LA MÚSICA EN KIERKEGAARD: EL ARTE DE LA SEDUCCIÓN Y DEL ...

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1 LA MÚSICA EN KIERKEGAARD: EL ARTE DE LA SEDUCCIÓN Y DEL ENMASCARAMIENTO ANGÉLICA MARÍA ELJAIEK RODRÍGUEZ

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LA MÚSICA EN KIERKEGAARD:

EL ARTE DE LA SEDUCCIÓN Y DEL ENMASCARAMIENTO

ANGÉLICA MARÍA ELJAIEK RODRÍGUEZ

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Contenido

Introducción 7

1- Un alma atormentada por la música 10

1.1 La partitura que canta una vida: una aproximación a Mozart 10

1.2 Il Dissoluto punito é nato 12

1.3 La música como disciplina de disolución 27

1.4 Don Giovanni: la nostalgia del caos encarnada 33

2- La seducción de una pasión o Kierkegaard se entrega a Don Giovanni 38

     2.1 El seductor y el péndulo. La vida en la inmediatez 54

2.2 El susurro de las olas o la irrupción del Tifón 59

2.3 La bitácora de un seductor 63

2.4 El canto del coleccionista 66

2.5 La entrada a la cueva de Trofón 70

2.6 La carcajada romántica 82

3- El amor y el desvanecimiento de las máscaras 95

Bibliografía 116

 

 

 

 

 

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A mi padre

Ahora que no te puedo ver mi pasión es encontrarte, por eso, sólo puedo aspirar a escucharte.

Nueva presencia, nueva forma en la que me habitas. Escuchando espero tu revelación

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Agradecimientos

Hace poco más de dos años que fue posible mi encuentro con Kierkegaard. Este encuentro estuvo marcado desde un comienzo por la pasión y asombro ante no sólo un contenido filosófico sino, sobre todo, ante una forma de vida sustentada en la filosofía; en un quehacer que más allá de ser un proceso académico, resultó ser la confesión de una vida entregada a la escritura. Ahora me es posible la culminación de un camino marcado por una pasión que me fue transmitida y por la que también fui afectada y esto es posible gracias a la guía de un maestro. Fernando Cardona no sólo supo cómo conducir el proceso de escritura y de pensamiento, sino también, la afección que determinó cada momento del camino. A él toda mi admiración y respeto.

Quiero hacer presente de manera muy especial a mi madre y a mi hermano, apoyos incondicionales durante toda mi vida y mi formación. A ellos debo lo que soy. Han sido presencias y referencias primeras en el proceso de construcción de mis sueños, soy en gran parte, producto de una vida que me permitieron vivir entre libros, música y libertad.

A mis amigos, Julián, Laura, Pedro y Carolina, compañeros indiscutibles junto a los que tuve el honor de compartir ésta, una de las grandes pasiones de mi vida. Quiero además, traer a la presencia a Ana Lucía que a pesar de su prematura partida, sé que determinó en muchos sentidos nuestro encuentro y nuestro camino. Sé que sus pasos siempre estuvieron muy cerca de los míos.

Y, Sergio, porque nuestro encuentro ha estado determinado por el lenguaje de la música. Porque tomada de su mano me he permitido sentir y comprender de una forma hermosa y diferente no sólo la música sino lo que ella es capaz de expresar. Gracias porque contigo mi vida es una melodía demasiado pura.

 

 

 

 

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Introducción

Nuestro encuentro no incidental con la obra de Kierkegaard, y con ella, con la pasión

desbordante que la constituye a través de una escritura fluida y bellísima, determinó no

sólo la idea que guía el desarrollo de este trabajo de grado, sino también la pasión que

éste contiene en sí mismo. Seguir los pasos de Kierkegaard a través de una incursión

por el lenguaje de la música, nos conduce no sólo por las diferencias con el lenguaje de

las palabras, aquel que rige el discurso, sino también, y es este el punto de partida de

nuestro trabajo, por la reflexión en torno a la genialidad sensual, esto es, el poder de la

seducción y su dinámica apropiadamente expresadas sólo por la música y por sus

condiciones únicas. Precisamente es esto lo que pretendemos rastrear aquí, a saber, la

configuración de una vida inmediata como la de Don Giovanni, personaje que encarna

la genialidad sensual, en la música y por ella únicamente. De esta manera, no sólo

queremos hacer explícitas las condiciones de una vida puramente estética, sino también

señalar su límite y consumación en la tragedia de su propia desaparición. En los

desvanecimientos propios de la música, y en la complicidad que ella misma ofrece en la

vinculación del oyente y la obra, nos sumergiremos en el remolino que constituye su

centro de manera que nos conduzca hasta el poder mismo de lo carnal, hasta que por fin

podamos encontrarnos frente a frente con la más poderosa alucinación sonora, con Don

Giovanni.

En un primer momento abordaremos las características propias del lenguaje musical,

nos adentraremos en el escenario sonoro del drama de Don Giovanni y revelaremos una

primera construcción de lo que podría ser el personaje a la luz de este lenguaje

particular. La música, sus condiciones y características constituyen el cuerpo del primer

capítulo de manera que haga posible la comprensión no sólo del drama en el que nos

introduce Mozart, sino también de la forma en que la estructura musical en sí misma

esconde la forma de existencia de una presencia tan poderosa como la de Don Giovanni.

En el segundo capítulo nos concentraremos en el encuentro de Kierkegaard con Mozart,

en la manera en que a través de éste Kierkegaard aborda la música como lenguaje

privilegiado para expresar completamente el poder de la seducción. Nos aproximaremos

a la pasión que despertaron las notas del Don Giovanni en el alma aturdida y de poeta

que se atribuye Kierkegaard;

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Allí donde no llegan los rayos del sol, llegan en cambio las notas. Mi habitación es sombría y lóbrega, un alto muro mantiene la luz del día casi alejada. Debe de ser del patio vecino, probablemente un músico ambulante. ¿De qué instrumento se trata? ¿De una zampoña?... ¿Qué estoy oyendo? – El minueto de Don Juan. Bien, pues ¡vamos! Llevadme una vez más con vosotras, fecundas e intensas notas, al corro de las jovencitas, al placer de la danza. – El boticario repica su mortero, la joven refriega su puchero, el mozo de caballos almohaza su alazán y sacude la almohaza sobre los adoquines; Sólo para mí suenan esas notas, sólo a mí me hacen señas. ¡Oh! ¡Gracias, quienquiera que seas, gracias! Mi alma es tan fecunda, tan saludable y está tan ebria de alegría (Diapsálmata, 50).

Teniendo como guía este encuentro no fortuito, trabajaremos así lo que constituye

propiamente una existencia estética, una vida forjada en la inmediatez, de tal manera

que avancemos a la configuración del personaje de Don Giovanni como tal y podamos

confrontarlo con otras concepciones, otras formas en las que ha sido abordado.

El completo análisis de un tipo de existencia como la del seductor nos conduce por un

camino que se diversifica y que nos abre a diversas posibilidades de comprensión, de

manera que se hace necesario abordar no sólo las diferentes maneras en las que se ha

comprendido al seductor en tanto Don Juan, sino también al seductor en tanto irónico.

El juego de la seducción modifica su dinámica hacia la observación, hacia el encuentro

con el vacío de la mirada dirigida a un fantasma, a una existencia escurridiza, a Sócrates

como seductor en tanto ironista. El encuentro con la nada, con el vacío y de nuevo con

las máscaras, pero esta vez de un Sócrates concebido a la manera de Aristófanes, nos

presentan a un seductor sin método, a una existencia a mitad de camino que se va

consumiendo a sí misma entre juegos y sonrisas que se escabullen en continuos

cuestionamientos. Esta existencia como punto de inflexión en la historia se narra en la

medida en que se desintegra sirviéndose como banquete para sí misma.

Ahora, adentrarnos en la ironía, en sus movimientos y en la posibilidad como categoría

que la constituye esencialmente, nos conduce a su vez a su nueva aparición en la

modernidad y en su posterior concepción entre los románticos. Pretendemos con esto

presentar la forma en que la ironía se desarrolla propiamente en el estadio estético, bajo

las condiciones que éste tiene y bajo la dinámica que determina una existencia de este

tipo, surgida y consumada en la nada.

Abordar el límite de la existencia estética nos conduce necesariamente a la presentación

y configuración del personaje que desborda este tipo de vida, a saber, Abraham. Esto

permitirá entonces el paso no sólo de la seducción al amor, sino también de la música al

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silencio; la superación de las máscaras y de la ficción en un salto hacia el absurdo y

hacia la fe en nombre de un amor que tiene su origen celado en Dios. El tercer y último

capítulo se concentrará entonces en hacer manifiesto no sólo el límite, sino también el

paso que supone el reconocimiento del abismo frente al que nos pone la vida estética.

El desvanecimiento de las máscaras en el silencio y en la simplicidad y pureza de la

existencia de Abraham ponen en contraposición al amor y la seducción. Pretendemos

con ello poner en escena las existencias más opuestas y poderosas, contraponer la

música y el silencio, la pureza de un rostro expuesto y la excentricidad de la máscara.

Comencemos entonces y permitámonos presenciar las más increíbles acrobacias de lo

sublime en la explosión musical de la mascarada de Don Giovanni, para al final

simplemente callar ante la mirada de Abraham.

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Capítulo 1 Un alma atormentada por la música

1.1 La partitura que canta una vida: una aproximación a Mozart

¿Acaso he perdido la razón? ¿Será mi oído que, por amor a la música de Mozart, ha desistido de oír?

¿Quizás los dioses me recompensan ofreciéndome a mí, desdichado, apostado cual Mendigo a la puerta del templo, un oído que recita lo que oye?

Kierkegaard

Acercarnos a Mozart y a su música no puede ser sino a través del abandono al flujo de

las palabras, para lograr quizá extenderse mucho más allá de la simple reproducción de

contenidos conceptuales y, poder de esta manera, escuchar a través de la escritura la

exuberante ebriedad de sus sonidos y su cambiante significado, comprendiendo no sólo

el poder de exaltación de la música de Mozart, sino también indicando que sólo se le

puede escuchar y abordar a través del potente contenido sugestivo de su obra.  Los

sonidos, los silencios y su constante sucesión significante, crean el entorno sonoro y

único de su música pues expresan el poder de Mozart como creador inmerso en el

mundo que configuró su propia vida. No aspiramos con esto a construir una imagen de

la persona de Mozart, ni mucho menos de reconstruir listas interminables de datos

biográficos, intentando contener en ellos lo que fue y representó, más bien, se trata de

un intento por permitir la aparición de la música y del retrato de Mozart contenido en

ella y por ella.  

No obstante, la búsqueda principal que nos proponemos realizar es la de Don Giovanni,

es decir, la de la pura potencia musical traída a la existencia por la mano de Mozart.

Esto sólo será posible creando un entorno musical apropiado, que permita la vibración

sonora del personaje que es en sí mismo la vinculación y explosión constante de

pulsiones y movimientos eróticos. El acercamiento será en principio enteramente

musical, de manera tal que nos aproximemos de la forma más adecuada a esta existencia

particular y potente y, sobre todo, para que podamos con ello adentrarnos en dicha

existencia a través de la escucha y de la comprensión de ese espacio extraño,

enteramente sonoro al que nos exponemos.

Escuchar a Mozart implica adoptar un nuevo lenguaje diferente al de las palabras o,

incluso, diferente a un tipo de pensamiento por imágenes; estos lenguajes, el de las

palabras y el de las imágenes, se caracterizan por informar contenidos, conceptos,

argumentos, etc. Además, este tipo de procesos mentales está de alguna forma

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determinado por una acción que tiene un tipo de efecto inmediato, ya sea en el plasmado

de una imagen sobre un lienzo o en la escritura sobre un papel en blanco. Por el

contrario, el pensamiento musical, además de ser un modo de lenguaje completamente

diverso a los mencionados anteriormente y, que por lo tanto, requiere de códigos y

competencias particulares, está caracterizado por la proyección de su pensamiento hacia

una acción futura, que no tiene un efecto inmediato y que es diferente a las notas

musicales escritas en el papel; esto es: pensar en notas musicales implica anticipar con

el pensamiento su efecto en la ejecución:

Al contrario del pensamiento por palabras, imperfecto en cuanto reconoce dolorosamente sus propios límites en los del lenguaje (“de aquello sobre lo que cual no se puede hablar hay que callar” Wittgenstein), el pensamiento por música utiliza únicamente su material propio, sin recurrir a conceptos de categorías propias de otras disciplinas, sino únicamente a su patrimonio de notas, que se extiende y enriquece casi hasta el infinito mediante la combinación de timbres. Es un modo de pensamiento capaz de expresarse con extrema precisión, marcadamente diferenciado. (Hildesheimer, 2005, 50)

El efecto de la música del que aquí se está hablando se refiere a una experiencia real, es

decir, a los efectos o influencias que puede tener sobre el oyente y, por lo tanto, a los

diversos usos y aplicaciones que se le puedan adjudicar. En el caso de Mozart podemos

decir, siguiendo en este punto a Hildesheimer, que “su música, es la predilecta de los

moribundos, utilizada como consuelo y como ayuda durante el parto. En este caso, la

aureola de música y el efecto que ella produce superan con mucho la función de lo que

espera el “amante de la música”, lo que se replantea como experiencia profunda de ella

y es su experiencia real”. (Hildesheimer, 2005, 51).

Podría decirse entonces que la música está no solo determinada por el manejo de un tipo

de lenguaje, muy diferente y particular con respecto al lenguaje discursivo o al

expresado a través de imágenes, sino también porque su contenido no es deducible a

través de un trabajo conceptual o puramente racional. Es importante tener también

presente que no es a través de las palabras que la música puede ser manifestada.

Queremos aquí hacer un énfasis especial en este último aspecto: la manifestación en

este caso sería propiamente traer a la existencia, a la presencia, ya sean panoramas

musicales o personajes para los cuales la música y nada más que ella permite su

intuición.

Acercarnos a Mozart, o por lo menos iniciar un camino que nos aproxime a su particularidad, nunca podrá estar escindido de un trabajo conjunto con lo que la música

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constituyó en su vida, más aún, es imposible desligar una biografía del genio austriaco de una biografía de su música como tal:

La diferenciación entre hombre y música, toda separación entre el genio como emblema y el artífice de la propia obra, da como resultado una comprensible perplejidad y es, sin embargo, algo apartado de la realidad y se contrapone en sentido anti didáctico a cualquier intento de análisis cuando adelanta la insinuación de que un aspecto nos sea más comprensible que el otro.(..) cada manifestación no musical del músico genial debe situarse en el campo de la estética o rozar los límites de la ética. (Hildesheimer, 2005, 66,67).

Así la presencia de la música resulta ser propiamente la presencia de Mozart y veremos

cómo a través de la evocación y, propiamente de la potencia y el despliegue musical, se

hará también presente Don Giovanni con todo su poder y contundencia. Por esta razón,

nos detendremos ahora a examinar la ópera “Il dissoluto punito o sia Il Don Giovanni”,

teniendo siempre en la mira su configuración musical.

1.2 Il Dissoluto punito é nato

La famosa Ópera de Mozart; Il dissoluto punito, osia il Don Giovanni, escrita por

Lorenzo Da ponte en el año de 1787, es reconocida como una de las mejores versiones

realizadas sobre la leyenda de este seductor y libertino. Mozart, a través de la música

como potenciador de este poder de la sensualidad y de la carne, logra con su obra poner

en escena al mítico Don Giovanni, junto con su drama y su fuerza que terminan por

arrastrarlo a la oscuridad del infierno, en presencia de todos aquellos que alguna vez lo

amaron y odiaron con igual vehemencia1. En un primer momento, se hace necesario

detenernos en la trama interna de la opera, para después poder examinar con detalle el

sentido del drama del seductor.

Ubiquémonos entonces, en el siglo diecisiete, en una escena nocturna que se desarrolla

en el palacio del Comendador de Sevilla; don Giovanni y Donna Anna discuten

mientras salen del palacio. Don Giovanni se refugia en la noche, en su oscuridad y

cubre su rostro con una máscara. Donna Anna, que ha sido seducida por el

enmascarado, reclama saber su identidad amenazando con darle muerte, si él no accede

a responder a su exigencia. Don Giovanni ríe ante tal petición y asegura que su

identidad nunca conocerá. La discusión es acalorada; se escuchan los gritos y las

                                                            1 La ópera que está construida en dos actos, el primero presentado en cuatro escenas y el segundo en cinco, narra la historia del seductor de miles de mujeres que se entregaron a sus falsas promesas de amor, que fueron arrastradas por un remolino. 

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amenazas. El Comendador, padre de Donna Anna, hace su aparición, y armado reta a

Don Giovanni a batirse en duelo con él, de manera que los dos hombres protagonizan

una encarnizada lucha que termina con la muerte del Comendador y la huída inmediata

de Don Giovanni, acompañado por su sirviente Leporello. Donna Anna y Don Otavvio,

prometido de Donna Anna, salen apresuradamente del palacio, encontrando el cadáver

del Comendador tendido en el suelo.

En la segunda escena, tras la muerte del Comendador, Don Giovanni y su sirviente

Leporello retoman la calma y caminan mientras discuten sobre las innumerables

amantes de Don Giovanni, que han sido ordenadas cuidadosamente en una lista por el

sirviente. Durante su camino, y con la intención de que sea añadida a dicho inventario,

Don Giovanni se refiere a una mujer que asegura está perdidamente enamorada de él, y

que ella espera ansiosa su reencuentro, que se llevará a acabo esa misma noche. Tras

una extensa caminata, el amo y su sirviente se esconden en la oscuridad, mientras

escuchan los lamentos y sollozos de Donna Elvira, que maldice al hombre que la ha

seducido y posteriormente abandonado, destruyendo de esta manera su fe y su corazón.

Ella clama desconsolada:

DONNA ELVIRA: Ah! ¿Quién podrá alguna vez decirme dónde está el hombre cruel?

¿Que para mi desgracia amara, que me quitó la fe? ¿Que me quitó la fe? 2

Don Giovanni se acerca a la desconsolada mujer; sin embargo, ésta, al reconocerlo,

estalla en lamentos y reclamos. Donna Elvira se refiere al seductor como un nido de

engaños, que tras haberla seducido a través de juramentos y de haberla declarado su

esposa, la abandona y desaparece dejándola a merced del dolor y del llanto. Don

Giovanni intenta justificarse asegurando haber tenido razones de sobra para su repentina

partida, e incluso envuelve a su sirviente para que sea él el que dé los detalles de sus

supuestas razones. No obstante, todo esto no es más que otro de los numerosos y

acostumbrados artilugios del galán para poder escaparse en la confusión del momento.

Leporello le explica a Donna Elvira que ella no es la primera ni será la última mujer que

hará parte de la vida de su amo, y para hacer más clara esta condición se lo explica de

esta manera:

                                                            2 DONNA ELVIRA: Ah! Chi mi dice mai, quel barbaro dov´è? Che per mio scorno amai, che mi mancò di fè? Che mi mancò di fè? (....). LORENZO Da Ponte, music by Wolfgang Amadeus Mozart, Opera in two acts, Don Giovanni or the libertine´s punishment, Acto 1, Escena 1. La traducción es mía.  

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LEPORELLO: ¡Eh, consuélate! Tú no eres, no has sido y no serás, la primera ni la última; mira, éste no es un pequeño libro, está todo lleno de los nombres de las bellas; todas las casas, todas las villas, todos los pueblos, es el testimonio impreso de sus mujeres.

Madamina: éste es el catalogo de las bellas que amó mi señor. Un catálogo que he hecho yo. ¡Míralo, léelo conmigo, míralo, léelo conmigo! En Italia son ciento cuarenta; en Alemania doscientos treinta y una; cien en Francia, en Turquía noventa y una; pero en España son ya ¡mil tres! ¡Mil tres! ¡Mil tres!3

Donna Elvira, ante la terrible verdad del amor de Don Giovanni, huye desconsolada y

llena de odio por la traición y el engaño del que fue víctima; ella, herida como las miles

de mujeres que han hecho parte de las noches del seductor, sólo puede hacer parte de

una interminable lista que continuará creciendo con el paso del tiempo.

En la escena tres, en las cercanías del castillo de Don Giovanni, se lleva a cabo la boda

entre Zerlina y Masetto, dos enamorados que celebran su unión junto con varios

invitados que cantan y bailan al rededor de los recién casados. Don Giovanni y

Leporello, que tras su huida de los reclamos y exigencias de Donna Elvira se disponen a

regresar al castillo, se encuentran ahora con esta celebración, en la que le llama

particularmente la atención a Don Giovanni la belleza y juventud de sus mujeres, en

especial, la de Zerlina. Sin dudarlo, Don Giovanni se aproxima a la pareja con grandes

exclamaciones de alegría y regocijo ante su unión y felicidad. Los recién casados se

presentan y Don Giovanni los llena de halagos y con la excusa de querer protegerlos los

invita a continuar de fiesta en su castillo, junto con todos sus invitados. El anfitrión se

interesa con mayor vehemencia en la diversión y comodidad de Masetto, ofreciéndole

múltiples bocadillos deliciosos; le ordena a Leporello que lo guíe en su estadía por el

castillo en búsqueda de su comodidad y diversión. Masetto intenta excusarse de tan

amable invitación, pues le explica a Don Giovanni que él sin su amada Zerlina no puede

ir. Su generoso amigo, como se ha hecho llamar Don Giovanni, lo tranquiliza y se

refiere a sí mismo como un caballero en compañía de quien su joven esposa estaría sana

y salva. Por esta razón, Zerlina confía en el hospitalario caballero y convence a su

                                                            3 LEPORELLO: Eh, consolatevi! Non siete voi, non foste, e non sarete nè la prima, nè l´ultima; guardate, questo non picciol libro è tutto pieno dei nomi di sue belle; ogni villa, ogni borgo, ogni paese, è testimon di sue donnesche imprese. Madamina: il catalogo è questo delle belle che amò il padron mio; un catalogo egli è, che ho fatto io; osservate, leggete con me! Osservate, leggete con me! In Italia sei cento e quaranta; in Almagna due cento e trent´una, cento in Francia, in Turchia novant`una; ma in Ispagna son già mille e tre! Mille e tre! Mille e tre!. V`han fra queste contadine, cameriere, cittadine, v`han contesse, baronnesse, marchesane, principesse, e v`han donne d`ogni etá, d`ogni forma, d`ogni grado. Acto 1, Escena 1. 

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esposo para que se divierta en la celebración con la promesa de que ellos irían a su

encuentro más tarde.

Así, una vez Leporello se ha llevado a Masetto, Don Giovanni no espera un segundo

para comenzar la seducción de Zerlina, mostrándole que por fin están solos y que él

siempre consigue de cualquier manera aquello que desea. Zerlina no comprende e

intenta explicarle a Don Giovanni que ese hombre es su esposo al que ella le dio con

amor su palabra de unirse a él. Es de suponer que para Don Giovanni la palabra nunca

es un impedimento, ni mucho menos una condición a la que debe seguir el

cumplimiento a cabalidad de lo que fue prometido. Por esta razón, le dice a Zerlina que

ella no debe cumplir nada en absoluto, pues está destinada a ser algo más que una

simple campesina dada su belleza comparable a la de la más bella flor. Pero, Zerlina

duda, debido a que realmente considera a su esposo como un caballero de corazón noble

y sincero. Sin embargo, Don Giovanni insiste asegurando que, para aquellos que

pertenecen a la aristocracia, es muy sencillo parecer honestos, siendo toda su virtud tan

sólo una máscara. Acto seguido, le propone matrimonio y la va conduciendo a una

pequeña cabaña que también le pertenece para que puedan estar solos. Zerlina continúa

dudando, y recuerda en el fondo de su corazón a Masetto; no obstante, Don Giovanni

con suaves palabras la va seduciendo y ella siente que ya no puede resistirse más.

Cuando Zerlina por fin se decide y camina con Don Giovanni hacia la cabaña, son

alcanzados por Donna Elvira que estaba todavía por los alrededores intentado calmar su

desasosiego. Cuando los ve corre hacia ellos para salvar, según ella misma dice, a

Zerlina de ser engañada por Don Giovanni; por esto, exclama:

DONNA ELVIRA: ¡Detente villano! El cielo me obliga a mostrar tus mentiras. Estoy a tiempo de salvar a esta miserable de tus engaños.4

Por un instante Don Giovanni se queda sin palabras, en su mente tan sólo es clara la

petición por ayuda que le eleva a Cupido. Cuando decide hablar se refiere a Donna

Elvira con el fin de explicarle que lo único que pretende es simplemente su diversión.

La mujer cada vez más indignada le habla a Don Giovanni con desprecio y dolor de lo

mucho que conoce sus artimañas ágilmente empleadas por él para tal fin egoísta y cruel.

                                                            4 DONNA ELVIRA: Fermati, scelerato! Il ciel mi fece udir le perfidie; io sono a tempo di salvar questa misera innocente dal tuo barbaro artiglio!. Escena 3, acto 1.

 

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Zerlina, atónita, le pregunta a Don Giovanni si las duras palabras emitidas por esta

mujer desconocida son ciertas. El seductor responde que él como hombre de corazón

grande y desinteresado intentó entregarse a Donna Elvira, cuando se percató del

inmenso amor que ésta profesaba por él, y que por piedad a ella pretendió amarla.

Donna Elvira mira entonces a Zerlina y desesperada le pide que no le permita hablar

más al hombre del que tan sólo brotan engaños y que aprenda de su sufrimiento, aquel

que la hace temblar con la idea de que otra más pueda padecer igual dolor.

Don Giovanni se lamenta de lo que él dice es una mala jugada del demonio por

interponerse en todos sus intentos en su interminable búsqueda de placer y satisfacción.

Al parecer el demonio vuelve a lanzar los dados debido a que, para mayor sorpresa y

empeorando la situación, hacen su aparición Don Ottavio y Donna Anna.

Don Ottavio se aproxima decididamente a Don Giovanni con duras palabras en las que

desvirtúa sus quejas y lamentos y a través de las cuales quiere hablarle de venganza al

ver a la desesperada mujer profiriendo grandes gritos. Donna Anna quien dice alegrarse

con el encuentro le pregunta a Don Giovanni con mesura si tiene corazón o un alma

generosa. Don Giovanni vuelve a atribuir su desgracia al demonio porque, según piensa,

él debió haberle contado algo. Intentando parecer indignado, Don Giovanni dice

sorprenderse de la pregunta e indaga sobre el motivo de ésta. Todavía con calma, pero

sin ocultar su llanto, Donna Anna le dice necesitar de su amistad, frase que desestabiliza

a Don Giovanni, dejándolo sin respiración, lo que lo hace preguntar de nuevo, pero

siempre manteniendo su máscara de caballero, dispuesto a sacrificarlo todo por los allí

presentes y a través de la cual modela su rostro con gesto de preocupación por lo que

haya podido dañar a Donna Anna. Donna Elvira de pronto estalla en llanto y llamándolo

monstruo se dirige a Donna Anna, suplicándole que no crea en ese hombre cruel que ya

la ha traicionado, y que, está segura, busca lo mismo de nuevo pero ahora con ella. Ante

estas palabras cargadas de dolor y dignidad, Donna Anna y Don Ottavio dicen sentir

piedad. Aterrorizado, Don Giovanni intenta alejar a Donna Elvira y la toma de la mano

llevándola con él mientras asegura que está loca y que se la deje con él mientras logra

calmarse. Donna Elvira clama porque se le crea a ella y Don Giovanni insiste en que

ella está irremediablemente loca. Donna Anna y Don Ottavio dudan y se sienten más

cercanos a los lamentos de Donna Elvira y aseguran que en ningún caso ella parece

estar loca, pues habla con cierta sensatez. Donna Elvira insiste en llamar a Don

Giovanni traidor de alma negra y en desenmascararlo ante todos como el culpable de la

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pérdida de su prudencia. Don Giovanni le pide a Donna Elvira, en repetidas ocasiones,

que se calme y que sea prudente cuando habla. Don Ottavio y Donna Anna reparan en la

voz de Don Giovanni y en sus particulares cambios de tonos e intentan determinar a qué

se asemeja, algo que aún no logran descifrar.

Don Giovanni, por fin, logra alejar de la escena a Donna Elvira; sin embargo, Donna

Anna se siente desfallecer en un instante y le pide ayuda a Don Octavio, que se

encuentra aturdido ante tan inesperada reacción que aún no comprende. Donna Anna

abre los ojos como si aún no vislumbrara lo que ellos alcanzaron a ver… Donna Anna

descubre tras la voz y la gallardía de Don Giovanni al despiadado asesino de su padre.

Debajo de esa perfecta actuación, tras la máscara de amigo incondicional y absoluto

caballero, se oculta una potencia tan destructora como hermosa.

Donna Anna comienza a reconstruir y a reorganizar los recuerdos de aquella noche

dolorosa en la que escuchó susurros debajo de su ventana y con la esperanza de ver a

través de la noche a su enamorado se aproximó apresuradamente hacia el balcón

encontrando tan sólo oscuridad y una voz proveniente de un rostro oculto, de un

desconocido, que con fuerza y decisión la aprisionó entre sus brazos. Sintiéndose

entonces perdida y abrumada por el pánico, luchó intensamente hasta liberarse. El

enmascarado corrió huyendo y ella lo siguió mientras le exigía mostrarse, sus gritos

alarmaron a su padre que con valentía se batió en duelo con el desconocido, hasta que

éste último le dio muerte. Ese asesino que intentó robarle su honor, y el que le arrebató

a su padre, era el mismo que momentos antes había ofrecido dar su vida por la de ellos.

Volviéndose a su amado le pide venganza por el crimen cometido en nombre del

recuerdo de la sangre derramada y de un dolor demasiado intenso y profundo. Don

Ottavio escucha el dolor proveniente de su amada y promete corresponder a su demanda

con el fin de darle paz a ella y, de esta manera, alcanzar la suya propia.

En otro momento posterior de la escena, Don Giovanni se encuentra con Leporello que

se queja y que se aproxima a su amo con el fin de contarle los últimos acontecimientos

desde su despedida. Siguiendo a cabalidad las instrucciones dadas por Don Giovanni,

Leporello se encarga de divertir y entretener a los invitados y, con mayor interés y

dedicación, a Masetto, pero, mientras seguía a cabalidad las instrucciones de su amo,

arribaron al palacio Zerlina y Donna Elvira cargadas con reclamos y maldiciones para

Don Giovanni. Ante esta difícil situación, Leporello, con suaves palabras y mucha

sutileza conduce a las mujeres a la calle y una vez allí cierra la puerta y la asegura

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dejándolas solas. Don Giovanni celebra la treta de su sirviente y cambiando de tema, le

explica que todas las mujeres del país son muy cercanas e importantes para él, de

manera que ha decidido divertirlas ofreciendo una fiesta a la que todas están invitadas.

Don Giovanni pone en manos de Leporello la tarea de llevar consigo al palacio a todas

las mujeres que encuentre a su paso y una vez allí, bailarán sin orden alguno, cualquier

danza, cualquier melodía. Entre tanto, el seductor aparecerá con toda su fuerza y energía

para seducirlas a todas y de esa manera aumentar considerablemente su lista para la

mañana siguiente.

En la cuarta escena, Zerlina persigue a Masetto intentando explicarle lo ocurrido,

mientras el ofendido esposo le reclama por el abandono en su noche de bodas y la

traición tras caer en los brazos de un villano. Sin embargo, Zerlina corre tras él y le

explica que Don Giovanni nunca logró tocarla; por esto, le ruega que le crea y que la

perdone para poder volver a sus brazos y besarle las manos. Zerlina le insiste a Masetto

rogándole por el perdón que permitirá que sean posibles todas las noches y los días que

ella espera que sean compartidos. Masetto no se resiste más y abraza a su amada esposa.

En ese momento se escucha la voz de Don Giovanni irrumpiendo mientras anuncia un

gran festejo. En un principio, Zerlina no reconoce la voz del seductor y se interesa en el

llamado, sin embargo, un momento después recuerda dolorosamente a Don Giovanni

debajo del emocionado discurso y asustada insta a su amado a que se escondan

rápidamente, temiendo lo peor para él, tal como Donna Anna lo había sugerido ya antes.

No obstante, Masetto se niega a esconderse y, contra todos los ruegos de Zerlina, espera

ansiosamente enfrentarse por honor al seductor.

Entre tanto, la invitación para la gran fiesta continua en la voz de Don Giovanni y en la

de sus sirvientes que, haciendo eco de las palabras de su señor, invitan a todos en el

pueblo para que se unan a ellos y los sigan a una tarde plena de atenciones, banquetes y

diversión. Mientras Don Giovanni se pasea por las calles con su invitación, busca entre

la multitud a Zerlina, que desde lejos descubre esta pretensión e intenta esconderse en

vano, porque el seductor ya la ha visto y le pide que aguarde por él y que lo acompañe

para hacerla infinitamente feliz y rica. Cuando logra tomar a Zerlina para conducirla a

su aposento, aparece Masetto ante la sorpresa de Don Giovanni que, intentando ocultar

lo sucedido, le pregunta la razón por la que se oculta, ya que su amada esposa no logró

estar sin él. Masetto con evidente ironía le hace creer al despiadado hombre que no duda

19  

un segundo de sus palabras y, por eso, deciden los tres unirse a la celebración ofrecida

ampliamente por Don Giovanni.

Donna Anna, Donna Elvira y Don Octavio, que le siguen los pasos a Don Giovanni, se

apresuran para alcanzarlo mientras se dirige a su castillo acompañado por Zerlina y

Masetto. Donna Anna se muestra ansiosa y temerosa ante lo que pueda ocurrir y le pide

al cielo que su amor traicionado sea reparado tras haber reconocido al traidor; sin

embargo, tomada del brazo de su prometido entra al castillo y con gran amabilidad y

decoro saluda a Leporello y le agradece por todas las atenciones.

La quinta escena se lleva a cabo en el hermoso salón del palacio de Don Giovanni,

donde éste ofrece su fiesta y donde con notable interés en las mujeres, les ofrece todo

tipo de comodidades y placeres. Masetto aparenta disfrutar de la fiesta; sin embargo,

espera que Don Giovanni cometa el error de acercarse a su amada, estado que logra

percibir Zerlina, incluso el mismo Don Giovanni, pues alcanza a darse cuenta de la

tensión que embarga a Masetto. La fiesta continúa y Don Giovanni intenta persuadir

junto con Leporello a Masetto para que él baile con los demás invitados, y a pesar de la

insistencia de sus anfitriones, éste se niega. Don Giovanni se aleja un poco de Masetto y

de Leporello para buscar a Zerlina e invitarla a bailar, pero ante la negativa de ésta, la

toma del brazo y la conduce con él, mientras Zerlina grita pidiendo ayuda.

