

más oscuro."

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía

en el túnel de la alcantarilla.

- ¿Dónde está tu pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver! ¡Enséñame

tu pasaporte!

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Page 57: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que

apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó ade-

lante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! Había que ver cómo re-

chinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que

pasaban por allí.

-¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado

el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de

plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acaba-

ba el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de

desanimar al más valiente de los hombres.

¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla,

el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peli-

groso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgar-

nos en un bote por una gigantesca catarata.

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Page 58: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el bar-

co se abalanzó al canal.

El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo;

nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio

dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; se hallaba

a punto de zozobrar.

El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y

más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua

se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste

pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua

canción resonó en sus oídos:

¡Adelante, guerrero valiente! ¡Adelante, te aguarda la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el

soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo

tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que

el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho.

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Page 59: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil

al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsio-

nes y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil.

Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó

todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:

- ¡Un soldadito de plomo!

El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se en-

contraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto

con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y

lo condujo a la sala.

Allí, todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se

dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la

menor importancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillo-

sas pueden ocurrir en esta vida!

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El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había

estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos

juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y

pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y

mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había

sido tan firme como él.

Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar

lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien

que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada;

pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arro-

jó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo;

era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido

a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un

calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor.

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Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese

afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos.

Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derre-

tía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una

puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló

como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito

de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció.

Poco después el soldadito se acabó de derretir.

Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo

encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la

bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora

negra como el carbón.

Fin

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De Hans Christian Andersen

La cerillera

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La cerillera¡Qué frío tan atroz! Caía la nieve,

y la noche se venía encima. Era

el día de Nochebuena. En medio

del frío y de la oscuridad, una

pobre niña pasó por la calle con

la cabeza y los pies desnuditos.

Tenía, en verdad, zapatos cuan-

do salió de su casa; pero no le

habían servido mucho tiempo.

Eran unas zapatillas enormes

que su madre ya había usado:

tan grandes, que la niña las per-

dió al apresurarse a atravesar la

calle para que no la pisasen los carruajes que iban en direcciones

opuestas.

La niña caminaba, pues, con los piececitos desnudos, que estaban rojos

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Page 65: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

y azules del frío; llevaba en el delantal, que era muy viejo, algunas doce-

nas de cajas de fósforos y tenía en la mano una de ellas como muestra.

Era muy mal día: ningún comprador se había presentado, y, por

consiguiente, la niña no había ganado ni un céntimo. Tenía mucha

hambre, mucho frío y muy mísero aspecto.

¡Pobre niña! Los copos de nieve se posaban en sus largos cabellos

rubios, que le caían en preciosos bucles sobre el cuello; pero no

pensaba en sus cabellos. Veía bullir las luces a través de las venta-

nas; el olor de los asados se percibía por todas partes.

Era el día de Nochebuena, y en esta festividad pensaba la infeliz

niña. Se sentó en una plazoleta, y se acurrucó en un rincón entre

dos casas. El frío se apoderaba de ella y entumecía sus miembros;

pero no se atrevía a presentarse en su casa.

Su madrastra la maltrataría, y, además, en su casa hacía también

mucho frío.

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Vivían bajo el tejado y el viento soplaba allí con furia, aunque las

mayores aberturas habían sido tapadas con paja y trapos viejos.

Sus manecitas estaban casi yertas de frío.

¡Ah! ¡Cuánto placer le causaría calentarse con una cerillita! ¡Si se

atreviera a sacar una sola de la caja, a frotarla en la pared y a

calentarse los dedos!

Sacó una. ¡Rich! ¡Cómo alumbraba y cómo ardía! Despedía una

llama clara y caliente como la de una velita cuando la rodeó con

su mano.

¡Qué luz tan hermosa!

Creía la niña que estaba sentada en una gran chimenea de hierro,

adornada con bolas y cubierta con una capa de latón reluciente.

¡Ardía el fuego allí de un modo tan hermoso! ¡Calentaba tan bien!

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Pero todo acaba en el mundo. La niña extendió sus piececillos para

calentarlos también; más la llama se apagó: ya no le quedaba a la

niña en la mano más que un pedacito de cerilla.

Frotó otra, que ardió y brilló como la primera; y allí donde la luz

cayó sobre la pared, se hizo tan transparente como una gasa.

La niña creyó ver una habitación en que la mesa estaba cubierta

por un blanco mantel resplandeciente con finas porcelanas, y sobre

el cual un pavo asado y relleno de trufas exhalaba un perfume

delicioso.

¡Oh sorpresa! ¡Oh felicidad!

De pronto tuvo la ilusión de que el ave saltaba de su plato sobre

el pavimento con el tenedor y el cuchillo clavados en la pechuga,

y rodaba hasta llegar a sus piececitos. Pero la segunda cerilla se

apagó, y no vio ante sí más que la pared impenetrable y fría.

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Page 68: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Encendió un nuevo fósforo: creyó entonces verse sentada cerca

de un magnífico nacimiento: era más rico y mayor que todos los

que había visto en aquellos días en el escaparate de los más ricos

comercios.

Mil luces ardían en los arbolillos; los pastores y zagalas parecían

moverse y sonreír a la niña. Ésta, embelesada, levantó entonces las

dos manos, y el fósforo se apagó.

Todas las luces del nacimiento se elevaron, y comprendió entonces

que no eran más que estrellas. Una de ellas pasó trazando una

línea de fuego en el cielo.

- Esto quiere decir que alguien ha muerto- pensó la niña; porque su

abuelita, que era la única que había sido buena para ella, pero que

ya no existía, le había dicho muchas veces:

- "Cuando cae una estrella, es que un alma sube hasta el trono de

Dios".

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Page 69: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Todavía frotó la niña otro fósforo en la pared, y creyó ver una gran

luz, en medio de la cual estaba su abuela en pie y con un aspecto

sublime y radiante.

- ¡Abuelita!- gritó la niña-. ¡Llévame contigo! ¡Cuando se apague el

fósforo, sé muy bien que ya no te veré más! ¡Desaparecerás como

la chimenea de hierro, como el ave asada y como el hermoso na-

cimiento!

Después se atrevió a frotar el resto de la caja, porque quería con-

servar la ilusión de que veía a su abuelita, y los fósforos esparcie-

ron una claridad vivísima.

