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    Katherine Manseld

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    © Por la traducción ALU, Editorial Pi© José Antonio Suárez Londoño

    Ilustraciones: José Antonio Suárez LondoñoNota sobre la vida de Katherine Mansed, del editor.ISBN 978 958 445597-0Información técnicaDiseño y diagramación: Miguel Suárez LondoñoRevisión de textos: José Raúl Jaramillo RestrepoLa impresión fue dirigida por Carlos Villa ÁngelFormato: 10x 15 cm.Número de páginas: 56 Todográcas Ltda. Tel. 412 86 01.Impreso en Medellín, Colombia.Printed in Colombia. Septiembre de 2009.En su composición se utilizó tipo Caslon de 11 puntos.Se usó papel Bond de 115 gramos y cartulina de 200 gramos.

    Editorial Pi.Editor: Álvaro Lobo.Comentarios a: [email protected] es una publicación sin nes lucrativos.Ninguno de los ejemplares será puesto a la venta.Página web: www.editorialpi.com

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    La vida breve de Katherine Manseld*

    El 14 de octubre de 1888 nació en Wel-lington, Nueva Zelanda, Kathleen Beau-champ, quien será conocida como Katherine

    Manseld, una de las más importantes escri-toras de la literatura inglesa del siglo XX.Cuando tenía cinco años, su familia se mudóa un área rural, a la aldea de Karori, donde* Esta nota de la vida de Manseld sigue, de cerca, al ensayode André Maurois sobre la vida y la obra de la autora, apa-recido en el libro Mágicos y lógicos, y la introducción de JohnMiddleton Murry alDiario de Katherine Manseld.

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    asistió a la escuela primaria y pasó los me- jores años de su infancia. Allí nació su her-mano Leslie. Sus padres la consideraban lenta y sin iniciativa, y, sin embargo, a muy cortaedad comenzó a escribir una especie de relato, Julieta , en el que describió sus sentimientos,trabajo notable para una niña. En 1898 la familia vuelve a vivir en Wel-lington y al cumplir Kathleen quince años, su

    padre, siguiendo una tradición de las familiascoloniales, envía su hija a la metrópoli paraque culmine sus estudios. En Londres ingresaen elQueens College, en Harley Street. Vivióesos años como solía hacerlo en su hogar,como una solitaria. Soñaba y escribía. Dirigíala revista del colegio y escribía versos. Se acionó a la música hasta convertirse en unana ejecutante del violoncelo. Buscaba expre-sar, sin saberlo, el colorido que tendría paraella el mundo.

    Llegó la hora, sin embargo, en que su padrele ordenó retornar a Nueva Zelanda. Pasó en

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    casa los dos años siguientes en una constantecontrariedad por la que consideraba una vidaprovinciana. Escribió en su diario: “Cuandoesté allí, (Wellington) me comportaré de unamanera tan insoportable, que se verán obliga-dos a traerme de nuevo a Londres”. Su padre ahora era un hombre importanteen la vida comercial del puerto; pronto seráSir. Amaba a su hija, comprendía muy bien

    que deseara escribir y la consideraba inteli-gente, pero débil. Ella, por su lado, ni por unmomento dejaba de pensar en la lejana Lon-dres. Añoraba los teatros, el ambiente de esaciudad, e inevitablemente la comparaba con ladesierta vida cultural de Wellington. Sentía en su alma una inclinación artística y deseaba ser escritora, ¿pero escribir acercade qué y cómo hacerlo? “No puedo escribirnada; tengo muchas ideas, pero no encuentrotema. Quisiera escribir algo que fuese a la

    vez misterioso, bello y original”, anotó en sudiario.

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    Sus creaciones literarias tomaron la formade cuentos breves. En este período, por n, supadre consigue que publiquen algunos de esoscuentos en una revista de Melbourne. Cuandoel director le solicitó su biografía le respondió“Me pide usted algunos detalles sobre mi vida…Soy pobre, oscura, tengo dieciocho años y un apetito voraz por todas las cosas, y prin-cipios tan endebles como mi prosa”.

    Deseaba con todas sus fuerzas vivir de nue- vo en Londres y desarrollar una vida artísticaFue tal su determinación que su padre le per-mitió regresar y le asignó una pensión anual.En julio de 1908 marchó a la capital inglesa y nunca más regresaría a su hogar. Inició una vida artística dispuesta a promover la expe-riencia íntima. Aspiraba inmolar su vida paraengrandecer su alma, como solían pensar los jóvenes artistas de aquella época en Inglate-rra. Luego llegaría a lamentarlo: “No ha sido

    tan solo una experiencia; ha sido también unadevastación y un despilfarro”.