De inmediato, Donna Anna, Donna Elvira y Don Ottavio reaccionan y se acercan a la

pareja; sin embargo, Don Giovanni regresa a la escena con Leporello tomado por el

brazo gritándole mientras simula que éste fue el culpable del agravio. Mientras lanza a

su sirviente al piso, lo amenaza con su espada y lo condena a morir a manos de él. En

ese momento, Don Ottavio desenfunda su arma y amenaza a Don Giovanni enfrente de

todos los presentes; el traidor es desenmascarado por Donna Anna, Donna Elvira,

Zerlina, Masetto y Don Ottavio, mientras todos ellos aseguran haber descubierto la

verdad. Don Giovanni se encuentra confundido y desorientado. Todos aquellos que

esperaban ansiosamente por la venganza se deleitan al ver a Don Giovanni sumido en el

terror:

DONNA ANNA, DONNA ELVIRA, ZERLINA, DON OTTAVIO AND MASETTO: !Escucha el tronar de la venganza, que se cierne alrededor tuyo, alrededor tuyo, este día será tu fin, tu fin será!5

                                                            5 DONNA ANNA, DONNA ELVIRA, ZERLINA, DON OTTAVIO AND MASETTO: Odi il tuon della vendetta, che ti fischia in torno, in torno, sul tuo capo i questo giorno il suo fulmine cadrà, il suo fulmine cadrà!. Escena 5, Acto 1. 

20  

Sin embargo, Don Giovanni se escuda detrás de su sirviente y huye de la escena

aturdido y desconcertado.

El segundo acto da inicio en los alrededores de la casa de Donna Elvira. Don Giovanni

y Leporello discuten debido a que el sirviente ha decidido, aparentemente, dejar a su

señor. Don Giovanni no comprende, irónicamente, la razón de la molestia e

inconformidad de Leporello; éste le explica sarcásticamente que después de casi

asesinarlo no puede continuar cerca a él. Don Giovanni intenta persuadir a su leal

sirviente diciéndole que ese episodio tan sólo fue un momento de diversión al interior

del festejo. Dada la gran indignación de Leporello y de su decisión de abandonar a Don

Giovanni, éste desesperado le ofrece más dinero ante lo cual no puede resistirse el

desgraciado sirviente. No obstante, Leporello le recuerda a Don Giovanni que todo lo

que les ha sucedido hasta ese momento ha sido resultado de su vida dispersa y

fragmentada en la multiplicidad de mujeres, su deseo más contundente y que, esta

situación debe conducirlo a que tome la decisión de dejar definitivamente a las mujeres

por el bien de ellos y sobre todo por el de ellas. Don Giovanni lejos de comprender lo

dicho por Leporello, enfatiza en la única razón que tiene para no hacer algo así, e

incluso alega un amor sincero y otorgado a todas por igual:

DON GIOVANNI: ¿Dejar a las mujeres? ¡Loco! ¡Dejar a las mujeres! Sabes que ellas son necesarias para mí más que el pan que como, más que el aire que respiro.

LEPORELLO: ¿Y tienes corazón para engañarlas a todas?

DON GIOVANNI: Es todo amor, quien es fiel a una sobre las otras es cruel; yo que siento un enorme sentimiento dentro de mí, las amo a todas ellas, y éstas no logran comprenderlo y lo llaman engaño6.

Habiendo convencido a Leporello de poseer un enorme corazón sincero y justo,

continúa hablándole de su deseo más inmediato centrado en Donna Elvira, a quien

quiere seducir, pero oculto bajo las ropas de Leporello. Por esto, mientras oscurece, Don

Giovanni y Leporello cambian sus trajes y se refugian en las sombras de la casa de

Donna Elvira y comienzan a escuchar los pasos de ella aproximándose.

Donna Elvira se aproxima al balcón mientras se lamenta por aquel traidor que no le da

paz a su corazón y se mueve inquieta intentado ordenar sus pensamientos. Leporello,                                                             6 DON GIOVANNI: Lasciar le donne? Pazzo! Lasciar le donne! Sai ch`elle per me son necessarie più del pan che mangio, più dell´aria che spiro! LEPORELLO: E avete core d´ingannarle poi tutte? DON GIOVANNI: È tutto amore; chi a una sola è fedele, verso l´altre è crudele; io che in me sento sì esteso sentimento, vo`bene a tutte quante le donne poichè calcolar non sanno, il mio buon natural chiamano inganno. Escena 1, Acto 2  

21  

dándose cuenta de lo que está ocurriendo, le susurra a su amo que la mujer se encuentra

justo encima de ellos, Don Giovanni le ordena que guarde silencio mientras lo empuja

hacia la luz lo suficiente como para que Donna Elvira lo vea y, haciéndose detrás de él,

manipula sus brazos y simula su voz exclamando grandes adulaciones y pidiendo

piedad. Donna Elvira alcanza a ver a Leporello, pero por su forma de actuar y vestir lo

confunde con Don Giovanni; sin embargo, habiendo pedido éste piedad con suaves

palabras de amor, provoca en ella una extraña sensación que no puede explicar.

Inmediatamente, Don Giovanni, a través de Leporello, le ruega que baje para que él le

pueda demostrar que es a ella a quien ama y por la que delira. Sin embargo, Donna

Elvira le dice que no cree en las palabras de un bárbaro como él. Don Giovanni

amenaza con darse muerte si ella no atiende sus ruegos, mientras Leporello amenaza a

Don Giovanni con estallar en una gran carcajada ante semejante espectáculo.

Donna Elvira pide ayuda a Dios, porque la duda la embarga y desea tanto responder al

llamado como quedarse bajo la protección de su habitación. Al mismo tiempo, Don

Giovanni espera que la mujer ceda pronto así como también adula su plan y se refiere a

él como una bella treta. Leporello se sorprende ante la duda de la mujer y la enorme

sospecha de que ella caerá de nuevo en los brazos de su amo.

Donna Elvira entra de nuevo a la casa, entonces Don Giovanni se apresura a dar a su

sirviente todas las indicaciones de lo que debe hacer en el momento en que Donna

Elvira salga de la casa; le dice que debe aproximarse a ella y llenarla de todo tipo de

halagos y bellas palabras y, mientras hace eso, debe conducirla a otra parte más alejada.

Leporello teme ser descubierto; no obstante, Don Giovanni le asegura que eso no

sucederá si él así no lo quiere. En ese momento se escuchan los pasos de Donna Elvira

acercándose a la puerta.

Donna Elvira sale y se dirige a Leporello, diciéndole que no puede creer que su llanto

haya vencido a ese cruel corazón y que ahora lo esté conduciendo de vuelta al amor que

ella le ofrece. Leporello, intentado simular la voz de Don Giovanni, le responde

afirmativamente y se acerca a ella jurándole que es cierta cada una de las palabras

emitidas por sus dulces labios. En ese momento, Don Giovanni sale de la oscuridad

donde se escondía y simula ser un asaltante, amenazando a la pareja. Sin embargo, y a

pesar del susto de Donna Elvira, Don Giovanni toma la mandolina de Leporello y

empieza a cantarle a la mujer; una vez terminada la serenata, se escucha en la lejanía la

voz de Masetto junto con la de otros hombres que reciben la orden de escuchar con

22  

atención, porque está seguro de la presencia de un intruso. Masetto amenaza con

disparar si el desconocido no se muestra, Don Giovanni decide simular la voz de

Leporello y se identifica como él, Masetto le dice que precisamente se encuentra en

búsqueda de su amo para ponerle fin a su vida, como retaliación por lo que intentó

hacerle a su esposa. Don Giovanni le asegura a Masetto que él, como Leporello,

también quiere ese final para su amo y le propone que sus hombres se dividan y en

silencio lo busquen por toda la zona y que seguramente lo encontrarán con una mujer. A

continuación describe con detalle la forma en que está vestido. Don Giovanni se

mantiene en la oscuridad pero pretendiendo ser amigo de Masetto, expresándole que

desea lo mismo que él; le dice que vaya en búsqueda del bandido en su compañía entre

las sombras. Mientras caminan, Don Giovanni le pregunta si en vez de asesinarlo, no

sería mejor darle una fuerte paliza; sin embargo, Masetto está decidido e insiste en que

sólo logrará la paz una vez haya asesinado al seductor. Don Giovanni empieza a

inspeccionar las armas del vengativo esposo y aprovecha la cercanía para golpearlo.

Masetto se queja por los golpes recibidos y Zerlina alcanza a escucharlo, cuando acude

a su llamado Masetto le dice que su agresor cree que fue Leporello. Zerlina ayuda a su

esposo y lo conduce a otro lugar para curarlo de sus heridas.

En la segunda escena Leporello evitando que Donna Elvira vea bajo la luz su rostro, la

conduce a una zona oscura de manera que pueda continuar con el engaño. Sin embargo,

la mujer no se encuentra cómoda en un lugar tan oscuro y le pide a quien ella cree que

es Don Giovanni que no la deje sola. Donna Anna y Don Ottavio hacen su aparición,

Don Ottavio intenta consolar a su acongojada prometida, pero ella le ruega que permita

que a través de su llanto una pequeña parte de su dolor se calme, porque sólo la muerte

podría acabar con su sufrimiento.

Donna Elvira intenta encontrar a Leporello a través de la oscuridad, pero él intenta

evitarlo a toda costa. Cuando el desesperado hombre busca escabullirse de la mujer,

abre una puerta y se encuentra con que Masetto y Zerlina están entrando, empujándolo

para evitar que éste escape. Así el desdichado cae a los pies de Donna Anna y de Don

Ottavio, y de inmediato exigen que sea castigado como lo merece. Donna Elvira sale de

la oscura cabaña sorprendiéndolos a todos. Aterrorizado, Leporello revela su identidad

pidiendo perdón y piedad. Ninguno de los presentes comprende este engaño y se

lamentan ante todos los terribles pensamientos que pasan por sus cabezas. Por fin,

Leporello intenta explicar que la culpa no la tuvo él, sino que, por el contrario, su amo

23  

se aprovechó de su inocencia. Mientras dice esto, se levanta e intenta mostrar de qué

manera llegó hasta allá y aprovecha para huir de esta comprometedora situación.

Una vez el desgraciado sirviente ha escapado, Don Ottavio toma la palabra y asegura

que después de todos los desafortunados eventos de los que han sido partícipes, no

queda duda alguna de que el asesino del padre de Donna Anna es Don Giovanni y que,

por esta razón, no descansará hasta obtener la venganza que le dé un poco de consuelo a

su amada y a todos los que han sido dañados por este despiadado seductor.

En la tercera escena Zerlina retiene a Leporello, que pide piedad y le ruega que lo deje

ir; sin embargo la indignada mujer insiste en retenerlo y amenaza con decirle a todos

dónde se encuentra el sirviente y cómplice del villano que todos buscan. Leporello le

insiste y pregunta por el destino que le espera. Zerlina se ausenta un momento en

búsqueda de Masetto y los demás, mientras Leporello desanuda sus ataduras con los

dientes y rompiendo sus vestiduras, salta por la ventana. Una vez regresa Zerlina,

seguida por Donna Elvira, Masetto y algunos otros acompañantes, se percata de la huida

de Leporello. Sólo Donna Elvira se queda con la mujer deseando encontrar a los

villanos para poder así calmar su necesidad de venganza.

En la cuarta escena Don Giovanni se encuentra a las puertas de un cementerio, donde

alcanza a distinguirse la tumba del Comendador, y mientras ríe y se refiere a la bella y

clara noche que se alza, muy apropiada para ir en búsqueda de alguna mujer, alcanza a

ver a Leporello que a penas camina. Don Giovanni llama a su sirviente, que al principio

no lo reconoce. Leporello le explica a su amo que a causa de él casi muere a manos de

la multitud embravecida, que clamaba venganza por los crímenes cometidos por su

señor. Don Giovanni, sin prestar atención a las palabras de Leporello, lo conduce por el

cementerio, sin explicarle bien porqué se encuentran allí. Don Giovanni le cuenta a

Leporello cuando tras haber visto a una hermosa mujer caminando por la calle la abordó

y fue confundido precisamente con Leporello; sin embargo, fue reconocido y

perseguido por haber continuado con el engaño, durante la fuga, cuenta Don Giovanni,

que subió por una de las paredes del cementerio. Leporello se sorprende de esta historia

que, según él, no está siendo contada por casualidad y le pregunta si esa mujer no era

precisamente su esposa. Mientras estaban en esta discusión una voz resuena en el fondo

advirtiendo que Don Giovanni ya no reirá más una vez nazca el siguiente día.

Don Giovanni y Leporello se asombran, y aquél se prepara mientras desenfunda su

espada; no obstante, la voz amenazante se burla y le exige dejar a la muerte en paz.

24  

Leporello aduce que debe ser un alma que tras la irrupción en ese territorio santo ha

despertado; Don Giovanni se burla de semejante ocurrencia y explica que debe ser

algún bribón burlándose de ellos, pero mientras afirma esto se percata de la inscripción

de una de las estatuas, que indica ser la del Comendador. Don Giovanni obliga a

Leporello a leer la inscripción, que dice:

LEPORELLO: “Aquí espero la venganza para el malvado hombre que me condujo a la muerte”7.

Don Giovanni, se burla e irónicamente lo invita a cenar con él esa noche. Leporello se

aterra y le asegura que esas palabras anuncian una terrible venganza de un alma que

parece continuar entre ellos escuchando y que quiere hablar. Don Giovanni da la

espalda a su sirviente mientras continúa burlándose; Leporello, en cambio, se voltea

para observar a la estatua y entonces se percata que ésta tiene vida. Temblando,

Leporello le ruega a Don Giovanni que observe; sin embargo, su amo se indigna y le

ordena que no insista. El terror no le permite a Leporello guardar silencio y en cambio

le asegura a Don Giovanni que es probable que la estatua quiera ir a cenar con él. En

tono de burla, Don Giovanni pregunta en voz alta si es cierto eso y se escucha

proveniente de la estatua una voz que responde afirmativamente.

Don Giovanni convencido entonces de lo que balbuceaba su atemorizado sirviente, que

ahora está sin palabras y que a penas puede moverse, sólo puede referirse a esa escena

como bizarra… el viejo asesinado ahora irá a cenar con él la noche que sigue, de modo

tal que debe llevar a cabo todos los preparativos para recibirle.

La quinta escena da comienzo con Donna Anna y Don Ottavio, éste último consuela a

su prometida prometiéndole que dentro de poco verán cómo Don Giovanni paga por

todos sus crímenes. Donna Anna agradece el amor ofrecido tan desmesuradamente por

este hombre que la acompaña y ruega porque un día tal vez un día encuentre consuelo

para todo su dolor.

La última escena de la ópera da inicio con Don Giovanni ultimando los detalles de la

cena con el Comendador y le exige a los músicos que lo diviertan, que eso es lo único

que realmente le interesa. Don Giovanni y su sirviente se deleitan con los platos que se

sirven uno tras otro, intentando satisfacer los deseos de los anfitriones que gozan del

                                                            7 LEPORELLO: “Dell`empio, che mi trasse al passo estremo, qui attendo la vendetta” .Escena 4, Acto2.

 

25  

vino y de la buena música. Mientras los dos departen, irrumpe en el salón Donna Elvira

cargada de palabras de amor para Don Giovanni; ella se rinde ante su amor y quiere

olvidar los engaños y las mentiras. Pero, el seductor asombrado, hace que los músicos

dejen de tocar y se aproxima a la mujer que está de rodillas en el centro del salón. Una

vez al lado de ella le pregunta qué es lo que quiere y a esto Donna Elvira sólo tiene una

petición que hacer:

DON GIOVANNI: ¡Cielos! ¿Porqué? ¿qué es lo que quieres querida?

DONNA ELVIRA: Que tú cambies tu vida

DON GIOVANNI: ¡Buena niña!

DONNA ELVIRA: !Canalla!

DON GIOVANNI: Deja que coma, deja que coma, y si quieres, come conmigo

DONNA ELVIRA: ¡Quédate así hombre cruel, espantoso ejemplo del mal, en tu sucio hedor!8

Don Giovanni continúa con su cena, sin siquiera percatarse de las fuertes palabras

cargadas de dolor proferidas por Donna Elvira; simplemente brinda por las mujeres y el

buen vino. Donna Elvira se dispone a abandonar la estancia, cuando tras al abrir la

puerta, su rostro se transforma en una expresión de terror acompañada por un fuerte

grito. Don Giovanni reacciona sorprendido y se dispone a averiguar lo que sucede.

Leporello le ruega que no abandone la seguridad de su castillo; sin embargo, Don

Giovanni, asegurando que su sirviente está realmente loco, ordena que la puerta sea

abierta, debido a que alguien toca esperando ser atendido. Leporello corre para

esconderse debido a que asegura que no puede resistir el temor que lo embarga. Cuando

la puerta se abre, aparece la estatua que asegura está respondiendo a la invitación de

Don Giovanni realizada la noche anterior. Don Giovanni se muestra extrañado debido a

que no había creído posible algo así; no obstante, le ordena a Leporello que traiga otro

plato para el Comendador. La estatua vuelve a hablar y explica que quien ha probado la

comida celestial, no volverá a comer jamás de la comida terrenal y que asuntos más

importantes lo han llevado hasta allá. Don Giovanni le pide a la estatua que le explique

qué es lo quiere y que hable de una vez por todas.

                                                            8 DON GIOVANNI: Cielo! Perchè? Che vuoi, mio bene? DONNA ELVIRA: Che vita cangi! DON GIOVANNI: Brava! DONNA ELVIRA: Cor pérfido! DON GIOVANNI: Lascia ch`io mangi, lascia ch`io mangi, e se ti piace, mangia con me DONNA ELVIRA: Restati, barbaro! Nel lezzo immondo esempio orribile d`iniquità! Escena 6, Acto2.  

26  

La estatua le hace ver a Don Giovanni que tras haberlo invitado a cenar, tiene una

obligación; a saber, la de ir a cenar con él y le pregunta si está dispuesto a hacerlo. Don

Giovanni, que asegura no ser un cobarde, responde que no tiene temor en su corazón y

que irá con él. El Comendador exclama que debe arrepentirse de su vida, cuando

todavía está a tiempo; Don Giovanni, que había tomado de la mano al espíritu, lo suelta

y responde decididamente que no lo hará jamás. La estatua se aleja un poco de Don

Giovanni y enormes llamas empiezan a rodear al seductor, que se sorprende al sentir

temor y dolor. Al tiempo que las llamas se hacen más fuertes, unas voces que surgen de

ellas presagian un mal peor que el del dolor que sufre el cuerpo;

DEMON VOICES: ¡Todo esto no es nada comparado con tus crímenes! ¡Ven! ¡Hay un mal peor!

DON GIOVANNI: ¿Quién me lacera el alma? ¿Quién me agita las entrañas? ¡Que tormento! ¡Que desasociego! ¡Que infierno! ¡Que terror!9

Al final tan sólo queda el grito de Don Giovanni que es conducido al infierno y el de

Leporello aterrorizado por la suerte de su amo.

Cuando Leporello aún se encuentra escondido debajo de la mesa, Donna Elvira, Zerlina,

Donna Anna, Don Ottavio y Masetto entran al castillo, seguidos por algunos

representantes de la ley, exigiendo que les sea indicado el sitio donde se esconde el vil

seductor, porque buscan dar paz a su sufrimiento, poniéndolo tras las rejas. Leporello

sale de su escondite, mientras explica que ya nunca busquen más a su amo, porque se ha

ido a un sitio muy lejano, donde ya no lo alcanzarán. Asombrados todos piden al

sirviente que explique lo que ocurrió. Leporello responde entonces que el Diablo fue en

su búsqueda y tras encontrarlo se lo llevó; por esto, ante sus incrédulos interlocutores,

asegura que esa es la realidad de lo que sucedió. Donna Elvira respalda lo dicho por el

sirviente, asegurando haber visto a la aterradora aparición.

Don Ottavio se acerca a su amada y le pide que traiga paz a su corazón después de ver

que el mismo cielo vengó el terrible asesinato e hizo justicia por todos los engaños de

Don Giovanni. Donna Elvira decide terminar sus días en un convento y Zerlina y

Masetto simplemente cenarán juntos de ahora en adelante. Leporello sólo puede aspirar

a encontrar un nuevo amo que lo guíe, porque ya solo no puede vivir.

TODOS: Este es el fin de quien hace mal, de quien hace mal, de quien hace mal. Y la muerte del hombre malvado10.

                                                            9 DEMON VOICES: Tutto a tue colpe è poco! Vieni! C`è un mal peggior! DON GIOVANNI: Chi l`anima mi lascera? Chi m`agita le viscere? Che strazio, ohimè, che smania! Che inferno, che terror! Escena 6, Acto2. 

27  

Una vez presentada la trama de la opera, se hace necesario ahora indicar el sentido

dramático que encarna Don Giovanni, a saber, la fatalidad del seductor y su enigmático

poder.

Pero, para que esto sea posible, nos parece importante hacer una aproximación general

a la música y, más que a ella directamente, a su carácter estético, que permitirá más

tarde la comprensión de sus características, alcances, cercanía con el lenguaje, en tanto

un tipo diferente de lenguaje, y su aspecto primordialmente sensorial, que abrirá a la

configuración del personaje de Don Giovanni en tanto existencia puramente musical.

1.3 La música como disciplina de disolución

“Siempre queda algo que no puedo pronunciar y que, sin embargo, Quiere hacerse oír. Es algo demasiado inmediato para ser captado en palabras”

Kierkegaard Trabajar la música en búsqueda de aquello característico de lo denominado como forma

musical es un trabajo arduo y extenso, que no podemos desarrollar en su totalidad

ahora; sin embargo, intentaremos acercarnos un poco a lo que podría caracterizar a la

estética musical y sobre todo, intentaremos desarrollar el trabajo desde la comprensión

de la música como un lenguaje radicalmente diferente al de las palabras, para exponer

sus posibilidades semánticas que lo vinculan necesariamente al carácter de Don

Giovanni.

A lo largo de la historia múltiples estudiosos se han aproximado de diversas maneras a

la música, a sus fuentes, también a la historia precedente a ellos, cada uno proponiendo

numerosas perspectivas que se van abriendo cada vez más y que reconocen una

vinculación necesaria entre el plano puramente científico, más exactamente el

comprensible a partir de las causas físicas que explican la dinámica del sonido, con su

percepción a través del oído, aspecto más ligado a la psicología en tanto que abre a un

mundo sonoro directamente configurado por el que escucha y producido por aquello que

escucha: “el análisis de las causas que han motivado la adopción del principio de la

tonalidad y el examen de la correspondencia entre la estructura física del sonido y la

psicológica del oído constituyen premisas necesarias para la estética del lenguaje y de la

percepción de la obra”. (Tello, 2003, 226).

                                                                                                                                                                              10 ALL: Questo è il fin di chi fa mal, di chi fa mal, di chi fa mal. E de`perfidi la morte. Ibíd. 

28  

Es posible ver cómo el estudio de la música abre panoramas múltiples de investigación,

que no sólo atañen a una ciencia o quehacer especializado, sino que, más bien, permiten

la aproximación a niveles más amplios, que tocan la existencia del hombre, de las

comunidades configuradas por él y su forma particular de estar en el mundo. De esta

manera, la obra musical abordada desde una perspectiva lingüística implica cierta

comprensión de ésta como obra cargada de significado, que a su vez incide directamente

en la percepción. Cuando la música es concebida de esta manera, el abordarla no será

únicamente un estudio académico o teórico, sino que, por el contrario, tendrá

repercusiones directas en la forma de comprender y a su vez de configurar mundo. Por

ejemplo, los Pitagóricos fundaron su pensamiento y a su vez la forma de comprender el

universo en la música, en la medida en que ésta, se encuentra determinada por la ley de

consonancia, descubrimiento que les permitió proponer dicha ley como el estatuto a

través del cual es posible explicar las dinámicas terrestres, fisiológicas y el universo

entero:

La ley de las relaciones simples establecía la superioridad de la primera y la erigía en explicación del principio de orden. Una composición no es una suma de sonidos sino una sucesión de intervalos, es decir, de relaciones de cada tono con el anterior y el siguiente. El pitagorismo extendió la investigación a las otras artes, a la estructura y fisiología humana, a los ritmos planetarios y obtuvo el mismo resultado: la ley de consonancia fundamento del orden cósmico. En virtud de la correlación, desde la música apertura a la armonía universal” (Tello, 2003, 228).

La música es entonces armonía, esto es, el máximo exponente del orden y expresión del

movimiento de los astros. En la música se vincula el hombre, la naturaleza y el cosmos,

constituyendo todo esto una sinfonía que explica y funda la vida. Se ha llegado a

trabajar la música comprendida ésta no como una representación más del mundo, de la

naturaleza o de las Ideas (en sentido platónico), sino como representación directa de la

voluntad en sí misma. Precisamente, Schopenhauer explora esta tesis explicando que la

música es ella misma una Idea, una representación de la voluntad al mismo nivel de las

demás Ideas:

En efecto, la música es una objetivación e imagen de la voluntad tan inmediata como lo es el mundo mismo e incluso como lo son las ideas, cuyo fenómeno multiplicado constituye el mundo de las cosas individuales. Así pues, la música no es modo alguno, como las demás artes, la copia de las ideas sino la copia de la voluntad misma cuya objetividad son también las ideas: por eso el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las demás artes: pues estas sólo hablan de la sombra, ella del ser (El mundo como voluntad y representación I, § 52, 313; 304).

29  

La música así comprendida presupone un mayor impacto sobre el oyente que se ve

inmerso en una experiencia sonora que sin que tenga que apelar a la conciencia, está

completamente comprendida. En la medida en que la música es ella misma una

totalidad, en la que a través de la melodía se expresa la esencia del mundo, la música se

dirige directamente al sentimiento, no como un estadio inferior al de la razón, sino como

el escenario que permite la completa claridad frente a lo expresado como lo logra

únicamente un lenguaje universal.

Aunque efectivamente todas las artes expresan, y las obras producto de ellas y de su

creador, manifiestan un tipo de vida insuflada, que también llega hasta aquellos que son

partícipes de su belleza, la música prevalece sobre las otras artes por varias razones;

intentaremos ahora presentar algunas de ellas.

La música, comprendida por muchos como necesariamente vinculada al sentimiento, no

basa dicha necesidad en una atribución arbitraria, sino más bien a una condición que

según S. Langer, estudioso de las filosofías simbolistas y con claro reconocimiento en

las corrientes iconológicas, determina la forma en que se proyecta la música, porque

ésta guarda una enorme similitud en su estructura con la estructura del mundo

emocional de aquel que compone. De igual forma, el compositor al enfrentarse a la

creación se ve determinado por leyes que condicionan la forma en que objetivará su

mundo siguiendo la objetivación de dichos estatutos, de esta manera, no se está

vinculando tan sólo un sentir puramente individual, sino también está haciendo

intervenir necesariamente a la razón, en la medida en que encuentra en las leyes

universales explicaciones subyacentes y metodologías, que permiten su reconocimiento

y la posterior emisión de un juicio universal sobre los contenidos que expresa:

El descubrimiento del sorprendente y admirable fenómeno de la disposición igual del orden de los armónicos en todos los sonidos confería argumentos científicos al uso del acorde perfecto mayor como base de la armonía y de la tonalidad y refería la estructura musical creada por el compositor a un principio universal. El músico objetiva su propio mundo, pero también su dependencia de estas “leyes eternas de la armonía”. (Tello, 2003, 232).

Entonces, podemos afirmar ahora que la música no debe ser únicamente abordada ni

desde un empirismo radical, ni tampoco desde un racionalismo extremo, pues la música

expresa y lo hace según por leyes que se ven determinadas por la concepción de la

armonía y la consonancia. La particularidad de la música radica en que sus alcances son

mayores que los de la palabra, que resulta limitada por la precisión que ella misma

30  

exige; ciertamente, la palabra expresa y puede a través de ella comprenderse y

transmitirse un sentimiento, o el sentimiento al que ella misma refiere, sin embargo, la

música logra la vivencia del sentimiento sin necesidad de recurrir a la palabra o a una

imagen:

Como el escritor, el músico lo hace a través del sonido, pero articula sólo vibraciones en estado físico puro, sin previa determinación semántica como la sílaba y la palabra. En cambio, tensa hasta casi al límite de la audibilidad los parámetros sonoros de tono, intensidad y timbre y ordena con rigor las duraciones, lo que, como afirmaba el compositor F. Mendelsohn, permite la transmisión de una riqueza de vivencias afectivas, a la que la poesía no puede aspirar. (Tello, 2003, 234).

La música traspasa así el lenguaje, y no sólo el de las palabras, sino también el lenguaje

encerrado en una particularidad que expresa infinidad de afecciones, pues éstas, al ser

traducidas en la música adquieren la universalidad del sentimiento en sí mismo y

posibilitan la experiencia, su vivencia plena. La manifestación que se logra a través de

la música transgrede los límites de la palabra, porque ella no cabe dentro de la

racionalización conceptual, y la palabra queda corta ante lo que se impone a través de la

música. La “contemplación” de la Idea se logra en su forma completa y sin desvirtuar en

la música bajo la forma del sentimiento, cuando la realidad en su completo dinamismo

se hace presente; el hombre, la naturaleza, la sociedad no son ya simples imitaciones o

representaciones sino que se “encarnan” o se manifiestan por completo en la música y

por ella:

De ahí que no exprese esta o aquella alegría particular o determinada, esta o aquella aflicción, dolor, espanto, júbilo, diversión o sosiego, sino la alegría, la aflicción, el dolor, el espanto, el júbilo, la diversión y el sosiego mismos, en cierto sentido, in abstracto; expresa su esencia sin accesorio alguno y, por tanto, sin sus motivos. Sin embargo, la comprendemos perfecta en su quintaesencia abstraída. A eso se debe que nuestra fantasía sea tan fácilmente excitada por ella y tentada a dar forma a aquel mundo espiritual, invisible pero de vivo movimiento y que nos habla inmediatamente, a revestirlo de carne y hueso, esto es, a materializarlo en un ejemplo análogo (El mundo como voluntad y representación I, § 52, 317-318; 309).

La infinidad de sinfonías que son construidas al interior de la música manifiestan la

misma infinidad de movimientos emotivos que constituyen al hombre y que lo

caracterizan como ser impulsado por sus deseos y afecciones. La manifestación del

complejo mundo interior del hombre es absolutamente lograda por la música como

lenguaje que al no estar determinado por el lenguaje de las palabras no apela a la razón

sino a las fibras más íntimas del hombre. Éste, sin saber de qué forma comprende estas

verdades, se deja afectar profundamente y reconoce en lo que escucha la completa

encarnación del sentimiento.

31  

Múltiples estudios han señalado de igual forma, una cierta vinculación no sólo emotiva,

sino también fisiológica, que se impone en la composición de las obras musicales en los

diversos pueblos y comunidades, porque el impacto afectivo y sus alcances expresivos

están condicionados por las condiciones del cuerpo, como el pulso de las venas y la

regularidad del aparato respiratorio, que marcan la organización rítmica y, por lo tanto,

la posterior percepción y significación.

De esta manera es posible esclarecer la forma en que la música puede generar

reacciones de todo tipo, desde las fisiológicas, hasta las afectivas, éticas e ideológicas:

Los efectos anestésicos de la experiencia estética pueden implicar reacciones en el comportamiento ético: se atribuye a cada escala, timbre instrumental, modo, tono, ritmo, tipo melódico y estructura formal la expresión de un ethos y un pathos determinado. En consecuencia, además del artístico, la partitura es objeto de juicio moral, impulso para el bien o para el mal (Tello, 2003, 249).

Los efectos generados a través de la música no sólo recaen en el oyente sino que

determinan a aquel que escribe la partitura y sobre todo al personaje que encarna el

pathos expresado. Es a través del pathos que la música demuestra su poder, y no sólo

eso, sino que, en esa medida constituye al personaje determinándolo hasta el punto de

ser la música misma la fuerza que potencia sus acciones y su esencia. La música tiene,

como se explicó más arriba, una estructura similar a la de la estructura emocional del

hombre que, como forma constitutiva de estar en el mundo se desenvuelve deseando,

construye su existencia en la búsqueda de la satisfacción no sólo de sus necesidades

básicas, sino también, en la búsqueda de la felicidad que cimienta en la consecución de

los múltiples deseos:

La esencia del hombre consiste en que su voluntad aspira a algo, queda satisfecha y vuelve de nuevo a ambicionar, y así continuamente; incluso su felicidad y bienestar consisten únicamente en que aquel tránsito desde el deseo a la satisfacción y desde esta al nuevo deseo avance rápidamente, ya que la falta de satisfacción es sufrimiento y la del nuevo deseo nostalgia vacía, languor, aburrimiento; de igual manera, y en correspondencia con eso, la esencia de la melodía es una continua desviación y apartamiento de la tónica a través de mil caminos, no solo a los niveles armónicos de la tercera y la dominante sino a cualquier nota: a la séptima disonante, a los intervalos aumentados, pero siempre termina en un retorno al bajo fundamental (El mundo como voluntad y representación I, § 52, 316; 307).

Este punto será retomado más adelante cuando entremos a caracterizar a Don Giovanni

como personaje entera y necesariamente musical. Para ello, concentraremos nuestro

trabajo en la manera en que la música constituye a dicho personaje y no, en los efectos

que podría tener en los oyentes, ya que sobre esto hay múltiples teorías que podrían

desviar nuestra atención. Además es necesario advertir que no intentamos ahondar en

32  

los supuestos efectos prácticos de la música, sino más bien en la misma esteticidad de

ésta, que permite el nacimiento de poderes como el de la seducción y que siempre

permanece al interior de la música misma como único campo sobre el que recae la

responsabilidad del compositor:

La influencia más profunda de la música no consiste en los efectos prácticos anteriormente enumerados sino que se ejerce a través de su misma esteticidad: la denominada música pura nos introduce plenamente en la esfera de la mera contemplación, permite vivir el gozo del desinterés, condición de toda virtud individual y social. En último término ocurre lo mismo en toda obra, aun la comprometida, porque en el arte los valores anestéticos se subsume en el artístico de la forma que los expresa. La responsabilidad del artista, compositor o intérprete, es fundamentalmente estética. (Tello, 2003, 251).

La configuración puramente musical es lo que caracteriza al lenguaje musical incluso

cuando de éste hace parte un texto escrito, que pretenda ser expresado o, incluso, ser su

explicación o sustento. La música logra quedarse al margen del texto de manera que ella

misma es no sólo la forma que expresa un contenido, sino que es el contenido mismo,

en la medida en que lo expresado nace siempre como pensamiento musical, que

mantiene su significado y efecto en él mismo, configurando un tipo de presencia que

nunca se ve ni se lee, sino que se escucha y que afecta:

Lo que caracteriza a la música es que las ideas o sentimientos que pueden estimular la composición se convierten en ideas musicales, el móvil inspirativo cristaliza en temas; el contenido es subsumido en la forma, queda inmanente en ella y matiza la vivencia de su percepción; la estructura constituye cuenco, porque la idea es principio de configuración de la materia. (…) En música, el término “tema” no indica el argumento externo que se expresa sino un pensamiento rigurosamente musical constituido por un breve conjunto de sonidos organizados tonal o atonal, melódica o armónica y rítmicamente; con estos temas o motivos (en número muy limitado, a veces solo uno) crea el autor la estructura según la lógica propia del lenguaje musical, no del contenido que pueda asumir. (Tello, 2003, 253).

En esta medida, el lenguaje musical no es un lenguaje que remite a una interpretación o

a algo más allá de él, sino que se caracteriza por ser un lenguaje orgánico y

autosuficiente, que nunca requiere de un análisis de carácter semántico pues, en la

partitura y en su ejecución está la experiencia estética misma que se cierra sobre ella y

que constituye un lenguaje completamente particular.