Nunca la abuela le había parecido tan grande ni tan hermosa.

Cogió a la niña bajo el brazo, y las dos se elevaron en medio de

la luz hasta un sitio tan elevado, que allí no hacía frío, ni se sentía

hambre, ni tristeza: hasta el trono de Dios.

Cuando llegó el nuevo día seguía sentada la niña entre las dos

casas, con las mejillas rojas y la sonrisa en los labios.

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Page 70: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

¡Muerta, muerta de frío en la Nochebuena!

El sol iluminó a aquel tierno ser sentado allí con las cajas de ceri-

llas, de las cuales una había ardido por completo.

- ¡Ha querido calentarse la pobrecita!- dijo alguien.

Pero nadie pudo saber las hermosas cosas que había visto, ni en

medio de qué resplandor había entrado con su anciana abuela en

el reino de los cielos.

Fin

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Anónimo

La lechera

Page 74: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

La lecheraHace mucho tiempo, en una gran-

ja rodeada de animales, vivía la

joven Elisa.

Una mañana de verano se des-

pertó antes de lo acostumbrado.

¡Felicidades, Elisa! - le dijo su

madre -. Espero que hoy las va-

cas den mucha leche porque lue-

go irás a venderla al pueblo y

todo el dinero que te den por ella

será para ti. Ese será mi regalo

de cumpleaños.

¡Aquello sí que era una sorpresa!

¡Con razón pensaba Elisa que algo bueno iba a pasarle! Ella que

nunca había tenido dinero, iba a ser la dueña de todo lo que le die-

ran por la leche. ¡Y por si fuera poco, parecía que las vacas se habían

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Page 75: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

puesto también de acuerdo en felicitarla, porque aquel día daban

más leche que nunca!

Cuando tuvo un cántaro grande lleno hasta arriba de rica leche, la

lechera se puso en camino.

Había empezado a calcular lo que le darían por la leche cuando

oyó un carro del que tiraba un borriquillo. En él iba Lucía hacia el

pueblo para vender sus verduras.

- ¿Quieres venir conmigo en el carro? - le preguntó.

- Muchas gracias, pero no subo porque con los baches la leche

puede salirse y hoy lo que gane será para mí.

- ¡Fiuuu...! ¡vaya suerte! - exclamó Lucía -. Seguro que ya sabes en

lo que te lo vas a gastar.

Cuando se fue Lucía, Elisa se puso a pensar en las cosas que podría

comprarse con aquel dinero.

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Page 76: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

Ya sé lo que voy a comprar: ¡una cesta llena de huevos!

Esperaré a que salgan las pollitos, los cuidaré y alimentaré muy bien

y cuando crezcan se convertirán en hermosos gallos y gallinas.

Elisa se imaginaba ya las gallinas crecidas y hermosas y siguió

pensando qué haría después.

“Entonces iré a venderlos al mercado, y con el dinero que gane

comprará un cerdito, le daré muy bien de comer y todo el mundo

querrá comprarme el cerdo, así cuando lo venda, con el dinero que

saque, me comprará una ternera que dé mucha leche. ¡Qué mara-

villa! Será como si todos los días fuera mi cumpleaños y tuviera

dinero para gastar”.

Ya se imaginaba Elisa vendiendo su leche en el mercado y com-

prándose vestidos, zapatos y otras cosas.

Estaba tan contenta con sus fantasías que tropezó, sin darse cuen-

ta, con una rama que había en el suelo y el cántaro se rompió.

-¡Adiós a mis pollitos y a mis gallinas y a mi cerdito y a mi ternera!

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Page 77: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

¡Adiós a mis sueños de tener una granja!

No sólo he perdido la leche sino que el cántaro se ha roto. ¿Qué le

voy a decir a mi madre? ¡Todo esto me está bien empleado por ser

tan fantasiosa!

Y así es como acaba el cuento de la lechera. Sin embargo cuando

regresó a la granja le contó a su madre lo que había pasado. Su

madre era una madre muy comprensiva y le habló así:

- No te preocupes, hija, cuando yo tenía tu edad era igual de fan-

tasiosa que tú, pero gracias a eso empecé a hacer negocios pare-

cidos a los que tú te imaginabas y al final logré tener esta granja.

La imaginación es buena sí se acompaña de un poco de cuidado

con lo que haces.

Elisa aprendió mucho ese día y a partir de entonces tuvo cuidado

cuando su madre la mandaba al mercado.

Fin76

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De Charles Perrault

La Ratita

presumida

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La Ratita presumidaHabía una vez una ratita muy

presumida, que estaba barrien-

do la escalera y algo le llamó la

atención ¡era una moneda! Des-

pués de mucho pensarlo, decidió

que con esa moneda se compra-

ría un lazo rojo para ponerlo en

su rabito.

Al día siguiente, salió rumbo al

mercado con su moneda en el

bolsillo. Cuando llegó, pidió al

tendero que le vendiera un trozo

de su mejor cinta roja. La com-

pró y volvió a su casa. Al llegar

a su casita, se paró frente al espejo y se colocó el lacito en el rabo.

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Estaba tan bonita, que no podía dejar de mirarse. Salió al portal

para lucir su nuevo lazo y entonces se acercó un gallo y le dijo:

- Buenos días, Ratita. ¡Qué guapa que estás hoy!

- Gracias, señor Gallo.

- ¿Te casarías conmigo?

- No lo sé. ¿Cómo harás por las noches?

- ¡Quiquiriquí!- respondió el gallo.

- Contigo no me puedo casar. Ese ruido me despertaría.

Se marchó el gallo malhumorado.

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En eso llegó el perro:

- Pero, nunca me había dado cuenta de lo bonita que eres, Ratita.

¿Te quieres casar conmigo?

- Primero dime, ¿cómo haces por las noches?

- ¡Guauuu, guauuu!

- Contigo no me puedo casar, porque ese ruido me despertaría.

El perro se fue gruñendo y al rato apareció un burro que mirando

a la ratita le dijo:

- ¡Que bonita eres! ¿Te quieres casar conmigo?

- No lo se- le respondió la ratita - ¿cómo harías por las noches ?

- YyyyAAAAyyyaaaa

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- ¡Uy no!- dijo la ratita - con ese estruendo me despertarías.

Y el burro se fue cabizbajo por el camino.

