Cuentos Oscar Wilde

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Libro de cuentos de Oscar Wilde.

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CUENTOS

Oscar Wilde

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CUENTOS

Oscar Wilde

Editorial Eras

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Editorial Eras

Depósito legal: MU: 100/2013

ISBN: 84 1234 123456

© Copyright Oscar Wilde

Primera Edición 2013

Diseño y maquetación: Juan Manuel Carbonell Lorca

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El crimen de Lord Arthur Saville ..........................................................9El fantasma de Canterville ..................................................................43El príncipe feliz ..................................................................................75Biografía .............................................................................................87

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Oscar Wilde

EL CRIMEN DE LORD ARTHUR SAVILLE

CAPITULO I

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de la Pas cua, y Bentinck-House estaba más concurrida que nunca.

Seis miembros del gabinete vi nieron directamente una vez termi-nada la interpelación del con todas sus condecoraciones y bandas. Las mujeres bonitas lucían sus atuendos más elegantes y visto sos, y al final de la galería de re tratos, se encontraba la princesa So fía de Carl-sruhe, una señora gruesa, de tipo tártaro, con unos pequeños ojos ne-gros y unas esmeraldas mag níficas, hablando con voz aguda en mal francés y riendo sin mesura todo cuanto le decían. En realidad aquello era una espléndida mesco lanza de personas: Altivas esposas de pares del reino charlaban cortés mente con violentos radicales. Pre dicadores populares se codeaban con célebres escépticos. Todo un grupo de obispos seguía, de salón en salón, a una corpulenta prima En la esca-lera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, dis frazados de artistas, y dicen que el comedor se vio por un momento lleno de genios. En una palabra, era una de las veladas de mayor éxito de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media de la noche.

Inmediatamente después de su partida, lady Windermere regre-só a la galería de retratos, donde un fa moso economista explicaba, con aire solemne, la teoría científica de la música a un indignado hún-garo; y comenzó a hablar con la du quesa de Paisley.

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Lady Windermere lucía extraor dinariamente bella, con su gar-ganta marfilina y de líneas delicadas, sus grandes ojos azules, color miosotis, y los bucles de sus cabellos dorados. Cabellos de oro puro, no de esos que tienen un tono pajizo que hoy usurpan la hermosa de-nominación del oro, cabellos que parecían teji dos con rayos de sol o bañados en ámbar, cabellos que encuadraban su rostro como un nim-bo de santa, con la fascinación de una pecadora. Se prestaba a un in-teresante estudio psicológico. Desde muy joven, des cubrió en la vida la importantísi ma verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como la indis creción y, por medio de una serie de escapatorias arries-gadas, inocen tes por completo la mitad de ellas, adquirió todas las ventajas de una definida personalidad. Había cam biado más de una vez de marido. En la de Debrett, apa recían tres matrimonios a su cré-dito, pero como no cambió nunca de amante, el mundo dejó de mur-murar en sordina sus escándalos. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y la dominaba aquella pasión desordenada por los placeres que constituye el secreto para conservarse joven.

De repente miró ansiosa a su al rededor por el salón, y dijo con una voz clara de contralto:

-¿Dónde está mi quiromántico? -¿Tu qué, Gladys? -exclamó la duquesa con un estremecimiento

involuntario.-Mi quiromántico, duquesa. Ya no puedo vivir sin él.-¡Querida Gladys, tú siempre tan original! -murmuró la duque-

sa, intentando recordar lo que era en realidad un quiromántico, y con fiando en que no podía ser lo mis mo que un pedicuro.

-Viene a verme la mano dos ve ces por semana, con regularidad -continuó lady Windermere- y es muy interesante lo que estudia en ella.

“¡Dios mío! -pensó la duque sa-. Después de todo debe ser una especie de pedicuro de las manos. ¡Qué terrible! En fin..., supongo que será un extranjero. Así no re sultará tan atroz.

-Tengo que presentárselo. -¡Presentármelo! -exclamó la duquesa-. ¿Quieres decir que está

aquí?, y empezó a buscar su aba nico de carey y un chal de encaje viejo, preparándose para marchar en seguida.

-Claro que está aquí. No podría dar una sola reunión sin él. Me dice que tengo una mano puramente psí quica, y que si mi dedo pul-gar hu biese sido un poco más corto, sería una perfecta pesimista y ya estaría recluida en un convento.

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-¡Ah, sí! -exclamó la duquesa tranquilizándose-. Dice la buena ventura, ¿no es eso?

-Y la mala también -respon dió lady Windermere-, y otras co sas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peli gro, en tierra y por mar al mismo tiempo. De manera que tendré que vivir en globo, haciéndome subir la comida en una canastilla todas las tar-des. Eso está escrito aquí so bre mi dedo meñique o en la palma de la mano; ya no recuerdo dónde.

-Pero verdaderamente eso es ten tar a la Providencia, Gladys. -Mi querida duquesa, la Provi dencia puede resistir ya, a estas

altu ras, las tentaciones. Creo que cada quien debía hacerse leer la mano una vez al mes, con objeto de sa ber qué es lo que no debe hacer. Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar a míster Podgers en se-guida, iré yo misma.

-Iré yo, lady Windermere -dijo un joven alto y guapo que estaba presente y que seguía la conversa ción con una sonrisa divertida.

-Muchas gracias, lord Arthur, pero temo no le reconozca usted. -Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no se me escapará. Dígame únicamente cómo es, y dentro de un momento se lo traigo.

-¡Bueno! No tiene nada de qui romántico. Quiero decir... que no tiene nada misterioso, nada esotéri co, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una ca beza cómicamente calva y unas grandes gafas con montura de oro, un personaje entre médico de cabe-cera y abogado rural. Siento que sea así, pero no es mi culpa. ¡La gente es tan molesta! Todos mis pianistas tienen el tipo exacto de poetas, y todos los poetas, el de los pianistas. Recuerdo que la tempo rada pasa-da invité a comer a un horroroso conspirador, hombre que, según se decía, hizo polvo a una infinidad de gente, y llevaba cons tantemente una cota de mallas y un puñal oculto en la manga de la ca misa. ¿Cree-rán que cuando vino parecía un anciano clérigo, encan tador, y estuvo contando chistes toda la noche? La verdad es que estuvo muy diverti-do, y todo eso; pero yo me sentía terriblemente disilusiona da. Cuan-do le pregunté por su cota de mallas, nada más se rió, y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra... ¡Ah, ya está aquí míster Podgers! Bueno, míster Podgers, desearía que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley.. . Duquesa, tiene usted que quitarse el guante... No, no, el de la izquier da... el otro...

-Mi querida Gladys, realmente no creo que esto sea debido -repli có la duquesa desabrochando, dis plicente, un guante de cabriti-lla, bastante sucio.

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-Lo que es interesante nunca está bien -dijo lady Winderme-re- Pero debo presentarla, duquesa de Paisley... Como diga usted que tiene un mon te en la luna más desarrollado que el mío, no volveré a creer en usted.

-Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano -in tervino la duquesa en tono solemne.

-Mi señora está en lo cierto -contestó míster Podgers, echando un vistazo sobre la mano regordeta de dedos cortos y cuadrados. El monte de la luna no está desarrolla do. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca... gracias... tres rayas clarísimas sobre su Vivirá hasta una edad muy avanzada, du-quesa, y será en extremo feliz... Ambición muy mo derada, línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón...

-Sea usted discreto míster Pod gers -interrumpió lady Winder-mere.

-Nada sería tan agradable para mí -respondió míster Podgers, in-clinándose-, si la duquesa diese lu gar a ello; pero siento tener que ad-mitir que descubro una gran cons tancia en el afecto, combinada con un sentimiento arraigadísimo del deber.

-Siga usted míster Podgers -di jo la duquesa, complacida.-La economía no es una de sus menores cualidades -continuó

mís ter Podgers, y lady Windermere em pezó a reír.-La economía es un buen há bito -afirmó la duquesa, asintien do-,

cuando me casé con Paisley tenía once castillos, y ni una sola casa en condiciones de vivirse.

-Y ahora tiene doce casas, ni un solo castillo -exclamó lady Win-dermere.

-Bueno, querida -añadió la du quesa-, me gusta...-El confort -dijo míster Pod gers-. Y los adelantos modernos, y el

agua caliente instalada en todos los dormitorios. Mi señora está en lo cierto. El confort es lo único que nuestra civilización nos puede dar.

-Ha descrito usted admirable mente el carácter de la duquesa, mís ter Podgers, y ahora tiene usted que decirnos el de lady Flora -y res pondiendo a un gesto de cabeza de la sonriente anfitriona, una mucha cha alta, con cabellos de color de arena dorada, muy escocesa, de hom bros cuadrados, salió de detrás del sofá con un andar desma-ñado, y tendió su mano larga, huesuda, y de dedos espatulados.

-¡Ah! ¡Una pianista!, ya veo -exclamó míster Podgers-, una exce-lente pianista pero quizá ape nas musical. Muy reservada, muy honra-da, y con un gran cariño por los animales.

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-¡Eso justamente! -exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Windermere-. ¡Absolutamente cier to! Flora tiene dos docenas de pe-rros Collie en Macloskie, y conver tiría nuestra casa de campo en una si su padre se lo con sintiese.

-Bueno, eso es lo que hago yo con mi casa todos los jueves en la noche -dijo riendo lady Winder mere-, nada más que a mí me gus tan más los leones que los perros Collie.

-Ese es su error, lady Winder mere -murmuró míster Podgers-haciendo una pomposa reverencia.

-Si una mujer no puede prestar encanto a sus errores, entonces no es más que una simple hembra -fue la contestación-. Pero deberá usted leer más manos para divertirnos. Venga acá, sir Thomas, ensé-ñele la suya a míster Podgers. -Y un origi nal tipo de anciano, ataviado con un jaqué blanco, se aproximó presen tando una gruesa mano tos-ca, cuyo dedo medio era notablemente alar gado.

-Una naturaleza de aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y otro por venir. Se ha encontrado en tres naufragios. No, sólo en dos; pero está en peligro de un naufra gio en su próximo viaje. Es un con-vencido conservador, muy puntual y con una verdadera pasión por co leccionar curiosidades. Padeció una seria enfermedad entre los die-ciséis y los dieciocho años. Heredó una gran fortuna alrededor de los trein ta. Gran aversión a los gatos y a los radicales.

-¡Extraordinario! -exclamó sir Thomas-. Debe leer también la mano de mi esposa.

-Su segunda esposa -dijo tran quilo míster Podgers, mientras te-nía aún la mano de sir Thomas entre las suyas-. Su segunda esposa; encan tado.

Pero lady Marvervel, una mujer de aire melancólico, de pelo castaño y pestañas sentimentales, se negó ro tundamente a exponer su pasado o su futuro; y pese a los esfuerzos de lady Windermere, no pudo conven cer a monsieur de Koloff, el emba jador de Rusia, ni si-quiera a sacarse los guantes. La verdad es que mu chas personas pare-cían tener miedo a ponerse frente a aquel hombreci llo extraño, y de sonrisa estereoti pada, de ojos como cuentas brillan tes detrás de sus lentes sostenidos por montura dorada; y cuando dijo a la pobre lady Fermor, frente a to dos los presentes, que no le intere saba la música en lo más mínimo, pero que le interesaban en extremo los músicos, todo el mundo se dio cuenta de que la quiromancia era una ciencia demasiado peligrosa, una ciencia que no debería alentar se, excepto en un muy íntimo.

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Sin embargo, lord Arthur Saville, que no se enteró de la tris-te anéc dota de lady Fermor, y que había estado observando a míster Podgers con gran interés, se sentía lleno de una inmensa curiosidad por que le leyesen su mano, pero al mismo tiem po algo avergonzado de ser él mis mo quien se ofreciese a ello, cruzó el salón para acercarse al lugar don de se encontraba lady Windermere, y encantadoramente ruborizado, le preguntó si creía que míster Podgers no iba a negarse a leer su mano.

-Claro que no se negará -dijo lady Windermere-, para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, son leones amaestrados, y saltan a través de aros cuando se los ordeno. Pero debo advertirle antes, que le voy a decir todo a Sybil. Va a venir a almorzar conmigo mañana, vamos a hablar de sombreros, y si míster Podgers encuentra que us-ted tiene mal genio, o tendencia a padecer de gota, o una esposa que vive bn Bays water, se lo contaré todo. Lord Arthur sonrió moviendo la cabeza:

-No temo a nada -dijo-, Sybil me concce tan bien corno la conoz-co yo a ella.

-¡Ah!, me siento un poco decep cionada de oírle a usted eso. El de-bido fundamento, para un buen ma trimonio, es la mutua incompren-sión. No, no soy nada cínica, nada más he adquirido experiencia que, sin embargo, viene a ser lo mismo. Míster Podgers, lord Arthur Savi-lle se muere porque le lea usted la mano. No vaya usted a decirle que está comprometido con una de las muchachas más bellas de Londres, porque ya eso se publicó en el hace un mes.

-Querida lady Windermmere -di jo la marquesa de Jedburgh-, per mita que míster Podgers se quede otro rato más. Me acaba de decir que yo debería figurar en la escena y estoy tan interesada...

-Si le ha dicho eso, lady Jed burgh, me lo voy a llevar de aquí. Venga acá míster Podgers, y lea la mano de lord Arthur Saville.

-Bueno -replicó lady Jedburgh, haciendo un pequeño y le-vantándose del sofá-, si no me de jan figurar en la escena, por lo me nos me dejarán formar parte del público.

-Claro; todos vamos a formar parte del público -dijo lady Win-dermere-. Y ahora míster Podgers, no deje de decirnos algo agradable. Lord Arthur es uno de mis favori tos privilegiados.

Pero cuando míster Podgers vio la mano de lord Arthur, palide-ció notablemente, y no dijo nada. Un estremecimiento pasó por él, y sus espesas cejas se fruncían nerviosas, denotando aquella irritabilidad que se apoderaba de 61 cuando se sen tía perplejo. Entonces aparecie-

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ron unas gotas de sudor en su frente amarillenta, semejaban un rocío malsano, y sus gruesos dedos esta ban fríos y pegajosos.

A lord Arthur no escaparon estos síntomas de agitación y ansie-dad, y por primera vez en su vida, sintió miedo. Su primer impulso fue el de escapar de aquel salón, pero se con tuvo. Era mejor conocer la verdad, aunque fuese lo peor, fuese lo que fuese, que quedar en una odiosa incertidumbre.

-Estoy esperando, míster Pod gers -dijo.-Todos estamos esperando -ex clamó lady Windermere, con aque-

lla manera brusca e impaciente que la caracterizaba. Pero el quiroman-tico no contestó palabra.

-Creo que Arthur también de bería estar en la escena -dijo lady Jedburgh y claro, eso, después de su regaño, míster Podgers teme de-círselo.

De pronto míster Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur, y le tomó la izquierda, inclinándose tanto para examinarla, que los aros dorados de sus lentes casi la toca ban. Por un instante su rostro pa reció una blanca máscara de horror, pero en seguida recobró su y mirando a lady Winder mere, dijo con una sonrisa forzada:

-Es la mano de un joven encan tador.-¡Por supuesto que sí! -replicó lady Windermere-, ¿pero será tam-

bién un esposo encantador? Eso es lo que quiero saber.-Todos los jóvenes encantado res, lo son -dijo míster Podgers. -Yo no creo que un esposo deba ser tan fascinante -murmuró

lady Jedburgh con aire pensativo-, es tan peligroso. . .-Criatura querida, nunca son tan fascinantes como para eso

-contes tó lady Windermere- pero lo que yo quiero saber son detalles. Los detalles son lo único que interesa. ¿Qué es lo que le va a pasar a lord Arthur?

-Bueno, en los próximas meses, lord Arthur va a hacer un via-je...

-¡Oh por supuesto, su luna de miel!-Y va a perder a un familiar. -¡No a su hermana! ¿Verdad? -excla-

mó lady Jedburgh, con tono de voz lastimero.-Desde luego que a su hermana no -contestó míster Podgers, con

un despreciativo gesto de la mano-; se trata de un familiar lejano.-Bien, pues yo estoy muy des ilusionada -añadió lady Winderme-

re-. No tengo absolutamente nada que contarle a Sybil mañana. A nadie le importan los parientes leja nos hoy día. Ya hace años que pa-saron de moda. No obstante, creo que será mejor que tenga a mano un vestido de seda negra; siempre es útil para ir a la iglesia; usted

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sabe... Y ahora pasemos a cenar. De seguro que ya se habrán comido todo; pero quizá todavía encontre mos algo de sopa caliente. Frangois solía hacer una sopa excelente, pero ahora está tan ocupado con la po-lítica, que ya no estoy segura de lo que hace. Ojalá que el general Bou-langer se esté tranquilo. Duquesa, ¿no está usted cansada?