Precisamente, el lenguaje musical se caracteriza por estar conformado por una infinidad

de timbres y vibraciones que le permiten al compositor, a través de todos estos matices,

configurar una experiencia afectiva con todas sus características y minucias. Las

posibilidades a las que abre la música crean nuevos recursos que configuran

33  

propiamente el mundo sonoro. El movimiento vibratorio que caracteriza a la música se

mueve en el tiempo, que a su vez está determinado por el compositor que define su

sucesión y ordenamiento, aspectos que constituyen el tema según su rítmica y, por

supuesto, según su duración y repetición en sus movimientos ondulatorios en el tiempo.

Cada organización se adopta libremente y no está regida por un canon externo, que

indique de manera absoluta la forma en que debe ser escrita una obra musical:

Desde el punto de vista fenoménico la composición se ofrece como una gran multitud de movimientos vibratorios determinados y estructurados según el orden impuesto por su autor. Según se ha indicado, el carácter temporal de las vibraciones y el curso de la vida humana hace posible que el compositor pueda efectuar una transposición de sus vivencias afectivas e ideológicas en la organización del cosmos sonoro de la partitura. (Tello, 2003, 259).

A continuación, examinaremos el modo como estos elementos generales sobre la

estética musical se encuentran presentes, en general, en la obra de Mozart, y, en

particular en su Don Giovanni.

1.4. Don Giovanni: la nostalgia del caos encarnada

Don Giovanni nace; se encarna en la ópera de Mozart como la potencia por naturaleza

disgregadora. Este personaje es propiamente la fuerza de la potencia destructora y, en

esa medida, carga con el más grande dolor; el pathos de la angustia de muerte en una

vida que se desenvuelve como pura inmediatez, como ruptura y desfogue de la más

incontrolable fuerza de la naturaleza: “El dolor de Don Giovanni es vivo, irrestañable y

soberano. El dolor brota poderoso y destructor como desde una herida abierta. Y toda la

obra se encuentra desde el principio bajo el signo de la muerte y de la angustia mortal”

(Kunze, 1990, 349).

El dolor se apodera de todas las fibras de la ópera y lleva a cabo su tarea disgregadora,

amenazando con destruir incluso la existencia humana en cuanto existencia en sociedad

abriendo constantemente un abismo irrecuperable, haciendo temblar los que parecían

los más resistentes cimientos sobre los que se sustenta lo humano: “Se derrumba lo

consistente y cuanto garantiza la consistencia, por ejemplo la fidelidad y la confianza”.

(Kunze, 1990, 350) 

Cada uno de los personajes que rodean a Don Giovanni corre el riesgo constante de una

pérdida insalvable de sí mismo, al verse envueltos por el caos provocado por el

34  

dinamismo del seductor, caracterizado éste por nunca establecer lazos hasta el punto en

que “la falta de vinculación es el presupuesto incondicional de su existencia. Siempre

está pensando en destruir los puentes a su paso mediante la fuga o el disfraz constantes

se resiste a fijar su identidad” (Kunze, 1990, 351). Don Giovanni se presenta entonces

como una fuerza sin rostro, se oculta detrás de múltiples máscaras y se pierde entre la

energía que como un enorme remolino destruye lo que encuentra a su paso. La

intervención de Don Giovanni es la “intervención de un poder superior, suprarreal, que

acepta el desafío y quiebra toda resistencia” (Kunze, 1990, 352).

Don Giovanni se presenta adornado por todos los encantos de su naturaleza y sus

hechos con los que fractura y hace tambalear todas las relaciones y vínculos sociales;

todas sus características están indisolublemente unidas a los atractivos de su

personalidad de seductor. Don Giovanni es muchos rostros y máscaras; se oculta y

desde el principio de la ópera hasta el final muestra cómo no es una unidad digna de ser

comprendida y aprehendida, pues siempre escapa y se mueve entre voces y figuras

diversas. Encontramos desde el primer acto la sentencia de Don Giovanni a pesar de las

advertencias y amenazas de Donna Anna:

DONNA ANNA: No esperes nunca, si no me asesinas, que yo te deje huir11.

Este personaje amorfo es también un personaje sin lugar, en la medida en que no

establece vínculo alguno con nadie más tampoco lo hace con un espacio o lugar

determinado, se mueve por el mundo quedando por fuera de la estructura de la sociedad;

sin embargo, su tragedia no se restringe a su existencia, sino que, por el contrario, se

extiende como una peste hasta su sirviente y acompañante, hasta el punto en que

Leporello también quedará sin lugar: “tampoco Leporello dispone de albergue estable y

sigue a su señor de un lado para otro y es indudable que seguirá recorriendo el país

cuando encuentre un nuevo señor. Es demasiado lo que ha incorporado de la vida de

Don Giovanni como para encerrar su existencia en una honorable tranquilidad”.

(Hildesheimer, 1977, 55)

En un primer momento cuando nos aproximarnos a Mozart y a la necesidad de que esta

cercanía se diera a través de la comprensión puramente musical, intentamos presentar la

                                                            11 DONNA ANNA: Non sperar, se non m`uccidi, ch`io ti lasci fuggir mai. Acto 1, escena 1

 

35  

principal diferencia entre los lenguajes que podríamos llamar conceptuales y el lenguaje

musical. Para acceder a la figura de Don Giovanni es necesario también hacerlo desde la

música y sólo desde ella. El seductor, la potencia de la naturaleza erótica encarnada en

Don Giovanni, no se despliega desde la palabra o el pensamiento sino desde la música y

en ella, es decir, nuestro personaje está inmerso en su movimiento, dinamismo y poder.

Don Giovanni se hace presente en las variaciones musicales en la medida en que éstas

configuran propiamente su existir; “La música lo crea desde fuera, sin que él mismo lo

sepa, pero es a través de ella que se ha hecho presente” (Hildesheimer, 1977, 55). 

Es necesario ahora comenzar a elaborar con más detalle esta idea de Don Giovanni

como personaje puramente musical sobre las bases que hemos presentado como

características propias de una existencia como la de este seductor. Podemos comenzar

con una paradoja que presenta Don Giovanni y que explicará el primer rasgo

contundente por el que su entorno y constitución existenciales son de carácter

enteramente musical.

La destrucción y puesta en riesgo de cualquier tipo de comunidad, en la medida en que

Don Giovanni se erige como la única fuerza motriz, de manera que es él quien domina y

a su vez provoca todas las acciones consumiendo a los demás personajes y provocando

enormes abismos, simultáneamente está determinando la cohesión de todas las fuerzas

centrífugamente divergentes, de manera que en ese movimiento hacia el centro, las

consume al centro mismo de la obra, concretamente sobre la concepción musical. La

ruptura que en primer momento produce, es a su vez la potencia que vincula en un

remolino las más diversas fuerzas que se encuentran en constante confrontación y esta

es propiamente la facultad que sólo posee la música; “En particular, en cuanto

posibilidad, instaurada a través de la música, de una actuación conjunta de fuerzas

heterogéneas y en cuanto construcción de un campo de juego para la confrontación, el

conjunto recibe un nuevo acento” (Kunze, 1990, 354).

Particularmente en el Don Giovanni esta confrontación es siempre una confrontación

manifestada por la sobreposición rítmica; esto es, el encuentro de ritmos de tipo binario

pero con acentos marcados en diferentes partes del compás. El campo de juego sobre el

que se instaura la figura de Don Giovanni es propiamente un campo de juego rítmico,

espacio único en el que dicho personaje tiene la posibilidad de encuentro y choque con

los otros personajes a los que arrastra y consume en lo que termina convirtiéndose una

36  

pluralidad de voces, o más bien, de ecos que resuenan en el enorme vacío de la voz y

presencia de Don Giovanni.

La sobreposición rítmica a la que acabamos de aludir no sólo refiere a la ambientación

de una situación particular representada en la ópera, sino que es más bien, el

resquebrajamiento de la música propiamente, esto es, también la música se fractura en

sus fundamentos, en múltiples momentos de la ópera y en especial cuando en el punto

culminante del finale “ las tres danzas- el minué, la contradanza y la alemanda- suenan

simultáneamente y como resultado de la superposición de los diversos tipos de compás

se desintegra el sistema en virtud del cual la multiplicidad de acontecimientos

musicalmente heterogéneos podía aparecer como una estructura perfecta” (Kunze, 1990,

355).

Los múltiples derrumbamientos que se están produciendo en el trascurrir de la ópera son

las respuestas constantes a la intervención de poderes supra terrenales en constante

conflicto, ya sea el espíritu del Comendador que en el cementerio se hace presente a

través de la estatua o la misma existencia de Don Giovanni como potencia natural

encarnada en un personaje sin rostro. Todos estos cambios dramáticos se producen en

principio en la música y por ella en el conjunto completo de la ópera a través de la cual

existe Don Giovanni. Las alteraciones tonales que en sus variaciones abren abismos que

son propiamente los vacíos que conducen al centro mismo de la obra posibilitan la

intercomunicación y manifestación del drama y simultáneamente manifiestan su

incompatibilidad, fuerza y choque.

Al interior de la comunidad, en el encuentro de las partes y en las situaciones

producidas tras la llegada de Don Giovanni lo que se muestra es la malogración de la

comunidad fundamental, sin embargo, ésta se da en la coincidencia que se impone a

través de juegos rítmicos de las confrontaciones más fuertes. Se está inmerso en el

oleaje descontrolado de combinaciones de acentos, de voces, que pugnan por sobresalir

y que tan sólo resultan siendo ecos ahogados pero aún escuchados de trasfondo en la

presencia amorfa y enorme del remolino Don Giovanni, del centro mismo de la obra.

La unidad es posible únicamente sobre la posibilidad que brinda la música. Es sobre la

concepción musical que es posible la paradoja, dicha concepción es propiamente el

único camino de encuentro, encuentro que siempre será un choque de las fuerzas más

diversas y potentes consumidas por su centro.

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El ferviente dinamismo de Don Giovanni se escribe en un lenguaje y “alfabeto”

radicalmente diferentes. Se mueve constantemente como fuerza disgregadora que por su

condición de existencia, que ya hemos dicho es la música, brinda la unidad básica de la

ópera tras la angustia y el terror de muerte que lleva consigo.

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Capítulo 2 La seducción de una pasión o Kierkegaard se entrega a Don Giovanni

“¡Oh Mozart inmortal, a ti te debo todo, a ti te debo el hecho de haber perdido la razón, Te debo la ofuscación de mi alma, haberme estremecido en lo más íntimo de mi ser,

A ti te debo el hecho de no haberme pasado la vida entera sin que nada Pudiese conmoverme, a ti te doy las gracias por no tener que morir sin haber amado,

Aun cuando mi amor sea desgraciado” Kierkegaard.

Teniendo ahora clara la distancia que hay entre las palabras y el lenguaje musical y, de

esta manera, entre lo que le corresponde cabalmente expresar a la música, encarnado en

el caso particular de Don Giovanni. Así como también habiendo introducido a la

existencia peculiar de un seductor desde la visión particular de la música, nos

concentraremos ahora en ahondar en el personaje construido por Kierkegaard a la luz de

lo que escuchó y presintió en la ópera de Mozart. Pretendemos con esto dar forma a una

existencia de por sí informe y problemática que se camufla entre las disonancias, ecos y

sonidos que ella misma produce, de tal forma que podamos comprender la forma en que

la genialidad sensual se expresa y se desarrolla con toda su potencia a través de lo que

Kierkegaard denomina existencia estética, para configurar el drama que se lleva a cabo

en su interior y escenificar apropiadamente el juego de máscaras y sobre todo, de voces

susurrantes en el que se lleva a cabo la tragedia del seductor.

En un segundo momento, intentaremos presentar el movimiento que se da en el paso de

una existencia puramente musical que lejos de hablar, resuena en movimientos

vibratorios que no denotan conciencia alguna, hacia una existencia similar y sin

embargo, determinada por la palabra, la estrategia y el engaño. Este salto hacia la

palabra y su poder nos permitirá esclarecer la forma de vida del esteta en tanto irónico,

de Sócrates como punto de quiebre y, posteriormente del ironista romántico para

culminar con la risa del verdadero humorista, con la carcajada de la pura ironía.

Reafirmarse como escritor no es simplemente asumir la responsabilidad de transmitir un

punto de vista, no es tampoco un mero divertimento, ni una actividad puramente

lucrativa. La escritura, para Kierkegaard, es más bien la única forma que permite expiar

los pecados y conducir a los demás hombres por el camino adecuado. Por esta razón,

nuestro filósofo no duda en afirmar:

39  

Ser escritor ha sido, en el fondo, mi sola posibilidad. Ser cura de pueblo era mi idea; pero, en un sentido, yo no soy hombre y, por tanto, no podía asumir esa tarea; y, aunque lo hubiera sido, me hubiera acuciado la necesidad de escribir. Ahora bien, yo no me he hecho escritor para triunfar en el mundo. Desde mis primeros escritos ya se me odiaba, pero seguí escribiendo. Me di cuenta enseguida de que el que se me odiase no era garantía de verdadera religiosidad; eso era sólo un estado de embriaguez. Debía andar con mucho cuidado y no equivocarme (Suances, 1997, Tomo I, 170).

Por esta razón, podemos afirmar ahora que la salvación de su vida, que había sido

marcada profundamente por el sufrimiento, la alcanza Kierkegaard únicamente a través

de la escritura. La proyección “bajo ángulos diversos” de su vida y de los sucesos que la

determinaron, constituye la intensidad de la obra kierkergaardiana; cada escrito, cada

palabra es vida y obra, cada idea conmociona, porque ha afectado con anterioridad el

alma de este escritor de vocación, de este escritor de su propia existencia. A través de

una voz, impersonal si se quiere, Kierkegaard seduce una y otra vez al lector,

plasmando en sus textos aquellos ideales que determinan su propia vida. Más allá de

instantes particulares o sucesos aislados en la realidad de su propio mundo, Kierkegaard

apela a esa voz que anuncia al oyente una posibilidad que él mismo puede alcanzar, su

propia salvación.

El mensaje que incita a la búsqueda, que no se plasma bajo una formulación de doctrina

a seguir, es el mensaje de una comunicación indirecta expresada bajo la rubrica de sus

múltiples nombres o pseudónimos. Esta comunicación indirecta es la forma más

apropiada para incitar a la reflexión personal, pues es la comunicación de una verdad

que engaña, que se da a las espaldas, ya que está presentada desprevenidamente y así va

conduciendo a su oyente a través de los peldaños que en su ascenso pueden provocar el

alcance de la más plena simplicidad. Esta es la forma más apropiado de proceder,

cuando lo que se busca es expresar los contenidos del cristianismo, es decir, cuando se

busca generar la conversión o afirmación a través de un previo reflejo en un afuera

diferente. Kierkegaard se refiere de la siguiente manera al itinerario de su proyecto de

escritura: “Empezó con las obras estéticas mayéuticamente, y todas las obras escritas

con pseudónimo son mayéuticas. Esa, precisamente, es la razón de que todas esas obras

fueran escritas con pseudónimo, mientras que la comunicación directa religiosa (que

estaba presente desde el principio como una sugestión brillante) llevó mi propio

nombre”. (Mi punto de vista, 188).

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Rostros, situaciones y escenarios inventados constituyen buena parte de la obra de

Kierkegaard, y más que eso, lo constituyen, enriquecen y proyectan como autor con un

punto de vista especial, guiándolo constantemente hacia el objetivo último de su vida.

Kierkegaard se disfraza con las máscaras de su época, hace explícita su decadencia y

apela a sus intereses y superficialidades para así, hacerlas patentes, indicado en cada

momento un camino posible de salida al letargo de su época y con ello un camino de

plena salvación. La subjetividad, característica primordial de los pseudónimos, permite

la apertura a la interioridad y, de esta manera, abre la posibilidad de la afectación en el

encuentro de vidas que se tañen y que son escuchadas. Por esto, “los pseudónimos son

una forma de ser subjetivos, de negar la “objetividad”. La subjetividad, la interioridad,

es la verdad, y existir, lo decisivo; en mis obras pseudónimas hay un esfuerzo por

acercarme a la verdad por la interioridad y de manera indirecta; por medio de antítesis y

contrastes, contra la frialdad y el hieratismo de lo objetivo” (Suances, 1997, tomo I,

179).

En la época de Kierkegaard la actividad de escritura se caracterizaba por no tener

emisor aparente; detrás de las obras emergían fantasmas, tan sólo se erigían evasiones

de un “yo” al que se le atribuían palabras vacías. Buscando modificar de manera

fundamental esta situación, Kierkegaard se vale de la emergencia de rostros y voces

claramente definidos, que van cambiando con la intención de cada texto y que operan

como una ocasión para mantener oculto a su verdadero autor. Esta estrategia de

encubrimiento se condensa en el uso de los pseudónimos. Este procedimiento se

justifica porque el mundo no se encuentra aún preparado para recibir al propio “yo”. En

este sentido, el uso de los pseudónimos tiene una doble función: encubrir y preparar un

acontecimiento por venir. Pero, a pesar de ser invenciones, estos rostros se

desenvuelven en la completa realidad de la vida, pues surgen desde el centro de ésta,

anunciando al “yo” que los vincula a todos, a la primera persona y a la responsabilidad

de lo dicho. Por esto, Kierkegaard no duda en reconocer que su “acción en ese sentido

es la de un precursor que anuncia al “yo”. Pero el viraje de esta abstracción inhumana

hacia la personalidad, ésa era (su) tarea”. (Suances, 1997, tomo I, 180).

Debido a que, como ya hemos dicho, las diversas personalidades de cada uno de los

pseudónimos son vidas inscritas en realidades determinadas y, por lo tanto, existencias

afectadas que pueden conmover y transformar, cada una de ellas implica una forma de

41  

abordar la existencia. En este sentido, podemos afirmar ahora que “los pseudónimos son

una obra de fabulación donde yo creo diversos tipos: el libertino, el desesperado, el

sensual, el alegre, el seductor…; son ideas psicológicas personificadas (…) Son

personajes que yo he imaginado y plasmado hacia fuera. Soy el apuntalador que ha

creado poéticamente esos personajes; pero éstos crean a su vez su vida con sus propios

nombres, riesgos, decisiones y errores”. (Suances, 1997, tomo I, 180).

En la medida en que estos personajes encriptados crean a su vez su propia realidad,

horizonte y consecuencias, se independizan de alguna forma del “yo-autor” que opera

detrás de ellos, configurándose y reformulándose en cada momento aunque estén

también ligados sutilmente a aquel que les otorga su voz. Cada etapa de la existencia se

encarna en dichos personajes y con ellos la propia existencia se encausa hacia el plano

superior que supone el camino del hombre de por sí desgarrado, orientándola hacia la

unidad y el progreso. Por esto, Suances no duda en afirmar que “los pseudónimos son

una manifestación de la pasión de lo infinito y son también expresión del anhelo de

progreso y unidad en el desarrollo de sí mismo. Igualmente plantean los diversos

estadios en orden a la verdad cristiana; los present(a) cubiertos de disfraces; cada uno se

identificará con alguna faceta existencial, pero percibirá la llamada a dejar una e

instalarse en otra superior”. (1997, tomo I, 180).

La respuesta a la llamada que se percibe en cada uno de los estadios existenciales, sólo

puede ser atendida a través de una acción que, más que un paso hacia adelante, supone

un salto cualitativo que no niega el estadio anterior, pero que sí lo supera; por tanto, la

instalación en el nuevo estadio supone un cambio radical para aquel que elige llevarlo a

cabo. Es decir, aquel que se sumerge en una nueva “faceta” existencial, lleva implícita

la marca de la metamorfosis;

Es justamente el salto cualitativo, que se da sólo en momentos de crisis en los cuales es necesario correr el riesgo y rechazar un modo de vida anterior estético y seguro por otro posterior ético o religioso. Lo que define radicalmente al salto es la elección, lo cual no implica que cada estadio sea una negación de todas las situaciones existenciales del estadio anterior, sino que lo que es negado en cada salto, y por eso el salto es cualitativo y no meramente acumulativo, es una actitud de vida que debe ser sustituida por otra totalmente nueva. (Cañas, 2003, 25).

La jerarquía entre los estadios, que ahora se hace patente, hace manifiesta también la

tarea de Kierkegaard como escritor y como guía hacia esa unidad preciada que sólo es

posible en el absurdo, en la paradoja, esto es, en la religión asumida de manera plena.

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La presentación de cada uno de los estadios supone la presentación de modos de

concebir y encauzar la vida que tienen a la base una actitud fundamental que encadena

cada situación particular.

Nos debemos referir ahora al estadio estético, debido a que es el que nos corresponde

trabajar con mayor interés. A pesar de que en este primer período Kierkegaard fue

contra sí mismo a través de sus pseudónimos, reconoció también como necesario este

proceso en su carrera como escritor y, a su vez, lo tomó como el camino más adecuado

para llevar a cabo el engaño con la verdad, que lo mantuviera en un extraño anonimato

y que, sin embargo, le permitiera también conducir a sus contemporáneos a la salvación

de la caída en la desesperación, pues este camino abre el encuentro con la verdad de su

existencia vacía o en extremo mundana. Esta situación paradójica la reconoce el mismo

Kierkegaard, cuando afirma: “Aunque este modo de existencia me enriqueció

inmensamente con observaciones sobre la vida humana, es un tipo de conducta que

llevaría a muchos hombres a la desesperación. Porque significa el esfuerzo de

desvanecer toda ilusión y presentar la idea, en toda su pureza; y verdaderamente no es la

verdad la que gobierna al mundo, sino las ilusiones”. (Mi punto de vista, 79). Es así que

Kierkegaard encontró en el camino estético la posibilidad de conjurar su más profunda

desesperación; pero, obviamente, este camino trae consigo grandes peligros, pues lo

seduce y aparta del verdadero camino de su vida, pues se hunde en la ilusión.

Hablaremos entonces de esta primera actitud fundamental basada en la inmediatez. Ésta

es la posibilidad más primaria de una existencia que se instala en lo exterior y sensorial,

abriendo entonces un mundo inacabado que se consume a sí mismo a través de un deseo

infinito, que se queda en la mera posibilidad.

Retomaremos a continuación un aspecto de gran importancia del que ya se dieron pistas

más arriba y que guiará nuestra reflexión y nuestro camino hacia el encuentro con la

música y, específicamente, con Don Giovanni. Hemos hablado antes de una voz

impersonal que se encuentra como eco en todas las obras de Kierkegaard y que, a su

vez, da cuenta de las múltiples voces que le hacen coro en cada una de sus producciones

escritas. La presentación de la obra escrita como un texto que habla es una invitación

clara a escuchar esa voz presente en sus máscaras, pues como sucede en la obra misma

de Mozart detrás de cada personaje se encuentra siempre oculta una pasión fundamental

que caracteriza a la música como producción estética, a saber, la inagotable fuerza de la

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seducción. Esta fuerza afecta en cada momento al lector, pues su poder consiste en la

capacidad de poder perturbar a la interioridad, que en tanto emisora de una realidad

existencial es capaz de una gran afección, que posibilita el encuentro entre vidas

diferentes, entre el que habla y el que escucha. En este encuentro el oído se erige

entonces como un órgano no del todo despreciable o subordinado al del la vista, que

hasta ahora ha sido tan apreciado por la tradición filosófica. El oído se recompone en la

filosofía kierkergaardiana como el verdadero puente para lograr el encuentro entre

interioridades, que sólo se pueden revelar a través de la voz. Esta reivindicación de la

escucha, la explica el mismo Kierkegaard del siguiente modo: “Paulatinamente, el oído

se convirtió en el sentido más preciado; pues así como la voz es la revelación de la

interioridad inconmensurable para el fuero externo, así también el oído es el

instrumento mediante el cual se capta la interioridad, el oído es el sentido mediante el

cual ésta se apropia”. (O lo uno o lo otro, 29).

Podemos decir entonces que el oído abre posibilidades de encuentro mucho más

amplias que las de la vista, debido a que ésta ubica al observador en el borde del mundo,

esto es, en el margen donde como un enorme ojo contemplativo todo lo alcanza a la

distancia; sin embargo, con esto se pierde el mundo mismo. En tanto relación exterior,

el ojo emite grandes discursos generales, con pretensiones objetivas y catedráticas, pues

si el ojo se encuentra en el límite exterior del mundo, resulta ser más lejano a las

interioridades que lo conforman y que hablan por él, ya que como lo señala Sloterdijk

“el sujeto vidente está “al borde” del mundo, como un ojo sin cuerpo ni mundo ante un

panorama-contemplación olímpica y teología óptica son sólo dos caras de la misma

moneda” (2001, 287).

El oído, por el contrario, hace emerger al hombre desde el centro mismo del mundo,

esto es, lo pone en medio del suceso auditivo. El oído posibilita recobrar el cuerpo y el

mundo, haciendo que la interioridad y la voz permitan el abismamiento del pensador en

las voces y sonidos más propios y relativos a un acto de escucharse a sí mismo. Este

desplazamiento lo podemos indicar de la siguiente manera:

Ningún oyente puede creer estar en la esquina de lo audible. El oído no conoce ningún enfrente; no se muestra “vista” frontal alguna en el objeto exterior, porque sólo hay “mundo” o “materias” en la medida en que se está en medio del suceso auditivo; también se podría decir: en tanto se está suspendido o inmerso en el espacio auditivo. Por eso, una filosofía de la audición sólo sería posible, desde un principio, como teoría

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del ser-en, como exposición de aquella “intimidad” que se hace globalmente sensible en la vigilia humana. (Sloterdijk, 2001, 287).

El oído posee el gran poder de acercar y, al mismo tiempo, distanciar. Esta característica

ha sido bellamente tematizada por el mismo Kierkegaard para poder escuchar con una

decidida pasión a Don Giovanni. Hay quienes creen, bajo la más miserable

incredulidad, que el vínculo entre Homero y la guerra de Troya, Rafael y el catolicismo

y Mozart y Don Giovanni, es simplemente el resultado de la azarosa conjunción de

diferentes potencias. Esta convicción les sirve de consuelo, porque les permite afirmar

que si ellos no llegaron a ser ilustres, fue por una equivocación del destino, que a otros

concedió dicho privilegio. Pero, quien sabe apreciar la música de Mozart puede

ejercitarse en una actividad grata: pensar el mundo bajo la jovial concepción griega del

kosmos, que presenta los acontecimientos del mundo como un todo bien ordenado, y, al

mismo tiempo, situarse en el centro de dichos acontecimientos, permitiendo que los

sonidos lo conmuevan, e incluso lo perturben. Esta alma valerosa prefiere entonces más

bien perderse en la contemplación de lo grande, que salvarse siguiendo el deseo de

subjetividad propio de la incredulidad ya antes descrita. Por esto, se podría decir que la

música da lugar a un pensamiento, el mundo como kósmos, y que éste a su vez da lugar

a la pérdida de sí, esto es, que provoca una cierta locura, en la que resulta gratificante

ver unidos a aquellos autores y obras que se pertenecen mutuamente, por ejemplo,

Homero y la Iliada, Mozart y Don Giovanni.

La obra de arte, la producción artística, en este caso la música, hace patente la unidad

presente en la naturaleza, en ese kosmos. Precisamente, en el encuentro no fortuito entre

la obra y su creador está implícita también la experiencia de aquel que será participe de

todo su poder. El destinatario está necesariamente vinculado también con el artista y su

obra, y ésta se consolida en ese juego de mediaciones como un lenguaje que hace

patente tanto el orden que ha permitido dicho encuentro como la locura que trae

consigo. El verdadero arte se constituye propiamente como puente que permite explicar,

en la relación entre el artista y el espectador, la maravilla del descubrimiento de ese

orden, que sólo ha sido logrado en el arte y por él, dado que éste revela la unidad que se

encuentra como sustrato en todas las partes que constituyen a la naturaleza. Por tanto,

este énfasis en la relación privilegiada entre el artista y el destinatario de la obra de arte no implica negar que existe un ideal de unidad en la naturaleza, pero sí destacar al arte como esfera en la que podemos anticipar la intuición de esa unidad y la

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experiencia de la armoniosa alegría que trae. El arte hace un único conjunto coherente de múltiples partes y pone de manifiesto, o revela esas partes en su unidad esencial. Esto es lo que distingue el arte verdadero de la mera regurgitación de una masa de detalles sin coordinación (Pattison, 1992,77) 12

Esta experiencia de la armoniosa alegría provocada en el espectador por la percepción

de la unidad expresada a través de la obra demanda entonces un receptor hábil y

sensible. Esto ocurre así porque:

Si el trabajo del autor debe llevar la impronta de su semejanza, el destinatario de la obra de arte debe tener también la capacidad de percibir la unidad en el trabajo, que es una capacidad de la mayoría de la gente carece. Cuando la idea se percibe y cuando la estética unión del artista y el destinatario se consuma en la idea, la vida es transfigurada poéticamente como en un refrescante y renovador baño, en el que las disparidades y contradicciones de la vida son reconciliadas (Pattison, 1992,77)13.

Por esta razón, podemos entonces afirmar que Kierkegaard es un receptor sensible y

que, por lo tanto, ha experimentando dicha transfiguración en su descubrimiento del

Don Giovanni de Mozart. Ha sido tocado por esa locura y se ha perdido en su

contemplación. El encuentro de Kierkegaard con Mozart se traduce en sentimientos

plenos y enormes surgidos de la experiencia misma de la escucha. La manera en que

Kierkegaard se refiere a la magnificencia de Mozart, de su música y en especial del Don

Giovanni, no escatima en razones para explicar porqué no se trata de una vinculación

incidental entre la obra y su creador, explicando que ambos se pertenecen de manera

mutua: “para el alma valerosa, para el optimate, para aquel que preferiría perderse a sí

mismo en la contemplación de lo grande (…) para su alma sería un regocijo, sería una

sagrada satisfacción ver unidos a aquellos que se pertenecen”(O lo uno o lo otro, I, 74).

La pertenencia mutua entre el autor (Homero, Rafael, Mozart, etc.) y la materia (la

guerra de Troya, el catolicismo, Don Giovanni) es lo venturoso, que supone que para

que una producción artística sea clásica e inmortal se hace necesaria la absoluta

conjunción de dos fuerzas; por un lado, la actividad poética de una individualidad y, por

                                                            12 This emphasis on the privileged relationship between the artist and the recipient of the artwork does not involve denying that there is an ideal unity in nature, but it does single out art as a sphere in which we can anticipate the intuition of such a unity and experience the “harmonious joy” that it brings. Art makes a single, cohesive whole out of a manifold of parts and reveals those parts in their essential unity. This is what distinguishes true art from the mere regurgitation of a mass of uncoordinated details. (La traducción es mía). 13 If an author´s work should bear the imprint of his likeness, the recipient of the work of art must also have the ability to perceive the unity in the work, which is a capacity most people lack. When the idea is perceive, however, and when the aesthetic union of artist and recipient in the idea is consummated, life is poetically “transfigured” as if by a refreshing, renewing bath in which the disparities and contradictions of life are reconciled. (La traducción es mía)  

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otro, el hecho de que a esa individualidad le haya sido dada cierta materia. Esas dos

fuerzas están en mutua dependencia, ya que la materia nos llega sólo bajo la concepción

del poeta y éste sólo llega a ser lo que es por medio de su obra, ya que la forma que le

imprimió a dicha materia se encontraba en ésta de antemano. Se trata aquí de una

extraña amalgama entre una pasión puesta en escena (Don Giovanni) y el sonido (la

música). La maestría de Mozart entonces consiste en poder armonizar una pasión

determinada (la seducción) con la música. En efecto, la genialidad del artista radica en

esta armonización. Por esta razón, afirma Schopenhauer que “la invención de la

melodía, el desvelamiento de todos los secretos más profundos del querer y el sentir

humanos, constituye la obra del genio, cuya acción está aquí más claramente alejada de

toda reflexión e intencionalidad consciente que en ningún otro caso, pudiendo

denominarse inspiración” (El mundo como voluntad y representación, I, § 52, 316;

307). 

Por lo dicho anteriormente, Don Giovanni sólo puede ser musical y hay entonces que

escucharlo. Este es precisamente su potencial cautivador, que atrapó más de una vez a

Kierkegaard. De acuerdo con ello, el poeta tiene el don de anhelar su materia de manera

correcta, pues sólo pide aquello que le será dado.

La entrada al círculo reducido e inmortal de aquellos que siempre serán recordados la es

logra Mozart por medio de aquello que es “el único tema de la música” (O lo uno o lo

otro, I, 74), esto es, la seducción. En Don Giovanni la materia y la forma son una y la

misma: la seducción. Por esto, Don Giovanni es con respecto a Mozart la manifestación

más perfecta de la conjunción de las dos fuerzas que se requieren para la aparición de

una producción clásica; la forma y la materia están atravesadas por ese pensamiento que

es propiamente su forma. Para Kierkegaard, Mozart llegó a ser lo que es, porque

precisamente encontró el pensamiento propio de la música y la encarnó en el personaje

de Don Giovanni:

Con el Don Juan entra en aquella eternidad que no se encuentra fuera del tiempo sino en medio de éste, aquella que ningún velo oculta a la vista de los hombres, aquella en la que los inmortales no son acogidos de una vez y para siempre, sino que siguen siendo acogidos cuando una generación pasa y vuelve su mirada hacia ellos, feliz al contemplarlos, y una generación que se extingue es seguida por otra que vuelve a transitarlos y que los configura en su contemplación; con su Don Juan, ingresa en la fila de aquellos inmortales, de aquellos visibles transfigurados que ninguna nube arrebata a la mirada de los hombres (O lo uno o lo otro, I, 76).

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Establecer un orden jerárquico entre los autores clásicos y sus obras demanda un

criterio, pero esto puede resultar algo problemático, pues esta jerarquía no puede

fundarse sólo en una de las características esenciales de la obra, ya que sustraer uno de

los elementos que determinan lo clásico, da lugar a la supresión del concepto integral de

lo clásico mismo. La materia, por ejemplo, es un momento esencial, pero no absoluto.

Eso se manifiesta en el hecho de que hay producciones clásicas en las que se puede

decir que no hay materia (como en la arquitectura, la escultura y la música), mientras

que en otras ella cumple una función importante (como en la poesía). Sería un error

establecer una jerarquía a partir de la ausencia o presencia de la materia en las obras,

error que terminaría por acentuar la actividad formativa, contrario a lo que se quiere.

Intentar determinar el orden a partir del hecho de que en algunas obras la actividad

formativa crea la materia, mientras que en otras la recibe, tendría resultados igualmente

desastrosos. Así, no debe recurrirse a un solo aspecto para fundar una jerarquía.

La compenetración de la materia con la forma, de manera que la una repose en la otra,

es lo que constituye propiamente una obra clásica, que en cuanto tal supera el paso del

tiempo. La abstracción de la idea que se apropiará de la materia adecuada, o cabría decir

que es la única sobre la que puede encontrar reposo, es lo que propiamente podrá evitar

su mera repetición monótona y la hará única.