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    Conoce a un profesor de canto, un talGeorge Bowden, once años mayor que ella, y acuerdan casarse bajo la extraña condiciónde que él respetará su derecho a vivir su “vidaartística”, pero el matrimonio fracasa y a lospocos días se separan. Su vida discurre de unmodo equívoco. Conoce a un chico, Garnet Trowell, del que espera un hijo. Su madrela lleva a Bad Wöorishhofen, un pueblo en

    Baviera, para ocultar el nacimiento del niño.Allí sufre un aborto.Escribe una serie de cuentos que se reu-

    nirán en su primer libro: En una pensión ale-mana, publicado en 1911. Este libro reeja,quizá con un realismo cruel, una Alemaniadesapacible. Es una obra bien escrita, perola autora pronto se desilusionó de ella. Creíahaber sido injusta con la impresión que dejabade Alemania y no permitió nuevas ediciones.

    En diciembre de 1911 recibió una carta

    de un joven escritor, John Middleton Murry,solicitándole colaborar en una revista literaria

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    de Oxford que él editaba, llamadaRhytm. Katherine comenzó a escribir cuentos paraesa revista. Fue una publicación de existenciaefímera. Luego vinieron otras con vidas igual-mente breves:Te Blue Review yTe signature.Katherine y Murry, después de varios añosde colaboración en la dirección de estas re- vistas, deciden unir sus vidas. Hasta ese mo-mento sus cuentos, escritos con gran maestría,

    carecían de vida propia. En 1915 llega a Lon-dres, proveniente de Wellington, su hermanoLeslie para enrolarse en el ejército inglés. Eseencuentro la conecta con sus orígenes y de-cide recrear literariamente su pasado como lohabía sentido en Nueva Zelanda. La terriblenoticia de la muerte de su hermano, un mesdespués, produjo un dolor del que jamás serecuperó y al mismo tiempo le dio la fuerzapara redenir la dirección de su obra.

    “Creo que he sabido desde hace tiempo

    que la vida había terminado para mí, peronunca me di cuenta de ello ni lo reconocí

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    hasta la muerte de mi hermano. Sí, aunqueél yace en medio de un bosquecito de Fran-cia y yo aún camino erguida y siento el sol y el viento del mar, estoy tan muerta comoél. El presente y el futuro no signican nadapara mí. Ya no tengo “curiosidad” acerca de lagente; no deseo ir a ninguna parte; y el único valor posible que algo puede tener para mí esque me recuerde algo que ocurría o se daba

    cuando él vivía. Deseo escribir sobre esa épo-ca, y él quería que yo lo hiciera. Lo conversa-mos en mi pequeña buhardilla de Londres”. El mundo y los paisajes de su infancia quele parecían insoportables cuando vivía en supaís, ahora volvían para convertirse en la prin-cipal fuente de inspiración de su más renadaobra literaria.

    Así surgen sus maravillosos cuentos ple-nos de vida. “Ahora… ahora quiero escribir recuerdos

    de mi propio país. Sí, deseo escribir sobremi propio país hasta que simplemente agote

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    mis recuerdos. No sólo porque se trate deuna “deuda sagrada” que le pague a mi paísporque mi hermano y yo nacimos allá, sinotambién porque en mis pensamientos recorrocon él todos los lugares recordados. Nunca meaparto de ellos. Deseo renovarlos por escrito” Cuando publicó estos cuentos, pocos críti-cos los valoraron de forma adecuada. Sólo unreducido grupo de escritores ingleses rápida-

    mente reconoció con entusiasmo su calidad.El público, por su parte, se rindió al encantode su cuentos y pequeños relatos:Bliss, Te garden-party, etc, obtuvieron un éxito inme-diato.

    En 1920 aparecen los síntomas de la en-fermedad que terminará con su vida. A partirde entonces erró entre Londres, las montañassuizas y la Provenza en busca de una cura parasu enfermedad. En 1922, escribir le resultaba imposible

    por su enfermedad y por sus ideas místicassobre la necesidad de la puricación de su

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    espíritu. En octubre de ese año abandonadenitivamente la escritura y entra a formarparte de una fraternidad espiritual en Fon-tainebleau, donde falleció el nueve de enerode 1923. En sus cuentos del período de madureztoma personajes, ambientes, etc., y en unbreve corte en el tiempo nos enseña, en esaaparente banalidad, la causa de la emoción y

    la admiración de la vida. Su mirada se posasobre lo cotidiano y nos sugiere el trasfondoinquietante y frágil que sostiene a la vida. Ciertos críticos han querido ver en su obrauna inuencia directa de Anton Chéjov. Sinembargo, sus estilos, los temas y las tensionesen que viven sus personajes son muy dife-rentes. Ambos son maestros de la concisión.Katherine Manseld sentía una gran admi-ración por la obra y por el escritor, a quiennunca conoció. “¡Ah, Chéjov! ¿Por qué estás

    muerto? ¿Por qué no puedo conversar con-tigo, en una gran sala un tanto oscura, al nal

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    de la tarde, cuando la luz es verde por los ár-boles de afuera que se sacuden?”. Su obra consiste en cuentos, novelasbreves y su Diario. En una pensión alemana (1911),Felicidad y otros cuentos (1920),Fiestaen el jardín y otros cuentos (1922), El nido de la paloma y otros cuentos (1923), Algo infantil yotros cuentos (1924) yDiario (1927).