-Para nada, querida Gladys -contestó la duquesa, dirigiéndose hacia la puerta-. Me he divertido muchísimo, y el quie ro decir, el quiromántico, es extra ordinariamente interesante. Flora, ¿dónde esta-rá mi abanico de carey?, ¿y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, sir Thomas, muy amable-. Y la importante dama por fin bajó las escale-ras, no sin haber dejado caer dos veces su pomo de sales aro máticas.

Durante todo ese tiempo, lord Arthur Saville había permane-cido en pie junto a la chimenea, con la misma sensación de temor y ron aquel malestar del que siente aproxi mársele algo malo. Sonrió con tris teza a su hermana que pasó a su lado tomada del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa en su vestido de brocado rosa y adornada con perlas. Casi no oyó a lady Win dermere cuando le llamó para que la siguiese. Pensaba en Sybil Mer ton, y la idea de que algo pudiese in-terferirse en su amor, hacía que las lágrimas nublasen sus ojos.

Podría decirse, al mirarle, que Némesis había arrebatado a Pa-llas su escudo, y le había mostrado la cabeza de la Gorgona Parecía pe trificado y su fisonomía triste seme jaba tallada en mármol. Hasta en tonces vivió una existencia llena de lujo, con los detalles dei sibari-ta, tal como correspondía a un joven de su rango y fortuna; una vida per fecta por verse libre de preocupa ciones deprimentes, amparada por su hermosa y juvenil y era ahora cuando se daba cuenta, por prime-ra vez, del terrible miste rio del destino y el horrendo signi ficado del mismo.

¡Todo ello le parecía enloquece, dor y monstruoso! ¿Sería posible que en su mano se hallase escrito, en caracteres que él no podía des-cifrar, algún pecado secreto, o el signo de algún crimen sangriento? ¿No existiría la fórmula para poder esta par a todo aquello? ¿No sería posible que fuésemos superiores a las piezas de ajedrez, movidas por un poder oculto? ¿Recipientes que el alfarero moldea a su gusto para que sean alabados o despreciados? Su razón se revelaba contra esto, y sin embargo, percibía que una tragedia estaba suspendida sobre su existencia, y que inopinadamente ha bía sido destinado a soportar una carga intolerable. ¡Los actores tie nen tanta suerte! Pueden elegir en tre aparecer en una tragedia o un sainete, entre sufrir o ser felices, reír o derramar lágrimas. Pero en la vida real es muy distinto. La mayoría de los hombres y las mujeres se ven forzados a desempeñar papeles para

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los cuales no están capacitados. Nuestros Guildenstern desempe ñan papeles de Hamlet, o nuestros Hamlet tienen que hacer bufonadas como el príncipe Hal. El mundo es un escenario, pero el reparto de la obra está mal hecho.

De repente míster Podgers entró al salón. Cuando vio a lord Arthur se detuvo, y su rostro rudo y redon do se hizo de un verde amarillen to. Los ojos de los dos hombres se encontraron, y por un momento per manecieron silenciosos.

-La duquesa ha olvidado uno de sus guantes aquí, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve -dijo por fin míster Podgers-. ¡Ah, ahí lo veo, en el sofá! Buenas noches.

-Míster Podgers, le pido que conteste inmediatamente a una pre gunta que deseo hacerle.

-Será en otra ocasión, lord Ar thur, pero la duquesa está impa-ciente. Creo que debo retirarme.

-No se irá, la duquesa no tiene ninguna prisa.-A las damas no se las debe ha cer esperar, lord Arthur -contestó

míster Podgers con su sonrisa des agradable-. El bello sexo es dado a la impaciencia.

Los labios finamente cincelados de lord Arthur hicieron un pe-tulante gesto de desprecio. La pobre duque sa le parecía no tener im-portancia en aquellos instantes. Cruzó el sa lón para acercarse al lugar donde míster Podgers permanecía en pie, y extendió su mano.

-Dígame lo que ha visto ahí -dijo-. Dígame la verdad. Debo sa-berla. No soy un niño.

Los ojos de míster Podgers pesta ñearon tras sus lentes dorados, y descansaba, ya en un pie, ya en otro, con un aire perplejo, mientras sus dedos jugaban nerviosos con la des lumbrante cadena de su reloj.

-¿Qué le induce a pensar que he visto algo especial en su mano, lord Arthur, que no sea lo que ya le he dicho?

-Sé que es así, e insisto en que me diga lo que es. Le pagaré. Le daré un cheque por cien libras.

Los ojos verdes brillaron por un momento, y después se torna-ron sombríos.

-¿Guineas? -preguntó míster Podgers en voz baja.-Claro. Le enviaré un cheque mañana. ¿A qué club pertenece?

-No pertenezco a ninguno. Bue no, es decir, por el momento -y sa-cando de la bolsa de su chaleco una cartulina con borde dorado, mís-ter Podgers la entregó a lord Arthur, con una profunda inclinación. En ella se leía: -Mi horario es de diez a cuatro -murmuró míster Pod-gers, mecá nicamente- y hago rebajas cuando se trata de una familia.

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-Dése prisa -contestó lord Ar thur, que se veía muy pálido, ex-tendiendo su mano.

Míster Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y co-rriendo el pesado sobre la puerta, dijo:

-Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente. -Dése prisa, señor -replicó lord Arthur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.

Míster Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una peque ña lente de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.

-Estoy listo -dijo.

CAPITULO II

Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos desorbitados por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamen-te de Bentinck House, abriéndose paso a través de los grupos de co-cheros y lacayos, envueltos en sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas que rodeaban la plaza, par-padeaban sacudidos por el viento cortante; pero las manos de lord Ar-thur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego. Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un borracho. Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendi-go que salió inclinado del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al darse cuenta de que existía una miseria mayor que la suya. Por un momento, al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus labios temblorosos.

¡Asesinato! eso es lo que el qui romántico había visto. ¡Asesinato! Parecía como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las calle-jas parecían desbordar aquella acu sación que le gesticulaba desde los tejados de las casas. Fue primero al parque, donde el sombrío bosca-je le atraía. Se apoyó exhausto contra la verja, refrescando su frente con tra el metal húmedo, y escuchando el trémulo silencio de los ár-boles. ¡Asesino, asesino!, se repetía, como si dirigiéndose a sí mismo la acu sación, pudiese disminuir el horror del vocablo. El sonido de su

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propia voz le hacía estremecerse, y sin em bargo, deseaba que el eco le escu chase, y pudiese despertar a la ciu dad adormecida por sus sueños. Sen tía un loco deseo de detener al vian dante, y contarle todo.

Entonces cruzó hacia la calle Ox ford, y estuvo vagando por callejo nes estrechos y llenos de ignominia. Dos mujeres con los ros-tros pinta dos se burlaron de él cuando pasó a su lado. De un patio sórdido y oscuro llegaban los ruidos mezcla dos con juramentos y gol-pes, a los que seguían gritos estridentes amontonados, sobre los esca-lones húmedos de un zaguán, vio las for mas de cuerpos encorvadas, venci dos por la miseria y la decrepitud. Un extraño sentimiento de piedad le sobrecogió. ¿Habrían sido aque llas criaturas del pecado y de la miseria predestinadas a semejante final, como él lo era ahora al suyo? ¿Eran ellos como él, sólo títeres den tro de un espectáculo mons-truoso?

Y no obstante, no fue ese miste rio, sino la comedia del sufri-miento, lo que le hería más; su total inuti lidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente le parecía todo!

¡Qué ausencia total de armonía! Se encontraba estupefacto ante la discrepancia reinante entre el opti mismo superficial del momento y los hechos reales de la existencia... El era aún demasiado joven.

Al poco rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La cal zada silenciosa semejaba una larga cinta de plata brillante, inte-rrumpida aquí y allá por los arabescos de las sombras que se proyecta-ban me ciéndose sobre ella. A lo lejos se veía la curva dibujada por una hile ra de farolas cuyos mecheros de gas parpadeaban constantemente, y dete nido a la puerta de una casa rodea da por tapias, estaba un con su cochero dormido dentro.

Apresuradamente atravesó en di rección a la Plaza Portland, miran do de vez en cuando a su alrededor, como temiendo que le si-guiesen. En la esquina de la calle Rich estaban dos hombres leyendo un pequeño aviso en una cartelera. Un descono cido impulso de cu-riosidad se apo deró de él, y se acercó al lugar. Al aproximarse, la pala-bra “Asesina to”, impresa en letras negras, se presentó a sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de un aviso ofre ciendo una recompensa por cual quier informe que facilita-se la aprehensión de un hombre de me diana estatura, entre treinta y cua renta años, que llevaba un sombre ro flexible, chaqueta negra, pan-talón a cuadros, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repe tidas veces, y se preguntaba si al fin aprehenderían al malhechor, y también se sintió perplejo por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el momen to en que su propio nombre se

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viese aparecer sobre las paredes de Lon dres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.

No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma impreci sa, haber estado vagando a través de un laberinto de casas sór-didas. Y ya era un amanecer radiante cuan do se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras caminaba lenta mente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros, con blusones blancos, sus alegres rostros tostados por el sol, sus hir sutos y rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y su jetándose a sus crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiqui llo mofletudo, que lucía en su som brero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo vocinglero, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado de una flor maravi llosa. Lord Arthur se sintió profun damente conmovido sin poder expli cárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le cau saba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus vo ces bron-cas, llenas de buen humor, y sus movimientos reposados, ¡qué distinta debían ver a esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado noc turno y del humo del día, una ciu dad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyec ción, del impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre ho rrorosa, de todo lo que se hace y se aniquila de la mañana a la noche. Es posible que para ellos sólo repre sentase un mercado donde traían a vender sus frutos, donde permane cían, cuan-do mucho, unas horas, abandonando las calles todavía si lenciosas, y las casas aún dormidas.

Sintió cierto placer al verles pa sar. En su rudeza, con sus zapato-nes claveteados y sus maneras tor pes, conllevaban en sí algo de la an-tigua Arcadia. Los sentía cerca de la Naturaleza, y que ella les había en señado a vivir en paz. Les envidiaba por todo lo que desconocían e igno raban. Cuando llegó a la Plaza Bel grave, el cielo tenía un pálido tinte azul, y los pájaros comenzaban a gorjear en los jardines.

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CAPITULO III

Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba en su habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue a mirar por el ven tanal. Una neblina de calor flota-ba sobre la ciudad y los tejados de las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que el aire agitaba en la plaza, los ni-ños correteaban y se perseguían como mariposas blancas, y las ace ras se veían llenas de gente dirigi¿n dose hacia el parque. Nunca le ha bía parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente al mal, tan re moto.

Poco después su criado entró tra yéndole en una bandeja una taza de chocolate. Después de beberla, des corrió un pesado portiére , de felpa color durazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a través de unas delgadas lose tas de ónix transparente, y el agua en la bañera de mármol tenía los reflejos del ágata lunar.

Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría lle-gaba a su cuello y a los cabellos, -zam bulló completamente la cabeza bajo el agua, como queriendo borrar la mancha de algún recuerdo humi llante. Al salir del baño se sentía casi en paz y sereno. La deli-ciosa sensación física de aquel momento le dominaba por completo, como ocurre frecuentemente en las natu ralezas finamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, pueden purificar o destruir.

Terminado el desayuno, se exten dió sobre un diván y encendió un cigarrillo. En la repisa de la chime nea, revestida de un fino brocado antiguo, descansaba una gran foto grafía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La cabeza pequeña, de forma preciosa, se inclinaba hacia un lado, como si su delicado cue-llo, a manera de un tierno junco, no pudiese soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligera mente entreabiertos, y parecían es tar hechos para cantar las más dul ces melodías; y toda la tierna pure za de la juventud se asomaba mara villada en sus ojos soñadores. Con su suave vestido de ysu abanico en forma de una gran hoja, evocaba una de esas delica das figurillas que el hombre ha en contrado en los bos-ques de olivas cerca de Tanagra; y había algo de la gracia griega en su gesto y su actitud. Sin embargo, ella no era tan estaba perfectamente proporcionada -cosa rara en una época en que tantas mujeres, o so-brepasan las proporciones naturales o son insignificantes.

Ahora, al mirarla, lord Arthur sin tió que le invadía esa lástima que nace del amor. Se daba cuenta de que casarse con ella, teniendo la amenaza del crimen sobre su cabeza, sería una traición como la de

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Judas, un pecado más terrible que cual quiera de los cometidos por los Bor gia. ¿Qué clase de felicidad podría existir para ellos, cuando en cual quier momento él iba a verse impe lido a cumplir la horrorosa profecía escrita en su mano? ¿Qué clase de vida iba a ser la suya, mien-tras el destino sostuviera su suerte angus tiosa en su balanza? El ma-trimonio debería posponerse, costase lo que costase. Se sentía com-pletamente resuelto a hacerlo así. Aunque ama se ardientemente a esta muchacha, y el simple roce de sus dedos cuan do estaban sentados uno junto al otro, le causaba una exquisita sen sación de placer. Reconocía, no obs tante, con toda claridad, cuál era su deber y se daba perfecta cuenta de que no tenía derecho a casarse, mientras no hubiese come-tido el ase sinato.

Una vez realizado esto, se presen taría ante el altar con Sybil Mer-ton, para poner su vida entre sus manos ya libre del terror de ir a co-meter una mala acción. Entonces podría tomarla en sus brazos con la seguri dad de que ella nunca iba a aver gonzarse de él. Pero primero, la rea lización de aquello era imperiosa; y mientras más pronto, mejor para ambos.

Muchos hombres en su situación hubieran optado por el sen-dero flo rido del goce, que subir los abrup tos caminos del deber. Pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por en-cima de los principios. En su amor había algo más que una simple pasión, y Sybil simbolizaba para él todo lo que es bueno y noble. Al pronto sintió una repugnancia natural con tra aquello para lo cual el destino lo había señalado, pero al poco tiem po esa sensación había desapareci do. Su corazón le decía que no se trataba de un pecado, sino de un sacrificio; su mente le recordaba que no le quedaba abierto otro ca mino. Tenía que escoger, entre vivir para sí mismo o vivir para los de más, y aunque para é1 la tarda a realizar fuese terrible, sabía, sin em bargo, que no le era dado permitir que el egoísmo triunfase sobre el amor. Tarde o temprano todos esta mos llamados a resolver entre lo que se debe, o lo que conviene ha cer. Para lord Arthur, ese momento llegó temprano a su vida, antes de que su ser hubiese sido deformado por el cinismo calculador de la edad madura, o su corazón corroído por el superficial egoísmo tan de moda en nuestros días, y no se sen-tía titu bear’ante el cumplimiento de su de ber. También por fortuna, para él, su carácter no era el de, un soñador, o un ocioso diletante. Si hubiese sido así, habría dudado como Ham let, y dejado que la falta de reso lución echase a perder sus propósi tos. Pero él era esencialmen-te práo tico. La vida, a su juicio, significaba acción, más que reflexión. Poseía aquello que es lo más raro; el sen tido común.

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Las sensaciones de cruel angustia pasadas la noche anterior, ya habían desaparecido por completo, y era casi con un sentimiento de vergüen za que recordaba aquel vagar por las calles, y la ansiedad emo-cional que le tuvo atenazado. La misma sinceridad de su sufrimiento hizo que todo le pareciese ahora irreal. Se preguntaba cómo pudo ha-ber sido tan tonto de disparatar y sen tirse tan fuera de sí por lo que era inevitable. Lo único que todavía le perturbaba era el ignorar quién iba a desaparecer, y no era tan ingenuo como para no saber que el crimen, al igual que las religiones del mun do pagano, exigen una víctima y un sacerdote para el sacrificio. £1, pues to que no era un genio, no tenía enemigos, y además se daba cuen ta de que éste no era el momento para satisfacer un rencor o una an tipatía, ya que la misión en que es-taba comprometido era de una gran de y profunda solemnidad. Así pues, formó una lista con los nombres de sus amigos y parientes, en la hoja de un cuaderno de apuntes, y ha biéndola examinado detenida-mente, decidió en favor de lady Clementi na Beauchamp, una anciana encan tadora que vivía en la calle Curzon, prima segunda por parte de su ma dre. Siempre tuvo un gran afecto hacia lady Clem, como la lla-maban todos; además él, por su parte, era muy rico, pues al llegar a su mayo ría de edad, entró en posesión de la fortuna heredada de lord Rugby, y teniendo esto en cuenta, a nadie le sería posible imaginar que él iba a obtener por la muerte de ella algu na vulgar ventaja pecu-niaria. En verdad, mientras más lo pensaba, más le parecía ser la per-sona indi cada. Su conciencia le estaba dicien do que cualquier demora significaba una injusticia hacia Sybil. Entonces se decidió a arreglarlo todo en se guida.