Como el propósito de Kierkegaard es explicar por qué Don Giovanni ocupa el lugar más

alto en la cumbre del Olimpo habitado por las obras clásicas, aún es necesario un

criterio. Está claro que la clasificación no se puede fundar en una distinción esencial;

por ello resulta más apropiado optar por una distinción accidental: la consideración del

medio a través del cual la idea, la materia, se hace visible. Entre más concretos y ricos

son la idea y el medio, mayor es la probabilidad de que se dé una repetición; por el

contrario, entre más abstractos y, por ende, más pobres, menor es la probabilidad de

pensar una repetición y mayor es la posibilidad de que la idea haya alcanzado su

expresión de una vez por todas. Hay que agregar que, mientras la idea se hace concreta

al ser penetrada por lo histórico, la concreción del medio depende de su proximidad al

lenguaje (el más concreto de los medios). Esa relación entre el medio y la idea explica

por qué en algunas artes hay pocas ejecuciones clásicas, mientras que en otras hay

muchas. En cualquier caso, no hay que olvidar que la distinción según el medio es

completamente accidental, de tal manera que todo es, según su esencia, igual de

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perfecto. Por ello es accidental que se tome como superior aquella arte que posee menos

ejecuciones (ya que se podría privilegiarla que tiene más); sin embargo, se puede decir

es natural apelar al hecho de que la parte que posee ideas concretas no está acabada ni

puede estarlo. Como la jerarquía depende de dos elementos, la idea (materia) y el

medio, hay que resaltar, antes de proseguir, que se le da en todo momento prioridad a

aquélla y no a éste.

De acuerdo con lo anterior hay que dar respuesta a dos preguntas: ¿qué medio es el más

abstracto? Y ¿qué idea, que pueda ser tratada artísticamente, es la más abstracta? Los

medios abstractos son la arquitectura, la escultura, la pintura y la música. Como se ha

afirmado antes, el lenguaje es el medio concreto por excelencia; por tanto, el medio más

abstracto sería el más alejado del lenguaje. Sin embargo, no siempre ocurre que el

medio más abstracto exprese la idea más abstracta (a la que se le está dando prioridad).

Si la idea más abstracta que cabe pensar es la genialidad sensual, ¿cuál de los medios

puede mostrarla de manera adecuada?

Recordemos que la genialidad sensual es una determinación de la interioridad, lo que

descarta la escultura, pues es “una fuerza, un clima, la impaciencia, la pasión” que

consiste en una sucesión de momentos, de tal manera que no puede ser pintada; se agita

en una constante inmediatez, por lo que tampoco puede ser mostrada por la poesía. Así,

el único medio que puede mostrar la idea de la genialidad sensual es propiamente la

música, ya que posee un elemento temporal sin que con ello pueda expresar lo histórico

del tiempo.

Por tanto, solamente en el Don Giovanni de Mozart se encuentra la unidad consumada

entre una idea y una forma enormemente abstractas, lo que hace poco probable que le

salga competidor alguno. Puede que haya otras obras musicales clásicas, pero sólo el

Don Giovanni posee una idea absolutamente musical, “de manera que la música no

aparece como un acompañamiento, sino que, al revelar la idea, revela su propia e íntima

esencia. Por eso Mozart, con su Don Juan, está en lo más alto entre aquellos inmortales”

(O lo uno o lo otro, I, 82).

De esta manera es más fácil comprender la razón por la que la genialidad sensual es

absolutamente musical, pues la música es el único medio a través del cual puede ser

expresada. La música es una sucesión constante que se proyecta sin interrupción, se

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proyecta en el tiempo, pero de manera impropia, ya que no se inscribe a él. De esta

manera, podemos considerar que la música enuncia lo general en toda su generalidad,

pero siempre en la concreción de la inmediatez, esto es, en el goce mismo de la vida

inmediata entregada a la sensibilidad. Así, Don Juan se nos revela como totalmente

musical, como suma de instantes que caracteriza su oscilación, su vibración sonora, la

voz que resuena y atraviesa lo más general de la feminidad, ya que es la voz del propio

Don Juan.

La necesidad de abordar y construir el personaje de Don Giovanni por parte de

Kierkegaard no se restringe a un interés puramente estético a través del cual el filósofo

reivindique a Mozart simplemente, sino más bien, constituye la necesidad de trabajar y

configurar la potencia sensual encarnada que es propiamente el centro de la vida estética

y de la construcción de ésta sobre la música, pues ella es el único medio adecuado para

su completa manifestación.

Hasta aquí Kierkegaard se ha encargado de mostrar lo que se propuso: el alto lugar que

ocupa Mozart entre los inmortales. Pero, antes de abordar el problema de los estadios

eróticos, nuestro autor realiza un comentario un poco enigmático, debido a que afirma

de manera enfática que lo que se ha dicho hasta ahora sólo tiene valor para los

enamorados. Es necesario que Don Giovanni sea escuchado por un enamorado. La

tentativa de iluminar por qué el Don Giovanni ocupa el primer lugar entre las obras

clásicas está fuera de lugar con respecto al ámbito del pensamiento. Según eso, todo lo

anterior incurre en una contradicción que hunde sus más hondas raíces en la naturaleza

humana. Kierkegaard, como un enamorado que busca mostrar que su amada es la más

hermosa, ha exigido más al pensamiento de lo que puede dar, lo ha invitado a jugar un

juego que, si bien es improductivo, es también motivo de enorme felicidad. Esa pérdida

de sí en la que ha caído gracias a la música puede ser considerada por algún lector como

una locura vana y tediosa; sin embargo, para él, se trata de una sabiduría que causa gozo

y regocijo; “Un lector tal no podría, por tanto, simpatizar con mi lírica pensante que, en

su desbordamiento, desborda el pensamiento” (O lo uno o lo otro, I, 83).

Construir una nueva lectura del estadio estético implica introducirnos en la aparición de

un personaje que demanda un modo de aproximación particular, que corresponda a la

constitución misma de su existencia, que resulta lejana al lenguaje de las palabras o de

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las imágenes. Se trata ahora de una existencia inserta en el centro del mundo como pura

genialidad sensual, que lejos de pronunciar monólogos, irrumpe cantando y se mueve en

el tiempo a través de vibraciones y alteraciones tonales, que se suceden una a otra

infinitamente como lo hace la posibilidad de producción de ritmos y de juegos entre

ellos. Sin embargo, es preciso esclarecer el escenario en el que hace su aparición este

personaje y, por lo tanto, la manera como Kierkegaard aborda la genialidad sensual, la

música y su radical diferencia con el lenguaje.

El espíritu ha huido del mundo a buscar refugio en regiones más altas; éste no es su

hogar. Sin embargo, en su huida ha dejado atrás el desencadenamiento de todo el poder

de la sensualidad. Como en su espacio de juego, ella, ha hecho amistad con eco para

poblar el espacio mundano de resonancias, de las voces elementales de la pasión, del

placer y de la embriaguez. En este sentido, podemos decir que la sensualidad ha

despertado para cantar; el mundo es música, la palabra es ahora dicha por el espíritu

para acallar al cuerpo; la reflexión y el pensamiento luchan contra el poder de lo carnal,

manteniéndolo alejado. La eterna pugna entre estos dos poderes se ha hecho presente en

medio de los hombres, esto es, en el apogeo del Medioevo el mundo ha presenciado el

nacimiento del primogénito de la sensualidad, la encarnación del espíritu mismo de la

carne.

Resguardado en la montaña de Venus, ha nacido la potencia misma de lo sensual; por

ello, “cuando la sensualidad se muestra como aquello que debe ser excluido, como

aquello con lo que el espíritu no quiere vincularse, pese a que no ha promulgado todavía

su juicio acerca de ella ni la ha condenado, lo sensual toma esa forma, es lo demoníaco

de la indiferencia estética” (O lo uno o lo otro, I, 110). Don Giovanni no es un pecador,

pero es el poder que está contra el espíritu tanto en la vida como en la muerte.

Cuando el cristianismo introdujo el espíritu como principio positivo y excluyó la

sensualidad, hizo de ésta un principio y un poder; en otras palabras, el cristianismo

introdujo en el mundo la sensualidad como fuerza y la determinó espiritualmente al

desterrarla. Puede que la sensualidad ya estuviera en el mundo, pero estaba determinada

de manera anímica, no espiritual. En el helenismo no se encuentra la sensualidad como

principio, ni lo erótico como principio fundado en la sensualidad, porque los griegos no

tuvieron el poder de concentrar la totalidad en un individuo. En cambio, en la

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encarnación, fundada en la relación representativa, toda la fuerza está concentrada en un

individuo. Si pensamos lo erótico inmediato como un cierto principio determinado

espiritualmente, como algo concentrado en un único individuo, obtenemos con ello el

concepto de genialidad erótico-sensual. Este concepto estético resulta ser decisivo al

momento de escuchar al Don Giovanni.

¿Cuál es el medio adecuado para la expresión de esa genialidad en su carácter

inmediato? Mientras que la mediatez que le es propia puede ser expresada por el

lenguaje, la inmediatez sólo puede ser expresada por la música. Ella también fue

excluida por el cristianismo: la música es lo demoníaco y su objeto es la genialidad

erótico-musical.

Este asunto merece unas palabras: ¿cómo se llegó a que el celo de la religión tomase la

música como un sospechoso objeto de atención? A mayor fervor religioso, más fuerte

fue la renuncia a la música y la exaltación de la palabra. Sin embargo, el hecho de que la

música no pueda asumir lo inmediato espiritual como su objeto, no es argumento para

su exclusión, ni para calificarla de diabólica. De ello no se deduce “el poder demoníaco”

con el que la música atrapa a un individuo; tampoco se deduce que ella pueda arrastrar

de un modo terrible a sus aficionados, llevándolos incluso a la locura. Pese a ello la

música siempre aparece como lo demoníaco, dado que su poder se encuentra unido a la

afectación del cuerpo. Al parecer, a diferencia de la sensualidad pensada en el mundo

griego en el que ésta no era valorada reflexivamente, ni considerada como riesgosa a

pesar de la clara autonomización de las fuerzas instintivas que la caracterizan, el

cristianismo encontró en la sensualidad como contrapeso al espíritu una riesgosa

reducción hacia el erotismo. El peligro en esta medida estaba patente y la valoración

desde el punto de vista del espíritu no podía ser sino excluyente.

Ahora, ¿En qué posición se encuentra Kierkegaard para ocuparse de la música como

medio? Lo primero que tenemos que tener claro es que nuestro autor se encuentra fuera

del espacio propio de la música, los sonidos, pero escuchando espera que se le conceda

una pequeña revelación. Su consuelo es la paradoja de que también en el presentimiento

y la ignorancia es posible tener una especie de experiencia de la música, de tal manera

que sea posible que en sus pocas observaciones pueda encontrar alguna verdad. De

manera más concreta, Kierkegaard se encuentra en el reino del lenguaje, de las palabras,

52  

y es desde ahí que debe descubrir la música, escucharla, para así atender de manera

adecuada a su naturaleza sensual. Por ello, es necesario esclarecer la relación entre la

música y el lenguaje, ahora desde Kierkegaard mismo; además eso permitirá

determinar, en alguna medida, la naturaleza de la música como medio. Es importante

resaltar que aquí se están estableciendo dos ámbitos mutuamente relacionados: el

espiritual y el sensual. La expresión del primero le corresponde al lenguaje, la del

segundo a la música. Sin embargo, Kierkegaard se encuentra entre los dos, y él mismo

lo sabe. Por ello, busca tratar la música desde el lenguaje, dos medios que están

determinados, de manera distinta por el espíritu, como veremos más adelante. Más aun,

ha adoptado como obra clásica suprema y como objeto de investigación una ópera en la

que conviven las palabras y las notas: “Por eso – y en esto, tal vez, también me darán la

razón los entendidos- nunca he visto con simpatía esa música sublime en la que

supuestamente no se necesita la palabra. Se supone que ésta, por regla general, es

superior a la palabra aun cuando es más pobre” (O lo uno o lo otro, I, 92). Puede que se

admita que, al estar vinculada con el lenguaje, la ópera se vincula también con la más

concreta de las artes. No obstante, no deja de llamar la atención que convivan a un

mismo tiempo lo espiritual y lo sensual como objeto del genio erótico.

Si se organizan los medios de acuerdo con un proceso evolutivo, la música y el lenguaje

deben ubicarse muy cerca; esa cercanía permite afirmar que también la música es un

lenguaje. Pero ello no se debe únicamente a que ella exprese una idea, porque en

últimas “toda expresión de una idea es un lenguaje, dado que el lenguaje es la esencia

de la idea” (O lo uno o lo otro, I, 89). Así, esta proximidad, en la medida en que está

mediada por el espíritu, tiene un origen más profundo. Cuando el espíritu pone al

lenguaje excluye todo lo que no es espíritu. Eso que ha sido desterrado y determinado

espiritualmente demanda un medio que, a su vez, tenga una determinación espiritual;

ese medio es la música. Pero hay que tener presente entonces que “un medio

espiritualmente determinado es, en esencia, lenguaje, de manera que fue acertado decir

que la música, por estar espiritualmente determinada, es un lenguaje” (O lo uno o lo

otro, I, 90). Hay otras razones para afirmar que existe una relación entre música y

lenguaje. En primer lugar, además del lenguaje, la música es el único medio que se

dirige al oído, que, como lo indicamos antes, es el más espiritual de los sentidos. En

segundo lugar, contrario a los medios que tienen como elemento el espacio, el lenguaje

53  

y la música transcurren en el tiempo, pues la música sólo llega a existir en el momento

en que se la ejecuta. Puede parecer, por ello, un arte imperfecto, en la medida en que no

continúa existiendo una vez ha sido ejecutado; pero esto es, por el contrario, una prueba

de superioridad y espiritualidad.

El carácter espiritual de la música resulta tan curioso como la tesis que sostiene el

origen cristiano de la sensualidad. Eso sobresale con dos afirmaciones. Kierkegaard

sostiene que el lenguaje reduce lo sensual a un mero instrumento y lo niega

superándolo. Afirma, a continuación, que lo mismo sucede con la música. E indica,

además, que el hecho de que las demás artes tengan su existencia en el espacio es un

síntoma de su sensualidad, contrario a la música que, al transcurrir en el tiempo, niega la

sensualidad. Lo curioso de esas dos afirmaciones radica en que el objeto de la música es

el genio erótico-sensual, y su comprensión se dificulta cuando se recuerda que estamos

en un juego en el que un principio positivo (el cristianismo, por ejemplo) niega algo (lo

sensual) determinándolo según su imagen (espíritu).

La relación también se puede considerar escuchando la música en el lenguaje. Cuando

se asciende por los diferentes niveles del discurso poético desde la prosa hacia el verso,

hay un punto en el que la entonación musical llega a tener tal vigor que “el lenguaje

cesa y todo se vuelve música” (O lo uno o lo otro, I, 92). Esto no debe empero dar lugar

a la idea de que la música es un medio superior al lenguaje, ya que, si se desciende

desde la prosa hacia los primeros balbuceos del niño, se encuentra que éstos también

son musicales. Parece, según esto, que el lenguaje limita por todos los lados con la

música, lo que da de nuevo lugar al malentendido de que la música es más rica que el

lenguaje. A esto se podría objetar que es extraño que el lenguaje no pueda dar cuenta de

la música. Pero lo que aquí parece como una carencia de lenguaje es, de hecho, su

mayor riqueza. Por esto, tenemos que reconocer que la música expresa siempre lo

inmediato en su inmediatez; el lenguaje es, en cambio, reflexión, lo que le impide

expresar lo inmediato y lo musical. Así, mientras que la mediatez propia del lenguaje es

su perfección, lo inmediato, que denota la música, parece trazar los límites del lenguaje.

Podemos ahora afirmar, siguiendo en este punto a Lucy Carrillo, que “el tema del Don

Giovanni es el único tema musical en el sentido más riguroso y profundo de la palabra,

pues la música como expresión de la inmediatez, de la intimidad, desborda al lenguaje

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hablado y penetra en las honduras de la emotividad de quien escucha más rotunda y

directamente que el lenguaje discursivo” (1984, 65).

Aun es necesario determinar la naturaleza de la inmediatez propia del objeto de la

música. Lo inmediato puede estar determinado espiritualmente de dos formas: por una

parte, de tal manera que caiga dentro del ámbito del espíritu. En este caso el lenguaje

puede dar cuenta de lo inmediato. Por otra, de tal manera que caiga fuera del ámbito del

espíritu y, por ende, del lenguaje. Ésta es la inmediatez sensual y sólo puede ser

expresada por medio de la música. La genialidad sensual es, de acuerdo con ello, el

objeto absoluto de la música. En la medida en que está determinada espiritualmente, ella

es fuerza, movimiento, inquietud constante, sucesión constante. Dicha genialidad, que

irrumpe en la música, es absolutamente lírica, suena, esto es, se muestra de manera

musical.

2.1 El seductor y el péndulo. La vida en la inmediatez

Nos parece prudente, antes de continuar con la alusión a los estadios eróticos

inmediatos, configurar de forma más clara y completa el concepto de inmediatez y

precisar la forma cómo alrededor de éste se construye el entramado de la existencia

estética. Para esto, es necesario tener en cuenta entonces que:

Lo estético en Kierkegaard tiene un sentido más amplio que el etimológico vinculado a la sensibilidad (aisthesis), derivada del verbo griego aisthanomai (sentir), porque siempre va unido a los conceptos de “inmediatez” (Umiddelbarhed), “comprensión finita” (endelig Forstandighed) e “ironía” sin interioridad (Ironie), que se refieren sobre todo a aquello del hombre que es pura vida instintiva, en la línea del placer sensual y del erotismo. (Cañas, 2003, 45).

El esteta configura su existencia en torno a la búsqueda inacabada de placer;

precisamente, este carácter inacabado de placer explica que cada deseo y su satisfacción

estén determinados al presente y sólo a éste. Cada deseo se da en un momento particular

y determinado, en la medida en que el esteta enfoca su existencia a la satisfacción de un

placer inagotable, cada momento le ofrece una inmediata satisfacción del mismo y el

surgimiento de un nuevo deseo. Por esta razón, podemos decir ahora que “la expresión

más adecuada de la existencia estética es pues, el instante. De ahí proceden las grandes

oscilaciones a que está expuesto el que vive estéticamente. El instante es todo y por

tanto es nada, igual que la tesis sofista “todo es verdadero” conlleva el que nada lo es”

55  

(Suances, 1998, II, 60). En esta dinámica de vida el tiempo es un factor determinante,

debido a que en el presente y en su inmediata desaparición se configura la totalidad de

su inacabada existencia.

El placer, que es propiamente la búsqueda que determina la vida del esteta, está así

condenado a verse atado al deseo, a su extinción, a su permanente reaparición; por ello,

está también enfocado a la irrupción de un nuevo objeto de deseo. En su estrategia vital

el esteta busca “hacer predominar el elemento sensorial para obtener de él todas las

posibilidades, experimentar sus colores y variaciones; después, en grado superior, esas

sensaciones se funden unas en otras haciendo de la vida una especie de sinfonía

sensorial que se cierra sobre sí misma” (Suances, 1998, II, 60). Debido a que el centro,

que podría decirse es descentrado, en la vida estética es lo sensorial, el deseo y su

satisfacción constante, el individuo en este caso está perdido en un exterior difuso, el de

su deseo. Los impulsos que lo guían hacia su objeto de deseo configuran su acción

enteramente exterior que a su vez, imposibilitan la construcción de una interioridad y,

por tanto, no permiten ningún nivel de reflexión. El esteta está fragmentado como su

deseo y desvinculado incluso del mundo y de los otros:

Ese estar volcado hacia fuera, hacia la inmediatez, es dicha, porque no conlleva contradicciones, problemas, divisiones internas, cosa esencial al hombre que se asoma dentro de sí. Pero este es el precio del crecimiento del hombre interior. Por eso cuando este hombre volcado hacia la inmediatez percibe el sufrimiento de otros, ni lo entiende ni empatiza con él porque carece de interioridad. Cuando esté delante de la desgracia ajena, no la entiende; es como si estuviera en un país extranjero (Suances, II, 1998 61).

La fragmentación de la cual es víctima inconsciente el esteta se explica porque su vida

se dispersa en cada uno de sus deseos. Cada momento está determinado por lo exterior

que estimula sus deseos y sus impulsos. El esteta puede desear múltiples objetos que

puedan satisfacer su vida volcada a lo sensible, a la belleza, al goce, a los honores, a la

riqueza, etc. Pero, este desear múltiple que lo caracteriza determina, precisamente, su

imposibilidad de elección; este tipo de hombre huye de la elección en tanto que

representa no sólo el rechazo de una o más opciones, sino también la responsabilidad

que trae consigo la decisión. Como un niño, el esteta juega constantemente al escondite,

pues se enmascara, y el mundo deviene así espacio de juego apropiado para la

experimentación sensual. El cuerpo se expande deseoso, y este no-individuo se disfraza

para cada ocasión. Sin embargo, este juego trae consigo la aniquilación completa de este

56  

hombre en tanto no está configurado, inacabado e informe. Kierkegaard se refiere a este

tipo de expansión como la distensión que realiza la medusa con respecto a su presa:

¿Has observado que esa masa gelatinosa puede extenderse en su superficie y luego sumergirse lentamente, o bien ascender, tan tranquila y tan firme que uno creyera poder sostenerse sobre ella? Pero la medusa ve aproximarse a su presa: entonces adopta la forma de un saco y se hunde rápidamente en las profundidades, arrastrando en ese movimiento a su víctima, no a ese saco, puesto que no lo tiene, sino a ella misma, porque ella es un saco y nada más (Estética del matrimonio, 44).

El riesgo determina cada movimiento, su pasión lo guía hasta lo más alto del risco, para

por fin abismarse en la pérdida de sí: “la espontaneidad que lo dirige obedece al instante

y al interés egótico propio, por lo que su existencia no posee unidad: es una secuencia

indeterminada de momentos yuxtapuestos, despojada de forma o estabilidad” (Cañas,

2003, 46).

A pesar de su desvinculación con la interioridad y con el mundo, el esteta conoce

plenamente cuáles son los preceptos que limitan y determinan a la sociedad. Para él,

estos no son más sino cadenas que deterioran y empobrecen la existencia en la medida

en que lo alejan de la consecución inmediata de sus deseos, es por eso que evita a toda

costa cualquier tipo de compromiso social referido al estado, a los otros particulares con

los que no debe nunca establecerse una amistad, y mucho menos con el género

femenino en el matrimonio;

¡Cuán extraña invención es ésa del matrimonio! Y lo más curioso del caso es que se suele considerar como norma que el enlace matrimonial sea resultado de una iniciativa espontanea y completamente libre. Y, sin embargo, no hay ningún paso que sea más decisivo, puesto que nada hay en la vida humana que sea tan autoritario y tiránico como el matrimonio. (In vino veritas, 89)

El vértigo condiciona la existencia del esteta en su movimiento compulsivo y vibratorio

hacia el deseo y al placer inmediato;

Tu goce es tan pronto viril como afeminado; es inmediato, o bien sometido a una reflexión que se ejerce hasta sobre el goce de otro, o que te aconseja abstenerte del placer. (…) Si bien te ríes, con razón, de quienes se consumen en la voluptuosidad, como los libertinos de depravado corazón, en cambio sabes a maravilla el arte del galanteo, en tal forma que tal o cual pasión realce tu personalidad. (Estética del matrimonio, 27, 28).

En esta oscilación el hombre se pierde cuando se fusiona hasta tal punto con el mundo y

su deseo mundano, perdiéndose así de manera irremediable en un abismo que lo

distorsiona y consume. El instante se constituye en las grandes oscilaciones que

57  

constituyen la vida estética; el tiempo no está acentuado sino, más bien, limitado y

relativizado. El tiempo es ahora puro momento.

Vemos ahora necesario llevar a cabo una breve alusión a los tres estadios eróticos, con

el fin de dejar completamente claro el hecho de que Don Giovanni es propiamente el

personaje que da fuerza y representa completamente el estadio estético, razón por la

cual es el eje desde el cual desarrollamos nuestra argumentación sobre la comprensión

kierkegaardiana de la música. Antes de proseguir es necesario hacer una aclaración

sobre la naturaleza de los estadios. Ellos no deben ser tomados como varios estadios

exteriores e independientes unos de otros; de hecho, lo que se da entre uno y otro es una

metamorfosis, que no divide radicalmente en múltiples subdivisiones este primer gran

estadio estético, sino que más bien ellos se articulan al interior de su unidad. Los

estadios, tomados en su conjunto, conforman un único estadio inmediato, y deben

entenderse como atributos que desembocan en el último, pues los estadios anteriores no

tienen existencia independiente. En cualquier caso, aquí se trata de lo inmediato en su

inmediatez, por lo que los diferentes estadios no deben tomarse como diferentes fases de

la conciencia.

Esta comprensión de los estadios estéticos inmediatos es aplicada por Kierkegaard a su

comprensión atenta de la obra de Mozart. Así, “el primer estadio está sugerido en el

paje de Figaro” (O lo uno o lo otro, I, 97). Éste no debe tomarse como un individuo

particular, sino como una idea, porque en la medida en que se introduzcan elementos

accidentales y el paje pase a ser más de lo que debe ser, deja de ser idea. Así, es el paje

como figura mítica, y no como personaje, quien puede indicar las características del

primer estadio. En éste lo sensual despierta, pero no se pone en movimiento, sino que

accede a una tranquila quietud, a una profunda melancolía, a una cierta pesadumbre: “El

deseo posee aquello que será su objeto, pero lo posee sin haberlo deseado y, en este

sentido, no lo posee” (O lo uno o lo otro, I, 97). Esta contradicción, exceso y unidad,

configuran la melancolía propia de este estadio. En sentido profundo no hay objeto; si lo

hubiese habría movimiento, pena y dolor, en las que no hay contradicción ni

ambigüedad. En este estadio el deseo no está determinado en lo que respecta a su

objeto, ya que éste reposa andróginamente en aquél, formando una cierta unidad

relativa, pese a ello cuenta con una determinación: es infinitamente profundo. El paje

mítico se caracteriza por estar ebrio de amor. Eso se manifiesta en el hecho de que está

58  

enamorado tanto de la condesa como de Marcelina, porque su deseo recae en algo que

comparten las dos: la feminidad. Esa ebriedad, en este caso, tiene un efecto: la

melancolía que tiene su raíz en la contradicción, que ya se ha indicado antes.

El segundo estadio está caracterizado por Papageno en La Flauta mágica. Este también

debe tomarse como idea, es decir, esencialmente, asumiendo al Papageno mítico y

dejando de lado al personaje de la pieza. En este estadio el deseo despierta, separándose

de su objeto en una relación dialéctica; “sólo hay deseo en cuanto hay objeto, sólo hay

objeto en cuanto hay deseo” (O lo uno o lo otro, I, 101). En esa separación el principio

motor se manifiesta como aquello que separa y que, al mismo tiempo, busca unificar lo

separado. Ahora el deseo tiene un movimiento interno y el objeto aparece múltiple en

sus manifestaciones. Pese a ello, el deseo aún no se ha determinado como deseo, sino

que busca, descubre. Papageno se caracteriza por un gorjeo alegre, por un cierto

derroche de vitalidad. Pero también hay que señalar que esta ópera incurre en un error:

La Flauta mágica tiende en su totalidad hacia la conciencia, buscando, entonces, una

superación de la música. Además, ella tiene como meta el amor éticamente determinado

del que se puede esperar todo, menos que sea musical, esto es, sensual. Por esto, la

inmediatez estético-erótica de la Flauta mágica se difumina, no siendo por ello la obra

que hará inmortal a Mozart.

El tercer estadio es designado por el Don Giovanni. Aquí no se busca sustraer una parte

de la ópera, porque se trata de reunir, no de separar. La ópera entera es, esencialmente,

la expresión de la idea de la genialidad sensual, que funciona como el centro de

gravedad de la obra. Los otros estadios eran apenas presentimientos unilaterales de esta

potencia sensual, que no tiene en ellos ningún tipo de existencia, pues se presenta allí

tan sólo como mera posibilidad. El primer estadio entrañaba la contradicción en la que

el deseo no podía tener objeto, pero encontrándose en la posesión de su objeto, no podía

desear. En el segundo el objeto se presentaba en su multiplicidad, lo que tiene como

consecuencia que el deseo no se determina todavía en él. Sólo en el Don Giovanni el

deseo está determinado como deseo, porque es la unidad de los estadios anteriores. Así,

mientras que en el primer estadio el deseo sueña y en el segundo busca, en el tercero

desea: “El primer estadio deseaba de manera ideal, lo Uno; el segundo deseaba lo

particular bajo la determinación de lo múltiple; el tercer estadio es la unidad de éstos”

(O lo uno o lo otro, I, 105). De acuerdo con esto, podemos decir entonces que el deseo

59  

encuentra en lo particular su objeto absoluto; eso es la seducción. No hay que olvidar,

en todo caso, que aquí no se trata del deseo en un personaje particular, sino del deseo

como idea, como principio determinado espiritualmente en la exclusión de cualquier

otra consideración. La expresión de esta idea es el Don Giovanni.

En esta reflexión sobre la naturaleza de la música, Kierkegaard esboza, aunque por un

camino “negativo”, la naturaleza del lenguaje. Más precisamente reflexiona sobre el

problema que subyace a escribir sobre lo sensual. La música representa, como se

mostró, los límites del lenguaje: lo indecible. ¿Cómo aventurarse, entonces, en el reino

de lo inefable desde las palabras? ¿Cómo transgredir las fronteras entre el espíritu y lo

sensual, entre lo concreto y lo abstracto? De alguna manera, la música da que pensar,

violenta el pensamiento y lo motiva; le indica el camino del juego y de la locura. De

alguna manera, de la mano de Don Giovanni, Kierkegaard ha empezado a transitar este

camino.

Por tanto, consideramos que Don Giovanni es la clave de construcción, lectura y trabajo

del período estético kierkegaardiano, y, por lo tanto, su personaje vincula todas las

voces que hacen parte de dicho estadio, de modo tal que permite construir la sinfonía y

el escenario apropiados para la escucha de todos los ecos que también entran en pugna

al momento de escuchar una obra de estas características estéticas, porque propiamente

son tonalidades diversas, que cantan y bailan con el oleaje indiferenciado y potente de la

encarnación misma de lo carnal.

2.2. El susurro de las olas o la irrupción del Tifón

Don Giovanni es la encarnación misma de lo carnal, del espíritu de la carne, es decir, es

la expresión de la genialidad sensual, de la idea más abstracta que sólo encuentra su

espacio propio en la música. Esta idea se expresa únicamente a través de Don Giovanni.

En esta medida, podemos decir ahora que Don Giovanni es pura vibración musical, que

oscila entre su condición de ser idea, fuerza, potencia, poder sensual, y ser individuo. La

configuración de la vida de Don Giovanni es posible tan sólo en el lirismo; pero este

lirismo no es el simple fluir de la palabra, sino que su forma de expresión es claramente

musical, pura oscilación. No obstante, dicha vibración musical consiste en que dicho

personaje se hunde en la pura indiferencia de lo sensual. Y debido a que no decide, nada

60  

de lo sensual tiene algún tipo de diferenciación, esto es, la expresión de la pura

sensualidad está siempre perdida en el terreno de las sensaciones en el que todas estas

son uniformes, de manera tal que ninguna logra retenerlo.

Este movimiento inconstante pude comprenderse más fácilmente si se recurre a la

imagen que Kierkegaard mismo nos presenta: “cuando el mar, embravecido, se agita y

las espumosas olas forman en esa conmoción figuras que son como criaturas; es como si

esas criaturas fuesen las que ponen las olas en movimiento, pero sucede al revés es el

paso de las olas el que las forma” (O lo uno o lo otro, I, 112). Por esta razón, a Don

Giovanni sólo es posible escucharlo, y su existencia carece de consistencia, ya que es

inacabada, no tiene forma determinada, tan sólo se escucha. Esta limitación se debe al

hecho de que Don Giovanni es absolutamente musical, y se encuentra atravesado por el

poder de la sensualidad como principio. El erotismo en él es necesariamente seducción,

pues “este Don Juan musical, no puede ser comprendido como un determinado

individuo particular, porque él mismo es la manifestación poetizada de la fuerza de la

naturaleza, que según Kierkegaard, tiene la capacidad perenne de seducir” (Carrillo,

1984, 66).

La concepción de Don Giovanni como seductor implica una variación en la idea que

suele tenerse tradicionalmente de él; la seducción de éste no está atravesada por la

artimaña, el engaño, la reflexión y la conciencia, sino que, en este caso, su ser está

determinado por el poder mismo del goce del deseo, de la satisfacción en sí misma. Ésta

es la que engaña, la que posee el potencial perturbador. La vida en tanto vida inmediata,

en tanto expresión de la genialidad sensual, es entonces puro amor sensual, esto es,

absolutamente general, infiel, debido a que lo que ama es la pura feminidad. Como se

dijo más arriba, Don Giovanni se deja llevar por cada una de sus determinaciones, ama

el puro simulacro, la figura, no ama ninguna interioridad; por tanto, la impresión

determina su atención. Por esto, podemos afirmar que él es el paradigma de la

dimensión estética, en cuanto es pura sensualidad.

En esto radica precisamente la diferencia entre el amor sensual que caracteriza a Don

Giovanni y el amor anímico que sí es capaz de detenerse en los matices, ya que estos

“son lo verdaderamente significativo. El amor anímico es la permanencia en el tiempo;

el sensual, la desaparición en el tiempo, pero el medio que expresa esto último es

61  

justamente la música” (O lo uno o lo otro, I, 114). La música implica entonces el

desvanecimiento, pues la música pasa cuando deja de sonar y es la concreción de la

inmediatez, la mera sucesión de momentos, tiempo.

Es necesario que ahora abordemos con un poco más de cuidado lo dicho hasta el

momento. Don Giovanni es entonces la sensualidad concebida como principio; su amor

en tanto que amor sensual desea lo particular de una manera absoluta. Este erotismo que

es ahora seducción está marcado por la idea de la genialidad sensual, que se agita en la

inmediatez en tanto sucesión de momentos: “Es una fuerza, un clima, la impaciencia, la

pasión, etc., en todo su lirismo, de tal manera, sin embargo, que no consiste en un solo

momento, sino en una sucesión de momentos, pues si consistiera en un solo momento

cabría retratarla o pintarla”. (O lo uno o lo otro, I, 81).

De esta manera, podemos comprender ahora la razón por la que la genialidad sensual es

absolutamente musical y cómo el único medio a través del cual puede ser expresada es

precisamente la música. Ella es también una sucesión constante que se proyecta sin

interrupción; se proyecta en el tiempo, pero lo hace de manera impropia, ya que no se

inscribe a él. La música enuncia lo general en toda su generalidad, pero siempre en la

concreción de la inmediatez, esto es, en el goce mismo de la vida inmediata, entregada a

la sensibilidad. Por esto, Don Giovanni sólo se puede presentar como totalmente

musical, y permanecer así una y otra vez. Y en cada presentación se muestra como suma

de instantes que caracterizan su constante oscilación, su vibración sonora, la voz que

suena y resuena atravesando lo más general de la feminidad. Ésta es la voz del propio

Don Giovanni.