Un ratoncito que vivía junto a la casa de la ratita, y siempre había

estado enamorado de ella, se animó y le dijo:

- ¡Buenos días, vecina! Siempre estás hermosa, pero hoy, mucho

más.

- Muy amable, pero no puedo hablar contigo, estoy muy ocupada.

El ratoncito se marchó cabizbajo. Al rato, pasó el señor Gato, que

le dijo:

- Buenos días, Ratita. ¡Qué linda que estás. ¿Te quieres casar con-

migo?

- Tal vez, pero, ¿cómo haces por las noches?

- ¡Miauu, miau!- contestó dulcemente el gato.

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- Contigo me casaré, pues con ese maullido me acariciarás.

El día de la boda, el gato invitó a la ratita a una comida para ce-

lebrar el matrimonio.

Mientras el gato preparaba el fuego, la ratita quiso ayudar y abrió

la canasta para sacar la comida. Con sorpresa vio que estaba va-

cía.

- ¿Dónde está la comida?- preguntó la Ratita.

- ¡La comida eres tú!- dijo el Gato enseñando sus colmillos.

Cuando el gato estaba a punto de comerse a Ratita, apareció Ra-

toncito, que los había seguido, pues no se fiaba del gato.

Tomó un palo encendido de la fogata y lo puso en la cola del gato,

que salió huyendo despavorido.

La Ratita estaba muy agradecida y el Ratoncito, muy nervioso le dijo:

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- Ratita, eres la más bonita. ¿Te quieres casar conmigo?

- Tal vez, pero, ¿cómo harás por las noches?

- ¿Por las noches? Dormir y callar. ¿Qué más?

- Entonces, contigo me quiero casar.

Así se casaron y fueron muy felices.

Fin

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De los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm

Los músicos

de Bremen

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Los músicos de BremenUn hombre tenía un burro que,

durante largos años, había estado

llevando sin descanso los sacos al

molino, pero cuyas fuerzas se iban

agotando, de tal manera que cada

día se iba haciendo menos apto

para el trabajo.

Entonces el amo pensó en desha-

cerse de él, pero el burro se dio

cuenta de que los vientos que so-

plaban por allí no le eran nada favorables, por lo que se escapó, dirigién-

dose hacia la ciudad de Bremen.

Allí, pensaba,podría ganarse la vida como músico callejero.

Después de recorrer un trecho, se encontró con un perro de caza

que estaba tumbado en medio del camino, y que jadeaba como si

estuviese cansado de correr.

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-¿Por qué jadeas de esa manera, cazadorcillo? -preguntó el burro.

-¡Ay de mí! -dijo el perro-, porque soy viejo y cada día estoy más

débil y, como tampoco sirvo ya para ir de caza, mi amo ha querido

matarme a palos; por eso decidí darme el bote. Pero ¿cómo voy a

ganarme ahora el pan?

-¿Sabes una cosa? -le dijo el burro-, yo voy a Bremen porque quiero

hacerme músico. Vente conmigo y haz lo mismo que yo; formare-

mos un buen dúo: yo tocaré el laúd y tú puedes tocar los timbales.

Al perro le gustó la idea y continuaron juntos el camino.

No habían andado mucho, cuando se encontraron con un gato que

estaba tumbado al lado del camino con cara avinagrada.

-Hola, ¿qué es lo que te pasa, viejo atusabigotes? -preguntó el burro.

-¿Quién puede estar contento cuando se está con el agua al cuello?

-contestó el gato-.

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Como voy haciéndome viejo y mis dientes ya no cortan como an-

tes, me gusta más estar detrás de la estufa ronroneando que cazar

ratones; por eso mi ama ha querido ahogarme. He conseguido

escapar, pero me va a resultar difícil salir adelante. ¿A dónde iré?

-Ven con nosotros a Bremen, tú sabes mucho de música nocturna,

y puedes dedicarte a la música callejera.

Al gato le pareció bien y se fue con ellos. Después, los tres fugiti-

vos pasaron por delante de una granja; sobre el portón de entrada

estaba el gallo y cantaba con todas sus fuerzas.

-Tus gritos le perforan a uno los tímpanos -dijo el burro-, ¿qué te pasa?

-Estoy pronosticando buen tiempo -dijo el gallo-, porque hoy es el

día de Nuestra Señora, cuando lavó las camisitas del Niño Jesús y

las puso a secar. Pero como mañana es domingo y vienen invita-

dos, el ama, que no tiene compasión, ha dicho a la cocinera que

me quiere comer en la sopa. Y tengo que dejar que esta noche me

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corten la cabeza. Por eso aprovecho para gritar hasta desgañitar-

me, mientras pueda.

-Pero qué dices, cabezaroja -dijo el burro-, mejor será que te vengas

con nosotros a Bremen. En cualquier parte se puede encontrar algo

mejor que la muerte. Tú tienes buena voz y si vienes con nosotros

para hacer música, seguro que el resultado será sorprendente.

Al gallo le gustó la proposición, y los cuatro siguieron el camino

juntos.

Pero Bremen estaba lejos y no podían hacer el viaje en un sólo día.

Por la noche llegaron a un bosque en el que decidieron quedarse

hasta el día siguiente.

El burro y el perro se tumbaron bajo un gran árbol, mientras que

el gato y el gallo se colocaron en las ramas. El gallo voló hasta lo

más alto, porque aquél era el sitio donde se encontraba más segu-

ro. Antes de echarse a dormir, el gallo miró hacia los cuatro puntos

cardinales y le pareció ver una lucecita que brillaba a lo lejos.

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Entonces gritó a sus compañeros que debía de haber una casa muy

cerca de donde se encontraban.

Y el burro dijo:

-Levantémonos y vayamos hacia allá, pues no estamos en muy

buena posada.

El perro opinó que un par de huesos con algo de carne no le ven-

drían nada mal. Así que se pusieron en camino hacia el lugar de

donde venía la luz.

Pronto la vieron brillar con más claridad, y poco a poco se fue

haciendo cada vez más grande, hasta que al fin llegaron ante una

guarida de ladrones muy bien iluminada. El burro, que era el más

grande, se acercó a la ventana y miró hacia el interior.

-¿Qué ves, jamelgo gris? -preguntó el gallo.

-¿Que qué veo? -contestó el burro-, pues una mesa puesta, con buena

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comida y mejor bebida, y a unos ladrones sentados a su alrededor

que se dan la gran vida.