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    FIESTA EN EL JARDÍNKatherine Manseld

    Y después de todo el clima era ideal. Silo hubiesen pedido, no habrían tenido un díamás perfecto para la esta en el jardín: cálido,sin viento y con cielo despejado. Como suelesuceder al principio del verano, sólo una tenuebruma dorada cubría la inmensidad azul delcielo. El jardinero trabajaba desde el alba, se-gando la hierba y barriéndola, hasta que elcésped y las macetas de las margaritas pare-cieron brillar. Las rosas sentían que eran lasúnicas ores que impresionaban a la gente, las

    únicas que interesaban, por eso habían ore-cido en abundancia la noche anterior. Cientos

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    de ellas aparecieron curvando con su peso lasramas de los rosales, como si los arcángeles sehubiesen posado en ellos. El desayuno aún no había terminado cuan-do los hombres vinieron a instalar el toldo.–¿Mamá, dónde quiere que pongan el toldo?

    –Querida niña, ni me lo preguntes. Esteaño decidí que todo lo organicen ustedes.Olvídense de que soy su madre. Trátenme

    como a una invitada de honor.Pero Meg no podía ir a supervisar a lostrabajadores. Había lavado su cabello antesdel desayuno. Estaba sentada ante la mesa to-mando café, tocada con un turbante verde quedejaba ver unos rizos adheridos a las sienes. Y Jose, la mariposa, había bajado a desayunar enenaguas de seda y en camisón. –Tendrás que ir, Laura. Tú entiendes de eso.

    Laura corrió presurosa, aún con un peda-zo de pan con mantequilla en la mano. Era

    delicioso tener una excusa para comer al airelibre, y, además, le gustaba arreglar las cosas

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    Su sonrisa era tan fácil, tan amable queLaura recobró su aplomo. ¡Qué hermososojos tenía, pequeños, de un azul profundo! Y al mirar a los otros advirtió que tambiénsonreían. “Anímate, no te morderemos”,parecían decir con su sonrisa. ¡Qué obrerostan simpáticos! ¡Y qué hermosa mañana! Notenía que mencionar la mañana; debía pareceruna chica muy seria. El toldo.

    –Bueno ¿les parece bien instalarlo en eseprado de lilas? Y señaló un punto con la mano que no sos-tenía el pan. A una, todos se volvieron y mi-raron el lugar. Uno de ellos, gordo y pequeño,hizo una mueca de desaprobación. El chicoalto y pecoso arrugó el entrecejo. –No lo creo, dijo él. No es un lugar muyapropiado, usted sabe. Cuando se trata de untoldo –dijo, volviéndose hacia Laura con susonrisa contagiosa– es necesario instalarlo en

    un lugar que sea como un golpe directo en elojo, ¿me entiende?

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    Laura se quedó pensando por un mo-mento en la expresiónun golpe directo en el ojo. Acaso sería irrespetuoso de parte del traba- jador. Pero lo entendió perfectamente. –En una esquina de la cancha de tenis, su-girió Laura. Pero la banda estará en la otraesquina. –Hum, ¿habrá músicos?– comentó otrotrabajador, mientras posaba su mirada en la

    cancha de tenis. Su rostro lucía preocupado. –Será sólo una pequeña banda, dijo Lauracon dulzura.

    Tal vez el hombre no se sentiría mal si labanda fuese pequeña. ¿En qué estaría pensan-do? Pero el trabajador alto la interrumpió denuevo. –Mire, señorita. Ese es el lugar ideal. Fren-te a esos árboles se verá muy bien. Frente al pequeño bosque de karakas* eltoldo ocultaría los árboles y sería una pena* Karaka es un árbol de grandes hojas brillosas, originario deNueva Zelanda.

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    porque lucían encantadores con sus copasgrandes y frondosas y sus racimos de frutosamarillos. Eran como los árboles que, unoimagina, crecen en una isla desierta, orgu-llosos, solitarios, albergando una poblaciónde pájaros de mil colores entre su follaje, le- vantando sus hojas y frutas al sol en una es-pecie de esplendor silencioso. ¿Debían quedarocultos tras un toldo?

    Así sería. Ya los trabajadores habían car-gado los aperos y avanzaban hacia el lugaracordado. Sólo el chico pecoso se quedó atrásSe inclinó, arrancó una ramita de lavanda, lapuso entre el índice y el pulgar, se llevó los de-dos a la nariz y aspiró con deleite la fraganciaCuando Laura observó ese gesto, olvidó porcompleto su preocupación por los árboles. Semaravilló de que un hombre tan rudo disfru-tara la fragancia de la lavanda. ¿Cuántos hom-bres que ella conocía habrían hecho algo así?