En cuanto musical e inmediato, Don Giovanni vive el drama del tiempo en el que cada

sensación es caduca en el mismo momento en el que se da, sus sensaciones siempre van

y vienen en un vaivén como el de las olas. La música, en la que también cada momento

sigue a otro en la medida en que lo que la caracteriza es la sucesión ininterrumpida, se

hace entonces sensualidad pura; de igual forma que cuando se escucha la melodía del

mar, no es posible afirmar que se escucha ola alguna, sino más bien el pasar consecutivo

de las olas, la música es unidad y secuencia de puros momentos sonoros;

Podríamos decir que lo esencial para este Don Juan es amar la “feminidad en abstracto”; de ahí que su amor tenga que ser un amor pérfido. Don Juan ama en un instante y en ese mismo instante agota su amor para buscar otro nuevo; esa

62  

instantaneidad y repetición de su amor, no podía expresarse de mejor manera que en la música. Como Don Juan no tiene consistencia sino que es “perpetuo movimiento”, se convierte para Kierkegaard en la expresión de la más pura musicalidad (Carrillo, 1984, 66).

Así resulta claro entonces que el objeto de deseo de Don Giovanni es propiamente lo

sensual, pues seduce únicamente en la medida en que su deseo se torna seductor, y, en

tanto que goza de la satisfacción de su deseo, nunca cesa de desear; esta es precisamente

la omnipotencia de su vida, pues tiene siempre la fuerza y la potencia del deseo. Don

Giovanni está preso de la sensualidad, porque ella a través de él se expresa y lo hace

musicalmente. A este poder de la naturaleza que nunca cesa de desear le son

completamente ajenas la palabra y la reflexión.

Una vez se ha presentado la oscilación que caracteriza a la vida de Don Giovanni,

podemos comprender de manera más patente lo que implica pensar a Don Giovanni

como individuo. Para esto, se hace necesario aludir también a los problemas que han

traído consigo las otras versiones del Don Giovanni diferentes a la de Mozart. Por

ejemplo, Don Giovanni sufre una considerable transformación, cuando se le otorga la

dicción o la palabra, pues tanto la comedia como el ballet han hecho esto de manera tal

que han presentado a nuestro personaje con rasgos claramente demarcados, haciéndolo

entrar en constante conflicto con el mundo, esto es, lo han presentado como sintiendo

todo el peso de las ataduras propias del entorno en el que se desenvuelve. Este

posicionamiento de Don Giovanni como individuo nos conduce a que nuestra atención

no esté puesta en él mismo, sino en las ataduras y obstáculos externos que representan

para él un peso considerable e, incluso, determinante. Por tanto, nos detenemos así en

las circunstancias y no en sus movimientos vitales, es decir, no lo captamos en la

particularidad de su existencia.

Si se presenta a este Don Giovanni como seductor se abren dos opciones para su

concepción: la primera es la de un individuo perfectamente delimitado por la reflexión,

por la conciencia y, por tanto, por el lenguaje. En esta medida, el seductor es

caracterizado por ser metódico y sagaz. La seducción acá tendrá como punto de interés

el cómo se lleva a cabo, propiamente será una obra de arte: “Es el seductor reflexivo. Lo

que aquí debe ocuparnos es la artimaña, la astucia mediante la cual sabe meterse en el

corazón de la muchacha, el señorío que sabe alcanzar sobre él, la seducción cautivante,

planificada, paulatina. Aquí no importa a cuántas ha seducido, lo que llama la atención

63  

es el arte, la minuciosidad, la ingeniosa astucia con la que seduce” (O lo uno o lo otro, I,

125). Esta forma de apropiarse del corazón de las mujeres hace patente la necesidad del

medio, de la palabra, del lenguaje que cautiva a través del engaño. La segunda

posibilidad de presentación del Don Juan aparece en la configuración puramente

musical, donde la reflexión no tiene ya lugar, pues su potencia radica en la forma pura

de la música, que es propiamente el lugar de la genialidad sensual. Nos detendremos

ahora a examinar cada una de estas posibilidades.

2.3. La bitácora de un seductor

La poetización de la vida de un seductor determinado por el lenguaje y el engaño se

mueve efectivamente en la búsqueda constante de la intensificación del goce estético,

esto es, por el deseo de captar ese instante que permita la salida del orden normal de la

vida cotidiana. Sin embargo, este personaje, que podríamos enmarcar en el Juan

seductor del diario de Kierkegaard, es siempre reflexivo; por esto, la intuición y

anticipación de los hechos e, incluso, de sus consecuencias conducen las acciones del

seductor, aunque él reconozca la presencia del azar. Por esto podemos decir que:

Don Juan es un personaje que mantiene siempre la capacidad de analizarse para controlar cada situación. Sabe que si bien con esta actitud se pierde toda espontaneidad, se adquiere en cambio una posición de dominio que realmente hace bello cada instante por permitirle detenerse a contemplar su obra. El saber dominarse y limitarse procurando barruntar de antemano las emociones, le permite representarse los posibles efectos que éstas pueden tener tanto en él mismo como en los otros (Carrillo, 1984, 69).

En el caso de este Don Juan resulta claro que el seductor tiene una interioridad

configurada, esto es, un estadio en el que la reflexión es posible, debido a que ejerce la

contemplación y ante todo la remembranza de cada situación sobre la cual puede volver,

aumentando con ello su goce estético, así como también sus posteriores apreciaciones

estéticas. Don Juan es entonces un personaje completamente determinado por lo

estético. Por ello, le resulta posible ser un espectador de su preciosa obra de arte, siendo

con esto consiente de sus acciones y de lo que ellas traen consigo. La seducción no se

lleva a cabo por sí misma, sino como medio para alcanzar la superación de lo cotidiano

a través del goce estético que produce.

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De la misma forma en que contempla su obra, este esteta contempla también su propia

interioridad, que la reconoce como vacía y que, por eso mismo, lo cubre de una

melancolía irremediable. Así,

Nuestro personaje es la conciencia misma de la crudeza de la realidad, por eso, no se puede dar la libertad de esperar que pueda haber alguna vez un verdadero y definitivo giro hacia la felicidad. Con sus tan anheladas y triunfantes aventuras, no hace más que dar vueltas al círculo de su dolor. Sus supuestas victorias sobre las seducidas muchachas no son otra cosa que el encubrimiento consciente de su melancolía. Esta es la verdad de su interioridad (Carrillo, 1984, 70).

El deseo constante de escapar de la cotidianidad se convierte entonces en un recurso

para huir momentáneamente de su propia melancolía. El seductor recurre a su

imaginación para construir un ideal de belleza, en el que se exige, en cada momento,

que toda mujer seducida se adapte completamente a él, sin que con ello se implique que,

aunque sean muchos los rostros y diversas las figuras, se ponga en riesgo la unidad del

ideal. En efecto, este tipo de existencia estética fija su vida en el instante, en cada

momento y en cada mujer que lo configura. Sin embargo, el seductor no escapa de su

percepción de la realidad y de las consecuencias que su forma de vida acarrea; por esto,

reconoce lo efímero de cada una de esas situaciones, en la medida en que ellas se

configuran en el instante y en su desvanecimiento. Así, la reflexión lo acompaña de

modo constante, haciendo patente la ordinariez de la vida cotidiana. En este momento,

el seductor debe dotarse de múltiples máscaras, para salvarse así de esta realidad

agobiante, permitiéndole en su huída gozar de la vida. A través de su imaginación y de

la búsqueda de la pura complacencia estética, Don Juan descarga la vida de todo su peso

con una sonrisa burlona. El engaño y su ironía le permiten caminar erguido, orgulloso y,

podría decirse, complacido. La belleza y su ideal, por él construido, lo mantienen a

salvo de las convenciones éticas y de sus aburridos preceptos. El movimiento sobre el

que sustenta su vida abre múltiples posibilidades amorosas, y con ello se dan todos los

instantes que éstas traen consigo. Por esto, podemos decir que su tiempo no es más que

el de una sucesión eterna de goces estéticos. De esta manera, Don Juan se diferencia del

mundo monótono y estático, pues se aleja de la cotidianidad como aquel que comprende

que inmerso en dicho mundo sólo será nivelado, igualado y, por último, estará perdido

en el tedio. Don Juan aspira a liberarse de ese yugo observando al mundo desde su

propia interioridad: “la vida plena y auténtica es la que es capaz de valorar lo exterior

desde la propia interioridad, desde el estremecimiento liberador que producen en su

65  

intimidad las realidades del mundo exterior. Lo que definitivamente importa es la

vibración de la subjetividad” (Carrillo, 1984, 72).

Pero, Don Juan hace uso de la realidad, la burla y la usa como arma en contra de la

propia sociedad, poniendo en jaque sus fundamentos. Esto lo logra siempre a través de

su sonrisa complaciente y su disfraz que lo mantiene encubierto. Podemos afirmar

entonces que su configuración estética es una cierta estrategia de crítica social. La

reflexión lo determina; la palabra es su más apreciada arma. Se trata entonces de una

individualidad configurada, pero no comprometida. Su subjetividad se construye sobre

una hipócrita sonrisa, que se muestra en la ironía y en su ideal de belleza, esto es, en la

huída del mundo y en su profunda melancolía.

Ahora bien, una vez examinada la figura del seductor reflexivo, es necesario detenernos

en la segunda posibilidad de su movimiento, a saber, la dicción, que se trata de un

aspecto más sonoro que el de la pura palabra. Pero, se hace necesario tener presente que

este movimiento se encuentra aquí determinado por los gestos y las formas corpóreas,

en otras palabras, por aspectos puramente visibles, todos ellos configurados por el ver.

La presentación de los tormentos, el sufrimiento, la expresión de estas pasiones a través

del gesto y de la pantomima, muestran un Don Juan que debe seducir a través de

gesticulaciones y bailes, mostrándolo empero de una manera ridícula y, ante todo, en su

pasión accidental. El Don Juan musical se pierde por completo en esta encarnación,

debido a que depende claramente del ver a Don Juan, de interpretar sus gestos y

movimientos. El problema no sólo radica en que al Don Juan se le debe ante todo

escuchar, sino que, precisamente por esto, su determinación gira “hacia adentro, y por

eso no puede hacerse visible o manifestarse en formas corpóreas y en los movimientos

de las mismas, ni en una armonía plástica” (O lo uno o lo otro, I, 124).

Este tipo de representación anula por completo la característica fundamental del Don

Juan musical, que es el de su carácter ideal. El goce de este Don Juan, como se dijo más

arriba, es la pura satisfacción; la seducción no es un ardid, sino un momento, es un

ademán. En esto radica el hecho de que sea siempre victorioso, precisamente porque

dispone de todos los medios para alcanzar su victoria; es más, él dispone de manera

absoluta del medio de su trabajo que pareciera no necesitarlo. Por esto, sólo a través de

la música resulta posible concebir a Don Juan idealmente, pues la música otorga la

66  

unidad necesaria, permite la descripción de su conducta, y, de igual forma, permite que

se escuche el poder de la seducción, esto es, de su principio. Con esto, podemos pasar

ahora al examen de la segunda posibilidad de configuración de la seducción, ya

señalada antes.

2.4. El canto del coleccionista

“La moderación es algo fatal. Suficiente es tan malo como una comida. Más que suficiente es tan bueno

como un banquete” Óscar Wilde

Recordemos que lo que mantiene propiamente la unidad de la ópera es la tonalidad de

fondo, pues con ello se sostiene la totalidad. La impresión de conjunto está determinada

por el estado de ánimo, porque la ópera, si bien es dramática, tiene su unidad en dicho

estado, ya que en la opera se le otorga mayor importancia a lo lírico. Esto quiere decir

que la música, la sonoridad en conjunto, es lo que constituye propiamente la unidad de

la obra, que permite así escuchar de manera consolidada lo que suena de la misma

forma. Por esto es necesario tener en cuenta que la reflexión en ningún caso determina

la unidad de la ópera, así como tampoco la acción que se espera frente a la reflexión.

Esto tiene su explicación en el hecho de que sólo en la ópera tiene cabida “la pasión

irreflexiva, la pasión sustancial. La situación musical reside en la unidad del estado de

ánimo, en la discreta pluralidad de las voces. Esto es precisamente lo propio de la

música, a saber, que puede conservar la pluralidad de las voces en la unidad del estado

de ánimo” (O lo uno o lo otro, I, 134).

La inmediatez de nuevo se presenta como un carácter de vital importancia dentro de la

ópera, debido a que la acción que es posible que se dé dentro de la simultaneidad

dramática, determinada arriba únicamente en la simultaneidad musical y la unidad del

estado de ánimo, sólo puede darse como acción inmediata. Esto quiere decir que la

esencia misma de la ópera no reside en una acción que debe darse cada vez más rápido

para dar cabida por fin a una caída, a una ruptura, sino que, por el contrario, la ópera

tiende a extenderse en el tiempo y en el espacio.

67  

El Don Giovanni erótico musical se configura a través de sus movimientos oscilantes y

a su vez fascinantes. Por esto, hemos señalado ya antes que el poderío de este seductor

se encuentra en la pura inmediatez sensual que se potencia con todas las mujeres, con

todas y cada una de ellas que hacen parte de su apreciado libro de colección. Como

coleccionista, Don Giovanni posee un catálogo que da cuenta de su tendencia hacia el

género femenino en toda su abstracción, buscando con ello en cada momento que lo

particular de un rostro, por ejemplo, se amolde a las duras exigencias de un ideal. Su

estrategia es la de hacerse irresistible a través de su apasionamiento y su deseo sensual;

“Don Giovanni, a diferencia del seductor, no sabe qué es la prudencia reflexiva y

calculadora. Su vida es espumosa como el vino con el que cobra fuerzas, y está siempre

en movimiento como los sonidos musicales que acompañan la jovialidad de sus

banquetes” (Cañas, 2003, 71).

Podemos referirnos a Don Giovanni como la encarnación de un auténtico pathos

existencial. Es pura potencia perturbadora que manipula sin necesidad de la reflexión ni

del ardid, sólo su fuerza, el instinto y el placer que tiñe cada mínimo aspecto de su

existencia, lo convierten en un triunfador. Una potencia enorme que se erige sobre la

feminidad para poseerla toda en cada encuentro, situación y rostro particular, pues

representa la abstracción completa del concepto de mujer: “Don Giovanni representa el

poder seductor que encierra la entrega de la seducción inmediata y de la exaltación vital,

y esto no se ve, se oye” (Cañas, 2003, 72).

De nuevo Don Giovanni se presenta en su característica oscilación; sin embargo, lo hace

dando ahora mayor preeminencia a su carácter musical. Si bien Don Giovanni puede

concebirse como el héroe en el que se centra el interés de la ópera, de igual forma dicho

interés se lo ofrece también a todos los demás personajes en la medida en que él

constituye la fuerza vital que los pone en movimiento a todos ellos, pues Don Giovanni

es tanto personaje como fuerza o principio de movimiento; su pasión anima la pasión de

los otros, y con ello la personalidad de cada uno de los personajes es devorada por esa

pasión que lo atraviesa todo, esto es, por el mismo Don Giovanni, pues su presencia es

casi absoluta: “así como, en el sistema solar, los cuerpos opacos que reciben la luz del

sol central brillan siempre sólo a medias, brillan del lado vuelto al sol, así sucede con

los personajes de esta pieza, en los que sólo está iluminado el lado y el momento vital

vuelto hacia Don Juan y que, por lo que hace al resto, son oscuros e impenetrables” (O

68  

lo uno o lo otro, I, 139). Don Giovanni, en tanto que habla también a través de las voces

de los otros personajes de la opera, los hace audibles y comprensibles; pero, el

apresamiento del que son “víctimas” da cuenta de su claridad y de la manera en que

todo está impregnado y determinado por el espíritu de la música, por Don Giovanni.

La relación que Don Giovanni establece con los demás personajes es únicamente a

través de la música; y es precisamente por eso que la fuerza, el poder infinito e

irresistible de su vida impulsada elementalmente, arrastra la de todos los demás. En

tanto dicha relación es musical, es también puramente erótica, pues Don Giovanni

resuena a través de los personajes, a través de sus voces; en ellas está siempre presente

el eco perturbador que, en contra de su propia voluntad, arrasa con cada uno de los que

se apropia.

La unidad musical de la que se habló más arriba está precisamente en el mismo Don

Giovanni; él está en todas partes, es omnipresente a lo largo de toda la ópera, “pues el

modo más contundente de indicarlo consiste en hacer notar que aquél, aun estando

ausente, está presente” (O lo uno o lo otro, I, 146). Pero sólo lo está a través de la

música, ya que en esto radica propiamente la unidad musical que penetra toda la obra.

La música no exige ver absolutamente nada; el arte de la distancia ejerce aquí todo su

poder, pues la fuerza de la música arrastra en su escucha toda nuestra atención y “esa

música quiere que se la entienda de lejos” (O lo uno o lo otro, I, 136).

Como lo indicamos en el primer capítulo de este trabajo, la construcción total de la

ópera expresa la importancia de lo lírico, de la música que desde el principio, y a modo

de profecía, la determina y la atraviesa. Precisamente la obertura en tanto que pretende

provocar un estado de ánimo, que es el mismo que garantizará su unidad musical, debe

aproximarse profundamente a lo que será lo central de la ópera, pues sólo así logrará

apoderarse del espectador, por ello debe estar impregnada de lo esencial de la ópera.

La fuerza que reside en ella da algo de luz a la oscuridad que se ciñe en el primer

momento sobre el contenido, desarrollo de la ópera y de sus personajes. La obertura es

en sí misma un espacio de choque de las fuerzas contenidas, apasionadas y elementales,

que hasta el momento se mantienen ocultas y ante todo silenciosas, pues tan sólo se

escucha de ellas ligeros murmullos, susurros que con el paso van adquiriendo potencia y

fuerza paulatinamente, alargándose y manteniéndose de manera impropia en el tiempo.

69  

El poder del enfrentamiento de estas potencias contenidas está en la obertura como un

sonido suave que se atiene a aproximarse cautelosamente a la explosión del deseo y de

la sensualidad, pues “hace falta un oído atento y erótico para caer en la cuenta del

momento en que, en la obertura, uno recibe el primer indicio de ese leve juego del deseo

que más tarde encuentra expresado con toda la riqueza de su caudalosa abundancia” (O

lo uno o lo otro, I, 142). La obertura presiente la aparición del poder turbador de la

genialidad sensual, mostrando un poco del peso que carga dicho poder y reposando

sobre la tierra en una oscuridad, que, de vez en vez, se ve desgarrada por rayos que

desaparecen tan rápido como aparecen, y que paulatinamente van manteniéndose un

poco más, permitiendo con ello que se aviste por medio de esa luminosidad intermitente

algo de lo que se pondrá en movimiento constante, como por ejemplo la vibración

musical que se proyecta a lo largo de toda la ópera. En el caso determinado de los

musical, el oído alcanza a percibir esos rayos, esa voz que apasionada da cuenta de la

llegada angustiosa y sustancial del primogénito de la sensualidad al mundo: “la vida de

Don Juan no es desesperación, sino el poder total de la sensualidad parido con angustia,

y Don Juan mismo es esa angustia, pero esa angustia es precisamente un demoníaco

deseo de vida” (O lo uno o lo otro, I, 144).

La vida de Don Giovanni, que se ha narrado a sí misma tomando posesión de los

personajes pues ha resonado a través de ellos, los ha poseído e incluso ha logrado que

ellos se olviden de sus propias vidas, se presenta con toda la potencia y furor propios del

deseo demoníaco de vida. Incluso cuando se percibe el final, la unidad musical de la

ópera se hace más patente, conjurando todos los elementos para potenciar aún más el

estado de ánimo de Don Giovanni afirmando su vida, precisamente cuando éste se

encuentra embriagado de sí mismo, esto es, cuando es empujado al borde más extremo

de la vida, allí donde él necesita abrazarse fuertemente a todos sus deseos de vivir. Don

Giovanni es entonces energía pura, irrefrenable, que se consume pero que también se

celebra.

Don Giovanni es siempre vida y poderes irresistibles, abrumadores e insuperables, pero

precisamente por ser siempre dicha potencia, vida inmediata, vida sensual, no puede

vencer su última batalla, el encuentro con el Comendador, que ya desde el inicio de la

obertura murmuraba alejándose y esperando. Esa otra potencia se presenta ahora con

todo su poder, pues esta reproducción de la vida en tanto que espíritu, fantasma,

70  

consume a Don Giovanni que no lo puede soportar: “la música hace que el Comendador

se convierta en seguida en algo más que un individuo particular, su voz se expande

hasta ser la voz del espíritu. Ningún poder en la pieza, ningún poder en el mundo, es

capaz de dominar a Don Juan, sólo un espíritu es capaz de ello, un fantasma” (O lo uno

o lo otro, I, 130). El sentido de esta presencia fantasmal lo podemos captar plenamente

si nos detenemos ahora en la configuración del personaje irónico, siguiendo para ello la

presentación que el mismo Kierkegaard hace de Sócrates.

2.5. La entrada a la cueva de Trofón

Presentar a un espectro es en sí una dificultad patente: ver en lo invisible lo visible que

no se presenta en lo inmediato, recurrir a la nada para con ello obtener algo (un

resultado), convertirse en una más de las mediaciones que constituyen al personaje,

implica hacer de observador (actividad que no estamos acostumbrados a llevar a cabo).

Este espectro al que nos referimos no es otro sino el de esa presencia abordada de

múltiples maneras a lo largo de la historia de la filosofía, esto es, el fenómeno Sócrates,

o también, el espectro que Kierkegaard presenta aludiendo al siguiente ejemplo:

Hay un cuadro que representa la tumba de Napoleón. Dos grandes árboles proyectan su sombra sobre ella. En el cuadro no hay otra cosa que ver, y el observador inmediato no ve más que esto. Entre los árboles hay un espacio vacío; en cuanto el ojo sigue detenidamente el contorno que lo circunscribe, Napoleón mismo surge repentinamente de esa nada, y entonces es imposible que vuelva a desaparecer. El ojo que lo ha visto una vez, lo ve ahora y siempre con una necesidad casi angustiante. (Sobre el concepto de ironía, 89-90).

Este juego de miradas es el que se debe aplicar cuando nos disponemos a observar a

Sócrates, pues este fantasma era un cierto espectro desproporcionado en el que sus

palabras decían más de lo que inmediatamente podría pensarse. Se trataba de un

personaje chocante para la mayoría de los atenienses, debido a que se movía por

momentos como un inofensivo viejito bonachón, parafraseando a Kierkegaard, y en

otros como un peligro para toda la comunidad, como un tábano, una bomba de tiempo

impía que corrompía a jóvenes ocultándose tras la máscara de su profunda ignorancia.

Para desenmascarar su trampa, se hace necesario “acceder” al seductor en tanto

fenómeno que da cuenta de la desproporción, de la matrioska que resultaba ser Sócrates,

pues su estrategia vital no era otra cosa más que el despliegue de la más pura seducción.

71  

Como mostraremos haciendo énfasis en algunos diálogos platónicos, este personaje es

presentado constantemente como una figura atrayente e inquietante, a pesar de sus

notorios defectos físicos; por ejemplo, su figura seductora es escondida tras los velos de

lo que Platón llamó dialéctica socrática o lo que Jenofonte reemplazó más tarde por

sofística y que, finalmente, Kierkegaard desenmascara como ironía. Esta ironía se puede

entrever en cada juego y en cada sonrisa (incluso trágica); parte de sí para retornar de

nuevo a ella en un juego de constante seducción. Nos concentraremos ahora en mostrar

la seducción irónica que emprende Sócrates, para señalar así cada uno de los rasgos que

se ponen en juego en el potencial negativo expresado en todo movimiento irónico.

Se podría decir que este juego de la seducción es un juego profundamente femenino;

Sylvia Walsh, haciendo alusión a lo afirmado por Kierkegaard en relación con el género

del fenómeno como femenino, afirma que su poder seductor se fortalece en la medida

en que éste se muestra siempre atrayendo, cautivando al observador que se deja

conducir sin violencia por la seducción; en otros términos, el observador debe

entregarse al fenómeno espectral, al objeto erótico. El observador debe dejar que el

fenómeno se dé por completo y sin alterarlo; debe ser quien sorprenda al fenómeno y

quien se comporte con él como un caballero frente a su amada.

El amor erótico es encarnado por Sócrates como un amor irónico y produce como

resultado la ironía socrática, diferente de la platónica. El eros socrático se revela para

distinguirse del platónico14. En cuanto a su existencia inmediata, Sócrates es negativo,

en la medida en que se da una clara dicotomía entre su exterior y su interior, debido a

que no es posible acceder a él de manera inmediata, sólo en la lejanía, igual a como es

necesario acceder a la ironía. Tan sólo nos pueden hablar los ecos de silencios que

continúan hablando a lo largo de la historia a través de interminables mediaciones que

narran un personaje seductor en su ironía, un fenómeno.

                                                            14 Este es el método erótico-hermenéutico al que hace alusión Sylvia Walsh, en donde el observador/erotista, actúa como “partero de ideas” (alusión y vinculación con la madre de Sócrates, su oficio era el de partera y al parecer la actividad de Sócrates y por tanto la del erotista es la de ayudar al parto de las ideas): deja ser al fenómeno, permite que el fenómeno se dé a conocer sin alterarlo. La hermenéutica consiste en ver siempre un espectro, un fantasma, lo invisible perdido entre lo inmediato; lo erótico permite que el fenómeno se dé con facilidad en un juego de seducción mutua. Este planteamiento se verá como una revolucionaria concepción de lo erótico y lo femenino como constituyendo la verdadera esencia de la interpretación filosófica. (Cfr. Walsh, 1984, 123, 124 )  

72  

En este contexto, Kierkegaard se refiere al Banquete de Platón como un diálogo en el

que los conceptos abstractos de amor y eros se encarnan en Sócrates. Por este motivo,

nuestro filósofo afirma que “este diálogo aspira a dar realidad al conocimiento pleno

aun en otro sentido, cuando el Eros concebido de manera abstracta se visualiza en la

persona de Sócrates gracias a la ebria intervención de Alcibiades” (Sobre el concepto de

ironía, 107). Antes de exponer por completo la razón de esta primera alusión a Sócrates

como la personificación de eros, es necesario que nos detengamos en la forma en que se

refiere Sócrates al amor y, posteriormente, resaltemos la forma en la que el ironista

comienza su juego:

Si eros es, según su naturaleza, amor hacia alguna cosa o hacia ninguna; pero si el amor, además, desea aquello que es su objeto, entonces no lo tiene sino que lo necesita, y esa misma necesidad se concibe como idéntica al anhelo de una perdurable posesión futura; pues uno desea lo que no tiene incluso cuando anhela conservar en el futuro lo que tiene ya. El amor es entonces necesidad de algo, deseo de algo que no se tiene, y puesto que el amor es amor por lo bello, Eros necesita la belleza, no la tiene. Y puesto que lo bueno es además lo bello, Eros necesita también lo bueno. (Sobre el concepto de ironía, 110).

Esta forma de presentar el amor partiendo de las exposiciones precedentes da cuenta de

la ironía en la medida en que el amor es presentado desde su determinación más

abstracta, esto es, la de ser la negatividad de la ironía (negatividad que caracterizará el

amor presentado por Sócrates), pues radica en la imposibilidad de tener en todo

momento un conocimiento claro y distinto del concepto. Es pues un concepto que en su

desocultamiento se oculta, ya que es visible en su invisibilidad15. Así pues, si el amor en

su determinación más abstracta es por eso mismo una designación desprovista de

contenido y, además, es siempre un ansía, un deseo ante lo que no se tiene, es entonces

un concepto puramente negativo:

El resultado al que llega es propiamente la determinación indeterminada del ser puro: el amor es; pues el añadido según el cual el ansía, deseo, no es determinación alguna, ya que es meramente una relación con algo que no está dado. (…) Pero así como lo abstracto en sentido ontológico tiene su vigencia en la especulación, lo abstracto en tanto que negativo tiene su verdad en lo irónico. (Sobre el concepto de ironía, 111).

El amor es encarnado por el espectro de Sócrates. Pero, ¿qué tiene de irónica esta

personificación? Alcibíades la hace ver a través de su asombro frente al falso amante

                                                            15 “La figura acústica correspondiente a ese gigantesco polígono, la silenciosa infinitud interior a la vida que corresponde a ese eterno ruido y a ese eterno bullicio, es, sin embargo, o bien el sistema, o bien la ironía en tanto que negatividad absoluta o infinita, con la diferencia, naturalmente, de que el sistema es infinitamente elocuente, y la ironía infinitamente silenciosa” (Sobre el concepto de ironía, 95). 

73  

que resulta ser Sócrates, debido a que, como dice Kierkegaard, Sócrates termina siendo

el amado y no el amante, esto es, se convierte en el objeto deseado, el anhelado, aquel

que provoca apasionamiento y, a la vez, desasosiego. Este mal pasional que afecta tan

notoriamente a Alcibíades, y a todos los que de una u otra forma se relacionaron con

Sócrates, tiene como base el enmascaramiento, el engaño. Es posible entonces que

afirmemos que “precisamente porque es esencial a la ironía no desenmascararse jamás,

y porque por otro lado le es igualmente esencial cambiar de máscara como Proteo, por

eso debía necesariamente acarrear tanto dolor al mancebo enamorado. Si aquella, por

tanto, tiene algo de horroroso, tiene algo de extraordinariamente seductor y encantador”

(Sobre el concepto de ironía, 113).

La lejanía del fenómeno, su ocultamiento, esto es, aquella “comunicación telegráfica

que debe entablarse con un ironista”, es propiamente la seducción. Sócrates, al igual que

Juan, el seductor del Diario de Kierkegaard, seduce y enamora a escondidas, siempre

tras una máscara que le permite que su voz sea escuchada pero a través de los ecos que

produce y que dan cuenta de la distancia seductora que hay de por medio. En este juego

de engaños el amado deja de serlo sin saberlo y muy a su gusto; el amado se torna

amante y sólo lo nota cuando el ardor pasional y la notoria lejanía del objeto amado

hacen doler y aumentar el deseo. La unidad de los contarios empieza a hacerse patente

en tanto que se da simultáneamente a través de esta particular forma de operar la

liberación del amado, e inmediatamente su “encarcelamiento”. Sócrates, por medio del

diálogo de sus máscaras, logra ubicar al interlocutor; en primera instancia amado, por

encima de la existencia inmediata, para luego dejarlo atrapado en la ansiedad, en el

deseo, en el amor que no sabe si buscar la presencia lejana y anhelada o evitar, a toda

costa, ese dolor que ella misma le causa.

La ruptura, la escisión con la idea, es necesaria; la idea no se expresa como tal, pues es

negatividad absoluta, ya que, en tanto imposibilidad de acceso, no es posible un

conocimiento puro de ella. Sócrates también se divide, se rompe en múltiples caras que

seducen en su silencio, pues en la apariencia de su sabiduría se fragmenta en lo que grita

el silencio para sus amantes. Sócrates sonríe tras la máscara momentánea del amante. Él

es la unidad misma de lo trágico y lo cómico, el amor negativo de la ironía: “el amor

que aquí se describe es el de la ironía; pero la ironía es lo negativo del amor, es la

74  

incitación al amor, es en el ámbito del intelecto lo que las travesuras y las querellas

amorosas son en la región inferior del amor” (Sobre el concepto de ironía, 116).

En el Protágoras Sócrates comienza un juego del que al parecer conoce el final. Este

juego se parece a una contienda de calvos por su peine (Cfr. Sobre el concepto de

ironía, 119), pues el diálogo da inicio y se lleva a cabo entre contradicciones y

discusiones que constantemente ponen en riesgo la continuidad del diálogo. La aparente

seguridad con la que comienzan los dialogantes se va perdiendo en la medida en que

avanza la discusión; se parece a aquella situación en la que el católico ha convencido al

protestante y éste último al católico, que ahora se ha hecho protestante y viceversa.

En el Protágoras la unidad se pierde por completo en la multiplicidad, ya que hay una

escisión marcada con respecto a la idea: el movimiento del diálogo, en tanto la

dialéctica está sustentada por completo en la ironía, es entonces circular: se parte de la

ironía y se vuelve a ella. Sin embargo, la única unidad que se da en el diálogo es la de la

ironía, produciendo así la unidad de lo cómico y de lo trágico. El diálogo se mueve en

una constante tensión entre el planteamiento sofista como negación de lo originario, en

donde mediante la educación se introduce en el hombre algo de lo que antes carecía, y

la posición de Sócrates que niega la historia posterior, la posibilidad de que el hombre

por la educación pueda evolucionar en lo concerniente a la virtud; esto sucede así,

debido a que todo conocimiento no es más que recuerdo, esto es, se debe a la

reminiscencia y no avanza hacia adelante como sucedería en un planteamiento positivo

o evolutivo.

La ironía del planteamiento socrático radica en una constante posibilidad de olvido: el

movimiento es retrógrado, en tanto que no concibe la experiencia dentro del

conocimiento de la virtud. Sin embargo, la virtud es reducida por Sócrates al

conocimiento, cayendo así en una insondable contradicción con la propuesta inicial,

según la cual la virtud debía corresponder a una unidad no susceptible de ser enseñada.

Por otro lado, el planteamiento de Protágoras, al igual que su argumentación, termina

suprimiéndose a sí mismo en un círculo interminable de goce que consume al mismo

goce. Este movimiento realiza la ironía en dos momentos: “Así, lo irónico en primera

potencia consiste en postular una doctrina del conocimiento tal que se aniquila a sí

misma, mientras que lo irónico en segunda potencia consiste en hacer que su defensa de

75  

la proposición de Protágoras parezca accidental, pese que con la defensa misma la

anula” (Sobre el concepto de ironía, 124).

Este parecer accidental remite a un accidente forzado, provocado por Sócrates en un

conocimiento completo del objetivo final del diálogo, pues se trata realmente de una

contradicción y confusión de Protágoras frente al desenvolvimiento de la discusión. En

un supuesto apoyo que se extingue dentro de él mismo Sócrates sonríe; así la sorpresa

final de Sócrates es entonces una gran ironía subrepticia que, como ya lo hemos dicho

antes, se esconde sin que se la pueda ver, pero dicha ironía siempre está presente,

provocando un gran desasosiego y confusión en los interlocutores que se pierden en los

laberintos sin salida que el mismo Sócrates les teje.

El diálogo aparentemente carente de resultado parece cobrar ahora vida y ser consciente

de ello, hasta el punto de “utilizar” al mismo Sócrates para hacer una burla despiadada

de los dialogantes ante su intento fallido de convencer y argumentar: “(…) Es decir, que

el diálogo es plenamente consciente de esta falta de resultado, y es como si, más que

regocijarse en la aniquilación de los sofistas, saboreara con cierto beneplácito el

completo encanto de la destrucción” (Sobre el concepto de ironía, 119). Destrucción por

la cual nada quedará en pie. Así, la voz de Sócrates se va perdiendo en el protagonismo

que va ganando el diálogo, pues se traslapa en él. Por esta razón, podemos afirmar que

la ironía se esconde en la vuelta a ella misma. La contradicción constante a lo largo del

diálogo por parte de cada uno de los participantes en él, contradicción que se torna

ridícula, irónica, hace que la virtud (objeto inicial de la discusión) se pierda por entre los

dedos de los dialogantes, de manera tal que se hace imposible su articulación con

cualquiera de las determinaciones que se dan a lo largo de la discusión, pues ya no es

posible alcanzar definición alguna de ella.