-Eso no nos vendría mal a nosotros -dijo el gallo.

-Sí, sí, ¡ojalá estuviéramos ahí dentro! -dijo el burro.

Entonces se pusieron los animales a deliberar sobre el modo de hacer

salir a los ladrones; y al fin hallaron un medio para conseguirlo.

El burro tendría que alzar sus patas delanteras hasta el alféizar de

la ventana; luego el perro saltaría sobre el lomo del burro; el gato

treparía sobre el perro, y, por último, el gallo volaría hasta ponerse

en la cabeza del gato.

Una vez hecho esto, y a una señal convenida, empezaron los cuatro

juntos a cantar. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba

y el gallo cantaba. Luego se arrojaron por la ventana al interior de

la habitación rompiendo los cristales con gran estruendo.

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Al oír tan tremenda algarabía, los ladrones se sobresaltaron y, cre-

yendo que se trataba de un fantasma, huyeron despavoridos hacia

el bosque. Entonces los cuatro compañeros se sentaron a la mesa,

dándose por satisfechos con lo que les habían dejado los ladrones,

y comieron como si tuvieran hambre muy atrasada.

Cuando acabaron de comer, los cuatro músicos apagaron la luz y

se dedicaron a buscar un rincón para dormir, cada uno según su

costumbre y su gusto.

El burro se tendió sobre el estiércol; el perro se echó detrás de la

puerta; el gato se acurrucó sobre la cocina, junto a las calientes

cenizas, y el gallo se colocó en la vigueta más alta.

Y, como estaban cansados por el largo camino, se durmieron ense-

guida.

Pasada la medianoche, cuando los ladrones vieron desde lejos que

en la casa no brillaba ninguna luz y todo parecía estar tranquilo,

dijo el cabecilla:

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-No deberíamos habernos dejado intimidar.

Y ordenó a uno de los ladrones que entrara en la casa y la ins-

peccionara. El enviado lo encontró todo tranquilo. Fue a la cocina

para encender una luz y, como los ojos del gato centelleaban como

dos ascuas, le parecieron brasas y les acercó una cerilla para en-

cenderla. Mas el gato, que no era amigo de bromas, le saltó a la

cara, le escupió y le arañó.

Entonces el ladrón, aterrorizado, echó a correr y quiso salir por la

puerta trasera. Pero el perro, que estaba tumbado allí, dio un salto

y le mordió la pierna. Y cuando el ladrón pasó junto al estiércol al

atravesar el patio, el burro le dio una buena coz con las patas trase-

ras. Y el gallo, al que el ruido había espabilado, gritó desde su viga:

-¡Kikirikí!

Entonces el ladrón echó a correr con todas sus fuerzas hasta llegar

donde estaba el cabecilla de la banda. Y le dijo:

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-¡Ay! En la casa se encuentra una bruja horrible que me ha echa-

do el aliento y con sus largos dedos me ha arañado la cara. En la

puerta está un hombre con un cuchillo y me lo ha clavado en la

pierna. En el patio hay un monstruo negro que me ha golpeado con

un garrote de madera. Y arriba, en el tejado, está sentado el juez,

que gritaba: «¡Traedme aquí a ese tunante!».

Entonces salí huyendo.

Desde ese momento los ladrones no se atrevieron a volver a la

casa, pero los cuatro músicos de Bremen se encontraron tan a gus-

to en ella que no quisieron abandonarla nunca más.

Y el último que contó esta historia, todavía tiene la boca seca.

Fin

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Anónimo

Los tres

cerditos

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Había una vez tres cerditos que

eran hermanos y se fueron por

el mundo a conseguir fortuna. El

más grande les dijo a sus her-

manos que sería bueno que se

pusieran a construir sus propias

casas para estar protegidos. A

los otros dos les pareció una

buena idea, y se pusieron manos

a la obra, cada uno construyó

su casita.

- La mía será de paja - dijo el

más pequeño-, la paja es blanda

y se puede sujetar con facilidad. Terminaré muy pronto y podré ir

a jugar.

El hermano mediano decidió que su casa sería de madera:

Los tres cerditos

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- Puedo encontrar un montón de madera por los alrededores - expli-

có a sus hermanos, - Construiré mi casa en un santiamén con todos

estos troncos y me iré también a jugar.

El mayor decidió construir su casa con ladrillos.

- Aunque me cueste mucho esfuerzo, será muy fuerte y resistente, y

dentro estaré a salvo del lobo. Le pondré una chimenea para asar

las bellotas y hacer caldo de zanahorias.

Cuando las tres casitas estuvieron terminadas, los cerditos can-

taban y bailaban en la puerta, felices por haber acabado con el

problema:

- ¡Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo!

- ¡Quién teme al lobo feroz, al lobo feroz!

Detrás de un árbol grande apareció el lobo, rugiendo de hambre y

gritando:

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- Cerditos, ¡me los voy a comer!

Cada uno se escondió en su

casa, pensando que estaban a

salvo, pero el lobo feroz se en-

caminó a la casita de paja del

hermano pequeño y en la puerta

aulló:

- ¡Cerdito, ábreme la puerta!

- No, no, no, no te voy a abrir.

- Pues si no me abres... ¡Soplaré

y soplaré y la casita derribaré!

Y sopló con todas sus fuerzas, sopló y sopló y la casita de paja se

vino abajo. El cerdito pequeño corrió lo más rápido que pudo y

entró en la casa de madera del hermano mediano.

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Page 103: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

- ¡Quién teme al lobo feroz, al lobo feroz! - cantaban desde dentro

los cerditos.

De nuevo el Lobo, más enfurecido que antes al sentirse engañado,

se colocó delante de la puerta y comenzó a soplar y soplar gru-

ñendo:

- ¡Cerditos, abridme la puerta!

- No, no, no, no te vamos a abrir.

- Pues si no me abrís... ¡Soplaré y soplaré y la casita derribaré!

La madera crujió, y las paredes cayeron y los dos cerditos corrieron

a refugiarse en la casa de ladrillo de su hermano mayor.

- ¡Quién teme al lobo feroz, al lobo feroz! - cantaban desde dentro

los cerditos.

El lobo estaba realmente enfadado y hambriento, y ahora deseaba

comerse a los tres cerditos más que nunca, y frente a la puerta dijo:

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- ¡Cerditos, abridme la puerta!