Lo primero que debía hacer era, por supuesto, saldar cuentas con el quiromántico. Inmediatamente se sentó frente a un pequeño escrito rio estilo Sharaton que estaba junto al ventanal, y extendió un cheque por ciento cinco libras, pagadero a la orden de míster Septi-mus Pod gers, y poniéndolo dentro de un so bre ordenó a su sirviente que lo llevase a la calle West Moon. En tonces telefoneó a sus coche-ras para que le enganchasen el hansom, y se vistió para salir. Al aban-donar la habitación se volvió a mirar la foto grafía de Sybil Merton y juró, pa sase lo que pasase, que nunca le de jaría saber lo que hacía por su bien, sino que mantendría siempre en su corazón el secreto de su sacrificio.

Camino al club Buckingham, se detuvo en una florería, y le en-vió a Sybil, una cestilla con preciosos nar cisos de pétalos blancos . y pistilos que parecían ojos de faisán. Al lle gar al club, se dirigió en se-guida a la biblioteca y tocando el timbre, pidió al mozo que le trajese

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una li monada y un libro sobre toxicolo gía. Había llegado a la conclu-sión de que era la mejor forma de llevar a cabo aquel enojoso asunto. Cual quier otra forma en que entrase la violencia personal le resultaba de pésimo gusto; además, le importaba sobremanera no matar a lady Clementina en forma que pudiese atraer la atención pública. Le ho-rrorizaba la idea de convertirse en la princi pal atracción de las reunio-nes de lady Windermere, o ver figurar su nombre en las columnas de socie dad, de cualquier periódico vulgar. También debía pensar en el padre la madre de Sybil, que eran gente astante anticuada, y quizá podrían poner objeciones al matrimonio si hubiese alguna sombra de escándalo sobre él, aunque se sentía seguro de que si les contaba to-das las circuns tancias del asunto, serían los prime ros en darse cuenta de los motivos que le habían impulsado a hacerlo. Le asistía toda la razón para deci dirse por el veneno. Era lo más se guro y lo más cauto, se realizaba en silencio, y se llevaba a cabo sin necesidad de escenas penosas, a las que, como la mayoría de los ingle ses, oponía profundos, grandes re paros.

De la ciencia de los venenos, sin embargo, no conocía absoluta-mente nada, y como le pareció que al mozo no le era posible encon-trar nada sobre este asunto en la biblioteca, más allá de la la re vista comenzó a buscar por sí mismo en los anaqueles, y por fin dio con una edición de la lujosamente encuadernada, y un ejemplar de la de Erskine, editada por sir Mathew Reid, que era presidente del Cole-gio Real de Medicina, y uno de los más antiguos socios del club Buc-kingham, y que había sido elegido, por equivocación, en lugar de otro individuo; un que en fureció de tal manera al Comité, que cuando se presentó el verdadero propietario a ocupar su lugar, fue puesto en la lista negra por unani midad. Lord Arthur se sentía un poco confuso por los términos téc nicos que aparecían en los dos li bros, y comenzó a lamentar el no haber puesto mayor atención en el estudio de sus clá-sicos en Oxford, cuando en el segundo tomo de Ers kine se encontró con una muy in teresante y completa descripción so bre las propiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció que era exactamente la clase de veneno que necesitaba. Era rápido, sin lugar a dudas, casi in mediato en sus efectos; no produ cía dolor, y cuando se ingería en forma de una cápsula de gelatina, lo más recomendado por sir Ma thew, no tenía nada de sabor des agradable. Desde luego anotó en el puño de su camisa la cantidad que era necesaria para una dosis fatal, y volviendo a dejar los libros en su sitio, abandonó el club diri-giéndose hacia arriba de la calle St. James, al establecimiento de Pestle y Hum bey, los famosos químicos. Míster Pestle, que siempre atendía

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perso nalmente a la aristocracia, se mos tró bastante sorprendido ante su cliente, y con una actitud muy cor tés y deferente, murmuró algo acer ca de la necesidad de presentar una receta médica. No obstante, cuan do lord Arthur le explicó que lo que solicitaba era para ser usado en un gran mastín noruego del que tenía que deshacerse porque pre-sentaba ciertas manifestaciones de rabia y que ya había mordido dos veces a su cochero en la pantorrilla, se mostró completamente satis-fecho, y felicitó a lord Arthur por sus maravillosos conocimientos en materia de toxi cología.

Lord Arthur guardó la cápsula en una bonita de plata que había visto en el escaparate de una tienda en Bond Street, dese chando así la fea caja para píldoras del establecimiento Pestle y Hum bey, y se diri-gió en seguida a la casa de lady Clementina.

-Bien, -exclamó la anciana señora cuando le vio entrar al salón-. ¿Por qué no me has venido a ver en tanto tiempo?

-Mi querida lady Clem, ya no me queda tiempo para nada -con-testó lord Arthur sonriendo. -¿Tendré que creer, que tú an das todo el día con miss Sybil Mer ton comprando y hablan do tonterías? No acabo de entender por qué la gente le da tanta im portancia a eso de casarse. En mi tiempo nunca soñamos con tanto parloteo y tanto es-tarse arrullando en público, ni aun siquiera en pri vado.

-Le aseguro que no he visto a Sybil hace veinticuatro horas, lady Clem. Por lo que sé, creo que está ahora por completo en manos de sus sombrereras.

-Y por supuesto, ésa es la única razón por la cual has venido a ver a una mujer vieja y fea como yo. Me pregunto cómo es posible que vosotros los hombres no toméis nota. y aquí estoy, un pobre ser reumáti co, con una fachada falsa y con mal genio. Que si no fuese por la que rida lady Jansen, que me envía te das las peores novelas francesas que caen en sus manos, no creo que po dría pasar el día. Los doctores no sirven para nada, excepto para sa carnos sus honorarios. Ni siquiera pueden aliviarme el ardor de estó mago.

-Aquí le traigo un remedio que la curará de eso, lady Clem -dijo lord Arthur, muy serio-, es algo extraordinario, inventado por un americano.

-Creo no gustar de los inventos americanos, Arthur. Estoy segu-ra. He leído algunas novelas america nas últimamente, y eran bastante disparatadas.

-¡Ah, pero esto no es dispara tado en lo más mínimo, lady Clem! Le aseguro que es un remedio per fecto. Debe prometer que lo va a

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probar -y lord Arthur sacó de su bolsillo la pequeña caja, y se la en-tregó.

-Bueno, la cajita es encantadora, Arthur. ¿De veras me la obse-quias?, eres muy amable. ¿Y es ésta la me dicina maravillosa? Parece un Me la tomaré ahora mismo.

-¡Cielo santo! ¡Lady Clem! -gri tó lord Arthur deteniéndole la ma no-, no debe hacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendo ese ardor de estómago, le puede hacer un daño terrible. Espere a tener un nuevo ataque, y entonces lo toma. Se que dará sorprendida por los rápidos resultados.

-Me gustaría tomarlo ahora, replicó lady Clementina, soste-niendo contra la luz la pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante de aconitina-. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a los doctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mi próxima crisis.

-¿Y cuándo cree usted tenerla? -preguntó ansiosamente lord Ar-thur-. ¿Será pronto?

-Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muy mal. Pero una nunca sabe...

-¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque an tes del fin de mes, lady Clem?

-Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Ar-thur! De veras, Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, porque esta noche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comen ta los escándalos ni las novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostumbrada ahora, no podré man tenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, y muchas gracias por esa me dicina americana.

-¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? -dijo lord Arthur le-vantándose de su asiento.

-Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te es cribiré para decirte si quiero más.

Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensa-ción de inmenso alivio.

Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto se había visto envuelto en una situación terriblemente di-fícil, y de la cual ni el honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría que pos ponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicados compromisos, pues no era un hom-bre libre. Le imploró que tuviese confianza en él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero la paciencia era necesaria.

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La escena tuvo lugar en el inver nadero de la casa de míster Mer-ton, situada en Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybil nunca había pare cido ser más feliz, y por un momen to lord Arthur se sintió tentado de portarse como un cobarde, y escri bir a lady Clementina que le devol viera la píldora, y dejar que el ma trimonio se realizase, como si en el mundo no existiese el tal mís-ter Pod gers. Sin embargo, su buen juicio se impuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos. Aquella belleza que es tremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia. Pensó que des trozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses de pla cer, sería una mala acción.

Permaneció con Sybil hasta cer ca de la medianoche, consolán-dola y consolándose él al mismo tiempo. Muy temprano, a la mañana siguien te, salió rumbo a Venecia, después de haber escrito, en forma varonil, una carta muy caballerosa a míster Merton, explicándole el aplazamien to necesario de su matrimonio.

CAPITULO IV

En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acaba ba de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas deliciosas. En las maña nas paseaban por el Lido, o se des-lizaban en su larga góndola negra, sobre los verdes canales; en las tar-des recibían a sus visitas en el yate; y en las noches cenaban en Florian y fumaban incontables cigarrillos en la Piazza No obstante, lord Àr-thur no se sentía feliz. Todos los días leía atentamente la columna de defunciones en el Times, espe rando encontrar la noticia de la muerte de lady Clem, pero también todos los días quedaba desilusiona do. Empezó a temer que algún con tratiempo le hubiese sobrevenido, y con frecuencia lamentaba el haberla disuadido de tomarse la aconitina en aquel momento en que se mostró tan decidida a probar sus efec-tos. Además, las cartas de Sybil, aunque llenas de expresiones de amor, de confianza y ternura, con frecuencia tenían un tono triste y a veces pen saba que se había separado ya de ella para siempre.

Al término de dos semanas, lord Surbiton se cansó de Venecia, y de cidió seguir la costa bajando hacia Rávena, pues había oído de-cir que abundaba la cacería de volátiles en Pinetum. Al pronto lord

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Arthur se negó rotundamente a acompañarle, pero Surbiton, a quien estimaba pro fundamente, por fin le persuadió di ciéndole que si se quedaba en Da nielli solo, iba a caer muerto de tedio, y en la maña-na del 15 comen zaron a navegar con un fuerte vien to que soplaba del noroeste y un mar bastante picado. La travesía fue excelente, y la vida en cubierta y al aire libre, hizo volver los colo res a las mejillas de lord Arthur, pero ya cerca del día 22 comenzó a sentir ansiedad por no sa-ber nada de lady Clementina, y a pesar de las objeciones que le hizo Surbiton, re gresó a Venecia por tren.

Al salir de la góndola para poner pie sobre los escalones del ho-tel, el propietario salió a recibirle con un montón de telegramas. Lord Arthur casi los arrebató de su mano, abrién dolos precipitadamente. Todo había sucedido con éxito completo. ¡Lady Clementina había muerto de repente en la noche del día 17!

Su primer pensamiento fue para Sybil, y en seguida le puso un tele grama, anunciándole su regreso in mediato a Londres. Entonces le or denó a su ayuda de cámara que hi ciese su equipaje para tener-lo listo y salir en el correo de la noche, se arregló con sus gondoleros pagán doles el triple de la tarifa acostum brada, y subió a sus habitacio-nes con paso ligero y un corazón ale gre. Allí encontró tres cartas es-perándole. Una era de la misma Sybil, llena de comprensión afectuo-sa y dándole el pésame. Las otras eran de su madre, y del abogado de lady Clementina. Según parecía, la anciana señora cenó con la duque-sa aquella misma noche, tuvo seduci dos a todos por sus ocurrencias y su esprit, pero se había retirado a su casa, algo temprano, quejándose de ardor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su cama, aparentemente sin haber sufrido algún dolor. En seguida se había mandado llamar a sir Ma thew Reid, pero, por supuesto, ya no había nada que hacer, e iba a ser sepultada el día 22 en Beau champ Chalcote. Unos días antes de morir hizo su testamento, dejándole a lord Arthur. su pequeña casa de la calle Curzon, y todo su mobilia rio, sus objetos personales y los cuadros, excepto su colección de minia-turas, que deberían pasar a po der de su hermana, lady Margaret Ruf-ford, y su collar de amatistas, que había sido dedicado a Sybil Merton. El inmueble no valía gran cosa; pero míster Mansfield, el abo gado, manifestaba un deseo extremo de que lord Arthur regresase, a ser po-sible, en seguida, pues había que liquidar muchas cuentas, y lady Cle-mentina nunca había llevado su con tabilidad en forma ordenada.

Lord Arthur se sintió muy con movido al ver cómo lady Clemen-tina lo había recordado tan bonda dosamente, y comprendía que mís-ter Podgers era responsable por todo aquello. No obstante su amor por

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Sybil, domaba sobre cualquiera otra emoción, y el sentirse conscien te de que había cumplido con su deber, le daba paz y le prestaba valor. Cuando llegó a Charing Cross, se sentía perfectamente feliz.

Los Merton le recibieron con gran amabilidad. Sybil le hizo pro-meter que ya nunca permitiría que algo se interpusiese entre ellos, y la boda se fijó para el 7 de junio. De nuevo le pareció la vida luminosa y bella, y su acostumbrado buen humor vol vió a él.

Un día, sin embargo, mientras se encontraba en la casa de la calle Curzon, acompañado por el aboga do de lady Clementina, y de Sybil, quemando paquetes de cartas borro sas y vaciando cajones donde se fue ron guardando cachivaches viejos y otras bagatelas, de pronto la joven lanzó una exclamación alegre.

-¿Qué has encontrado, Sybil? -dijo lord Arthur levantando la vista de su tarea y sonriendo.

-Esta encantadora de plata, Arthur. ¿No es rara? Pa rece holan-desa. ¡Dámela! Sé que las amatistas no me favorecerán sino cuando haya pasado de los ochenta.

Era la caja que había contenido la cápsula de aconitina.Lord Arthur se estremeció, y un ligero rubor cubrió sus meji-

llas.Casi se había olvidado de lo que había hecho, y le pareció una

extra ña coincidencia que Sybil, por cuyo bien tuvo que pasar todas aque llas terribles ansiedades, hubiese sido la primera en traérselas a la memoria.

-Por supuesto que puedes que dártela. Yo se la regalé a lady Clem.

-¡Oh!, gracias Arthur; ¿y puedo también quedarme con el bom-bón? No sabía que a lady Clementina le gustasen los dulces. Creía que era demasiado intelectual.

Lord Arthur se puso intensamen te pálido, y una idea horrible cruzó por su mente.

-¿Bombón, Sybil? ¿Qué dices? -murmuró en voz baja y ronca. -Hay uno dentro; es todo. Pa rece viejo, está cubierto de polvo

y no me da la más mínima gana de comerlo. ¿Qué te pasa, Arthur? ¡Qué pálido estás!

La conmoción de aquel descubri miento superaba sus fuerzas, y ti rando la cápsula al fuego, se dejó caer en el sofá con un sollozo de desesperación.

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CAPITULO V

Míster Merton se mostraba muy contrariado con este segundo apla zamiento del matrimonio, y lady Ju lia, que ya había encargado su ves tido para la boda, hizo todo lo po sible para que Sybil rompiese su compromiso. Pero aunque Sybil amaba profundamente a su madre, había entregado su vida en manos de lord Arthur, y nada de lo que lady Julia pudiese decir iba a hacer vacilar su fe hacia él. En cuanto a lord Arthur, fueron muchos los días que necesitó para reponerse de aque lla terrible decepción, y por algún tiempo tuvo los nervios deshe-chos. Sin embargo, su excelente sentido común pronto se impuso, y su men te sana y práctica no le dejó titu bear por mucho tiempo acer-ca de lo que debería hacer. Ya que el ve neno había sido un completo fra caso, la dinamita, o cualquier otra forma de explosivo, era lo que de bería probar.

En consecuencia, volvió a exami nar la lista de amigos y parientes y, después de un cuidadoso examen, y de considerar detenidamente cada caso, llegó a la conclusión de volar a su tío, el deán de Chiches-ter. Hombre de gran cultura y saber, te nía una gran afición por los relojes, y era dueño de una magnífica colec ción de esos contadores del tiempo, desde los más raros fabricados en el siglo xv, hasta los de nuestros días, y esto le pareció una excelente co yuntura para llevar a cabo su plan. El dónde conseguir la máquina in fernal, ya era otra cosa. La Guía no le proporcionó nin guna información al respecto, y comprendía que de nada le iba a ser útil acudir a Scotland Yard en aquel sentido, pues parece que igno raban todo lo concerniente a las actividades de los dinamiteros hasta que no ocurría una explosión, y aún así permanecían más o menos en la misma ignorancia.

De repente se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven raso, de gran des tendencias revolucionarias, y a quien había conocido en casa de lady Windermere durante el invier no. Según parece, el conde Rouva loff se dedicaba a escribir una vida de Pedro el Grande, y había venido a Inglaterra con el fin de estudiar los documentos relacionados con la residencia del zar en aquel país, como carpintero de ribera; pero exis tía la sospecha, muy generalizada, de que se trataba de un agente nihi lista, e indudablemente la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que ése era el hombre que necesitaba para llevar a cabo sus propósitos, y una maîkana se di-rigió a su alojamiento en Bloomsbury, para pedirle consejo y ayuda.

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-¿Así es que usted está tomando en serio la política? -contestó el conde Rouvaloff, al terminar lord Arthur de explicarle el objeto de su visita.

