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Historia de la vida privada ll.i)n la dirección de Philippe Aries y Georges Duby

I i aducción de Francisco Pérez Gutiérrez

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I .1 vida privada en las l.nnilias aristocráticas J i la Francia feudal

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hermano de su esposa: un tumulto que no se dejaba apaciguar con facilidad. E l amo del castillo de La Haye (se trataba de un intru­so, el esposo de la heredera) y su hermano acabaron abatidos por los guerreros de su propia casa que ya no podían soportar su pre­sencia por más tiempo. Sin embargo, en el espacio doméstico, el peligro era percibido sobre todo como procedente, insidiosa­mente, de las mujeres, portadoras del veneno, de los sortilegios, de la cizaña, y los desfallecimientos, las enfermedades inespera­das, las muertes sin causa aparente, el señor al que se encontraba muerto en su lecho una mañana, hinchado, todo parecía provo­cado por las artimañas de las mujeres, y de la señora de la casa en primer lugar.

E l peligro: las mujeres y los muertos

La amenaza contra el orden establecido parecía surgir, por tanto, sordamente de lo más íntimo, de lo más privado de la socie­dad cortés. Y la palabra cortés es oportuna en efecto: apenas si había que inquietarse por las alteraciones provocadas por las mujeres sometidas sobre las que gravitaba, con todo su peso, el poder de la dueña de la casa. E l problema de la paz, de la paz privada, se plan­teaba a propósito de las mujeres de alta cuna. Por ello precisamente se hallaban estrechamente vigiladas y se les exigía sumisión. E l eje más sólido del sistema de valores al que hacía siempre referencia en la casa noble la buena conducta se apoyaba en este postulado, fundado a su vez en la Escritura, que las mujeres, más débiles, y más incHnadas al pecado, debían hallarse muy controladas. E l pri­mer deber del jefe de la casa era el de vigilar, corregir, y aun matar si era preciso, a su mujer, a sus hermanas, a sus hijas, a las viudas y a las hijas huérfanas de sus hermanos, de sus primos y de sus vasa­llos. La potestad patriarcal había de mantenerse reforzada sobre la feminidad, porque la feminidad representaba el peHgro. Se inten­taba conjurar este ambiguo peligro encerrando a las mujeres en el lugar mejor cerrado del espacio doméstico, la cámara —la "cámara de las damas", que no hay que tomar por un espacio de seducción, de placer, sino más bien de relegación—; se las recluía allí porque los hombres las temían. Estos tenían acceso a la cáma­ra, y el amo en particular, con toda Hbertad; los relatos nos lo pre-

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sentan en ella de buena gana, al anochecer, después de la cena, mien­tras toma su fruta, relajado, la cabeza sobre las rodillas de las don­cellas de la familia que le tastonnent, le peinan, o le despiojan: se trataba de uno de los placeres de los séniores, de los afortuna­dos que ejercían su dominio sobre una casa. A otros hombres se los introducía en la cámara para las diversiones íntimas, para la lec­tura o para el canto, pero era el patrón quien los escogía y reque­ría su presencia, acogiéndolos en visita transitoria, la literatura de ficción, la única o casi la única fuente de información, no pone como residente en la cámara a ningún varón con las excepciones del jefe de la casa y de sus jovencísimos retoños, así como de los heridos o enfermos, encomendados hasta su curación a los cuidados feme­ninos. E l gineceo, entrevisto por los hombres pero del que se hallan naturalmente excluidos, se ofrece a sus ojos como un ámbito "extraño", como un principado separado cuya gobernación osten­ta, por delegación de su señor, la señora, y que está ocupado por una población hostil y seductora cuya parte más frágil es la que se encuentra la mayoría de las veces más estrictamente encerra­da y oculta, protegida aún mejor en una comunidad religiosa, en un convento interno regido por una regla bajo la autoridad de una superiora que no es la esposa del señor, sino una viuda de la parentela o una mujer soltera que no se ha logrado casar. La par­te femenina de la familia constituye por ello un cuerpo, un Esta­do dentro del Estado, autosuficiente, y que escapa al poder de cual­quier varón, salvo el del jefe de la casa, por más que no se trate sino de un poder de control, como el de un soberano, y es frecuente que haya eclesiásticos que se lo disputen so pretexto de dirección de conciencia.