- No, no, no, no te vamos a abrir.

- Pues si no me abrís... ¡Soplaré

y soplaré y la casita derribaré!

Y se puso a soplar tan fuerte

como el viento de invierno. So-

pló y sopló, pero la casita de

ladrillos era muy resistente y

no conseguía derribarla. Deci-

dió trepar por la pared y entrar

por la chimenea. Se deslizó ha-

cia abajo... Y cayó en el caldero

donde el cerdito mayor estaba hirviendo sopa de nabos.

Escaldado y con el estómago vacío salió huyendo hacia el lago.

Los cerditos no lo volvieron a ver.

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El mayor de ellos regañó a los otros dos por haber sido tan perezo-

sos y poner en peligro sus propias vidas, y si algún día vais por el

bosque y veis tres cerdos, sabréis que son los tres cerditos porque

les gusta cantar:

- ¡Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo!

- ¡Quién teme al lobo Feroz, al lobo feroz!

Fin

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De James Matthew Barrie

Peter Pan

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Peter PanHabía una vez una niña muy

buena llamada Wendy, que tenía

tres hermanitos, y para que éstos

se durmieran solía contarles his-

torias muy bonitas.

La noche en que comienza nues-

tro cuento les contaba las aven-

turas de Peter Pan.

- Y siempre está haciendo bue-

nas obras, y sabe volar, y le

acompaña Campanita, que es

una niña con alas de mariposa,

tan pequeña que cabe en la pal-

ma de la mano, y además vive

en un país maravilloso, que se llama la isla de Nunca Jamás.

- ¡Ay Wendy! Cuánto me gustaría poder viajar con él y no

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tenerme que dormir ahora, y mañana madrugar para ir al co-

legio.

- Y a mi también...yo no quiero estar aquí.

- Pero ¡será posible que todavía estéis despiertos, vamos todos a

la cama!, y tú Wendy, por favor, no les cuentes más cosas. ¡Ala,

buenas noches, un beso a los cuatro y a dormir!

- Buenas noches papaíto.

- Oíd, ¿Estáis viendo lo que veo yo? Hay alguien en la ventana.....

Si son Peter Pan y Campanita...

-Hola a todos, he oído que no queríais dormir y que os gustaría

visitar con nosotros la isla de Nunca Jamás.

- ¡Sí! ¡Sí!

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- Muy bien. Campanita, échales un poquito de tu polvo mágico.

Y Campanita, la niña mariposa, sacudió un poco sus alas, y en un

instante los niños se encontraban volando junto a ella y a Peter Pan.

- ¡Mirad, mirad que pequeñita se ve nuestra casa desde el aire!

- Pues yo veo por allí acercarse una isla... ¡Uy, qué bonita!

-Esa es la isla de Nunca Jamás. En cuanto aterricemos, Campanita,

llevas a los niños al árbol de la alegría, mientras yo voy a dar una

vuelta por los alrededores del barco del capitán Garfio por si ha

hecho alguna de las suyas.

-Está bien Peter Pan.

Peter Pan, nada más llegar, se acercó a vigilar la goleta del capitán

Garfio. Éste era un pirata malísimo y gran enemigo de Peter Pan,

desde que por su culpa, según contaba él, le había comido una

mano un cocodrilo que siempre le perseguía.

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En lugar de la mano, llevaba un

garfio, y por eso le llamaban así.

Cuando Peter Pan avistó el bar-

co, enseguida comprendió que

algo extraño ocurría, se acercó

un poco más y lo que vio lo lle-

nó de asombro.

- ¡Dios mío, ha raptado a Flor

Silvestre, la princesa india! Se-

guramente querrá sonsacarle

donde está mi escondite. Iré in-

mediatamente a rescatarla del

garfio de ese tunante.

- ¡Atención se acerca Peter Pan! ¡Socorro!

- ¡Al ataque! ¡Socorro!

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- ¡Vamos! ¡Acabemos con él!

- Dejádmelo a mí, yo lo atraparé. ¡No te escaparás Peter Pan!

El capitán Garfio lanzó un terrible mandoble sobre Peter Pan, pero

éste lo esquivó y en un momento desarmó al malvado pirata.

- ¡Tú si que estás listo, quieto!, si das un paso más caerás al agua

y allí está tu amiguito el cocodrilo esperándote. Vamos ríndete.

-Me rindo, me rindo ¡Maldita sea!

Entonces Peter Pan, tomó en sus brazos a la princesa india y se ale-

jó volando del barco de los piratas para llevarla a su campamento.

La princesa y su padre, el gran jefe, agradecieron tanto lo que ha-

bía hecho, que lo invitaron a él y a sus amiguitos a una gran fiesta

en el poblado.

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- Después de esta fiesta os mostraré la isla, ¿eh Wendy, qué os

parece?

- Estupendo, gracias Peter Pan.

- Vives en un país maravilloso.

Y así fue, fueron todos juntos a recorrer la isla. Comían sus frutos,

se bañaban en sus playas, y jugaban cuanto querían.

Todos lo pasaban sensacional, menos Campanita, que estaba toda

enfurruñada porque tenía celos de Wendy.

- Desde que han venido los niños sólo tiene ojos para Wendy, y a mi

no me hace caso, ¡qué desgraciada soy!

Tanto lloraba y tan clara se oía su voz por el bosque que su pena

llegó a oídos del Capitán Garfio, y éste decidió raptarla, para ver si

por rabia, le decía donde podría encontrar a Peter Pan.

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- ¡Id ahora mismo, tú “ojo oblicuo” y “tú poco pelo” a raptar a

Campanita, y que no se haga de

noche sin que hayáis cumplido

mi orden! ¿Entendido?.

-Sí, sí jefe, seguro que la traere-

mos.

Mucho trabajo les costó a “ojo

oblicuo” y “poco pelo” capturar

a Campanita que volaba muy

bien. Pero en un momento de

descuido se hicieron con ella uti-

lizando un cazamariposas.

Enseguida se la llevaron al capi-

tán que se puso contentísimo al verla.

- ¡Jajaja, jajaja! Aquí tenemos a Campanita bien agarradita... jajaja. Me

han dicho que últimamente Peter Pan no te hace mucho caso ¿verdad?

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- Pues no mucho la verdad. Como está enseñando la isla de Nunca

Jamás a los niños...