    “Ah, cuán agradables eran estos trabajadores”pensó. “¿Por qué no podía tener amigos como

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    ellos en lugar de los chicos relamidos que venían a bailar y a cenar los domingos por lanoche?”. Se entendería mejor con ellos. “La culpa de todo esto es de las distincionesabsurdas de las clases sociales”, pensó, mientraobservaba al sujeto alto que dibujaba algo enun sobre, algo que debía ser colgado. Bueno,por su parte, no sentía esas distinciones declase, en lo más mínimo, ni un átomo. Y ahora

    escuchaba el golpeteo de los hombres con susmartillos. Uno de ellos silbó, otro cantó: “¿Es-tás bien allí, compañero?”. ¡Compañero! ¡Vayaqué palabra tan amistosa! Sólo para mostrar lodichosa que estaba, para demostrarle al chicolo cómoda que se sentía en su compañía ycómo despreciaba las convenciones socialesLaura mordió con gran fuerza una rebanadade pan y miró con detenimiento el dibujo delsobre. Se sentía como una trabajadora. –¡Laura! ¡Laura! ¿Dónde estás? ¡Teléfono,

    Laura! – gritó alguien desde la casa.

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    –¡Voy! –y corrió sobre el césped, a lo largodel sendero, por las galerías y se detuvo enel pórtico. En la sala, su padre y su hermanoLaurie cepillaban sus sombreros para ir a laocina.–Oye, Laura, dijo Laurie muy rápido–:¿podrías cepillar mi abrigo antes de esta tar-de? Mira si es necesario plancharlo. –Lo haré–dijo ella. De repente, sin poder

    controlarse, se acercó a su hermano y le dio unabrazo. – ¡Oh, me encantan las estas! ¿A titambién?

    –Desde luego–dijo Laurie con su encanta-dora voz y acarició con ternura a su hermana.

    –Ve a contestar el teléfono.El teléfono. “Sí, sí, por supuesto. ¿Kitty?Buenos días, querida. ¿Vienes a almorzar?

    Encantada, desde luego. Sólo será una comidaliviana, algo de sándwich y de merengue quehaya sobrado. ¿No es una mañana perfecta?

    ¿El blanco? Oh, sin duda… Un momento quemi madre me llama”.

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    Laura dejó el teléfono y gritó: –¿Qué,madre? No puedo oírte. La voz de la señora Sheridan otaba porlas escaleras.

    –Dile que se ponga ese precioso sombreroque tenía el domingo.–Mamá dice que te pongas ese hermoso

    sombrero que tenías el pasado domingo. Bue-no. A la una en punto. Adiós.

    Laura colgó el teléfono, se llevó los brazosa la cabeza, aspiró con fuerza, se desperezó ydejó caer sus brazos lentamente.

    ¡Uf!, suspiró; enseguida se puso de pie y sequedo inmóvil escuchando . Todas las puer-tas de la casa parecían estar abiertas. La casaestaba viva, se escuchaban susurros y pasossuaves y rápidos. La puerta de paño verde quedaba acceso a la cocina se cerraba y abría pro-duciendo un golpe sordo. Ahora le llegaba unsonido extraño, como de risas ahogadas. Era

    el piano arrastrado sobre sus rodachinas. ¡Peroel aire! Si uno se detiene a observar ¿será el

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    aire siempre así? Suaves ráfagas de aire jugueteaban en la parte alta de las ventanas y laspuertas. Dos diminutas manchas de sol tam-bién jugueteaban, una en el tintero y otra enel marco de plata del portarretratos. Queridasmanchas. Especialmente la del tintero, estabatibia, era una pequeña estrella de plata, provo-caba besarla.

    Repicó el timbre de la puerta y enseguida

    se escuchó el murmullo de la falda de Sadie.La voz de un hombre susurró algo. Sadie res-pondió con impaciencia: –Le aseguro que no sé. Espere. Preguntaréa la señora Sheridan. –¿Qué sucede, Sadie?–preguntó Laura alentrar en la sala.–Es el hombre de la oristería, señoritaLaura. Justo en la puerta estaba un amplio reci-piente colmado de macetas de lirios de color

    rosa. De ninguna otra clase de ores. Nada

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    Sadie había desaparecido. El hombre delas ores aún permanecía junto a su camio-neta. Laura puso su brazo alrededor del cuellode su madre y suavemente, muy suavemente,le mordió la oreja. –Mi querida niña, te gustaría tener unamadre sensata, ¿verdad? No hagas eso. Aquí vuelve el hombre. Llevó todavía más lirios, otro recipiente

    lleno de ores. –Póngalas en el vestíbulo a cada lado delpórtico, por favor, indicó la señora Sheridan.

    –¿No te parece, Laura? –Oh, sí, madre.

    En la habitación Meg, Jose y el bueno deHans por n habían logrado acomodar el piano.–Ahora, si ponemos este diván contra lapared y sacamos todo de la habitación, excep-to las sillas, ¿no les parece? –Desde luego.

    –Hans, mueva estos cuadros a la sala defumar y lleve un cepillo para sacar esas mar-

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    cas de la alfombra y Hans… Jose adorabadar órdenes a los criados y ellos disfrutabanobedeciéndole. Ella siempre los hacía sentirque estaban tomando parte de una accióndramática. –Dígale a mi madre y a la señorita Lauraque vengan pronto.