Por otra parte, intentar dar sustento a una concepción inmortal del alma y, por tanto, dar

cuenta de su proceso de reminiscencia una vez encarcelada en el cuerpo, se convierte en

un creciente conflicto a lo largo del diálogo Fedón, en el que el alma termina convertida

en nada. A través del diálogo, el alma se convierte al final en nada, tal como ocurre

también con su objeto de conocimiento que pretende ser el puro ser de las cosas, pues

éste, al ser una abstracción tan opuesta a lo concreto y particular, seduce al alma para

que intente aligerarse (morir, desembarazarse del cuerpo), esto es, abstraerse de los

76  

sentidos inferiores, pues sólo así logra adecuarse a su objeto de conocimiento, que ahora

precisamente se ha convertido también en una pura nada.

Este carácter indudablemente negativo que adquiere el alma y su objeto más propio, esta

determinación negativa de sí misma, intenta ser sustentada por el argumento que, muy

al estilo silogístico, es elaborado por el antecedente y el consecuente, aparentemente

muy apropiados, pues ambos han surgido de la idea presente a lo largo del diálogo: la

reminiscencia. El antecedente es la preexistencia de la idea con respecto a las cosas

simples, mientras que el consecuente es el alma que preexiste al cuerpo de la misma

manera. La debilidad del argumento se deja entrever en la falta de claridad de la primera

aseveración, debido a que la preexistencia del alma depende directamente de la

preexistencia de lo en sí, esto es, de profundas abstracciones en las que paulatinamente

se pierde y difumina el alma.

Por esta razón, “la ironía es salud en la medida en que libera al alma de su

embelesamiento por lo relativo, y es enfermedad en la medida en que no puede cargar

con lo absoluto sino en la forma de la nada” (Sobre el concepto de ironía, 137). La

liberación del cuerpo y de los sentidos inferiores parece ser en principio la promesa de

un regreso a la contemplación de las ideas, al encuentro con el puro ser, pues aparece

como la cura de tan terrible caída al mundo de las sombras y de las apariencias, de los

cuerpos. Sin embargo, esa liberación se toma como una carga insoportable, pues el

absoluto, en tanto objeto de conocimiento, sólo puede ser abordado como nada, y con

ello el alma se toma como nada, ya que al alma le espera la pura nada. De nuevo la

ironía parece ser liberación y al mismo tiempo encarcelamiento. El filósofo intenta

procurar la muerte, la desea, la espera, y al parecer el conocimiento está de telón de

fondo de este deseo que podría pasar por un escepticismo admirable y desconcertante

expresado por Sócrates; pero: ¿es realmente escepticismo o se trata de una enorme

carcajada trágica frente a las aparentes implicaciones que acarrea consigo la muerte?

El denominado morir intelectual marcado por su negatividad irrefutable aspira llegar a

la más grande abstracción: “En el morir intelectual, aquello a lo que hay que morir es

algo indiferente, mientras que aquello a lo que se debe brotar es algo abstracto (…) El

platonismo quiere que uno muera al conocimiento sensible para diluirse, al morir, en el

77  

reino de la inmortalidad, donde lo igual en sí y para sí, lo bello en sí y para sí, etc.,

viven en muerta quietud” (Sobre el concepto de ironía, 136).

La intuición frente a la muerte, la avaricia, la inseguridad frente a lo que viene, el

trágico final de la muerte esconden todas ellas el cómico consuelo que en la ironía, o

mejor a través de ella, se muestra con la máscara del estoicismo por excelencia; “(…)

Pero lo que realmente caracteriza a la ironía es la medida abstracta según la cual lo

nivela todo y domina cualquier estado de ánimo desmesurado, de manera que no opone

al temor el pathos de la exaltación, sino que ese convertirse en una pura nada le parece

un experimento de lo más curioso” (Sobre el concepto de ironía, 138).

Es notable el carácter silencioso y escurridizo de la ironía que no permite ver claramente

la disposición de Sócrates, que se encuentra en un vaivén constante entre lo trágico y lo

cómico: “(…) Claro que estas irónicas expresiones podrían conciliarse bastante bien con

la presunta seriedad y la honda emotividad que han de recorrer todo el diálogo; pero

tampoco puede negarse que tienen mejor aspecto, seguramente, cuando se advierte en

ellas el silencioso y secreto brote de la ironía” (Sobre el concepto de ironía, 127).

Por esta razón, podemos afirmar ahora que la ironía permanece callada, invisible, pero

presente; Sócrates abre sólo una de sus caras y en un discurso de aspecto trascendental y

de vital importancia intenta tan sólo saciar su curiosidad, jugar entre el día y la noche, la

luz y la oscuridad. Sócrates sonríe en silencio y permanece oculto, como lo hace

también la ironía.

Sócrates continúa sonriendo tras una apariencia emotiva, juega con el vértigo de la

muerte, con su importancia, que se pierde por momentos en una nada última; goza y

alimenta su curiosidad en una constante alternancia entre la sombra y la luz, entre la

vida y la muerte. En la Apología Sócrates consuela y compensa el terrible temor a la

muerte con la nada, obsequia una representación que huye a cualquier posibilidad de

representación, pues lo absoluto tiene ahora un encuentro cercano con la relatividad de

la vida. Pero, el desconocimiento de la muerte resulta ser la razón misma por la que no

se le teme. Tan sólo posibilidades se pueden presentar ante la infinita posibilidad de la

muerte, tan sólo vertientes que se abren sin certeza y que cada una tiene el talante

irónico propio de Sócrates, que mostrando dos caminos los cierra al mismo tiempo en

una indudable ironía. Por un lado, la muerte como un sueño interminable no es más que

78  

una “pura nada”, y, por otro lado, la muerte, como un nuevo encuentro con los sabios,

resultaría satisfactoria tan sólo por la posibilidad de interrogarlos eternamente con el fin

de saber si merecían el apelativo de sabios. Pero lo cierto es que ambos caminos

terminarían en el mismo punto: la pura nada, ya que no podemos afirmar nada de la

muerte. Así, a lo largo del diálogo la ironía asecha como un seductor, pues la ironía

aguarda escondida hasta que llegue el momento en que pueda salir y apresar por

completo al interlocutor, para que no desista en su tarea, en aquella que no llegará a dar

frutos.

A lo largo de toda La Apología se percibe una oscilación entre la “preocupación” por la

muerte (que de manera muy similar al Fedón, no es preocupación, sino un aparente

estoicismo sustentado en la ironía que domina cualquier tipo de pathos) y la

preocupación por el error y la contradicción, que Sócrates pone de manifiesto entre las

acusaciones que se le imputan y la imposibilidad de que ellas sean efectivamente la

razón de la ignorancia que lo caracteriza. Dicha oscilación permite percibir la ironía

oculta: no hay punto de encuentro entre el ataque y la defensa. Sócrates lejos de

defenderse, reduce las acusaciones a gritos sordos, se apropia de la acusación y de la

palabra de los inculpadores. Para Sócrates, lo que al parecer merecería atención e

importancia es la aclaración de la desarticulación entre ataque y defensa, entre la

palabra de los acusadores y la de él; así el temor a la muerte se desplaza a un segundo

lugar, pues la sentencia a muerte no puede representar castigo alguno, debido a que

tenemos un total desconocimiento frente a ella, de manera que el castigo se nihiliza por

completo, ya que un castigo que no sabemos si es tal no puede ser causa alguna de

preocupación.

La Apología se mueve en un vaivén que caracteriza a la misma posición de Sócrates,

que por momentos se toma como humildad y sinceridad admirables o como jactancia y

soberbia despreciable, pues hacen referencia al enorme engaño que representa Sócrates

a lo largo del diálogo. Por esta razón, afirma Kierkegaard:

He ahí el delicado juego muscular de la ironía. Le agrada saber que nada sabe, le hace sentirse infinitamente ligero mientras los demás se arrastran hasta matarse por unas monedas. Sócrates nunca interpreta la ignorancia de modo especulativo, sino que le es de lo más cómoda y transportable. Él es un Asmus omnia secum portans (Asmus, el que carga todo), y este omnia (todo) es nada. Cuanto más a gusto está él en esta nada, no como resultado sino como infinita libertad, tanto más profunda es la ironía. (Sobre el concepto de ironía, 150).

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La ironía está presente en La Apología como apariencia, como una de las máscaras que

caracterizan a Sócrates como un ironista y, por tanto, como un erotista; todo el diálogo

está atravesado por una “ironía indiferente”, por movimientos oscilantes que hablan de

un Sócrates dividido, desproporcionado e incluso dislocado. Así, Sócrates se hace

invisible en su ironía como fenómeno. Tal vez el movimiento negativo de la ironía se

puede concretar en el siguiente ejemplo desarrollado por Kierkegaard: “(…) La ironía

está haciendo el tantálico esfuerzo, semejante al de aquella vieja bruja, de devorar todo

primeramente para después devorarse a sí misma o, como se dice de la bruja, para

devorar su propio vientre” (Sobre el concepto de ironía, 119).

En el análisis desarrollado por Kierkegaard se muestra cómo el concepto de ironía está

ligado al concepto de amor, que es abstracto en su elemento negativo, es decir, el

concepto irónico del amor radica en que realmente no es concepto: su naturaleza

positiva queda sin cerrar (sin resultado) indefinida en la manifestación socrática.

Dejar ser al fenómeno en una dialéctica sustentada en la ironía, que parte de ella para

volver a ella a modo de diálogo sin cierre, es un juego amoroso en el sentido en que el

interlocutor u observador se erige como un erotista que, en cuanto personaje erótico,

permite que el fenómeno lo conduzca en un juego de seducción en el que se debe

permitir que éste sea en su totalidad y pureza.

El eco reversivo de la ironía debe percibirse en Sócrates a través de la interrogación, en

sus palabras que siempre dicen más, en la ironía que vuelve a modo de respuesta y que

se esconde detrás de cada silencio, ya que escuchar la ironía es escuchar el silencio.

Sócrates descubre que la verdad del arte de hablar consiste en el silencio; es por eso que

Sócrates se convierte no en un maestro que enseña, sino más bien en una enfermedad

que contagia, que se expande eróticamente. Precisamente, es en el silencio en el que

radica la fuerza de Sócrates, pues si la verdad reclama silencio, no se está anunciando

una nueva verdad, sino que se está reclamando silencio para que ella pueda ser

escuchada. Sócrates silenció a los sofistas con la pregunta, con esa voz que es

propiamente negativa, con la ironía que como movimiento intermedio (reclama verdad

pero no la dice porque de esa forma la trivializaría) manifiesta un puro comienzo, una

pura nada que es la que representa Sócrates como punto de inflexión en la historia; y

que es por la que, sin embargo, debe comenzarse. Es tan sólo una pausa, un guión que

80  

nunca se configura como momento, es una inflexión constante que no permite hablar de

la continuidad de la ironía. El comienzo al que refiere Kierkegaard es un comienzo

fundacional, pues al ser absoluto se vincula con la negatividad, con la nada.

En todos los diálogos está presente la seducción del personaje erótico, en su deseo de

dejar ser al fenómeno. Dicha seducción es propiamente irónica en el lento parto del

fenómeno, donde una enorme sonrisa se dibuja en un juego de claridad, error, amor,

desconocimiento, abstracción y deseo. Un juego que es en sí mismo inconcluso y

disfrazado acorde a la ocasión. Siempre un juego entre amantes, un acto de seducción.

A través de su encarnación de lo erótico y con ello de lo irónico, pues el amor en su

negatividad es siempre una ironía seductora, Sócrates logra una abstracción inaprensible

de igual forma que lo es el amor en su constante desear libertador y encarcelador, ya

que puede unir los aspectos más discordantes; pero él mismo es discordante, de manera

que en la desproporción consigue así que los aspectos más contradictorios se hagan

posibles siempre a través del silencio, de lo no dicho, de las máscaras, que lo envuelven

y le impiden el total descubrimiento inmediato del espectro Sócrates. El movimiento

que inicia el amor es igualmente desproporcionado como el de la ironía, pues es el lugar

de lo contradictorio: “Así el amor es unidad en lo discordante” (Sobre el concepto de

ironía, 109).

Eros ocupa el lugar intermedio, el lugar de encuentro de lo contrarios: Poros y Penia,

donde cada uno de los cuales representa la abundancia y la indigencia respectivamente,

manifestando propiamente el movimiento que permite el encuentro de los contrarios,

pero es un encuentro que se da a sus espaldas16, pues es allí donde se da la seducción,

donde opera. Este lugar da cuenta del carácter ambiguo de Eros, es el espacio de la

tensión, y encarna una naturaleza dual en la que su contradicción (de la que es producto,

en la que se hace posible la unidad de los contrarios encarnada en él) no es superada.

Este aspecto intermedio produce un especial interés por el centro, por el espacio que

                                                            16  Dice Sócrates en el Banquete con respecto al origen de Eros: Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penia, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar-pues aún no había vino-, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penia, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. (Platón, Banquete, 203b- c)  

81  

está entre el interior y el exterior; un espacio oscilante que caracteriza la existencia

misma de Sócrates; propiamente una interioridad aún no configurada a mitad de camino

que se exterioriza en pura nada: es el vaciamiento propio de las nubes17, es una

abreviatura, un espectro.

La ironía de Sócrates instiga al deseo de placer, pero no aporta nada al conocimiento

mismo; en cuanto pura negatividad no es posible configurar una personalidad, se trata

entonces de una interioridad a medio camino: Sócrates oscila en una constante

indeterminación.

La ironía supone una finalidad o una verdad última, es una pura nada, su movimiento

está caracterizado por su circularidad en la que se termina consumiendo todo. Es en su

totalidad un nihilismo que no puede sino interpretarse, pues es un movimiento

puramente aporético, una posición que siempre se está suprimiendo a sí misma: es y a

la vez no es. El movimiento de la ironía es además profundamente estético, ya que es un

movimiento caracterizado por la transformación, por la mutación, pues es el

movimiento negativo que en tanto negativo se consume, se muestra en sus posibilidades

y en su vaciedad. Es además un movimiento que no depende de la voluntad: si la ironía

se convirtiera en un propósito se deformaría por completo, de manera que tampoco

puede ser un método. La ironía se da a las espaldas de todos, y no puede ser un

procedimiento ni una estructura, ya que supone una finalidad o una verdad última, ella

es más bien una pura nada.

Entablar una relación con un espectro implica estar atento a la observación y a la

escucha, pues se debe ver a través de lo invisible y se debe escuchar lo nunca dicho; el

movimiento de un seductor irónico será siempre el de una soledad abstraída, una

subjetividad, en el caso de Sócrates, a mitad de camino, informe y que, en su

movimiento anárquico (al modo de las nubes), consume todo lo que encuentra a su paso

hasta consumirse a sí mismo. Las posiciones de la ironía siempre están en tensión con el

mundo, pero, en ambos casos negativamente, esto es, la subjetividad intentará absorber

                                                            17 La alusión a la concepción que hace de manera más acertada Aristófanes de Sócrates (acertada con respecto a las anteriores concepciones que no habían logrado acercarse a lo que representaba la existencia de Sócrates, no habían accedido a la ironía) se aproxima a él como una nube como un sonderling, es un personaje que está encarnando una excentricidad, una desproporción, pero sobre todo vaciamiento e inconsistencia. A Sócrates lo caracteriza un movimiento anárquico, es decir de transformación de pura espontaneidad, lo propio de Sócrates es la máscara (Cfr, Sobre el concepto de ironía, 178).  

82  

al mundo saliendo de él para en un segundo caso asumirlo desde adentro; ésta es

entonces una posición acabada que vuelve a ella misma para consumirse. El seductor en

su movimiento irónico terminará en soledad, en la tragedia de la nada como abstracción

absoluta, su movimiento retornará a él para finalizar su camino y con él el de la ironía.

2.6. La carcajada romántica

La ironía socrática es una ironía que se ha consumado con la misma muerte irónica de

Sócrates. Pero a Kierkegaard le interesa examinar también una nueva manifestación de

la ironía, se trata de aquella que hace su aparición en el pensamiento moderno, en el que

su pensamiento ya está maduro y en donde la sensibilidad ha sido preparada por el

romanticismo para aceptar el pacto con una nueva ironía. Hegel había asumido la

aparición de Sócrates como el momento en que la reflexión entra dentro del devenir de

la historia, y su ironía inaugura la primera manifestación de la subjetividad. Kierkegaard

revisa la interpretación hegeliana y la modifica en diferentes puntos, de los cuales es

necesario llamar la atención sobre dos, a saber: uno, que la ironía socrática es una

manifestación estética y no ética; y, dos, que la ironía es la más ligera y la más débil

denotación de la subjetividad.

Si la ironía manifiesta la subjetividad, entonces ¿qué tipo de ironía será la que está

presente en la subjetividad moderna? Y, de igual forma, ¿en qué consiste la subjetividad

moderna? Partamos, como lo hace el mismo Kierkegaard, de la noción de subjetividad,

recordando que con Kant el pensamiento filosófico moderno llegó a su madurez y fue

capaz de liberarse de las cadenas del dogmatismo; pero Fichte fue quien logró

consolidar la noción de la subjetividad, al realizar la síntesis que en el pensamiento

kantiano apenas había quedado esbozada. Fichte descubre en La crítica de la razón

práctica la piedra angular de un nuevo sistema que busca resolver la tradicional

contienda filosófica de la modernidad entre el determinismo de la ciencia y la libertad

en el mundo moral. Considera Fichte, y con esto empieza a separarse de Kant, que para

configurar un sistema absolutamente coherente es preciso desaparecer la cosa en sí y

remitir el origen de las sensaciones al mismo sujeto. Fichte quiere lograr un sistema

basado en la libertad, una filosofía que ancle su punto de partida en una praxis suprema

de la libertad. Ésta consistirá en que el Yo pone, por su propia libertad, a otro, con el

83  

que se pueda comenzar el desarrollo dialéctico de su unidad. Veamos lo que el mismo

Kierkegaard nos recuerda al respecto:

Ese algo exterior, esa Ding an sich fue la debilidad del sistema kantiano. Se planteó incluso el interrogante de si el Yo mismo no sería una Ding an sich. Este interrogante fue formulado y respondido por Fichte. Fichte se deshizo de la dificultad de este an sich colocándolo dentro del pensamiento, infinitizando el Yo en el Yo-Yo. El Yo productor es el mismo que el Yo producido. El Yo-Yo es la identidad abstracta. (Sobre el concepto de ironía, 296).

De allí se sigue que la identidad establecida de esta manera devenga en lo infinito, pero

esta infinitud se presenta de manera negativa, como pura posibilidad, sin nada de

positivo, ya que carece de todo contenido. En este sentido se trataba del puro comienzo,

sin ninguna referencia todavía a lo que devendría después: “Al sostener la identidad

abstracta en el Yo-Yo de modo tal que nada, en su idealística riqueza, tuviera que ver

con la realidad, Fichte había alcanzado el comienzo absoluto a partir del cual, como tan

a menudo se ha dicho, procedería a construir el mundo” (Sobre el concepto de ironía,

297). Y aunque habíamos mencionado que la interpretación que hace Fichte de la

libertad kantiana la realiza en un sentido positivo, lo hace para obtener un infinito

negativo que le sirva de punto de partida a todo el sistema idealista. Aquí empieza a

verse la problemática trabajada por el idealismo de una filosofía sin supuestos, que

empiece desde sí misma, o mejor, desde la nada de sí misma.

Con Fichte, la subjetividad llegó a ser libre, infinita y, por ende, negativa. Para que la

subjetividad dejara de ser una identidad abstracta y deviniera en concreción, esto es,

para que saliera de sí misma, se hizo preciso que fuera negada. De ahí surge una

pregunta concerniente a la realidad metafísica que retomarán Schlegel y Tieck en el

momento de referenciar sus obras a una identidad conceptual, mas ellos confunden el

Yo empírico con el Yo eterno y la realidad metafísica fue así tomada como la realidad

histórica. De esta conclusión nace la ironía moderna: “la ironía, de hecho, había surgido

de la pregunta metafísica concerniente a la relación entre la idea y la realidad; pero la

realidad metafísica está más allá del tiempo, así que la realidad a la que aspiraba la

ironía no podía darse en el tiempo” (Sobre el concepto de ironía, 301). Así pues, se

estableció el derrotero que había de seguir esta ironía: la realidad. ¿Qué tipo de realidad

es ésta? ¿Una de tipo metafísico, o de tipo histórico? Comenzaremos entonces con la

realidad histórica que entra en contacto con el hombre de dos maneras diferentes: en

84  

primer lugar, la realidad es un don, pues implica una cantidad de souvenirs; por otro, la

realidad es también una tarea que el individuo ha de realizar.

Estamos ahora preparados para abordar la configuración de la ironía dentro del contexto

del romanticismo; pero para ello es necesario realizar las siguientes consideraciones: en

primer lugar, es preciso recordar que la ironía surge simultáneamente con la pregunta

metafísica por la relación entre la idea y la realidad. Si tenemos que la realidad es un

don, la ironía hace entonces que todo lo anterior (la historia con la que viene cargada la

realidad dada) se relativice y se transforme en “mito-poesía-leyenda-cuento de hadas”

(Sobre el concepto de ironía, 300). En segundo lugar, como la realidad es tarea, la

ironía puede llegar a ser útil, pero ella se convierte en una herramienta de suspensión;

suspende la realidad histórica y a ella misma en un solo movimiento, ya que su realidad

es mera posibilidad. La ironía aquí se toma “la enorme atribución de establecer la

realidad” (Sobre el concepto de ironía, 301).

Por esto, la ironía se vuelve autoconsciente, es decir, ya un ironista al estilo socrático no

existe, porque aquí la subjetividad manifestada por la ironía se da la segunda potencia,

se establece una subjetividad de la subjetividad. Sócrates era ironista sin saberlo; ahora,

aquellos que son ironistas lo saben, pero con ello pagan un precio por ese conocimiento.

El ironista está en su búsqueda de una libertad absoluta, como la del inicio sin supuestos

de Fichte:

Los ironistas toman un punto de vista a partir del cual el orden social parece perder su significado y normatividad. No se encuentran a sí mismos por largo tiempo, por decirlo así, en sus diversos roles sociales. Como resultado, llegan a ser alienados de las instituciones sociales y con quienes se identifican y toman seriamente las metas e ideales de dichas instituciones. (Frazier, 2007,5).

Esta libertad le permite comenzar de cero cuando le plazca al ironista y crear un mundo

diferente cada vez: “la ironía es libre, por cierto, libre con respecto a las preocupaciones

de la realidad, pero también libre con respecto a sus satisfacciones…” (Sobre el

concepto de ironía, 302). La ironía no busca nada y no tiene ningún objetivo en

particular. La gran exigencia de la ironía respecto al ironista es que éste lleve una vida

poética, es decir, estética. En tal sentido, el ironista no debía tener ningún “an sich”,

pues él es la encarnación de la negatividad. El ironista, en su vida poética, recorre una

infinidad de posibilidades, sin que las determinaciones de ellas lleguen a la realidad,

porque en cada momento presenta un movimiento negativo que conserva su propia

85  

libertad, que en cuanto tal radica en no estar atado ni a la realidad ni a los contenidos de

su movimiento: “Para el ironista todo es posible. Nuestro Dios está en los cielos y puede

hacer cuanto quiere; el ironista está en la tierra, y hace todo lo que tiene ganas de hacer”

(Sobre el concepto de ironía, 304). Toda esta caracterización nos lleva a considerar al

ironista moderno como un personaje con una interioridad vacía, o mejor, negativa (lo

que no quiere decir que le falte interioridad), y que su vida no supera el ámbito del

estadio estético, pero que sí muestra sus límites al haber sido elevada la vida a la

conciencia, respecto de esto, afirma Frazier:

Por tanto, de acuerdo con Kierkegaard, el deseo de una forma radical de libertad negativa es la motivación principal de la postura de distanciamiento que los ironistas toman hacia sus comunidades y hacia los roles sociales que comparten. De momento, un ironista comienza sospechando que su actitud separada y poco seria puede no estar garantizada, lo retira a un punto de vista mucho más crítico y apartado, con el fin de perseverar su libertad (para sustentar la “no realidad” del fenómeno, como plantea Kierkegaard). (2007, 7).

La ironía romántica se enfrenta de manera irónica con la realidad; la suspende o la

relativiza, y en su lugar no presenta otra realidad, al contrario, forja una especie de

ficción poética que sin reemplazar lo real asume su nivel fundante. Este proceso de

poetización lo realiza también consigo mismo y asume diferentes personalidades, que se

superponen entre sí, sin una validez única ni jerárquica, sino tan sólo relativa y pasajera,

pues el ironista ahora “no sólo se poetiza a sí mismo, sino que poetiza también al mundo

que lo rodea. El ironista permanece orgullosamente encerrado en sí mismo y hace que

las personas vayan pasando como los animales ante Adán, sin hallar compañía para sí”

(Sobre el concepto de ironía, 304). De esta manera, el ironista trasciende toda eticidad y

moralidad, porque lleva una vida abstracta, lejos de las concreciones propias de

cualquier requerimiento de alguna de ellas. Kierkegaard mantiene sus disquisiciones

hasta el final y descubre que finalmente la vida del ironista es puro estado de ánimo;

“por lo tanto, de acuerdo con Kierkegaard los ironistas son atraídos por la posibilidad de

cortar con los compromisos y comenzar de nuevo, desembarazándose de mayores

intereses y nuevas relaciones y sentidos de la vida”. (Frazier, 2007, 9).

Esto está dentro del mismo programa de la configuración fichteana de la subjetividad,

aunque en el idealista alemán se establece en otro sentido; sin embargo, allí está la

simiente, pues “qué clase de filosofía se escoge, depende de qué clase de hombre se es;

un sistema filosófico no es, en efecto, un ajuar muerto que podría aceptarse o rechazarse

86  

a placer sino que está animado por el espíritu del hombre que lo habita. Un carácter

blando por naturaleza o ablandado y torcido por la servidumbre espiritual, por el lijo y

la vanidad, no se elevará jamás hasta el idealismo” (Colomer, 1986, 29).

El problema es que para el ironista esta “clase de hombre que se es” no depende de un

“an sich”, sino que es el resultado de una poetización de la vacuidad de su propia

interioridad. El ironista todo lo poetiza: poetiza el mundo, poetiza su interior, poetiza

incluso los mismos estados de ánimo que configuran las condiciones de manifestación

de su interioridad (vacía) en pro de una libertad absoluta. Si quiere ser libre de manera

absoluta, tendrá que tener dominio sobre sus propios estados de ánimo, lo que equivale

a que sea capaz de variar su interioridad, pues un estado de ánimo continuo sería una

determinación; por tanto, cada estado de ánimo debe ser cambiado en seguida al

momento mismo de presentarse. El ironista es entonces un puro fluir de estados de

ánimo, tal como lo es también el joven seductor. Pero, en la vida ironista no hay

ninguna continuidad a excepción del aburrimiento al que llega la ironía tras el continuo

movimiento de los estados de ánimo.

A continuación Kierkegaard se dispone a pasar revista sobre los principales exponentes

del romanticismo que encarnaron estas características negativas de la ironía (en sus

vidas y obras), para demostrar la constante ruptura que se establece –a nivel teórico-

entre la idea y la realidad y a nivel práctico entre realidad y posibilidad. Entre todos

ellos se presenta una cierta inclinación a encontrar en la expresión ironista el elemento

clave para la articulación del sentido de lo real con lo que respecta al pensamiento. Así

pues, la ironía se presenta de manera eminentemente crítica para señalar los contrastes

“reales” que se dan en una personalidad. Estos contrastes están destinados al

aniquilamiento de lo que se considera como la realidad dada de manera histórica, es

decir, suponen la anulación de la eticidad. El ironista busca la libertad completa, sin

compromiso; se afana por un ejercicio de creación que es poetización de sí mismo y del

mundo, así como de relativizar (y podríamos decir, nihilizar) todo aquello que le es

dado. Recordemos que la ironía es el movimiento de la negatividad, y que no implica de

ninguna manera que se pierda su significación o que se renuncia a ella por completo.

Ahora no será la negatividad socrática que es “a su pesar” y que él mismo ignora, sino

que se tratará de una negatividad dirigida volitivamente contra la realidad, pues “los

Románticos, así como Sócrates, repudian el mundo finito, pero esta repulsión resulta ser

87  

de las condiciones mismas que requiere la libertad positiva para su actualización, esto

es, conocimiento histórico. Sócrates repudió el orden substancial del cosmos (lo físico)

que no era ningún hábitat apto para el espíritu; los románticos repudian la realidad del

conocimiento histórico – la misma realidad que el espíritu requiere para su vida de

libertad positiva” (Hall, 2001, 322).

La negación que ejerce aquí el romántico excluye el espíritu sumiendo al poeta en una

búsqueda de sensualidad. El romántico, en este nivel, anhela solamente el goce de lo

inmediato, que aparece en la conciencia de la aniquilación de la eticidad, lo que

equivale a una negación del espíritu en pro de una sensualidad. Ahora bien, esa

sensualidad no se refiere a la de la finitud del cuerpo, sino que es una sensualidad que

denominaríamos “infinita”. De ahí el prototipo poeta-irónico- romántico del seductor.

Veamos lo que al respecto nos dice Ronald Hall: “Exento del espíritu, la sensualidad

carece de todo contenido; no tiene nada dentro, es solamente la inmediatez del cuerpo.

Nótese bien, sin embargo, mi lector, que este cuerpo erótico no es el cuerpo finito,

mundano y ordinario de una persona real. Es una abstracción, un cuerpo altamente

volatilizado- un tipo de cuerpo infinitizado” (2001, 336).

Kierkegaard hace la presentación de su perspectiva de la ironía a partir de una de las

novelas de Schlegel, Lucinde. Respecto a esta novela nos dice que “resulta curioso en

Lucinde y en la corriente enlazada a ella que, partiendo de la libertad del Yo y de su

autoridad constitutiva, en lugar de llegar a una espiritualidad aun más elevada sólo se

llega a la sensualidad” (Sobre el concepto de ironía, 319). Consideramos como algo

fundamental en este aparte las consideraciones que Kierkegaard hace en torno a la

configuración de la interioridad y la personalidad. Se trata de señalar que vivir de

manera poética es vivir de manera infinita y este tipo de vida infinita posee el carácter

estético, porque su realidad consiste simplemente en su posibilidad. Pero el juego

dialéctico de estos extremos nos conduce a una paradoja que el mismo Kierkegaard

acierta en expresar: “pues, o bien ser hombre es lo absoluto, o bien la vida entera es un

sinsentido y la desesperación lo único que le espera a todo aquel que no sea

suficientemente demente, desamorado, y orgulloso, ni está lo suficientemente

desesperado como para creerse el elegido” (Sobre el concepto de ironía, 317). De esta

manera la ironía empieza a establecer los límites de lo estético que al pretender un

absoluto de la inmediatez, llega a la desesperación al cobrar conciencia de la banalidad

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de su concepción. La obra Lucinde, en este sentido, se presenta como modelo al

establecer una suspensión de lo ético a partir de la consideración del amor como un

elemento sublimado en contra de la domesticación que el amor sufre por aquel entonces.

La sensualidad se establece como objeto del devenir dialéctico, ya que implica la

curación reflexiva del personaje principal: Julius (una personalidad atrapada en la

reflexión). Por eso, ella debería ser una sensualidad que no necesariamente implique la

negación del espíritu (pues este puede no haber aparecido), pero que en el momento de

la unión de los amantes resultará negado porque el personaje trastoca la realidad de la

sensualidad.

A continuación, “Kierkegaard caracteriza el punto de vista de la ironía de Tieck como

una indulgencia en desenfreno poético. Él interpreta el abandono poético como una

señal de su punto de vista irónico de indiferencia hacia lo real” (Hall, 2001, 337).

Kierkegaard retoma el uso de la ironía que hace Tieck para señalar la indiferencia hacia

lo real: “Los animales hablan como personas y las personas como hadas; las mesas y las

sillas toman conciencia de su importancia en la existencia, las personas dejan de dar

importancia a la existencia; la nada se convierte en todo y todo se convierte en nada;

todo es posible, incluso lo imposible, y todo es admisible, incluso lo inadmisible”

(Sobre el concepto de ironía, 321). Esta indiferencia hacia lo real es un movimiento

irónico que implica, empero, una negación de la realidad para ejercer una proposición

poética que sirva como lo real. Lo importante de la ironía de Tieck es que el mundo

vuelve a su infancia y se rejuvenece. El gran problema de esta posición es que lo

poético se escinde entre los polos de la realidad y la idealidad. La unión poética se hace

imposible y, por tanto, no puede considerarse como verdadera poesía, porque su origen

es uno de los extremos, no el medio. En Tieck el estado de ánimo se hace

inconmensurable y por eso su ironía (con la que niega el mundo y lo poetiza) resulta ser

un mecanismo de la extrañeza. La ironía trastoca lo conocido en lo extraño y viceversa.

Tieck continúa en los ámbitos estéticos que desató Fichte, al considerar que toda

objetivación es proceso de poetización (con la ironía que niega la realidad) que culmina

en la consideración del todo como una unidad poética.

Pero, Kierkegaard considera que es Solger “el cabalero metafísico de lo negativo” quien

asume la ironía desde una perspectiva filosófica; ahora bien, el problema es que resulta

ser la víctima exigida en sacrificio por el sistema hegeliano para su triunfo. Y esto es un

89  

problema, porque Solger considera que entre lo finito y lo infinito se establece una

identidad; esa identidad hace referencia a lo nulo que es el elemento divino e infinito del

que participa el ser humano y lo finito. La ironía de Solger resulta ser de tipo

contemplativo, porque ve la nulidad en todo. La pregunta de Solger es por la posibilidad

de establecer esa identidad entre lo finito y lo infinito, identidad que no se base en

supuestos ni presuposiciones de ningún tipo: “la corta respuesta (de Solger a esta

pregunta) es que él vuelve al panteísmo, a una visión que fusiona lo finito y lo infinito.

El panteísmo identifica lo finito y lo infinito en uno de dos caminos: o hace el énfasis en

la humanidad, o lo hace en Dios” (Hall, 2001, 338). El problema del panteísmo, tal

como lo ve Kierkegaard, consiste en que prescinde del concepto de creación. Por otro

lado, las posturas de Solger, al ser eminentemente negativas, carecen de comprensión

unívoca, lo que degenera en una confusión de tipo mayor al momento de captar el

“contenido” o “consistencia” de ese nulo que lo identifica todo. Solger considera haber

llegado a las mismas conclusiones que Schlegel o Tieck; a saber, que lo poético es la

forma manifiesta de lo real, pero que esta expresión de lo poético obedece a un ejercicio

de libertad. La ironía en Solger, entonces, es el poder limitativo que enseña al hombre a

ajustarse a la realidad, que le enseña a buscar su verdad en la imitación.

Hasta aquí hemos hecho la presentación de lo que Kierkegaard expone sobre el

desarrollo de la ironía después de Fichte. Con esto mostramos que la ironía no deja de

ser el movimiento de lo negativo y que la negatividad, en este punto, consiste en la

manifestación romántica de la evasión y de la poetización de la realidad, tal como le

ocurre a Don Giovanni. La ironía ha sido un momento dominado, pero la explicación de

esta dominación está demás, pues lo importante aquí es determinar qué ocurre cuando la

ironía es dominada. Es decir, no se trata de considerar la ironía como técnica, sino mirar

el estatuto subjetivo que ha fundado, y preguntar ¿qué relación tiene la ironía dominada

en la vida y en la subjetividad?