-Pues ¿sabes una cosa Campanita? Eso puedo yo arreglarlo, si tú

me dices dónde vive Peter Pan, yo te prometo separar a los niños

de él... jajaja.

- Pero ¿promete usted también no hacer daño a Peter Pan, Capitán

Garfio?

- Claro querida Campanita. Prometo no hacerle daño yo personal-

mente.

-Bueno siendo así, el escondite de Peter Pan es en el árbol de la

alegría, mire en este mapa de la isla, ¿ve? Aquí.

El Capitán Garfio dio un salto entusiasmado, y metiendo a Cam-

panita en un farol para que no pudiera escapar, se puso a dar

órdenes a sus hombres:

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-Tú “poco pelo” vas a ir inmediatamente al árbol de la alegría y

dejas allí este paquete. Ten mucho cuidado que es una bomba que

estallará a las 12 en punto. Así que vete rápidamente, ¡vamos,

vamos!

Eran las 11 y media cuando “poco pelo” depositó el paquete en

casa de Peter Pan. A las doce menos cuarto, llegó éste con los ni-

ños y al ver el paquete lo cogió y leyó en él: “No abrir hasta las

doce en punto” y firmaba Campanita.

-Vaya, un regalo de Campanita, parece que suena algo dentro.

Ahhhh, me da la impresión de que es un reloj, ¡qué bien!, pero

hasta las 12 no puedo abrirlo, esperaré.

Mientras tanto, Campanita, que había oído toda la terrible maqui-

nación del Capitán Garfio contra Peter Pan, estaba nerviosísima,

intentando salir del farol donde la había encerrado el pirata.

- Tengo que avisar a Peter Pan, si no salgo de aquí estallará la

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bomba y morirán todos. Tengo que escapar como sea.

Tanta era su desesperación que rompió el farol y voló tan rápido

como pudo hacia el árbol de la alegría.

Faltaban sólo unos segundos para las doce. Campanita se lanzó

en picado hacia el paquete que Peter Pan sostenía en sus manos y

arrebatándoselo lo lanzó todo lejos que pudo.

- Pero Campanita, ¿qué ocurre, por qué has hecho eso? ¿Por qué

ha explotado el paquete como una bomba? No entiendo nada.

- Era todo un plan para mataros, era una bomba de verdad, prepa-

rada por el Capitán Garfio que me raptó. Yo por celos de Wendy le

dije donde vivías. Por favor, Peter Pan, te pido que me perdones,

he podido mataros a todos.

- ¡Claro que estás perdonada! Si no es por tu rapidez, no sé lo qué hu-

biera pasado. Ahora hay que ir y darle su medicina al Capitán Garfio.

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En un instante se plantó Peter Pan en el barco de los piratas y se

los encontró a todos cantando:

- Ahora podremos hacer muchísimas más fechorías, porque el tema

de Peter Pan ha pasado a mejor vida.

- ¡Atención, se acerca Peter Pan!

- ¡Eh, maldición, está vivo, a él, piratas, no lo dejéis escapar!

Esta vez, Peter Pan, luchaba con la fuerza de un ejército entero, y

especialmente luchaba contra el Capitán Garfio que estaba empe-

ñado en empujarlo hacia el agua, donde esperaba el cocodrilo con

su enorme boca abierta.

- ¡Ah! Peter Pan, esta vez acabaré contigo ¡ya estoy harto de que

me estropees todos mis planes!

Estaba diciendo esto cuando tropezó con una soga y cayó al agua.

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Page 119: Traducción: Miguel Carroll Pau 2ª Edición...Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres. Barba Azul,

-¡Socorro, socorro! ¡Auxilio! ¡Ah! ¡Que me come el cocodrilo!

Y efectivamente, el cocodrilo que estaba esperando la primera oca-

sión no tardó ni un segundo en merendarse al Capitán con garfio

y todo. Los piratas, al ver esto, se rieron.

- Por favor, Peter Pan, no nos hagas nada a nosotros. Perdónanos y

te prometemos cambiar de vida y ser buenos de ahora en adelante.

- Está bien, así sea. Y los piratas se marcharon y no volvieron a

hacer de las suyas.

Peter Pan se reunió con los niños, y todos decidieron volver a su

casa para que sus padres no se preocuparan por la tardanza.

Así lo hicieron, pero había sido una aventura tan bonita la que

vivieron con Peter Pan, que nunca la olvidaron en su vida, así que

se la contaron a sus hijos cuando los tuvieron, y éstos a sus hijos,

y éstos a los suyos, y éstos a los suyos.

Fin118

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De Charles Perrault

Pulgarcito

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PulgarcitoHabía una vez un pobre campesino. Una no-

che se encontraba sentado, atizando el fue-

go, y su esposa hilaba sentada junto a él,

a la vez que lamentaban el hallarse en un

hogar sin niños.

- ¡Qué triste es que no tengamos hijos! -dijo

él-. En esta casa siempre hay silencio, mien-

tras que en los demás hogares todo es ale-

gría y bullicio de criaturas.

- ¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuvié-

ramos uno, aunque fuera muy pequeño y no mayor que el pulgar,

seríamos felices y lo amaríamos con todo el corazón.

Y ocurrió que el deseo se cumplió. Resultó que al poco tiempo la mujer

se sintió enferma y, después de siete meses, trajo al mundo un niño

bien proporcionado en todo, pero no más grande que un dedo pulgar.

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- Es tal como lo habíamos deseado -dijo-. Va a ser nuestro querido

hijo, nuestro pequeño.

Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaban

la comida, pero el niño no crecía y se quedó tal como era cuando

nació.

Sin embargo, tenía ojos muy vivos y pronto dio muestras de ser

muy inteligente, logrando todo lo que se proponía.

Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña.

- Ojalá tuviera a alguien para conducir la carreta - dijo en voz baja-.

- ¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito-. ¡Yo me haré cargo! ¡Cuenta con-

migo! La carreta llegará a tiempo al bosque.

El hombre se echó a reír y dijo:

- ¿Cómo podría ser eso? Eres muy pequeño para conducir el caba-

llo con las riendas.

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- ¡Eso no importa, padre! Tan pronto como mi madre lo enganche,

yo me pondré en la oreja del caballo y le gritaré por dónde debe ir.

- ¡Está bien! -contestó el padre-. Probaremos una vez.