    –Muy bien, señorita Jose. Jose se dirigió a Meg.

    –Quiero escuchar cómo suena el piano,acaso me inviten a cantar esta tarde. Vamos aintentarlo conLa vida es difícil.

    ¡Pom! ¡Ta–ta–ta–ta–ti–ta! El piano sonócon tanta pasión bajo los dedos de Meg quecambió el rostro de Jose. Juntó sus manos,miró triste y enigmáticamente a su madre ya Laura cuando entraron a la estancia y co-menzó a cantar. La vida es difícil, Una lágrima, un suspiro.

    Un amor que termina, La vida es difícil,

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    Una lágrima, un suspiro. Un amor que termina, Y luego un… ¡Adiós!

    El piano repetía los acordes tristes, pero enla palabra “Adiós” el rostro de Jose irradiabauna contagiosa felicidad.

    –¿Te gusta mi voz, madre? La vida es difícil La esperanza llega con la muerte

    Un sueño, un despertar. Pero ahora Sadie interrumpió. –¿Qué sucede, Sadie?– preguntó la señoraSheridan. –Sí, la cocinera pregunta por la lista de lossándwiches.

    –¿La lista de los sándwiches, Sadie?, re-pitió distraída la señora Sheridan. Y por sucara las niñas supieron que había olvidado porcompleto la lista. –Déjame ver. Y dijo a Sadie con rmeza:

    Dile a la cocinera que en diez minutos la tendrá. Sadie salió.

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    –Ahora, Laura, dijo la madre rápidamente, ven conmigo a la sala de fumar. Tengo losnombres en algún lugar, en la parte de atrásde un sobre. Tendrás que escribirlos por mí.Meg, ve arriba de inmediato y quítate esa cosamojada que llevas en la cabeza. Jose, acom-paña a tu hermana y termina de vestirte eneste momento. ¿Me oyen, niñas, o tendré quequejarme con su padre cuando venga a casa

    esta noche? Y, Jose, luego irás a la cocina paracalmar a la cocinera. ¿Quieres? Esta mañanale tengo terror.

    El sobre con la lista fue encontrado por ndetrás del reloj de comedor, aunque la señoraSheridan no podía imaginarse cómo habíallegado allí.–Una de ustedes lo debe haber sacado demi cartera porque recuerdo claramente… cre-ma de queso y limón ¿Has copiado eso? –Sí.

    –Huevo y… –La señora Sheridan alejabael sobre buscando la luz para leer.

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    –Parece decir ratones…No puede ser ra-tones, ¿cierto? –Aceitunas, dijo Laura mirando por en-cima de su hombro.

    –Sí, por supuesto, aceitunas. ¡Qué horriblecombinación: huevo y aceitunas.Al n terminaron la lista y Laura la llevó

    a la cocina. Jose se encontraba allí tranquili-zando a la cocinera, quien tenía un aspecto

    apacible.–Nunca he visto tal variedad de exquisitossándwiches, dijo con entusias-mo Jose.

    –¿Cuántos tipos son?¿Quince?

    –Quince, señorita Jose.–Bueno, la felicito. La cocinera limpió los res-tos de pan de los sándwichescon un largo cuchillo, y sonrió

    feliz.

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    –El chico de la casa Godber ha llegado,anunció Sadie, saliendo de la despensa. Lohabía visto pasar por la ventana. Esto signicaba que los pasteles de cre-ma habían llegado. Los pasteles Godbereran famosos y nadie pensaba en hacerlosen casa.

    –Tráelos y ponlos sobre la mesa, mi niña,ordenó la cocinera.

    Sadie los trajo y volvió a la puerta. Porsupuesto, Laura y Jose estaban lo suciente-mente grandes para preocuparse por unosdulces, pero de todos modos no dejaron dereconocer que los pasteles se veían muy apeti-tosos. La cocinera comenzó a organizarlos,quitándoles el exceso de azúcar. –¿No te recuerdan todas las estas a lasque hemos ido? –preguntó Laura.

    –Supongo que sí, dijo Jose, a quien no legustaba pensar en el pasado. –Se ven livianos

    como plumas.

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    –Cada una tome un pastel, dijo la cocineracon una sonrisa pícara. –La señora Sheridanno se enterará.

    Oh, imposible, ¡pasteles de crema ensegui-da del desayuno!, la sola idea hacía estreme-cer. Pero dos minutos después Jose y Lauraestaban chupándose los dedos con ese aireabsorto que sólo da paladear la crema batida. –Vayamos al jardín por la puerta de atrás,

    sugirió Laura. –Quiero ver cómo va el trabajode los hombres que están instalando el toldo.Son encantadores.

    Pero la puerta de atrás estaba bloqueadapor la cocinera, Sadie, el chico de la casaGodber y Hans. Algo había sucedido. Tack–tack–tack, cacareaba la cocinera comouna gallina acobardada. Sadie sostenía su manoen la mejilla, como si le doliera una muela. Elrostro de Hans reejaba el esfuerzo por com-prender lo que sucedía. Sólo el chico de la casa

    Godber parecía disfrutar de la escena.–¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?