Al comienzo de las manifestaciones románticas encontramos a un personaje insigne en

la literatura universal que se llama Friedrich Von Handerberg, más conocido por el

sobrenombre de Novalis. Formula dos máximas que su amigo Tieck retoma y que en las

exposiciones de Kierkegaard sobre el romanticismo se ven claramente. La primera

consiste en determinar que lo poético antecede a lo real, porque es lo real mismo. La

segunda consiste en sostener que el secreto de la estética romántica consiste en el arte

90  

de hacer que cualquier objeto se vuelva agradablemente extraño y a la vez conocido y

pleno de sugestión. Pero, “la desgracia del romanticismo es que aquello que capta no es

la realidad. Lo que despierta es la poesía” (Sobre el concepto de ironía, 322). El gran

problema de esta época consistió en que, al pretender manejar la ironía, solamente logró

renunciar a un mundo abandonando de esa manera la realidad, tratando de manifestar

cómo el Yo puede establecerse como el fundamento de lo real, bien sea a partir de su

imaginación o de un ejercicio de su libertad absoluta. El corolario de esto es que ese Yo

se convirtió en una pura negatividad, y toda identidad que se engendre en él será,

simplemente un vacío que surge de una nada. La ironía no lleva a ninguna parte, y la

renuncia que se hace a la realidad (tengamos en cuenta el énfasis que Kierkegaard hace

al mencionar la realidad como realidad histórica), para presentar o bien sea la

sublimación de un sentimiento que niega, en su dialéctica, la expresión del espíritu

(Schlegel), o bien el renacer del mundo como un niño en brazos (Tieck) es una simple

fantasmagoría. El romántico ostenta a este respecto una libertad de carácter negativo

“en la cual el “sí mismo” está solo consigo mismo, asustando al mundo como un

fantasma” (Hall, 2001, 335).

El romántico maneja el sentido de la extrañeza dentro de lo común a partir del

movimiento de la ironía que establece una ruptura entre los elementos que la componen.

Así pues, el ironista romántico considera que está en sus manos el dominio de lo ideal y

de lo real, así como lo real y lo posible. Es por este motivo por el que Kierkegaard

mismo afirma que la existencia en las manos de un ironista no es más que un juego.

(Cfr. Sobre el concepto de ironía, 320). Todo se pierde y todo cobra sentido dentro de

un simple juego poético, dentro del juego de la ironía del mundo para con el individuo y

viceversa (Cfr. Sobre el concepto de ironía, 319).

De esta forma, “mientras que la realidad verdadera deviene lo que es, la realidad

romántica sólo devine” (Sobre el concepto de ironía, 334). Porque es incapaz de salir de

sí misma, porque ha establecido una identidad an sich que no da pie a ningún contenido,

ya que ella misma es una negatividad; como puro comienzo, como puro devenir, es

vacía en su interioridad. El romántico ha tratado de tomar la poesía como un medio de

reconciliación y lo ha asumido como tal, porque carece de la interioridad que le haga

reconocer que no basta esta dimensión estética. Así, el Yo romántico no puede asir el

verdadero sentido y contenido de su propia reflexión, y al estar constantemente

91  

reflexionando sobre su reflexión, pierde la orientación. Esta pérdida le impide encontrar

lo que estaba buscando y el intento de configuración de este tipo de subjetividad queda

así imposibilitado.

Si con Sócrates habíamos presenciado una ironía de tipo “inconsciente” en tanto que no

se sabía a sí misma como manifestación de un movimiento negativo, con los románticos

entramos en este campo y la ironía continúa destruyéndolo todo. ¿Cuál es la función de

la ironía? Hall considera que el papel de la ironía es el de ser un elemento en el punto de

vista de la fe. En sí misma, según él, la ironía no puede constituir un punto de vista

existencial, porque carece de una interioridad positiva. Por ende, y siguiendo un poco

las tradiciones que parten de la interpretación que Kierkegaard ofrece de su misma obra,

asumen que la ironía es solamente un elemento más de la constitución de la fe como

pathos de una subjetividad realizada. Por esto, Kierkegaard afirma: “sólo cuando el

individuo está correctamente situado, y eso es lo que pone límite a la ironía, sólo

entonces la ironía cobra su legítima significación, su verdadera vigencia” (Sobre el

concepto de ironía, 339). A este estar correctamente situado se había referido

anteriormente Kierkegaard respecto a Sócrates y la había considerado como el momento

e instante que contienen en sí la síntesis de lo temporal y lo eterno, que vive cada

hombre de forma irrepetible, que le coloca en un punto único, lejano a cualquier auxilio

exterior, donde el individuo ha de tomar la decisión que atañe a su existencia de manera

incondicional. Ahora bien, que esa decisión en Sócrates no haya existido, porque su

interioridad era a penas un daimon que resultó ser la mitad del camino entre el interior y

el exterior, no implica que se anule esa situación. Sin embargo, la pregunta que

formulamos ha de seguir adelante. Comprendemos a qué se refiere la situación, pero no

exactamente a qué se refiere el estar “correctamente” en esa situación. Veamos pues en

qué consiste.

“Aquel que no entiende nada de la ironía, aquel que no tiene oídos para sus susurros,

carece eo ipso (por eso mismo) de lo que podríamos llamar el comienzo absoluto de la

vida personal, carece de aquello que es a veces imprescindible para la vida personal…

porque la vida genuinamente humana no es posible sin la ironía” (Sobre el concepto de

ironía, 339). De esta manera, Kierkegaard muestra que la ironía no es técnica literaria,

ni tampoco un método de configuración de la subjetividad. La ironía se establece como

una condición de la vida personal. Por tanto, estar en correcta situación equivale a decir

92  

que se está en la situación personal (y no en la de otro). Ésta es la diferencia establecida

entre posición y pose; la una podríamos denominarla auténtica en tanto que responde a

una interioridad, mientras que la segunda es simplemente una mueca, que se muestra sin

realidad. Es esta vida personal la que plasma el sentido legítimo de la ironía y que

mantiene su eficacia en su despliegue.

Ya hemos dicho que la ironía es un movimiento de lo negativo que no conduce a nada.

Por otro lado, hemos mencionado también que toda vida humana empieza con la ironía

y que su verdadero sentido parte de la situación en que nos encontremos; con esto

hemos afirmado también que la significación de la ironía corresponde a la configuración

personal de la propia interioridad. Entonces, ¿cuál es el movimiento de la ironía

dominada? ¿Se trata acaso del de la negatividad? Si lo es, ¿es una negatividad absoluta

o relativa? Si es relativa, ¿respecto de qué lo es?

Bajo el riesgo de ser una mera conjetura, todavía apresurada, y reconociendo que “la

ironía, como momento dominado se muestra en su verdad precisamente cuando enseña

a realizar la realidad, cuando coloca el debido acento sobre la realidad (Sobre el

concepto de ironía, 341), podemos asumir entonces que la ironía se establece como

camino de la verdad subjetiva, es decir, de una verdad que sea verdad para mí. En este

punto es necesario recordar también que ésta es la característica esencial de la estética

en tanto forma de seducción. Si bien la ironía limita, finitiza y restringe, de esta manera

proporciona verdad, realidad y contenido; la ironía disciplina y amonesta y de esta

manera proporciona solidez y consistencia. La ironía, una vez que ha sido dominada,

cambia el movimiento y se establece como su opuesto (Cfr. Sobre el concepto de ironía,

339). Pero es necesario que se entienda también que esta dominación de la ironía no

consiste en el manejo de una técnica o de una herramienta por medio de la cual se pueda

ser irónico en el momento en que se desee. La ironía configura un cierto y primigenio

punto de vista existencial que sitúa la vida humana particular ante la realidad que se

precisa realizar. La ironía no es culmen, no es la meta ni el fin: es el inicio, el camino:

“Sólo después (de que la ironía ha reafirmando lo finito, y por lo tanto es real), la ironía

dominada jugará este indispensable papel en nuestra salud y felicidad, sólo después

podrá verse como un elemento esencial dentro del punto de vista de la fe” (Hall, 2001,

345).

93  

Ahora bien, la ironía para Kierkegaard se desarrolla completamente cuando el hombre

irónico toma consciencia de su ironía. A esto lo denominamos “la ironía dominada”,

que nos determina un nuevo movimiento por el cual ella podría configurar la primera

manifestación de subjetividad, estructurando también la individualidad. En este sentido,

¿qué significa ser un irónico? Kierkegaard considera que la ironía es a veces

imprescindible para la configuración de la vida personal. Desde esta perspectiva se

puede comprender la teoría de los estadios, de manera tal que el límite entre lo estético

y lo ético lo constituye la ironía. Sin embargo, nos surge una nueva pregunta: ¿qué es lo

que pretende Kierkegaard al usar la ironía como límite entre los mencionados estadios?

La respuesta la encontramos en el mismo esquema fundamental de los estadios:

“Kierkegaard pretendía, mediante el uso de la ironía, demostrar que cualquier tentativa

de explicar el misterio de la gracia divina, el misterio del amor de Dios por su hijo

descarriado, conduce a una curiosa inversión” (Hartshorne, 1992, 81). Esta utilización

de la ironía no es de tipo pedagógica sino existencial, ya que consiste en la instauración

de una situación paradójica y contradictoria como lo es la primigenia de la existencia

humana:

En Kierkegaard la ironía supone conjugar dos ámbitos incompatibles: el de la trascendencia y el de la contingencia. Existir es paradójico y la humanidad se consuma evitando esa paradoja o tratando de resolverla. Kierkegaard señala que es preciso “domar” la ironía para que la realidad sea actualizada y se produzca entonces “un retorno al hogar de todas las cosas” (Hartshorne, 1992, 97).

La actualización y afirmación de la realidad se da a través de un sujeto (y como ya

vimos la más primigenia manifestación de la subjetividad es la ironía). Ese Yo dentro de

su estructura establece una relación fundamental con dos manifestaciones de técnicas

irónicas: con la comedia y con el humor, que en última instancia podrían identificarse.

Esa subjetividad llega a relacionarse con la risa de una manera “secreta y dichosa”.

Hablándonos de él mismo –y a este respecto- comenta el mismo Kierkegaard: “Yo soy

(rectamente entendido) amigo y amante de la risa, y en un sentido (es decir, con toda

seriedad) mucho más auténticamente que los demás, todos esos miles y miles cuando se

convirtieron en irónicos y yo (irónicamente) fui el único que no entendía la ironía”

(Diapsalmata, 42). En este sentido, podríamos decir que ese “frívolo bromista” que se

toma todo de manera grave, a excepción de sí mismo, es aquel que se pierde en la

negatividad de la ironía, sin llegar a la conciencia ni al pleno dominio de la misma.

Kierkegaard nos expone este punto de vista en uno de sus famosos Diapsalmata:

94  

Sucedió una vez en un teatro que se prendió fuego entre bastidores. El payaso acudió para avisar al público lo que ocurría. Creyeron que se trataba de un chiste y aplaudieron; aquél lo repitió y ellos rieron aún con más fuerza. De igual modo pienso que el mundo se acabará con la carcajada general de amenos guasones creyendo que se trata de un chiste (Diapsalmata, 55).

La ironía muestra una desproporción entre el exterior y el interior. El problema está en

el nivel de conciencia (como hemos visto en el movimiento de la ironía dominada) que

se tiene de esa desproporción. Kierkegaard es un ejemplar ironista en este sentido:

Cuando yo haya muerto bastará mi libro Temor y temblor para convertirme en un escritor inmortal. Se leerá, se traducirá a otras lenguas, y el espantoso pathos que contiene esta obra hará temblar. Pero en la época en que fue escrita, cuando su autor se escondía tras la apariencia de un hombre común, presentándose como la más perfecta encarnación de la conjunción entre extravagancia, sutileza y frivolidad… nadie podía sospechar la seriedad que encerraba este libro ¡Qué estúpidos! Pues nunca como entonces hubo mayor seriedad en aquella obra: precisamente las apariencias constituían la auténtica expresión del horror. Si quien lo había escrito hubiese dado muestras de comportamiento serio, el horror habría disminuido de grado. Lo espantoso de ese horror consiste en el desdoblamiento. Pero una vez muerto, se me convertirá en una figura irreal, una figura sombría…., y el libro resultará pavoroso (Temor y temblor, 9).

Esta cita ejemplifica el sentido “positivo” –por llamarlo de alguna manera- que obtiene

la ironía en su nuevo movimiento. Que Kierkegaard sea un ironista, lo dudamos, pero lo

que es evidente es que en su estilo, en su escritura, la ironía establece una de las

manifestaciones más patentes de su individualidad. Realmente, Kierkegaard considera

que al establecer las diferencias entre la ironía y el humor está señalando el camino

hacia la interioridad, pero que este camino es tal vez el más exigente y pavoroso.

Entonces la risa (no graciosa sino irónica) podría establecerse como criterio del punto

de partida de una interioridad. Por eso, en sus estudios estéticos Kierkegaard menciona

algunas de sus experiencias relatadas a manera de anécdotas, que denotan este sentido,

con una de ellas le doy la palabra:

Tal como, según la fábula, le ocurrió a Parmenisco, que en la cueva de Trofón perdió la facultad de reír, recobrándola en Delos al ver un trozo informe de madera que figuraba ser la imagen de la diosa Letona, así me pasó a mí. Cuando era muy joven me olvidé de reír en la cueva de Trofón; al ser mayor, cuando abrí los ojos y contemplé la realidad, entonces llegué a reír, y desde esa fecha no he dejado la risa. Ví como le tenía importancia en la vida tener un empleo; que la meta de la vida era llegar a ser consejero de justicia; que el mayor placer del amor era casarse con una joven de dinero; que la felicidad de la amistad era ayudarse mutuamente en las dificultades económicas; que era valor el ser multado con diez centavos; que era cordialidad decir buen provecho después de una comida; que era temor de Dios comulgar una vez al año. Lo veía y me reía” (Diapsalmata, 48).

Pero, ¿qué nos dice esta forma de reír?

 

95  

Capítulo 3

El amor y el desvanecimiento de las máscaras

“Pero esta prisa, esta inquietud, esta aspiración, este deseo Que otra cosa son sino la potencia del amor para rechazar

El olvido, el entorpecimiento- la muerte”-. Kierkegaard

“Y quiso Dios probar a Abraham y le dijo: Toma a tu hijo, tu unigénito, a quien tanto

amas, a Isaac y ve con él al país de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto sobre el

monte que yo te indicare” (Temor y temblor, 8). Partiendo de esta escena, un hombre

apasionado con la historia de Abraham intenta de diferentes formas aproximarse al

camino hacia el monte Moriah, de manera que pueda entonces comprenderlo. Johannes

de Silentio desea abordar este acontecimiento que produce estupor, que fuerza la

comprensión, que es imposible omitir, porque es paradigmático. Ese camino que

pretende recorrer establece el derrotero de las disquisiciones de Kierkegaard. Con una fe

fácil no hay camino hacia el monte Moriah, por tanto, es preciso asumir la fe como una

conquista que se consigue paso a paso e inmersa en un profundo silencio.

Kierkegaard analiza la figura de Abraham como la figura del creyente por excelencia;

sin embargo, la presenta de cuatro maneras diferentes a la luz de dos aspectos

diferentes: la historia de Abraham e Isaac (padre-hijo) y el destete del hijo (madre-

hijo). Con este recurso, Johannes pretende mostrar la dificultad del poeta cuando intenta

aproximarse a su objeto, se trata de una descripción de posibilidades que apelan en

primera instancia no a la razón abstracta, sino a la pasión y a la imaginación. Así:

1. a) Isaac no entiende a Abraham: En el momento del sacrificio Abraham muestra

una transformación y prorrumpe contra Isaac con duras palabras, presentándose

como un ser malvado que solamente desea sacrificar a Isaac por impulso propio.

Isaac, entonces, invoca a Dios y se refugia en Él, a lo que Abraham responde

con un susurro un agradecimiento a Dios, porque prefiere que su hijo consienta

la idea de la pérdida de su padre y no la de la pérdida de la fe en Él. 

b) La madre se tizna el seno para que el niño deje de desearlo sin aborrecer a la

madre que se lo niega.

96  

2. a) El silencio: El viaje a Moriah se desarrolla bajo el profundo y continuo

silencio de Abraham. Este mutismo transforma a Abraham debido a que la fe

que lo hacía joven muta con la imposibilidad de olvidar la petición divina y le

impide volver a sentir alegría. Isaac, en cambio, crece joven y florido. 

b) En el momento del destete, la madre esconde el seno al niño y en ese

momento el niño pierde a su madre.

3. a) El pensamiento: Abraham piensa contantemente en Sara, en Agar, en Ismael.

Abraham medita y camina sólo hasta el monte Moriah, se postra y pide perdón a

Dios por haber querido sacrificar a Isaac, pues considera que entonces olvidó el

deber de un padre para con su hijo. Repite el viaje varias veces sin encontrar la

paz. Abraham no entiende cómo puede ser pecado sacrificar lo más amado a

Dios, pero tampoco comprende cómo sería posible ser perdonado por su pecado

frente a su hijo, por no haberlo amado lo suficiente.

b) En el momento del destete la madre padece de una tristeza inmensa al saber

que su hijo jamás volverá a estar tan cerca de ella como lo había estado hasta ese

momento.

4. a) La conversión: Abraham hizo todos los preparativos, pero en el momento de

sacrificar a Isaac, vio un ligero temblor en la mano de su padre que denotaba

desesperación y estremecimiento. Al volver, todo siguió igual en el hogar, con la

diferencia de que el hijo había perdido la fe en Dios. De eso no se habló jamás.

b) Cuando llega el momento del destete, la madre reemplaza el pecho por

alimentos nutritivos para su hijo.

Estas escenas se presentan ante todo como un estímulo, es decir, fundamentan y

manifiestan un pathos, pues no buscan la comprensión de un concepto, sino la afección

de una pasión. La escena es un exceso y por tanto se establece como inconmensurable.

Con esto Kierkegaard comienza ahora la configuración de lo que llama “el caballero de

la fe”: “Aunque, nunca he encontrado a nadie semejante, me puedo imaginar sin

dificultad cómo puede ser. Supongamos que lo tengo delante de mí: nos presentan; en el

mismo instante que mi mirada se posa en él, me repele, salto presuroso hacia atrás, doy

una palmada y musito. ¡Santo cielo!, ¡Este es el hombre!” (Temor y temblor, 30-31).

Abraham es el individuo, el hombre de la fe, pasión elevada, limpia y humilde, es

propiamente la manifestación sagrada del absurdo divino. Y este es el problema-pasión

97  

que ánima el recorrido literario de Kierkegaard, porque como él mismo lo señala: “soy

ante todo un escritor religioso” (Mi punto de vista, 30).

El asombro es una reacción que se tiene ante la grandeza del modelo de creyente. Sin

embargo, la grandeza de Abraham es incomprensible, porque aunque Kierkegaard

considera que el amor, la expectación y la lucha son criterios de grandeza, el caso de

Abraham es enteramente diferente; “(…) Pero Abraham fue todavía más grande que

todos ellos: grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad, grande por su

sabiduría, cuyo secreto es locura, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda y

grande a causa de un amor que es odio a sí mismo” (Temor y temblor, 12). Abraham

llega a ser grande por el carácter de inconmensurabilidad que adquiere su amor para con

Dios.

Pero llegar a esperar lo imposible no se logra sino en la medida en que el primer paso

que se da es una resignación infinita, que es un acto volitivo por el que se rechaza

libremente el objeto del deseo, conservando el deseo mismo. Esto nos lleva a la

diferenciación de ambos caballeros: el primero es el caballero de la resignación que

utiliza todas sus fuerzas para renunciar al objeto de deseo y que halla alegría en su dolor

y obtiene fuerzas de su deseo, porque mantiene el deseo aunque lo sabe imposible. Aquí

es donde se diferencia del caballero de la fe, pues éste renuncia con resignación infinita

a todo, pero en un segundo movimiento espera en lo imposible en virtud del absurdo.

Así se da el caso del joven y la princesa: el caballero de la resignación simplemente

renuncia a la princesa y evoca lo que pudo haber sido con su deseo intacto; el caballero

de la fe renuncia a ella, pero su deseo espera tenerla, incluso, está seguro de conseguirla

en virtud del absurdo mismo: “Usando de mis propias fuerzas puedo renunciar a la

princesa, y no habré de pasar mi tiempo lamentándome, sino que encontraré alegría, paz

y alivio de mi dolor, pero no puedo recuperarla por mis propios medios, pues todas mis

fuerzas están ocupadas en el acto de la renuncia. Pero, por medio de la fe, nos dice el

asombroso caballero, por ella, y en virtud del absurdo, la recuperarás” (Temor y

temblor, 40, 41). De esta esperanza nada sabe Don Giovanni.

Kierkegaard describe el espíritu de su época como un espíritu determinado por la ley de

la indiferencia: quien posee riquezas es dueño de ellas, sin importar la manera en que se

hizo poseedor de ellas: “En este mundo de las apariencias visibles las cosas pertenecen a

quienes las poseen, y están sometidas constantemente a la ley de la indiferencia: basta

poseer el anillo para que el genio que en él mora obedezca a su propietario, tanto si es

98  

Nuredin como si es Aladino” (Temor y temblor, 19). Ese principio de indiferencia se

extiende también al mundo del espíritu. Basta conocer superficialmente lo grande sin

que se requiera esfuerzo para comprenderlo. En el caso específico de Abraham, estamos

acostumbrados a escuchar siempre elogios referentes a lo admirable y respetable de su

conducta, porque al parecer fue capaz de renunciar a Isaac, que no era otra cosa que lo

más preciado para él. Sin embargo, esta pretendida valoración de la historia pasa por

alto la angustia con la que Abraham asumía su fe.

Precisamente, esto es lo que diferencia el acto de Abraham del acto de cualquier incauto

que, deseando parecerse a este caballero de la fe, intentase dar muerte a su hijo. Por

esto, “si la fe no puede transformar en un acto sagrado la intención de dar muerte a su

hijo, Abraham deberá ser juzgado de idéntico modo que cualquier otra persona” (Temor

y temblor, 22). En el acto de Abraham hay, sin duda, una suspensión teleológica de lo

ético: el padre ha olvidado su condición con respecto del hijo y los deberes que ésta le

impone de manera tal que lleva a cabo un acto que podría parecer una locura o una

crueldad extrema: “en tal caso, al reducir a cero el valor de la fe, nos queda sólo el

hecho simple y llano de que Abraham quiso matar a Isaac, actitud muy fácil de imitar

por quien carece de fe, es decir, de esa fe que le hace difícil llevar a término un acto”

(Temor y temblor, 22). ¿Quién es Abraham? ¿A caso, un modelo a seguir? Como ya

dijimos, su imitación siempre resultaría fatídica: aquel que asume el crimen de lo más

amado no podría justificarse ante la comunidad, salvo apelando a la locura sustentada en

una decisión por la fe. Pero, ¿correspondería esto a algún tipo de ideal? Entonces, ¿qué

tipo de ideal sería aquel que no hiciera parte de ser poeta o héroe inmerso en la historia

sino más bien en la absoluta imposibilidad de ser alcanzado? Y, ante todo, ¿cómo

asegurarse de haberlo alcanzado? Precisamente, esto sólo es posible en el secreto, en la

íntima convicción de un diálogo entre el individuo y Dios, que en todo caso nunca

obtendría el asentimiento de la comunidad y que ante sus ojos sería siempre una

extravagancia.

El problema de Abraham es entonces el de asumir la fe como una paradoja profunda e

ininteligible. Kierkegaard aborda este problema remitiéndolo a su propia individualidad,

de manera que se imagina en camino al monte Moriah aceptando el mandato divino,

aceptándolo pero con resignación. Esta resignación a la que se refiere Kierkegaard es un

sucedáneo de la fe, pues elude el hecho de que la fe sea un movimiento infinito, como la

comprendía el hegelianismo de la época. Abraham siempre creyó que Dios no le

99  

exigiría a Isaac, no obstante continuó con su camino. Abraham se encaminó hacia el

monte Moriah, no dudó, saltó al abismo del más profundo absurdo en silencio, empuñó

el cuchillo creyó y sobre todo, amó; “Si Abraham hubiese obrado de otro modo, es

posible que aún así hubiese amado a Dios, pero no habría creído, porque quien ama a

Dios sin que su amor vaya acompañado de la fe, se refleja en sí mismo, mientras que

quien ama a Dios creyendo se refleja en ÉL” (Temor y temblor, 29).

Este movimiento de reflejo nunca puede ser teórico. Kierkegaard explica esto a través

de la imagen del nadador y sus movimientos, que pueden ser descritos e incluso

imitados por cualquiera lejos del agua, sin que pueda decirse de éste que efectivamente

está nadando. De un modo similar ocurre con la fe que implica el arrojarse al vacío: “De

un modo semejante puedo también llevar a cabo los movimientos de la fe, pero sólo

arrojándome al agua podré realmente nadar (no soy de esos que chapotean junto a la

misma orilla) y estaré haciendo los movimientos del infinito; la fe, por su parte, procede

exactamente al contrario: comienza con los movimientos del infinito, y solo más tarde

pasa a los del finito” (Temor y temblor, 30).

La fe supone, sin embargo, un movimiento anterior: “La resignación infinita es el

último estadio que precede a la fe, de modo que quien no haya realizado ese

movimiento no alcanzará la fe. Sólo en la resignación infinita me descubro en mi valor

eterno: sólo entonces, en virtud de la fe podré tratar de hacerme con la existencia de este

mundo” (Temor y temblor, 38). La resignación no requiere la fe, pues lo que logra es la

conciencia eterna, movimiento en el cual es posible entrenarse para después acometer el

salto. Pero en cambio, la fe no es un movimiento estético, pues no es algo en lo cual uno

pueda ejercitarse, sino que pertenece a un estadio más elevado, aquel donde se revela la

paradoja de la existencia en una inconmensurabilidad que no se puede alcanzar

mediante los movimientos de la conciencia.

Ya hemos indicado antes que Kierkegaard no asume el discurso filosófico como una

exposición teórica, sino que lo hace en constante referencia al individuo. El movimiento

de la fe requiere hacerse explícito desde un personaje enfrentado a los hombres de su

época: el caballero de la fe frente al caballero de la resignación y al burgués. Dice

Kierkegaard que es fácil reconocer a los caballeros de la resignación infinita, trayendo a

colación la imagen de uno de ellos como un hombre que exteriormente se parece al

burgués; disfruta de cuanto contempla, va a la iglesia, lleva a cabo todas las labores y

actividades cotidianas con la mayor calma y casi podría decirse que con cierta

100  

indiferencia: “parece tomar todo con la mayor despreocupación, como si fuese

indiferente y descuidado, y, sin embargo, está pagando por cada instante de su vida el

más alto de los precios, pues no lleva a cabo ni la más pequeña acción sino en virtud del

absurdo (…) ha hecho y hace en cada instante el movimiento del infinito” (Temor y

temblor, 32). Es como un bailarín que en el salto mismo alcanza la postura adecuada de

manera tan sorprendente como hermosa; sin embargo, es en la caída en donde se le

reconoce; sus pasos devienen vacilantes e inseguros, pues se muestran ajenos a este

mundo. Su auténtico prodigio consiste en expresar a la perfección lo sublime en lo

pedestre.

Kierkegaard decide situar la diferencia entre el caballero de la fe y el caballero de la

resignación en su forma de actuar frente a un hecho concreto: “Un joven amador se

enamora de una princesa y todo el sentido de su vida queda contenido en ese amor, pero

las circunstancias son tales que no consienten que ese sentimiento pueda convertirse en

realidad, es decir, pasar del plano de lo ideal al de lo real” (Temor y temblor, 33). El

caballero de la resignación infinita no está dispuesto a renunciar a su amor. Se asegura

de que ese amor realmente confiere sentido a su existencia y se sumerge en éste

encontrando ahí el valor para atreverse a todo; “experimenta una gloriosa voluptuosidad

cuando el amor hace vibrar cada uno de sus nervios, pero su alma es tan solemne como

la del hombre que, tras haber vaciado la copa del veneno, nota como la ponzoña se

infiltra en cada gota de su sangre, pues ese instante es vida y muerte a la vez. Cuando el

amor ha sido absorbido de este modo, y se sumerge en él, encuentra valor para

intentarlo todo, para atreverse a todo” (Temor y temblor, 34). Cada movimiento del

caballero de la resignación está determinado por su pasión que le otorga sentido a cada

uno de sus movimientos y que le permite concentrar todas las energías en ese su único

deseo. Sin embargo, éste caballero no se pierde en su movimiento, por el contrario,

continúa con la vida y con los recuerdos que la constituyen, aunque conlleven dolor y

sufrimiento, porque en virtud de esta resignación se encuentra así completamente

reconciliado con la vida.

El amor mismo sufre una transformación de manera que no sólo se convierte en amor

hacia Dios, sino que también, y por eso mismo, su amor obtiene validez eterna y el

poder de que en tanto eternidad nunca le será arrebatado: “El amor que siente por la

princesa se le convierte en expresión del amor eterno, asume un carácter religioso,

transfigurándose en un amor al Ser Eterno” (Temor y temblor, 35). Este hombre sabe

101  

que en el plano de lo espiritual, y sólo en ese, es todo posible, de manera que su deseo,

el amor que profesa, es expresado espiritualmente; sin embargo, y automáticamente,

renuncia a él en la medida en que se repliega en el mismo sujeto. Éste no lo olvida, sin

embargo, ha perdido a su princesa en el movimiento hacia la infinitud, pues ha quedado

únicamente solo con su deseo, con su recuerdo eterno.

El caballero de la resignación encuentra la paz y el reposo, pues es precisamente ese el

don que le concede la resignación: “La resignación infinita es como esa camisa que

describe el cuento popular: el hilo está tejido entre lágrimas, la tela decolorada con

lágrimas y la camisa cosida entre lágrimas, pero por eso resulta mejor protección que el

hierro o el acero” (Temor y temblor, 37).

El caballero de la fe, por su parte, además de realizar a cabalidad este movimiento de la

resignación, que es, a saber, el estadio que precede al de la fe, realiza uno más, tan

absurdo como asombroso; el caballero de la fe cree posible alcanzar a su objeto de

deseo, a su princesa y de esta manera evitar perderla y sólo en virtud de la fe, sustentado

el abismo de lo absurdo, en la creencia de que en Dios y para Él no hay imposibles. Por

esta razón, afirma entonces el caballero de la fe: “Pese a todo, creo que obtendré el

objeto de mi amor gracias al absurdo, pues para Dios no hay nada imposible” (Temor y

temblor, 38). El caballero de la fe se instala así en la paradoja de la existencia misma.

La fe motiva y mantiene el deseo en un único movimiento. Este “mantenerse” se

encuentra mucho más allá de la resignación, que es el último estadio que recorrió

Abraham hacia el monte Moriah, y que recorre todo caballero de la fe, antes de llegar a

la fe misma, esto es, antes de llegar al momento de la decisión. Dios habló y Abraham

no dudó, ni reflexionó sino que, por el contrario, adoptó una posición; él mismo efectuó

el segundo movimiento: esperó en virtud del absurdo. La fe es un movimiento ambiguo

que lanza y suspende a la vez. Kierkegaard establece la diferencia base que existe entre

la fe y una mera convicción; la primera es simplemente el movimiento impulsado por

un pathos; la segunda tiene su base en algún tipo de certeza que es más bien confianza.

La fe, al referir a una determinada pasión, que es ella misma, se cifra en un mensaje de

excepcionalidad.

El movimiento posterior a la resignación que exige la fe sacude y conmociona a la

razón, en la medida en que trasciende sus límites, impidiendo que ésta pueda dar cuenta

del salto, de la paradoja que se ofrece en virtud del absurdo; entonces, “para resignarse

no se necesita la fe, pero para conseguir el más pequeño objetivo por encima de mi

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conciencia eterna sí se requiere, pues en esto consiste la paradoja” (Temor y temblor,

39). El caballero de la fe decide él mismo renunciar a todo alcanzando de esta manera

su propia conciencia de la eternidad y así lograr la armonía con Dios. De esta manera,

consigue que su renuncia no sea dolor y pesadumbre sino, por el contrario, paz y alivio.

Al contrario del joven enamorado, el recuerdo de la princesa no pesará sobre él como

una carga insoportable que reabre constantemente la herida de la pérdida, así el

caballero de la fe podrá caminar pausado y tranquilo. Sin embargo, a través de la fe y

sólo en virtud del absurdo que trae consigo, este caballero logrará recuperar la eternidad

que alcanzó en la renuncia de lo finito, e incluso y precisamente por la conciencia de la

eternidad ya alcanzada, recuperará la temporalidad, a su princesa, alcanzando todo: “Por

la fe no renuncio a nada, antes al contrario, lo consigo todo, exactamente en el mismo

sentido que cuando se dice que quien tenga una fe del tamaño de un grano de mostaza,

podrá con ella levantar montañas” (Temor y temblor, 40).

Como podemos ver aquí, el salto que se da en la fe, en su movimiento y en su paradoja,

es, realmente, el movimiento impulsado por el amor, por un amor dirigido a Dios por

encima de todas las cosas y a la felicidad que ellas puedan ofrecernos. Sin embargo, este

acto de amor, dice Kierkegaard; “es, en realidad, el más dificultoso de todos (los actos)”

(Temor y temblor, 42). Por tanto, no puede ser equiparable a los movimientos eróticos

realizados, por ejemplo, por el majestuoso Don Giovanni.

La vida de Abraham se nutre de sentido en la angustia de su paradoja, en su acto de

amor, en el camino lento y abrumador hacia el monte Moriah. No hay duda que en

virtud del absurdo que guiaba sus pasos el tiempo se desdibujó en una eternidad difusa,

pues los tres días y medio se perdieron en el silencio y en el empeño por no desistir, por

no dudar, por no abandonar la tarea encomendada. Abraham como padre padeció el más

profundo e ineludible dolor; no obstante creyó y en esa medida esperó y lo hizo allá

donde la razón termina y donde comienza el abismo de la paradoja.

Pero, ¿cómo podemos hablar de Abraham? Kierkegaard insiste en que Abraham no

puede ser asumido como un héroe, sino que debe ser tomado como un caballero, como

el caballero de la fe. La misma imagen del caballero resulta bastante apropiada, porque

es un prototipo humano en desuso que incluso en la Fenomenología del Espíritu de

Hegel llega a ser encarnado por Don Quijote, que en cuanto tal es la manifestación de la

conciencia infeliz (Cf., Fenomenología del espíritu, 1966, 138-142). El acercamiento a

Abraham se realiza a través del movimiento que la fe lleva a cabo, pero el objetivo más

103  

claro de Kierkegaard es establecer la dialéctica –tensión- que se presenta dentro de este

movimiento: “El propósito que me guía ahora es el de extraer de la historia de Abraham,

en forma de problemata, la dialéctica que encierra para mostrar la inaudita paradoja de

la fe” (Temor y temblor, 44). El presupuesto para este estudio es que la fe es ante todo

una decisión, no una volición (como la resignación). El caso prototípico sigue siendo

Abraham; él concentra todo su deseo, todo su amor en Dios; por eso es infinito, y por la

misma razón el caballero de la resignación, cuyo objeto de deseo es lo finito, estará

saltando de un modo interminable dentro de la finitud, buscando así colmar su

resignación infinita. El creyente empero se ancla directamente en lo infinito y allí radica

su grandeza.