Cuando llegó la hora, la madre enganchó la carreta y colocó a Pul-

garcito en la oreja del caballo, donde el pequeño se puso a gritarle

por dónde debía ir, tan pronto con “¡Hejjj!”, como un “¡Arre!”.

Todo fue tan bien como con un conductor y la carreta fue derecho

hasta el bosque.

Sucedió que, justo en el momento que rodeaba un matorral y que el

pequeño iba gritando “¡Arre! ¡Arre!”, dos extraños pasaban por ahí.

- ¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? La carreta rueda,

alguien conduce el caballo y sin embargo no se ve a nadie.

- Todo es muy extraño -asintió el otro-. Seguiremos la carreta para

ver en dónde se para.

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La carreta se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio sonde es-

taba la leña cortada. Cuando Pulgarcito divisó a su padre, le gritó:

- Ya ves, padre, ya llegué con la carreta. Ahora, bájame del caballo.

El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha

sacó a su hijo de la oreja del caballo, quien feliz se sentó sobre la

hierba. Cuando los dos extraños divisaron a Pulgarcito quedaron

tan sorprendidos que no supieron qué decir.

Uno y otro se escondieron y se dijeron entre ellos:

- Oye, ese pequeño valiente bien podría hacer nuestra fortuna si lo

exhibimos en la ciudad a cambio de dinero. Debemos comprarlo.

Se dirigieron al campesino y le dijeron:

- Véndenos ese hombrecito; estará muy bien con nosotros.

- No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería por

todo el oro del mundo.

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Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito se trepó por los pliegues de

las ropas de su padre, se colocó sobre su hombro y le dijo al oído:

- Padre, véndeme; sabré cómo regresar a casa.

Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una

buena cantidad de dinero.

- ¿En dónde quieres sentarte? -le preguntaron.

- ¡Ah!, pónganme sobre el ala de su sombrero; ahí podré pasearme

a lo largo y a lo ancho, disfrutando del paisaje y no me caeré.

Cumplieron su deseo, y cuando Pulgarcito se hubo despedido de su

padre se pusieron todos en camino. Viajaron hasta que anocheció

y Pulgarcito dijo:

- Bájenme al suelo, tengo necesidad.

- No, quédate ahí arriba —le contestó el que lo llevaba en su cabeza-.

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No me importa. Las aves también me dejan caer a menudo algo

encima.

- ¡No! -respondió Pulgarcito—, sé lo que les conviene. Bájenme rá-

pido. El hombre tomó de su sombrero a Pulgarcito y lo posó en un

campo al borde del camino. Por un momento dio saltitos entre los

terrones de tierra y, de repente, enfiló hacia un agujero de ratón

que había localizado.

- ¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó en tono burlón.

Acudieron prontamente y rebuscaron con sus bastones en la madri-

guera del ratón, pero su esfuerzo fue inútil.

Pulgarcito se introducía cada vez más profundo y como la oscu-

ridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar,

burlados y con la bolsa vacía. Cuando Pulgarcito se dio cuenta de

que se habían marchado, salió de su escondite.

“Es peligroso atravesar estos campos de noche, cuando más peli-

gros acechan”, pensó. “Se puede uno fácilmente caer o lastimar”.

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Felizmente, encontró una concha vacía de caracol.

- ¡Gracias a Dios! -exclamó-, ahí dentro podré pasar la noche con

tranquilidad; y ahí se introdujo.

Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó pa-

sar a dos hombres, uno de ellos decía:

- ¿Cómo haremos para robarle al cura adinerado todo su oro y su

dinero?

- ¡Yo bien podría decírtelo! —se puso a gritar Pulgarcito.

- ¿Qué es esto? -dijo uno de los espantados ladrones, he oído ha-

blar a alguien.

Pararon para escuchar y Pulgarcito insistió:

- Llévenme con ustedes, yo los ayudaré.

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- ¿Dónde estás?

- Busquen aquí, en el piso; fíjense de dónde viene la voz -contestó.

Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron

.

- A ver, pequeño valiente, ¿cómo pretendes ayudarnos?

- ¡Eh!, yo me deslizaré entre los barrotes de la ventana de la habi-

tación del cura y les iré pasando todo cuanto quieran.

- ¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.

Cuando llegaron a la casa, Pulgarcito se deslizó en la habitación y

se puso a gritar con todas sus fuerzas.

- ¿Quieren todo lo que hay aquí?

Los ladrones se estremecieron y le dijeron:

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- Baja la voz para no despertar a nadie.

Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:

- ¿Qué quieren? ¿Les hace falta todo lo que aquí?

La cocinera, quien dormía en la habitación de al lado, oyó estos

gritos, se irguió en su cama y escuchó, pero los ladrones asustados

se habían alejado un poco.

Por fin recobraron el valor diciéndose:

- Ese hombrecito quiere burlarse de nosotros.

Regresaron y le cuchichearon:

-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.

Entonces, Pulgarcito se puso a gritar con todas sus fuerzas:

- Sí, quiero darles todo: introduzcan sus manos.

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La cocinera, que ahora sí oyó perfectamente, saltó de su cama y

se acercó ruidosamente a la puerta. Los ladrones, atemorizados,

huyeron como si llevasen el diablo tras de sí, y la criada, que no

distinguía nada, fue a encender una vela.

Cuando volvió, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido

en el granero. La sirvienta, después de haber inspeccionado en to-

dos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama

y supuso que había soñado con ojos y orejas abiertos.

Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lu-

garcito para dormir. Quería descansar ahí hasta que amaneciera y

después volver con sus padres, pero aún le faltaba ver otras cosas,

antes de poder estar feliz en su hogar.

Como de costumbre, la criada se levantó al despuntar el día para

darles de comer a los animales. Fue primero al granero, y de ahí

tomó una brazada de paja, justamente de la pila en donde Pulgar-

cito estaba dormido.

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Dormía tan profundamente que no se dio cuenta de nada y no

despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que había tragado

la paja.

- ¡Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo pude caer en este molino triturador?

Pronto comprendió en dónde se encontraba. Tuvo buen cuidado de

no aventurarse entre los dientes, que lo hubieran aplastado; mas

no pudo evitar resbalar hasta el estómago.

- He aquí una pequeña habitación a la que se omitió ponerle venta-

nas -se dijo-. Y no entra el sol y tampoco es fácil procurarse una luz.