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    –Jose, ven aquí, dijo Laura, en tanto tomabaa su hermana por la manga y la arrastraba através de la cocina hasta la puerta. Allí hizouna pausa, se inclinó y le preguntó horrorizada: –¿Cómo haremos para suspender la esta? –¿Suspender la esta?, exclamó Jose conasombro.– ¿Qué quieres decir?

    –Suspender la esta en el jardín, por su-puesto. ¿En qué estará pensando Jose?

    Pero Jose se sorprendía aún más.–¿Suspender la esta en el jardín? Miquerida Laura, no seas absurda. Por supuesto,no podemos hacer nada al respecto. Nadie es-pera eso de nosotras. No seas extravagante.

    –Pero no podemos tener una esta en el jardín con un hombre muerto justo en lasafueras de la casa. Realmente era exagerado porque la casita delos Scott estaba más allá, sobre el camino en lapendiente que comenzaba a veinte metros de

    la casa de los Sheridan y los separaba, ademásuna amplia carretera. Se encontraban cerca.

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    –Por supuesto, hija. ¿Qué te pasa? ¡Estáspálida! Y la señora Sheridan se dio la vuelta.Estaba probándose un nuevo sombrero.

    –Madre, un hombre acaba de morir, co-menzó Laura.–¿No en el jardín?, interrumpió su madre.

    –¡No, no! –¡Oh, qué susto me diste! La señora Sher-idan suspiró con alivio, se quitó el sombrero y

    lo dejó en su regazo. –Escucha, madre– dijo Laura sin aliento,ahogándose por la emoción y contó la terri-ble historia. –Desde luego no podremos tenernuestra esta en el jardín, ¿verdad? Lo dijocon un tono de súplica.– Con la banda ycon toda la gente que vendrá nos escucharánporque son vecinos muy cercanos. Para asombro de Laura, su madre se com-portó justo como Jose; era aún más difícilporque parecía divertirse. Se negaba a tomar

    en serio a su hija.

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    Pero, querida hija, usa el sentido común.Sólo por accidente hemos oído hablar de él.Si alguien hubiese muerto allí normalmente–y no puedo entender cómo se mantienen vi- vos en esos agujeros apestosos– aun haríamosnuestra esta en el jardín. ¿Es así?

    Laura tuvo que decir “sí” a eso, pero sentíaque había un equívoco en esa forma de ra-zonar. Se sentó en el diván de su madre y

    jugueteó con los ecos del cojín. –Madre, ¿no es terriblemente cruel departe nuestra?– preguntó. –Querida– La señora Sheridan se levantó,se acercó a la niña llevando el sombrero y an-tes de que Laura pudiera detenerla se lo puso. –Mi niña– dijo la madre –El sombrero espara ti. Es muy juvenil para mí.

    –Nunca te he visto tan hermosa. ¡Mírate!– Y sostuvo el espejo ante el rostro de Laura.

    –Pero, madre– Laura comenzó de nuevo.

    No quería verse reejada; se volvió de lado.

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    Esta vez la señora Sheridan perdió la pa-ciencia, al igual que lo había hecho Jose. –No te comportes de forma tan absurda,Laura– dijo fríamente. –La gente no esperaesa clase de sacricios de parte nuestra. Y noes muy considerado arruinar la diversión detodos como lo estás haciendo ahora. –No entiendo–, dijo Laura y caminó rápi-damente hacia su habitación.

    Allí, casi por casualidad, lo primero que vio fue una encantadora muchacha en el espe- jo, con su sombrero negro bordado con mar-garitas doradas y una larga cinta de terciopelonegro. Nunca había imaginado que podríalucir así. ¿La madre tendría razón? Deseó quesu madre tuviera razón. ¿Seré extravagante?Quizá. Sólo por un momento tuvo una visiónborrosa de aquella pobre mujer, los niñospequeños y el cadáver que llevan a la casa.Pero todo se difuminó, se tornó irreal, como

    una foto antigua.

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    –Lo recor-daré de nuevodespués de laesta, decidió.

    Y de algúnmodo pensó queese era el mejor el plan...

    El almuerzo terminó a la una y media.Una hora después todos estaban listos para

    iniciar la esta. Los músicos uniformados conchaquetas verdes ya estaban preparados consus instrumentos en una esquina de la canchade tenis.

    –¡Querida!– trinó Kitty Maitland –Esosmúsicos parecen ranas. Bien podrían poner-los alrededor del estanque y al director, con lapartitura, en el centro sobre un nenúfar.

    Llegó Laurie, las saludó y pasó a vestirse.Al verlo, Laura pensó de nuevo en el hombremuerto. Quería contarle toda la historia. Si él

    pensaba igual que los otros, entonces tendríanrazón. Y lo siguió a la terraza.