Pero lord Arthur, que detestaba las baladronadas de cualquier cla se que fuesen, se sintió obligado a declarar que en él no existía el me nor interés por las cuestiones socia les, y que simplemente deseaba un aparato explosivo para un asunto privado y familar, en el cual na-die estaba implicado más que él.

El conde Rouvaloff le miró por unos instantes con asombro y, en tonces, viendo que la cosa iba en serio, escribió una dirección en un trozo de papel, puso sus iniciales, y se lo alargó por encima de la mesa.

-Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esta dirección, que rido amigo.

-Pues no la obtendrán -dijo lord Arthur riendo-, y después de es-trechar efusivamente la mano del joven ruso, bajó de prisa las escale ras leyendo lo escrito en el papel e indicando al cochero que se diri ese a la Plaza Soho. Al llegar allí o despidió y se fue caminando por la calle Greek, hasta llegar a una plazoleta llamada Bayle Court. Al pasar bajo la arcada se encontró en una especie de que apa rentaba estar ocupa-do por una la vandería francesa, pues de casa a casa, una verdadera red de cuerdas cargadas de ropa blanca se mecía, en el aire matinal. Fue caminando hasta el final del callejón, tocando en la puerta de una pe-queña vivienda pin tada de verde. Después de esperar un rato, durante el cual cada una de las ventanas se convertía en una masa informe de caras curiosas, la puerta le fue franqueada por un individuo de aire or-dinario y extran jero, que en mal inglés le preguntó qué era lo que se le ofrecía. Lord Arthur le hizo entrega del papel que el conde Rouvaloff le había dado, y el hombre, al terminar de exami narlo, haciendo una reverencia, le introdujo a un cuarto del primer piso, destartalado y triste. Poco des pués Herr Winckelkopf, como se le llamaba en Ingla-terra, entró apresu rado, con una servilleta al cuello, llena de manchas de vino, y un te nedor en la mano izquierda.

-El conde Rouvaloff me ha en tregado para usted estas líneas de presentación -dijo lord Arthur in clinándose-. Y tengo gran interés en entrevistarme con usted para un negocio. Mi nombre es Smith, mís ter Robert Smith, y quisiera que me vendiese un reloj de dinamita.

-Encantado de conocerle, lord Arthur -dijo el genial hombreci-llo alemán, riendo-. No se alarme us ted, es mi obligación el conocer a todo el mundo, y recuerdo haberle visto una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Gracia se encuentre bien. ¿No le importa

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sentarse conmigo mientras termino de desayunar? Hay un excelente mis amigos son tan amables que dicen que mi vino del Rhin es mejor que cualquiera de los que be ben en la embajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur se hubiese repuesto de su sorpresa por haber sido reconocido, se encontró sentado en la estancia del fondo, be biendo el más delicioso Marcobru ner, escanciado de un botellón don de se destacaba el monograma im perial; y hablando de la manera más amistosa con el famoso conspirador.

-Los relojes de dinamita -dijo Herr Winckelkopf- no son un buen artículo de exportación extranjera, ya que aun suponiendo que haya suerte en pasar las aduanas, el ser vicio de ferrocarriles es tan irre-gular, que por lo general explotan antes de llegar a su destino. Pero, sin embargo, si usted lo que desea es para taso doméstico, le puedo pro porcionar un excelente artículo, y garantizarle que los resultados ha brán de satisfacerle. Pero, ¿puedo preguntarle para quién es? Si es para la policía o para alguien rela cionado con Scotland Yard, me temo que no voy a poder ayudarle. Los detectives ingleses son nuestros me-jores amigos, y siempre he llegado a la concusión de que tomando en cuenta su estupidez, siempre pode mos hacer lo que queramos. No po-dría prescindir de ninguno de ellos.

-Le aseguro -dijo lord Ar thur- que el asunto no tiene nada que ver con la policía. La verdad es que. el reloj está destinado al deán de Chichester.

-¡Vaya, vaya!, nunca pude ima ginar que fuese usted tan exaltado en cuestiones religiosas. Hoy día pocos jóvenes se ocupan de eso.

-Creo que usted me sobreesti ma, Herr Winckelkopf -replicó lord Arthur sonrojándose- y en verdad no sé nada de teología.

-Entonces, ¿se trata de un asun to personal?-Puramente personal.Herr Winckelkopf se encogió de hombros, y abandonando la

habi tación, regresó al cabo de unos mi nutos, trayendo un cartucho de di namita, más o menos del tamaño de un centavo, en diámetro; y un pequeño reloj francés, muy bonito, rematado por una figura de la Li-bertad, pisoteando a la hidra del Despotismo.

La cara de lord Arthur se animó al verlo.-¡Es justamente lo que quiero! -exclamó- y ahora dígame cómo

se le hace funcionar.-¡Ah!, ése es mi secreto -dijo Herr Winckelkopf, contemplando

su invento con una mirada de orgu llo muy justificado-; dígame cuan-do quiere que explote, y yo ajustaré el mecanismo para el momento exacto.

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-Bueno..., hoy es martes, y si lo pudiese enviar en seguida... -Eso no va a ser posible; tengo entre manos una gran cantidad de

trabajos importantes para algunos amigos míos en Moscú. Sin embar-go, puedo enviárselo mañana.

-Está bien, habrá bastante tiem po -respondió lord Arthur cortés-mente- si lo envía mañana en la noche, o el jueves por la mañana. Para el momento de la explosión... digamos, el viernes a mediodía exac-tamente. El deán siempre se encuen tra en casa a esa hora.

-Viernes, a mediodía -repitió Herr Winckelkopf, y se puso a es-cribir una nota en un gran libro de registros, que estaba sobre un es-critorio, cerca de la chimenea.

-Y ahora -añadió lord Arthur levantándose de su asiento- le su-plico que me diga cuánto son sus h onorarios.

-Se trata de algo tan sin impor tancia, lord Arthur, que sólo le cobrar„ el costo de cada uno de los elementos: la dinamita vale siete chelines con seis peniques; la ma quinaria de relojería tres libras, y el porte unos cinco chelines. Me com place muchísimo servir a cualquier amigo del conde Rouvaloff.

-Pero, ¿y la molestia que usted se ha tomado, Herr Winckelko-pf?

-¡Oh, eso no es nada!, me da mucho gusto. Yo no trabajo por di-nero; yo vivo por completo para mi arte.

Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques so-bre la mesa, dio las gracias al alemán por su amabilidad, y habiendo lo grado declinar una invitación para conocer a algunos anarquistas en un té-merienda al siguiente sábado, abandonó la casa y se dirigió al parque.

Durante los dos días siguientes se sentía en un estado de agita-ción terrible y el viernes, a las doce, fue al Buckingham para esperar noti cias. Durante toda la tarde, el estó lido ujier se la pasó entregando te legramas de varias partes del país, dando los resultados de las carre-ras, informando sobre fallos de di vorcios, el estado del tiempo y asun-tos por el estilo, mientras la cinta telegráfica proporcionaba detalles te diosos acerca de la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes, y de un pánico pasajero, registrado en la Bolsa de Valores. A las cuatro de la tarde, llegaron los periódicos de la noche, y lord Arthur desapa-reció en la biblioteca, llevando con sigo el el y el provocando la indig-nación del coronel Goodchild, que deseaba leer los reportazgos so bre un discurso que él había pro nunciado durante la mañana en la sobre el asunto de las misiones en África del sur, y la conveniencia de con-tar con obispos negros en cada una de las provin cias, pues por alguna

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desconocida razón, no se fiaba del Ninguno de los periódicos, sin em-bargo, hacía mención, o daba algu na noticia referente a Chichester, y lord Arthur presentía que el aten tado seguramente había sido un fra caso. Esto resultaba para él un gol pe terrible, y sus nervios estaban tensos. Herr Winckelkopf, a quien fue a visitar al día siguiente, se vol-có en mil excusas rebuscadas, y se ofreció a conseguirle otro reloj gra-tis, o una caja de bombas de nitro glicerina al precio de costo. Pero ya había perdido la fe en los explo sivos, y el mismo Herr Winckel kopf reconoció que todo estaba tan adulterado, hoy día, que hasta la dina-mita era raro encontrarla pura. El alemancillo, no obstante, aun ad-mitiendo que algo marchó mal en el mecanismo, todavía guardaba es-peranzas de que el reloj explotaría, y citó el caso de un barómetro que envió en cierta ocasión al goberna dor militar de Odesa, el cual, aun habiendo sido puesto en la hora jus ta para que explotase en diez días, no llegó a realizarlo sino tres me ses después. Cierto era también, que cuando explotó, no logró más que volar en átomos a una sirvienta, ya que el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes, pero por lo menos demostró que la di namita, como fuerza destructora, era, bajo el control de una maquinaria, un agente poderoso, aunque no siempre puntual. Lord Arthur se sintió un poco consolado con estas reflexiones; pero también aquí su destino fue la desilusión, pues dos días después, al subir las escaleras, la duquesa lo llamó a su saloncillo privado, para mostrarle una carta que había recibido de la rectoría.

-Jane escribe cartas encantado ras -dijo la duquesa-; debes leer esta última. Es casi tan buena como las novelas que nos manda Mu-die.

Lord Arthur la arrebató rápida mente de sus manos. Decía lo si-guiente:

“Mi querida tía:”Mil gracias por la franela que me has enviado para la Dorcas

So ciety, y también por el percal. Estoy de acuerdo contigo en que es una tontería eso de que quieran lucir cosas bonitas, hoy día todo el mun do es tan radical e irreligioso, que es difícil hacerles comprender que no deben tratar de vestirse como la clase alta. Realmente no sé a dónde vamos a parar. Como dice papá, muchas veces en sus sermo-nes, vi vimos una época de descreimiento.

”No hemos divertido mucho con un reloj que un admirador anóni mo le envió a papá el jueves pasa do. Llegó de Londres, dentro de una caja de madera y con el porte pa gado; y papá cree que lo ha envia do alguien que ha debido leer su notable sermón: “¿Es la Licen-cia Li bertad?”, porque sobre el reloj hay una figura de mujer con la

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cabeza cubierta, por lo que papá dice que es un goro de la Libertad. A mí no me parece nada favorecedor, pero papá dice que es un símbolo histó rico; supongo que así es. Parker lo desempacó, y papá lo puso so-bre la repisa de la chimenea, y cuando estábamos todos sentados en la bi blioteca el viernes en la mañana, al momento de dar las doce, oímos un ruido como zumbido de alas, una pequeña bocanada de humo salió del pedestal, bajo la figura, ¡y la diosa de la libertad se cayó y se rompió la nariz en el borde de la parrilla! María se alarmó bastante, pero la cosa era tan divertida, que james y yo nos moríamos de risa, y hasta a papá le hizo gracia. Al exa minarlo vimos que se trataba de una especie de despertador, y que si se le marcaba una hora, y se ponía un poco de pólvora y un ful minante bajo el martillete, hacía un peque-ño estallido en el momento que se quisiese. Papá dijo que no debería quedar en la biblioteca, pues hacía mucho ruido, así es que Reggie se lo llevó al salón de cla ses, y todo el día se lo pasa hacien do con él pe-queñas explosiones. ¿No crees que le habría de gustar a Arthur tener uno igual a éste como regalo de bodas? Deben estar muy de moda en Londres. Papá dice que harían un gran bien, pues de muestran que la Libetard no puede durar, sino que debe sucumbir. Tam bién dice papá que la Libertad se inventó en tiempo de la Revolución Francesa. ¡Me parece horrible!

”Tengo que ir ahora a la reunión de la Dorcas Society, donde lee-ré tu carta, que resulta ser muy ins tructiva. ¡Qué cierta es tu opinión, querida tía, que dada la clase a que pertenecen, no deberían ponerse co sas que no les caen bien; y me pa rece, además, que su preocupa-ción por el traje es absurda, cuando exis ten tantas cosas que son más impor tantes en este mundo y en el otro. Me da mucho gusto saber que la popelina floreada te haya salido tan buena, y que tu encaje no se rompie se. El miércoles voy a lucir, en la reunión del obispo, el ves-tido de satín amarillo que tuviste la amabi lidad de regalarme; creo que se verá bien. ¿No tiene usted lazos, tía? Jennings dice que todo el mundo lleva ahora lazos, y que las enaguas deben teneú’volantes. Reg-gie acaba de hacer otra explosión, y papá ha ordenado que se lleven el reloj al establo. Creo que a papá ya no le gusta tanto como le gustó al prin cipio, aunque sí se siente muy hala gado de que le hayan enviado un juguete tan ingenioso. Esto demues tra que la gente lee sus sermo-nes y que sacan provecho de ellos.

”Papá te envía todo su cariño al cual se unen lames, Reggie y Ma ría, con la esperanza de que tío Ce cil esté mejorado de la gota. Créeme siempre, tía querida, tu amante so brina,

”JANE PERCY.

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PS. Infórmame acerca de los -lazos. Jennings insiste en decir que son la última moda.”

El aspecto de lord Arthur era tan serio y triste al terminar de leer la carta, que la duquesa comenzó a reír.

-¡Mi querido Arthur! -exclamó-, ¡ya no volveré a enseñarte cartas de ninguna joven!, pero, ¿qué le contesto sobre lo del reloj? Me parece un invento muy importante; creo que me gustaría tener uno.

-Pues yo no creo mucho en ellos -replicó lord Arthur con una sonrisa melancólica, y después de besar a su madre, salió de la alco-ba.

Al llegar a su habitación en el piso alto se dejó caer en un sofá, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Había hecho todo lo posible por cometer aquel asesinato, pero en ambas ocasiones fue un fracaso, y desde luego no por culpa suya. Estaba empeñado en cumplir con su deber, pero al parecer el destino le había traicionado. Se sentía depri-mido por una sensación de esterilidad en sus buenas intenciones y por la ineficacia de sus esfuerzos en tratar de llevar a cabo un acto hon-rado. Quizá fuese mejor romper de-finitivamente su compromiso de matrimonio. Sybil iba a sufrir, es cierto, pero el sufrimiento no podría, en realidad, inutilizar para siempre una naturaleza tan noble como la de ella. En cuanto a él, ¿qué im-portaba? Siempre habrá guerras en las cuales un hombre puede morir, una causa por la cual un hombre pue-de ofrecer su vida, y como la vida no le brindaba ya ningún aliciente, tampoco el morir le causaba terror. Sería mejor dejar que el destino determinase su suerte. Él no iba a hacer nada por modificarlo.

A las siete y media se vistió y fue al club. Surbiton estaba allí con un grupo de amigos, y se vio obligado a cenar con ellos. Su char-la trivial y sus bromas tontas no le interesaban, y tan pronto como sirvieron el café, pretextando un compromiso anterior, abandonó su compañía. Al salir del club, el ujier le entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf, pidiéndole que le visitase al día siguiente, para mostrar-le un paraguas explosivo, que operaba en el momento de abrirse. Era el último invento, y acababa de llegar de Génova. Rompió la carta en pedacitos. Estaba decidido a no recurrir ya más a nuevos experi-mentos.

Estuvo caminando a lo largo del parapeto del Támesis, y por mucho rato descansó sentado a la orilla del río. La luna se asomaba sobre las crestas de las nubes oscuras, como el ojo de un león, e innu-merables estrellas brillaban en la bóveda celeste como oro espolvorea-do en una cúpula. De vez en cuando un lanchón se deslizaba sobre

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las aguas cenagosas, siguiendo la corriente río abajo, y las señales de los ferrocarriles cambiaban de verde a rojo mientras los trenes corrían silbando sobre los puentes. Poco tiempo después se oyeron las doce desde la alta torre de Westminster, y a cada toque de su sonora cam-panada, la noche parecía estremecerse.

Más tarde desaparecieron las luces de los ferrocarriles, Y sólo quedó brillando un farol solitario, co-mo un gran rubí sostenido por un poste gigantesco, y el rumor de la ciudad se fue desvaneciendo.

Al dar las dos, lord Arthur se puso en pie y fue caminando hacia Blackfriars.

¡Encontraba todo tan irreal como si fuese un sueño extraño! Las casas en la orilla opuesta parecían surgir de las tinieblas. Se podría decir que la plata y las sombras daban forma a un nuevo mundo. La gran cúpula de San Pablo flotaba como un enbrme globo en la atmós-fera oscura.

Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, vislumbró a un hombre apoyado en el parapeto; ya cerca de él, aquel individuo levantó la ca-beza y la luz de gas cayó de lleno en su cara.

¡Era míster Podgers, el quiromántico!, no cabía equivocarse ante aquella cara regordeta y fofa, los anteojos de montura dorada, la débil sonrisa enfermiza, la boca sensual.