Kierkegaard pretende entonces hacer palpable la dificultad existencial en la que se

hunde el caballero de la fe frente a la paradoja, mostrando la dialéctica que se desarrolla

dentro de ella misma. Como es sabido, las tendencias atomicistas modernas se expresan

de manera práctica en variados ámbitos, en el individualismo social, en la filosofía, en

las diferentes disciplinas, etc., y si en determinados momentos como efecto del

(sospechoso recurso pseudoepistemológico) “normal” movimiento de retorno pendular,

en el cual se propende más bien por la integración e incluso por el holismo, tales

integraciones se asumen:

1). Como integraciones de substancias mínimas, independientes y autónomas y se les

pide entonces a los individuos que se “integren” a x o y conjunto social o grupal, a las

disciplinas que se “integren” en espacios interdisciplinarios, etc. (así se potencian

fuerzas, se generan sinergias, etc.).

2). Estas integraciones se consideran como resultado de un acto voluntario y una

decisión deliberada, de tal modo que, una vez hechas las aclaraciones pertinentes y las

exposiciones sobre las ventajas de las mismas, a quienes no quieren proceder a

efectuarlas se les suele acusar tranquilamente de “mala voluntad” o de una especie de

“ignorancia invencible” al respecto (frente a lo que sólo cabe un buen grado de

conmiseración).

El mismo doble movimiento (fragmentación – integración) parece también afectar a los

campos de la ética, el arte y la educación. En la primera fase (la de fragmentación), la

ética se considera como un autónomo y determinado espacio (un tanto etéreo, por lo

demás), desde el cual se dictamina acerca del “valor de los valores” y en el que se

almacenan los mismos para el disponible empleo de los usuarios, que en determinados

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momentos hayan de requerirlos. El arte, por su lado, es postulado como el selecto

espacio de la belleza, la creatividad, el ingenio, la libertad, donde privilegiados artistas y

estetas dan rienda suelta a sus dones, virtudes y personalidades, ajenos a las flaquezas y

mezquindades de los demás mortales. La educación es también concebida y afirmada

como el obligado quehacer encargado de transmitir a la comunidad, aparte de los

conocimientos necesarios y pertinentes para una adecuación de “calidad” a las formas

imperantes de sociedad, las nociones, criterios y competencias de la ética en sí o el arte

en sí (considerados como compartimentos separados), que se asumen también como

necesarios y pertinentes para la formación del individuo y su inserción en la sociedad.

En concordancia con estas concepciones, se abren espacios académicos propios junto a

las demás asignaturas para la “educación ética y en valores humanos” y para la

“educación artística”, las cuales pueden o bien, en el marco del primer momento

referido, desarrollar sus propios programas (que es lo usual) o bien, respondiendo a las

exigencias del segundo momento, y en un acto que se considera el súmmum de la

audacia académica, “integrarse” o “correlacionarse” con otras asignaturas para ofrecer

así la urgente y ponderada “formación integral” de los estudiantes.

Sosteniendo una actitud crítica frente a las evidentes inconsistencias de la situación

descrita, podría pensarse que la misma obedece a la existencia de concepciones

equivocadas que sobre la ética, el arte y la educación imperan hoy en día y que en

consecuencia bastaría con proponer concepciones alternativas puntuales en relación con

cada una de ellas para solucionar el problema y alcanzar la adecuada integración

requerida. Pero, frente a esto cabría preguntarse: ¿ese sarcasmo de Kierkegaard frente a

su época, no será el mismo que podría sentir algún ser humano en la época actual,

particularmente con el discurso del arte, la educación y de la ética? Escuchemos sus

palabras que no son mera fatuidad como algún lector desprevenido de nuestro tiempo

podría entenderlo:

Si en la época actual se oye alguna vez una réplica respecto a la paradoja, es siempre más o menos de la siguiente especie: “se juzgará según el resultado” Un héroe que se haya convertido en el σχάνδαλον (escándalo, molestia, irritación) de sus contemporáneos, que tenga plena conciencia de ser una paradoja que no puede llegar a hacerse inteligible, podrá gritar a sus contemporáneos: “El resultado demostrará que estaba justificado el obrar como obré”. Sin embargo, muy raras veces se oye un grito semejante en nuestra época, pues, aunque nada fecunda en producir héroes y ese es su defecto, posee también un lado bueno: produce muy pocas caricaturas. De modo que siempre que oigamos en nuestro tiempo un “se juzgará por el resultado” sabremos en el acto con quién tenemos el honor de estar hablando. Quienes así se expresan forman parte de una numerosa especie humana que yo designo con el nombre genérico de

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pedantes doctorales. (…) En este mundo corresponde a los pedantes doctorales la misión de juzgar a los grandes hombres de acuerdo con los resultados que hayan obtenido. Semejante comportamiento frente a lo grandioso delata una extraña mezcla de soberbia y miseria; soberbia por considerarse llamados a juzgar, y miseria porque no sienten en lo más mínimo emparentadas sus existencias con las de los grandes hombres. Le basta a una persona poseer una pizca de erectioris ingenii (altura de pensamiento) para librarse del peligro de acabar convirtiéndose en un frío y banco molusco; cuando aborde lo grande no dejará nunca de tener muy presente que, desde que el mundo fue creado, ha sido siempre regla común que el resultado venga al final, y que si se quiere aprender algo de los actos grandiosos, hay que prestar atención al modo en que se iniciaron. Si quien va a obrar pretende juzgarse antes a sí mismo por el resultado, no comenzará nunca. Si el resultado alcanzado podrá o no llenar de júbilo al mundo es algo que no se sabe de antemano, pues no logrará tal conocimiento hasta que el acto haya sido consumado, y con todo, no será esto lo que le convertirá en héroe, sino el haber sido capaz de empezar. (Temor y temblor, 52 – 53).

Por esta razón, la posibilidad de aproximación que puede tener cualquiera a la nobleza y

magnificencia de los más grandes no debe olvidar nunca la miseria, la paradoja y el

dolor. El proceso de construcción de esas luminosas imágenes no debe nunca desdeñar

el camino que caballeros como Abraham recorrieron, camino marcado por el dolor y el

absurdo que acarrea ser elegidos por Dios; en este sentido, podemos reconocer que los

grandes hombres y mujeres “si llegaron a ser más grandes que los héroes no fue porque

se libraron de la miseria, el tormento y la paradoja sino porque alcanzaron la grandeza

precisamente por medio de ellos” (Temor y temblor, 55). Abraham, su camino y su

tarea, transgreden constantemente la razón y cualquier intento de explicación a partir de

ella, de igual forma se ubica por encima de cualquier mediación. Por encima de lo

general se erige el Particular, Abraham, el caballero de la fe y su ingreso en el absurdo

y en la paradoja resulta igual de inaprehensible que su perseverancia en ella, que su

silencio y su camino. El derrotero que se traza el caballero de la fe no sólo está marcado

por el silencio, la miseria y el absurdo, sino también por la soledad y la incomunicación.

Nadie puede comprenderlo, nadie puede acompañarlo, nadie puede ayudarlo, nadie

puede estar con él:

El caballero de la fe sólo puede recurrir a sí mismo. Sabe del dolor de no poder hacerse comprender, y no siente el vanidoso deseo de enseñar el camino a los demás. Su dolor es su certeza; no anida en él el deseo vanidoso, porque su alma es demasiado seria para consentir un impulso de esa especie (Temor y temblor, 67).

Por esta razón, tenemos que reconocer que: El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro; ahí radica su profunda humanidad, tan distinta de esa necia participación del dolor y la dicha del prójimo honrada con el nombre de simpatía, pero que en realidad no es otra cosa sino vanidad (Temor y temblor, 68).

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No puede haber fe sin la angustia y la angustia no puede ser comunitaria. Con esto

Kierkegaard no quiere poner el acento en el sacrificio, lo que pretende mostrar es, más

bien, que el camino de la fe se pone ante el absurdo y lo absurdo es, precisamente, que

Dios le exija la vida de Isaac a Abraham. El movimiento de la fe colinda entonces con

los abismos de la locura y lo demoníaco, por lo cual, es un movimiento donde no hay

control racional. En consecuencia no podemos decir que la fe es lo contrario de lo

demoníaco, estas dos colindan, tienen algo en común: el absurdo.

El Particular, este caballero de la fe, establece su relación con lo general y, en esa

medida, se da la superación de ello a partir de su relación con lo absoluto. En la entrega

absoluta al absoluto hecha en virtud del amor que se siente por Dios, la ética y lo

general son completamente relativizados, esto es, quedan en un segundo plano que es

obviado y superado por el Particular y su relación con Dios: “esta paradoja no admite

mediación, pues depende de la circunstancia de que el Particular sea, exclusivamente, el

Particular. Y tan pronto como el Particular trata de expresar su deber absoluto en lo

general y tome conciencia de aquél en éste, habrá de reconocer que se encuentra en

estado de Anfaegtelse, y no podrá entonces, por mucha resistencia que ofrezca, cumplir

con dicho deber, pero si no resiste, peca, aún cuando su acto lleva a cabo a realiter, lo

que se exigió como deber absoluto” (Temor y temblor, 59). El choque entre el deber

general y el absoluto dan completa explicación de lo que constituye la paradoja, su

absurdo y el conflicto causante de la angustia y el dolor que sufren aquellos

“Particulares”. La situación de Abraham puede traducirse de la siguiente manera: su

deber, establecido por la ética, es el de amar y proteger a su hijo Isaac; sin embargo, este

deber se relativiza por completo tras el mandato divino que debe ser cumplido en virtud

de un amor más grande hacia Dios y hacia sí mismo, en su afán por querer cumplir a

cabalidad con lo encomendado. Precisamente la paradoja y lo incomprensible de ella es

ese vaivén entre el egoísmo de amarse a sí mismo y la más completa entrega en el amor

hacia Dios; vaivén que no admite mediación, así sea dialéctica, y, por lo tanto, tampoco

comprensión o simpatía alguna: “De modo que, si existiera un hombre tan cobarde y

mezquino como para desear llegar a caballero de la fe con la ayuda ajena, no lo

conseguiría, porque sólo el Particular en tanto que Particular puede lograrlo; en eso

estriba su grandeza, la cual puedo muy bien comprender, aun sin alcanzarla, que para

ello me falta el valor, pero el espanto también reside ahí, y eso lo comprendo aún mucho

mejor” (Temor y temblor, 60).

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El deber absoluto para con Dios es el de amarlo por encima de todo lo demás, sin

embargo, comprendamos esto dentro del “marco” de la paradoja, esto es, desde la

concepción de ésta fuera de los límites de lo general, en esa medida, fuera de lo

planteado por la ética. Dios no exige dejar de amar, mucho menos entonces odiar a

todos aquellos a los que alguna vez se amó. Abraham debe sacrificar a Isaac

precisamente porque lo ama más que a nada; “pues ese amor, precisamente ese amor

que siente por Isaac, al ser paradójicamente opuesto al que siente por Dios, convierte su

acto en sacrificio” (Temor y temblor, 62).

La atención que se debe poner sobre Abraham obedece a “un fatídico privilegio, que

como todo privilegio del mundo del espíritu, sólo se obtiene a costa de profundos

dolores” (Temor y temblor, 69 – 70). En esta particular atención sobre este caballero de

la fe, Kierkegaard introduce su reflexión con respecto a la categoría de lo interesante;

“Lo interesante es una categoría límite, un confín entre la estética y la ética. Por este

motivo nuestras consideraciones deberán invadir el territorio de la ética, mientras que,

para resultar significativas habrán de aprehender el problema con fervor y una pasión

propiamente estéticas” (Temor y temblor, 70). ¿Por qué lo interesante está allí puesto

entre lo estético y lo ético? Kierkegaard dice “que la estética requiere lo recóndito y lo

premia, la ética por su parte exige la manifestación y castiga lo oculto” (Temor y

Temblor, 73). En la estética como en la ética funciona lo oculto recóndito como algo

que debe llegar a hacerse visible o manifiesto, lo cual se alcanza normalmente a través

del reconocimiento, pues “el reconocimiento trae consigo alivio y calma” (Temor y

temblor, 70). Esto es precisamente lo que sucede con el héroe trágico que funciona

éticamente de manera ejemplarizante a través de la palabra, con todo aquello que se dice

de él. Así la tarea de Kierkegaard es mostrar “dialécticamente cómo actúa lo recóndito

en la estética y en la ética; se trata de hacer visible la diferencia absoluta existente entre

lo recóndito estético y la paradoja” (Temor y temblor, 72). En los estadios estético y

ético se hace visible algo, se sostiene la palabra, la manifestación; en cambio, en el

estadio religioso se guarda silencio. En la estética y en la ética es posible hablar del

héroe trágico, señalando que “su acto requiere valor, pero a su vez, se le requiere a

dicho valor que no se ahorre ningún argumento. (…) El héroe trágico es un hombre

puro y soy capaz de comprenderle: todo cuanto hace pertenece a la dimensión de lo

manifiesto. Si trato de ir más allá, me topo siempre con la paradoja, es decir, con lo

divino y lo demoníaco, porque ambos son silencio. El silencio es el hechizo del

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demonio, y cuanto más se calla tanto más peligroso es el demonio, pero el silencio es

también la conciencia del encuentro del Particular con la divinidad” (Temor y temblor,

74). En otras palabras, la fe no puede ser dicha; la fe es intimidad y silencio, debe

guardarse de su manifestación, pues no es susceptible de ser enunciada, ni mucho

menos comprendida, no debe ser exhibida. Abraham simplemente calla:

No dijo una sola palabra ni a Sara ni a Eleazar ni tampoco a Isaac; pasó por alto tres instancias éticas, porque la ética no tenía para Abraham una expresión más alta que la vida de familia (…) Abraham calla… pero no puede hablar; es ahí donde residen la angustia y la miseria. Pues si yo, por ejemplo, no consigo hacerme comprender cuando hablo es evidente que no hablo, aunque continúe hablando sin interrupción día y noche. Ese es el caso de Abraham: lo puede contar todo, pero hay una cosa que no puede decir, y al no poder decirla de modo que el otro pueda comprender, no habla. Lo que consuela de esta historia es que me consiente traducirme en lo general. Abraham puede decir ahora las cosas más hermosas que es dado expresar por medio de una lengua, acerca de cuanto ama a Isaac. Pero no es esto lo que ocupa su corazón, sino algo más profundo, el estar dispuesto a sacrificar a su hijo porque es una prueba. Nadie puede comprender este último punto y por eso todos pueden interpretar equivocadamente el primero. (Temor y temblor, 95 – 96).

Así diremos que lo que menos quiere Kierkegaard es oscilar entre estética y religión. Lo

que quiere mostrar es que en Abraham el asunto consiste en el silencio y no en la

ceguera; el silencio de Abraham es la religión, la fe. El silencio de Abraham se da por

abundancia, no por carencia. Este caballero de la fe habla una lengua extraña, ajena al

lenguaje común, no es el logos, la razón, el sistema, es más bien una lengua extraña que

separa… Abraham calla y se sume así en la más profunda soledad.

Podemos afirmar entonces que la paradoja está marcada por un movimiento no sólo de

contraposición con respecto a lo general, sino, y por esta razón, está determinado por el

impulso de un amor tan pleno como absurdo. Este amor, esta entrega, se encuentra lejos

de cualquier incauto que pretenda comprenderla, está por encima de la razón y lejana a

cualquier explicación o acercamiento. El movimiento de este tipo de pasión que supera

a su vez a todas las demás, impulsa y acompaña a aquel que se arriesga y se entrega a su

completo padecimiento y, a su vez, se oculta en lo más oscuro de su absurdo; su origen

está vetado y su poder regocija con cada una de sus manifestaciones, así como también

atrae por su hermosura:

Como el torrente de la fuente que, con la persuasión canturreante de su murmullo, atrae al ser humano, y prácticamente le ruega que vaya junto a este cauce, y no que curioseando se adentre con el fin de encontrar su manantial y descubrir su secreto; como los rayos del sol que, con su ayuda, invitan al ser humano a contemplar la gloria del mundo, pero castigan amonestadores con la ceguera al atrevido cuando se da la vuelta para descubrir curiosa e insolentemente el origen de la luz; como la fe que se ofrece sugestivamente al ser humano para acompañarle en el camino de la vida, pero

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petrifica al insolente que se da vuelta para, insolentemente, encontrar explicación, así también el deseo y la súplica del amor consisten en que su oculto manantial y su vida celada en lo más íntimo permanezcan en secreto, sin que nadie, curiosa e insolentemente, se adentre perturbador para ver aquello que, sin embargo, no puede ver, aquello de lo cual él, con su curiosidad, es bien capaz de echar a perder la alegría y la bendición para él” (Las obras del amor, 26).

Dijimos más arriba que la relación entre el Particular y Dios está determinada por una

entrega absoluta, ahora podemos afirmar sin temor a equivocarnos que este vínculo, esta

entrega, esta relación entre la eternidad y lo temporal es precisamente el amor. Abraham

padece la angustia del absurdo, sin embargo, goza del amor que lo mantiene unido a

Dios y que lo salva de una vida desperdiciada en la sensatez y que, más bien, será

recompensada por la posterior certeza de la permanencia del amor en la eternidad, pues

se trata de una recuperación en y desde la pérdida.

Kierkegaard se refiere en Las obras del amor a aquellos insensatos que pretenden

infructuosamente huir del amor, evitarlo bajo la errada creencia de que éste acarrea un

dolor insoportable, un sufrimiento que debe evitarse con la finalidad de disfrutar

plenamente de la vida y de todas y cada una de las cosas que ella ofrece. Sin embargo,

Kierkegaard afirma que éste tipo de existencias en su afán por burlar a la vida misma se

mueven en un constante autoengaño que los envuelve en una quimera de bienestar y

satisfacción, que trae consigo, posteriormente, la pérdida de sí mismos en la medida en

que se cierran al amor y esta pérdida se constituye como la más grande e irreparable: “la

eternidad puede reservar una compensación generosa incluso para aquel a quien la vida

engañó a lo largo de toda su vida; mas el que se engaña a sí mismo se ha impedido el

mismo la ganancia de lo eterno” (22).

Esta es precisamente la pérdida que experimenta en su afán de permanente seducción

Don Giovanni, que a través de sus múltiples máscaras, y con su potencia arrasadora y

puramente sensual, llevó su vida a término bajo la presencia abrumadora y fantasmal del

Comendador, que en tanto espíritu lo condujo irremediablemente a las sombras.

Recordemos que Don Giovanni perdió la eternidad en la tragedia que constituye su

existencia; en tanto subjetividad no configurada, en tanto pura potencia sensual, es

decir, musical, este seductor no concibe el sacrificio ni la entrega; más bien, se

desenvuelve en un juego continuo, en el placer propio del coleccionista que, escondido

tras los sonidos disonantes de su existencia, no puede comprender al amor sino como

una carga, y tras la volatilidad de sus movimientos presiente el final trágico, la ruptura

del lazo que lo une con la eternidad;

110  

El que se ha engañado a sí mismo seguramente opina que puede consolarse, que, desde luego, ha hecho mucho más que vencer; en su presunción de insensato se le oculta cuán desconsolada es su vida. No le negaremos que él “ha cesado de estar afligido”; mas ¿de qué le servirá eso si su salvación cabalmente consistirá en comenzar a afligirse en serio por sí mismo? Quizá el que se ha engañado a sí mismo opina incluso que es capaz de consolar a los que fueron victimas del engaño de la infidelidad; pero ¡qué insensatez que quien se ha averiado respecto a lo eterno pretenda sanar a aquel que, a lo sumo, estará enfermo hasta la muerte! Todavía más, el que se ha engañado a sí mismo quizá opine, mediante una extraña contradicción, que es compasivo con el desdichadamente engañado. Mas si tomas en consideración su discurso consolador y sabiduría salutífera, entonces conocerás el amor por los frutos: por la amargura de la burla, por la cortante racionalidad, por el venenoso aliento de la desconfianza, por la recia frialdad del endurecimiento; es decir, por los frutos será posible conocer que dentro no hay amor ninguno (Las obras del amor, 23).

Aquel seductor que no conoce el amor sino la mera pasión inmediata, esto es, la

emoción del juego del erotismo, se encuentra vacío en un cuerpo demasiado mundano,

pues es el resultado de una existencia que se consume en la fugacidad de los momentos

que pasan. Así, todas las mujeres que hacen parte de su interminable lista son las musas

del poeta que canta a la melancolía del amor temporal, de un amor que, sin embargo, ni

siquiera floreció. El poeta encierra en sus cantos la melancolía de la espera, de la

angustia de un amor que pereció demasiado pronto; por eso, éste no puede cantar, no

puede emitir palabra sobre el único amor que florece según Kierkegaard, a saber, el del

Cristianismo, el amor a Dios, el que lo vincula con la eternidad y que no puede

comprenderse o relatarse, más bien es creído y plenamente vivido.

El amor al que ahora nos referimos es un amor celado en lo más íntimo que escapa a

cualquier intento por descifrar su génesis. El movimiento de este amor lleva en sí

mismo la eternidad; “Así está celada la vida del amor; mas su celada vida es en sí

misma movimiento y lleva en sí la eternidad” (Las obras del amor, 27). El viaje de la fe

comporta la existencia en todo su devenir, hasta el momento de la muerte. Abraham es

el individuo, el hombre de la fe, el poseedor de una pasión elevada, limpia y humilde,

manifestación sagrada del absurdo divino.

Hemos intentado detenernos a observar la angustia y la paradoja que constituyeron la

vida de Abraham en tanto vida entregada al amor hacia Dios, esto es, en tanto existencia

consolidada en la “lógica” -si podemos llamarla así- del amor y la hemos confrontado

con la existencia volátil de Don Giovanni como seductor que entregó su existencia a las

delicias de la seducción y la inmediatez. Refirámonos ahora a ese otro tipo de existencia

estética encarnada en Sócrates y a su extraña cercanía con el espectro del Comendador.

111  

Precisamente, estos dos tipos de vidas externamente opuestas se acercan en lo fantasmal

que resulta su condición y, en esa medida, en el poder que poseen para arrastrar todo a

su paso. El Comendador se presenta como el poder del espíritu que, en contraposición

con la carne, logra enfrentársele conduciéndola así a su final en una muerte ocurrida en

su último banquete, en el festejo del primogénito de la seducción que determinó su

descenso a las sombras. Informe, escondido tras el espacio ausente de las tumbas que le

rodean, el fantasma se mantiene en un extraño silencio, se mueve en forma de susurros

a lo largo de la ópera para, desprevenidamente y casi sin que Don Giovanni se percate,

hacer su aparición devastadora y definitiva y así logra encadenar a la más poderosa

potencia, condenándola a su final en la oscuridad.

Sócrates, por su parte, se dispersa y mantiene su “anonimato” tras la imagen difusa de

un distraído personaje que mirando al cielo se abstrae del mundo y que intenta

aprehenderlo a través de preguntas, que surgen una tras otra conduciendo al absurdo a

cada interlocutor con el que se topa. Sin embargo, en esto no consiste la fatalidad de una

presencia como la de Sócrates, precisamente, esta dialéctica, que es rastreada aquí como

ironía, es la posibilidad de la fragmentación de este personaje, de su dispersión a través

de la cual logra modificar los papeles de amante y amado, sin que este último lo note, de

manera que sea siempre él el amado, el causante de la más insoportable ansiedad sólo

producida por el paso arrasador del seductor, de una presencia que como la del

Comendador, resulta desproporcionada y, en esa medida arrastra y consume todo a su

paso. Pero, es preciso señalar aquí que no equiparamos en ningún caso la desproporción

de un seductor como Sócrates con la desproporción de un espíritu ávido de venganza

como es el caso del Comendador, más bien intentamos acercar ambas presencias

espectrales como potencias que bajo dicha condición no pueden sino convertirse en

remolinos poderosos, que consumen todo y se consumen a sí mismos en su choque con

la realidad. La ironía es en el caso de Sócrates la condición que se camufla bajo

diferentes máscaras, que provoca el movimiento que, en la medida en que se caracteriza

por ser circular, retorna a sí mismo para consumirse y consumir incluso a su

interlocutor, a su existencia informe, inacabada…, plenamente irónica.

Podemos ahora hacer referencia a la ironía que siglos después se configuraría como

ironía romántica, que, de modo diferente a la de Sócrates se termina también

consumiendo a sí misma, pero esta vez porque se configuró como pura posibilidad

abstracta, como movimiento de volatilización y relativismo de todo aquello que caía

112  

bajo su reflexión. El ironista romántico se aliena y se pierde, se mueve en un incesante

movimiento sin finalidad, se desenvuelve en la vida estética, en la pura posibilidad, en

lo inconcluso que resulta vivir de esa manera. Ciertamente, este tipo de vida construye

una ficción como realidad y en esa medida sale de ésta impidiéndole al esteta la vuelta a

ella, la reconciliación, tan sólo se trata de una renuncia a medio camino del mundo, de

la realidad, de la temporalidad. Ciertamente como dice Kierkegaard en su libro Temor y

temblor un tiempo después, refiriéndose a lo complicado de encontrar verdaderos

caballeros de la fe, y a las posibilidades de hallar “simulacros” de caballeros de la

resignación, la elasticidad propia de aquel que es capaz de renunciar a la realidad sin

que esto implique el siguiente paso, da cuenta claramente de su inconmesurabilidad con

respecto a la misma:

Mucho se habla hoy del humor y la ironía, especialmente las personas que, aunque incapaces de practicarlos, se sienten, pese a ello, capacitadas para dar explicaciones acerca de todo. Debo decir, por mi parte, que estas dos pasiones no me son completamente ajenas. Sé acerca de ellas bastante más de lo que se puede encontrar en los compendios alemanes o germano-daneses. Sé, por ejemplo, que estas dos pasiones son fundamentalmente diferentes de la pasión de la fe. La ironía y el humor llegan a reflejarse en sí mismos, y, en consecuencia, pertenecen a la esfera de la resignación infinita; su elasticidad procede de que el individuo es inconmensurable con la realidad (Temor y temblor, 42).

El límite de Don Giovanni era el límite que presenta propiamente el salto de una

existencia estética a una existencia religiosa. Don Giovanni como existencia

primordialmente estética e inmediata es completamente inconmensurable con la

realidad social, con su entorno, de hecho, a su paso fractura y distorsiona todo como un

enorme remolino que a su vez consume.

Los caminos por los que transitamos de la mano de personajes tan opuestos como

poderosos nos introducen en escenas igualmente diversas y hermosas. Don Giovanni

nos sumerge en un universo de excesos y excentricidades; él mismo encarna estos

aspectos de manera tan radical que se consolida como la existencia estética por

excelencia. Las máscaras se sustituyen unas a otras constantemente. La presencia

arrasadora y hermosa de Don Giovanni abruma a través de la música que no es otra cosa

que la condición misma de su existencia. Sus labios profieren los más hermosos cantos,

las melodías más falsas, su deseo incontrolable. Sus labios conducen a la perdición, las

disonancias de su existencia encarnan la fatalidad de la misma. Un nuevo rostro cada

vez…; cada instante es un festejo…; y su vida se lleva a cabo siempre en un banquete.

113  

Como lo indicamos antes en el segundo capítulo de este trabajo, un espléndido banquete

se lleva a cabo bajo la exigencia previa de su desmesura y abundancia. Las luces

resplandecen e iluminan la noche permitiendo que los convidados sean partícipes de la

exuberancia y afectados plenamente mientras sus sentidos se ven bombardeados por

delicias que los embriagan, que los seducen y que los conducen a la pérdida del juicio

en el vino y en la música, pues estos son elementos constitutivos de un encuentro como

este. Precisamente, las notas fuertes y discordantes del Don Giovanni lo traen de nuevo

a la existencia en un nuevo banquete, en una nueva noche en donde como pura potencia

sensual se derrama como el vino embalsamando los labios de los oradores que se

atreven a hablar de amor, de seducción, de la tragedia y de la muerte:

Entonces la orquesta empezó a interpretar el baile del Don Juan, y los invitados, con el rostro esclarecido y como señal de respeto a un Espíritu Invisible que los envolviera y traspasara el alma hasta la médula, permanecieron inmóviles un minuto de silencio, asombrados por el entusiasmo de su música favorita, que los despertaba y en cierto modo los resucitaba, como tantas otras veces… (In Vino Veritas, 34).

Esta noche, este mundo, presencia de nuevo la llegada del primogénito de la sensualidad

a través no de la memoria, sino más bien de la evocación, del recuerdo, de la idealidad

frente a una presencia perturbadora que alimenta las palabras de los oradores que

pretenden contenerla, decirla, incluso comprenderla, mientras ella, por su parte, se

escabulle y juega una vez más en medio de un baile de máscaras, se disfraza de

discursos, de lenguaje.

Y en medio de esta danza Don Giovanni ríe constantemente; la carcajada resuena en la

comprensión del amor como cómico e inexplicable en sí mismo. La mascarada se va

desarrollando mientras esas múltiples voces intentan dar forma a la potencia, a lo

informe, al movimiento oscilatorio de la pasión. El peligro de caer presa de aquello que

pertenece a las sombras, de ser vulnerable, de ser tomado por sorpresa por esa enorme

bestia desnuda que yace escondida esperando para arrastrar al incauto a la más profunda

locura y al más profundo dolor, quiebran la voz de aquel que motivado por el vino y la

verdad que trae éste consigo se ha atrevido a hablar en presencia de ese verdugo al que

teme tanto. El canto a la seducción se abre paso de repente. La reflexión es dejada de

lado para celebrar el encuentro de los labios que en ese momento “se comprenden a la

perfección” (Cfr, In vino veritas, 102). Se entona entonces un cántico liviano y gozoso

en torno al encuentro entre hombre y mujer, a ella en toda su feminidad y a la galantería

de la que se vale el hombre para comenzar el juego;

114  

La galantería no cuesta nada y os lo concede todo, al mismo tiempo que condiciona cualquier goce erótico. La galantería es la francmasonería de la sensualidad y del placer entre hombre y mujer. Es un lenguaje de la naturaleza misma, como lenguaje natural es siempre todo lo que expresa el amor. Y este lenguaje no está hecho de sonidos, sino de deseos disfrazados que constantemente cambian entre sí sus papeles respectivos. (In vino veritas, 102-103).

La mujer es celebrada, la feminidad, la fuerza e impulso de la seducción. El seductor se

erige como aquel hombre dichoso que puede saborear las delicias de ese fruto creado

por los dioses; el erótico es el hombre que puede comprender que cada mujer encierra

en sí misma a todas las mujeres, a la generalidad y las delicias que trae esta concepción.

El juego de la seducción se lleva a cabo para desvelar, para expresar todo el enigma y

belleza de la mujer.

El banquete es entonces envuelto por la voz de Don Giovanni, sin embargo, también lo

es por su tragedia. La bruja ha terminado de comer y en ese mismo instante ha

desaparecido, se ha consumido en la verdad de su existencia inconsistente. El seductor

ha perecido mientras jugaba en ese enorme “océano de fantasmagorías en perpetuo

devenir” (Cfr, In vino veritas, 109), que es precisamente el juego de la seducción, la

mujer en su más lejana abstracción. Allá en el borde del abismo que lo acerca a las olas,

a su poder se encontró con el límite de su existencia poderosa… la imposibilidad de la

transformación de la seducción. Debajo de la máscara de Don Giovanni tan sólo se

siguen una infinidad de máscaras más, la matrioska culmina en el vacío; vacío que es su

propia existencia.

Ante el vacío, tras la más abrumadora lucha entre el cuerpo y el espíritu, se abre empero

camino el silencio. La música ha estallado en cada recóndito lugar; ha abierto remolinos

a través de los cuales se consume todo a su paso. Un panorama diferente se pinta tras el

salto definitivo en el absurdo de una decisión, en la elección. Se pinta un panorama

apacible, nada ostentoso. En la simplicidad de la pureza que envuelve su existencia

Abraham continúa en silencio. Y Kierkegaard comprende perfectamente la extrañeza

que encarna Abraham, cuando señala que en un centro descentrado, en el “rincón de los

ocho caminos” (In vino veritas, 19), yace sentado un hombre viejo; nada lo perturba y

escucha el viento en una paz que parece no ser posible para los mortales. Lo envuelve el

silencio; el silencio mismo lo define. Los días se siguen, las noches pasan y este hombre

continúa sentado en calma, aferrado a una esperanza extraña, diferente….; absurda.

Sólo uno puede ser el que, aunque sentado donde nadie pasa, es sin embargo recordado

por todos, admirado y reconocido como el caballero de la fe, del absurdo. Éste no es

115  

otro más que Abraham. Hombre bendecido por la angustia que sin embargo nunca le

hizo temblar o dudar, pero que todavía hoy nos hace temblar, cuando contemplamos su

grandeza, que es empero debilidad suprema. En el silencio se sumió, y en su ascenso al

monte Moriah escribió la más grande historia jamás contada antes, donde la fe fue su

camino y su límite, donde el amor determinó su decisión, pues “¡oh, más

bienaventurado que cualquiera que fuera la hazaña que algún ser humano haya realizado

y más bienaventurado que si los espíritus le hubieran sido sumisos, más bienaventurado

es ser recordado por el amor!” (Las obras del amor, 361). El rostro de Abraham

marcado por la espera, las pruebas, la fe y su amor, es un rostro que se muestra en su

más radical pureza. El sacrificio, la entrega, el absurdo y el amor definen la existencia

de este caballero de la fe que no sabe de máscaras. Los movimientos de la fe se

caracterizan por estar cargados de pasión; la paradoja que la constituye tan sólo puede

producir un estupor enorme, porque todo aquel que la presencia tan sólo puede intentar

infructuosamente comprender el misterio y el inmenso amor que supone. Los ojos del

anciano se mantienen en el abismo, en su salto y en todo lo que sólo él pudo ver en ese

único paso…; su mirada está todavía en el camino hacia el monte Moriah en su

esperanza, en su fe, en la tarea que le fue encomendada y en la esperanza en virtud del

absurdo que nunca lo abandonó.

En otro lado se encuentra un joven personaje sombrío, siniestro, pero profundamente

seductor. Embriagado de sí mismo, inserto en el centro de su propia tragedia, Don

Giovanni se disuelve en la música. Sin embargo, lo hace resonando en todos los ecos,

en todas las voces, en todos los sonidos; él es la esencia misma del sonido. Don

Giovanni desciende a la oscuridad en medio del remolino, herido de muerte se sumerge

allí junto con todos sus rostros donde ni la locura misma sabría llegar; está herido de

muerte y condenado a padecer siempre la nostalgia del caos. ¡Todo está ya dicho!; y, sin

embargo, sólo podemos escuchar. Tal vez así, nos disponemos con ello a comprender

esto que tenemos ante nosotros, aquello que aún hoy nos perturba.

 

 

 

 

 

116  

Bibliografía

Fuentes

KIERKEGAARD, Søren, O lo uno o lo otro, un fragmento de vida I, Traducción de

Begonya Saez y Darío González, Madrid, Trotta, 2006.

- O lo uno o lo otro, un fragmento de vida II, Traducción de Darío González,

Madrid, Trotta, 2007.

- De los papeles de alguien que todavía vive, Sobre el concepto de ironía,

Traducción de Begonya Saez Tajafuerce y Darío González, Madrid, Trotta,

2000.

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