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    –¡Laurie!– –¡Hola!– Estaba en la mitad de las esca-leras, cuando dio la vuelta y vio a Laura. Surostro hizo un gesto muy simpático. –Palabra,Laura, te ves genial, dijo Laurie. –¡Qué som-brero más elegante! Laura dijo débilmente – ¿Lo crees?– son-rió y se olvidó de contarle la historia. Poco después los invitados llegaron en

    grupos numerosos. La banda comenzó a to-car y los meseros corrían de la casa al toldo.Dondequiera que se mirara había parejas pa-seando, muchachas que se inclinaban a exa-minar las ores, y hombres y mujeres que sesaludaban y luego paseaban por el jardín. Diríase que eran como aves brillantes quese habían posado en el jardín de los Sheri-dan en esta tarde, en su camino hacia… ¿haciadónde? ¡Ah!, qué felicidad es estar en compa-ñía de gentes que están contentas, estrechar

    sus manos, besar sus mejillas, sonreírles en losojos.

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    –¡Querida Laura, qué bien te ves! –¡Qué bien te sienta ese sombrero!

    –Laura, pareces una española. Nunca tehabía visto tan bonita. Y Laura respondíasuavemente –¿Ya tomaron el té? ¿Les gus-taría un helado? Los de frutas son realmenteexquisitos. Corrió hacia su padre y le suplicó.–Papá querido, los músicos están sedientos,ocúpate de ellos.

    Y esa tarde perfecta maduró lentamente,se marchitó lentamente, cerró poco a poco suspétalos. –Nunca habíamos estado en una estatan… El mayor éxito… Agradecemos…Laura ayudó a su madre con la despedida delos invitados. Las dos estuvieron en el vestí-bulo hasta que todos se marcharon.

    –Por n ha terminado, gracias al cielo,dijo la señora Sheridan. –Reúne a los demás,Laura. Vamos a tomar un café fresco. Estoy

    agotada. Sí, ha sido un gran éxito. Pero, oh,

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    estas estas, estas estas. ¿Por qué insistiránmis hijos en dar estas estas?

    Y todos ellos se sentaron bajo el toldo frenteal desierto jardín.

    –Toma un sándwich, papá, dijo Laura. –Gracias–. El señor Sheridan comió elsándwich de un sólo bocado. Tomó otro.

    –Supongo que no han oído de un terribleaccidente que ocurrió hoy , dijo.

    –Mi querido, dijo la señora Sheridan, le- vantando su mano como para detenerlo. –Losupimos. Casi arruina la esta. Laura insistíaen que suspendiéramos la esta.

    –¡Oh, madre! Laura no quería que se bur-laran de ello.

    –Fue en todo caso un asunto terrible, dijoel señor Sheridan. –El sujeto estaba casado.Vivía al nal de la calle, deja una esposa y unamedia docena de niños, según dicen. Se hizo un silencio incómodo. La señora

    Sheridan jugueteaba con su taza. Realmente,era una falta de tacto que su marido…

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    De repente, observó que en la mesa habíatoda clase de bocadillos, pasteles, sándwichesque irían a parar a la basura. Entonces tuvouna de sus ideas brillantes.

    Ya sé, dijo. –Vamos a hacer una cesta contodos estos alimentos y los enviaremos a esapobre gente. En cualquier caso será un placerpara esos niños. ¿No les parece? Sus vecinosirán a visitarlos. Será muy útil que tengan

    todo listo. –¡Laura!; se puso de pie con energía– Tráeme la cesta grande que está debajo de laescalera. –Pero, mamá, ¿realmente crees que es unabuena idea?, dijo Laura. Una vez más, qué cu-rioso, sentía de un modo distinto a los otros.Llevar las sobras de la esta a la viuda. ¿A lapobre mujer le gustaría?

    –¡Desde luego! ¿Qué pasa contigo hoy?Hace unas horas insistías en que nos mos-

    trásemos compasivas con ella y ahora… Laura corrió por la cesta. La madre la colmó.

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    –Llévala tú misma, Laura. Ve así como es-tás. No, espera, lleva también los lirios tropi-cales, a esa gente le impresionan mucho esaclase de ores. –Los tallos arruinarán su vestido de en-caje, dijo Jose, siempre práctica. –Es cierto. –Sólo llévales la canasta, Lau-ra. Su madre la siguió fuera del toldo–. Deningún modo te…

    –¿Qué, madre? No, era mejor no poner esas ideas en la ca-beza de la niña. –Nada, vete. Anochecía cuando Laura salió por lapuerta del jardín. Un gran perro pasó velozcomo una sombra. El camino resplandecíapor la blancura de la grava y las piedrecillasLas pequeñas casas de campo se divisabanen la penumbra de la pendiente. ¡Cómo lucíatodo tranquilo después de aquella tarde! Aquí

    iba ella por la colina rumbo a la casa donde yacía un hombre muerto y parecía no preocu-