Lord Arthur se detuvo, una idea luminosa vino a su mente, y deslizándose con pasos cautos a su espalda, en un instante tuvo suje-to por ambas piernas a míster Podgers y le arrojó al Támesis. Se pudo escuchar un soez juramento y el ruido del chapotear en las aguas; después todo quedó en silencio. Lord Arthur miraba con ansia la su-perficie de las aguas, pero no pudo descubrir al’ quiromántico, sino el sombrero de copa haciendo piruetas sobre un remolino de agua iluminado por la luna. A los pocos mi-nutos también el sombrero se hundió, y no quedaba ya ninguna huella visible de míster Podgers. Por un momento su imaginación le hizo ver una silueta deforme que subía la escalera del puente, y la espanto-sa sensación de un nuevo fra-caso le invadió; pero sólo se trataba de un reflejo, y al salir dé nuevo la luna de entre las nubes, todo estaba tranquilo. Por fin empezaba a creer que había realizado la sentencia del destino, lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil vino a sus labios.

-¿Se le ha caído algo, señor? -dijo de repente una voz a su espal-da.

Se volvió sobresaltado; era un policía con una linterna sorda en la mano.

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-Nada importante, sargento -repuso sonriente, y deteniendo un coche que pasaba por allí, dijo al co-chero que lo llevase a la Plaza Belgrave.

Durante los días siguientes pasaba de la esperanza al temor. Hubo momentos en que casi le parecía que míster Podgers iba a en-trar al cuarto, y en el instante siguiente quedaba convencido de que el destino no podía ser tan injusto hacia él. Por dos veces fue a la casa del quiromántico en la calle West Moon, pero le faltó valor para tocar el timbre. Deseaba estar cierto de lo ocurrido, y al mismo tiempo el temor no le dejaba actuar.

Al fin el momento había llegado. Estaba en el salón de fumar del club, tomando té y oyendo, bastante aburrido, los comentarios de Surbiton a la última canción humorística estrenada en el Gaiety, cuando entró el camarero con los periódicos de la noche. Lord Ar-thur, tomando al azar la St. James Gazette, comenzaba a volver dis-traídamente las páginas, cuando de pronto un sorprendente encabe-zado cayó bajo sus ojos:

“SUICIDIO DE UN QUIROMÁNTICO”

Se puso pálido de emoción, y comenzó a leer. La pequeña noti-cia decía lo siguiente:

“Ayer en la mañana, a la siete, el cuerpo de míster Septimus R. Podgers, eminente quiromántico, fue arrojado por las aguas a las ori-llas de Greenwich, frente al hotel Ship. El desgraciado señor había sido echado de menos durante varios días, y una gran ansiedad se había dejado sentir en los círculos qui-románticos. Parece ser que se suicidó bajo el influjo de una depresión mental pasajera, causada por exceso de trabajo, y el veredicto concerniente a este caso fue entregado esta tarde por los médicos foren-ses. Míster Podgers acababa de ter-minar un extenso tratado sobre el tema de la mano humana, que será publicado en fecha próxima y que indudablemente habrá de atraer la atención de un gran público. El difunto tenía 65 años, y no parece que haya dejado parientes.”

Lord Arthur salió precipitadamente del club con el periódico aún en la mano, y provocando el asombro del ujier que en vano quiso detenerle.

Sin perder momento fue a Párk Lane. Sybil le vio venir desde la ventana y tuvo el presentimiento de que traía buenas noticias. Bajó

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corriendo a recibirle, y al mirarle a la cara comprendió que todo mar-chaba bien.

-¡Mi querida Sybil! -gritó¡casémonos mañana!-¡Locuelo! ¡Pero si el pastel ni siquiera ha sido encargado! -excla-

mó Sybil riendo entre lágrimas.

CAPITULO VI

Cuando se consumó la boda, tres semanas más tarde, St. Peter estaba lleno de gente distinguida y elegante. La ceremonia fue so-lemne y las palabras rituales leídas con un acento impresionante por el deán de Chichester, y todos estuvieron de acuerdo al admitir que nunca habían visto una pareja más hermosa que la que formaban el novio y la novia. Aún más que bellos, se veían felices. Ni por un solo instante lord Arthur lamentó todo lo que había tenido que sufrir en bien de Sybil, mientras ella, por su parte, le entregó lo mejor que una mujer puede entregar a un hombre: adoración, ternura y amor. Para ellos la realidad no mató el romance. Siempre se sintieron jóvenes.

Algunos años después, cuando dos preciosos niños les habían nacido, lady Windermere vino a Alton Priory para visitarles; era un lugar encantador; fue el regalo de bodas que el duque hizo a su hijo; y una tarde, mientras estaba sentada en el jardín, con lady Arthur, bajo un limonero, viendo jugar a los niños en la rosaleda, como si fuesen danzantes rayos de sol, tomó de repente la mano de su anfitriona y le dijo:

-Sybil, ¿eres feliz?-Por supuesto, lady Windermere, soy muy feliz. ¿Usted no lo

es?-No tengo tiempo para serlo, Sybil. Siempre me gusta la última

persona que me presentan; pero por lo general, tan pronto como co-nozco a las personas, me canso de ellas.

-¿Qué ya no le satisfacen sus leones, lady Windermere?-¡Ah, querida, ya no! Los leones son útiles sólo por una tempora-

da; tan pronto como se les priva de sus manes, se vuelven los seres más insípidos de la existencia. ¿Recuerdas aquel horroroso míster Podgers? Era un atroz impostor. Por supuesto que a mí eso no me importaba gran cosa, y cuando me pedía dinero prestado, se lo perdonaba, pero

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no podía soportar que me hiciese el amor. La verdad es que me hizo odiar la quiromancia. Ahora creo en la telepatía. Es mucho más di-vertida.

-Pues lo que es aquí, no debe usted decir nada contra la quiro-mancia, lady Windermere; es el único tema sobre el cual Arthur no permite que se burle nadie. Le aseguro que se lo toma muy en serio.

-No vayas a decirme que él cree en eso, Sybil.-Pregúnteselo, lady Windermere, aquí llega.Y lord Arthur se acercó llevando en las manos un gran ramo de

rosas amarillas y sus dos hijos dan zando a su alrededor. -Lord Arthur...-Sí, lady Windermere...-De verdad, ¿cree usted en la quiromancia?-Claro que sí -dijo el joven, sonriendo.-Pero, ¿por qué?-Porque a ella debo toda la felicidad de mi vida -murmuró de-

jándose caer en un sillón de mimbre.-Mi querido lord Arthur, ¿qué es lo que le debe?-A Sybil -respondió alargando- el ramo de rosas a su esposa, mi-

rándose dentro de sus ojos violáceos.-¡Qué tontería! -exclamó lady Windermere-. ¡Nunca en toda mi

vida había oído semejante tontería!

FIN DE «EL CRIMEN DE LORD ARTHUR SAVILLE»

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EL FANTASMA DE CANTERVI-LLE

CAPÍTULO I

Cuando míster Hiram B. Otis, mi nistro de los Estados Unidos de América, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que co-metía una gran locura, porque la finca es taba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escru-pulosa honradez, se creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuan do llegaron a discutir las condicio nes.

-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio des de la época en que mi tía abuela, la du-quesa de Bolton, tuvo un ataque de nervios, del que nunca se repuso por completo, motivado por el es panto que experimentó al sentir que las manos de un esqueleto se posa ban sobre sus hombros, estando vis-tiéndose para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que vi-ven actualmente; así como por el rector de la parroquia, el reverendo Au gusto Dampier, agregado del King’s College de Oxford. Después del trá gico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso que darse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sue-ño a causa de los ruidos misteriosos que llega ban del corredor y de la biblioteca.

-Milord -respondió el minis tro-, también me quedaré con los muebles y el fantasma bajo inven tario. Llego de un país moderno, en

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el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y tur bulentos, que recorren el Viejo Con tinente escandalizándolo, que se lle van los mejores actores de us-tedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda toda-vía un verdadero fantasma en Europa, ven drán a buscarlo en seguida para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los ca minos como un fenómeno.

-El fantasma existe; me lo temo -dijo lord Canterville, sonrien-do-, aunque quizá se resista a las ofer tas de sus intrépidos empresa-rios. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mostrarse cuando está a punto de ocurrir algu-na defunción en la familia.

-¡Bah! Los médicos de cabece ra hacen lo mismo, lord Cantervi-lle. Amigo mío, un fantasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia in-glesa.

-Realmente -dijo lord Canter ville, que no acababa de compren-der la última observación de míster Otis-, ustedes son muy sencillos en América. Ahora bien, si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese única mente que yo le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la esta-ción el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase.

La señora Otis, que con el nom bre de miss Lucrecía R. Táppan, de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermo-sos y un perfil magnífico.

Muchas damas americanas, cuan do abandonan su país natal, adop tan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figu-ran que eso es uno de los sellos de distinción europea; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error.

Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordina-ria de vitalidad.

A decir verdad, era completamen te inglesa en muchos aspectos y era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día excep to la lengua, como es de supo-ner. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus pa dres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la di plomacia, dirigiendo al grupo ale mán en los festivales del casino de Newport durante tres tempora-

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das seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcio-nal.

Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sensato.

Miss Virgina E. Otis era una mu chachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con mi rada francamente encantadora en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney de-rrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuel-ta al parque, ganándole por caballo y me dio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un en tusiasmo tan grande en el joven du que de Cheshire, que le propuso ma trimonjo allí mismo, y sus tutores tuvieron que mandarle aquella mis ma noche a Eton, ba-ñado en lá grimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban Estrellas y Rayas porque se les encontraba siempre juntos. Eran unos niños encantadores y, con el ministro, los únicos verdade-ros re publicanos de la familia.

Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche des cubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullán-dose dulcemente, o se vislumbraba entre los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán. Lige ras ardillas les espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados cubiertos de musgo, le-vantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien. entraron en la avenida de Canterville Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silen-cio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó callada mente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas de lluvia.

En los escalones se hallaba para recibirles una anciana, pulcramen-te vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de gobierno que la señora Otis, por vehementes reque-rimientos de lady Canterville, acce dió a conservar en su puesto.

Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando echa ron pie a tierra y dijo, con la sin gular cortesía de los buenos tiem-pos antiguos:

-Les doy la bienvenida a Canter ville Chase.La siguieron, atravesando un her moso hall, de estilo Tudor, has-

ta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas por

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ma dera de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de cris-tales. Estaba preparado el té.

Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se pu-sieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para otro.

De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pa vimento, precisamente al lado de la chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:

-Creo que han vertido,algo en ese sitio.-Sí, señora -contestó la señora Umney en voz baja-. En ese lugar

se ha vertido sangre.-¡Qué horror! -exclamó la se ñora Otis-. No quiero manchas de

sangre en un salón. Es preciso qui tar eso inmediatamente.La vieja sonrió y con voz miste riosa repuso:-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese

mismo sitio por su propio marido, sin Simón de Canterville, en 1565. Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en cir-cunstancias misteriosísimas. Su cuer po no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitarse.

-Todo eso son tonterías --excla mó Washington Otis-. El produc-to quitamanchas, el limpiador in comparable Campeón, marca Pin-kerton, y el detergente Paragon ha rán desaparecer eso en un instante.

Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese in-tervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había des aparecido sin dejar rastro.

-Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría -exclamó en tono triun-fal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.

Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relám pago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno le-vantó a to dos, menos a la señora Umney, que se desmayó.

-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encen-diendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lle-no de gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden ha cer los ingleses es emigrar.

-Querido Hiram -replicó la se ñora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?

-Descontaremos eso de su sala rio. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo,

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veíase que estaba conmovida hon damente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contra tiempo iba a ocurrir en la casa.

-Señores, he visto con mis pro pios ojos unas cosas... que pon-dríanoos pelos de punta a un cris tiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a cau sa de las cosas terribles que pasa ban aquí.

A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.

La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando.

CAPITULO II

La tempestad se desencadenó du rante toda la noche, pero no pro dujo nada extraordinario.

Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encon traron de nuevo la terrible mancha sobre el entarimado.

-No creo -dijo Washington-, que tenga la culpa el limpiador Pa­ragon; lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser cosa del fantasma.

En consecuencia, borró la man cha, después de frotar un poco, pero al otro día, por la mañana, había reaparecido. A la tercera maña-na volvió a estar allí, y, sin embargo, la biblioteca permaneció cerrada la noche anterior, llevándose arriba la llave la señora Otis.

Desde entonces la familia empe zó a interesarse por aquello. Mís-ter Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dog-mático negando la existencia de los fantasmas.

La señora Otis expresó su inten ción de afiliarse a la Sociedad Psí quica, y Washington preparó una larga carta a Myers y Podmore basado en la persistencia de las manchas de sangre cuando provie nen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la exis tencia objetiva de los fantasmas.

La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un pa seo en coche. Regresaron a las nue ve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un mo mento sobre los fantasmas, de ma-

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nera que faltaban hasta las condi ciones más elementales de espera y de receptibilidad que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.

Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la se ñora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejem plo, la inmensa superioridad de miss Fanny Davenport sobre Sa-rah Bern hardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno y el hominy aun en las mejores casas, ingle-sas, la im portancia de Boston en el desenvol vimiento del alma univer-sal; las ven tajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobre natural, no se hizo ni la menor alu sión indirecta a sir Simón de Can terville.

A las once la familia se retiró, y a las once y media estaban apaga-das todas las luces.

Poco después, míster Otis se des pertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ‘ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.

Se levantó en el acto, encendió una luz y miró la hora. Era la una en punto. Míster Otis estaba per fectamente ‘tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alte rado.

El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía clara-mente el sonar dé unos pasos. Míster Otis se puso las zapatillas, cogió una aceitera alargada de su tocador y abrió la puerta, y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible.

Sus ojos parecían carbones en cendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte an-ticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus to-billos colgaban unas pesadas cade nas y unos grilletes herrumbrosos.

-Mi distinguido señor -dijo míster Otis-, permítame que le rue-gue vivamente que engrase esas ca denas. Le he traído para ello el en-grasador Tammany Sol Naciente. Dicen que es eficacísimo, y que bas ta una sola aplicación. En la etiqueta hay varios certificados de nuestros adivinos más ilustres que dan fe de ello. Voy a dejársela aquí, al lado de las velas, y tendré un verdadero placer en proporcionarle más, si así lo desea.

Dicho lo cual, el ministro de los Estados Unidos dejó la aceitera so bre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.

El fantasma de Canterville perma neció algunos minutos inmóvil de indignación.

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Después tiró, lleno de rabia, la aceitera contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lanzando gru ñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.

Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blan co, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemen-te, no había tiempo que perder, así es que, utilizando como medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa, de nuevo, recobró su tranqui lidad.

Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación. Jamás en toda su bri llante carrera, que duraba ya tres cientos años, fue injuriado tan gro seramente.

Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, cuando estaba mirándose en el es pejo, cubierta de brillantes y de en cales; de las cuatro doncellas a quie nes había enloquecido, produciéndo les convulsiones histéricas sólo con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rec-tor de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuan do volvía el buen señor de la biblio teca a una hora avanzada, y que desde entonces tuvo que estar bajo el cuidado de sir William GuW_con vertido en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremoui-llac, que, al des pertarse al amanecer y descubrir un esqueleto sentado en un sillón, al lado de la lumbre, entretenido en leer su diario, tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la Iglesia y rompió sus relaciones con el señalado escép tico Voltaire. Recordó también la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado ahogán dose en su vesti-dor, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obli-gado a confesar antes de morir que por medio de aquella carta había timado la suma de cin cuenta mil libras a Jaime Fox, en casa de Gro-okford. Y juró que aque lla carta se la hizo tragar el fan tasma.

Todas sus grandes hazañas le vol vían a la memoria.Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por

haber visto una mano verde tambo rilear sobre los cristales; y a la be-lla lady Steelfield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco dedos, impresos como con un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por aho-garse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.

Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó re-vista a sus creaciones más célebres. Se de dicó una amarga sonrisa al

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evocar su última aparición en el papel de «Rubén el Rojo, o el niño estrangu lado», su debut como «Gibeón el Flaco, o el vampiro del pá-ramo de Bexley» y el furor que causó una noche solitaria de junio ju-gando a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de tenis.

¡Y después de todo para que unos miserables americanos le ofre-ciesen el engrasador marca Sol Naciente y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de ma nera semejante. Llegó a la conclu sión de que era preciso tomarse la revancha y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación.

CAPITULO III

Cuando a la mañana siguiente la familia Otis se reunió para el des ayuno, la conversación sobre el fan tasma fue extensa.

El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido al ver que su ofrecimiento no había sido aceptado.

-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantas-ma -dijo-, y reconozco que, dada la larga duración de su estancia en la casa, era correcto tirarle una al mohada a la cabeza...

Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó-una explosión de risa en los gemelos.

-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no hacer uso del engra sador marca Sol Naciente, nos vere mos precisados a quitarle las cade nas. No podremos dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.

Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molesta-dos. Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la man cha de sangre sobre el piso de la biblioteca. Era realmente muy ex traño, ya que la señora Otis cerraba la puerta con llave por la noche, y las ventanas permanecían con las rejas cerradas. Los cambios de co lor que sufría la mancha, compara bles a los de un camaleón, produje ron también frecuentes comentarios en la familia. Una maña-na era de un rojo índigo oscuro, otras veces era bermellón, luego de un púrpura intenso y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos de la libre Iglesia episcopal reformada de América, la encon-traron de un hermoso verde esmeralda. Como es natural, estos cam-

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bios caleidoscópi cos divirtieron grandemente a la reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad.

La única persona que no tomó par te en la broma fue la joven Virginia. Por razones ignoradas, sentíase siem pre impresionada ante la mancha de sangre y estuvo a punto de llorar la mañana que apare-ció verde esme ralda.

La segunda aparición del fantas ma fue un domingo por la no-che. Al poco tiempo de estar todos acos tados, les alarmó un enorme estré pito que se oyó en el hall. Bajaron, apresuradamente y se encon-traron con que una armadura completa se había desprendido de su soporte, ca yendo sobre las losas, mientras, sen tado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se res tregaba las rodillas, con una expre sión de agudo dolor sobre su rostro.

Los gemelos, que se habían pro visto de sus cerbatanas, le lanza-ron inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de una larga y cuidadosa práctica sobre un pro fesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la ame naza de su revólver y, con-forme a la etiqueta californiana, le intimaba a levantar los brazos.

El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor sal-vaje, y pasó en medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándoles a to dos en la mayor oscuridad.

Cuando llegó a lo alto de la esca lera, una vez dueño de sí, se de-cidió a lanzar su célebre repique de car cajadas satánicas.

Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el pe luquín de lord Raker. Y que tres su cesivas amas de llaves, fran-cesas, de jaron su empleo antes de terminar el primer mes. Por consi-guiente, lan zó su carcajada más horrible, des pertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al extin guirse, se abrió una puer-ta y apa reció, vestida de azul claro, la seño ra Otis.

-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto y aquí le trai go un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indiges tión, podrá comprobar que éste es un remedio excelente.

El fantasma la miró con ojos lla meantes de furor y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro.

Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía el médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaba le hizo vacilar en su cruel determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvane-

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ció, después de lanzar un gemido sepulcral, por que los gemelos iban a darle alcance.

Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agita-ción más violenta.

La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de la seño-ra Otis, todo aquello resultaba real mente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuer zas para llevar una armadura. Con taba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, hacerles es-tremecer a la vista de un espec tro acorazado, si no ya, por motivos ra-zonables al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayen tes, le habían ayudado con frecuen-cia a matar el tiempo mientras los Canterville estaban en Londres. Ade más, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Ke nilworth, siendo felicitado calurosa mente por la Reina Virgen en per sona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pe sadamente sobre las losas de piedra, despellejándose las rodillas y contu sionándose la muñeca derecha.

Durante varios días estuvo malí simo y no pudo salir de su mo-rada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de san gre.

No obstante, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y deci-dió hacer una tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Esta-dos Unidos y a su familia.

Eligió para su reaparición en es cena el viernes 17 de agosto, consa grando gran parte del día a pasar revista a sus trajes.

Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una plu ma roja; en un sudario deshilacha do en las mangas y el cuello y, por último, en un puñal mohoso.

Al atardecer estalló una gran tor menta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba violentamente las puertas y ventanas de la ve-tusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer: iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases ininteligi bles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal en la garganta, a los sones de una música apagada.

Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien acostumbraba quitar la fa mosa mancha de sangre de Can terville, empleando el detergente Paragon de Pinkerton. Después de reducir al temerario y despreocupa do joven a una condición de te-rror abyecto, entraría en la habitación que ocupaban el ministro de

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los Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano vis-cosa so bre la frente de la señora Otis y al mismo tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro temblo roso, los secretos terribles del osario.

En cuanto a la pequeña Virginia aún no tenía decidido nada. No le había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñi-dos sordos, que saliesen del armario, le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, lle garía hasta tirarle de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis.

A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería sentarse sobre sus pe chos, con objeto de producirles la sensación de la pesadilla. Luego, aprovechando que sus camas esta ban muy juntas, se alzaría en el espacio libre entre ellas, con el as pecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se queda sen parali-zados de terror. En segui da, tirando bruscamente su sudario, daría la vuelta al dormitorio en cua tro patas, como un esqueleto blan queado por el tiempo, moviendo el globo de un solo ojo en su órbita, como el personaje de «Daniel el mudo, o el esqueleto del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan bien en éste, como en su otro papel de «Martín el demente, o el misterio enmascarado».

A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.Durante algunos instantes le in quietaron las estrepitosas carca-

jadas de los gemelos, que se divertían in dudablemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en la cama.

Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las doce se puso en camino.

La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo graznaba en el hueco de un tejo cen tenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un alma en pena; pero la famila Otis dor-mía, sin sospechar la suerte que le es peraba. Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos, que domina-ban el ruido de la lluvia y de la tor menta.

Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arru gada, y la luna escondió su ros-tro tras una nube cuando pasó delan te de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada.

Seguía andando siempre, deslizán dose como una sombra funes-ta, que hacía que hasta las tinieblas le mal dijesen a su paso.

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Hubo un momento en que le pa reció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Pro siguió su marcha, mascullando ex traños juramentos del siglo xvl, y blandiendo de vez en cuando el pu ñal enmohecido en el aire de media noche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington.

Allí hizo una breve parada.El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones gri-

ses y ceñía en pliegues grotescos y fan tásticos el horror indecible del fú nebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momento.

Con una risa maligna dio la vuel ta al ángulo del corredor. Pero ape nas lo hizo, retrocedió lanzando un gemido lastimero de terror y escon diendo su cara lívida entre sus lar gas manos huesudas.

Frente a él había un horrible es pectro, inmóvil como una esta-tua, monstruoso como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pelada y reluciente; faz redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a olea das una luz escarlata; la boca se mejaba un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, en-volvía con su nieve silenciosa aque lla forma gigantesca.

Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extraños caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde es taban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Te-nía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplande-ciente.

Como no había visto nunca fan tasmas hasta aquel día, sintió un pá nico terrible, y después de lanzar rápidamente una segunda mirada so bre el espantoso fantasma, regresó a su habitación, enredándose los pies en el sudario que le envolvía. Cru zó la galería corriendo y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del minis-tro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.

Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero al cabo de un momento el valor indomable de los antiguos Canterville se des-pertó en él y tomó la resolución de hablar al otro fantasma en cuanto amanecie se. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su luz, volvió al sitio en que había visto por pri mera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender

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victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio fue para encontrarse en pre sencia de un espectáculo terrible.

Algo le sucedía indudablemente al espectro, porque la luz había des aparecido por completo de sus ór bitas. La cimitarra centelleante des lizándose de su mano, estaba recos tada sobre la pared en una acti-tud forzada e incómoda.

Simón se precipitó hacia adelante y le cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror viendo despren derse la cabeza y rodar por el sue-lo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abraza ba una cortina blanca de algodón grueso y que yacían a sus pies una es-coba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder compren-der aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el cartel, le yendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:

HE AQUÍ EL FANTASMA OTISEL ÚNICO ESPÍRITU AUTÉNTICO

Y VERDADERO¡CUIDADO CON LAS IMITACIONES!

TODOS LOS DEMÁS ESTÁNFALSIFICADOS

Y la entera verdad se le apareció como un relámpago. ¡Había sido burlado, chasqueado, engañado!

La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las encías desdentadas y, le vantando por encima de su ca-beza sus manos amarillas, juró, según la fraseología pintoresca de la antigua escuela «que cuando el gallo tocase por dos veces el cuerno de su ale gre llamada se perpetrarían críme nes sangrientos y que el asesi-nato, de callado paso, saldría entonces de su retiro».

No había terminado de formular este juramento terrible crian-do de una alquería lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo. Lanzó una larga risotada, len ta y amarga, y esperó. Esperó una hora y después otra; pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.

Por fin, a eso de las siete y me dia, la llegada de las criadas le obli-gó a abandonar su terrible guar dia y regresó a su morada, con alti vo paso, pensando en su vana espe ranza y proyecto fracasado.

Una vez allí consultó varios li bros de caballería, cuya lectura le interesaba extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en cuantas oca siones se tuvo que recurrir a aquel juramento.

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-¡Que el diablo se lleve a ese in fame volátil! -murmuró-. En otro tiempo hubiese caído sobre él con mi gran lanza, atravesándole el ga-ñote y obligándole a cantar otra vez para . mi aunque reventara.

Y dicho esto se retiró a su con fortable ataúd de plomo y allí per-maneció hasta la noche.

CAPITULO IV

Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las te rribles emociones de las cuatro últi mas semanas empezaban a pro-ducir su efecto. Tenía el sistema nervioso completamente alterado y temblaba al más ligero ruido.

No salió de su habitación en cin co días y concluyó por hacer una concesión en lo relativo a la man cha de sangre del salón de la bi-blioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemen-te que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar el valor sim-bólico de los fenómenos sensibles.

La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimien-to de los cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e in discutiblemente fuera de su gobier no. Pero, por lo menos, cons-tituía para él un deber ineludible mostrar se en el corredor una vez a la se mana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miérco les de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella obligación.

Verdad es que su vida estuvo lle na de crímenes, pero quitado eso era hombre muy concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.

Así, pues, los tres sábados siguien tes atravesó, como de costum-bre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, toman-do to das las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas made-ras carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no deja ba de usar el engrasador Sol Na ciente para, engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilacio-nes se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la fa milia, se deslizó en el dormitorio del

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señor Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco hu-millado, pero después fue suficien temente razonable para compren-der que aquel invento merecía grandes elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus pro yectos.

A pesar de todo, no se vio a cu bierto de molestias.No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del co-

rredor para hacerle tropezar en la oscuri dad, y una vez que se había disfra zado para el papel de «Isaac el Ne gro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al poner el pie sobre una plancha de made-ras enjabonadas que habían colo cado los gemelos desde el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.

Esta última afrenta le dio tal ra bia que decidió hacer un esfuerzo para imponer su dignidad y conso lidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche si guiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ru perto el temerario, o el conde sin cabeza».

No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Mo-dish, que ésta retiró su consenti miento al abuelo del actual lord Can-terville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la te-rraza al atardecer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con arma de fuego por lord Canter ville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara murió de pena en Tum bridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos sentidas.

Sin embargo, fue, permitiéndo me emplear un término teatral para aplicarle a uno de los mayores mis terios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mun do superior a la Naturaleza, una creación de las más difíciles y ne cesitó sus tres buenas horas para ter-minar los preparativos.

Por fin todo estuvo listo y él con tentísimo de su disfraz. Las gran des,botas de montar, que hacían jue go con el traje, eran, eso sí, un poco holgadas para él, y no pudo encon trar más que una de las dos pistolas de arzón; pero, en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó al corredor.

Cuando estuvo cerca de la habi tación ocupada por los gemelos, y a la que se llamaba el dormitorio azul por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entre abierta.

A fin de hacer una entrada efec tista, la abrió de par en par con violencia, pero se le vino encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro por unos milímetros. Al

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mismo tiempo oyó unas risas sofo cadas que partían de la doble cama con dosel.

Su sistema nervioso sufrió tal con moción que regresó a sus habitacio nes a toda prisa y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte catarro. El único con suelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hom bros, pues de lo contrario las conse cuencias hubieran podido ser más graves. Desde entonces re-nunció para siempre a espantar a aquella recia familia de americanos, y se contentó, por regla general, con va gar por el corredor, en zapati-llas de fieltro, envuelto el cuello en una gruesa bufanda, por temor a las co rrientes de aire, y provisto de un pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.

Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia. Había bajado por la escalera has ta el espacioso hall, seguro de que en aquel sitio por lo menos nadie le iba a molestar, y se entretenía en ha-cer observaciones satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su mu jer, hechas en casa por Saroni y que ahora ocupaban el lugar de los retratos de la familia Canterville.

Iba vestido, sencilla pero decen temente, con un largo sudario sal picado de moho de cementerio. Se había atado la quijada con una tira de tela amarilla y llevaba una lin ternita y un azadón de sepultu-rero. En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el desenterrador, o el ladrón de cadáveres de Chertsey Barn». Era una de sus creaciones más nota bles y de la que guardaban recuer do, con más motivo, los Can-terville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford, vecino suyo.

Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su jui-cio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamen-te hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de san-gre, se abalanzaron hacia él, desde un rin cón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabe zas, mientras gritaban a su oído:

-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se

pre cipitó hacia la escalera, pero enton ces se encontró frente a Washing-ton Otis, que le esperaba armado con la gran regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus ene migos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hie rro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el, lamentable esta do en que lo pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.

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Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca en expediciones noc turnas. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sor prenderle, sembrando de cáscaras de nuez los corredores todas las no ches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mos trarse.

En vista de ello, míster Otis re anudó de nuevo el trabajo en su gran obra sobre la historia del par tido demócrata, obra que había em-pezado tres años antes.

La señora Otis organizó un clam bake extraordinario, que dejó muy impresionados a todos los de la co marca.

Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos típicos de América.

Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compa-ñía del duque de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última se mana de vacaciones.

Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para co municárselo, y recibió en contesta ción otra carta en la que éste le tes timoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más since ras felicitaciones a la digna esposa del ministro.

Pero los Otis se equivocaban.El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado,

no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figu-raba entre los invitados el duque de Che shire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que ju-garía a los dados con el fantasma de Canter ville.

A la mañana siguiente se encon traron a lord Stilton tendido so-bre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pe-sar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta:

-¡Seis dobles!Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en aten-

ción a los sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato de tallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe re gente y sus amigos.

Desde entonces el fantasma de seaba vehementemente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que ade-más es taba emparentado, pues una prima hermana suya se casó en

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Secondes noces con el señor Bulkeley, del que descienden en línea direc-ta, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.

Por consiguiente, hizo sus prepa rativos para mostrarse al joven ena morado de Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el bene dictino sin sangre».

Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Star-tup se lo vio representar, es decir, la vís pera del Año Nuevo de 1764, em pezó a lanzar chillidos agudos, que le provocaron un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que deshe-redara antes a los Canterville que eran sus parientes más cercanos y legase todo su dinero a su farmacéutico de Londres.

Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le re-tuvo en su habitación y el joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Vir ginia.

CAPITULO V

Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado die-ron un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.

Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par en par, le pa reció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.

Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de

Canterville en persona!Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas dora-

das, que danzaban en el aire, desprendi das de los árboles amarillen-tos, y las hojas bermejas que bailaban loca mente a lo largo de la gran avenida.

Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.

Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue

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echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.

Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan hon da, que no se dio cuenta de su pre sencia hasta que le habló.

-Lo he sentido mucho por us ted -dijo-, pero mis hermanos re-gresan mañana a Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le ator-mentará.

-Es absurdo pedirme que me porte bien -le respondió contem-plando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-. Perfectamente inconcebi ble. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerra duras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.

-Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiem pos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su esposa.

-Sí, lo reconozco -respondió petulante el fantasma-. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.

-Está muy mal eso de matar a alguien -replicó Virginia, que a ve ces adoptaba una dulce actitud pu ritana, heredada posiblemente de al guno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglaterra.

-¡Oh, detesto la ramplona seve ridad de la ética abstracta! Mi es-posa era muy poco agraciada y sim plona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de co cina. Vea usted, un día cacé un mag nífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno..., eso ahora no im-porta, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus herma-nos me dejasen morir de hambre, aun que yo la hubiese matado.

-¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero de-cir, don Simón! ¿Tiene usted ham bre? Tengo un sandwich en mi cos-turero, ¿no lo quiere?

-No, gracias, ahora ya no nece sito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable. Es usted mu cho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan ordinaria, horrorosa, vulgar, y que se condu-cen como bandoleros.

-¡Basta! -exclamó Virgina dan do con el pie en el suelo-. El bru tal, horrible y ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restau-rar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el ber mellón, y ya no pude seguir pintan-do las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el ama rillo

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cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la sangre de color verde es meralda?

-Bueno. en verdad -dijo el fan tasma, con cierta dulzura-, ¿qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse san-gre de verdad, y ya que su hermano empezó todo esto con su deter-gente Paragon, no veo por qué no iba yo a usar sus colores para defen-derme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canter ville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Ingla-terra... Aunque ya sé que ustedes los ame ricanos no hacen el menor caso de esas cosas.

-No sabe usted nada, y lo me jor que puede hacer es emigrar y así se desarrollará su mentalidad. Mi padre tendrá un verdadero gus to en proporcionarle un pasaje gra tuito, y aunque haya derechos aran-celarios elevadísimos sobre toda cla se de cosas espirituosas a usted no le pondrán trabas en la aduana. Y una vez en Nueva York puede us ted contar con un gran éxito. Conoz co infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasa dos y que sacrificarían mayor can-tidad aún por tener un fantasma en la familia.