A este grupo de mujeres, inquietante, se le adjudicaban tareas específicas, porque era preciso que estuvieran ocupadas, como seres que eran demasiado frágiles y cuya ociosidad se consideraba particularmente peligrosa. E l ideal estaba en un reparto equilibra­do entre la plegaria y el trabajo, el de tejer sobre todo. En la cáma­ra se hilaba, se bordaba, y cuando los poetas del siglo XI tratan de concederle la palabra a las mujeres, componen canciones "de hila" De las manos femeninas salían en efecto todas las prendas de vestir del grupo familiar así como los tejidos ornamentales que decoraban la cámara misma, la sala y la capilla, es decir, una par­te considerable de lo que llamaríamos la creación artística, tan-

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to sagrada como profana, aunque realizada en materiales tan perecederos que de todo ello sólo algunos ínfimos jirones subsis­ten en la actualidad. No obstante, ni las oraciones ni las tareas alu­didas, llevadas a cabo en equipo, como lo eran por parte de los hom­bres la guerra y la caza, bastaban a descargar a los varones, persuadidos como se hallaban de la perversidad estructural de la condición femenina, de una inquietud obsesionante y fantasmal: ¿qué es lo que hacen las mujeres cuando están juntas, entre ellas solas, cuando se hallan encerradas en la cámara? No cabe duda que están haciendo algo malo.

En un tiempo en el que la Iglesia seguía conservando aún casi íntegro el monopolio de la escritura, razón por la que prácticamen­te sólo es accesible al historiador el pensamiento de los eclesiásticos, son los morahstas quienes parecen sentirse más inequívocamente ob­sesionados por la inquietud de los placeres culpables a los que, sin ningún género de dudas, se entregan las mujeres en el gineceo, o bien solas, o bien con sus compañeras y con los adolescentes. Por­que la mujer, la mujer joven, según se lee en una de las versiones de la vida de santa Godelieva, compuesta a comienzos del siglo XII, se siente siempre entregada al aguijón incontenible del deseo; lo satis­face habitualmente mediante la homosexualidad, y esta grave sos­pecha se ve favorecida por la práctica general de acostarse varias per­sonas del mismo sexo en un mismo lecho. Por lo demás, en su vida privada particular, se supone que las mujeres intercambian unas con otras los secretos de un saber al que los hombres no tienen acceso y que trasmiten a las más jóvenes aquellas "viejecitas" presentes en mul­titud de relatos, como las que, por ejemplo, en la casa paterna de Gui-bert de Nogent anudaban o desanudaban los herretes, o enseñaban en las aldeas las operaciones mágicas que un Étienne de Borbón per­seguía en el siglo Xlll. E l poder masculino se sentía impotente ante los sortilegios, los filtros que debilitaban o curaban, estimulaban el deseo o lo apagaban. Se detenía a la puerta de la cámara donde se concebían los hijos y desde la que más tarde se los empujaba a la vi­da exterior, donde se curaba a los enfermos, se lavaba a los muertos y, bajo la autoridad de la mujer, en lo más privado, se extendía el do­minio tenebroso del placer sexual, de la reproducción y de la muerte.

La sociedad doméstica se hallaba, por tanto, atravesada por una franca separación entre lo masculino y lo femenino, riguro­samente institucionalizada y que repercutía sobre la mayor parte

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de los comportamientos y de las actitudes mentales. En el inte­rior de la casa, sólo la conjunción oficial, ostensible, pública, unía al señor y a la señora, y toda la organización de la casa estaba dis­puesta de tal modo que semejante encuentro fuese perfecto, o sea fecundo. Pero no dejaban de producirse otros muchos encuentros, ilegítimos y ocultos. Hay mil indicios que nos hablan de la exu­berancia de una sexualidad privada que se desplegaba en los luga­res y los tiempos más propicios, los del secreto y la oscuridad, la umbría del vergel, la bodega, los rincones, así como durante las tinieblas nocturnas que las pocas velas que había no eran capaces de traspasar, como ocurría también en el monasterio. En un espa­cio así tan mal clausurado, les resultaba fácil a los hombres desli­zarse hasta el lecho de las mujeres; de hacer caso a los moralistas y a los autores de los relatos, era, sin embargo, más frecuente el trán­sito a la inversa: sin obstáculos para las uniones fugaces, parece que la casa está llena de mujeres provocativas y dispuestas a consen­tir con facilidad. Se trataba desde luego de sirvientas, pero que no eran más que la calderilla, y ni la literatura doméstica ni el relato nos hablan demasiado de ellas. Pero se trataba también de parien­tes, madrastras, cuñadas, o tías, y puede adivinarse, en casos no infi-ecuentes, el incesto de lance. Entre tales parientes, las más acti­vas, de acuerdo con lo que se nos cuenta, eran las mujeres bastardas de la familia, hijas del padre, de los tíos canónigos, madres a su vez de fiituras concubinas. ¿Y qué sucedía con las "doncellas", hijas legítimas del amo? ¿Se las ofrecía de veras con toda Hberalidad a los caballeros errantes, de acuerdo con los ritos de la buena hos­pitalidad, como pretende hacernos creer la literatura de diversión? ¿Y es cierto que los hombres se veían arrancados de su sueño por unas féminas insaciables, con tanta frecuencia como se nos rela­ta en las biografías de los santos?