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    gran sombrero con la cinta de terciopelo. Sihubiese tenido otro sombrero. ¿La miraba lagente? Sin duda. Era un error haber venido.¿Debería regresar incluso ahora? No, demasiado tarde. Esta era la casa.Debe ser. Un amplio y triste grupo personasse encontraban al frente de la casa. Junto a lapuerta se hallaba una anciana con una mu-leta sentada en una silla. Tenía bajo sus pies

    un periódico. Las voces se detuvieron cuandoLaura se acercó y el grupo se apartó para queella ingresara a la casa. Laura estaba terrible-mente nerviosa. Echó la cinta de terciopelosobre su hombro y dijo a una mujer:

    –¿Es esta la casa de la señora Scott? Y la mujer, sonriendo, dijo:–Sí, aquí es, niña.Oh, deseaba estar lejos de allí. “Ayúdame,

    Dios mío”, pensó Laura, abriéndose paso enmedio de la la de curiosos y golpeó la puerta

    Quería estar lejos de esas miradas inquisido-ras. Si al menos pudiese cubrir su traje de es-

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    ta, así fuese con un chal de los que llevabanesas mujeres. “Voy a dejar la canasta y me iré”, pensó.“Ni siquiera voy a esperar a que me den lasgracias”.Luego se abrió la puerta. Una mujer denegro surgió de la oscuridad.

    Laura dijo: –¿Es usted la señora Scott?

    Pero, para su horror, la mujer respondió:–Entre por favor, señorita.–No– dijo Laura–No puedo entrar, sólo

    quiero dejar esta cesta. Mi madre…La mujer no parecía haberla escuchado.

    –Pase por aquí, por favor, señorita, dijocon una voz indolente y Laura la siguió.Se encontró de repente en una cocina mi-serable, iluminada por una lámpara humeante.Había una mujer sentada ante el fuego.

    Em, –dijo la pequeña criatura que la había

    dejado entrar.– ¡Em! Aquí hay una señorita.

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    Se dio vuelta hacia Laura y dijo: – Soy su her-mana, señorita. Usted comprende, ¿verdad?”.

    ¡Oh, pero por supuesto! dijo Laura. –Por fa- vor, por favor no la moleste. Sólo quiero dejar… Pero en ese momento la mujer que estaba junto al fogón dio vuelta. Su rostro, casi ocul-to por el chal, lucía terrible con los ojos y loslabios hinchados. Parecía no comprender porqué Laura estaba ahí. ¿Qué signicaba? ¿Qué

    hacía esta desconocida elegante, de pie en sucocina con una cesta en la mano? ¿De qué setrataba todo esto? Y de nuevo giró su cuerpohacia el fogón.

    –Em, no te preocupes, daré las gracias a laseñorita, dijo la mujer que guiaba a Laura porla casa.–Usted comprenderá su situación, discúl-pela. Su rostro intentó sin éxito dibujar unasonrisa.

    Laura sólo quería salir para escapar. Se

    halló de nuevo en el pasillo en penumbras. La

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    puerta se abrió y fue a dar directamente a lahabitación donde yacía el hombre.

    –¿Quiere verlo? No tenga miedo, mi niña. Y ahora su voz sonaba cariñosa. Con ternuralevantó la sábana.–Quedó igual, acérquese, señorita.

    Laura se acercó. Era un hombre joven, dormido, profun-damente dormido. Parecía estar lejos, muy

    lejos, en una región remota. Lucía tranquilo,como si soñara plácidamente; no debía serdespertado. Su cabeza estaba apenas hundidaen la almohada; sus ojos ciegos tras los párpa-dos cerrados. Se hallaba entregado a su sueño¿Qué podían importarle la esta en el jardín,las cestas, los encajes y los sombreros? Él estaba lejos de todas esas cosas. Estaba hermoso,maravillosamente bello.

    Mientras en la esta reían y la banda to-caba, al lado, en las casas de los pobres sucedía

    esta maravilla. Este hombre era feliz… Todo

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    está bien, decía este rostro. Así es como debeser. Estoy contento.

    A pesar de todo, hacía llorar. No podíamarcharse del cuarto sin decir algo. Lauraemitió un sollozo infantil fuerte. –Perdone por traer puesto este sombrero,dijo.

    Y esta vez no esperó a que la hermana deEm la guiase en su camino de regreso; pasó

    rauda por entre el grupo de personas que sehallaba en la puerta. En la esquina se reuniócon Laurie.

    Laurie surgió de la sombra. – ¿Eres tú,Laura?

    –Sí.–Nuestra madre está inquieta. ¿Todo estábien?–Sí, bastante bien. ¡Oh, Laurie! Tomó el

    brazo de su hermano y se inclinó sobre supecho.

    –¿Estás llorando, Laura?

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    Laura negó con las cabeza, pero estaba llo-rando. Laurie puso su cálido brazo alrededor desu hombro– ¿Te asustaste? –No, sollozó Laura.– Fue simplementemaravilloso. Pero, Laurie… Se detuvo, miró asu hermano. – ¿No te parece que la vida es…–titubeó. – La vida es…Pero qué era la vida,no podía explicarlo. No importa. Él lo había

    comprendido. –¿Te parece, querida?, dijo Laurie.

    Fin

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