-Creo que no me gustaría Amé rica.-Quizá se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades

-dijo burlonamente Virginia.-¡Qué curiosidades ni qué rui nas! -contestó el fantasma-. Tie nen

ustedes su marina y sus moda les.-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos

una semana más de vacaciones.-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantas ma-.

Estoy tan solo y soy tan des graciado que no sé qué hacer. Qui siera irme a dormir y no puedo.

-Es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apa gar la vela. Algunas veces es difici lísimo permanecer despierto, so-bre todo en una iglesia, pero, en cam bio, dormir es muy sencillo, has-ta los niños saben dormir admirable mente, y no son nada ilustrados.

-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemen-te, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules lle-nos de asombro-. Hace ya tres cientos años que no duermo, y me sien-to tan cansado...

Virginia adoptó un grave conti nente y sus finos labios temblaron como pétalos de rosa.

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Se acercó y, arrodillándose al la do del fantasma, contempló su vie jo rostro marchito.

-Pobre, pobre fantasma -mur muró-, ¿y no hay ningún lugar donde pueda usted dormir?

-Allá lejos, pasado el pinar -respondió él en voz baja y soña dora-, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pue den verse las grandes estrellas blan cas de la cicuta, allî el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal gélido deja caer su mi-rada y el tejo extiende sus bra zos de gigante sobre los durmientes.

Los ojos de Virginia se empaña ron de lágrimas y ocultó la cara en tre sus manos.

-Se refiere usted al jardín de la muerte -murmuró.-Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en

la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silen cio! No tener ni ayer ni mañana. Ol-vidarse del tiempo y los males de la vida, quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.

Virginia tembló. Un estremeci miento helado recorrió todo su ser y durante unos instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir en un sueño terrible.

Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:

-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?

-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ovos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos:

Cuando una joven rubia logre hacer brotar una oración de los labios del peca dor, cuando el almendro estéril dé fruto y un pequeño deje correr su llanto, entonces, toda la casa quedará tran quila y volverá la paz a Canterville.

Pero no sé lo que significan. -Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, por-

que no tengo lágrimas, y que tiene us ted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce,

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buena y cariñosa, el ángel de la muerte se compadecerá de mí. Verá usted se res terribles en las tinieblas y voces malignas susurrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún da ño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.

Virginia no contestó y el fantas ma retorcióse las manos en la vio lencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza in-clinada.

De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos.

-No tengo miedo -dijo con voz firme- y rogaré al ángel que se apiade de usted.

El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil gri-to de alegría, tomó su mano, e inclinán dose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó.

Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estan cia sombría.

Sobre el tapiz de un verde apaga do estaban bordados unos pe-queños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lin das manos le hacían señas de que retrocediese.

-Vuelve sobre tus pasos, Virgi nia. No sigas. ¡Vete, vete! -grita-ban.

Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.

Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían gui ños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:

-Ten cuidado, Virginia, ten cui dado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.

Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, mur murando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una nebli na, y abrirse una negra caverna.

Un áspero y helado viento les azo tó, sintiendo la muchacha que al guien tiraba de su vestido.

-De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el

salón de tapices quedó desierto.

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CAPITULO VI

Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla.

No tardó en volver diciendo que no había podido encontrar a miss Virginia por ninguna parte.

Como la muchacha tenía la cos tumbre de ir todas las tardes al jar dín a coger flores para la cena, la señora Otis no se preocupó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranqui la y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.

A las seis y media volvieron los muchachos diciendo que no ha-bían encontrado huellas de su hermana por parte alguna.

Entonces se inquietaron todos ex traordinariamente y nadie sabía qué hacer cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes había permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos.

Así pues, salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompa-ñado de su hijo mayor y de dos criados de la granja.

El joven duque de Cheshire, com pletamente loco de ansiedad, rogó con insistencia a míster Otis que le dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo que pudiese surgir algún conflicto. Pero cuando lle-gó al sitio en cuestión vio que los gita nos se habían marchado, y era evi dente que su partida había sido precipitada, pues el fuego ardía aún y quedaban platos sobre la hierba.

Después de mandar a Washington y a los dos hombres a registrar los alrededores, se apresuraron a regre sar y envió telegramas a todos los inspectores de policía del condado, rogándoles buscasen a una jo-ven raptada por unos vagabundos o gi tanos.

Luego hizo que le trajeran su’ca ballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se senta ran a la mesa, partió con un caba-llerango por el camino de Ascot.

Había recorrido dos millas, cuan do oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al joven duque que llegaba en su poney, con la

cara sofocada y la cabeza descubierta. -Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada-,

pero me es imposible comer mien= tras Virginia no aparezca. Se lo ruego, no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año pasado no habría ocurrido esto nun ca. ¿No me rechaza usted, verdad? ¡No puedo ni quiero irme!

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El ministro no pudo menos de di rigir una sonrisa a aquel mozo gua po y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostra-ba por Virginia, e inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariño samente y le dijo:

-Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más reme dio que admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que com-prarte un sombrero en Ascot.

-¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! -exclamó el duque riendo.

Y acto seguido galoparon hasta la estación.Una vez allí, míster Otis pregun tó al jefe si no habían visto en

el andén a una joven cuyas señas co rrespondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual el jefe de la es-tación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.

En seguida, después de comprar un sombrero para el duque en una tienda de novedades que se dispo nía a cerrar, míster Otis cabalgó has ta Bexley, pueblo situado cuatro mi llas más allá, y que, según le di-jeron, era muy frecuentado por los gita nos, ya que cerca de allí había una numerosa comunidad rural.

Hicieron levantarse al guarda del lugar, pero no pudieron conse-guir ningún dato de él.

Así es que, después, de atravesar y explorar los contornos, los dos ji netes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperán doles a la puerta con linternas, por que la avenida estaba muy oscura.

No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fue ron alcanzados en el prado de Bro ckley, pero no estaba la joven en-tre ellos. Explicaron la prisa de su mar cha diciendo que habían equi-vocado el día que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó a darse prisa.

Además parecieron desconsolados por la desaparición de Virgi-nia, pues estaban agradecidísimos a míster Otis por haberles permi-tido acam par en su parque. Cuatro de ellos se quedaron detrás para tomar par te, en las pesquisas.

Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en to dos sentidos, pero no consiguieron nada.

Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella no che, y fue con un aire de profundo abat¡miento como entraron en

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casa míster Otis y los jóvenes seguidos del caballerango que llevaba de las bridas los dos caballos y al poney.

En el vestíbulo se encontraron con el grupo de los criados llenos de terror.

La pobre señora Otis estaba acos tada sobre un sofá de la bibliote-ca, casi loca de terror y de ansie dad, y is vieja ama de gobierno le hu-medecía la frente con agua de colonia. En seguida míster Otis instó a su esposa para que comiese algo, y dio órdenes para que se sirviese la cena. Fue una comida triste, pues casi nadie hablaba, y hasta los ge-melos se veían espantados y sumi sos, pues querían entrañablemente a su hermana.

Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del joven du que, mandó que todo el mundo se fuese a la cama diciendo que ya no podía hacerse nada más aquella noche, y que al día siguiente tele-grafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios de-tectives a su disposición.

Pero en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre.

Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campa nada cuando oyóse un crujido acom pañado de un grito pene-trante.

Un trueno estentóreo bamboleó la casa; una meiodía, ultraterre-na, flo tó en el aire. Un lienzo de pared se desprendió bruscamente en lo alto de la escalera y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apare-ció Virginia llevando en la mano un cofrecillo.

Inmediatamente todos la rodea ron.La señora Otis la estrechó apasio nadamente entre sus brazos.El duque casi la ahogó con sus besos, apasionados, y los gemelos

ejecutaron una danza de guerra sal vaje alrededor del grupo.-¡Por Dios, hija! ¿Dónde esta bas? -dijo míster Otis, bastante en-

fadado, creyendo que les había querido dar una broma pesada-. Cecil y yo hemos recorrido toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromas de ese género a nadie.

-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos continuando sus brincos.

-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -mur muraba la señora Otis besando a la muchacha, toda trémula y acarician do sus cabellos de oro, que se veían despeinados.

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-Papá -dijo dulcemente Virgi nia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho y antes de mo-rir me ha dado esta caja de joyas. Toda la familia la contempló mu da y asombrada, pero ella tenía un aire muy circunspecto y muy serio. En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y bajaron por un corredor secreto y angosto.

Washington les seguía llevando una vela encendida que cogió de la mesa. Por fin, llegaron a una gran puerta de roble con clavos recios y oxidados.

Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enor-mes y se hallaron en una habitación estrecha y con bajo techo aboveda-do, y que tenía una ventanita enre ‘ada. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, a la cual estaba encadenado se veía un esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas.

Parecía estirar sus dedos descar nados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma an tigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua induda-blemente, pues tenía su interior ta pizado de moho verde. Sobre el pla-to no quedaba más que polvo.

Virginia, arrodillada junto al es queleto y, uniendo sus finas ma-nos, comenzó a rezar en silencio, mien tras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia, cuyo secreto se les acababa de revelar.

-¡Oigan! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo adivinar hacia qué lado del edifi-cio caía aquella habitación-. ¡Oigan! El antiguo almendro, que esta-ba seco, ha florecido. Se ven admira blemente las flores a la luz de la luna.

-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándo-se. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.

-¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque rodeándole el cuello con el brazo y besándola.

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CAPITULO VII

Cuatro días después de estos cu riosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville House.

La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adornada la cabe za con un gran penacho de plumas de avestruz, que se inclinaban como saludando.

La caja de plomo iba cubierta con un rico paño púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville.

A cada lado del carro y de les coches marchaban los criados, lle-vando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e imponente.

Lord Canterville presidía el due lo; había venido del País de Ga-les expresamente para asistir al entie rro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia.

Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y de trás Washington y los dos mucha chos.

En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo con-vino en que después de haber sido atemori zada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía real mente derecho a verle des-aparecer para siempre.

Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, preci-samente bajo el tejo centenario, y dijo las últi mas oraciones, del modo más solem ne, el reverendo Augusto Dampier.

Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una an*igua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antorchas.

Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando en cima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas.

En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus rayos de silen ciosa plata, y de un bosquecillo cer cano se elevó el canto de un ruise ñor.

Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso a la casa.

A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciu dad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entrega-das por el fantasma a Virginia.

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Eran magníficas. Había sobre to do un collar de rubíes, en una anti gua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal canti dad que míster Otis sentía grandes escrúpulos en permitir a su hija el aceptarlas.

-Milord -dijo el ministro-, sé que en este país el concepto de va-nos muertas, se aplica lo mismo a los objetos menudos que a las tie-rras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas joyas deben que-dar en poder de usted como legado de fa milia. Le ruego, por lo tanto, que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte de su herencia que le fue ra restituida en circunstan-cias extra ordinarias. En cuanto a mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco interés por esas futile-zas de lujo superfluo. He sabido igualmen te por la señora Otis, cuya autori dad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido la suerte de pasar varios in viernos en Boston cuando era una jovencita, que esas piedras precio sas tienen un gran valor monetario y que’si se pusieran en venta producirían una bonita suma. En estas cir-cunstancias, lord Canterville, reco nocerá usted, indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de mi fa milia. Además de que todas esas ba ratijas y chucherías y todos esos ju getes, por muy apropiados y nece sarios que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían fue ra de lugar entre personas educadas de acuerdo con los severos princi pios, según los inmortales principios, pudiera decirse, de la sencillez re publicana. Quizá me atrevería a de cir que Virginia tiene gran interés en que le deja usted la cajita que en-cierra esas joyas en recuerdo de las locuras y de los infortunios de su antepasado. Y como esa caja ya es muy vieja y, por consiguiente, de-terioradísima, quizá encuentre us ted razonable acoger favorablemen-te su deseo. En cuanto a mí, con fieso que me sorprende grandemen te ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Me-dia, y la única explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, a poco de re gresar la señera Otis de una excur-sión a Atenas.

Lord Canterville escuchó con gran atención y muy serio el discur so del digno ministro, atusándose de vez. en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involun taria.

Una vez que hubo terminado mís ter Otis, le estrechó cordial-mente la mano y contestó:

-Mi querido amigo, su encanta dora hija ha prestado un servi-cio im portantísimo a mi desgraciado ante cesor, sir Simón. Mi fami-lia y yo es tamos llenos de gratitud hacia ella por su maravilloso valor

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y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin duda algu na, y creo que si tuviese yo la su ficiente insensibilidad para quitárse las, el viejo malvado saldría de su tumba al cabo de quince días para hacerme la vida infernal. En cuan to a que sean joyas de fa-milia, no podrían serlo sino después de estar especificadas como tales en un tes tamento en forma legal, y la existen cia de estas joyas per-maneció siem pre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, mís ter Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo in ventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le perte necía a él.

Míster Otis se quedó muy preocu pado ante la negativa de lord Can terville, y le rogó que reflexionara nuevamente su decisión; pero el ex celente par se mantuvo firme y ter minó por convencer al minis-tro de que aceptase el regalo del fantasma.

Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presen tada por primera vez en la recep ción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas fueron tema de general comentario y admi-ración. Porque Virginia fue agraciada con la diadema que se otorga como re compensa a todas las americanitas de buena conducta, y se casó con su novio en cuanto éste llegó a la mayoría de edad.

Eran ambos tan simpáticos y agra dables, y además se amaban de tal manera, que no hubo quien no estu viese encantado con aquel matrimo nio, menos la anciana marquesa de Dumbleton que había hecho todo lo posible por “pescar” al joven duque casarle con algu-na de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio me nos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva sîm patía personal por el duque, pero teóricamente era enemigo de los tí tulos nobiliarios y, se-gún sus pro pias palabras: “era de temer que, entre las influencias ener-vantes de una aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verda deros principios de la sencillez re publicana”.

Sus observaciones quedaron olvi dadas cuando avanzó por la nave central de la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo, hacia el altar. No había en esos momen-tos un padre más orgulloso en todo el territorio de Inglaterra.

El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canter ville Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fue-

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ron a dar una vuelta por el cementerio solita rio del atrio de la iglesia próxima al pinar.

Al principio, se había tenido una serie de dificultades acerca de la inscripción que debería figurar en la lápida de sir Simón, pero al fin se decidió grabar sólo las inicia les del nombre de aquel caballero ylos versos que estaban escritos so bre la ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron dirigiéndose hacia el claustro en rui nas de la vieja abadía; la duquesa se sentó sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su es-posa y mirando sus bellos ojos. De pron to, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo:

-Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo.

-¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti.-Sí que los tienes -contestó él sonriendo-. Nunca me has contado

lo que te pasó mientras estuviste en cerrada con el fantasma.-Nunca se lo he contado a nadie, Cecil -dijo Virginia con una

acti tud reposada y seria.-Ya lo sé, pero a mí podrías de círmelo.-Por favor no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir

Simón! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que am bas.

El duque se levantó inclinándose para besar amorosamente a su es posa.

-Puedes guardarte tu secreto mientras pueda ser yo el dueño de tu corazón -murmuró.

-Ese siempre ha sido tuyo, Cecil. -Y algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿no es verdad? Vir-

ginia se sonrojó.FIN DE «EL FANTASMA DE CANTERVILLE»

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EL PRÍNCIPE FELIZ

La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recu-bierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El res-plandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.

—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regi-dores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agre-gaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.

—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea com-pletamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contem-plar la bella estatua.

—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con bri-llantes capas rojas y albos delantalcitos.

—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?

—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sue-ños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.

Una noche llegó volando a la ciudad una pequeña golondrina. Sus compañeras habían partido para Egipto seis semanas antes, pero ella se había quedado atrás, porque estaba enamorada de un junco, el más hermoso de todos los juncos de la orilla del río. Lo encontró a

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El PrínciPE FEliz

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comienzos de la primavera, cuando revoloteaba sobre el río detrás de una gran mariposa amarilla, y el talle esbelto del junco la cautivó de tal manera, que se detuvo para meterle conversación.

—¿Puedo amarte? —le preguntó la golondrina, a quien no le gustaba andarse con rodeos.

El junco le hizo una amplia reverencia.La golondrina entonces revoloteó alrededor, rozando el agua con

las alas y trazando surcos de plata en la superficie. Era su manera de demostrar su amor. Y así pasó todo el verano.

—Es un ridículo enamoramiento —comentaban las demás go-londrinas—; ese junco es desoladoramente hueco, no tiene un centa-vo y su familia es terriblemente numerosa—. Efectivamente toda la ribera del río estaba cubierta de juncos.

A la llegada del otoño, las demás golondrinas emprendieron el vuelo, y entonces la enamorada del junco se sintió muy sola y comen-zó a cansarse de su amante.

—No dice nunca nada —se dijo—, y debe ser bastante infiel, porque siempre coquetea con la brisa.

Y realmente, cada vez que corría un poco de viento, el junco rea-lizaba sus más graciosas reverencias.

—Además es demasiado sedentario —pensó también la golon-drina—; y a mí me gusta viajar. Por eso el que me quiera debería tam-bién amar los viajes.