Lo que está claro, en todo caso, es que una convivialidad así, que reunía en tomo de la pareja conyugal a tantos hombres y muje­res solteros, su inevitable promiscuidad, y la conducta prescrita con respecto a los huéspedes, amigos o extraños, ante los cuales era de buen tono exhibir a las mujeres de la casa como se exhibía el tesoro, por vanidad, eran cosas que mantenían viva en el señor responsable del orden doméstico y de la gloria familiar una pre­ocupación primordial, que era la del honor. Todavía está por escribir la historia del honor que Lucien Febvre pedía hace mucho

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tiempo que se escribiera. Al menos es evidente que en los tiem­pos feudales, el honor, empañado por el miedo a la afrenta, era asun­to masculino, público, pero que dependía esencialmente del com­portamiento de las mujeres, o sea de lo privado. E l hombre se veía abocado a la infamia por obra de las mujeres sometidas a su auto­ridad y en primer lugar por la suya. E l gran reto, tal como lo des­cribe la literatura cortés, invitaba a los varones jóvenes, para manifestar su valor, a seducir a la señora, a apoderarse de ella. Un reto y un juego, pero que se hallaba inscrito en un marco real, el de la vida vivida. Indudablemente, la esposa del amo era codi­ciada, y el deseo que inspiraba, sublimado en delicado y superior amor, se empleaba, como ya se ha visto, como un medio de disci­plinar a la juventud doméstica. Había enérgicas prohibiciones que impedían su posesión efecti­va. Pero no dejaba de acontecer en ocasiones que se la tomara por la violencia. E l lugar atribuido a la violación en la intriga de los relatos de entretenimiento refle­ja con toda evidencia la realidad, ¿cómo dejar de establecer el para­lelismo entre el bribón de Renart beneficiándose a la reina, y (íeoflroi Plantagenet forzando a Leonor de Aquitania en la propia casa de su esposo, el rey de Francia? tam­bién podía suceder que fuese la dama quien se entregara. Obsesión por el adulterio, mientras espían todos los ojos, y los envidiosos acechan el encuentro de los aman­tes.

La prevención de la infamia consistía ante todo en extender una pantalla frente a lo público: el , , . „ temor de verse infamado por las f'^^ ^̂ .̂̂ '̂̂ t' Il"̂ ^̂ 7̂'̂ mujeres de la casa explica al mis- (gibl. de Munich, ms. Clm mo tiempo la opacidad dispuesta 4660.)

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en torno de la vida privada y el deber de vigilar de cerca a las muje­res, de mantenerlas enclaustradas en la medida de lo posible, y si no había otro remedio que dejarlas salir, para las ceremonias de ostentación o para las devociones, haciéndolas escoltar. Si la mujer se ponía en viaje, la familia se movilizaba fuera de la casa, asegurando así su "conducta", a fin de que no pudiera resultar scducta, seducida. Durante la larguísima peregrinación que hizo a Roma a mediados del siglo X I Adela de Flandes permaneció reclui­da en una especie de casa ambulante, una litera con las cortinas constantemente echadas. Mujeres encerradas, escapándose a veces, de madrugada, tal Corba de Amboise, raptada, encantada (le serlo, por su primo, al salir de misa, en Tours. Mujeres secues­tradas dentro del recinto familiar, para que los hombres de la casa no se vean salpicados por sus locuras, y puedan éstas mantenerse camufladas, en el secreto de la privacy. Salvo si sucedía que su fal­ta o su adulterio podían ser rentables, como cuando se presenta­ba la ocasión de deshacerse de una esposa estéril o pesada, de una hermana de la que se sospechaba que iba a solicitar una parte de la herencia. Entonces el jefe de la familia descorría el velo, lan­zaba el grito, y publicaba —hacía público— el desliz femenino, a fin de poder castigar con toda legitimidad a la culpable, echarla de casa, si es que no decidía quemarla viva.

Hay que evocar también otra amenaza que gravitaba sobre la sociedad familiar- procedía de los muertos, presentes, exigen­tes, y que regresaban de buena gana por la noche, al lugar de mayor intimidad, a la alcoba en que se había dispuesto en su momento el cuerpo para el sepelio, en busca de nuevos cuidados. Lo mis­mo que en el monasterio, en la convivialidad privada les estaba reser­vado un lugar, a fin de que su alma no sufriera, y no regresara a perturbar a los vivos. Si la familia tenía medios para ello, y eran considerables los que se precisaban, disponía un receptáculo para los restos de sus difuntos; fundaba un monasterio, una colegiata en donde todos ellos recibirían sepultura; con lo que quedaba ins­tituida una necrópolis, morada obligada para los muertos del linaje, allí alineados en buen orden, como si se tratara de un ane­jo de la casa asignada a esta parte de la parentela, tan peligrosa como la parte femenina y también encerrada como ella. En este lugar no se celebraba únicamente la conmemoración del finado al "cabo