Esta morada no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente

entraba más paja por la puerta y que el espacio iba reduciéndose

más y más. Entonces, angustiado, decidió gritar con todas sus

fuerzas:

- ¡Ya no me envíen más paja! ¡Ya no me envíen más paja!

La criada estaba ordeñando a la vaca y cuando oyó hablar sin

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ver a nadie, reconoció que era la misma voz que había escuchado

por la noche, y se sobresaltó tanto que resbaló de su taburete y

derramó toda la leche. Corrió a toda prisa donde se encontraba el

amo y él gritó:

- ¡Ay, Dios mío! ¡Señor cura, la vaca ha hablado!

- ¡Está loca! -respondió el cura, quien se dirigió al establo a ver de

qué se trataba.

Apenas cruzó el umbral cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:

- ¡Ya no me enviéis más paja! ¡Ya no me enviéis más paja!

Ante esto, el mismo cura tuvo miedo, suponiendo que era obra del

diablo y ordenó que se matara a la vaca.

Entonces se sacrificó a la vaca; solamente el estómago, donde es-

taba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero.

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Pulgarcito intentó por todos los medios salir de ahí, pero en el ins-

tante en que empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva

desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por ahí, se tra-

gó el estómago de un solo bocado.

Pulgarcito no perdió ánimo. “Quizá encuentre un medio de poner-

me de acuerdo con el lobo”, pensaba.

Y, desde el fondo de su panza, su puso a gritarle:

- ¡Querido lobo, yo sé de un festín que te vendría mucho mejor!

- ¿Dónde hay que ir a buscarlo? -contestó el lobo.

- En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la

cocina y ahí encontrarás pastel, tocino, salchichas, tanto como tú

desees comer.

Le describió minuciosamente la casa de sus padres. El lobo no ne-

cesitó que se lo dijeran dos veces.

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Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa,

disfrutó todo con enorme placer.

Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que

ya no podía usar el mismo camino. Pulgarcito, que ya contaba con

que eso pasaría, comenzó a hacer un enorme escándalo dentro del

vientre del lobo.

- ¡Te quieres estar quieto! -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo

el mundo.

- ¡Tanto peor para ti! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado ya?

Yo también quiero divertirme.

Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. A fuerza de gri-

tar, despertó a su padre y a su madre, quienes corrieron hacia la

habitación y miraron por las rendijas de la puerta.

Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la

mujer la hoz.

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- Quédate detrás de mí -dijo el hombre cuando entraron en el cuarto-.

Cuando le haya dado un golpe, si acaso no ha muerto, le pegarás

con la hoz y le desgarrarás el cuerpo.

Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:

- ¡Querido padre, estoy aquí! ¡aquí, en la barriga del lobo!

- ¡Al fin! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!

Le indicó a su mujer que soltara la hoz, por temor a lastimar a Pul-

garcito. Entonces, se adelantó y le dio al lobo un golpe tan violento

en la cabeza que éste cayó muerto. Después fueron a buscar un

cuchillo y unas tijeras, le abrieron el vientre y sacaron al pequeño.

- ¡Qué suerte! - dijo el padre-. ¡Qué preocupados estábamos por ti!

- ¡Si, padre, he vivido mil desventuras! ¡Por fin, puedo respirar el

aire libre!

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- Pues, ¿dónde te metiste?

- ¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el vientre de una

vaca y dentro de la panza de un lobo. Ahora, me quedaré a vuestro lado.

- Y nosotros no te volveríamos a vender, aunque nos diesen todos los

tesoros del mundo.

Abrazaron y besaron con mucha ternura a su querido Pulgarcito,

le sirvieron de comer y de beber, y lo bañaron y le pusieron ropas

nuevas, pues las que llevaba mostraban los rastros de las peripe-

cias de su accidentado viaje.

Fin

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Las mil y una noches

Simbad el

marino

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Simbad el marinoHace muchos, muchísimos años,

en la ciudad de Bagdag vivía un

joven llamado Simbad. Era muy

pobre y, para ganarse la vida,

se veía obligado a transportar

pesados fardos, por lo que se le

conocía como Simbad el Carga-

dor.

- ¡Pobre de mí! -se lamentaba-

¡qué triste suerte la mía!

Quiso el destino que sus quejas

fueran oídas por el dueño de una

hermosa casa, el cual ordenó a

un criado que hiciera entrar al joven.

A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Carga-

dor fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones.

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En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas

viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas

varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de

la siguiente manera:

- Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil.

Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...

Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable, fue

tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable.

Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos

mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla.

Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyec-

tados: en realidad, la isla era una enorme ballena.

Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las co-

rrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de

palmeras.

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Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta

a Bagdag.

Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le

dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día

siguiente.

Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas:

- Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé

dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.

Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes.

Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de

carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como

alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar.

Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100

monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente.

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- Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la fortuna

conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien

hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.

Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles,

que nos cogieron prisioneros.

Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo

y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la

oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y esca-

pamos de aquel espantoso lugar.

De vuelta a Bagdag, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí.

Pero esto te lo contaré mañana.

Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

- Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a

naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos.

Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco

tiempo ésta murió.

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Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado

con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme

y regresé a Bagdag cargado de joyas.

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas

aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas

de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de

cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado

muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su for-

tuna.

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había

sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión

consistía en cazar elefantes.

Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un

árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacu-

dió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del

animal.

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Éste le condujo entonces hasta

un cementerio de elefantes; allí

había marfil suficiente como para

no tener que matar más elefan-

tes.

Simbad así lo comprendió y,

presentándose ante su amo, le

explicó dónde podría encontrar

gran número de colmillos. En

agradecimiento, el mercader le

concedió la libertad y le hizo

muchos y valiosos regalos.

- Regresé a Bagdag y ya no he

vuelto a embarcarme -continuó

hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares

de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes

he conocido todos los padecimientos.

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Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Carga-

dor que aceptara quedarse a vivir con él.

El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que so-

portar el peso de ningún fardo.

Fin

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Cuentos clásicosUna maravillosa antología de 13 cuentos inolvidables

Barba Azul

Caperucita Roja

El flautista de Hamelín

El gato con botas

El soldadito de plomo

La cerillera

La lechera

La Ratita presumida

Los músicos de Bremen

Los tres cerditos

Peter Pan

Pulgarcito

Simbad el marino