—¿Vas a venirte conmigo? —le preguntó al fin un día. Pero el junco se negó con la cabeza, le tenía mucho apego a su hogar.

—¡Eso quiere decir que sólo has estado jugando con mis senti-mientos! —se quejó la golondrina—. Yo me voy a las pirámides de Egipto. ¡Adiós!

Y diciendo esto, se echó a volar.Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta

la ciudad.—¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. Espero que en esta

ciudad hay algún albergue donde pueda pernoctar.En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz so-

bre su columna.—Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien

ventilado.Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.—Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina

mirando alrededor.

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En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón.

—¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.

En ese mismo momento cayó otra gota.—¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede pro-

tegerme de la lluvia? —dijo—. Mejor voy a buscar una buena chime-nea.

Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágri-mas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.

—¿Quién eres? —preguntó.—Soy el Príncipe Feliz.—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has em-

papado.—Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la es-

tatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de ver-dad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aun-que ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar.

—¿Cómo? —se preguntó para sí la golondrina—, ¿no es oro de ley?

Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.

—Allá abajo —siguió hablando la estatua con voz baja y musi-cal—... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arru-gas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos,

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porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llé-vale a la mujer el rubí del puño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal.

—Los míos están esperándome en Egipto —contestó la golon-drina—. Mis amigas ya deben estar revoloteando sobre el Nilo, y es-tarán charlando con los grandes lotos nubios. Y pronto irán a dormir a la tumba del gran Rey, donde se encuentra el propio faraón, en su ataúd pintado, envuelto en vendas amarillas, y embalsamado con es-pecias olorosas. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde, y sus manos son como hojas secas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Prín-cipe—, ¿por qué no te quedas una noche conmigo y eres mi mensaje-ra? ¡El niño tiene tanta sed, y su madre, la costurera, está tan triste!

—Es que no me gustan mucho los niños —contesto— la golon-drina—. El verano pasado, cuando estábamos viviendo a orillas del río, había dos muchachos, hijos del molinero, y eran tan mal educa-dos que no se cansaban de tirarme piedras. ¡Claro que no acertaban nunca! Las golondrinas volamos demasiado bien, y además yo perte-nezco a una familia célebre por su rapidez; pero, de todas maneras, era una impertinencia y una grosería.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste, que finalmente la golondrina se enterneció.

—Ya está haciendo mucho frío —dijo—, pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.

—Gracias, golondrinita —dijo el Príncipe.La golondrina arrancó entonces el gran rubí de la espada del

Príncipe y, teniéndolo en el pico, voló por sobre los tejados. Pasó jun-to a la torre de la catedral, que tenía ángeles de mármol blanco. Pasó junto al Palacio, donde se oía música de baile y una hermosa mucha-cha salió al balcón con su pretendiente.

—¡Qué lindas son las estrellas —dijo el novio— y qué maravi-lloso es el poder del amor!

—Ojalá que mi traje esté listo para el baile de gala —contestó ella—. Mandé a bordar en la tela unas flores de la pasión. ¡Pero las costureras son tan flojas!

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La golondrina voló sobre el río y vio las lámparas colgadas en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el barrio de los judíos, donde vio a los viejos mercaderes hacer sus negocios y pesar monedas de oro en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa, y se asomó por la venta-na. El niño, en su cama, se agitaba de fiebre, y la madre se había dor-mido de cansancio. Entonces, la golondrina entró a la habitación y dejó el enorme rubí encima de la mesa, junto al dedal de la costurera. Después revoloteó dulcemente alrededor del niño enfermo, abanicán-dole la frente con las alas.

—¡Qué brisa tan deliciosa! —murmuró el niño—. Debo estar mejor.

Y se quedó dormido deslizándose en un sueño maravilloso.Entonces la golondrina volvió hasta donde el Príncipe Feliz y le

contó lo que había hecho.—¡Qué raro! —agrego—, pero ahora casi tengo calor; y sin em-

bargo la verdad es que hace muchísimo frío.—Es porque has hecho una obra de amor —le explicó el Prín-

cipe.La golondrina se puso a pensar en esas palabras y pronto se que-

dó dormida. Siempre que pensaba mucho se quedaba dormida.Al amanecer voló hacia el río para bañarse.—¡Qué fenómeno extraordinario! —exclamó un profesor de or-

nitología que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en pleno in-vierno!

Y escribió sobre el asunto una larga carta al periódico de la ciu-dad. Todo el mundo habló del comentario, tal vez porque contenía muchas palabras que no se entendían.

—Esta noche partiré para Egipto —se decía la golondrina y la idea la hacía sentirse muy contenta.

Luego visitó todos los monumentos públicos de la ciudad y des-cansó largo rato en el campanario de la iglesia. Los gorriones que la veían pasar comentaban entre ellos: “¡Qué extranjera tan distingui-da!”. Cosa que a la golondrina la hacía feliz.

Cuando salió la luna volvió donde estaba a la estatua del Prín-cipe.

—¿Tienes algunos encargos que darme para Egipto? —le gri-tó—. Voy a partir ahora.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Prín-cipe—, ¿no te quedarías conmigo una noche más?

—Los míos me están esperando en Egipto —contesto la golon-drina—. Mañana, mis amigas van a volar seguramente hasta la segun-

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da catarata del Nilo. Allí, entre las cañas, duerme el hipopótamo, y sobre una gran roca de granito se levanta el Dios Memnón. Durante todas las noches, él mira las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la mañana, lanza un grito de alegría. Después se queda en silencio. Al mediodía, los leones bajan a beber a la orilla del río. Tie-nen los ojos verdes, y sus rugidos son más fuertes que el ruido de la catarata.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Prín-cipe—, allá abajo justo al otro lado de la ciudad, hay un muchacho en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa llena de papeles, y a su derecha, en un vaso, unas violetas están marchitándose. Tiene el pelo largo, castaño y rizado, y sus labios son rojos como granos de granada, y tiene los ojos anchos y soñadores. Está empeñado en terminar de es-cribir una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío. No hay fuego en la chimenea y el hambre lo tiene extenuado.

—Bueno, me quedaré otra noche aquí contigo —dijo la golon-drina que de verdad tenía buen corazón—. ¿Hay que llevarle otro rubí?

—¡Ay, no tengo más rubíes! —se lamentó el Príncipe—. Sin em-bargo aún me quedan mis ojos. Son dos rarísimos zafiros, traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, comprará pan y leña y podrá terminar de escribir su obra.

—Pero mi Príncipe querido —dijo la golondrina—, eso yo no lo puedo hacer.

Y se puso a llorar.—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el

Príncipe—, por favor, haz lo que te pido.Entonces la golondrina arrancó uno de los ojos del Príncipe y

voló hasta la buhardilla del escritor. No era difícil entrar allí, porque había un agujero en el techo y por ahí entró la golondrina como una flecha. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no sintió el rumor de las alas, y cuando al fin levantó los ojos, vio el her-moso zafiro encima de las violetas marchitas.

—¿Será que el público comienza a reconocerme? —se dijo— Porque esta piedra preciosa ha de habérmela enviado algún rico ad-mirador. ¡Ahora podré acabar mi obra!

Y se le notaba muy contento.Al día siguiente la golondrina voló hacia el puerto, se posó sobre

el mástil de una gran nave y se entretuvo mirando los marineros que izaban con maromas unas enormes cajas de la sentina del barco.

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—¡Me voy a Egipto! —les gritó la golondrina. Pero nadie le hizo caso.

Al salir la luna, la golondrina volvió hacia el Príncipe Feliz.—Vengo a decirte adiós—le dijo.—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le dijo el

Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo otra noche?—Ya es pleno invierno —respondió la golondrina—, y muy

pronto caerá la nieve helada. En Egipto, en cambio, el sol calienta las palmeras verdes y los cocodrilos, medio hundidos en el fango, miran indolentes alrededor. Por estos días mis compañeras están construyen-do sus nidos en el templo de Baalbeck, y las palomas rosadas y blan-cas las miran mientras se arrullan entre sí. Querido Príncipe, tengo que dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré de Egipto dos piedras bellísimas para reemplazar las que regalaste. El rubí será más rojo que una rosa roja, y el zafiro será azul como el mar profundo.

—Allá abajo en la plaza —dijo el Príncipe Feliz—, hay una ni-ñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dine-ro a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.

—Pasaré otra noche contigo —dijo la golondrina—, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —le rogó el Príncipe—, haz lo que te pido, te lo suplico.

La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.

—¡Qué bonito pedazo de vidrio! —exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.

Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.—Ahora que estás ciego —le dijo—, voy a quedarme a tu lado

para siempre.—No, golondrinita —dijo el pobre Príncipe—. Ahora tienes

que irte a Egipto.—Me quedaré a tu lado para siempre —repitió la golondrina,

durmiéndose entre los pies de la estatua.Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle

las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.

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Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.

—Querida golondrina —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas maravillosas, pero es más maravilloso todavía lo que pueden sufrir los hombres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela sobre mi ciudad, y vuelve a contarme todo lo que veas.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ri-cos que se regocijaban en sus soberbios palacios, mientras los mendi-gos se sentaban a sus puertas. Voló por las callejuelas sombrías, y vio los rostros pálidos de los niños que mueren de hambre, mientras mi-ran con indiferencia las calles oscuras.

Bajo los arcos de un puente había dos muchachos acurrucados, uno en los brazos del otro para darse calor.

—¡Qué hambre tenemos! —decían.—¡Fuera de ahí! les gritó un guardia, y los muchachos tuvieron

que levantarse, y alejarse caminando bajo la lluvia.Entonces la golondrina volvió donde el Príncipe, y le contó lo

que había visto.—Mi estatua esta recubierta de oro fino —le indicó el Prínci-

pe—; sácalo lámina por lámina, y llévaselo a los pobres. Los hombres siempre creen que el oro podrá darles la felicidad.

Así, lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro. Y lámina a lámina fue distribuyendo el oro fino entre los pobres, y los rostros de algunos niños se pusieron son-rosados, y riendo jugaron por las calles de la ciudad.

—¡Ya, ahora tenemos pan! —gritaban.Llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles bri-

llaban de escarcha y parecían ríos de plata. Los carámbanos, como pu-ñales, colgaban de las casas. Todo el mundo se cubría con pieles y los niños llevaban gorros rojos y patinaban sobre el río.

La pequeña golondrina tenía cada vez más frío pero no quería abandonar al Príncipe, lo quería demasiado. Vivía de las migajas del panadero, y trataba de abrigarse batiendo sus alitas sin cesar.

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Una tarde comprendió que iba a morir, pero aún encontró fuer-zas para volar hasta el hombro del Príncipe.

—¡Adiós, mi querido Príncipe! —le murmuró al oído—. ¿Me dejas que te bese la mano?

—Me alegro que por fin te vayas a Egipto, golondrinita —le dijo el Príncipe—. Has pasado aquí demasiado tiempo. Pero no me beses en la mano, bésame en los labios porque te quiero mucho.

—No es a Egipto donde voy —repuso la golondrina—. Voy a la casa de la muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?

El avecita besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese mismo instante se escuchó un crujido ronco en el interior de la estatua, fue un ruido singular como si algo se hubiese hecho tri-zas. El caso es que el corazón de plomo se había partido en dos. Cier-tamente hacía un frío terrible.

A la mañana siguiente, el alcalde se paseaba por la plaza con al-gunos de los regidores de la ciudad. Al pasar junto a la columna levan-tó los ojos para admirar la estatua.

—¡Pero qué es esto! —dijo— ¡El Príncipe Feliz parece ahora un desharrapado!

—¡Completamente desharrapado! —reiteraron los regidores; y subieron todos a examinarlo.

—El rubí de la espada se le ha caído, los ojos desaparecieron y ya no es dorado —dijo el alcalde—. En una palabra se ha transformado en un verdadero mendigo.

—¡Un verdadero mendigo! —repitieron los regidores.—Y hay un pájaro muerto entre sus pies —siguió el alcalde—.

Será necesario promulgar un decreto municipal que prohiba a los pá-jaros venirse a morir aquí.

El secretario municipal tomó nota dejando constancia de la idea.

Entonces mandaron a derribar la estatua del Príncipe Feliz.—Como ya no es hermoso, no sirve para nada —explicó el pro-

fesor de Estética de la Universidad.Entonces fundieron la estatua, y el Alcalde reunió al Municipio

para decidir que harían con el metal.—Podemos —propuso— hacer otra estatua. La mía, por ejem-

plo.—Claro, la mía —dijeron los regidores cada uno a su vez.Y se pusieron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían

discutiendo.

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—¡Qué cosa más rara! —dijo el encargado de la fundición—. Este corazón de plomo no quiere fundirse; habrá que tirarlo a la ba-sura.

Y lo tiraron al basurero donde también yacía el cuerpo de la go-londrina muerta.

—Tráeme las dos cosas más hermosas que encuentres en esa ciu-dad —dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.—Has elegido bien —sonrió Dios—. Porque en mi jardín del

Paraíso esta avecilla cantará eternamente, y el Príncipe Feliz me alaba-rá para siempre en mi Aurea Ciudad.

FIN

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BIOGRAFÍA

(Dublín, 1854 - París, 1900) Escritor británico. Hijo del ciruja-no William Wills- Wilde y de la escritora Joana Elgee, Oscar Wilde tuvo una infancia tranquila y sin sobresaltos. Estudió en la Portora Royal School de Euniskillen, en el Trinity College de Dublín y, pos-teriormente, en el Magdalen College de Oxford, centro en el que per-maneció entre 1874 y 1878 y en el cual recibió el Premio Newdigate de poesía, que gozaba de gran prestigio en la época.

Oscar Wilde combinó sus estudios universitarios con viajes (en 1877 visitó Italia y Grecia), al tiempo que publicaba en varios perió-dicos y revistas sus primeros poemas, que fueron reunidos en 1881 en Poemas. Al año siguiente emprendió un viaje a Estados Unidos, donde ofreció una serie de conferencias sobre su teoría acerca de la filosofía estética, que defendía la idea del «arte por el arte» y en la cual sentaba las bases de lo que posteriormente dio en llamarse dandismo.

A su vuelta, Oscar Wilde hizo lo propio en universidades y cen-tros culturales británicos, donde fue excepcionalmente bien recibido. También lo fue en Francia, país que visitó en 1883 y en el cual entabló amistad con Verlaine y otros escritores de la época.

En 1884 contrajo matrimonio con Constance Lloyd, que le dio dos hijos, quienes rechazaron el apellido paterno tras los acon-tecimientos de 1895. Entre 1887 y 1889 editó una revista femenina, Woman’s World, y en 1888 publicó un libro de cuentos, El príncipe fe­liz, cuya buena acogida motivó la publicación, en 1891, de varias de sus obras, entre ellas El crimen de Lord Arthur Saville.

El éxito de Wilde se basaba en el ingenio punzante y epigramá-tico que derrochaba en sus obras, dedicadas casi siempre a fustigar las hipocresías de sus contemporáneos. Así mismo, se reeditó en libro una novela publicada anteriormente en forma de fascículos, El retrato de Dorian Gray, la única novela de Wilde, cuya autoría le reportó

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feroces críticas desde sectores puritanos y conservadores debido a su tergiversación del tema de Fausto.

No disminuyó, sin embargo, su popularidad como dramaturgo, que se acrecentó con obras como Salomé (1891), escrita en francés, o La importancia de llamarse Ernesto (1895), obras de diálogos vivos y cargados de ironía. Su éxito, sin embargo, se vió truncado en 1895 cuando el marqués de Queenberry inició una campaña de difamación en periódicos y revistas acusándolo de homosexual. Wilde, por su parte, intentó defenderse con un proceso difamatorio contra Queen-berry, aunque sin éxito, pues las pruebas presentadas por este último daban evidencia de hechos que podían ser juzgados a la luz de la Cri-minal Amendement Act.

El 27 de mayo de 1895 Oscar Wilde fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados. Las numerosas presiones y peticiones de clemencia efectuadas desde sectores progresistas y desde varios de los más importantes círculos literarios europeos no fueron escuchadas y el escritor se vio obligado a cumplir por entero la pena. Enviado a Wandsworth y Reading, donde redactó la posteriormente aclamada Balada de la cárcel de Reading, la sentencia supuso la pérdida de todo aquello que había conseguido durante sus años de gloria.

Recobrada la libertad, cambió de nombre y apellido (adoptó los de Sebastian Melmoth) y emigró a París, donde permaneció hasta su muerte. Sus últimos años de vida se caracterizaron por la fragilidad económica, sus quebrantos de salud, los problemas derivados de su afición a la bebida y un acercamiento de última hora al catolicismo. Sólo póstumamente sus obras volvieron a representarse y a editarse. En 1906, Richard Strauss puso música a su drama Salomé, y con el paso de los años se tradujo a varias lenguas la práctica totalidad de su producción literaria.

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