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del año", sino también su aniversario regular y, en tal día, la fami­lia comía con él como se hacía en el monasterio, o mejor por él, en sustitución de él, a fin de conciliárselo. Eso fue lo que hicie­ron, en Brujas, en 1127, inmediatamente después de haberlo matado, los asesinos del conde de Flandes, atrincherados en la capi­lla, "sentados en torno al féretro, depositando sobre él el pan y las copas como si fuese una mesa, comiendo y bebiendo sobre el cuer­po del muerto, por creer que así nadie habría de tratar de vengarse" y que el asesinado perdonaría también. Pero era sobre todo en el momento mismo del tránsito cuando se acumulaban los ritos de acompañamiento, a lo largo de una representación en la que se veía, como en el monasterio, la imbricación entre lo público y lo pri­vado.

Ceremonia pública, transporte desde un lugar privado, la cámara, el lecho, hasta otro lugar privado, cerrado, la tumba, pero atravesándose necesariamente el espacio público; algo ineludi­blemente festivo también, lo mismo que las nupcias, y a causa del despliegue de un cortejo análogo, en el que la casa entera, por orden jerárquico, ofrecía la imagen de su cohesión detrás de un difun­to cuya postrera ostentación se celebraba, y de quien procedían también las últimas larguezas públicas, repartidas entre los pobres, al tiempo que se desplegaba un vasto banquete; como públicas eran igualmente durante esta fase las manifestaciones de duelo, un espec­táculo en el que las mujeres representaban el primer papel, ara­ñándose el rostro. Sin embargo, una demostración como ésta venía detrás de otros ritos, muy privados por cierto, con una privacidad en verdad numerosa y gregaria. Semejante ritual de la partida se iniciaba en la sala, en presencia de todos sus "privados", así como de sus "amigos", el moribundo enunciaba sus últimas voluntades, las disposiciones de la sucesión y procedía a la entronización de su heredero, en voz alta y mediante ademanes bien visibles. Así, por ejemplo, en torno de Balduino V de Hainaut que se disponía a morir, se llevaron a Audenarde, como si se tratara de una asam­blea de paz púbhca, todas las reHquias del país, y se requirió de todos los fieles que juraran la concordia sobre ellas. En cambio la ago­nía, que transcurría en la alcoba, era algo más íntimo. E l poema compuesto en honor de Guillermo, mariscal de Inglaterra, muerto en 1219, ofrece una de las relaciones más preciosas de la muerte de un príncipe de aquellos tiempos. Guillermo, que deseaba morir

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en su casa, se hizo conducir a una de ellas en cuanto se agravó su mal. Una vez allí convocó a todos los suyos, y en primer lugar a su hijo primogénito, a fin de que todo el mundo le escuchara dis­poner de su herencia, escoger su sepultura, y le vieran todos, cam­biando de hábito y tomando el de templario, ingresar plenamen­te en otra fraternidad, mientras besaba por última vez a su esposa en medio de sus lágrimas. Una vez acabado aquel ceremonial de la ruptura, muy semejante al que se cumplía cuando el jefe de la casa abandonaba su mundo privado para emprender un viaje, se despoblaba la escena. Aunque al moribundo no se le debía dejar solo; sus allegados se turnaban para velarlo día y noche; y poco a poco se iba despojando de todo: había comenzado por ceder aquello de lo que no era sino el depositario, el patrimonio; aho­ra renunciaba a todos sus bienes personales, a su dinero, a los para­mentos y las ropas; saldaba sus deudas, implorando el perdón de aquéllos a los que había perjudicado en vida; pensaba en su alma y confesaba sus pecados; finalmente, a punto ya de morir, las puer­tas del más allá comenzaban a entreabrirse para él. Guillermo vio cómo dos hombres resplandecientes de blancura vinieron a apos­tarse el uno a su derecha y el otro a su izquierda; al día siguiente, a mediodía, se despidió, pero fue una despedida privada, de su espo­sa y de sus caballeros: "Os confío a Dios, ya no puedo seguir entre vosotros. No puedo seguir defendiéndome por más tiempo de la muerte" Se separaba así del grupo que había dirigido, y se des­pojaba de su poder, y volvía a ponerlo en manos de Dios. Solo, por primera vez, desde que nació.

G . D.

Parentesco En las páginas que acaban de leerse, Georges Duby ha que­

rido poner entre paréntesis lo referente a los vínculos carnales; se ha ocupado de familia medieval dejando a un lado la familia en el sentido moderno: distinción necesaria entre los dos ejes que deben orientar el análisis. Naturalmente, las relaciones de parentesco y las de convivialidad interfieren con frecuencia, pero esto no tie­ne nada de automático. Por no separar con suficiente claridad la